El Séptimo Mandamiento
Aurelio Fernández
Se estudian una serie de temas relacionados con el uso de las cosas y con la vida del hombre en sociedad, tales como la propiedad privada de bienes, la justicia en el reparto equitativo de las posesiones, la injusticia en la lesión de derechos y en el cumplimiento de los respectivos deberes, la justa convivencia social, la participación del cristiano en la vida pública, etc.
Un sector de la filosofía moderna define al hombre como «un-ser-en-el-mundo
(Heidegger). Con ello se quiere afirmar que la mundanalidad es un elemento
constitutivo del ser humano: el hombre hace relación al mundo, en él vive y
desarrolla su existencia. Pero para la persona humana el «mundo» no es solo la
plataforma en que habita, sino la serie de cosas, de ideas y de realidades que
lo constituyen. Sobre todo, la realidad «mundo» integra el conjunto de hombres
y mujeres con los que se convive: es un mundo de personas y de relaciones
personales. De este modo, la persona humana logra desarrollar su existencia en
un ambiente extremo a su ser, pero que le enriquece y le abre a una inmensa
gama de posibilidades.
La persona humana necesita esa serie de realidades y las usa para el
desarrollo armónico de su vida. Sin cosas, sin instrumentos, la vida del
hombre y de la mujer estaría muy limitada. Por ello, la persona accede a las
cosas, las usa y se posesiona de ellas, pues, como ser inteligente y libre,
necesita tenerlas como suyas, tanto para su uso, como para prever el futuro
personal y el de su familia. Sobre todo, la persona humana necesita de la
convivencia con los demás pues vivir es «con-vivir», de este modo el individuo
desarrolla el sentido social del que está dotado por naturaleza.
En el Séptimo Mandamiento se estudian una serie de temas relacionados con el
uso de las cosas y con la vida del hombre en sociedad, tales como la propiedad
privada de bienes, la justicia en el reparto equitativo de las posesiones que
Dios ha creado para el uso de todos los hombres, la injusticia en la lesión de
derechos y en el cumplimiento de los respectivos deberes, la justa convivencia
social, la participación del cristiano en la vida pública, etc. Un conjunto de
cuestiones que derivan de la condición mundanal del ser humano.
«No hurtarás»
Con la misma contundencia con que Dios prohíbe las malas acciones en los
mandamientos ya estudiados, también el contenido de este se formula de modo
negativo. El Éxodo lo enuncia con esta rotunda sentencia: «No robarás»
(Ex20,15). Y el Deuteronomio repite, lacónicamente, el mismo sintagma (Dt
5,19).
Ya en la descripción del origen del mundo., el Génesis narra cómo la creación
de Adán y Eva fue precedida de la aparición de las demás criaturas, incluidos
los animales. Y Dios crea la primera pareja humana «para que domine sobre los
peces del mar, las aves del cielo, los ganados, sobre todos los animales
salvajes y todos los reptiles que se mueven sobre la tierra» (Gn 1,26). Este
mandato se repite en los versículos siguientes, en los que Dios añade la
finalidad de ese dominio del hombre sobre los demás seres creados: «para que
os sirva de alimento» (Gn 1,29-30).
En la narración del capítulo segundo del Génesis, Dios encomienda al hombre el
desarrollo y el cuidado de todo lo creado: «El Señor Dios tomó al hombre y lo
colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara» (Gn 2, 15) .Y
más adelante, con el fin de mostrar al hombre el dominio que ha de ejercer
sobre todo lo creado, Dios hizo pasar delante de él «todos los animales del
campo y todas las aves dei cielo para ver como el hombre los llamaba, de modo
que cada ser vivo tuviera el nombre que él le hubiera impuesto» (Gn 2,19-20).
Como es sabido, «poner el nombre», en lenguaje bíblico, significa dominio y
posesión: el hombre es, pues, el señor de la creación.
