CAPITULO XI

LA CONSERVACIÓN DE LA VIDA

 

ESQUEMA

INTRODUCCIÓN: El contenido del capítulo se concreta en dos verbos: el hombre tiene la obligación moral de defender y conservar la vida. Todo lo que se oponga a este doble fin constituye un desorden moral.

I. LA DEFENSA DE LA VIDA HUMANA. Se exponen los distintos temas que la moral reclama como legítimos en defensa de la vida.

l. Fundamento del valor de la vida humana. La razón última que legitima la dignidad del hombre es su origen divino: la llamada a la existencia de cada persona se encuentra en un designio misterioso de Dios. Asimismo, se recoge la crítica de quienes juzgan de incoherente la doctrina moral que condena el homicidio, pero permite la tortura, la pena de muerte, etc.

2. El homicidio. Se recogen los textos bíblicos y patrísticos que condenan la muerte violenta del inocente. Se destaca que el séptimo precepto condena de modo explícito sólo el homicidio y no otra clase de muerte, como la condena legal a la última pena o la que se sigue a la legítima defensa.

3. El terrorismo. Gravedad de este fenómeno tan extendido; se citan las condenas de Juan Pablo II. Se ofrecen algunas actitudes que podría adoptar la Iglesia ante la maldad intrínseca del terrorismo.

4. La muerte del injusto agresor. Desarrolla la doctrina tradicional sobre la legitimidad de la justa defensa, aunque se siga, como consecuencia no querida, la muerte del injusto agresor.

5. La pena de muerte. Las controversias actuales sobre su legitimidad postulan que se exponga la doctrina católica a través de las enseñanzas bíblicas, de la tradición, del magisterio y de la teología. Se aportan los datos pertinentes. La conclusión es que, si bien no cabe negar su legitimidad ética, dada la sensibilidad de nuestro tiempo a favor de la vida, parece que no debe favorecerse su legitimación legal.

6. La tortura. Ha habido cambios tan notables en la valoración moral. La condena de la tortura ha de considerarse como un enriquecimiento de la conciencia moral de nuestro tiempo. La mayoría de los textos legales de rango internacional condenan el uso de la tortura como medio de castigo o con el fin de obtener la confesión de un delito propio o ajeno.

7. La manipulación psíquica. Nuevos avances de la ciencia, de la medicina y de la psicología permiten doblegar al hombre quebrantando su psicología. La ética teológico condena como inmorales todos los medios y métodos que pretenden debilitar o anular la voluntad del hombre.

II. OBLIGACIÓN DE CONSERVAR LA PROPIA VIDA. Se estudia la moralidad de las diversas situaciones en las que peligra la propia existencia.

l. Suicidio. Se expone la doctrina bíblica y patrística que condena el suicidio. Al mismo tiempo, se exponen algunas razones que explican la amplitud que adquiere en algunos sectores de la sociedad actual.

2. "Muertes heroicas". ¿Suicidio indirecto? Se estudian algunos casos que cabe calificar de "suicidio indirecto". Entre ellos se enumeran las llamadas "muertes suicidas", motivadas por falso patriotismo o por fanatismo.

3. La huelga de hambre. Se estudian las condiciones en que puede ser lícita. Ante las actuales discusiones acerca de si la autoridad civil debe suministrar alimentos en contra de la voluntad del huelguista en el caso de que peligre su vida, se admite que es lícito en determinadas circunstancias.

4. Moralidad de los trasplantes de órganos. Según la diversa tipología, se establecen las normas éticas que justifican su licitud, bien sea de "vivo a vivo" o de órganos pertenecientes a cadáveres e incluso de animales. Se recoge la doctrina del magisterio que, ante las listas de pacientes que podrían superar su enfermedad mediante el trasplante, animan a los fieles a que favorezcan la donación de órganos pertenecientes a los familiares difuntos, especialmente en caso de accidente.

5. Las experiencias médicas. Su eticidad. Los avances de la medicina se han logrado después de numerosos experimentos. En ocasiones el médico se ve forzado a aplicar al paciente una medicación no suficientemente contrastada. En este apartado se expone una casuística que acontece a la hora de tratar al enfermo. Junto a la doctrina del magisterio de la Iglesia, se recogen los principios que se encuentran en los diversos Códigos de Deontología Médica,

6. Alcoholismo y drogadicción. El capítulo finaliza con la condena moral de estos dos males que dominan a no pocos hombres de nuestro tiempo. Tanto el abuso de la bebida alcohólica como la drogadicción representan un serio atentado contra la salud del hombre.

INTRODUCCIÓN

La grandeza de la vida humana exige que, una vez gestada y nacida, el hombre la conserve y cuide de ella. La razón de este deber ético es doble: la propia dignidad de la vida y el hecho de que quien la posee no es dueño absoluto de la misma, sino tan sólo su poseedor y administrador, aunque sea un poseedor" inteligente y no un "autómata", incapaz de tomar decisiones libres.

Este doble título —"valía" y "gerencia"— demandan que cada persona cuide su vida como un don: el primero y más elevado que posee y que los creyentes afirmamos que Dios le ha confiado guardar y defender. Este grave deber incluye una serie de acciones sobre las que cabe emitir un juicio ético. Cabría enumerar los dos siguientes apartados:

a) Defenderla. En primer lugar, cada hombre tiene el deber moral de defender su vida contra el injusto agresor. Este sagrado derecho puede ser conculcado de muy diversas formas. La más grave es cuando se atenta contra ella produciendo su muerte, lo que acontece en el homicidio. A este respecto, también se debe cuestionar si el Estado puede disponer de la vida de los súbditos, de forma que se legitime la pena de muerte del ciudadano indigno. En ocasiones, aun sin morir, la propia vida es sometida a presiones tanto físicas como psicológicas por agentes extraños, lo cual acontece de varios modos. Los más graves y comunes son la tortura —física o psíquica— y la manipulación de la mente.

b) Conservarla. También el sujeto mismo puede atentar contra su propia existencia, bien cuando pretende disponer de su vida mediante el suicidio o cuando otros intentan manipularla, como puede ocurrir en algunas experimentaciones médicas. Otro tratamiento ético merece el caso quirúrgico de los trasplantes de órganos. Otras veces se ocasionan daños al mantenimiento y protección de la salud, lo que se produce de muchas maneras, por ejemplo, en el caso de la huelga de hambre, del alcoholismo, la drogadicción, etc.

Estas y otras acciones merecen un juicio moral positivo o condenatorio según los casos. El criterio moral es siempre el mismo: el hombre tiene obligación de conservar su vida de cualquier riesgo y lo conculca si no cumple adecuadamente este deber.

Al estudio de estos temas corresponde el contenido de este Capítulo, en el que, de modo sistemático, se articula en esos dos grandes apartados señalados: la defensa y la conservación de la vida humana. En el primero se estudian los siguientes temas: homicidio, la defensa ante el injusto agresor, la pena de muerte, la tortura, la mutilación y la manipulación psíquica. En el segundo, el suicidio y las diversas formas de quitarse la vida ("muertes heroicas", "muertes suicidas"), la huelga de hambre, los trasplantes de órganos, las experiencias médicas con los enfermos, el alcoholismo y la drogadicción.

Algunas de estas cuestiones corresponden al estudio de la moral de todos los tiempos, como el suicidio y el homicidio. Otros temas se presentan con especial urgencia al examen de la ética teológico actual, cuales son, por ejemplo, la tortura, la drogadicción, los experimentos médicos, etc. Finalmente, en relación con la pena de muerte, un tema clásico de la Teología Moral que recibía un juicio aprobatorio, la conciencia actual siente una repulsa a conceder al Estado el que pueda disponer de la vida de sus súbditos, aun en el supuesto de que se trate de ciudadanos que se juzgan sociológica y moralmente indignos.

I. LA DEFENSA DE LA VIDA HUMANA

Ante todo es preciso enunciar los supuestos que garantizan la grandeza de la vida humana así como el dominio que cada hombre tiene de su respectiva existencia. En este tema se confrontan dos ideologías. Ambas acentúan su "dignidad", pero difieren en señalar el ámbito de competencia que corresponde al hombre. La Ética Teológica profesa que sólo Dios es el dueño de la vida, por lo que el individuo no puede disponer de ella a su antojo. La moral laica mantiene la sentencia de que cada hombre dispone de poder absoluto sobre su propia vida —¡es "mi" vida!— y este derecho es total, de forma que sólo cabe limitarlo en el caso de un uso caprichoso o si se pone en peligro la vida de los demás. En tal supuesto, la sociedad o el Estado deben proteger al individuo aun de sus propios errores o locuras cuando el interesado no la custodia como debe.

La Ética Teológica argumenta desde los datos bíblicos que afirman la dependencia del hombre respecto de Dios. Pero, ante la gravedad de los temas que se debaten, parece conveniente encontrar una plataforma común, sobre la cual en ocasiones cabe iniciar el diálogo. El principio puede ser el siguiente: no es lícito "dañar la vida"; o sea, el existente humano debe ser defendido en todo momento. A este respecto, cabría afirmar que el "primum non nocere" es en la Bioética lo que el "bonum commune" es para la Ética Social.

1. Fundamento del valor de la vida humana

Se trata de buscar la razón última del valor de la vida del hombre, sobre la que se apoye ese diálogo efectivo entre la moral católica y la ética civil.

Se ha acusado a la moral cristiana de profesar cierto fariseísmo cuando trataba de ensalzar el valor de la vida del hombre y, al mismo tiempo, justificaba tantas excepciones, tales como la pena de muerte, la muerte del injusto agresor, la muerte del enemigo en estado de guerra, la entrega del inocente para salvar la ciudad, etc. Al mismo tiempo, se ha criticado el que se "sacralizase" en exceso la vida con elementos teológicos, con lo que se corría el riesgo de suponer que el hombre era un simple administrador, sin dominio alguno sobre ella, algo así como un "realquilado" de su "propia" existencia.

Es cierto que la moral tradicional cometía con frecuencia una "petición de principio" pues los argumentos que aducía para la condena del suicidio, por ejemplo, eran, precisamente, los presupuestos que debía acreditar. ¿Es que el hombre no puede justificar su propia muerte cuando su existencia es tan poco digna de Dios? ¿No cabe ofrecer a Dios su propia vida, dado que El es el dueño absoluto de ella? ¿Es que merece la pena vivirse una vida en ocasiones tan deteriorada que produce tedio y hastío? Si la autoridad civil tiene el poder de emitir la pena de muerte al hombre indigno, ¿por qué no puede acabar con su propia vida aquél que se siente indigno de ella?

Asimismo, aquellos Manuales parece que entraban en contradicción cuando pretendían defender sin fisuras la dignidad inmensa de la vida humana y, al mismo tiempo, admitían tantas excepciones: si la vida del hombre goza de tal dignidad, no es fácil argumentar a favor de la pena de muerte o de la guerra justa e incluso acreditar el tiranicidio. Todavía hoy se acusa a la moral católica de oponerse al aborto y de no condenar con la misma contundencia la pena de muerte. Estas y otras censuras se repiten en la calle y en no pocos autores de nuestro tiempo.

Es claro que esa crítica es en ocasiones banal e injusta y que los argumentos que proponen no son terminantes. Pero también es preciso reconocer que la argumentación clásica tampoco era siempre concluyente. De aquí que tales ideas no encontraban obstáculo para hablar de la dignidad del hombre y al mismo tiempo permitir la tortura en la que esa dignidad cedía ante un bien sólo aparentemente mayor, como podría ser la confesión de complicidad en un delito, o revelar el nombre del criminal.

Es preciso reconocer que en este tema no es fácil evitar esas discordancias, pues resulta difícil argumentar sobre el valor de la vida cuando entran en juego otros valores también importantes. Pero es preciso intentarlo para solventar otras contradicciones que se dan en la cultura actual. Por ejemplo, es un hecho que nuestro tiempo tiene una gran sensibilidad por la dignidad del hombre y la defensa de la vida, pero es preciso convencerle de su incoherencia, cuando quizá se opone a la pena de muerte, pero defiende la licitud del aborto; o se condena la tortura y sin embargo se apuesta por el racismo o cuando se defiende a ultranza la ecología y se vota la eutanasia, etc.

Pues bien, en la búsqueda de una fundamentación nocional que defienda la vida del hombre por encima de otros valores, en mi opinión, cabe aducir sólo dos argumentos: el uno es "racional" y el otro bíblico.

Supuesta la naturaleza sobrenatural e inmortal del alma, la prueba racional parte del concepto de pura existencia: el ser mismo del hombre es digno, dado que le permite existir. Y "existir" es vivir, es salir de la nada y relacionarse con otros: con los padres, con los demás hombres, con el mundo... De aquí que matar o acabar con la vida sea negar la pura existencia. Por lo que privar a alguien de ese derecho es condenarle a la nada en el caso del no nacido, o es aniquilarle, si se mata o se maltrata al que ya vive. La vida es digna porque goza de existencia y es abismal la distancia que separa el "ser" y el "no ser", es decir, es radical la discrepancia que existe entre la "sustantividad de la existencia" y el "vacío de la nada".

El segundo argumento es bíblico y responde al sentido que adquiere el hombre desde el primer momento de la creación. En efecto, el Génesis narra con solemnidad la decisión de Dios de crear al hombre y le sitúa por encima de todo el orden creado (Gén 1—2). El "puesto del hombre en el cosmos", según el plan bíblico, muestra su dignidad. De aquí las maldiciones de Dios contra Caín el asesino (Gén 4,9—14). No obstante, el castigo impuesto por Dios al fratricida no autoriza a nadie a acabar con su vida. Al contrario, ante el temor de Caín, Yahveh añade: "Quienquiera que mate a Caín, lo pagará siete veces. Y Yahveh puso una señal a Caín para que nadie que le encontrase le atacara" (Gén 4,15). Finalmente, el respeto a toda vida humana, Dios lo formula en el mandamiento de "no matar" (Ex 20,13), que reasume el deber primero del hombre frente al hombre.

Un creyente que entienda en profundidad el plan de Dios sobre el hombre y que sepa discernir el abismo entre el ser y la nada o entre la existencia digna y la maltrecho, tiene necesariamente que encuadrarse en una ética de respeto a la vida del hombre sea la que sea y en las condiciones en que la viva [2. "La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente". DV, 22, cfr. CatIglCat 2258.]. Los deberes morales se situarán en el plano de ayuda a una "cultura en favor de la vida" y a la condena de la "cultura de la muerte". De aquí que la consigna es no manipular la vida, sino facilitarla, no dañarla, sino mejorarla, no "aniquilarla", sino "protegerla". En este sentido, la vida es un valor fundamental que debe respetarse antes de que entren en juego los juicios de valor ético sobre aspectos concretos de la misma. Las adjetivaciones ("sana"—enferma"; "útil—inútil" o "caduca") no pueden negar la sustantividad del vivir.

