El Séptimo Mandamiento

 

Aurelio Fernández

 

Se estudian una serie de temas relacionados con el uso de las cosas y con la vida del hombre en sociedad, tales como la propiedad privada de bienes, la justicia en el reparto equitativo de las posesiones, la injusticia en la lesión de derechos y en el cumplimiento de los respectivos deberes, la justa convivencia social, la participación del cristiano en la vida pública, etc.


Un sector de la filosofía moderna define al hombre como «un-ser-en-el-mundo (Heidegger). Con ello se quiere afirmar que la mundanalidad es un elemento constitutivo del ser humano: el hombre hace relación al mundo, en él vive y desarrolla su existencia. Pero para la persona humana el «mundo» no es solo la plataforma en que habita, sino la serie de cosas, de ideas y de realidades que lo constituyen. Sobre todo, la realidad «mundo» integra el conjunto de hombres y mujeres con los que se convive: es un mundo de personas y de relaciones personales. De este modo, la persona humana logra desarrollar su existencia en un ambiente extremo a su ser, pero que le enriquece y le abre a una inmensa gama de posibilidades.

La persona humana necesita esa serie de realidades y las usa para el desarrollo armónico de su vida. Sin cosas, sin instrumentos, la vida del hombre y de la mujer estaría muy limitada. Por ello, la persona accede a las cosas, las usa y se posesiona de ellas, pues, como ser inteligente y libre, necesita tenerlas como suyas, tanto para su uso, como para prever el futuro personal y el de su familia. Sobre todo, la persona humana necesita de la convivencia con los demás pues vivir es «con-vivir», de este modo el individuo desarrolla el sentido social del que está dotado por naturaleza.

En el Séptimo Mandamiento se estudian una serie de temas relacionados con el uso de las cosas y con la vida del hombre en sociedad, tales como la propiedad privada de bienes, la justicia en el reparto equitativo de las posesiones que Dios ha creado para el uso de todos los hombres, la injusticia en la lesión de derechos y en el cumplimiento de los respectivos deberes, la justa convivencia social, la participación del cristiano en la vida pública, etc. Un conjunto de cuestiones que derivan de la condición mundanal del ser humano.


«No hurtarás»

Con la misma contundencia con que Dios prohíbe las malas acciones en los mandamientos ya estudiados, también el contenido de este se formula de modo negativo. El Éxodo lo enuncia con esta rotunda sentencia: «No robarás» (Ex20,15). Y el Deuteronomio repite, lacónicamente, el mismo sintagma (Dt 5,19).

Ya en la descripción del origen del mundo., el Génesis narra cómo la creación de Adán y Eva fue precedida de la aparición de las demás criaturas, incluidos los animales. Y Dios crea la primera pareja humana «para que domine sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, sobre todos los animales salvajes y todos los reptiles que se mueven sobre la tierra» (Gn 1,26). Este mandato se repite en los versículos siguientes, en los que Dios añade la finalidad de ese dominio del hombre sobre los demás seres creados: «para que os sirva de alimento» (Gn 1,29-30).

En la narración del capítulo segundo del Génesis, Dios encomienda al hombre el desarrollo y el cuidado de todo lo creado: «El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara» (Gn 2, 15) .Y más adelante, con el fin de mostrar al hombre el dominio que ha de ejercer sobre todo lo creado, Dios hizo pasar delante de él «todos los animales del campo y todas las aves dei cielo para ver como el hombre los llamaba, de modo que cada ser vivo tuviera el nombre que él le hubiera impuesto» (Gn 2,19-20). Como es sabido, «poner el nombre», en lenguaje bíblico, significa dominio y posesión: el hombre es, pues, el señor de la creación.

Se impone formular una consecuencia: la revelación cristiana establece una íntima relación entre el hombre y las cosas: éstas son destinadas al servicio del hombre y éste tiene la misión de desarrollar el conjunto de realidades que se integran en el mundo con el fin de protegerlas. En esa extraordinaria armonía, según la Biblia, se encuentra la persona humana y la entera creación. El hombre puede poseer cosas y tenerlas como suyas, por lo cual este derecho debe ser respetado por todos. Precisamente, el robo significa violar este derecho; o sea, es «tomar lo ajeno contra la voluntad de su dueño», tal como se define la acción de robar.

