TRATADO VI

Las virtudes en general


Después de haber examinado, siquiera tan someramente, el principio remoto
y radical de donde proceden los actos humanos sobrenaturales y meritorios, que es la gracia, vamos a estudiar ahora el principio próximo y formal, que son las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. Pero antes hablaremos brevemente de los hábitos en general y de las virtudes adquiridas, que guardan un perfecto paralelismo con las sobrenaturales e infusas.

He aquí el camino que vamos a recorrer en este tratado:

Los hábitos en general (o sea, en su ser físico y psicológico). Las virtudes adquiridas (hábitos morales naturales).

Las virtudes infusas (hábitos sobrenaturales).

Los dones del Espíritu Santo, bienaventuranzas y frutos.

 

ARTICULO I
Los hábitos en general


Sumario: Vamos a exponer su noción, división, sujeto,
causa y su aumento, disminución y corrupción.

202. I. Noción. Prescindiendo de los hábitos entitativos, que vienen a perfeccionar las substancias en sí mismas (v.gr., la gracia santificante perfecciona la esencia misma del alma), y limitándonos a los hábitos operativos, se entiende por hábito cierta cualidad estable de las potencias que las dispone para obrar fácil, pronta y deleitablemente.

Es UNA CUALIDAD, o sea, un accidente que viene a completar o perfeccionar una potencia para facilitarle sus operaciones buenas (virtudes) o malas (vicios).

ESTABLE, o difícilmente movible (cuesta mucho desarraigar un hábito bueno o malo).

DE LAS POTENCIAS, espirituales u orgánicas a quienes afectan.

QUE LAS DISPONE, reforzándolas con su poderosa inclinación.

PARA OBRAR, es decir, para producir sus propios actos.

FÁCILMENTE, porque todo hábito es un aumento de energía en orden a su correspondiente acción.

PRONTAMENTE, porque constituye una como segunda naturaleza, en virtud de la cual se lanza el sujeto a la acción rápidamente.

DELEITABLEMENTE, porque de suyo produce placer toda acción fácil pronta y perfectamente connatural.

203. 2. División. He aquí las principales clases de hábitos:

204. 3. Sujeto. Hay que distinguir entre hábitos entitativos y operativos, naturales y sobrenaturales.

1.° HÁBITOS ENTITATIVOS NATURALES. Pueden darse en el cuerpo, v.gr., la salud, la enfermedad, etc.; pero no en el alma, porque es de suyo la forma completiva de la naturaleza humana y, por lo mismo, no puede disponerse a nada más perfecto según la naturaleza.

2º. HÁBITOS ENTITATIVOS SOBRENATURALES. Tal es la gracia habitual o santificante, que perfecciona accidentalmente la esencia misma del alma, dándole el ser sobrenatural.

3º. HÁBITOS OPERATIVOS NATURALES. Pueden darse en todas las potencias que no estén determinadas a una sola y exclusiva operación. Y así:

  1. Se dan en las potencias espirituales (entendimiento y voluntad) y en el apetito sensitivo (concupiscible e irascible), y, en cierto modo, hasta en los sentidos internos cuando obran por imperio de la razón.

  2. No se dan en los sentidos externos ni en los órganos corporales, puesto que todos ellos están determinados a una sola y exclusiva operación (v.gr., los ojos a ver, los oídos a oír, etc.).

4º. HÁBITOS OPERATIVOS SOBRENATURALES. Se dan en las potencias del alma (entendimiento y voluntad) y en el apetito sensitivo (concupiscible e irascible) en la forma que explicaremos al hablar de las virtudes infusas.

205. 4. Causa. Como ya hemos indicado, los hábitos obedecen a una triple causa:

1º. A LA NATURALEZA MISMA. Propiamente hablando, no se dan verdaderos hábitos innatos, sino únicamente ciertas inclinaciones y propensiones, ya sea de tipo intelectual, como el llamado "hábito de los primeros principios», tanto especulativos (v.gr., *el todo es mayor que la parte») como prácticos (v.gr., *hay que hacer el bien y evitar el mal»); ya de tipo orgánico, como la propensión a la mansedumbre o a la ira.

2.° A LA REPETICIÓN DE ACTOS. Así se forman todos los hábitos aduiridos, tanto los buenos o virtudes como los malos o vicios.

3.° A LA DIVINA INFUSIÓN. Tales son los hábitos sobrenaturales (gracia, virtudes infusas y dones del Espíritu Santo). Si Dios no los infundiera encl alma, jamás el hombre podría adquirirlos por sí mismo, por la infinita eleJación y trascendencia del orden sobrenatural, que escapa en absoluto al poder de toda naturaleza creada o creable.

206. 5. Aumento, disminución y corrupción. Los hábitos adquiridos pueden aumentar, disminuir y corromperse totalmente. Los infusos sólo pueden aumentar y corromperse, pero no disminuir. Vamos a explicarlo brevemente.

a) Los hábitos adquiridos

a) AUMENTAN POR EL EJERCICIO O REPETICIÓN DE ACTOS, pero no por adición de forma a forma (como se aumentaría, v.gr., un montón de trigo añadiendo nuevos granos), sino por una mayor radicación o arraigo en el sujeto, en virtud de actos cada vez más intensos que los fortalecen más y más. Los hábitos intelectuales pueden aumentar también extensivamente (v.gr., el hábito de la ciencia puede extenderse a nuevos conocimientos),

b) DISMINUYEN a medida en que se deja de practicarlos, o se practican con poca intensidad, o se practican actos contrarios (v.gr., el hábito de tocar el piano, de la paciencia, de la ira...).