Por ello, el cristiano sabe armonizar ambas afirmaciones: el valor en sí de la vida y la teonomía radical del existente humano. Más aún, tiene la clave para no contraponerlas. En efecto, el hombre no se ha dado a sí mismo esa riqueza del existir, sino que la ha recibido de otro. La vida, según la Biblia, es un don de Dios [3. "Es dogma bíblico fundamental que la criatura no tiene la vida por sí misma. Tanto si se trata de la vida humana como de la sobrenatural, es siempre un don, un favor de Dios (hesed, Job 10, 12; Ps 21,5), una gracia (1 Pet 3,7; cfr. Rom 5,2 l; 2 Tim 1, 10)... Para un hebreo, la idea de vida implica la de movimiento (el soplo de vida anima al hombre), fuerza, plenitud e intensidad (cfr. el plural hayyim), en fin, prosperidad, felicidad. Es decir, que la vida digna de este nombre (tés óntós soés, 1 Tim 3,36; 5,40), es imposible fuera de Dios (Dt 8,3; 30,15—20) o de Cristo (Joh 3,36; 5,40)". C. SPICQ, Teología Moral del Nuevo Testamento. Eunsa. Pamplona 1970,1, 91—92, nota 189. A. BRINGAS TRUEBA, El valor de la vida humana en las Sagradas Escrituras. Fund. Santa María. Madrid 1984, 5 8 pp. C. GHIDELLI, L'insegnamento biblico sul dono della vita, "MedMor" 37 (1987) 345—366.]. La existencia es donación, por lo que la propia vida no se posee de modo absoluto, sino como don y dádiva graciosa. Por consiguiente, una vez recibida, el poseedor debe cuidarla y defenderla.

Por eso, la lógica cristiana no argumenta sobre una "petición de principio", sino sobre un razonamiento más amplio, pues aúna elementos racionales y revelados, integra la verdad humana sobre el valor de la vida y la verdad divina sobre el ser del hombre, en dependencia respecto de Dios.

Pero es preciso añadir un nuevo dato que integra esta antropología: a la dignidad de la vida humana no se opone el hecho inexorable de la muerte. El sentido último de la muerte no es el acabamiento de la existencia, sino la medida de finitud de la vida humana. En efecto, la existencia temporal del hombre, a pesar de su dignidad, no es un valor absoluto, dado que la vocación de la persona incluye la muerte como comienzo de la existencia eterna a la que todo hombre está llamado. En concreto, la vida humana no es, pues, un valor absoluto, sino relativo, no es una realidad última, sino penúltima. Esto explica que puedan darse situaciones en las que el amor a la vida no se oponga a la aceptación del martirio o que la defensa de la existencia propia pueda conllevar la muerte del injusto agresor, etc.

2. El homicidio

Lo más opuesto a la vida es la muerte injusta del inocente. La muerte violenta de otro hombre ha sido un pecado condenado de continuo en la Biblia. Se recoge entre los preceptos del Decálogo (Ex 20,13) y el Génesis da la razón: el hombre ha sido hecho a imagen de Dios: "Quien vertiere sangre de hombre por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo Él al hombre" (Gén 9,6).

Según los exégetas, el texto bíblico supone que el séptimo precepto condena la muerte "arbitraria" e "ilegal", de forma que habría que traducirlo más o menos así: "No causarás la muerte de un hombre de un modo ilegal, arbitrario y opuesto a la sociedad". Prohibe, pues, el "asesinato", no la "pena de muerte". Esta versión la argumentan a partir del verbo empleado, "rasach", que se repite pocas veces en el A.T., mientras que es más frecuente el uso de los verbos "harag" y "hemit", que son los habituales para significar otro tipo de muertes.

"El verbo 'rasach', usado en el Decálogo con el significado de matar, es una palabra más bien rara, si se comparan las 46 veces que se encuentra con las 165 en que aparece el verbo 'harag' y las 201 de 'hemit' (Hiphil de 'mut' = morir). Evidentemente, 'harag' y 'hemit' eran los verbos usuales para expresar el concepto de matar. Esto queda confirmado mediante el examen del uso del idioma en particular. 'Harag' y 'hemit' no se emplean para designar el homicidio y el asesinato del enemigo personal, sino el homicidio del enemigo político en la lucha, el homicidio del culpable según la ley y la muerte que se impone de parte de Dios. En cambio, el verbo 'rasach' aparece solamente cuando se trata del homicidio o del asesinato de un enemigo personal; sólo una vez (Num 35,30) significa la muerte del culpable según la ley, pero nunca designa el homicidio del enemigo en la lucha ni la destrucción del que ha incurrido en el castigo divino. Estos hechos permiten deducir que el verbo 'rasach' significa un matar cualificado, distinto del exigido en determinados casos por la ley del Antiguo Testamento y distinto también del que podría ser obligatorio en la guerra... Lo que distingue a 'rasach' de 'harag' y 'hemit', es su significado de matar contra la ley y contra la comunidad. Si se quisiera reflejar con exactitud este significado en la traducción del precepto, habría que decir: No debes matar injustamente".

En consecuencia, lo que prohibe el séptimo precepto es la muerte del inocente cuando se lleva a cabo de un modo arbitrario, o sea, el homicidio propiamente dicho, es decir, el "asesinato". No cabe, pues, aducir la fórmula de este mandamiento como prohibición absoluta, sin excepción alguna, y como condena de cualquier muerte.

El homicidio, como tal, ha sido siempre considerado como un pecado especialmente grave y aun más grave si se trata de la muerte violenta e injusta de un familiar. Así, la muerte violenta de otro hombre se clasificó en los primeros siglos de la Iglesia entre los "crimina" (crímenes eran también la "apostasía" y el "adulterio") que excluían de la comunidad eclesial y estaban sometidos a la penitencia pública.

La condena del homicidio aparece en el comienzo mismo de la literatura cristiana. Así, por ejemplo, la Dídaque lo enumera como el primer pecado que inicia "el camino de la muerte". Asimismo, la Dídaque expone las distintas formas de matar para advertir a los creyentes contra el homicidio: "No matarás, para ello no darás veneno, no matarás al feto en el seno de la madre, no matarás al niño ya nacido". Finalmente, advierte contra todo lo que puede llevar al hombre a cometer un homicidio: debe evitar el resentimiento, la envidia, la intransigencia y, en síntesis, no debe dejarse llevar por la pasión. Frases similares se repiten en la Carta de Bernabé.

El mismo juicio condenatorio se formula en los escritos de los Apologistas. San Justino (> 165) destaca la gravedad especial que connota el homicidio. Arístides (> 138) escribe que matar es una señal de degradación. La misma doctrina se encuentra en otros autores, como Atenágoras (> 177).

Melitón de Sardes (> 195) enumera el homicidio entre los que él denomina "pecados tiránicos". Por su parte, Tertuliano (160—222) fija en la tríada "idolatría, fornicación y homicidio" los pecados que son "imperdonables".

Asimismo, Lactancio (250—320) fundamenta la fraternidad que debe existir entre los hombres, dado que todos proceden de padres comunes —Adán y Eva— y reciben el alma del mismo Dios. "En consecuencia, se deben tener por bestias feroces los hombres que dañan al hombre; los que, con toda licitud y derecho de humanidad, le despojan, atormentan, matan y exterminan"

Los testimonios de condena aumentan en la literatura posterior. Los escritos de Padres y teólogos abundan en anatemas contra el homicidio. Y se considera como tal, aun la muerte del malhechor, si se lleva a cabo por un particular. A este respecto, San Agustín escribe:

"El que matare al malhechor sin tener administración pública, será juzgado como homicida; y tanto más, cuanto que no temió usurpar una potestad que Dios no le había concedido".

No sería difícil aumentar este catálogo de testimonios de la literatura cristiana desde los primeros tiempos del cristianismo hasta el final de la época patrística.

Estas mismas ideas se repiten en la literatura posterior y enlaza con la teología. Así, por ejemplo, Tomás de Aquino formula el principio de condena del homicidio en el poder exclusivo de Dios sobre la vida humana:

"La vida es un don dado al hombre por Dios y sujeto a su divina potestad, que mata y hace vivir... Sólo a Dios pertenece el juicio de la muerte y de la vida, según el texto del Deuteronomio: Yo quitaré la vida y yo haré vivir".

O con esta otra formulación:

"Considerando al hombre en sí mismo, no es lícito quitar la vida de nadie, puesto que en todo hombre, aun pecador, debemos amar a la naturaleza, que Dios ha hecho y que la muerte destruye... Por esta razón, de ningún modo es lícito matar al inocente".

Estos argumentos se reproducen en la literatura teológico posterior.

A nadie se le oculta la gravedad del crimen de homicidio, pues incluye acabar con la vida de un inocente". Este precepto cobra especial valor y actualidad en nuestro tiempo, en el que el terrorismo trata de justificar los asesinatos con el pretexto de luchar contra ciertas ideologías o incompatibilidades, que se oponen a sus planes sociales o políticos.

3. El terrorismo

El fenómeno del terrorismo se da en casi todos los países con graves consecuencias no sólo para las víctimas, sino a causa de los males sociales que engendra: odios, inseguridades, divisiones, venganzas... la llamada "espiral de la violencia".

Juan Pablo II lo rechaza con total contundencia. El Papa, en la visita a Irlanda, recuerda la enseñanza de los Pontífices anteriores y añade:

"Quiero hoy unir mi voz a la voz de Pablo VI y de mis predecesores, a las voces de vuestros jefes religiosos, a las voces de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, para proclamar, con la convicción de mi fe en Cristo y con la conciencia de mi misión, que la violencia es un mal, es inaceptable como solución a los problemas, que la violencia es indigna del hombre. La violencia es una mentira, porque va contra la verdad de nuestra fe, la verdad de nuestra humanidad. La violencia destituye lo que pretende defender: la dignidad, la vida, la libertad del ser humano.

Este lenguaje no es ambiguo ni equívoco: la violencia es un error, es una mentira, es un engaño, es un crimen, es indigna del hombre, y quienes tratan de justificarla carecen de sentido moral".

Y el Catecismo de la Iglesia Católica sentencia que "el terrorismo que amenaza, hiere y mata sin discriminación es gravemente contrario a la justicia y a la caridad".

La condena moral del terrorismo no falta en ninguno de los discursos que Juan Pablo II pronuncia en las naciones en las que este triste fenómeno tiene lugar.

Pero, ante la gravedad del pecado de homicidio, máxime si se repite como es el caso del terrorismo, la sociedad y la Iglesia deberían tomar medidas extraordinarias. Parece que no bastan las palabras de condena. En concreto, los movimientos sociales deben organizarse y hacer manifestaciones públicas —callejeras—, llamativas para la opinión pública, contra el terrorismo.

Tampoco la Iglesia debe contentarse con la reprobación verbal. La Jerarquía debería tomar otras medidas, tales como actos públicos de penitencia; convocar a la comunidad para que exprese su petición a Dios con el fin de que cesen esos crímenes, tal como se acostumbra en tiempos de sequía o peste, etc. También se podrían establecer días de penitencia, por ejemplo, invitando a los fieles a un ayuno voluntario siempre que se produzca un atentado, etc.

Estas medidas extraordinarias llamarían poderosamente la atención y serían capaces de crear una fuente clara de opinión cristiana de condena del terrorismo. Además, estas y otras similares actuaciones públicas tienen una gran fuerza educativa y evangelizadora. Es preciso resaltar que el terrorismo no sólo constituye un crimen social, sino que es un grave pecado, pues promueve una ola de odios y de divisiones en la comunidad. Con esos actos públicos, la Iglesia ayuda a los fieles a situarse en la verdadera dimensión del crimen: los pretendidos ideales que persigue el terrorismo no logran ocultar el mal moral que cometen tales actos, como es la muerte que acaba con la vida de personas inocentes y la división social a que da lugar: el fenómeno del terrorismo origina todo un cúmulo de pecados especialmente graves. Por ello no es suficiente la condena verbal, sino que postula actos públicos multitudinarios de reprobación popular.

4. La muerte del injusto agresor

En el precepto de "no matar" no se incluye la legítima defensa ante un mal grave que puede ocasionar el injusto agresor. Es doctrina clásica que, en tal coyuntura, existe la obligación de defenderse, aunque como efecto se siga la muerte del agresor. Para ello se requiere que se emplee "la debida moderación". Es decir, que se haga uso sólo de los medios precisos para defenderse.

Para la licitud de defenderse con el riesgo de causar la muerte al agresor, se requieren las siguientes condiciones:

— Debe tratarse de "un mal muy grave", cual es, por ejemplo, el peligro de la propia vida, la mutilación o heridas graves, la violación sexual, el riesgo de la libertad personal, la pérdida de bienes de fortuna considerables, etc. No se considera como "agresión injusta" el inferir daños contra el honor o la fama.

— Que sea un caso de verdadera agresión física. No bastan las amenazas a no ser que conste del firme e inminente propósito del agresor y que no puedan evitarse antes de que se inicie la agresión. No cabe la legítima defensa contra una agresión futura.

— Que se trate de un daño injusto. Por ejemplo, no sería lícito defenderse de un policía, hasta producirle la muerte, dado que el agente actúa en cumplimiento de su deber, por lo que no cabe calificarle de "injusto agresor".

— Para defenderse no hace falta que el agresor lo haga de modo voluntario y consciente. Por eso, cabe defenderse, con riesgo de causarle la muerte, contra un drogadicto, un borracho o un loco.

— Que no tenga otro medio para defenderse más que resistir al agresor. En ocasiones, el agredido podría huir, lo cual debe intentar siempre que le sea posible.

— En cualquier caso, se requiere que el agredido no se exceda en el uso de medios "occisivos". Es preciso que se guarde en todo momento "la moderación debida", o sea, que se haga siempre "cum moderamine inculpatae tutelae", lo cual demanda que no se empleen de inmediato medios que causarían la muerte al agresor. Como es lógico, si es suficiente producirle algunas heridas, no se justifica la muerte. El agredido debe "defenderse", pero no causar daño directo al agresor.

Esta condición no siempre es fácil de precisar, tanto porque no cabe medir la gravedad de esos medios, ni se puede precisar de inmediato los efectos, así como por la situación azarosa en que se encuentra en aquel momento el que se defiende del injusto agresor.

— La defensa debe ser ante una agresión presente y no por "agresiones pasadas". Lo contrario sería en rigor una venganza por lo que ya no sería agredido, sino que se convertiría en "agresor". Se considera "presente" mientras perdura la acción, cual puede ser el caso de la persecución del ladrón.

— La legítima defensa también puede hacerse en favor de un tercero. Se puede y en ocasiones se debe defender al prójimo cuando está en peligro su vida o su libertad o su integridad moral, etc. y en esta defensa cabe que se produzca la muerte del injusto agresor.