Se impone formular una consecuencia: la revelación cristiana establece una
íntima relación entre el hombre y las cosas: éstas son destinadas al servicio
del hombre y éste tiene la misión de desarrollar el conjunto de realidades que
se integran en el mundo con el fin de protegerlas. En esa extraordinaria
armonía, según la Biblia, se encuentra la persona humana y la entera creación.
El hombre puede poseer cosas y tenerlas como suyas, por lo cual este derecho
debe ser respetado por todos. Precisamente, el robo significa violar este
derecho; o sea, es «tomar lo ajeno contra la voluntad de su dueño», tal como
se define la acción de robar.
Pero en la predicación de Jesús la relación hombre-cosas recibe una nueva y
más profunda interpretación. En efecto, la reforma del Decálogo en el marco
del Sermón de las Bienaventuranzas, Jesús prescribe el uso moderado de las
cosas y advierte acerca del riesgo de poseerlas: “No alleguéis tesoros en la
tierra, donde la polilla y el orín los corroen y donde los ladrones horadan y
roban”. Y concluyo aquel largo discurso sobre el uso de los bienes con esta
seria advertencia: «Nadie puede servir a dos señores, pues o bien,
aborreciendo a uno, amara al otro, o bien, adhiriéndose al uno menospreciara
al otro. No podéis servir a Dios ya las riquezas» (Mt 6,10~24). Seguidamente,
el Señor enseña como cuidar y preocuparse de los bienes materiales (Mt
6,25-34).
El destino universal y la propiedad de los bienes
El simple relato de la creación del hombre en medio de tantos bienes
materiales, indica que el conjunto de cosas creadas tiene un destino muy
concreto: el servicio a la persona. En efecto, en virtud del derecho de
propiedad que les es natural, cada hombre y cada mujer pueden disponer y
apropiarse de los bienes creados, dado que esa es la finalidad señalada por
Dios. Todos los bienes creados están al servicio de todos los hombres.
Ahora bien, la historia de la humanidad muestra la ruptura de esta armonía, y
la crónica de los pueblos confirma que muy pronto se rompe este plan
primigenio. Las causas de esa desigualdad en la posesión de los bienes han
sido múltiples y variadas. Posiblemente, se entremezclan el trabajo de unos y
el ocio de otros, la rapiña de algunos y el regalo con gestos honrosos, el
robo descarado y la gratuidad de las donaciones, la injusticia en el reparto y
la herencia debida, el ahorro y el despilfarro, etc. Sin embargo, el resultado
final de este cruce de gracia y de pecado es una situación, que en la historia
social de los distintos tiempos y civilizaciones, es radicalmente injusta,
pues, como enseñan de continuo los Papas, se dan flagrantes injusticias
sociales que contradicen abiertamente el plan inicial de Dios. Juan Pablo II
sentencia: “Este es el cuadro: los pocos que poseen mucho y los muchos que
poseen poco o nada” (SRS 28).
Frente a las grandes desigualdades sociales y las injusticias que existían en
los diversos pueblos de la humanidad, tal como testifica la historia, consta
que en Israel esas diferencias entre ricos y pobres era menos marcada. Muchas
leyes velaban por el bienestar común, tales como la defensa del asalariado (Dt
24,14-15); la prohibición de prestamos con interés (Ex 22,24-25); la
protección a los huérfanos y alas viudas (Ex 22,21-23); la atención a los
extranjeros y transeúntes (Ex 22,20), etc. y sobre todo las leyes que
regulaban el derecho de propiedad, como la del «año sabático» (Ex 23,10-11 ;
Lev 25,1- 7) y el «año jubilar» (Lev 8-17). Estas disposiciones evitaron que
en Israel se acumulasen grandes fortunas e incluso, después de que estas leyes
perdieron vigencia, el espíritu que las había animado ayudó a cortar
distancias entre pobres y ricos.