c) SE CORROMPEN TOTALMENTE cuando se les substituye con el hábito contrario (v.gr., el hábito de la embriaguez se destruye cuando se adquiere el de la sobriedad).

b) Los hábitos infusos

a) AUMENTAN CON EL EJERCICIO cada vez más intenso bajo la influencia de la gracia actual. No por adición de forma a forma (ese aumento corresponde a los seres cuantitativos, pero no a las cualidades; v.gr., a la blancura no se le puede añadir blancura), sino por una mayor inherencia o radicación en el sujeto, que cada vez los posee con mayor fuerza y arraigo.

b) SE CORROMPEN TOTALMENTE cuando sobreviene la catástrofe del pecado mortal, que, al destruir la gracia, que es el principio radical de todas las virtudes infusas, las destruye a ellas también (excepto la fe y la esperanza, que quedan informes, como explicaremos en su lugar).

c) No DISMINUYEN NUNCA: a) ni por defecto de ejercicio, ya que, siendo infusos, ni los produce el ejercicio ni los disminuye su falta; p) ni por el pecado venial, que, al no destruir ni disminuir la gracia, tampoco puede afectar a las virtudes infusas. Pero es cierto que el pecado venial y la falta de ejercicio de las virtudes van disminuyendo las fuerzas del alma y la van predisponiendo para el pecado mortal, que destruirá por completo la gracia y las virtudes infusas.

 

ARTICULO II
Las virtudes adquiridas

Sumario: Expondremos su noción, división y propiedades.

Como hemos visto al establecer la división de los hábitos, por razó de su moralidad se dividen en buenos y malos. Los primeros constituye las virtudes; los segundos, los vicios. De manera que las virtudes, en general, son hábitos operativos buenos; y los vicios no son otra cosa que hdbitds operativos malos.

Vamos a examinar brevemente en este capítulo las virtudes naturales o adquiridas.

207. 1. Noción. Como su mismo nombre indica, se llaman virtudes adquiridas los hábitos operativos buenos que el hombre puede adquirir con sus solas fuerzas naturales. Se diferencian, por lo mismo, de las disposiciones innatas (v.gr., hacia los primeros principios) y de las virtudes infusas, que sólo puede poseer el hombre por divina y gratuita infusión.

2. División. Dos son las principales categorías de virtudes adquiridas: las intelectuales y las morales. Las primeras son perfecciones del entendimiento mismo. Las morales residen en el apetito (racional o sensitivo) y se ordenan a las buenas costumbres. Vamos a examinarlas por separado.

A) Las virtudes intelectuales

208. Reciben este nombre aquellas virtudes que perfeccionan al entendimiento en orden a sus propias operaciones.

Son cinco : entendimiento, ciencia, sabiduría, prudencia y arte. Las tres primeras residen en el entendimiento especulativo, que se dedica a la contemplación de la verdad; y las dos últimas, en el entendimiento práctico, que se ordena a la operación. He aquí la descripción de cada una de ellas.

1.° ENTENDIMIENTO. Se le conoce también con el nombre de hábito de los primeros principios, ya que dispone para percibirlos rápidamente. Si se refiere a los primeros principios especulativos, recibe el nombre de entendimiento; si a los prácticos, se le conoce con el nombre de sindéresis

2.° CIENCIA. Dispone al entendimiento especulativo para deducir con facilidad y prontitud, por sus causas propias y próximas, las conclusiones que se derivan de los principios conocidos. Por eso se le llama también hdbito de las conclusiones.

3.° SABIDURÍA. Tiene por objeto el conocimiento de las cosas por sus últimas y supremas causas. Juzga por ellas las conclusiones y los mismos principios.

4.° PRUDENCIA. Es «la recta razón en el obrar*, o sea, en las acciones individuales y concretas que se han de realizar. Se le llama con razón «auriga de las virtudes», ya que las dirige a todas y ninguna de ellas puede ser perfecta sin la prudencia. Por su misma esencia es una virtud intelectual, poruc perfecciona y reside en el entendimiento práctico; pero por la materia que se ejercita es una virtud moral (la primera de todas, como veremos), e cuanto que dirige y gobierna los actos humanos en orden a su moralidad.

5º. ARTE. Es «la recta razón de lo factible», o sea, de las cosas exteriores que se han de ejecutar. Desde la antigüedad son clásicas las cinco principales bellas artes: arquitectura, escultura, pintura, música y literatura. Existen, además, infinidad de artes mecánicas. Todas ellas son perfeccionadas por esta virtud intelectual.

Las virtudes intelectuales—a excepción de la prudencia, que es virtud perfectísima—no son virtudes propiamente dichas, ya que nada tienen que ver con la honestidad de las costumbres. Se llaman virtudes tan sólo con relación a su objeto propio (v.gr., a un excelente músico se le llama virtuoso de la música, etc.) ; pero puede darse el caso—demasiado frecuente por desgracia—de que esas virtudes intelectuales actúen como pésimos vicios en el orden moral (v.gr., un artista que presenta con colores atractivos la inmoralidad más procaz).

B) Las virtudes morales

209. Se llaman así las que tienen por objeto inmediato y directo la honestidad de los actos humanos. Regulan toda la vida moral del hombre, poniendo orden en su entendimiento, voluntad y pasiones concupiscibles e irascibles.

