Las virtudes morales
Fuente: Escuela de la fe
La dimensión moral de la persona incluye la vivencia de las virtudes morales.
Una virtud es un buen hábito. Una persona virtuosa es una persona buena,
habitualmente buena, tiene costumbres buenas, se porta bien. Si las virtudes
teologales tienen que ver con Dios directamente- son la fe, la esperanza, la
caridad; las virtudes morales son formas de ser y vivir habitualmente bien, que
forman la fisonomía de una persona buena, pero no tienen que ver directamente
con Dios. Son virtudes humanas que componen lo que llamaríamos una buena y
auténtica mujer. Si se quiere formar una personalidad íntegra, hay que trabajar
en el cultivo y formación de estas virtudes.
“Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de
honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en
cuenta” (Flp 4, 8). La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el
bien que permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor
de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa
tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas. “El
objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios” (San
Gregorio de Nisa, beat. 1).
Las virtudes humanas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones
habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos,
ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe.
Proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena. El
hombre virtuoso es el que practica libremente el bien. Las virtudes morales se
adquieren mediante las fuerzas humanas. Son los frutos y los gérmenes de los
actos moralmente buenos. Disponen todas las potencias del ser humano para
armonizarse con el amor divino.
¿Cuáles y cuántas son? Son muchísimas: un horizonte inagotable. Cuando Santo
Tomás de Aquino estudia en la Suma de Teología cincuenta y cuatro diversas
virtudes no pretende abarcarlas todas. Es un campo variado y fecundo en el que
el alma consagrada puede ir enriqueciendo su personalidad humana, y cristiana.
Para no perdernos en este trabajo puede ser útil centrar la atención en las
cuatro virtudes morales cardinales. En torno a la prudencia, justicia, fortaleza
y templanza, pueden de algún modo ser reagrupadas todas las demás. En cuál de
ellas conviene insistir, y cómo hacerlo, depende de la situación personal de
cada formando. Baste aquí mencionar solamente algunas que parecen tener una
especial importancia en la preparación y en la vida de un alma consagrada y
apóstol.
Cuatro virtudes desempeñan un papel fundamental. Por eso se las llama
‘cardinales’; todas las demás se agrupan en torno a ellas. Estas son la
prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. “¿Amas la justicia? Las
virtudes son el fruto de sus esfuerzos, pues ella enseña la templanza y la
prudencia, la justicia y la fortaleza” (Sb 8, 7). Bajo otros nombres, estas
virtudes son alabadas en numerosos pasajes de la Escritura.
a. La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda
circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para
realizarlo: “El hombre cauto medita sus pasos” (Prov 14, 15). La prudencia es la
regla recta de la acción, escribe Santo Tomás (Suma de Teología II-II, 47, 2),
siguiendo a Aristóteles. No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la
doblez o la disimulación. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de
conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio.
Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos
particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que
debemos evitar.
El bien presupone la verdad y la verdad presupone el ser. Esto quiere decir que
la realización del bien exige el conocimiento de la realidad.
La prudencia nos ayuda a "vivir la verdad en nuestra vida". Es esa disposición
de nuestro espíritu, conscientemente formada, que nos inclina a escoger siempre
el bien y, además, a atinar en la elección del mismo, en las circunstancias en
las cuales no aparece tan claro cuál es el bien.
Las mujeres que saben dar un consejo atinado, "prudente", en el momento
oportuno, pueden a veces salvar a una persona de tantos peligros y consecuencias
negativas, y permitirle vivir en el bien suyo y de su prójimo. Cuando hay
cuestiones serias por resolver y es difícil encontrar un camino correcto, no
acudimos al más simpático, al más guapo, al más deportista, ni siquiera al más
culto. Acudimos al que es prudente, es decir al que tiene la cualidad de
reconocer con claridad el bien concreto y sabe aplicarlo.