La moral clásica justifica la muerte del injusto agresor en la defensa legítima aplicando la doctrina de "la acción de doble efecto" o el principio de "voluntario indirecto": el que se siente injustamente agredido no intenta de modo directo matar el agresor, sino defenderse". Pero, en su defensa, se sigue un efecto no querido, que es la muerte del agresor: el agredido no intenta matar, sino defenderse. Los autores modernos prefieren hacer uso del principio de "conflicto de valores": se da una confrontación entre la defensa de la propia vida y la muerte de un agresor.

La licitud moral de la legítima defensa aun a costa de la muerte del injusto agresor tiene cabal justificación en ambas teorías. Si bien en este caso adquiere mayor validez el principio de "conflicto de valores", pues, en efecto, se da lugar a una verdadera confrontación entre la defensa de la propia vida y el valor de la vida del agresor.

Estos casos adquieren actualidad en la inseguridad ciudadana de nuestro tiempo contra el asalto personal en la calle, en la propia casa, a comercios, etc. Nadie puede negar el derecho que asiste al ciudadano a defenderse frente a la injusta agresión a que se ve sometido. En tales situaciones se debe regular en favor del agredido y no de las lesiones que sufra el agresor, excepto si son desproporcionadas. Los jueces, en la aplicación de la ley, deben tener a la vista el derecho de legítima defensa que asiste al ciudadano, pues el derecho a defenderse brota del derecho natural.

Un creyente puede renunciar al derecho a la legítima defensa y sufrir pacientemente la injusta agresión, incluida la propia muerte, en el caso de que no le sea posible huir. Esto cabe hacerlo para evitar la muerte del agresor y su posible condenación. Con esta actitud, el cristiano puede llevar a cabo un acto heroico de caridad, hasta sufrir el martirio. Por el contrario, en ocasiones, el agredido puede tener la obligación de defenderse: tal puede ser el caso de un padre de familia o de un dirigente político:

"La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad".

5. La pena de muerte

Como se dice más abajo, la moral católica en ciertos periodos de su historia ha aceptado la licitud de la pena de muerte a partir de los datos bíblicos. No obstante, frente a lo que afirman no pocos Manuales, la enseñanza de la tradición y del magisterio no ha sido siempre unánime: de la condena se pasó a la tolerancia y más tarde a la aceptación generalizada entre los moralistas, de forma que desde la Edad Media se convierte en sentencia común.

Pero, ante el juicio moral positivo en favor de la pena de muerte, no es fácil evitar un cúmulo de preguntas: si la vida humana goza de tal valor, ¿cómo justificar que a alguien se le prive de ella por medio de una ley? ¿Posee el Estado el poder de quitar la vida a un ciudadano? ¿Es que un hombre puede ser tan indigno que haya derecho a que se le prive de vivir? Si la moral católica condena con tal severidad y sin excepción el aborto en razón de que se trata de la muerte de un inocente, ¿por qué acepta la pena de muerte siendo así que puede darse el caso de que la ley condene a un inocente? No pocos hombres de nuestro tiempo, que se oponen a la legalización de la pena de muerte, se formulan éstas y otras cuestiones.

a) Datos bíblicos

La enseñanza bíblica es explícita en favor de la licitud moral de la pena de muerte, siempre que sea justa. A este respecto cabe citar bastantes testimonios. He aquí algunos más relevantes:

Ya el Génesis establece este principio: quien mata a otro es digno de muerte: "Quien vierte la sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida" (Gén 9,6).

El principio de que el homicida es digno de la pena de muerte, se repite en la legislación del libro Números: "El homicida debe morir". Esta tesis se ejemplifica con esta casuística:

"Si le ha herido con un instrumento de hierro, y muere, es un homicida. El homicida debe morir. Si le hiere con una piedra como para causar la muerte con ella, y muere, es homicida. El homicida debe morir. Si le hiere con un instrumento de madera como para matarle, y muere, es un homicida. El homicida debe morir. El mismo vengador de la sangre dará muerte al homicida: en cuanto le encuentre, lo matará. Si el homicida lo ha matado por odio, o le ha lanzado algo con intención, y muere, o si por enemistad le ha golpeado con las manos, y muere, el que le ha herido tiene que morir: es un homicida. El vengador de la sangre dará muerte al homicida en cuanto le encuentre" (Núm 35,16—21).

Esta condena es terminante, de modo que preceptúa que no se conceda indulto alguno: "No aceptaréis rescate por la vida de un hombre reo de muerte, pues debe morir" (Núm 35,30).

El mismo juicio en favor de la pena suprema se repite en Levítico: "El que hiera mortalmente a cualquier otro hombre, morirá" (Lev 24,17). El asesino será perseguido inmisericórdemente: "Al que se atreva a matar a su prójimo con alevosía, hasta de mi altar le arrancarás para matarle" (Lev 21,14). El Éxodo extiende la pena capital a quien "peca con bestia" (Ex 22,18), a los hechiceros (Ex 22,17; Lev 20,6), etc.

Es evidente que nos encontramos ante el caso de una cultura oriental que se guía por el régimen denominado de "venganza privada". Tal costumbre es aceptada por Dios, por eso se repite en la legislación del Deuteronomio (Dt 19,1—14). De ahí la "ley del talión", de la que la muerte del homicida no es más que una concreción: "Si resultara daño darás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal" (Ex 21,25; cfr. Lev 24,19—20; Dt 19,21).

Pero la razón de la "ley del talión", más que un criterio de "venganza privada", es una norma disciplinaria: trata de evitar que se cometa el mal, pues sería inmediatamente contestado, dando lugar a la venganza personal. Así lo señala el Deuteronomio: "De este modo harás desaparecer el mal de en medio de ti. Los demás al saberlo, temerán y no volverán a cometer una maldad semejante en medio de ti. No tendrá piedad tu ojo" (Dt 19,19—20). Es de notar que la "ley del talión" era común en la cultura antigua. Se encuentra en el Código de Hammurabi y en las leyes asirias. Es de naturaleza social, más que particular, pues perseguía no excederse en la venganza. Con el tiempo perdió rigor y muy pronto se clarificó la función del "vengador de sangre", que era el encargado de ejecutarla, para evitar así la venganza personal.

En realidad, se trata más de una pena de muerte que de un homicidio por simple venganza, pues debe realizarlo el "vengador de sangre", cuyo oficio, en un régimen patriarcal, correspondía al go'el, o sea, al pariente más próximo de la víctima, o al protector oficial de la familia. Equivalía, pues, a una pena de muerte impuesta y ejecutada por la autoridad. Además se supone que se establecía un juicio con testigos:

"En cualquier caso de homicidio, se matará al homicida según la declaración de los testigos; pero un solo testigo no bastará para condenar a muerte a un hombre. No aceptaréis rescate por la vida de un homicida reo de muerte, pues debe morir" (Núm 35,30—31).

Asimismo, la praxis de la pena de muerte se mitigó con la designación de ciudades de refugio para los homicidas:

"Cuando Yahveh tu Dios haya exterminado a las naciones cuya tierra te va a dar Yahveh tu Dios... te reservarás tres ciudades... para que todo homicida pueda huir a ella. Este es el caso del homicida que puede salvar su vida huyendo allá" (Dt 19,1—4; cfr. Dt 5,41—42; Núm 35,25—34).

La enseñanza y la praxis del A. T. acerca de la licitud de la pena capital parece que siguen vigentes en el N. T. Pablo reconoce, de paso, que la autoridad legítima posee poder para imponer dicha pena:

"Haz el bien y tendrás su aprobación (de la autoridad). Pero, si haces el mal, teme, que no en vano lleva la espada. Es ministro de Dios, vengador para castigo del que obra el mal" (Rom 13,4).

La argumentación del Apóstol para justificar la pena de muerte deriva del origen divino y del sentido de la autoridad que expone en este texto clásico (Rom 13,1—7). En él, a pesar de la diversas interpretaciones que se le hayan dado, se apoyó la tradición y el magisterio para legitimar la pena de muerte". Pío XII fundamenta en él la validez del derecho penal:

"Las palabras de las fuentes (Rom 13,4) y del magisterio viviente no se refieren al contenido concreto de las particulares prescripciones jurídicas o reglas de acción, sino al mismo fundamento esencial de la potestad penal y de la finalidad inmanente".

Es posible que Pablo haga mención de las costumbres de la época y que no precise toda la novedad del ethos cristiano. El hecho es que la altura moral del Sermón de la Montaña, la actitud del perdón al enemigo propuesto y practicado por Jesús y sobre todo el precepto nuevo de la caridad influyeron notablemente en la sensibilidad cristiana de la primera época. Quizá el hecho mismo de la muerte sangrienta de tantos cristianos inocentes influyó para que los primeros autores cristianos se muestren reticentes con la condena a muerte.

Los creyentes tenían a la vista las contraposiciones de Jesús: "Habéis oído que se dijo a los antiguos": No matarás; el que matare será reo de juicio. Pero yo os digo que todo el que se irrita contra su hermano será reo de juicio..." (Mt 5,21—22). Igualmente, Jesús introduce una profunda reforma, hasta anularla, en la ley del talión: "Habéis oído que se dijo: ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo: no resistáis al mal, y si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra..." (Mt 5,38—42).

b) Enseñanzas de los Padres

Parece, pues, lógico que estos nuevos preceptos creasen una atmósfera de convivencia que hacía difícil conjugar el amor y el perdón con la pena capital. He aquí algunos datos:

Hipólito de Roma (s. III) menciona que los cristianos no podían ejercer la profesión de juez o de simple ejecutor de la pena capital. Y quienes las ejercían no podían ser admitidos a recibir el bautismo:

"El que tenga el poder de la espada o ejerza el cargo de magistrado en una ciudad, o abandona el cargo o no será admitido a la Iglesia".

Lactancio (250—320), a pesar de la imprecisión doctrinal que le caracteriza pero que desarrolla tantos aspectos sociales del cristianismo, expresa que no le es lícito al juez decretar la pena de muerte:

"No es lícito al jurista, al que le es dado administrar la justicia, sentenciar la pena capital contra un ciudadano, pues no existe diferencia entre matar con la palabra y matar con la espada: lo que está prohibido es dar muerte a un hombre".

No parece legítimo que a los magistrados cristianos se les prohibiese en conciencia sentenciar la pena capital conforme a las leyes vigentes. Pero sí se ponían reparos. Por ejemplo, consta que los magistrados, cuando se veían forzados a sentenciar la pena de muerte, debían abstenerse por algún tiempo de las prácticas cristianas en el templo. Así, el Concilio de Elvira establece que, durante el año de su mandato, los jueces "no deben entrar en la Iglesia".

Es posible que esta praxis estuviese extendida, por lo que San Ambrosio establece que tales jueces no estaban excluidos de la Iglesia. Sólo debían abstenerse, por decisión propia, de recibir la comunión eucarística:

"Aquellos que juzguen que se debe imponer la pena de muerte, no se encuentran fuera de la Iglesia, sino que son alabados por cuanto, voluntariamente, se abstienen de la comunión".

Estos textos muestran una sensibilidad nueva frente a la justicia inmisericorde del derecho civil de la época. No obstante, junto a estos testimonios cabe citar otros muchos que aceptan sin reticencia la pena de muerte legítimamente impuesta por los magistrados".

Pero esta sensibilidad disminuye hasta desaparecer después que la Iglesia fue reconocida como la religión del Imperio. Es lógico que, ante el nuevo estatuto civil, la preocupación ética de los cristianos velase por la justicia, pero reconociendo el poder judicial para imponer la pena de muerte de aquellos que, según la ley, fuesen dignos de ella. Desde entonces, la justicia de los jueces era atemperada con la intervención de los obispos que en determinadas circunstancias demandaban misericordia. A este respecto, cabe citar esta expresiva sentencia de San Agustín:

"Vuestro rigor en la justicia nos conforta, pues nos tranquiliza. Pero nuestra intercesión es beneficiosa porque atempera vuestro rigor".

Pero San Agustín justifica al "verdugo", dado que es simple ejecutor de lo que ha sido jurídicamente decidido:

"No mata aquella persona que cumple su ministerio de obedecer al que manda, del cual es instrumento, como tampoco una espada en manos de quien se sirve de ella".

De este modo se armonizan en la primera tradición la justicia y la misericordia.

c) Doctrina del Magisterio

De hecho, a partir de esta época, la sentencia acerca de la licitud de la pena de muerte se hace doctrina común entre los autores. Y como tal se enseña por el Magisterio. A este respecto, el Papa Inocencio I (401—417), interrogado sobre el tema, contesta:

"Se nos ha preguntado sobre aquellos que, después de haber recibido el bautismo, han ejercitado la tortura o pronunciado sentencias de muerte. Sobre este punto nada hemos leído, transmitido por nuestros mayores".

Inocencio III (1208) establece ya con claridad la doctrina católica al respecto:

"De la potestad secular afirmamos que sin caer en pecado mortal puede ejercer juicio de sangre, con tal de que para inferir el castigo no proceda con odio, sino por juicio; no incautamente, sino con consejo" (Dz 426).

A partir de esta fecha, esta doctrina es ya sentencia común en los documentos magisteriales. León X (1519—1520) condena una proposición de Lutero acerca de la pena de muerte de los herejes (Dz. 773). El Papa Alejandro VII (1 665) rechazó diversos errores sobre el homicidio (Dz. 1117—1120). En el mismo sentido, Inocencio XI (1679) condenó otros errores sobre el tema (Dz. 1180—1183).

d) Doctrina de los teólogos. Tomás de Aquino

También se da coincidencia entre los teólogos. Como ejemplo tipo aportamos la doctrina de Tomás de Aquino, que reasume el pensamiento de la época y aporta pruebas que hoy pueden resultar un tanto duras a aquellos sectores de nuestro tiempo que combaten la legislación a favor de la pena de muerte.

El Aquinate se sitúa en un horizonte más amplio: "Si es lícito matar a cualquier ser viviente". La respuesta es afirmativa: se justifica la muerte de algunos seres vivientes en favor del hombre. En concreto, "es lícito matar las plantas para el uso de los animales, y los animales para el uso de los hombres".

El precepto bíblico de "no matar", concluye, se limita exclusivamente al hombre. No obstante, ese precepto tampoco es absoluto, puesto que cabe una sentencia judicial que condene a muerte a los "hombres inicuos".

La doctrina contenida en el séptimo precepto la explica del siguiente modo:

"Se prohibe en el decálogo el homicidio en cuanto implica una injuria, y, así entendido, el precepto contiene la misma razón de ¡ajusticia. La ley humana no puede autorizar que lícitamente se dé muerte a un hombre indebidamente. Pero matar a los malhechores, a los enemigos de la república, eso no es cosa indebida. Por tanto, no es contrario al precepto del decálogo, ni tal muerte es el homicidio que se prohibe en el precepto del decálogo".