En el Nuevo Testamento no existe una normativa tan fija, pero la enseñanza de
Jesús sobre el riesgo de las riquezas y la práctica del mandamiento nuevo del
amor ayudó a que entre las primeras comunidades cristianas se diese una
generosa comunicación de bienes (Hech 4,32); los escritos de los apóstoles
abundan en condenas de la avaricia y de la codicia (CoI3,5; 1Tim 6,17); se
hacen colectas para ayudar alas iglesias que padecían penuria económica (2
Cor9,1-13). Tampoco escasean los textos en los que se condenan las injusticias
en las primeras comunidades (Sant 2,2-4).
Esta misma enseñanza se repite reiteradamente en los escritos de los Santos
Padres, que salen al paso de las diferencias sociales que tienen vigencia en
la sociedad de la época. Los testimonios son muy abundantes. Baste citar un
texto de Lactancio, el cual expone con rigor la doctrina católica sobre la
propiedad privada y la función social de la propiedad:
«Dios entregó la tierra en común a todos los hombres con el designio de que
gozasen todos de los bienes que produce en abundancia, no para que cada uno,
con avaricia furiosa, vindicare para sí todas las cosas, ni para que alguno se
viese privado de lo que la tierra producía para todos. Sin embargo, no debe
entenderse que entonces no existiese absolutamente ningún bien privado. Cuando
los poetas dicen que todas las cosas eran comunes, usan de una expresión
figurada para poner de manifiesto la liberalidad de los primeros hombres, que
lejos de encerrar y guardar avariciosamente para sí solos los frutos de la
tierra admitían a los pobres a la participaci6n en común de los frutos de su
propio trabajo»1.
Pero la doctrina acerca de la función social de la propiedad es un tema que se
aborda con mayor rigor en los escritos de los Papas de los últimos años. Esta
enseñanza es uno de los puntos centrales de la Doctrina Social de la Iglesia y
se encuentra en numerosos textos de los Papas desde León XIII hasta Juan Pablo
II.2
La virtud de la justicia
«Justicia es el habito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad,
da a cada uno su derecho»3. Es decir, es la virtud que demanda y exige que se
de a cada lo que le corresponde.
El objeto del ajusticia es el derecho. Es decir, porque existen derechos, es
obligado que se respeten Este es el objetivo de la justicia. En realidad, el
termino latino «iustitia» deriva de la palabra «ius», que significa «derecho»,
por lo tanto, incluso etimológicamente, primero es el derecho y después viene
la justicia.
La justicia hace relación a otro, por ello se relaciona con un tercero, es una
virtud de «alteridad»: nadie es justo consigo mismo.
La justicia supone también una objetividad, es decir, que se respete la
«equidad» entre las personas. Asimismo, la justicia entraña una
obligatoriedad; o sea, origina un «debitum» que debe ser respetado y cumplido,
de lo contrario se comete una «in-justicia», por lo cual se deberá una
reparación.
Para que se cometa una injusticia se requiere que quien en la padece no la
quiera sufrir, pero, si accede, no se comete injusticia alguna conforme al
adagio jurídico: «al que sabe y consiente no se la hace injuria». Tal puede
ser el caso de los padres, pues consienten ante ciertas acciones injustas de
los hijos. Existen tres clases de justicia: conmutativa, distributiva y legal:
a) Justicia conmutativa es la que rige las relaciones de los individuos entre
si. Por eso es importante que exista un sistema jurídico y un ejercicio de la
justicia conforme a derecho para que los jueces y los tribunales diriman
equitativamente los conflictos que surjan entre los ciudadanos. La mayor
degradación de la sociedad es cuando se corrompe la justicia.
b) Justicia distributiva es la que regula las relaciones de las gobernantes
con los súbditos. Un gobierno es justo cuando «distribuye» equitativamente los
bienes y las cargas entre sus súbditos. De ahí la importancia de las leyes
tributarias y de las sesiones parlamentarias en las que se discute y vota el
«Presupuesto Nacional».
c) Justicia legal es la que mide las relaciones de los súbditos con el
Gobierno y el Estado. Los ciudadanos tienen obligación en conciencia de
cumplir las leyes justas. Como los Estados modernos frecuentemente legislan
sobre aspectos de la vida que derivan de la ley natural, si emiten leyes
injustas, no hay obligación de cumplirlas, conforme al principio: «La ley
injusta no es ley».