Por lo mismo, nos es indispensable adquirir esta virtud y practicarla en nuestra
vida, especialmente si queremos aspirar a la vida espiritual, a la santidad. La
prudencia requiere un gran espíritu de reflexión: quien no es capaz de analizar
los problemas y valorar el bien y el mal en ellos, no puede tomar decisiones
prudentes: “Prudente es quien sabe callar una parte de la verdad cuya
manifestación sería inoportuna; y que callada no daña a la verdad que dice
falsificándola; el que sabe lograr los buenos fines que se propone, escogiendo
los medios más eficaces de querer y obrar; el que en todos los casos sabe prever
y medir las dificultades opuestas y contrarias, y sabe escoger el camino del
medio con dificultades y peligros menores; el que habiéndose propuesto un fin
bueno e incluso noble y grande no lo pierde nunca de vista, logra superar todas
las dificultades y llega a buen término; el que en todo asunto distingue la
sustancia y no se deja importunar por los accidentes; el que une y dirige sus
fuerzas para alcanzar la meta; el que como base de todo esto espera el éxito
únicamente de Dios, en quien confía; y aunque no lo logre todo o no logre nada,
sabe que ha obrado bien, y en todo ve la voluntad y la mayor gloria de Dios. La
sencillez no tiene nada que contradiga a la prudencia, ni viceversa. La
sencillez es amor; la prudencia, pensamiento. El amor ora, la inteligencia
vigila. ‘Vigilate et orate’. Conciliación perfecta. El amor es como la paloma
que gime; la inteligencia activa es como la serpiente que nunca cae a tierra, ni
tropieza, porque va palpando con su cabeza todos los estorbos de su camino”
(Beato Juan XXII Diario del alma, 13 de agosto de 1961).
Por ello es indispensable no dejarse llevar por las impresiones provocadas por
los sentimientos y las pasiones. Una regla concreta y práctica para tomar
decisiones importantes, que tengan que ver con la propia vida o la de los demás
es esta: para tomar las decisiones es preciso esperar los mejores momentos, es
decir cuando hay serenidad y claridad; y nunca hay que replantearse tales
decisiones en los momentos negativos, de oscuridad, dificultad, prueba,
agitación de las pasiones o en presencia de sentimientos turbulentos.
En todos los aspectos de la vida es indispensable obrar con prudencia, y evitar,
en la medida de lo posible, opciones equivocadas, provocadas por los engaños de
las pasiones, de los sentimientos, o del egoísmo: "No es prudente, como se
pretende con frecuencia, el que sabe situarse en la vida y sacar de ella el
mayor provecho, sino el que sabe construir su vida según la voz de la recta
conciencia y según las exigencias de la justa moral" (Juan Pablo II,
25-X-1978)..
La prudencia requiere muchas cualidades y virtudes. No se reduce a una capacidad
de reflexión. Es muy importante lo que podríamos llamar la "afinidad con el
bien". Es decir, ser hombres que practican siempre el bien, no sólo que conocen
el bien, sino que están acostumbrados a practicarlo. Esta es una cualidad de la
voluntad, que acostumbra optar por el bien. El que habitualmente obra según el
bien, según la ley de Dios, adquiere una mayor afinidad, una predisposición
natural de la voluntad hacia lo que es bueno. En los momentos difíciles, cuando
no aparece tan claro el camino del bien, esta predisposición de la voluntad
puede favorecer mucho la intuición de lo que debería ser el bien y ayuda a
emitir un juicio "prudente".
La prudencia, en cuanto virtud humana, ayuda a vivir según el camino de
santidad, es el hecho de que la gracia y en especial las virtudes teologales
infusas (fe, esperanza y caridad), constituyen elementos indispensables para
tomar prudentes opciones. La luz de Dios no puede más que iluminar con mayor
claridad nuestro intelecto; la esperanza afinar nuestro deseo del bien, y la
caridad la experiencia del mismo. Nuestra conciencia será aún más prudente en la
verdadera elección del bien para sí y para el prójimo, en orden a la salvación
temporal y eterna.
b. La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad
de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es
llamada la virtud de la religión. Para con los hombres, la justicia dispone a
respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la
armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. El
hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue
por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo.