En cuanto a la justificación de la pena de muerte, argumenta así:

"Según se ha expuesto, es lícito matar a los animales brutos en cuanto se ordenan por naturaleza al uso de los hombres, como lo imperfecto se ordena a lo perfecto. Pues toda parte se ordena al todo como lo perfecto a lo imperfecto. Así vemos que, si fuera necesario a la salud de todo el cuerpo humano la amputación de algún miembro.... tal amputación sería laudable y saludable. Pues bien, cada persona singular se compara a toda comunidad como la parte al todo; y, por tanto, si un hombre es peligroso a la sociedad y la corrompe por algún pecado, laudable y saludablemente se le quita la vida para la conservación del bien común; pues, como afirma San Pablo, 'un poco de levadura corrompe toda la masa".

Como es lógico, el Aquinate afirma que sólo la autoridad competente tiene el poder de determinar la ley capital:

"Como hemos dicho, es lícito matar al malhechor en cuanto se ordena a la salud de toda la sociedad, y, por tanto, corresponde sólo a aquel a quien esté confiado el cuidado de su conservación, como al médico compete el amputar el miembro podrido cuando le fuera encomendado la salud de todo el cuerpo. Y el cuidado del bien común está confiado a los príncipes, que tienen pública autoridad, y, por consiguiente, solamente a éstos es lícito matar a los malhechores: no lo es a las personas particulares".

En consecuencia, el juez, en ejercicio de su ministerio, puede imponer la pena capital al que, según la ley, merece tal castigo. Bajo el título: Es lícito a los jueces imponer penas, escribe:

"Los hombres que en la tierra están situados sobre los demás son como ejecutores de la divina providencia... Nadie peca al ejecutar el orden de la divina providencia, porque lo propio del orden es premiar a los buenos y castigar a los malos... Por lo tanto, lo que es necesario para la conservación del bien no puede ser esencialmente malo... El bien común es mejor que el bien particular de uno. En consecuencia, el bien particular de uno sólo ha de sacrificarse para conservar el bien común. Pero la vida de algunos hombres perniciosos impide el bien común, que es la concordia de la sociedad humana. Luego tales hombres han de ser apartados de la sociedad mediante la muerte... Según eso, justamente y sin pecado mata el jefe de la ciudad a los hombres perniciosos para que la paz de la misma no se altere".

También Tomás de Aquino justifica a quien lleve a cabo la ejecución; es decir, el verdugo no hace más que cumplir su oficio:

"(los ejecutores) no son ellos los autores, sino aquél a cuya autoridad obedecen, como un soldado mata al enemigo por orden del príncipe y el verdugo al ladrón por autoridad del juez".

Como se ve, el argumento de Tomás de Aquino a favor de la pena de muerte es de índole social: el bien común demanda que los que lo perturben sean excluidos mediante la muerte, pues constituyen un mal social. El "bien común" es, pues, el título que legitima la pena de muerte.

Al exponer este argumento en los diversos textos, el Aquinate rechaza las numerosas dificultades que se oponen a sus pruebas. Por ejemplo, que existe la posibilidad de que el reo se enmiende y haga penitencia". O que, según la parábola del trigo y de la cizaña, el castigo será sólo en el juicio". Y sobre todo la objeción de que "matar al hombre es en sí malo". Las respuestas de Santo Tomás son tan contundentes, que no ofrecen dudas sobre la licitud de la pena capital en las condiciones por él señaladas: si se trata de hombres perversos y que la pena sea impuesta por la legítima autoridad.

A partir de la enseñanza tomista se universalizó entre los autores esta doctrina". Sólo Escoto y su escuela entendían el precepto "no matarás" como precepto absoluto, por lo que la pena de muerte se debería entender como "dispensa expresa de Dios" para aquellos casos que conste claramente en la Biblia, como son el delito de sangre, las blasfemias y algunas muertes de inocentes, como el caso de Isaac.

Esta coincidencia doctrinal se quiebra en el siglo XVIII. En efecto, diversos juristas impugnan la doctrina de la legitimidad de la pena de muerte y tratan de mostrar que los gobernantes carecen de autoridad para dictarla, aun en los delitos más graves, pues no pueden disponer de la vida de los súbditos. La campaña abolicionista se inicia con el autor italiano César Beccaria (1738—1794) ", a quien se suman J. Bentham (1748—1832), Ch. Lucas (1803—1889) y otros autores". A estos teóricos se juntaron diversos movimientos que presionaron para que los Estados eliminasen las leyes a favor de la pena de muerte.

e) Argumentos a favor y en contra de la ley de la pena de muerte

Hemos visto cómo el argumento clásico de Santo Tomás se ceñía al concepto de "bien común" frente al bien particular, cual es la vida del hombre que ha cometido graves crímenes, por lo que resulta nocivo para la convivencia social. Pues bien, los autores posteriores tuvieron que aportar otras pruebas al ritmo en que eran presionados por los argumentos de los abolicionistas. Éstas son, en conjunto, las pruebas más comunes a favor y en contra":

— La intimidación al criminal: En buena medida coincide con la prueba del Génesis (Gén 9,6). La pena de muerte, se dice, actúa de freno contra el crimen, dado que el hombre se siente intimidado a no cometer determinados delitos ante el temor a sufrir la pena capital.

A este argumento replican los abolicionistas y aseguran que la experiencia muestra lo contrario, dado que en los Estados en los que la pena de muerte tiene vigencia, se repiten los mismos delitos que están condenados, lo cual puede explicarse, o bien porque no influye tal intimidación o porque en momentos pasionales, el estímulo del miedo no actúa. Además, añaden, la dignidad del hombre no puede usarse como "medio" para un "fin social". Este argumento debe tomarse en consideración.

— La legítima defensa de la sociedad. Al modo como el individuo tiene derecho a la legítima defensa, argumentan, de modo paralelo la vida social tiene el deber de defenderse contra el injusto agresor representado por aquellos ciudadanos que resultan peligrosos para la vida social.

La respuesta de los contrarios a la pena de muerte es que la sociedad dispone de otros medios para defenderse contra tales agresores injustos. Por ejemplo, la prisión, y, en casos de personas permanentemente peligrosas, cabe la pena de cadena perpetua. Además, añaden, abolir la pena de muerte ha de ser un estímulo continuo a diversos niveles —social, económico, cultural, político, etc.— para erradicar las causas que motivan los crímenes, como son la pobreza, la marginación, la droga, el alcohol, etc. El Estado ha de preocuparse más de prevenir el crimen que defenderse contra él. Estas razones tienen gran peso.

— La restauración del orden jurídico del Estado. Los graves crímenes, añaden, rompen el equilibrio de la vida pública. Más aún, cuando se cometen, el orden social y jurídico han quedado gravemente quebrantados, por lo que deben ser restablecidos. La pena de muerte, afirman, es el precio de la restauración del orden social violado.

Esta teoría parece basarse en un orden jurídico objetivo, que no tiene suficientemente en cuenta la vida personal de los individuos. Además, se arguye, no es claro que el orden social se pueda restaurar con la ejecución material de una vida humana. También este contraargumento merece atención.

— Sentido de la retribución. La pena de muerte, se dice, es la retribución al daño causado a los particulares e incluso a la sociedad como tal. En el supuesto de que todo delito debe ser castigado, la pena de muerte es como la "multa" impuesta a un delito grave que demanda cierta adecuación entre el delito y la pena.

La respuesta de los abolicionistas es la siguiente: el valor máximo de la persona es la existencia, pues representa todo su ser. Por ello, en el plano personal, la pena suprema supera todo sentido de castigo, dado que anula la propia vida del que ha cometido el delito.

— Riesgo de condena del inocente. En contra de la pena de muerte se aduce también la posibilidad, confirmada por algunos casos muy clamorosos, de que la justicia implique a algún inocente y le condene a muerte. Sólo este dato, afirman, es argumento suficiente para que se anule la pena de muerte.

Los defensores de la ley penal suprema afirman que son de lamentar tales casos, pero eso demanda, precisamente, un cuidado más esmerado de la justicia. Además, añaden que los posibles errores ocurren en todas las esferas de la vida, por lo que no pueden invocarse para eximir de tomar decisiones graves tanto en la vida personal como en el ámbito social.

— Sentido de la indignidad del delincuente. Este argumento ha sido formulado por el Papa Pío XII: en ocasiones, la persona del agresor ha cometido tales delitos que se hace indigno de vivir. En este sentido, el delincuente se autoexcluye de la existencia:

"Aun en el caso de que se trate de la ejecución de un condenado a muerte, el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida. Está reservado al Poder público privar al condenado del "bien" de la vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen, él se ha desposeído de su "derecho" a la vida".

Según mis datos, desde Pío XII, los Papas no han vuelto a argumentar a favor de la licitud de la pena de muerte. Más aún, al ritmo en que subrayan la dignidad de la persona humana, se silencia la licitud moral de la ley capital. Pablo VI parece negarla implícitamente:

"Ha llegado el momento en que nosotros, alumnos de Cristo, tanto maestros como discípulos, debemos recordar, y no solamente recordar, sino observar esta ley cristiana básica: la vida del hombre es sagrada. ¿Qué quiere decir sagrada? Quiere decir estar sustraída al poder del hombre, pero protegida por una potestad superior que no es la del hombre y defendida por la ley de Dios. La vida humana, sobre la que el hombre, por motivos de parentesco o por motivos de superioridad social, ejerce su autoridad, bajo diversas formas, está sustraída en cuanto tal a esta misma autoridad".

La misma postura la adoptan algunas Conferencias Episcopales: todas ellas se muestran recelosas ante una ley favorable a la ley capital. La doctrina magisterial actual la resumió Mons. Igino Cardinale, Nuncio de la Santa Sede en Bruselas, en la XII Conferencia de los Ministros de Justicia Europeos en Luxemburgo (20—21—VI—1980):

"Si hasta el presente la doctrina común de la Iglesia no ha condenado el principio de la pena de muerte —pues no se trata de una materia dogmática en la actualidad se llevan a cabo diversos estudios teológicos para revisar esta doctrina. Así lo han hecho ya diversas conferencias episcopales. Pero el dato de que hasta la fecha no se haya prohibido, no disminuye la urgencia de trabajar para que en la práctica desaparezca la pena de muerte y se desarrollen las razones morales y sociales que ayudarán a este fin".

Será preciso afirmar que toda argumentación a favor de la pena de muerte no muestra más que su licitud, nunca su necesidad. De aquí que un cambio doctrinal es posible siempre que cambien las circunstancias que la hacían "necesaria". Este dato lo reconocen aun aquellos autores que sostienen que dicha ley es de derecho natural:

"Otro factor moderador de esa proporción punitiva es la evolución de la conciencia general o la opinión pública. Cuanto más el sentido humanitario se afina, más repugnan a esta conciencia popular ciertos procedimientos punitivos, como los tormentos antiguos. Hasta estas mismas costumbres y la evolución de los pueblos pudieran llegar a reclamar la abolición de la pena de muerte. Pues el derecho natural no impone dicha sanción penal suprema como necesaria, sino sólo como lícita; es al derecho positivo a quien corresponde la determinación concreta de las penas".

El Catecismo de la Iglesia Católica, después de mencionar la tradición, concluye:

"La enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en caso de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte".

Pero, seguidamente, explica que, si la autoridad pública dispone de medios incruentos "para proteger el orden público y la seguridad de las personas", la autoridad debe posponer la pena capital y usar los medios incruentos, "porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana".

Finalmente, la Encíclica Evangelium vitae constata el rechazo social a la pena de muerte en los siguientes términos:

"Se da la aversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como instrumento de 'legítima defensa' social, al considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimiese" (EV, 27).

Y, después de mencionar las razones que se aducían en su favor, enseña:

"Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir. cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes" (EV, 56).

Pues bien, esta parece ser ya la sensibilidad de nuestro tiempo: el reconocimiento de la dignidad de la persona humana, así como la valoración de la doctrina de Jesús en favor del hombre y del perdón parecen orientar la praxis moral hacia un juicio negativo sobre la permisividad de la pena capital.

Tampoco es válido argüir con el dato de que una sociedad que favorece la muerte del inocente —el aborto— no debería escandalizarse ante la muerte de un culpable, pues un grave mal moral no se contrarresta con otro mal. Además, la sociedad se desmoralizaría aún más ante una legislación que llevase a la muerte a algunos de sus súbditos, aunque sean perversos o criminales. En tal supuesto, la "cultura de la muerte" tendría un ejemplo más a su favor.

En conclusión, no es fácil deducir la licitud o la condena moral de la pena de muerte a partir de argumentos racionales. De aquí las discusiones entre abolicionistas y partidarios de la pena capital como remedio ante tantos crímenes. En mi opinión, habría que buscar la solución a la luz del valor de la vida humana y, si somos rigurosos y sensibles a la cultura actual, no parece que nadie —incluido el Estado— tenga poder para disponer de la vida de un hombre". La justicia humana que impone una pena, pero respeta la vida del delincuente, parece que está más de acuerdo con el pensamiento cristiano sobre el origen de la vida y la dignidad del hombre".

La Constitución Española la ha prohibido: "Queda abolida la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra" (art. 15). Y con fecha 27—XI— 1995. aún esta excepción ha sido derogada por la Ley Orgánica 11/1995.

6. La tortura

El Diccionario de la Real Academia lo define: "Grave dolor físico o psíquico infligido a una persona, con métodos y utensilios, con el fin de obtener de ella una confesión, o como medio de castigo".

Los Manuales clásicos unían el estudio del homicidio y de la tortura: se trataba de dos niveles en relación al castigo del delincuente. Por ejemplo, Tomás de Aquino dedica la q. 64 al homicidio y la q. 65 a la mutilación, bajo este epígrafe: "De otras injurias o pecados de injusticia contra la persona del prójimo". El estudio del artículo 1 lleva este título: "Si es lícito en algún caso mutilar un miembro".

Es preciso resaltar que pocas cuestiones despiertan hoy tanta repulsa como la tortura. Pero también cabe afirmar que en pocos temas como en éste ha habido tanto cambio acerca de su valoración ética.

En efecto, desde los libros Sapienciales del A. T. a los Manuales de ética recientemente editados media una gran distancia. La diferencia responde a los profundos cambios en la sensibilidad acerca del papel que debe jugar el castigo en la convivencia humana. Es evidente que las categorías premio—castigo han sufrido un notable retroceso si se compara nuestra época con la inmediata anterior. Al menos ha cambiado notablemente el modo de castigar y premiar".