A estas tres clases de justicia, ya clásicas, cabe añadir la «justicia
social», que ha cobrado relieve a partir del siglo XIX con el nacimiento de
los grandes problemas sociales que se iniciaron con la revolución industrial.
No es fácil definirla pues disienten los diversos autores, pero cabe
explicarla como aquella justicia que considera los derechos y deberes de los
ciudadanos en el ámbito de la convivencia social, política y económica.
El fundamento de la «justicia social» es la dignidad de la persona humana.
Esta dignidad demanda el reconocimiento de la igualdad radical de todos los
hombres y, al mismo tiempo, reconoce las desigualdades funcionales
(autoridad-súbdito; inteligente-torpe; trabajador-holgazán, adulto-niño,
hombre-mujer, etc.). Pero cuida de que el conjunto de la vida social se dirija
al bien de todos, o sea el llamado «bien común»4.
El «bien común» se define en los documentos del magisterio como el conjunto de
aquellas condiciones sociales que permiten al individuo, a la familia y alas
asociaciones intermedias la consecución de sus respectivos fines (MM 147 -148;
PT 60; GS26, etc.). El «bien común» es aquella atmósfera social que permite a
la persona, individual o asociada, adquirir su propia perfección. El «bien
común» entra en la definición de la justicia, de la autoridad y de la ley.
Ello indica el alcance de una recta comprensión de este importante concepto de
la moral social. En el «bien común» se integran una serie de valores tanto
materiales (bienes de consumo, sanidad, medios de comunicación, recto
funcionamiento de los servicios, etc.), como espirituales (cultura, leyes
justas, valores éticos, religión, etc.).
La virtud y la solidaridad social
El «bien común» mira, pues, a la totalidad de la persona (no solo al aspecto
económico), pero tampoco contempla exclusivamente al individuo y a la familia,
ni siquiera se agota en la sociedad en que se vive, si no que abarca el «bien
común» entre todas las naciones. A la vista de que las relaciones
internacionales se extendían cada vez más, Pío XII inicia un magisterio acerca
del «bien común» entre todos los pueblos:
«El genero humano, aunque, por disposición del orden natural establecido por
Dios, esta dividido en grupos sociales, naciones y Estados, independientes
mutuamente en lo que respecta a la organización de su régimen político
interno, está ligado, sin embargo, con vínculos mutuos en el orden jurídica y
en el orden moral y constituye una universal comunidad de pueblos, destinada a
lograr el bien de todas las gentes y regulan las leyes propias que mantienen
su unidad y promueven una prosperidad siempre creciente»5.
Posteriormente, los papas se ocuparon frecuentemente del tema. Juan XXIII
fundamenta el bien común internacional en el hecho de que la dignidad del
hombre es igual en todas las naciones (PT 139). El Concilio Vaticano II parte
del designio divino de constituir la familia humana, que abarca el conjunto de
la humanidad (GS 24).
Pero es Juan Pablo II, el que a la vista de la internalización de las
relaciones humanas a todos los niveles, proclama de continuo la cooperación
entre los diversos pueblos y naciones. En la Encíclica «Sollicitudo rei
socialis», el Papa consagra el término «solidaridad», que también apela como
«internacional», o sea, una solidaridad entre las naciones:
«Ante todo se trata de la interdependencia, percibida coma sistema
determinante de relaciones en el mundo actual, en sus aspectos económico,
cultural, político y religioso, y asumida cómo categoría moral. Cuando la
interdependencia es reconocida así, su correspondiente respuesta, como actitud
moral y social, y como «virtud», es la solidaridad. Esta no es, pues, un
sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas.
Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse en el bien
común; es decir; por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos
verdaderamente responsables de todos. Esta determinación se funda en fa firme
convicción de que lo que frena el pleno desarrollo es aquel afín de ganancia y
aquella sed de poder de que ya se ha hablado» (SRS 38).