“Siendo juez no hagas injusticia, ni por favor del pobre, ni por respeto al
grande: con justicia juzgarás a tu prójimo” (Lv 19, 15). “Amos, dad a vuestros
esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo presente que también vosotros
tenéis un Amo en el cielo” (Col 4, 1).
La justicia busca dar a cada uno lo que le corresponde, en todos los órdenes de
la vida y del bien. El justo busca lo que es correcto, sin parcialidades, sin
egoísmos. Esta virtud implica un gran desprendimiento de sí, una gran
objetividad y una actitud a salir de uno mismo, para buscar y realmente otorgar
lo que es correcto a los demás. Por eso se dice en la Biblia que esta virtud es
muy propia de Dios, porque Dios no es egoísmo, sino Bien verdadero, no es
capricho, sino Verdad.
Es muy difícil encontrar a una mujer justa, porque a cada paso nos vemos
condicionados por mil presiones e intereses; a la hora de repartir es muy
difícil ser objetivo y justo, preferir a los demás, dándoles lo que les
corresponde (aunque no lo sepan o no lo reivindiquen con amenazas), por encima
de lo que yo podría aprovechar para mí, para mis intereses, o para mis amigos y
familiares. Muchas veces entendemos mal la justicia, como si fuera únicamente la
reivindicación de lo que a mí me corresponde. Ante todo es preciso purificar la
intención y desprendernos de nosotros mismos: la justicia es básicamente la
actitud de buscar el bien verdadero y objetivo de los demás. Y supone salir de
uno mismo, no pensar en la propia ventaja. Esta actitud nos permitirá ver con
objetividad también lo que nos corresponde a nosotros. Así la justicia es
realmente "vivir la verdad en la vida", y es la base fundamental para "vivir
todo por amor".
Aunque la justicia no agota el amor, tal como la hemos presentado, es actitud
indispensable para el amor. Solamente un corazón desprendido de sí, abierto a
los demás y dispuesto a entregar lo que le corresponde, tiene la capacidad de
amar, entregando aún más de lo que es debido. El amor se construye sobre la
justicia y es una continuación de la misma actitud de procurar el bien de los
demás (querer bien), incluso una superación hacia más; de lo contrario el amor
corre el riesgo de ser un afecto impregnado de egoísmo (que se puede manifestar
en querer poseer indebidamente al otro, en autocomplacencia, deseo de ser
considerado, sentirse indispensable, humanitarismo vanidoso del que quiere
sentirse realizado, etc.).
La actitud de justicia es sin duda también un don de Dios, que se ve iluminado
por el don de la caridad sobrenatural. Las virtudes sobrenaturales colaboran
sobremanera a la práctica de la virtud de la justicia y, a la vez, el hombre
justo es el más indicado para recibir las virtudes sobrenaturales y el don de la
santidad: "Cristo nos ha dejado el mandamiento del amor al prójimo. En este
mandamiento se encierra todo lo que concierne a la justicia. No puede haber amor
sin justicia. El amor desborda la justicia, pero, al mismo tiempo, encuentra su
verificación en la justicia. Hasta el padre y la madre, cuando aman al propio
hijo, deben ser justos con él. Si vacila la justicia, también el amor corre
peligro" (Juan Pablo II, 8-XI-1978).
c. La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y
la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las
tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la
fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente
a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el
sacrificio de la propia vida por defender una causa justa. “Mi fuerza y mi
cántico es el Señor” (Sal 118, 14). “En el mundo tendréis tribulación. Pero
¡ánimo!: Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). La fortaleza implica mantener el
ánimo en los momentos difíciles, seguir adelante a pesar de la tristeza y del
abatimiento. La mujer fuerte tiene voluntad, no teme a lo difícil, no renuncia
cuando todo se complica: sabe perseverar. La fortaleza transforma a la mujer en
una mujer valiente y decidida que sabe que todo se puede superar, que cualquier
problema tiene solución. La mujer fuerte sabe levantarse todos los días, y si es
necesario empezar de nuevo, sin dejarse anular por la carga de los problemas,
crisis, tristezas y dificultades.
