Religión y superstición
Ricardo Sada Fernández
Dios es para el hombre el único Señor. Lo ha creado y lo cuida constantemente con su Providencia amorosa. La existencia de la criatura y todo cuanto son o posee, lo ha recibido de Él. Por consecuencia, el hombre mantiene con Dios unos lazos y obligaciones en cuanto Creador y Ser Supremo: es el culto que debe rendírsele y que se vive con la virtud de la religión.
Horóscopos, amuletos, lectura de cartas… ¿se puede confiar en la
adivinación sin que afecte a nuestra vida espiritual?
Alabar y adorar a Dios es lo que se conoce como culto. Esa necesidad ha sido
sentida desde los hombres más primitivos hasta los de más elevada
inteligencia, que se rinden sumisos al descubrir a Dios en su ciencia. En
cualquier caso, el culto dado a Dios se realiza de un modo adecuado a la
naturaleza del hombre, a un tiempo material y espiritual. Ya en el siglo XVII
la Iglesia consideró como herética la proposición de Miguel de Molinos, a
quien parecía imperfecto e indigno de Dios todo rito sensible, queriendo
reducirlo a lo interno y espiritual. En las facultades del entendimiento y la
voluntad es donde, ciertamente, se debe fundamentar el culto, pero no basta:
se precisan también actos externos de adoración: arrodillarse ante el
Sagrario, participar activamente en la Santa Misa, asistir con piedad a las
ceremonias litúrgicas..... Pues el hombre no es sólo espíritu, y Dios es
también creador del cuerpo.
En la práctica el culto se concreta en tener prontitud y generosidad ante todo
lo referente a Dios. Y llega hasta el detalle de mostrar la reverencia debida
a los objetos religiosos que usemos corrientemente: colocar el crucifijo en el
sitio de honor de la habitación, guardar el agua bendita en un recipiente
limpio, tratar con reverencia el libro de los Evangelios y el rosario,
permanecer atento y con una postura digna dentro del Templo, especialmente en
las bodas y otras ceremonias, donde es fácil que el gusto de saludar a los
viejos amigos nos lleve a convertir el recinto sagrado en la antesala del
salón de fiestas. Todos estos detalles de reverencia son parte del primer
mandamiento, pues con ellos manifestamos nuestra fe de modo exterior.
¿No pasas nunca debajo de una escalera? ¿Llevas un amuleto colgado del cuello?
¿Evitas que haya trece comensales en la mesa? ¿Intentas tocar la madera cuando
ocurre algo que “da” mala suerte? ¿Te sientes influido en tu estado de ánimo
porque el horóscopo que leíste hoy no te era favorable? Si puedes responder
“no” a estas preguntas, ni te inquietan otras tantas supersticiones populares,
entonces puedes estar seguro de ser una persona bien equilibrada, con la fe y
la razón en firme control de tus sugestiones.
En nuestra sociedad “tecnificada”, la falta de fe lleva a que cada vez haya
más supersticiosos. La superstición es un pecado contra el primer mandamiento
porque atribuye a personas o cosas creadas unos poderes que sólo pertenecen a
Dios. La omnipotencia que sólo a Él pertenece se atribuye falsamente a una de
sus criaturas. Todo lo que ocurre nos viene de Dios; no del colmillo de un
tiburón o las consejas de un curandero. Nada malo sucede si Dios no lo
permite, y todo lo que ocurre en nuestra vida o en la ajena es para bien, para
que aquello de algún modo contribuya a nuestra santificación o a la del
prójimo.
Del mismo modo, solamente Dios conoce de modo absoluto los acontecimientos
futuros, sin “quizás” ni probabilidades. Todos somos capaces de predecir
hechos que seguirán a determinadas causas. Sabemos a qué hora llegaremos
mañana a la oficina (si nos levantamos a tiempo); sabemos qué haremos el fin
de semana próxima (siempre y cuando no haya imprevistos); los astrónomos
pueden predecir la hora exacta en que saldrá y se pondrá el sol el 15 de
febrero del año 2019 (si el mundo no acaba antes). Pero no sabemos qué día
moriremos ni quién será el presidente de la república dentro de veinte años.
Dios conoce todo, tanto los eventos posibles como el feliz desarrollo de
acontecimientos necesarios.
De ahí que creer en adivinos o espiritistas sea un pecado contra la fe que
Dios ha querido que tengamos en Él y en su providencia. El supersticioso es un
crédulo que funda su fe en motivos al margen del plan de Dios. Los adivinos
son hábiles charlatanes que combinan la ley de las probabilidades con el
manejo de la psicología y la autosugestión del cliente, y llegan a convencer
incluso a personas inteligentes y cultas.
En sí misma, la superstición es pecado mortal. Sin embargo, muchos de estos
pecados son veniales por carecer de plena deliberación, especialmente en los
casos de arraigadas supersticiones populares: números de mala suerte y días
afortunados, tocar madera y cosas por el estilo. Pero si se hace con plena
deliberación y deseo, acudir a esos adivinos, curanderos o espiritistas, el
pecado es mortal. Aun cuando no se crea en ellos, es pecado consultarlos
profesionalmente. Incluso si lo que nos mueve es sólo la curiosidad, es
ilícito, porque damos mal ejemplo y cooperamos al pecado ajeno. Decir la
buenaventura echando las cartas o leer la palma de la mano en una fiesta,
cuando todo el mundo sabe que es juego para divertirse que nadie toma en
serio, no es pecado. Pero una cosa bien distinta es consultar en serio a
adivinos profesionales.
Sobre este tema, la aparición de acontecimientos por encima de lo ordinario no
puede ser debida sino al demonio. De ahí que la gravedad de la superstición se
mide por la mayor o menor intervención del temible enemigo del hombre. Cuando
hay invocación explícita del demonio, el pecado es gravísimo. Si es implícita
-por ejemplo, el que inconscientemente lo relaciona con fuerzas ocultas- el
pecado también es mortal.
De algún modo puede haber invocación implícita al demonio en las películas,
obras teatrales, etcétera, que imprudentemente hacen aparecer intervenciones
satánicas, para infundir terror, manifestar prodigios... a nuestro “hombre
adulto” cada vez más deseoso de descargas de adrenalina. Hay invocación
explícita -confirmada y aceptada por los mismos autores- en la letra de las
canciones de ciertos grupos musicales modernos. En ambos casos -visuales o
auditivos- existe la obligación grave de no formar parte como espectador o
como escucha.