Este cambio se hace notar aún más si asumimos la cultura bíblica. En efecto, el Eclesiástico, conforme a las costumbres bárbaras de la época, dicta una conducta de castigo a los esclavos:

"Yugo y riendas doblegan la cerviz, al mal criado torturas e inquisiciones. Mándale trabajar para que no esté ocioso, que mucho mal enseñó la ociosidad. Ponle trabajo como le corresponde, si no obedece, carga sus pies con grillos" (Ecclo 33,26—29).

No obstante, el texto recomienda la justicia en el trato, más aún dictamina que "se le trate como a hermano" (Ecclo 33,32).

Esta actitud corresponde a las ideas de la época en torno al uso del castigo en la formación y, en general, en todo el proceso educativo. En esta línea, el libro de los Proverbios aconseja que se trate con dureza a los hijos:

"Quien escatima la vara, odia a su hijo, quien le tiene amor, le castiga" (Prov 13,24).

"No ahorres corrección al niño que no va a morir porque le castigues con la vara. Con la vara le castigarás y librarás su alma del seol" (Prov 23,13—14).

Conforme a este ideario en defensa del castigo, se entiende la praxis de la tortura. Baste citar algunos textos de Tomás de Aquino que expresan las ideas de la época y que subsistieron hasta fechas muy recientes en los Manuales de Teología Moral.

En primer lugar, el Aquinate, conforme a las ideas de su tiempo, justifica la licitud de la mutilación:

"Así como el poder público puede privar a uno lícita y totalmente de la vida por ciertas culpas mayores, así también puede privarle de un miembro por algunas culpas menores. Pero hacer esto no es lícito a cualquier persona privada, ni aun consintiendo el mismo a quien pertenece el miembro, puesto que con ello se injuria a la sociedad, a la que pertenecen el hombre mismo y todas sus partes".

La fundamentación teórica que pretende valorar positivamente la eticidad de la mutilación es la misma que justifica la pena de muerte: un miembro dañado debe ser amputado". La analogía de ambos casos lleva a estos autores a justificar la mutilación. Pero tal potestad es limitada al caso descrito: debe tratarse de un mal grave para la convivencia y ha de ser dictaminado por la autoridad competente. Por eso, Santo Tomás concluye: "Fuera de estos casos, es absolutamente ilícito mutilar a alguien un miembro".

Si la doctrina moral justifica la mutilación, es lógico que también admita la eticidad de la tortura. No obstante, es preciso hacer notar que, de modo expreso, Tomás de Aquino sólo contempla la "verberación" o castigo de azotes, y éstos en dos casos tipo: los padres a sus hijos y los amos a sus siervos. Sin embargo, cabe deducir que el Aquinate admite que la autoridad pública puede inferir azotes, heridas y otros daños corporales a los súbditos como sanción penal".

Como se ve, esta praxis dista no poco de la tortura, tal como se ha practicado a lo largo de la historia y de modo más sofisticado por algunos regímenes modernos. De aquí las condenas por parte de los moralistas y del Magisterio. También la reprueban las Constituciones y Organismos Internacionales. Por ejemplo, la Declaración de la Asamblea General de la ONU (8—XII—1975) especifica la tortura que inflige un funcionario público del siguiente modo:

"A los efectos de la presente Declaración, se entenderá por tortura todo acto por el cual un funcionario público, u otra persona a instigación suya, inflija intencionalmente a una persona penas o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información a una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido o se sospecha que ha cometido, o de intimidar a esa persona o a otras".

Por su parte, la Asamblea Médica Mundial califica como tortura, la que inflige también un particular:

"Para el propósito de esta Declaración, se define tortura como el sufrimiento físico o mental infligido en forma deliberada, sistemática o caprichosa por una o más personas actuando sola o bajo las órdenes de cualquier autoridad, con el fin de forzar a otra persona a dar informaciones, a hacerla confesar, o por cualquier otra razón".

Esta Declaración de Tokio establece que los médicos no deben prestarse a ninguna práctica de tortura, ni ofrecer los medios adaptados, ni estar presentes, etc. (cfr. aa. 1—4).

Por su parte, la Constitución Española prohibe toda clase de tortura:

"Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes" (art. 15).

El magisterio de la Iglesia condena todo medio de tortura como inhumano, pues "ofende a la dignidad humana... degrada la civilización humana, deshonra más a sus autores que a sus víctimas y es totalmente contraria al honor debido al Creador (cfr. GS, 27).

Asimismo, Pablo VI denunció con esta fuerza toda clase de tortura:

"La Iglesia y los creyentes no pueden pues permanecer insensibles e inertes ante la multiplicación de las denuncias de torturas y de malos tratos practicados en diversos países sobre personas detenidas, interrogadas o puestas bajo vigilancia o en estado de detención... Se comprueba que las técnicas de tortura se perfeccionan para debilitar la resistencia de los detenidos, y que a veces no se duda en infligirles lesiones incurables y humillantes para el cuerpo y para el espíritu... ¿Por qué la Iglesia de la misma manera que lo ha hecho respecto del duelo y lo sigue haciendo con el aborto, no toma una posición severa frente a la tortura y a las violaciones análogas infringidas a la persona humana? Los que los ordenan o las practican cometen un crimen".

Juan Pablo II en diversas ocasiones incluye la tortura entre los "crímenes" de nuestro tiempo. La misma condena se repite en las Declaraciones de los organismos católicos, así, por ejemplo, Caritas".

Finalmente, el Catecismo de la Iglesia Católica condena la tortura con estas graves palabras:

"La tortura, que usa de violencia física o moral para arrancar confesiones, para castigar a los culpables, intimidar a los que se oponen, satisfacer el odio, es contraria al respeto de la persona y de la dignidad humana".

Todas estas condenas tienen a la vista los ultrajes a los que se han visto sometidas innumerables personas en no pocos lugares en los últimos lustros. Las descripciones de las víctimas justifican en este tema, como en ningún otro, el adjetivo "brutal", dado que al hombre se le trata como a un bruto, peor aun que a los animales.

7. La manipulación psíquica

Quizás más graves aún son los medios de tortura psíquica que se multiplican y cada día son más sofisticados en la medida en que avanzan los fármacos, los estudios psicológicos y aumenta la repulsa contra la tortura física. La manipulación psíquica se considera por algunos Estados como un medio "más limpio", pero resulta más gravoso e infamante, por cuanto el hombre es víctima de profundas degradaciones en lo más íntimo de su persona.

La manipulación psíquica puede adquirir múltiples formas. En primer lugar, se deben condenar los insultos, vejaciones y cualquier tipo de humillación a la que cabe someter a los acusados desde el momento de la captura, en los interrogatorios y en la fase anterior al juicio. En ocasiones, se les somete, sin más, a la "prueba del sueño", en la que el paciente, después de largo tiempo sin dormir, no es capaz de coordinar su propio pensamiento.

Adquieren más gravedad aún los múltiples sistemas de conseguir confesiones a través de un tratamiento con sustancias químicas o métodos psíquicos, mediante los cuales se disminuye o se anula por medio de fármacos la personalidad. El pentotal sódico, por ejemplo, resta toda reacción humana consciente: el individuo se convierte en un títere en manos del verdugo. Existen otros fármacos, como el llamado genéricamente el "suero de la verdad", mediante el cual, el paciente es capaz de manifestar todo su interior sin consentimiento y deliberación. Lo mismo cabe decir de otros sistemas, como el hipnotismo, el narcoanálisis, etc.

Pío XII llamó la atención sobre el uso de la "práctica psicoterapéutica" para llegar a desvelar secretos íntimos del individuo. El uso indiscriminado del psicoanálisis, por ejemplo, "pone en peligro la salvaguardia de los secretos". Y como enseña el Papa, "hay secretos que es absolutamente necesario callar, incluso el médico, aun a pesar de graves inconvenientes personales". De aquí que tales métodos no deben usarse con el fin de desvelar situaciones secretas del presunto culpable, aunque sea un delincuente.

El Código Español de Deontología Médica prohibe que los médicos colaboren a tales manipulaciones:

"El médico se negará a participar en cuantos procedimientos supongan un menoscabo para la dignidad de la persona humana. No podrá utilizar procedimientos ni substancias químicas para privar a una persona de sus facultades de libre determinación a efectos de favorecer la información" (art. 128). "Los Médicos nunca podrán participar, ni siquiera de forma indirecta, en ninguna actividad destinada a la manipulación de la conciencia de las personas, ni en prácticas de represión física o psíquica, o tratos crueles, inhumanos o degradantes, destinados a disminuir la capacidad de resistencia humana; antes al contrario están obligados a denunciarlos y luchar contra ellos" (art. 129).

En otro orden, se deben mencionar nuevos modos de manipulación del cerebro. Las modernas técnicas pretenden lograr un dominio e incluso una "programación cerebral", en orden a obtener unas veces la salud mental y otras persiguen alcanzar mayores conocimientos. Las técnicas son muy variadas y ocupan hoy a los científicos en el ámbito de la medicina, de la neurocirugía, de la psicología, etc.

"Las funciones mentales y el comportamiento humano puede mortificarse mediante la cirugía (lobotomia frontal), por técnicas electrónicas (estimulación directa del cerebro) y con productos químicos (medicamentos) "

La eticidad de tales métodos, en algunos casos, no es fácil señalarla, pues en ocasiones el efecto es bueno, como sucede en la recuperación de ciertas enfermedades mentales. El criterio moral para valorar la eticidad de las acciones que hoy se pueden llevar a cabo con el cerebro humano es siempre el mismo: el respeto a la persona. Y, en este campo, dicho criterio ha de tener en consideración una antropología ajena a cualquier tipo de dualismo, por lo que la práctica o la técnica empleada no deben alterar la mismidad del sujeto, o sea, en todo momento han de respetar la identidad personal de su Yo".

Lo contrario equivaldría a una "manipulación" en el sentido más riguroso del término: el hombre puede "operar con las manos" —desde fuera— en el cerebro ajeno, tal como define "manipular" el Diccionario de la Real Academia".

II. OBLIGACIÓN DE CONSERVAR LA PROPIA VIDA

Además del influjo de agentes externos, es preciso valorar la acción del sujeto en la conservación de la propia vida. A este respecto, son varios los deberes que integran esta obligación. Entre otros, cabe enumerar los siguientes: En primer lugar, se prohibe el suicidio, por el cual el individuo pretende tener un dominio absoluto sobre la propia existencia. También se deben cuidar algunos riesgos para la salud, como la "huelga de hambre" o el trasplante de órganos y otros experimentos médicos. Asimismo, se han de evitar aquellos excesos que comportan un peligro para la conservación de la vida, como son el exceso de alcohol, el uso de drogas, etc. Finalmente, en todo momento existe el deber de cuidar la vida en caso de enfermedad.

1. Suicidio

"Suicidarse" deriva de la expresión latina sui—occisio, o sea, darse a sí mismo la muerte, lo cual entra como elemento específico del suicidio, que cabe definir así: Aquel acto u omisión que se lleva a cabo con intención de quitarse la vida. O como lo define el Diccionario de la Real Academia: "Es quitarse violentamente y voluntariamente la vida".

En consecuencia, no cabe calificar estrictamente de suicidio aquellos intentos que, en apariencia, pretenden quitarse la vida, pero en realidad buscan llamar la atención, manifestar una protesta, etc, pero sin el propósito de llegar al último extremo.

Acabar con la propia vida es la tentación más profunda y disparatadamente angustiosa que puede sufrir el hombre, dado que disponer de la misma existencia personal para matarla, va contra el instinto innato en cada persona de pervivir y de conservar íntegra su vida, más aún de poseerla y perfeccionarla. Por el contrario, el suicida evoca el absurdo pues pretende suprimirla, porque para él ya no tiene sentido el vivir". En el suicidio se ventila el valor de la vida, es la negación de la pregunta sobre su sentido último".

a) Valoración moral. Sagrada Escritura

La Escritura, aunque no de modo explícito, parece incluir la condena del suicidio en el séptimo precepto (Ex 20,13): es tan grave —o quizá aún más— autoeliminarse, como causar la muerte a un ajeno. La razón es el dominio absoluto que Dios tiene sobre la vida de cada hombre: "Ved ahora que yo, sólo yo soy... Yo doy la muerte y la vida, hiero yo y sano yo mismo" (Dt 32,39).

En consecuencia, tampoco el individuo puede disponer de su vida hasta el punto de eliminarla.

De los relatos bíblicos cabe deducir que la cultura de Israel no corresponde a una sociedad suicida. No dejan de causar extrañeza dos datos. Primero, que el A.T. sólo narre un suicidio, propiamente dicho: el de Ajitófel, que "se ahorcó y murió" (2 Sam 17,23). Segundo, que narre de modo laudatorio algunas acciones heroicas de sus jefes, matándose antes de caer en manos de sus adversarios. Tal son los casos, además de Sansón que asume la propia muerte para acabar con los enemigos de Dios (Juec 16,30—31), de Abimélek (Juec 9,54), Saúl (1 Sam 31,4), el rey de Israel Zimri (1 Rey 16,18) y Razías, que "prefirió noblemente la muerte antes que caer en manos de criminales y soportar afrentas indignas de su nobleza" (2 Mac 14,41—46). Estos casos pueden ilustrar la teoría que profesa que no comete suicidio quien lo hace por mandato divino, caso más hipotético que real. Santo Tomás escribe que sólo es lícito el suicidio que se hace bajo la inspiración del Espíritu Santo".

En el N.T. se menciona solamente el caso de Judas (Mt 27,3—5). Y el "suicidio" no aparece en las "listas de los pecados" de los Sinópticos (Mt 15,1920; Mc 7,21—22; Lc 18,9—14), ni tampoco se encuentra en los quince "catálogos de pecados", que cabe enumerar en los escritos paulinos (Rom 1,29—31; 13,13; 1 Cor 5,10—11; 6,9—10; 2 Cor 12,20—21; Gál 5,19—21; Ef 4,31; 5,3—5; Col 3,5—8; Fil 4,8—9; 1 Tim 1,9—10; 4,12; 6,9—11; 2 Tim 3,2—5; Tit 3,3).

Por el contrario, la cultura pagana se dividió en dos grandes grupos: mientras filósofos como Platón y Aristóteles lo condenan, "moralistas" como los estoicos —con Séneca a la cabeza— y los epicúreos lo consideran justificado e incluso digno de elogio en caso de que la vida no tenga sentido.

En esta línea de aceptación y hasta de elogio se mueven algunas corrientes modernas de pensamiento, pues sostienen que el hombre puede disponer de su propia vida en algunas circunstancias, lo cual no cabría denominar un acto de cobardía, sino más bien de valentía para acabar con una existencia sin sentido". Mantuvieron esta sentencia algunos filósofos, como Hume, Montesquieu, Schopenhauer, Nietzsche, Durkheim, etc..