La fortaleza es una virtud humana directamente relacionada con la voluntad, y
por lo tanto se refiere a ese gran principio que explicábamos antes: "vivir todo
por amor". El bien tiene ese gran privilegio de que no se impone y se tiene que
realizar libremente, por amor. Y el bien no es una norma teórica, sino que
siempre es el bien de alguien: de Dios, de algún hombre, de muchos, de sí mismo.
Querer el bien, es querer el bien de alguien, es amar. El mismo lenguaje en
muchos idiomas identifica el verbo "amar", con la expresión "querer bien"; "te
amo", se dice también "te quiero bien".
Nuestra libre voluntad opta por el bien, es decir se compromete a amar de
verdad. Pero ésta no es una empresa fácil. Se presentan muchos obstáculos que
hacen arredrar la voluntad en su propósito, y además el mismo bien a veces se
muestra arduo de conseguir, por su complejidad o por el trabajo que requiere.
La fortaleza es la virtud propia de la voluntad que permite conseguir el bien
concreto (es decir, amar a Dios y al prójimo) en medio de las dificultades y a
pesar de lo arduo que pueda ser.
Muchas veces para perseverar en el bien y en al amor a Dios y al prójimo, nos
encontramos con el cansancio, con la rebelión de nuestras pasiones, de nuestro
orgullo, con desalientos y desánimos, con otros intereses más fáciles, con
incomprensiones y humillaciones, envidias de otros, zancadillas y oposiciones
abiertas. ¿Quién se ha visto libre de todas estas dificultades y de muchas más?
De igual manera, aunque no haya dificultades externas, el bien puede presentarse
arduo por lo elevado que es y la escasa preparación nuestra, por las mil
implicaciones no vislumbradas en un comienzo que retrasan y complican lo que
parecía fácil, por la renuncia que nos requiere, por el sacrificio y disciplina
que nos pide, o simplemente por lo desconocido que es el terreno que pisamos.
Frente a todo esto y para conseguir el bien y poder amar, el hombre fuerte no se
retrae, sino que se supera y persevera.
Para la fortaleza hay que saber implicar todo el potencial pasional que, bien
encauzado, es la fuerza anímica de la que disponemos, tanto para evitar el mal y
el peligro, cuanto para enfrentar la dificultad y el enemigo y para alcanzar el
bien arduo. Sacar a relucir esos resortes pasionales que todos tenemos y
encauzarlos bien, es signo de una personalidad muy rica, que actúa con
fortaleza.
Por último quisiéramos recalcar que la fortaleza es mayor, y probablemente es
posible hasta el heroísmo, cuando hay un gran amor: una mamá saca fuerza de
donde no tiene para ayudar a un hijo en peligro; los recursos se multiplican, la
energía se agiganta.
Algo parecido, e incluso todavía más grande, ocurre cuando ese amor es la
caridad que Dios infunde en nuestros corazones: la fortaleza en el martirio de
tantos hombres, mujeres y niños, frágiles en apariencias, por amor a Dios, ha
doblado y vencido la crueldad y la dureza de corazón de los mismos
perseguidores, o al menos ha causado su admiración. Esta fortaleza impresionante
inspirada por el amor que Dios infunde, ha llevado a un incontable número de
hombres y mujeres a dar su vida por sus hermanos más necesitados. Resplandece la
entereza del P. Maximiliano Kolbe que aceptó morir en lugar de otro prisionero,
padre de familia, en los campos de concentración nazis, y hasta el último
instante animaba a todos a perdonar y a confiar en una esperanza eterna. De la
misma manera, la frágil figura de la Madre Teresa de Calcuta no le impide
recorrer todos los rincones del mundo en búsqueda de los hermanos necesitados y
más abandonados, para llevarles el alivio del amor de Jesucristo.
d. La templanza. La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los
placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el
dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites
de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos
sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar “para seguir la
pasión de su corazón” (Si 5,2; cf 37, 27-31). La templanza es a menudo alabada
en el Antiguo Testamento: “No vayas detrás de tus pasiones, tus deseos refrena”
(Si 18, 30). En el Nuevo Testamento es llamada moderación o sobriedad. Debemos
“vivir con moderación, justicia y piedad en el siglo presente” (Tit 2, 12).