Son muy numerosas (más de cincuenta examina Santo Tomás en la Suma Teológica), pero se dividen en dos grupos principales: las cardinales y las derivadas.

a) Las virtudes cardinales

Como su nombre indica (de cardo cardinis, el quicio o gozne de la puerta), son las virtudes más importantes entre las morales, ya que sobre ellas, como sobre quicios, gira y descansa toda la vida moral humana.

Son cuatro: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. La prudencia dirige el entendimiento práctico en sus determinaciones; la justicia perfecciona la voluntad para dar a cada uno lo que le corresponde; la fortaleza refuerza el apetito irascible para tolerar lo desagradable y acometer lo que debe hacerse a pesar de las dificultades, y la templanza pone orden en el recto uso de las cosas placenteras y agradables.

Las examinaremos ampliamente, una por una, en sus lugares correspondientes.

b) Las virtudes derivadas

Las virtudes cardinales pueden ser consideradas como cuatro estrellas o soles, alrededor de los cuales gira todo un sistema planetario. Estos planetas o satélites son las virtudes derivadas o anejas, que constituyen las llamadas partes potenciales de las virtudes cardinales.

Porque es de saber que en cada una de las cuatro virtudes cardinale se distinguen las llamadas partes integrales, subjetivas y potenciales:

a) PARTES INTEGRALES son aquellos elementos que ayudan a la propia virtud cardinal para que produzca su acto virtuoso de una manera íntegra y perfecta (v.gr., la sagacidad, precaución, etc., son partes integrales de la prudencia; la cabeza, el tronco y las extremidades son partes integrales del cuerpo humano, etc.).

b) PARTES SUBJETIVAS (llamadas también esenciales) son las diferentes especies en que se subdivide la propia virtud cardinal (v.gr., la justicia conmutativa, distributiva y legal son partes subjetivas de la justicia en cuanto virtud cardinal; el león, el caballo, el perro, etc., son partes subjetivas o especies diferentes del género animal, etc.).

c) PARTES POTENCIALES son las virtudes derivadas o anejas, que se parecen en algo a la virtud cardinal que las cobija, pero que no tienen su misma fuerza o se ordenan a actos secundarios (v.gr., la gratitud, la fidelidad, etc., son partes potenciales de la justicia; el subdiaconado y el diaconado son partes potenciales del presbiterado, etc.).

210. 3. Propiedades. Las principales propiedades de las virtudes adquiridas son cuatro : a) consisten en el medio entre dos extremos; b) están unidas entre sí por la prudencia; c) son desiguales en perfección, y d) las que no incluyen imperfección perduran después de esta vida en lo que tienen de formal. Vamos a examinarlas brevemente una por una.

a) Medio de las virtudes

Las virtudes morales están colocadas entre dos vicios opuestos, uno por exceso y otro por defecto. La virtud ocupa exactamente el término medio, poniendo el recto orden de la razón para no declinar a ninguno de los dos extremos viciosos. Y así, v.gr., la fortaleza ocupa el término medio entre la timidez o cobardía y la audacia o temeridad. Pero hay que entender rectamente este principio para no caer en lamentables confusiones.

a) En primer lugar, no hay que confundir el término medio con la mediocridad. La virtud ha de tender siempre a perfeccionarse más y más, hasta llegar a ejercerse de una manera espléndida y heroica. El término medio significa tan sólo que ha de huir cuidadosamente de las desviaciones viciosas por exceso o por defecto, moviéndose siempre en ascensión vertical dentro de los límites impuestos por la recta razón, habida cuenta de todas las circunstancias que rodeen el acto.

b) Hay que distinguir, además, entre el medio de la cosa y el medio de la razón. El primero sigue a la naturaleza misma de la cosa, y es el mismo para todos en cualquier situación o circunstancia en que nos encontremos (v.gr., la justicia exige dar exactamente lo debido a cada uno, ni más ni menos). El segundo es subsidiario del sujeto y de las circunstancias especiales que le rodeen y no es el mismo exactamente para todos, sino en cierta proporción y medida (v.gr., la sobriedad en la comida no exige una determinada medida para todos, sino proporcional, según la edad, fuerzas y necesidades de cada uno). En la justicia, el medio de la cosa coincide con el de la razón. En las demás virtudes morales sólo se da el medio de la razón.

b) Conexión

Las virtudes morales adquiridas, cuando se poseen en estado perfecto, están todas conectadas y unidas en la prudencia, que las dirige y gobierna. En este sentido, nadie puede ser del todo perfecto en una virtud sin serlo también en todas las demás (al menos en la disposición del ánimo, si no tiene ocasión de practicarlas materialmente). Pero, cuando se poseen en estado imperfecto, pueden desconectarse unas de otras; y así puede darse el caso de uno que sea misericordioso, pero no casto, o sobrio, pero no magnánimo, etc.

c) Desigualdad

Las virtudes morales son desiguales en excelencia y perfección. Entre las cardinales ocupa el primer lugar la prudencia, que es a la vez virtud intelectual y rige y gobierna a las demás; luego viene la justicia, que tiene aspectos relacionados con Dios (religión) y reside en la voluntad, que es potencia espiritual; el tercer puesto corresponde a la fortaleza, que reside en el apetito irascible, más cerca del racional y más difícil de dominar que el concupiscible, donde reside la templanza, que ocupa, por lo mismo, el último lugar.