La solidaridad internacional es la respuesta ética y moral a la globalización,
que cada día abarca más aspectos de la vida de los pueblos: la economía, el
comercio, las ideas, la cultura, etc. La «globalización» es éticamente
admisible si se convierte en una «globalización compartida»6.
En este campo el cristianismo tiene mucho que aportar, dado que la moral
cristiana enseña que la justicia debe ser completada con el ejercicio de la
caridad. Y esta es, precisamente, una virtud específica de la fe cristiana. A
este respecto, un santo de nuestro tiempo, que defendía el ejercicio de la
justicia, afirmó que «la caridad es como un generoso desorbitarse de la
justicia»7.
La injusticia y la reparación
Como queda dicho, la virtud de la justicia requiere “dar a cada uno lo suyo”
por lo que, si se lesiona, se comete una injusticia y, en consecuencia, se
exige la reparación debida. Quien comete injusticia, además de confesarse del
pecado cometido, está obligado a restituir. Si se trata de un bien espiritual
-como puede ser la fama-, es preciso hacer lo posible para repararla. Si se
trata de bienes materiales, se debe restituir la cantidad sustraída o lo
equivalente al daño causado. Como enseña san Agustín: «No se perdona el pecado
a quien parece que se arrepiente de su robo, pero, pudiendo, no devuelve lo
robado»8.
Las razones que demandan la restitución son, fundamentalmente, dos: la injusta
retención de lo ajeno con el consiguiente lucro personal y el daño ocasionado
-la «injusta damnificación»- al prójimo, aunque no se haya obtenido ganancia
personal alguna.
También se puede pecar colaborando tanto al hurto como a la injusta
damnificación. En ambos casos los colaboradores pueden estar obligados a
restituir según la diversa forma en que participaron en la injusticia.
Como es lógico, la casuística que se presenta es muy variada y el campo al que
se extienden los deberes de restituir son numerosos y en ocasiones difíciles
de precisar.
Primero, se ha de distinguir el tipo de violación de la justicia, según se
trate de la sustracción de algo ajeno, o sea el robo o de la injusta
damnificación, por la que se daña a la persona.
Existen muchas formas de apropiarse de lo ajeno: hurto (sin violencia), robo
(con violencia en las cosas o en las personas), apropiación indebida
(quedándose con lo entregado, por ejemplo, en depósito), estafa (haciéndose
entregar las cosas con engaño) malversación de caudales públicos que tiene una
gran influencia en la moralidad pública, etc.
En cuanto a la injusta damnificación, el daño puede afectar a los bienes de la
persona, a su fama o a otras diversas realidades a las que tiene derecho; por
ejemplo, ganar unas oposiciones, ejercitar la profesión, obtener unos justos
beneficios, etc.
Si se trata de robo, se debe restituir lo robado y, en caso de injusta
damnificación, se ha de buscar el modo de compensarle de acuerdo con el mal
causado. Para que haya obligación de restituir se requiere que la
damnificación haya sido voluntaria, pues en ocasiones se causa por error o
accidente. En todo caso, se ha de atender alas leyes justas de cada nación,
tal ocurre, por ejemplo, con los accidentes de tráfico.
Como es lógico, contra la justicia se puede pecar grave o levemente. Esta
distinción es válida también respecto a la restitución. No siempre resulta
fácil calificar la gravedad de un pecado de injusticia. El criterio para medir
la malicia moral se mide principalmente por la magnitud objetiva del daño
causado: no es lo mismo el robo de una cantidad de dinero a una persona o
entidad rica, que a quien se le sustrae lo necesario. No obstante, por
exigencias de moralidad publica, ciertas cantidades siempre se consideran
materia grave, aunque se substraigan al Estado.