Pero en la predicación de Jesús la relación hombre-cosas recibe una nueva y más profunda interpretación. En efecto, la reforma del Decálogo en el marco del Sermón de las Bienaventuranzas, Jesús prescribe el uso moderado de las cosas y advierte acerca del riesgo de poseerlas: “No alleguéis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín los corroen y donde los ladrones horadan y roban”. Y concluyo aquel largo discurso sobre el uso de los bienes con esta seria advertencia: «Nadie puede servir a dos señores, pues o bien, aborreciendo a uno, amara al otro, o bien, adhiriéndose al uno menospreciara al otro. No podéis servir a Dios ya las riquezas» (Mt 6,10~24). Seguidamente, el Señor enseña como cuidar y preocuparse de los bienes materiales (Mt 6,25-34).


El destino universal y la propiedad de los bienes


El simple relato de la creación del hombre en medio de tantos bienes materiales, indica que el conjunto de cosas creadas tiene un destino muy concreto: el servicio a la persona. En efecto, en virtud del derecho de propiedad que les es natural, cada hombre y cada mujer pueden disponer y apropiarse de los bienes creados, dado que esa es la finalidad señalada por Dios. Todos los bienes creados están al servicio de todos los hombres.

Ahora bien, la historia de la humanidad muestra la ruptura de esta armonía, y la crónica de los pueblos confirma que muy pronto se rompe este plan primigenio. Las causas de esa desigualdad en la posesión de los bienes han sido múltiples y variadas. Posiblemente, se entremezclan el trabajo de unos y el ocio de otros, la rapiña de algunos y el regalo con gestos honrosos, el robo descarado y la gratuidad de las donaciones, la injusticia en el reparto y la herencia debida, el ahorro y el despilfarro, etc. Sin embargo, el resultado final de este cruce de gracia y de pecado es una situación, que en la historia social de los distintos tiempos y civilizaciones, es radicalmente injusta, pues, como enseñan de continuo los Papas, se dan flagrantes injusticias sociales que contradicen abiertamente el plan inicial de Dios. Juan Pablo II sentencia: “Este es el cuadro: los pocos que poseen mucho y los muchos que poseen poco o nada” (SRS 28).

Frente a las grandes desigualdades sociales y las injusticias que existían en los diversos pueblos de la humanidad, tal como testifica la historia, consta que en Israel esas diferencias entre ricos y pobres era menos marcada. Muchas leyes velaban por el bienestar común, tales como la defensa del asalariado (Dt 24,14-15); la prohibición de prestamos con interés (Ex 22,24-25); la protección a los huérfanos y alas viudas (Ex 22,21-23); la atención a los extranjeros y transeúntes (Ex 22,20), etc. y sobre todo las leyes que regulaban el derecho de propiedad, como la del «año sabático» (Ex 23,10-11 ; Lev 25,1- 7) y el «año jubilar» (Lev 8-17). Estas disposiciones evitaron que en Israel se acumulasen grandes fortunas e incluso, después de que estas leyes perdieron vigencia, el espíritu que las había animado ayudó a cortar distancias entre pobres y ricos.

En el Nuevo Testamento no existe una normativa tan fija, pero la enseñanza de Jesús sobre el riesgo de las riquezas y la práctica del mandamiento nuevo del amor ayudó a que entre las primeras comunidades cristianas se diese una generosa comunicación de bienes (Hech 4,32); los escritos de los apóstoles abundan en condenas de la avaricia y de la codicia (CoI3,5; 1Tim 6,17); se hacen colectas para ayudar alas iglesias que padecían penuria económica (2 Cor9,1-13). Tampoco escasean los textos en los que se condenan las injusticias en las primeras comunidades (Sant 2,2-4).


Esta misma enseñanza se repite reiteradamente en los escritos de los Santos Padres, que salen al paso de las diferencias sociales que tienen vigencia en la sociedad de la época. Los testimonios son muy abundantes. Baste citar un texto de Lactancio, el cual expone con rigor la doctrina católica sobre la propiedad privada y la función social de la propiedad:

«Dios entregó la tierra en común a todos los hombres con el designio de que gozasen todos de los bienes que produce en abundancia, no para que cada uno, con avaricia furiosa, vindicare para sí todas las cosas, ni para que alguno se viese privado de lo que la tierra producía para todos. Sin embargo, no debe entenderse que entonces no existiese absolutamente ningún bien privado. Cuando los poetas dicen que todas las cosas eran comunes, usan de una expresión figurada para poner de manifiesto la liberalidad de los primeros hombres, que lejos de encerrar y guardar avariciosamente para sí solos los frutos de la tierra admitían a los pobres a la participaci6n en común de los frutos de su propio trabajo»1.