En el conjunto de todas las virtudes morales (cardinales o no) destaca en primer lugar la religión, que tiene por objeto el culto de Dios y es una de las virtudes derivadas de la justicia. El segundo puesto lo ocupa la penitencia, porque se relaciona también con Dios. Pero, examinando las virtudes desde distintos puntos de vista, varía la primacía entre ellas. Y así, por razón del gobierno y dirección de todas las demás, el primer lugar corresponde a la prudencia; por el bien interior que sacrifica, corresponde el primer lugar a la obediencia, que rinde la propia voluntad; y por razón de los obstáculos que remueve, la primera es la humildad, que aparta el obstáculo mayor para el ejercicio de las virtudes, que es el orgullo.

Otras diversidades por otros capítulos no tienen apenas interés práctico.

d) Duración

Los teólogos están de acuerdo en afirmar que todas las virtudes que no envuelven de suyo imperfección (como la envuelve, v.gr., la penitencia, que supone el pecado) perdurarán en la otra vida en lo que tienen de formal, aunque no puedan ejercitarse del mismo modo o en la misma materia que en la tierra. Ya se comprende que se refieren únicamente a los bienaventurados (y almas del purgatorio), no a los condenados, que estarán totalmente destituidos de todo hábito virtuoso (incluso natural o adquirido) por su obstinación y endurecimiento en la maldad y el pecado.

 

ARTICULO III
Las virtudes infusas


Sumario: Vamos a exponer brevemente los siguientes puntos: existencia, necesidad, naturaleza, división y propiedades.

211. I. Existencia. La existencia de las virtudes infusas está fuera de toda duda. Parece de fe con relación a las virtudes teologales y es completamente cierta en teología con relación a las

morales. Hemos expuesto en otra parte el fundamento escriturario y racional de estas afirmaciones.

212. 2. Necesidad. La necesidad de las virtudes infusas manifiesta con sólo tener en cuenta la naturaleza misma de la gra santificante. Semilla de Dios, la gracia es un germen divino que pide, de suyo, crecimiento y desarrollo hasta alcanzar su perfec ón. Pero, como la gracia no es por sí misma inmediatamente operativa —aunque lo sea radicalmente, como principio remoto de todas nuestras operaciones sobrenaturales—, síguese que de suyo exige y postula unos principios inmediatos de operación que fluyan de su misma esencia y le sean inseparables. De lo contrario, el hombre estaría elevado al orden sobrenatural tan sólo en el fondo de su alma, pero no en sus potencias o facultades operativas. Y aunque, hablando en absoluto, Dios podría elevar nuestras operaciones al orden sobrenatural mediante gracias actuales continuas, se produciría, no obstante, una verdadera violencia en la psicología humana por la tremenda desproporción entre la pura potencia natural y el acto sobrenatural a realizar. Ahora bien: esta violencia no puede conciliarse con la suavidad de la Providencia divina, que mueve a todos los seres en armonía y de acuerdo con su propia naturaleza. De ahí la necesidad de los hábitos infusos para que el hombre pueda realizar de una manera connatural y sin violencia alguna los actos sobrenaturales en orden a su último fin sobrenatural, ya sea siguiendo la regla ordinaria de la razón iluminada por la fe (virtudes infusas) o la directa moción y regla divina (dones del Espíritu Santo).

213. 3. Naturaleza. Las virtudes infusas son unos hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del alma para disponerlas a obrar sobrenaturalmente según el dictamen de la razón iluminada por la fe.

Expliquemos un poco la definición para darnos cuenta de la naturaleza íntima de las virtudes infusas :

HÁBITOS OPERATIVOS. Es el elemento genérico de la definición, común a todas las virtudes naturales y sobrenaturales.

INFUNDIDOS POR Dios. Aquí tenemos una de las diferencias más radicales con las virtudes adquiridas. Estas últimas las va adquiriendo el hombre a fuerza de repetir actos. Las sobrenaturales sólo pueden adquirirse por divina infusión; de ahí su nombre de virtudes infusas.

EN LAS POTENCIAS DEL ALMA. Precisamente tienen por objeto perfeccionarlas elevando sus actos al orden sobrenatural y divino. El acto virtuoso sobrenatural brota de la unión conjunta de la potencia natural y de la virtud infusa que viene a perfeccionarla. En cuanto acto vital, tiene su potencia radical en la facultad natural, que la virtud infusa viene a completar esencialmente dándole la potencia para el acto sobrenatural. De donde todo el acto sobrenatural brota de la potencia natural en cuanto informada por las virtudes infusas, o sea, de la potencia natural elevada al orden sobrenatural.

La potencia radical es el entendimiento o la voluntad; y el principio formal próximo—todo él—es la virtud infusa correspondiente.

PARA DISPONERLAS A OBRAR SOBRENATURALMENTE. Esta es la principal diferencia específica con las virtudes adquiridas: por razón de su objeto formal. Las virtudes adquiridas obran siempre naturalmente; las infusas, sobrenaturalmente. Las primeras siguen el dictamen de la simple razón natural; las infusas, el de la razón iluminada por la fe. Hay un abismo entre ambas.

Por eso pueden poseerse las virtudes infusas sin tener las correspondientes adquiridas (v.gr., en un niño recién bautizado); y al revés, puede algún hombre poseer algunas virtudes naturales (v.gr., la honradez, la justicia, etc.) sin tener ninguna de las infusas por estar en pecado mortal.

SEGÚN EL DICTAMEN DE LA RAZÓN ILUMINADA POR LA FE. En esto se distinguen de las virtudes adquiridas—como acabamos de decir—y también de los dones del Espíritu Santo, ya que éstos últimos, sobrenaturales también como las virtudes infusas, no se rigen por el dictamen de la razón iluminada por la fe, sino por la directa moción y regla del Espíritu Santo mismo. Volveremos sobre esto al hablar de los dones.