Dado que en la actualidad la inmoralidad en estos temas es considerable y que
se ha perdido el sentido y la obligación de restituir, cuando se ha cometido
una injusticia, los cristianos deben consultar acerca de esta obligación. En
todo caso, el Catecismo de la Iglesia Católica enuncia algunas circunstancias:
“En virtud de la justicia conmutativa, la reparación de la injusticia cometida
exige la restitución del bien robado a su propietario (...). Los que, de
manera directa o indirecta, se han apoderado de un bien ajeno, están obligados
a restituirlo o a devolver el equivalente en naturaleza o en especie si la
cosa ha desaparecido, así como los frutos y beneficios que su propietario
hubiera obtenido legítimamente de ese bien. Están igualmente obligados a
restituir, en proporción a su responsabilidad y al beneficio obtenido, todos
los que han participado de alguna manera en el robo, o se han aprovechado de
el a sabiendas: por ejemplo, quienes lo hayan ordenado o ayudado o encubierto”
(CEC 2412).
El respeto a la Creación
Como se ha dicho mas arriba, la totalidad de los seres creados están a!
servicio del hombre: El hombre y la mujer pueden disponer de la naturaleza y
de los animales para su uso y servicio. Ahora bien, el hombre no es dueño
absoluto de los seres creados, sino sólo su administrador. Más aún, según se
expresa el Génesis, el en cargo hecho por Dios se concreta en dos misiones,
que vienen fijadas por los dos verbos muy concretos: desarrollar y proteger.
Con el término «desarrollar» se quiere significar que, concluida la creación,
Dios se la entrega al hombre y a la mujer para que desentrañen las inmensas
posibilidades que encierra la obra creada. Es como si Dios hubiese finalizado
la creación «en bruto» y se la entregase al hombre para que la perfeccionase.
Aquí cobra importancia el trabajo humano. El hombre, mediante su actividad,
prolonga el séptimo día de la creación, y de este modo se convierte en
con-creador con Dios.
Asimismo, el verbo «proteger» indica la obligación impuesta al hombre de
cuidar de la creación. De ahí las exigencias éticas de la ecología. En
consecuencia, el hombre puede «usar» de la creación, pero no debe «abusar»,
destruyéndola.
El tema de la ecología entra as! en el campo de la moral católica. «Ecología»
deriva del griego «oikos», que significa «hogar» o «patrimonio». Como parte de
la ciencia moral, la ecología trata de la obligación que tiene el hombre de
cuidar el mundo, que es la «casa» donde habita y que representa el
«patrimonio» común de todos los hombres. Por eso la moral cristiana reprueba
todo abuso de la creación y condena los daños que se originan para la presente
generación y sobre todo para la futura. El Magisterio se ha ocupado
ampliamente el tema9
La justicia tributaria
La condición social del hombre y los principios de la justicia distributiva y
legal demandan que todos los ciudadanos, cada uno en la medida justa que le
corresponde, contribuya al bien de la entera sociedad.
En la Biblia abundan los datos acerca del sentido y de la obligación de pagar
tributos. Instalados en la tierra prometida, los israelitas debían pagar «el
diezmo» para atender alas necesidades de los demás, como «ayudar al levita, al
forastero, a la viuda y al huérfano (Dt 26,12). El Eclesiástico anima a los
ciudadanos a que paguen los tributos y lo hagan con alegría (Eccl 15,5-10).
En el Nuevo Testamento, la pregunta sobre la obligación de pagar el tributo
que los fariseos y herodianos proponen a Jesús (Mt 22,15-22) y la cuestión
sobre si Él pagaba o no el impuesto del didracma (Mt 17,24-27), muestran hasta
que punto la obligación de los impuestos estaba presente en la conciencia del
israelita. Más tarde, los Apóstoles urgen a los bautizados a que paguen el
tributo que marcan las leyes del Imperio (1 Pet 2,13-17; Rom 13,6-7).
A partir de estas enseñanzas bíblicas, los cristianos se sintieron obligados a
contribuir al bien común con el pago justo a la hacienda pública. El filósofo
y apologista san Justino defiende la ciudadanía de los cristianos, dado que
pagan tributos como todos los demás ciudadanos del Imperio: “En cuanto a
tributos y contribuciones, nosotros procuramos pagarlos en todas pares, tal
como fuimos por Él enseñados”10.