Pero la doctrina acerca de la función social de la propiedad es un tema que se aborda con mayor rigor en los escritos de los Papas de los últimos años. Esta enseñanza es uno de los puntos centrales de la Doctrina Social de la Iglesia y se encuentra en numerosos textos de los Papas desde León XIII hasta Juan Pablo II.2


La virtud de la justicia

«Justicia es el habito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada uno su derecho»3. Es decir, es la virtud que demanda y exige que se de a cada lo que le corresponde.

El objeto del ajusticia es el derecho. Es decir, porque existen derechos, es obligado que se respeten Este es el objetivo de la justicia. En realidad, el termino latino «iustitia» deriva de la palabra «ius», que significa «derecho», por lo tanto, incluso etimológicamente, primero es el derecho y después viene la justicia.

La justicia hace relación a otro, por ello se relaciona con un tercero, es una virtud de «alteridad»: nadie es justo consigo mismo.

La justicia supone también una objetividad, es decir, que se respete la «equidad» entre las personas. Asimismo, la justicia entraña una obligatoriedad; o sea, origina un «debitum» que debe ser respetado y cumplido, de lo contrario se comete una «in-justicia», por lo cual se deberá una reparación.

Para que se cometa una injusticia se requiere que quien en la padece no la quiera sufrir, pero, si accede, no se comete injusticia alguna conforme al adagio jurídico: «al que sabe y consiente no se la hace injuria». Tal puede ser el caso de los padres, pues consienten ante ciertas acciones injustas de los hijos. Existen tres clases de justicia: conmutativa, distributiva y legal:

a) Justicia conmutativa es la que rige las relaciones de los individuos entre si. Por eso es importante que exista un sistema jurídico y un ejercicio de la justicia conforme a derecho para que los jueces y los tribunales diriman equitativamente los conflictos que surjan entre los ciudadanos. La mayor degradación de la sociedad es cuando se corrompe la justicia.

b) Justicia distributiva es la que regula las relaciones de las gobernantes con los súbditos. Un gobierno es justo cuando «distribuye» equitativamente los bienes y las cargas entre sus súbditos. De ahí la importancia de las leyes tributarias y de las sesiones parlamentarias en las que se discute y vota el «Presupuesto Nacional».

c) Justicia legal es la que mide las relaciones de los súbditos con el Gobierno y el Estado. Los ciudadanos tienen obligación en conciencia de cumplir las leyes justas. Como los Estados modernos frecuentemente legislan sobre aspectos de la vida que derivan de la ley natural, si emiten leyes injustas, no hay obligación de cumplirlas, conforme al principio: «La ley injusta no es ley».

A estas tres clases de justicia, ya clásicas, cabe añadir la «justicia social», que ha cobrado relieve a partir del siglo XIX con el nacimiento de los grandes problemas sociales que se iniciaron con la revolución industrial. No es fácil definirla pues disienten los diversos autores, pero cabe explicarla como aquella justicia que considera los derechos y deberes de los ciudadanos en el ámbito de la convivencia social, política y económica.

El fundamento de la «justicia social» es la dignidad de la persona humana. Esta dignidad demanda el reconocimiento de la igualdad radical de todos los hombres y, al mismo tiempo, reconoce las desigualdades funcionales (autoridad-súbdito; inteligente-torpe; trabajador-holgazán, adulto-niño, hombre-mujer, etc.). Pero cuida de que el conjunto de la vida social se dirija al bien de todos, o sea el llamado «bien común»4.

El «bien común» se define en los documentos del magisterio como el conjunto de aquellas condiciones sociales que permiten al individuo, a la familia y alas asociaciones intermedias la consecución de sus respectivos fines (MM 147 -148; PT 60; GS26, etc.). El «bien común» es aquella atmósfera social que permite a la persona, individual o asociada, adquirir su propia perfección. El «bien común» entra en la definición de la justicia, de la autoridad y de la ley. Ello indica el alcance de una recta comprensión de este importante concepto de la moral social. En el «bien común» se integran una serie de valores tanto materiales (bienes de consumo, sanidad, medios de comunicación, recto funcionamiento de los servicios, etc.), como espirituales (cultura, leyes justas, valores éticos, religión, etc.).