4. División. Las virtudes infusas se dividen en dos grupos fundamentales: teologales y morales. Las morales se subdividen en cardinales y derivadas, en perfecta analogía y paralelismo con sus correspondientes adquiridas. Las teologales no tienen ninguna virtud correspondiente en el orden natural o adquirido.

Digamos unas palabras sobre cada uno de los grupos en general.

A) Las virtudes teologales

214. a) Existencia. Consta expresamente en la Sagrada Escritura: «Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, la caridad; pero la más excelente de ellas es la caridad» (1 Cor. 13,13). Lo enseñó manifiestamente el concilio de Trento (D 799 800 821) y lo admiten unánimemente todos los teólogos católicos sin excepción.

b) Naturaleza. Las virtudes teologales son principios operativos con los cuales nos ordenamos directa e inmediatamente a Dios como fin último sobrenatural. Tienen al mismo Dios por objeto material y uno de los atributos divinos por objeto formal. Son estrictamente sobrenaturales y sólo Dios puede infundirlas en el alma.

c) Número. Son tres: fe, esperanza y caridad. La fe nos une con Dios como Primera verdad; la esperanza nos lo hace desear como sumo Bien para nosotros, y la caridad nos une con El con amor de amistad, en cuanto infinitamente bueno en sí mismo.

d) Dignidad. Son, con mucho, más nobles y perfectas que las virtudes morales, ya que éstas se refieren únicamente a los medios para alcanzar el fin sobrenatural, mientras que las teologales se refieren al mismo Dios como fin último sobrenatural.

Entre las teologales, la más excelente es la caridad (1 Cor. 13,13), porque es la que nos une más íntimamente con Dios y es la única de las tres que permanecerá eternamente en el cielo. Luego viene la fe en cuanto fundamento de la esperanza; pero, por otra parte, la esperanza está más cerca de la caridad, y en este sentido es más perfecta que la fe.

e) Sujeto. La fe reside en el entendimiento, y la esperanza y la caridad, en la voluntad.

f) Conexión. La caridad está siempre en conexión necesaria con la fe y la esperanza, ya que el que hubiera perdido alguna de estas dos virtudes estaría en pecado mortal, y, por consiguiente, carecería también de la caridad. Pero la fe y la esperanza pueden separarse entre sí y también de la misma caridad (aunque quedando en ambos casos como virtudes informes, es decir, sin espíritu o vida). Y así, v.gr., el que se desespera pierde la esperanza y la caridad, pero puede todavía conservar la fe informe. En cambio, el que pierde la fe pierde también la esperanza y la caridad. De manera que, aunque el pecado más grave de todos es el que se opone directamente a la caridad para con Dios, el pecado de más honda repercusión en el alma es la infidelidad (pérdida de la fe), que apaga y extingue totalmente del alma todo vestigio de vida sobrenatural, aun informe.

B) Las virtudes morales

215. a) Noción. Trasladando al orden sobrenatural la noción que dimos al hablar de las virtudes morales adquiridas, pueden definirse: aquellas virtudes infusas que tienen por objeto inmediato y directo la honestidad de los actos humanos en orden al fin sobrenatural. Se refieren no al mismo fin (como las teologales), sino a los medios para alcanzarlo.

b) Existencia. Tiene su fundamento en la Sagrada Escritura (Cf. v.gr., Sap. 8,7, donde se habla de las cuatro virtudes cardinales; 2 Petr. 1,5-7; Rom. 8,5-6; 8,15; z Cor. 2,14; Iac. 1,5, etc.) y es doctrina común entre los teólogos, hasta el punto de que no podría negarse sin manifiesta temeridad. La razón de su existencia ya la hemos expuesto más arriba al hablar de la necesidad de las virtudes infusas. Es una consecuencia de la elevación del hombre al orden sobrenatural, que se hace entitativamente por la gracia santificante infundida en la esencia del alma, y dinámicamente por las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo, que residen en sus potencias o facultades.

c) Naturaleza. Las virtudes morales infusas son hábitos sobrenaturales que disponen las potencias del hombre para seguir el dictamen de la razón iluminada por la fe con relación a los medios conducentes al fin sobrenatural. No tienen por objeto inmediato al mismo Dios—y en esto se distinguen de las teologales—, sino al bien honesto distinto de Dios; y ordenan rectamente los actos humanos en orden al fin último sobrenatural a la luz de la fe, y en esto se distinguen de sus correspondientes virtudes adquiridas.

d) Número. Son muchísimas, tantas, al menos, como sus correspondientes adquiridas (*). Y, como ellas, se subdividen en dos grupos principales: cardinales y derivadas. Hemos hablado ya de esto al estudiar las adquiridas, y lo que allí dijimos vale también trasladado al orden sobrenatural.
_______________
(*) Sabido es que la mejor clasificación de las virtudes morales infusas—todavía no superada por nadie—es la realizada por Santo Tomás en la Suma Teológica. Guarda un perfecto paralelismo con la clasificación de las virtudes adquiridas que hicieron los filósofos de la antigüedad, sobre todo Sócrates, Aristóteles y Platón. Ellos—los filósofos—la sacaron de una atenta y perspicaz observación de los movimientos de la psicología humana. Y Santo Tomás, fundándose en dos principios teológicos fecundísimos, a saber: que la gracia no viene a destruir la naturaleza, sino a perfeccionarla y elevarla, y que Dios no puede tener menos providencia en el orden sobrenatural que en el natural, estableció un perfecto paralelismo y analogía entre estos dos órdenes; pero sin que esto quiera decir que las virtudes morales infusas no son más que las que él señala. Acaso una introspección más aguda y penetrante pudiera descubrir alguna más.
Lo cual no puede decirse de las virtudes teologales ni de los dones del Espíritu Santo, porque, siendo estrictamente sobrenaturales y no teniendo paralelismo con el orden natural, sólo podemos conocer su existencia y su número por la divina revelación; y en la revelación consta que las virtudes teologales son únicamente tres, y los dones del Espíritu Santo siete.