La moral católica enseña que las leyes fiscales obligan en conciencia, siempre
que sean justas. Y para medir la justicia de estas leyes, los teólogos ofrecen
los siguientes criterios: que la ley sea emitida por la autoridad competente;
que la causa que motiva los impuestos sea justa; que exista la debida
proporción con los ingresos; que los fines a los que se dedique el dinero
recaudado sean honestos y que haya transparencia en la administración de lo
recaudado.
Es evidente que no siempre es fácil discernir y graduar el valor de estos
criterios morales. Además, es un hecho que las leyes fiscales admiten diversas
interpretaciones. En conjunto, la conciencia del creyente se mueve en estos
dos límites: entre la obligación de cumplir la ley con el fin de contribuir al
bien común y la presión fiscal que en ocasiones se excede en su afán de
recaudar. Juan Pablo II afirmó que en ocasiones los ciudadanos «son victimas
de injusticias en la deducción del impuesto», por lo que debe examinarse la
justicia de esas leyes y en todo caso se debe «hacer valer sus derechos y
defenderlos»11.
La participación en la vida política
A partir de los principios ya expuestos, tales como la socialidad radical de
la persona, la importancia de la vida social, el alcance de la política para
la existencia de los pueblos, la significación del bien común, la influencia
de las leyes para la paz social, etc. se exige que todos los ciudadanos
colaboren al bien de la convivencia. Pues bien, a esa suma de intereses, el
cristiano añade la obligación de preocuparse por el bien de todos los hombres,
en virtud del mandamiento del amor. Por eso, es obligación de conciencia que
todos los cristianos se comprometan, cada uno en la misi6n que les atañe, en
contribuir al bien de la sociedad. A su vez, la Iglesia invita a quienes
tengan cualidades para ello que se comprometan en la vida pública de los
pueblos. El Concilio Vaticano II enseña:
«La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se
consagran al bien de la cosa pública y aceptan el peso de las correspondientes
responsabilidades» (GS 75).
Esta doctrina se repite en otros Documentos. Baste esta cita expresa de uno de
los últimos textos magisteriales, la Exhortación Apostólica Christifideles
laici:
«Para animar cristianamente el orden temporal -en el sentido señalado de
servir a la persona y a la sociedad- los fieles laicos de ningún modo pueden
abdicar de la participación en la “política”; es decir, de la multiforme y
variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural,
destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común. Como
repetidamente han afirmado los Padres sinodales, todos y cada uno tienen el
derecho y el deber de participar en la política, si bien con diversidad y
complementariedad de formas, niveles, tareas y responsabilidades. Las
acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que
con frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, del parlamento, de la
clase dominante, del partido político, como también la difundida opinión de
que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifica lo mas
mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la
cosa pública» (ChI 42).
El último Documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe12 llama la
atención sobre este mismo deber, al mismo tiempo que urge la conciencia de los
políticos católicos para que, en la elaboración de las leyes y en su acción en
la vida pública -aun teniendo en cuenta la autonomía de la política-, actúen
siempre de acuerdo con las enseñanzas morales de la Iglesia.
En concreto, la Nota de la Congregación de la Doctrina de la Fe enseña que los
católicos no pueden ceder al relativismo laicista en cuestiones que suponen
«exigencias éticas fundamentales e irrenunciables», tales como las que se
refieren «al aborto y a la eutanasia»; lo que concierne a los derechos
relativos al «embrión», a la «salvaguardia, tutela y promoción de la familia,
fundada en el matrimonio monogámico entre personas de sexo opuesto y protegida
en su unidad y estabilidad, frente a las leyes modernas sobre el divorcio»; lo
relativo a la defensa de “la libertad de los padres en la educación de sus
hijos” y «la tutela social de los menores»; lo que concierne a la «liberación
de las víctimas de las modernas formas de esclavitud, la protección del
«derecho de la libertad religiosa» y todo lo relativo a la «paz».