La virtud y la solidaridad social

El «bien común» mira, pues, a la totalidad de la persona (no solo al aspecto económico), pero tampoco contempla exclusivamente al individuo y a la familia, ni siquiera se agota en la sociedad en que se vive, si no que abarca el «bien común» entre todas las naciones. A la vista de que las relaciones internacionales se extendían cada vez más, Pío XII inicia un magisterio acerca del «bien común» entre todos los pueblos:

«El genero humano, aunque, por disposición del orden natural establecido por Dios, esta dividido en grupos sociales, naciones y Estados, independientes mutuamente en lo que respecta a la organización de su régimen político interno, está ligado, sin embargo, con vínculos mutuos en el orden jurídica y en el orden moral y constituye una universal comunidad de pueblos, destinada a lograr el bien de todas las gentes y regulan las leyes propias que mantienen su unidad y promueven una prosperidad siempre creciente»5.

Posteriormente, los papas se ocuparon frecuentemente del tema. Juan XXIII fundamenta el bien común internacional en el hecho de que la dignidad del hombre es igual en todas las naciones (PT 139). El Concilio Vaticano II parte del designio divino de constituir la familia humana, que abarca el conjunto de la humanidad (GS 24).

Pero es Juan Pablo II, el que a la vista de la internalización de las relaciones humanas a todos los niveles, proclama de continuo la cooperación entre los diversos pueblos y naciones. En la Encíclica «Sollicitudo rei socialis», el Papa consagra el término «solidaridad», que también apela como «internacional», o sea, una solidaridad entre las naciones:

«Ante todo se trata de la interdependencia, percibida coma sistema determinante de relaciones en el mundo actual, en sus aspectos económico, cultural, político y religioso, y asumida cómo categoría moral. Cuando la interdependencia es reconocida así, su correspondiente respuesta, como actitud moral y social, y como «virtud», es la solidaridad. Esta no es, pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse en el bien común; es decir; por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos. Esta determinación se funda en fa firme convicción de que lo que frena el pleno desarrollo es aquel afín de ganancia y aquella sed de poder de que ya se ha hablado» (SRS 38).

La solidaridad internacional es la respuesta ética y moral a la globalización, que cada día abarca más aspectos de la vida de los pueblos: la economía, el comercio, las ideas, la cultura, etc. La «globalización» es éticamente admisible si se convierte en una «globalización compartida»6.

En este campo el cristianismo tiene mucho que aportar, dado que la moral cristiana enseña que la justicia debe ser completada con el ejercicio de la caridad. Y esta es, precisamente, una virtud específica de la fe cristiana. A este respecto, un santo de nuestro tiempo, que defendía el ejercicio de la justicia, afirmó que «la caridad es como un generoso desorbitarse de la justicia»7.


La injusticia y la reparación

Como queda dicho, la virtud de la justicia requiere “dar a cada uno lo suyo” por lo que, si se lesiona, se comete una injusticia y, en consecuencia, se exige la reparación debida. Quien comete injusticia, además de confesarse del pecado cometido, está obligado a restituir. Si se trata de un bien espiritual -como puede ser la fama-, es preciso hacer lo posible para repararla. Si se trata de bienes materiales, se debe restituir la cantidad sustraída o lo equivalente al daño causado. Como enseña san Agustín: «No se perdona el pecado a quien parece que se arrepiente de su robo, pero, pudiendo, no devuelve lo robado»8.

Las razones que demandan la restitución son, fundamentalmente, dos: la injusta retención de lo ajeno con el consiguiente lucro personal y el daño ocasionado -la «injusta damnificación»- al prójimo, aunque no se haya obtenido ganancia personal alguna.

También se puede pecar colaborando tanto al hurto como a la injusta damnificación. En ambos casos los colaboradores pueden estar obligados a restituir según la diversa forma en que participaron en la injusticia.

Como es lógico, la casuística que se presenta es muy variada y el campo al que se extienden los deberes de restituir son numerosos y en ocasiones difíciles de precisar.

Primero, se ha de distinguir el tipo de violación de la justicia, según se trate de la sustracción de algo ajeno, o sea el robo o de la injusta damnificación, por la que se daña a la persona.