216. 5. Propiedades. Prescindiendo de las cuatro propiedades comunes con las virtudes adquiridas—a saber: a) que consisten en el medio entre dos extremos (excepto las teologales, en las que no cabe propiamente medida, a no ser por razón del sujeto y del modo, que debe ser controlado por la prudencia) ; b) que en estado perfecto están unidas entre sí por la prudencia y la caridad; c) que son desiguales en perfección, y d) que las que no incluyen imperfección perduran después de esta vida en lo que tienen de formal—, vamos a recoger brevemente algunas características propias de las virtudes infusas:

1) Acompañan siempre a la gracia santificante y se infunden juntamente con ella.

2) Se distinguen realmente de la gracia santificante (que es un hábito entitativo, no operativo o dinámico, como las virtudes) y de la gracia actual, que es una moción divina transeúnte y pasajera.

3) Se distinguen específicamente de sus correspondientes adquiridas. Hay un abismo entre ellas, como hemos demostrado más arriba.

4) Las practicamos imperfectamente, a no ser que sean perfeccionadas por los dones del Espíritu Santo. La razón es porque, al actuarlas nosotros con ayuda de la gracia ordinaria, les imprimimos nuestro modo humano, radicalmente imperfecto. Los dones del Espíritu Santo les imprimen su modalidad divina, y entonces producen sus actos de una manera perfectísima.

5) Aumentan con la gracia y crecen con ella todas a la vez, proporcionalmente, como los dedos de una mano. Pero para su crecimiento efectivo hace falta realizar actos más intensos que el hábito que actualmente se posee (bajo el impulso de una gracia actual), pues, de lo contrario, no tendrían fuerza suficiente para aumentar la escala termométrica que señala el grado de su perfección habitual.

6) Nos dan la facultad o potencia intrínseca para realizar actos sobrenaturales, pero no la facilidad para realizarlos, a diferencia de las virtudes adquiridas, que sí la daban. La razón es porque la facilidad proviene únicamente de la repetición de actos (por eso la tienen necesariamente las virtudes adquiridas, que se adquieren, precisamente, a fuerza de repetir actos), y las virtudes infusas pueden no haberse ejercitado todavía (v.gr., en un pecador que se acaba de convertir); pero, a medida que se ejercitan, van produciendo también la facilidad para los actos de virtud, como se advierte claramente en los santos, que practican los actos más heroicos y difíciles con suma facilidad y prontitud.

7) Desaparecen todas al perder el alma la gracia por el pecado mortal. Excepto la fe y la esperanza, que quedan en el alma amortiguadas e informes, como un último esfuerzo de la misericordia de Dios para que el pecador pueda más fácilmente convertirse. Pero, si se peca directamente contra ellas (infidelidad, desesperación), desaparecen también, quedando el alma totalmente desprovista de todo rastro de vida sobrenatural.

8) No pueden disminuir directamente, porque esta disminución sólo podría sobrevenir por el pecado venial o por la cesación de los actos de la virtud correspondiente, y ninguna de esas dos causas tiene fuerza suficiente para ello. No el pecado venial, porque no destruye ni disminuye la gracia, que es el soporte radical de las virtudes; ni la cesación de los actos, porque se trata de virtudes infusas, que no se engendran ni se extinguen por la repetición o cesación de los actos, como ocurre con las adquiridas. Sólo el pecado mortal tiene fuerza suficiente para arrancarlas de cuajo del alma al destruir en ella la gracia santificante; aunque es cierto que el pecado venial y la vida tibia y relajada van predisponiendo poco a poco el alma para está gran catástrofe.

 

ARTICULO IV
Los dones del Espíritu Santo, frutos
y bienaventuranzas


Esta materia tiene extraordinaria importancia en
teología ascética y mística, ya que, sin la actuación cada vez más frecuente e intensa de los dones del Espíritu Santo, es imposible la perfección cristiana. Aquí nos vamos a limitar a ligeras indicaciones.

A) Los dones del Espíritu Santo

217. 1. Nociones. Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos en las potencias del alma para recibir y secundar con facilidad las mociones del propio Espíritu Santo.

Expliquemos un poco la definición:

HÁBITOS SOBRENATURALES. En esto coinciden con las virtudes infusas.

INFUNDIDOS EN LAS POTENCIAS DEL ALMA. También en esto se parecen a las virtudes infusas. Se infunden juntamente con la gracia santificante, de la que son inseparables.

PARA RECIBIR Y SECUNDAR. En primer lugar se ordenan a recibir la moción divina, y en este sentido pueden ser considerados como hábitos receptivos o pasivos. Pero, al recibir la divina moción, el alma reacciona vitalmente y la secunda con facilidad y sin esfuerzo gracias al mismo don del Espíritu Santo, que actúa en este segundo aspecto como hábito operativo. Son, pues, hábitos pasivo-activos desde distintos puntos de vista.