La templanza es la virtud cardinal que se refiere al dominio de las potencias
pasionales, es decir todo lo que se refiere a la fuerza de actuación que reside
en nuestra psicología y nuestra alma: fuerza pasional tanto corporal, como
psíquica y espiritual.
Probablemente es la menos llamativa, pero rinde un servicio indispensable para
garantizar la verdadera libertad de la persona, y poder "vivir todo por amor".
La templanza es indispensable para la prudencia y soporte para la fortaleza.
Todas las mujeres se ven expuestas a la virulencia de las fuerzas pasionales
que, mal controladas, pueden causarles mucho daño y a los demás. Ser
completamente señor de uno mismo quiere decir establecer de manera práctica y
real la primacía del espíritu sobre la fuerza ciega de las pasiones, tanto en el
campo de los apetitos carnales, cuanto en el campo de los apetitos espirituales.
El espíritu ordena, encauza estas fuerzas, hacia el bien verdadero, y no permite
el desorden, el error y mucho menos el desahogo ciego.
La fuerza pasional, como los múltiples aspectos de la personalidad, está
sometida al desorden causado por el pecado original, y con frecuencia la persona
puede experimentar impulsos, propensiones hacia lo que no es bueno y
desviaciones a pesar de ver el camino correcto. Se requiere lograr un dominio y
un equilibrio voluntario, conquistado por el querer consciente del individuo.
En este esfuerzo no cabe duda que una parte fundamental está asignada al
sacrificio y a la renuncia. Pero no se reduce el trabajo a eso; sobre todo se
trata de encauzar el potencial pasional al bien. Se necesita amar. Cuando se ama
de verdad a Dios y a los demás hombres, se purifica toda el alma y toda la
vitalidad que nos caracteriza sale a flote como un don precioso. No hay que
olvidar que el amor busca el bien verdadero y es eso lo que regula de la mejor
manera la actividad, la fuerza pasional puesta al servicio de la verdad.
Un ejemplo: una fuerza pasional espiritual mal encauzada puede ser el odio,
causado por daños u ofensas recibidos; la razón inspirada por la fe, ordena el
amor, y esa fuerza pasional puede ser encauzada hacia el perdón, que implica
experiencias de entrega, actos de apertura a los demás, etc., mucho más intensos
y válidos que el desahogo provocado por el odio y el rencor.
Cuando hay una persona llena de templanza, hay una garantía de su pleno
rendimiento en su vida: en su tiempo, en el aprovechamiento de sus cualidades
espirituales, morales y físicas, en la mayor decisión de perseguir los objetivos
de bien.
Solamente las personas llenas de templanza son personas de fiar, que pueden
asumir responsabilidades de valor, que pueden garantizar un bien hacia los
demás: la familia, la colectividad. Los que no dominan sus fuerzas pasionales
pueden fallar en cualquier momento y dirigir con más facilidad hacia fines
egoístas su actuación, con el peligro de mucho sufrimiento para los demás
hombres.
Vivir bien no es otra cosa que amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma
y con todo el obrar. Quien no obedece más que a Él (lo cual pertenece a la
justicia), quien vela para discernir todas las cosas por miedo a dejarse
sorprender por la astucia y la mentira (lo cual pertenece a la prudencia), le
entrega un amor entero (por la templanza), que ninguna desgracia puede derribar
(lo cual pertenece a la fortaleza) (cf S. Agustín, mor. eccl. 1, 25, 46).