Existen muchas formas de apropiarse de lo ajeno: hurto (sin violencia), robo (con violencia en las cosas o en las personas), apropiación indebida (quedándose con lo entregado, por ejemplo, en depósito), estafa (haciéndose entregar las cosas con engaño) malversación de caudales públicos que tiene una gran influencia en la moralidad pública, etc.

En cuanto a la injusta damnificación, el daño puede afectar a los bienes de la persona, a su fama o a otras diversas realidades a las que tiene derecho; por ejemplo, ganar unas oposiciones, ejercitar la profesión, obtener unos justos beneficios, etc.

Si se trata de robo, se debe restituir lo robado y, en caso de injusta damnificación, se ha de buscar el modo de compensarle de acuerdo con el mal causado. Para que haya obligación de restituir se requiere que la damnificación haya sido voluntaria, pues en ocasiones se causa por error o accidente. En todo caso, se ha de atender alas leyes justas de cada nación, tal ocurre, por ejemplo, con los accidentes de tráfico.

Como es lógico, contra la justicia se puede pecar grave o levemente. Esta distinción es válida también respecto a la restitución. No siempre resulta fácil calificar la gravedad de un pecado de injusticia. El criterio para medir la malicia moral se mide principalmente por la magnitud objetiva del daño causado: no es lo mismo el robo de una cantidad de dinero a una persona o entidad rica, que a quien se le sustrae lo necesario. No obstante, por exigencias de moralidad publica, ciertas cantidades siempre se consideran materia grave, aunque se substraigan al Estado.

Dado que en la actualidad la inmoralidad en estos temas es considerable y que se ha perdido el sentido y la obligación de restituir, cuando se ha cometido una injusticia, los cristianos deben consultar acerca de esta obligación. En todo caso, el Catecismo de la Iglesia Católica enuncia algunas circunstancias:

“En virtud de la justicia conmutativa, la reparación de la injusticia cometida exige la restitución del bien robado a su propietario (...). Los que, de manera directa o indirecta, se han apoderado de un bien ajeno, están obligados a restituirlo o a devolver el equivalente en naturaleza o en especie si la cosa ha desaparecido, así como los frutos y beneficios que su propietario hubiera obtenido legítimamente de ese bien. Están igualmente obligados a restituir, en proporción a su responsabilidad y al beneficio obtenido, todos los que han participado de alguna manera en el robo, o se han aprovechado de el a sabiendas: por ejemplo, quienes lo hayan ordenado o ayudado o encubierto” (CEC 2412).


El respeto a la Creación

Como se ha dicho mas arriba, la totalidad de los seres creados están a! servicio del hombre: El hombre y la mujer pueden disponer de la naturaleza y de los animales para su uso y servicio. Ahora bien, el hombre no es dueño absoluto de los seres creados, sino sólo su administrador. Más aún, según se expresa el Génesis, el en cargo hecho por Dios se concreta en dos misiones, que vienen fijadas por los dos verbos muy concretos: desarrollar y proteger.

Con el término «desarrollar» se quiere significar que, concluida la creación, Dios se la entrega al hombre y a la mujer para que desentrañen las inmensas posibilidades que encierra la obra creada. Es como si Dios hubiese finalizado la creación «en bruto» y se la entregase al hombre para que la perfeccionase. Aquí cobra importancia el trabajo humano. El hombre, mediante su actividad, prolonga el séptimo día de la creación, y de este modo se convierte en con-creador con Dios.

Asimismo, el verbo «proteger» indica la obligación impuesta al hombre de cuidar de la creación. De ahí las exigencias éticas de la ecología. En consecuencia, el hombre puede «usar» de la creación, pero no debe «abusar», destruyéndola.

El tema de la ecología entra as! en el campo de la moral católica. «Ecología» deriva del griego «oikos», que significa «hogar» o «patrimonio». Como parte de la ciencia moral, la ecología trata de la obligación que tiene el hombre de cuidar el mundo, que es la «casa» donde habita y que representa el «patrimonio» común de todos los hombres. Por eso la moral cristiana reprueba todo abuso de la creación y condena los daños que se originan para la presente generación y sobre todo para la futura. El Magisterio se ha ocupado ampliamente el tema9


La justicia tributaria

La condición social del hombre y los principios de la justicia distributiva y legal demandan que todos los ciudadanos, cada uno en la medida justa que le corresponde, contribuya al bien de la entera sociedad.