CON FACILIDAD. Para eso se infunden precisamente.

LAS MOCIONES DEL PROPIO ESPÍRITU SANTO. Este es el elemento principal que distingue específicamente a los dones de las virtudes infusas: la regla y motor a que se ajustan. Las virtudes infusas, como ya vimos, se ajustan a la regla de la razón iluminada por la fe y bajo la moción de una simple gracia actual. Los dones, en cambio, se ajustan a la regla divina bajo la moción inmediata del propio Espíritu Santo. Por eso las virtudes infusas producen actos sobrenaturales al modo humano, que es el de la simple razón natural iluminada por la fe, y los dones los producen al modo divino, que es el propio del mismo Espíritu Santo.

218. 2. Existencia. La existencia de los dones del Espíritu Santo tiene su fundamento en la Sagrada Escritura (Is. 11,2); pero sólo consta con certeza por el testimonio unánime de la tradición cristiana y por el magisterio ordinario de la Iglesia, que lo enseña así a todos los fieles del mundo en su liturgia (Pentecostés, sacramento de la confirmación, etc.) y encíclicas pontificias. La mayor parte de los teólogos modernos tienen como verdad próxima a la fe la existencia de los dones en todas las almas en gracia, y algunos creen que es de fe por el magisterio ordinario de la Iglesia.

219. 3. Número. La tradición cristiana ha interpretado el texto de Isaías en el sentido de que los dones son siete, según los traen la Vulgata y la versión de los Setenta, aunque en el texto hebreo original no constan más que seis. En todo caso, el don de piedad, que falta en el texto hebreo, aparece claramente en otros lugares de la Sagrada Escritura (v.gr., en Rom. 8,14-16).

220. 4. Finalidad. Tienen por objeto acudir en ayuda de las virtudes infusas en casos imprevistos y graves en que el alma no podría echar mano del discurso lento y pesado de la razón (v.gr., ante una tentación repentina y violentísima en la que el pecado o la victoria es cuestión de un segundo) y, sobre todo, para perfeccionar los actos de las virtudes dándoles la modalidad divina propia de los dones, inmensamente superior a la atmósfera o modo humano a que tienen que someterse cuando las controla y regula la simple razón natural iluminada por la fe.

221. 5. Necesidad. En el primero de los dos aspectos que acabamos de recordar (tentaciones violentas y repentinas), los dones son necesarios para la misma salvación del alma, y actúan sin falta en todos los cristianos en gracia si el alma no se hace indigna de ellos, ya que Dios no falta nunca en los medios necesarios para la salvación. En el segundo aspecto (perfección de las virtudes) son absolutamente indispensables para alcanzar la perfección cristiana. Es imposible que las virtudes infusas alcancen su plena perfección y desarrollo mientras se vean obligadas a respirar el aire humano que les imprime forzosamente la razón natural iluminada por la fe, que las maneja y gobierna torpemente; necesitan el aire o modalidad divina de los dones, que es el único que se adapta perfectamente a su propia naturaleza sobrenatural y divina. En este sentido, las virtudes teologales son las que más necesitan la ayuda de los dones, precisamente por su propia elevación y grandeza.

El régimen de las virtudes infusas al modo humano constituye la etapa ascética de la vida cristiana; y el de los dones al modo divino, la etapa mística. No son dos caminos paralelos, sino dos etapas de un solo camino de perfección que han de recorrer todas las almas para alcanzar la perfección cristiana. La mística no es un estado extraordinario y anormal reservado para unos pocos aristócratas del espíritu, sino el camino ordinario y normal que han de recorrer todas las almas para lograr la completa expansión y desarrollo de la gracia santificante, recibida en forma de semilla o germen en el sacramento del bautismo.

222. 6. Sujeto. Los dones residen, como ya hemos dicho, en las potencias del alma. Cuatro de ellos residen en la razón, y los otros tres en la virtud apetitiva. He aquí, en esquema, la distribución de los mismos según Santo Tomás:

223. 7. Función específica de cada uno. Santo Tomás ha precisado admirablemente la función específica que corresponde a cada uno de los dones del Espíritu Santo. Cada uno de ellos tiene por misión directa e inmediata la perfección de alguna de las siete virtudes fundamentales (teologales y cardinales), aunque indirecta y mediatamente repercute sobre todas las virtudes derivadas y sobre el conjunto total de la vida cristiana.

He aquí, brevísimamente expuestas, la misión especial y características fundamentales de cada uno de los dones, por orden descendente de excelencia y perfección:

a) El don de sabiduría perfecciona maravillosamente la virtud de la caridad, dándole a respirar el aire o modalidad divina que reclama y exige por su propia condición de virtud teologal perfectísima. A su divino influjo, las almas aman a Dios con amor intensísimo, por cierta connaturalidad con las cosas divinas, que les hunde, por decirlo así, en las profundidades insondables del misterio trinitario. Todo lo ven a través de Dios y todo lo juzgan por razones divinas, con sentido de eternidad, como si hubieran ya traspasado las fronteras del más allá. Han perdido por completo el instinto de lo humano y se mueven únicamente por cierto instinto sobrenatural y divino. Nada puede perturbar la paz inefable de que gozan en lo íntimo de su alma: las desgracias, enfermedades, persecuciones y calumnias, etc., las dejan por completo «inmóviles y tranquilas, como si estuvieran ya en la eternidad» (sor Isabel de la Trinidad). No les importa ni afecta nada de cuanto ocurre en este mundo: han comenzado ya su vida de eternidad. Algo de esto quería decir San Pablo cuando escribió a los filipenses: Porque somos ciudadanos del cielo... (Phil. 3,20).