Pero esta argumentación se fundamenta en una antropología insuficiente a un doble nivel: reducción del hombre a cuerpo, por lo que cuando se avería, se le desecha. Y la falsa concepción de que el hombre es dueño absoluto de sí mismo. Pero el hombre es algo más que "cuerpo" y éste no es una simple armadura de la persona: el cuerpo no es algo que "tengo", sino algo que "soy", tal como subrayó con fuerza en el mismo título la obra de Gabriel Marcel, Etre et avoir. De aquí que "no quepa hablar de derechos sobre mi propio cuerpo, en el sentido de libre disponibilidad, sino un derecho—deber de uso y cuidado diligente y responsable". El hombre no tiene, pues, el derecho de destruir su cuerpo, sino el deber de cuidarlo.

b) Doctrina de la Tradición y del Magisterio

Frente a estas teorías, la condena del suicidio ha sido constante en la literatura cristiana. Sólo se exceptúan ciertos textos dudosos de San Ambrosio ", San Jerónimo y San Juan Crisóstomo", que aprueban el suicidio de algunas vírgenes antes de ser violadas. En todo caso, la reflexión de los Padres la sintetiza San Agustín en los siguientes términos:

"¿Quien juzgará, si piensa razonadamente, que se pierde la honestidad si por ventura en su carne esclavizada y forzada se ejecuta y se consuma una acción sexual no querida?... Por lo cual no hay razón alguna para que con muerte espontánea se castigue a sí misma la mujer que, forzada, sin ningún consentimiento por su parte, padeció mancilla por un pecado ajeno".

Esta doctrina se hace enseñanza urgida por el Magisterio. De forma solemne la condena del suicidio se inicia en los Concilios de Orleans (a. 533) y Braga (a. 563). Este Concilio prohibe que al suicida se le ofrezcan sufragios:

"También se establece que aquellos que se dan muerte violenta a sí mismos, sea con arma blanca, sea con veneno, sea precipitándose, sea ahorcándose o de cualquier otro modo, no se haga ninguna conmemoración en la ofrenda por ellos, ni sus cadáveres serán llevados al sepulcro con salmos".

Esta doctrina se mantuvo tuta consciencia a lo largo de la historia. Como resumen de la argumentación clásica, cabe recoger la doctrina de Tomás de Aquino, que formuló estas tres pruebas en contra del suicidio:

— El primer argumento parte del instinto de conservación y de la caridad que el hombre debe tenerse a sí mismo:

"Todo ser se ama naturalmente a sí mismo, y a esto se debe el que todo ser se conserve naturalmente en la existencia y resista cuando sea capaz lo que podría destruirle. Por tal motivo, el que alguien se dé muerte es contrario a la inclinación natural y a la caridad por la que uno debe amarse a sí mismo".

— La segunda prueba se fundamenta en el carácter social del hombre: el suicidio causa un mal a la sociedad:

"Cada parte, en cuanto tal, es algo del todo; y un hombre cualquiera es parte de la comunidad, y, por lo tanto, todo lo que él es pertenece a la sociedad; luego el que se suicida hace injuria a la comunidad".

— La tercera razón parte del principio de que sólo Dios es dueño de la vida:

"Tercera, porque la vida es un don dado al hombre por Dios y sujeto a su divina potestad, que mata y hace vivir. Y, por tanto, el que se priva a sí mismo de la vida peca contra Dios... pues sólo a Dios pertenece el juicio de la muerte y de la vida, según el texto del Deuteronomio: "Yo quitaré la vida y yo haré vivir" 17.

Estos argumentos pasaron a los Manuales y a los documentos del Magisterio. Y, de hecho, desde esta fecha, ningún autor se atrevió a justificarlo. Desde entonces, el rechazo del suicidio se repite en la literatura teológico de todos los tiempos". Sólo en época reciente, como se dirá más abajo, surgen nuevas ideas a las que responde la Declaración sobre la eutanasia, de la Congregación de la Doctrina para la Fe, que argumenta así su condena:

"La muerte voluntaria, o sea, el suicidio, es, por consiguiente, tan inaceptable como el homicidio; semejante acción constituye, en efecto, por parte del hombre, el rechazo de la soberanía de Dios y de su designio de amor. Además, el suicidio es a menudo un rechazo del amor hacia sí mismo, una negación de la natural aspiración a la vida, una renuncia frente a los deberes de justicia y caridad hacia el prójimo, hacia las diversas comunidades y hacia la sociedad entera, aunque a veces intervengan, como se sabe, factores psicológicos que pueden atenuar o incluso quitar la responsabilidad".

El Catecismo de la Iglesia Católica reasume los argumentos tradicionales en los siguientes términos:

"El suicidio contradice la inclinación natural del ser humano a conservar y perpetuar su vida. Es gravemente contrario al justo amor de sí mismo. Ofende también al amor del prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales es tamos obligados. El suicidio es contrario al amor del Dios vivo".

Finalmente, la Encíclica Evangelium vitae enseña:

"El suicidio es siempre moralmente inaceptable, al igual que el homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión gravemente mala. Aunque determinados condicionamientos psicológicos, culturales y sociales puedan llevar a realizar un gesto que contradice tan radicalmente la inclinación de cada uno a la vida, atenuando o anulando la responsabilidad subjetiva, el suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en general... Compartir la Intención suicida de otro y ayudarle a realizarla mediante el llamado 'suicidio asistido' significa hacerse colaborador y algunas veces autor en primera persona de una injusticia que nunca tiene justificación, ni siquiera cuando es solicitada" (EV, 66).

Estos textos resumen la doctrina tradicional y mencionan los argumentos clásicos, al menos, desde el período histórico de la teología medieval.

Pero en época más reciente, a esos argumentos repetidos en los Manuales de Teología Moral hasta nuestros días "', algunos quieren restarles validez: es el sector de la ética civil, cuando pretende interpretar la vida fuera del ámbito religioso. Ya Bonhöffer escribió que era difícil argumentar contra el ateo para mostrarle que no podía disponer libremente de su vida, sobre todo en casos difíciles. Por eso escribe que "el derecho al suicidio se desvanece sólo ante la presencia del Dios vivo".

c) Otras interpretaciones modernas

Actualmente, algunos moralistas católicos se acercan a estos planteamientos. Admiten en verdad que sólo Dios es el Señor de la vida, pero añaden que el hombre no es un gerente autómata, sino un administrador inteligente, por lo que podría disponer de su vida, siempre que lo haga de una forma digna y racional. De aquí que incluso estará en sus manos elegir una muerte en momentos en los que amenaza ruina. Según esta interpretación, en algunas condiciones el suicidio estaría legitimado para un creyente.

Esta sentencia se sitúa al margen de la enseñanza actualizada del Magisterio. Sus argumentos prueban sólo que el hombre, como administrador de su vida, no es un simple ejecutor sin iniciativa alguna. En efecto, el hombre no es un robot, por lo que Dios no anula su naturaleza específica, como ser libre y responsable. Pero no prueba que tenga libertad de disponer hasta decidir acabar con su vida cuando quiera. Si en el campo de la Ética Teológica, la "teonomía" es una categoría irrenunciable, es, precisamente, la teonomía ontológica la que limita su autonomía existencias y moral: el hombre en su mismo ser depende de Dios: "Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos, sea que muramos, del Señor somos" (Rom 14,8).

Además, ante Dios no cabe calificar de "vida sin sentido" aquella existencia humana en la que disminuyen notablemente las fuerzas físicas o psíquicas o aquellos otros estados en los que se pierde el deseo de vivir. Las limitaciones de la enfermedad o de la vejez y aun del desencanto de la vida tienen un alto significado humano y cristiano: se puede aumentar la confianza de Dios, fomentan la solidaridad de los que sufren y de los que alivian, ayudan a ansiar encontrarse con El, hace aumentar el deseo de descubrir el sentido cristiano de la cruz y, en todo caso, esas situaciones naturalmente lastimosas sirven de preparación para el encuentro definitivo del hombre con Dios. Sólo una concepción laica de la vida puede argumentar a favor de la muerte en momentos de precariedad de la existencia. Pero la fe sabe descubrir otros valores detrás de las limitaciones que conlleva la vida humana en este mundo aun en las condiciones más calamitosas. Y, en aquellos estados en los que las fuerzas humanas son insuficientes, la fe y la experiencia muestran que no falta la ayuda de Dios. En lugar de des—esperar, la comunidad cristiana debe empeñarse en acoger a esos hermanos en su dolor a que esperen confiados en la ayuda de Dios.

Estas consideraciones ni son "espiritualistas", ni sirven sólo para cristianos que estén fuertemente anclados en la fe, sino que responden a la doctrina del N. T. y recuerdan las situaciones más vitales que relatan los Evangelios, en las que Jesús sale en ayuda de los más necesitados. El mismo las experimentó en el Huerto y en la Cruz en medio de una confianza ¡limitada en el Padre. Es preciso mostrar en todo momento que la revelación neotestamentaria se apoya en la realidad de Dios—Padre y en la acción salvadora de Jesucristo.

Por eso la Iglesia, para los cristianos, resaltó en todo momento la gravedad del pecado de suicidio negando la sepultura eclesiástica a quien se hubiese quitado la vida de modo consciente y voluntario, y no hubiese dado signo alguno de arrepentimiento. Así lo decretaba el Código de 1917 (cfr. C.J.C., c. 1240), que negaba también la Misa Exequial (c. 1241). Esta censura no aparece en el Código de 1982, que sólo cataloga al suicidio como irregularidad para recibir las órdenes sagradas a aquellos que hayan intentado el suicidio (cc. 1041, 1044). La razón de dicha pena no era tanto la condena de una conducta, cuanto de profilaxis social, o sea, quería advertir a los creyentes de la gravedad del suicidio.

No obstante, no debe prejuzgarse su condenación. En cuanto al tema de la salvación del suicida, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña:

"No se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que El solo conoce la ocasión de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida" 105.

d) Algunas consideraciones medico—pastorales

Pero, dado que cierta literatura laica promueve la teoría acerca de que es lícito disponer de la propia vida, más aún que tal actitud la consideran como una señal de fortaleza, conviene resaltar que, de ordinario, el suicida da síntomas de debilidad e incluso de cobardía al no ser fuerte para afrontar las dificultades de la existencia. En efecto, acabar con la vida cuando surgen los contratiempos, más bien es una señal de debilidad que de fortaleza. El hombre de coraje lucha para combatir las dificultades y, aun en el caso de que estas sean insolubles, sabe asumirlas con fortaleza e intrepidez de espíritu.

No obstante, tanto la medicina como la psiquiatría demuestran que en muchas ocasiones, el psiquismo humano no es capaz de afrontar situaciones extremas, por lo que el suicidio debe considerarse como el desenlace de una crisis que el hombre no es capaz de superar. En algunos estados depresivos, por ejemplo, la tentación de suicidio es constante. Por lo que, en situaciones límite puede faltar el grado de discernimiento y de voluntariedad suficiente para superar tal estado. De aquí que, desde el punto de vista ético, no se juzgue verdadero suicidio el hecho de concluir con la existencia, puesto que, médicamente, se le considera como el final de un proceso psíquico, del que el sujeto ya no es responsable.

"Trastornos psíquicos graves, la angustia, o el temor grave de la prueba, del sufrimiento o de la tortura, pueden disminuir la responsabilidad del suicida".

Al momento de juzgar la moralidad del suicidio, bien se lleve a cabo o se quede en el simple intento, el sacerdote ha de tener a la vista los complejos factores que caracterizan las crisis psicológicas, tal como constata la psiquiatría actual. Por eso, para formular la moralidad del acto, se debe comprender que esos procesos emocionales de ordinario superan la responsabilidad del individuo.

Más que el juicio moral, el sacerdote debe prevenir que no se realice ese fatal desenlace. De hecho, los intentos de suicidio o la simple amenaza es frecuente que se lleven a efecto. De aquí la acción preventiva, mediante la cual, el sacerdote, además de tomar las debidas precauciones y de asegurar una medicación adecuada al momento, debe fortalecer al paciente con los resortes espirituales que suelen tener mayor eficacia, tanto para superar la crisis, como para aceptar que el destino de la vida no está en nuestras propias manos, sino que depende del querer de Dios. El enfermo debe acoger la voluntad divina, de forma que asuma su situación como momento agónico, cuyo paradigma es la oración de Jesús en el huerto (Lc 22,39—46).

e) El fenómeno del suicidio y sus causas

Un dato alarmante es el aumento de suicidios en los países más desarrollados económica y culturalmente. Según informe de la OMS, la media mundial es de diez suicidios por cada 100.000 habitantes. Más sorprendente aún es el fenómeno del suicidio en la juventud y aun en la niñez:

"Dato estadístico interesante es la escalada en el número de suicidios de jóvenes. Así, en Estados Unidos, el grupo de jóvenes comprendido entre los 15 y los 25 años ofrecía en 1960 una proporción del 6,5 por 100.000; descendió a un 5, y en 1965, a un 4. En 1965 comienza el ascenso, con un índice de 6 suicidios por cada 100.000 jóvenes de este grupo, que dos años después llegaría a 9, y en 1971 alcanzó el 19 por 100.000".

Las estadísticas recientes señalan un progresivo aumento, de forma que en EE.UU. la muerte por suicidio entre la juventud ocupa el segundo lugar, después de la muerte por accidente de tráfico de circulación. Pero ese crecimiento progresivo es aún mayor en los intentos frustrados de suicidarse. En efecto, el intento de suicidio es quince veces mayor que el de los suicidios reales.

Este fenómeno preocupa a todos, padres, gobernantes, psiquiatras, etc. Lo más decisivo sería encontrar las causas para aplicar la terapia oportuna. Parece que una motivación muy extendida es la condición social del individuo aislado, cuando no marginado en la convivencia. Cuando a este estado no le sigue un proceso de enfermedad psíquica, es preciso quitar las causas sociales que lo provocan:

"Resulta demasiado cómodo presentar el suicidio como consecuencia de "trastorno mental". En muchos casos, es el resultado de la muerte social, del verse privado de los más elementales lazos de comunicación vital básica. En tales situaciones, el suicidio significa: "Me habéis privado ya de aquellas relaciones que confieren significado a la vida. Ahora tendréis que enterrar mi cuerpo muerto". El recurso al suicidio es, a veces, el resorte extremo, "una comunicación, un grito de auxilio a las personas importantes para el que hace la intentona" (D. H. Smith)".

Estas situaciones de abandono social deben ser objeto de la acción pastoral de la Iglesia.