En la Biblia abundan los datos acerca del sentido y de la obligación de pagar tributos. Instalados en la tierra prometida, los israelitas debían pagar «el diezmo» para atender alas necesidades de los demás, como «ayudar al levita, al forastero, a la viuda y al huérfano (Dt 26,12). El Eclesiástico anima a los ciudadanos a que paguen los tributos y lo hagan con alegría (Eccl 15,5-10).

En el Nuevo Testamento, la pregunta sobre la obligación de pagar el tributo que los fariseos y herodianos proponen a Jesús (Mt 22,15-22) y la cuestión sobre si Él pagaba o no el impuesto del didracma (Mt 17,24-27), muestran hasta que punto la obligación de los impuestos estaba presente en la conciencia del israelita. Más tarde, los Apóstoles urgen a los bautizados a que paguen el tributo que marcan las leyes del Imperio (1 Pet 2,13-17; Rom 13,6-7).

A partir de estas enseñanzas bíblicas, los cristianos se sintieron obligados a contribuir al bien común con el pago justo a la hacienda pública. El filósofo y apologista san Justino defiende la ciudadanía de los cristianos, dado que pagan tributos como todos los demás ciudadanos del Imperio: “En cuanto a tributos y contribuciones, nosotros procuramos pagarlos en todas pares, tal como fuimos por Él enseñados”10.

La moral católica enseña que las leyes fiscales obligan en conciencia, siempre que sean justas. Y para medir la justicia de estas leyes, los teólogos ofrecen los siguientes criterios: que la ley sea emitida por la autoridad competente; que la causa que motiva los impuestos sea justa; que exista la debida proporción con los ingresos; que los fines a los que se dedique el dinero recaudado sean honestos y que haya transparencia en la administración de lo recaudado.

Es evidente que no siempre es fácil discernir y graduar el valor de estos criterios morales. Además, es un hecho que las leyes fiscales admiten diversas interpretaciones. En conjunto, la conciencia del creyente se mueve en estos dos límites: entre la obligación de cumplir la ley con el fin de contribuir al bien común y la presión fiscal que en ocasiones se excede en su afán de recaudar. Juan Pablo II afirmó que en ocasiones los ciudadanos «son victimas de injusticias en la deducción del impuesto», por lo que debe examinarse la justicia de esas leyes y en todo caso se debe «hacer valer sus derechos y defenderlos»11.


La participación en la vida política

A partir de los principios ya expuestos, tales como la socialidad radical de la persona, la importancia de la vida social, el alcance de la política para la existencia de los pueblos, la significación del bien común, la influencia de las leyes para la paz social, etc. se exige que todos los ciudadanos colaboren al bien de la convivencia. Pues bien, a esa suma de intereses, el cristiano añade la obligación de preocuparse por el bien de todos los hombres, en virtud del mandamiento del amor. Por eso, es obligación de conciencia que todos los cristianos se comprometan, cada uno en la misi6n que les atañe, en contribuir al bien de la sociedad. A su vez, la Iglesia invita a quienes tengan cualidades para ello que se comprometan en la vida pública de los pueblos. El Concilio Vaticano II enseña:

«La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan el peso de las correspondientes responsabilidades» (GS 75).


Esta doctrina se repite en otros Documentos. Baste esta cita expresa de uno de los últimos textos magisteriales, la Exhortación Apostólica Christifideles laici:

«Para animar cristianamente el orden temporal -en el sentido señalado de servir a la persona y a la sociedad- los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la “política”; es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común. Como repetidamente han afirmado los Padres sinodales, todos y cada uno tienen el derecho y el deber de participar en la política, si bien con diversidad y complementariedad de formas, niveles, tareas y responsabilidades. Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, del parlamento, de la clase dominante, del partido político, como también la difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifica lo mas mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública» (ChI 42).

El último Documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe12 llama la atención sobre este mismo deber, al mismo tiempo que urge la conciencia de los políticos católicos para que, en la elaboración de las leyes y en su acción en la vida pública -aun teniendo en cuenta la autonomía de la política-, actúen siempre de acuerdo con las enseñanzas morales de la Iglesia.