b) El don de entendimiento perfecciona la virtud de la fe, dándole una penetración profundísima de los grandes misterios sobrenaturales. La inhabitación trinitaria, el misterio redentor, nuestra incorporación a Cristo, la santidad de María, el valor infinito de la santa misa y otros misterios semejantes adquieren bajo la iluminación del don del entendimiento una fuerza y eficacia santificadora verdaderamente extraordinaria. Estas almas viven obsesionadas por las cosas de Dios, que sienten y viven con la máxima intensidad que puede dar de sí un alma peregrina todavía sobre la tierra,

c) El don de ciencia perfecciona en otro aspecto la misma virtud de la fe, enseñándole a juzgar rectamente de las cosas creadas, viendo en todas ellas la huella o vestigio de Dios, que pregona su hermosura y su bondad inefables. El alma de San Francisco de Asís, iluminada por las claridades divinas de este don, veía en todas las criaturas a hermanos suyos en Cristo, incluso en los seres irracionales o inanimados: el hermano lobo, la hermana flor, la hermana fuente... El mundo tiene por insensatez y locura lo que es sublime sabiduría ante Dios. Es la «ciencia de los santos», que será siempre estulta ante la increíble estulticia del mundo (1 Cor. 3,19).

d) El don de consejo. Presta magníficos servicios a la virtud de la prudencia, no sólo en las grandes determinaciones que marcan la orientación de toda una vida (vocación), sino hasta en los más pequeños detalles de una vida en apariencia monótona y sin trascendencia alguna. Son corazonadas, golpes de vista intuitivos, cuyo acierto y oportunidad se encargan más tarde de descubrir los acontecimientos. Para el gobierno de nuestros propios actos y el recto desempeño de cargos directivos y de responsabilidad, el don de consejo es de un precio y valor inestimables.

e) El don de piedad perfecciona la virtud de la justicia, una de cuyas virtudes derivadas es precisamente la piedad. Tiene por objeto excitar en la voluntad, por instinto del Espíritu Santo, un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto hermanos nuestros e hijos del mismo Padre, que está en los cielos. Las almas dominadas por el don de piedad sienten una ternura inmensa al sentirse hijos de Dios, y la plegaria favorita que se les escapa del alma es el Padre nuestro, que estás en los cielos. Viven enteramente abandonadas a su amor y sienten también una ternura especial hacia la Virgen María, su dulce madre; hacia el Papa, «el dulce Cristo de la tierra», y hacia todas las personas en las que brilla un destello de la paternidad divina: el superior, el sacerdote...

f) El don de fortaleza refuerza increíblemente la virtud del mismo nombre, haciéndola llegar al heroísmo más perfecto en sus dos aspectos fundamentales: resistencia y aguante frente a toda clase de ataques y peligros, y acometida viril del cumplimiento del deber a pesar de todas las dificultades. El don de fortaleza brilla en la frente de los mártires, de los grandes héroes cristianos, y en la práctica callada y heroica de las virtudes de la vida cristiana ordinaria, que constituyen el «heroísmo de lo pequeño» y una especie de «martirio a alfilerazos», con frecuencia más difíciles y penosos que el heroísmo de lo grande y el martirio entre los dientes de las fieras.

g) El don de temor, en fin, perfecciona dos virtudes: primariamente, la virtud de la esperanza, en cuanto que nos arranca de raíz el pecado de presunción, que se opone directamente a ella por exceso, y nos hace apoyar únicamente en el auxilio omnipotente de Dios, que es el motivo formal de la esperanza. Secundariamente perfecciona también la virtud cardinal de la templanza, ya que nada hay tan eficaz para frenar el apetito desordenado de placeres como el temor de los divinos castigos. Los santos temblaban ante la posibilidad del menor pecado, porque el don de temor les hacía ver con claridad la grandeza y majestad de Dios, por un lado, y la vileza y degradación de la culpa, por otro.

B) Los frutos y las bienaventuranzas

224. Cuando el alma corresponde fielmente a la moción divina de los dones, produce actos de virtud sobrenatural tan sazonados y perfectos, que se llaman frutos del Espíritu Santo. Los más sublimes y exquisitos corresponden a las bienaventuranzas evangélicas, que señalan el punto culminante y el coronamiento definitivo acá en la tierra de toda la vida cristiana y son ya como el preludio y comienzo de la bienaventuranza eterna.

San Pablo enumera algunos de los principales frutos del Espíritu Santo cuando escribe a los gálatas: »Los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza. Contra éstos no hay ley» (Cal. 5,22-23). Pero sin duda alguna no tuvo intención de enumerarlos todos. Son, repetimos, los actos procedentes de los dones del Espíritu Santo que tengan carácter de especial exquisitez y perfección.

Dígase lo mismo de las bienaventuranzas evangélicas. En el sermón de la montaña, Cristo las reduce a ocho: pobreza de espíritu, mansedumbre, lágrimas, hambre y sed de justicia, misericordia, pureza de corazón, paz y persecución por causa de la justicia. Pero también podemos decir que se trata de un número simbólico que no reconoce límites. Son las obras heroicas de los santos, que les hacen prelibar un gusto y anticipo de la felicidad eterna.