Otra causa que motiva el suicidio se encuentra en la situación vital del hombre, insatisfecho de sí mismo. El prestigiado psiquiatra y humanista Viktor E. Frankl, fundador de la Tercera Escuela de Viena, inventor de la Logoterapia, director de la Policlínica de Viena y presidente desde su fundación de la Sociedad Médica de Psicoterapia, precisa que la causa es la "falta de sentido" de la vida que se da en la juventud. En efecto, la tristeza y la desesperación que es la causa más común que lleva al suicidio nacen de la falta de sentido de la vida. V Frankl aporta el siguiente dato:

"Me presentaron una notable estadística referida a 60 estudiantes de la Idaho State University, en la que se les preguntaba con gran minuciosidad por el motivo que les había empujado al intento de suicidio. De ella se desprende que el 85 por 100 de los encuestados no veían ya ningún sentido en sus vidas. Lo curioso es que el 93 por 100 gozaban de excelente salud física y psíquica, tenían buena situación económica, se entendían perfectamente con su familia, desarrollaban una activa vida social y estaban satisfechos de necesidades. Todo ello contribuye a hacer más alucinante la pregunta de cuál fue la "condición de posibilidades" del suicidio. El hecho sólo se explica si se admite que el hombre tiende genuinamente —y donde ya no, el menos tendía originariamente— a descubrir un sentido a su vida y a llenarlo de contenido"

Si tal es el diagnóstico, esos datos orientan hacia la terapia oportuna: se trataría de dar sentido a la vida del hombre, en especial a la juventud. La respuesta debe ser eminentemente religiosa, dado que Dios es el fin último del hombre y el que da sentido a la existencia humana. Esta respuesta es la que debe poner de relieve el sacerdote.

Pero entre las causas también debe destacarse el papel pernicioso del influjo social en la vida de los individuos. Es evidente que una sociedad sin valores es el caldo de cultivo de todas las insatisfacciones personales. Por el contrario, una sociedad éticamente sana favorecerá la salud moral de sus miembros, por lo que huirán de la tentación de recurrir a la muerte buscada:

"Más que acusar al suicida, nuestra sociedad tendría que autoacusarse o, al menos, examinarse concienzudamente a fin de descubrir y remover las causas que pueden conducir a dicho gesto fatal. Creo que cabe indicar, cuanto menos, tres factores específicos de responsabilidad de la sociedad más desarrollada en que hoy vivimos. En primer lugar, la sociedad consumiste moderna propone a sus miembros "valores" que no satisfacen las exigencias más profundas del ánimo humano (el bienestar, la afirmación personal, la riqueza, el hedonismo, el culto de la personalidad, el divismo, etc.). En segundo lugar, se preocupa y hace bien poco en orden a la formación del carácter de los ciudadanos, que requiere día a día un compromiso personal para superar las dificultades, una lucha que lleve a la conquista de la propia formación y al fortalecimiento de las propias estructuras psíquicas. En la sociedad muelle de los gustos y comodidades se verifican fácilmente debilitamientos espirituales... En tercer lugar, la sociedad evolucionada y altamente civilizada, a diferencia de la primitiva, frena e inhibe la agresividad individual, sin ofrecer en cambio a sus miembros la posibilidad de canalizarla en sentido aceptable y productivo".

La respuesta a la tentación del suicidio es, ciertamente, cultural, pero sobre todo es de índole ética y religiosa. Una sociedad sin ideales facilita la desilusión de los ciudadanos, los cuales quedan al ritmo de sus propias convicciones. Y, cuando no existe la respuesta religiosa, es fácil que finalice en la satisfacción de los instintos inmediatos, que, una vez cumplida, no ofrece ya perspectiva alguna de esperanza. Por lo que en determinadas psicologías prende el desencanto, cuya única salida, en casos más o menos patológicos, se resuelve y finaliza en el suicidio.

Una acción pastoral contra el suicidio debe ayudar a descubrir el origen de la vida en Dios. Igualmente, ha de poner de relieve el sentido religioso de la existencia. Además, supone la aceptación del sufrimiento, inherente a la existencia humana. Asimismo, debe fortalecer la voluntad para saber superar las pruebas de la vida. Sólo una vida ilusionada es capaz de superar la desesperación que es, en último término, la causa que motiva y conduce al suicidio.

2. "Muertes heroicas" ¿Suicidio indirecto?

El suicidio querido, buscado y decidido de ordinario, como hemos visto, por desesperación, algunos autores lo denominan "suicidio directo", mientras que dejan la nomenclatura de "suicidio indirecto" e incluso de "suicidio heroico" para ciertos actos a los que voluntariamente se entregan los hombres por motivos humanos, pues desean beneficiar a los demás con su sacrificio.

a) Algunas situaciones de "suicidio indirecto"

La distinción entre suicidio "directo" e "indirecto" tiene detrás de sí una larga tradición de moral casuista, de forma que su uso indiscriminado no es siempre correcto. No obstante, se dan situaciones de entrega de la propia vida que no cabe catalogar como simples suicidios.

Es claro que no deben considerarse como "suicidio directo" algunas acciones que se llevan a cabo por servicio a los demás, sino que más bien cabría catalogarías como acciones heroicas, cuales son, por ejemplo, exponerse a una muerte por atender a enfermos con un grave peligro de contagio. Lo mismo cabe decir de las acciones civiles o militares arriesgadas en defensa de una porción del pueblo o de la patria. Tampoco se cataloga como "suicidio directo" la decisión, por ejemplo, de lanzarse por la ventana en caso de incendio, aun en el supuesto de que es muy posible que se siga la muerte, etc. Asimismo, pueden exponer sus vidas personas que se dedican a trabajos o experiencias científicas en laboratorios o en empresas arriesgadas, pero de claro beneficio social... Estos y otros casos, los Manuales clásicos no sólo no los consideraban como suicidio, sino que los avalaban como actos heroicos. En ellos en ocasiones se cumplían las palabras de Jesús: "Nadie tiene mayor amor que este de dar uno la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Si bien los calificaban de ilícitos, en el caso de que se llevasen a cabo sin causa proporcionalmente grave. A este respecto, se aplica el principio moral de la acción de doble efecto.

Entre los casos heroicos que no cabe catalogar como suicidio es la decisión voluntaria de sustituir a quien está en inminente peligro de morir, cual es, por ejemplo, ceder la tabla de salvación en un naufragio a quien se juzga que es más útil para la vida, por ejemplo, a un padre de familia, o sustituir por el mismo motivo a una víctima en caso de diezmación, como ha sido el caso del santo Maximiliano Kolbe, etc..

Tampoco se deben considerar suicidas algunas profesiones arriesgadas, que con frecuencia producen la muerte, como la de torero. montañista. explorador, desactivador de explosivos, etc.

Por el contrario, no es lícito que el condenado a pena capital se quite la vida en lugar de darle muerte el verdugo. Tampoco es lícito suicidarse en una guerra antes de caer en manos del enemigo. Asimismo, desde el punto de vista ético, no cabe justificar el "haraquiri", que se hacían algunos soldados japoneses para no caer vivos en manos del ejército americano, etc. Otras situaciones que han obtenido cierta notoriedad merecen consideración aparte.

b) Las "muertes suicidas"

Es preciso rechazar los falsos idealismos por los que se pone en juego la propia vida, cual acontece en caso del terrorismo ideológico o a causa de fanatismos irracionales, por ejemplo, nacidos del ideal racista o separatista. O el de los bonzos, que se prenden fuego en protesta contra una situación que ellos consideran socialmente injusta, etc. Estos y otros casos que conducen al hombre a aceptar la propia muerte quizá no cabe clasificarlos entre los suicidios cobardes ante la vida, pero, lejos de ser heroicos, están más cerca del suicidio irracional, carente de valor ético alguno y por ello son condenables.

Parece que también cabe mencionar entre los suicidios algunos actos que se llevan a cabo por otros motivos patrióticos irracionales, como son, por ejemplo, las acciones de los llamados "comandantes" y "torpedos suicidas".

Durante la Segunda Guerra Mundial, por un mal pretendido sentido del honor, el capitán alemán del acorazado "Graf Spee" se suicidó en el puerto, antes de entregar el barco al enemigo. Este hecho epopéyico quizá merezca el juicio ético de suicidio. Es evidente que, conforme a las leyes de la marina, el jefe de mayor graduación debe ser el último en abandonar el buque, aunque corra el riesgo de hundirse con el barco, pero, en todo caso debe procurar salvarse, y para ello ha de tomar las medidas oportunas. Por el contrario, disponerse a morir en este caso concreto no parece que justifique la propia muerte.

Aún más clara está la condena de los llamados "torpedos suicidas". Es el caso de los japoneses, los "kamizares", que pilotaban aviones cargados de explosivos para estrellarse, con la consiguiente muerte segura, contra los portaaviones norteamericanos o contra otros objetivos militares. La valentía no debe confundirse con la heroicidad. El "heroísmo" supone siempre un motivo grande, noble y altruista. El pretendido "valor" —mejor aún, el desprecio de la propia vida—, por el contrario, en ocasiones nace de un fanatismo irracional o de un falso patriotismo.

Tanto en el suicidio como en el martirio se enfrentan la muerte y la vida. En el suicidio, la muerte se acepta casi siempre por miedo a la vida. En el martirio, por el contrario, el amor a la vida —una vida digna aquí y eterna en el Cielo— es lo que justifica que se elija sufrir la muerte frente a la pérdida del verdadero sentido que caracteriza a la vida humana. Por ello representa el acto supremo de la virtud de la fortaleza. Esta diferencia marca un abismo entre la decisión de suicidarse y la elección del martirio. Por eso, el cristianismo que apuesta por la vida reprueba al suicida y canoniza el mártir.

3. Huelga de hambre

Es la abstinencia voluntaria y total de alimentos para mostrar la decisión de morirse si no se consigue lo que se pretende.

El día 5 de mayo de 1981, Bobby Sands moría en la cárcel de Maze, Irlanda del Norte, después de 66 días de ayuno en huelga de hambre. En días consecutivos, padecieron esta misma muerte otros once miembros del IRA. El motivo era la protesta extrema contra la situación política del Ulster que ellos consideran injusta. En el mes de julio de 1990 moría en un hospital de Zaragoza, a consecuencia de una huelga de hambre, un miembro del GRAPO, asociación terrorista que defiende un cambio social y político en España. En octubre de 1992, en el hospital Barzilai de Ashlelon, en el sur de Israel, moría el joven palestino Hassan Assad como protesta por la cuestión israelí...

Estos hechos se repiten con frecuencia, casi siempre sin llegar a la muerte, en numerosos casos y por diversas causas. En todo momento, se pone de relieve lo logrado de esta praxis y se destaca la alta rentabilidad social que se le concede. Por ejemplo, desde 1918 hasta 1948, se hicieron famosas las huelgas de hambre que Gandhi llevó a cabo en defensa de la independencia de la India, que se alcanzó por vía pacífica. L. Lecois, en 1962, mediante otra huelga de 20 días obtuvo el reconocimiento jurídico del derecho de objeción de conciencia. En 1977, el P. Xirinach obtuvo que 113 prisioneros políticos desde 1973 obtuviesen la libertad. La huelga de hambre de Sajarov en 1981 causó un grave perjuicio a la credibilidad de las autoridades rusas. Mons. Capucci, mediante una huelga de hambre, defendió con éxito los derechos del pueblo palestino frente al gobierno de Israel. En 1985 se declaró en huelga de hambre Miguel D'Escoto, Ministro de Asuntos Exteriores de Nicaragua...

Estos y otros hechos suscitan al menos dos cuestiones éticas:

— ¿Cabe reivindicar valores auténticos con la huelga de hambre, hasta el punto de exponerse a morir?

— En el caso de los huelguistas de hambre, ¿se debe respetar su decisión o, por el contrario, las autoridades sanitarias deben proporcionarles algún alimento contra su voluntad?

a) Juicio moral sobre la "huelga de hambre"

En cuanto al primer tema es preciso delimitar dos cuestiones: la naturaleza de la huelga de hambre y el fin que se le asigna

En primer lugar, se entiende por "huelga de hambre" la privación absoluta de alimentos con el propósito de llegar a morir si no se alcanza el bien que se reivindica. O como la define el Diccionario de la Real Academia Española:

"Abstinencia total de alimento que se impone a sí misma una persona, mostrando de este modo su decisión de morirse si no consigue lo que pretende".

A este respecto, es preciso distinguir la "huelga de hambre" del "ayuno voluntario", más o menos prolongado, o, en caso de denominarlo "huelga de hambre", lo es in sensu lato, si se concreta sólo a algunos días o se excluye expresamente la muerte, de forma que, en el momento en que se presente algún riesgo, se suspende. En sentido estricto, pues, en la huelga de hambre lo que entra en juego es la muerte voluntaria.

En cuanto a la finalidad que se propone una "huelga de hambre", desde el punto de vista ético, es preciso discernir si el fin es justo, lo cual se mide en razón de los valores que se pretende reivindicar.

El juicio moral se reduce, pues, a responder si el hombre puede disponer de su vida en favor de un valor personal o social cualificado. La respuesta no es fácil. En primer lugar, la vida humana representa el valor supremo para el individuo, en consecuencia, ¿puede el hombre ofrecer su vida para la obtención de un bien justo y cualificado?

Es lógico que en un asunto tan decisivo y nuevo, no se dé entre los moralistas un juicio uniforme "', pues el tema se presenta con esta radicalidad: ¿Existe algún bien mayor que la vida humana? ¿Puede una persona ofertar su vida en favor de algún derecho fundamental conculcado o no reconocido para él o para la sociedad? ¿Se trata, como pretenden algunos, de un suicidio directo dado que esa muerte depende solamente de una conducta querida del Sujeto?

En favor de un juicio ético positivo, es preciso valorar algunos datos. Aquí nos inclinamos hacia un juicio aprobatorio, pero sólo en las condiciones muy concretas, que seguidamente describimos:

Primero: Como condición previa, decisiva e imprescindible, se requiere que el bien que se reivindica, además de justo, ha de ser de amplio alcance social. Esta condición exigirá un debate previo: debe ser algo real de tal condición para la vida del individuo o de la colectividad que repercuta seriamente en la convivencia. Fuera de fanatismos ideológicos o políticos, debiera haber un consenso general en demandar ese bien o bienes.

Segundo: Además, es necesario que, antes de iniciar la huelga de hambre, se agoten todos los demás medios: el diálogo, la denuncia popular, el recurso a la opinión pública, etc. A este respecto, deberían sensibilizarse los diversos estamentos de la sociedad, como los magistrados, los medios de comunicación, la Iglesia, etc.

Tercero: Que el óbito no se siga de modo inmediato. En efecto, en la "huelga de hambre" la muerte no deviene automáticamente, sino que de modo inmediato se da sólo el "propósito decidido" de ofrecer la propia vida, pero las autoridades tienen tiempo para medir la justicia de lo demandado. En consecuencia, el objetor no decide de inmediato su muerte, sino que media su ofrecimiento en favor de la solución de un grave problema.

Cuarto: Finalmente, se requiere que el motivo que conduce a alguien a optar por la huelga de hambre debe ser en verdad asumido con especial seriedad. Por eso, "llamar la atención", "publicidad", "éxito político", etc. y otros móviles que con frecuencia se persiguen, quitan toda validez al serio intento de ofrecer la vida por un valor moral de evidente influencia social que supere la propia vida.