En concreto, la Nota de la Congregación de la Doctrina de la Fe enseña que los católicos no pueden ceder al relativismo laicista en cuestiones que suponen «exigencias éticas fundamentales e irrenunciables», tales como las que se refieren «al aborto y a la eutanasia»; lo que concierne a los derechos relativos al «embrión», a la «salvaguardia, tutela y promoción de la familia, fundada en el matrimonio monogámico entre personas de sexo opuesto y protegida en su unidad y estabilidad, frente a las leyes modernas sobre el divorcio»; lo relativo a la defensa de “la libertad de los padres en la educación de sus hijos” y «la tutela social de los menores»; lo que concierne a la «liberación de las víctimas de las modernas formas de esclavitud, la protección del «derecho de la libertad religiosa» y todo lo relativo a la «paz».


Ante el relativismo ético que impera en tantos ambientes de la sociedad, la Nota precisa:

“La concepción relativista del pluralismo no tiene nada que ver con la legítima libertad de los ciudadanos católicos de elegir, entre las opiniones políticas compatibles con la fe y moral natural, aquella que, según el propio criterio, se conforma mejor a las exigencias del bien común. La libertad política no está ni puede estar basada en la idea relativista según la cual todas las concepciones sobre el bien del hombre son igualmente verdaderas y tienen el mismo valor”.


Por ello, el católico no puede colaborar y menos aún contribuir al mal. Más aún, en la medida en que guía una conducta cristiana, contribuye a poner las bases de una verdadera vida democrática, basada en la verdad y en el bien. Y con ello favorece la implantación de la verdadera democracia:

«La concepción del pluralismo en clave de relativismo moral es nociva para la misma vida democrática, pues esta tiene necesidad de fundamentos verdaderos y sólidos, esto es, de principios éticos que, por su naturaleza y papel fundacional de la vida social, no son negociables».

En relación a la Cooperación al mal, la Nota advierte que los católicos «deben oponerse a toda ley que atente contra la vida humana». Asimismo, recuerda que para «todos los católicos vale la imposibilidad de participar en campañas de opinión a favor de semejantes leyes, y a ninguno de ellos les está permitido apoyarlas con el propio voto». Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que «la cooperación formal a un aborto constituye una falta grave» (CEC 2272). También condena la «Cooperación voluntaria al suicidio» (CEC 2282) y cualquier tipo de cooperación directa «a la producción clandestina y al tráfico de drogas» (CEC 2201).

Ante las injusticias flagrantes que existen en el mundo, una de las tareas mas urgentes de los cristianos es trabajar para que todos los hombres alcancen el bienestar que les permite llevar una vida digna. Para ello deben tener la posibilidad de alcanzar y ejercer todos sus derechos. Un santo de nuestro tiempo concreta los siguientes: «No podemos jamás dejar de ejercitar la justicia, con heroísmo si es preciso (...). Hemos de sostener el derecho de todos los hombres a vivir, a poseer lo necesario para llevar una existencia digna, a trabajar y a descansar, a elegir estado, a formar un hogar, a traer hijos al mundo dentro del matrimonio y poder educarlos, a pasar serenamente el tiempo de la enfermedad o de la vejez, a acceder a la cultura, a asociarse con los demás ciudadanos para alcanzar fines lícitos, y, en primer término, a conocer y amar a Dios con plena libertad, porque la conciencia -si es recta- descubrirá las huellas del Creador en todas las cosas»13.

 



Notas:

1 LACTANCIO, lnstituciones divinas V, 5. PL 5, 564-566.
2 Cf. D MELÉ, Cristianos en la sociedad. Introducción a la Doctrina Social de la Iglesia. Rialp Madrid 2000, 154-a61.
3 Santo TÖMAS DE AQUINO, Suma. Teológica, 11-11, q. 58, a. 1.
4 Sobre la importancia del «bien común» en la Doctrina Social de la Iglesia, cf. D. MELE, o. c., 72-76.
5 Pío XII, Summi pontificatus, 54, en Documentos Políticos. BAC. Madrid, 1959, 782-783.
6 El tema se trata más extensamente en D. Mele, 0. c., 81-89; 172-175.
7 J. ESCRIVÁDE BALAGUER, Amigos de Dios. Ed. Rialp. Madrid 1978, n.178.
8 San AGUSTÍN, Carta 203, 20. PL 33, 662.
9 Cf. D. MELÉ, o. c., 169-183.
10 San JUSTINO, I Apología 27, I. PG 6, 371.
11 JUAN PABLO II, Discurso a los asesores fiscales (8-Xl-1980), “Ecclesia” 2007 (1980) 1451.
12 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida pública. Ciudad del Vaticano 24-XI-2002.
13 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, , o. c., n. 171.