Ante el relativismo ético que impera en tantos ambientes de la
sociedad, la Nota precisa:
“La concepción relativista del pluralismo no tiene nada que ver con la
legítima libertad de los ciudadanos católicos de elegir, entre las opiniones
políticas compatibles con la fe y moral natural, aquella que, según el propio
criterio, se conforma mejor a las exigencias del bien común. La libertad
política no está ni puede estar basada en la idea relativista según la cual
todas las concepciones sobre el bien del hombre son igualmente verdaderas y
tienen el mismo valor”.
Por ello, el católico no puede colaborar y menos aún contribuir al mal. Más
aún, en la medida en que guía una conducta cristiana, contribuye a poner las
bases de una verdadera vida democrática, basada en la verdad y en el bien. Y
con ello favorece la implantación de la verdadera democracia:
«La concepción del pluralismo en clave de relativismo moral es nociva para la
misma vida democrática, pues esta tiene necesidad de fundamentos verdaderos y
sólidos, esto es, de principios éticos que, por su naturaleza y papel
fundacional de la vida social, no son negociables».
En relación a la Cooperación al mal, la Nota advierte que los católicos «deben
oponerse a toda ley que atente contra la vida humana». Asimismo, recuerda que
para «todos los católicos vale la imposibilidad de participar en campañas de
opinión a favor de semejantes leyes, y a ninguno de ellos les está permitido
apoyarlas con el propio voto». Por su parte, el Catecismo de la Iglesia
Católica enseña que «la cooperación formal a un aborto constituye una falta
grave» (CEC 2272). También condena la «Cooperación voluntaria al suicidio»
(CEC 2282) y cualquier tipo de cooperación directa «a la producción
clandestina y al tráfico de drogas» (CEC 2201).
Ante las injusticias flagrantes que existen en el mundo, una de las tareas mas
urgentes de los cristianos es trabajar para que todos los hombres alcancen el
bienestar que les permite llevar una vida digna. Para ello deben tener la
posibilidad de alcanzar y ejercer todos sus derechos. Un santo de nuestro
tiempo concreta los siguientes: «No podemos jamás dejar de ejercitar la
justicia, con heroísmo si es preciso (...). Hemos de sostener el derecho de
todos los hombres a vivir, a poseer lo necesario para llevar una existencia
digna, a trabajar y a descansar, a elegir estado, a formar un hogar, a traer
hijos al mundo dentro del matrimonio y poder educarlos, a pasar serenamente el
tiempo de la enfermedad o de la vejez, a acceder a la cultura, a asociarse con
los demás ciudadanos para alcanzar fines lícitos, y, en primer término, a
conocer y amar a Dios con plena libertad, porque la conciencia -si es recta-
descubrirá las huellas del Creador en todas las cosas»13.
Notas:
1 LACTANCIO, lnstituciones divinas V, 5. PL 5, 564-566.
2 Cf. D MELÉ, Cristianos en la sociedad. Introducción a la Doctrina Social de
la Iglesia. Rialp Madrid 2000, 154-a61.
3 Santo TÖMAS DE AQUINO, Suma. Teológica, 11-11, q. 58, a. 1.
4 Sobre la importancia del «bien común» en la Doctrina Social de la Iglesia,
cf. D. MELE, o. c., 72-76.
5 Pío XII, Summi pontificatus, 54, en Documentos Políticos. BAC. Madrid, 1959,
782-783.
6 El tema se trata más extensamente en D. Mele, 0. c., 81-89; 172-175.
7 J. ESCRIVÁDE BALAGUER, Amigos de Dios. Ed. Rialp. Madrid 1978, n.178.
8 San AGUSTÍN, Carta 203, 20. PL 33, 662.
9 Cf. D. MELÉ, o. c., 169-183.
10 San JUSTINO, I Apología 27, I. PG 6, 371.
11 JUAN PABLO II, Discurso a los asesores fiscales (8-Xl-1980), “Ecclesia”
2007 (1980) 1451.
12 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas
cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida
pública. Ciudad del Vaticano 24-XI-2002.
13 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, , o. c., n. 171.