Estas condiciones descalifican ya las "huelgas de hambre" de los terroristas: "La huelga de hambre terrorista carece de la mínima credibilidad ética ya que el chantaje emocional inducido por la abstinencia de alimentos entra de lleno dentro del proceso terrorista".

Si se cumplen estas condiciones, parece que debería emitirse un juicio ético aprobatorio. Estaríamos ante el caso de un acto heroico de caridad. Piénsese, por ejemplo, en una huelga de hambre en favor de unos presos políticos en un Estado totalitario, o cuando se defiende la libertad de conciencia ante un gobierno que no reconoce el estado de derecho, o la demanda de libertad religiosa en caso de que se persiga la práctica de la religión, etc.

En apoyo de este juicio positivo devanen además los siguientes datos constatados: la eficacia que muestra en la mayor parte de los casos; el veredicto de condenación contra el Estado injusto que tan clamorosamente se denuncia; la sensibilidad popular ante valores éticos perdidos que debe recuperar; el eco internacional que puede alcanzar el testimonio de esos llamados "mártires de la paciencia" y, no pocas veces, la rapidez con que a corto o largo plazo se alcanza el bien que se demanda.

Además, juega a favor que, aunque medie el propósito inicial de ofrecer la vida, en no pocos casos no se lleva a efecto, dado que antes se consigue lo demandado, con lo que en el juicio moral sólo entra como factor el riesgo de perder la vida y no la vida misma.

Finalmente, se ha de tener a la vista el conjunto de los efectos alcanzados. Si es cierto que lo que entra en juego es la vida de una persona, el agente podría disponer de ella en beneficio de un bien que, conseguirlo de otro modo, conllevaría un grave costo social. Piénsese, por ejemplo, que la independencia de la India se puso en juego la vida de Gandhi, pero se evitó una lucha sangrienta. O que el reconocimiento jurídico de la objeción de conciencia es un valor ético incuestionable para todos los hombres, frente a la vida de L. Lecois, etc.

Otros casos, sobre todo de índole política, son, por sí mismos, más cuestionables, pues los problemas de la acción política casi siempre admiten interpretaciones diversas. El hecho mismo en sí se discute entre los ciudadanos: no se trata de un derecho humano ineludible no reconocido, sino de garantizar ciertos hechos que admiten diversas soluciones. Piénsese, por ejemplo, en el caso de los prisioneros del IRA que divide a ingleses e irlandeses en un problema histórico y político que enfrenta a dos pueblos 1". O en el caso de la autonomía o independencia de un pueblo, lo cual requiere un asentimiento más amplio, con graves ¡aplicaciones históricas, culturales, etc.

No pocos moralistas disienten de este juicio positivo en favor de la "huelga de hambre" en el caso de que se den las condiciones arriba señaladas. Estos autores se apoyan en que, a su juicio, se trata de un "suicidio directo", por lo que mantienen que tal hecho nunca es lícito. Ahora bien, es posible que en las situaciones aquí propuestas ese juicio moral no fuese tan negativo, dado que se da una notable diferencia entre el suicidio directo, por tedio a la vida, y ese ofrecimiento a morir en favor de la sociedad o de un gran bien moral.

En todo caso, dado que no es fácil medir en cada circunstancia si el bien reivindicado merece el ofrecimiento de la propia vida, parece que la decisión última recae sobre la conciencia recta del interesado. Por ello, antes de tomar tal decisión, el creyente deberá confrontar su juicio con el querer de Dios en la oración y quizá con el consejo oportuno.

b) ¿Es lícito administrar alimento contra su voluntad al paciente que se encuentra en situación grave?

En cuanto a la segunda cuestión: si, cuando peligra la vida, se debe auxiliar al huelguista contra su voluntad, también disienten los autores. Aquellos que proclaman la libertad del individuo como bien supremo, negarán que las autoridades puedan violentar la libre decisión del ciudadano. Otros, sobre todo los que no admiten la licitud de la huelga de hambre, apelan al principio de que el Estado debe velar por el bien de sus súbditos, por lo que ha de acudir en su auxilio, máxime cuando el daño se origina en conflicto con el propio Estado.

Por su parte, parece que el sujeto no debería oponerse, dado que, personalmente, ha hecho todo lo que ha podido. Por lo que no debe rehusar el auxilio en situación extrema, máxime si no ha sido demandado por él.

La solución de estos casos podría hacerse de acuerdo con la legislación internacional vigente, pero no existe sobre este asunto un dictamen comúnmente admitido. A este respecto, existen diversas recomendaciones de la

Asamblea Médica Mundial. Por ejemplo, la de Tokio se expresa así:

"En el caso de un prisionero que rehusa alimentos y a quien el médico considera capaz de comprender racional y sanamente las consecuencias de tal rechazo voluntario de alimentación, no deberá ser alimentado artificialmente. Esta opinión sobre la capacidad del prisionero debiera ser confirmada por lo menos por otro médico ajeno al caso. El médico deberá explicar al prisionero las consecuencias que su rechazo de alimentos puede acarrearle".

La 43 Asamblea celebrada en Malta (XI— 1991) y la 44 (IX— 1992) reunida en Marbella ratificaron que, en caso de conflicto entre el "deber del médico de respetar la autonomía del paciente" y la "obligación del médico en beneficio del paciente", se puede resolver conforme a este dictamen:

"Este conflicto es aparente cuando una persona en huelga de hambre, que ha dejado instrucciones claras de no ser resucitado, entra en coma y está a punto de morir. La obligación moral fuerza al médico a resucitar al paciente, incluso cuando va contra los deseos de éste".

No obstante, con el fin de respetar la autonomía del paciente, se determina que el huelguista, si le consta de la voluntad del médico, puede elegir otro médico que respete su decisión.

Es evidente que se trata de los prisioneros que adoptan esta postura en protesta contra los malos tratos y no del que voluntariamente asume las consecuencias de la huelga de hambre.

La solución arriba propuesta, o sea, que el paciente no demande ayuda, pero que tampoco ofrezca resistencia a ser auxiliado, podría considerarse como un buen resultado. En caso contrario, será difícil excusarle de suicidio. Es cierto que no ha conseguido el efecto perseguido, sin embargo cabe deducir que tampoco lo alcanzaría con la muerte. También es cierto que su muerte tendría mucho más eco social, pero un Estado que se resiste de este modo a reconocer un derecho demandado con tal fuerza, es señal de que no cederá nunca ante presiones similares. En consecuencia, tan escasa posibilidad de éxito no justifica la pérdida de la propia vida. Evidentemente, se podrá argüir que los efectos a largo plazo son siempre fecundos y por ello rentables. Pero para lograr ese posible "bien de futuro", parece excesiva la factura a pagar con la "muerte presente".

4. Moralidad de los trasplantes de órganos

Trasplantar es "insertar en un cuerpo humano un órgano sano o parte de él, procedente de un individuo de la misma especie, para sustituir a un órgano enfermo o parte de él".

Los avances médicos, sobre todo de la cirugía, permiten realizar, cada día con mayor éxito, un deseo constante del hombre: poder sustituir un miembro enfermo por otro sano, lo que responde a la definición de trasplante, que es: La operación quirúrgica mediante la cual un tejido sano se injerta o se sustituye por otro que está enfermo.

a) Tipología

Las diversas posibilidades técnicas dan opción a tipos distintos de trasplantes. Estos pueden ser:

— Autoplásticos: es la implantación de un tejido u órgano que pertenece al mismo cuerpo del paciente. Se le denomina también autoinjerto, pues es el traslado de una parte del cuerpo a otra: tal sucede, por ejemplo, con la piel, partes óseas, segmentos de tendones, etc.

— Heteroplásticos: así se denomina a la implantación que se hace de un cuerpo a otro distinto, que es el receptor del órgano donado. A su vez, la "heteroplástica" puede ser de dos clases:

* aloplástica o heteróloga, si el trasplante de órganos se hace de una especie a otra; por ejemplo, de un animal al hombre;

* homoplástica u homóloga, si el trasplante se hace con miembros que pertenecen a la misma especie, o sea, de hombre a hombre.

Finalmente, conviene distinguir otra doble división, que juega un papel importante en el momento de emitir un juicio moral:

A) Trasplante entre vivos ("inter vivos"): es el caso de una donación que una persona hace a otra de uno de sus miembros.

— Trasplante de muerto a vivo: es la extracción de un miembro de un cadáver para trasplantarlo a una persona viva. Esta operación es la normal, dado que es más fácil y debería convertirse en el trasplante común.

B) Trasplante de órgano vital, o sea, de uno de los órganos importantes —casi siempre dobles— del cuerpo humano.

— Trasplante no vital o de un elemento secundario del cuerpo.

b) Eticidad

Las posibilidades técnicas son cada vez más amplias de forma que la ética se adapta en muchas ocasiones a lo legislado, siempre que las leyes sean justas. En este caso, al menos en la legislación española actual, se da un acercamiento muy próximo entre "legalidad" y "moralidad".

En concreto, la Ley sobre extracción y trasplante de órganos del Estado Español, incluye en su normativa "la cesión, extracción, conservación, intercambio y trasplante de órganos humanos, para ser utilizados con fines terapéuticos".

En este artículo primero de la Ley se especifican las cláusulas legales. Para la moralidad de esas diversas modalidades se requieren los siguientes requisitos:

— Cesión. En caso del trasplante de vivo a vivo —"inter vivos"— para la licitud se requiere que haya habido una cesión consciente y voluntaria, que el donante sea mayor de edad, goce de sus facultades mentales y sea informado de las consecuencias físicas y psíquicas que puedan derivarse, así como de las posibilidades de éxito que encierra la operación.

Cuando la extracción se hace de muerto a vivo, ha de constar médicamente la muerte real. Debe haber constancia del deseo del fallecido de donar sus miembros. En caso contrario, pueden hacerlo los familiares y, si carece de ellos, podría decidir la autoridad sanitaria con autorización del Juez.

Si no consta expresamente la negativa, se entiende que el difunto estaría dispuesto a donar sus miembros si fuese necesario.

En el caso de un cadáver, la disposición de sus miembros puede hacerse también en orden a la experimentación científica.

— Extracción. En vivo, sólo se debe extraer el miembro pactado. Por el contrario, del cadáver, si no consta decisión en contra, pueden extraerse todos aquellos miembros que pueden ser trasplantados o ser útiles para la experimentación científica.

— Conservación. Los miembros extraídos, tanto de vivos como de cadáveres, podrán conservarse todo el tiempo que, desde el punto de vista técnico, sea posible y necesario para su empleo.

— Intercambio. Según la legislación vigente, está prohibido todo tráfico de compra—venta de miembros, bien sea entre vivos como de miembros de cadáveres. Sólo se contempla que la donación no sea gravosa para el donante vivo o, en caso del cadáver, para su familia. A pesar del riesgo de introducir un tráfico de órganos, la familia del donante —desde el punto de vista moral, no legal— podría percibir una gratificación incluso cuantiosa. Parece de todo punto inmoral "poner precio" a los órganos de un difunto.

— Trasplante. Es claro que los trasplantes autoplásticos no ofrecen ningún problema ético: el "principio de totalidad" aplicado al propio organismo justifica el injerto de miembros propios, siempre que se dé un motivo que lo justifique. Las dificultades se presentan en el caso de trasplantes de un ser a otro (heteroplásticos), bien sea homólogo (homoplástico) y más aún, si se trata de un animal al hombre (aloplástico). He aquí algunas precisiones:

Primero. En relación al donante vivo (homoplástica inter vivos), se ha de distinguir entre el trasplante de partes pequeñas del organismo que no son vitales, tales como fragmentos de piel, segmentos de tendones, etc. y el trasplante de órganos vitales. En ambos casos ha de exigirse que no corra riesgo su propia vida, si bien se ha de tener siempre a la vista la importancia de los miembros. La técnica médico–quirúrgica ha avanzado de forma que pueden hacerse sin riesgo trasplantes de órganos importantes: de hecho todos los que son dobles, bien sean vitales (riñones, pulmones) o no vitales (ojos, orejas)

La justificación moral de que un vivo pueda hacer donación de un órgano vital en caso de necesidad para salvar o mejorar notablemente la vida de otro, es una aplicación personalista del "principio de totalidad": se trata de una ayuda solidaria que ofrece una persona en defensa de la vida de otro. No obstante, dada la posibilidad cada vez más cercana de poder lograr los mismos miembros en cadáveres, se ha de medir de manera restrictiva la generosidad de donar un propio órgano para salvar la vida de otro hombre. Es evidente que el trasplante de vivo a vivo —inter vivos— sólo puede llevarse a cabo por razones terapéuticas y en casos médicamente muy precisos.

Segundo. En cuanto al trasplante heterólogo, pueden merecer un juicio ético positivo aquellos trasplantes al cuerpo del hombre de órganos animales que no supongan transformación alguna de la naturaleza específica del hombre. Por esta razón, el magisterio de la Iglesia ha prohibido el trasplante de glándulas sexuales de un animal a una persona humana.

Tercero. Para llevar a efecto el trasplante se requiere no sólo la competencia técnica debida —que incluye además la autorización legal del centro médico—, sino una garantía moral de realizarla con éxito después del análisis de la situación del paciente, etc. Asimismo, el enfermo debe ser advertido del peligro que corre y ha de consentir en asumir los riesgos de los que el médico tiene obligación de informarle.

Cuarto. Es evidente que cualquier riesgo ha de medirse por la urgencia en llevar a cabo una operación de trasplante. En este sentido, es lógico que se requiere un motivo mayor en la heteroplástica que en la autoplástica. Asimismo, se exige más seguridad en caso de un trasplante por motivos estéticos que por razones de salud, y aun, en esta circunstancia, será menor en peligro de muerte que si se trata de aliviar ciertas condiciones molestas de la vida.

c) Valoración ética

El tema moral de los trasplantes se ha ido acomodando al ritmo del avance de la medicina y de la capacidad técnica para realizarlos con posibilidad de éxito. Es normal que, en un principio, algunas ideas cuestionasen la eticidad de ciertos experimentos. Pero, el camino lo facilitó el mismo magisterio al señalar la licitud del trasplante de córnea, con el que se inicia la historia clínica de los trasplantes. Pío XII afirmó no sólo la licitud del trasplante de córneas, sino que legitimó todo uso de los miembros del cadáver con el siguiente principio:

"El difunto al que se le quita la cornea, no se le lesiona en ninguno de los bienes que corresponden ni su derecho a tales bienes. El cadáver ya no es, en el sentido propio de la palabra, un sujeto de derecho, porque se halla privado de personalidad, única que puede ser sujeto de derecho".

El trasplante de vivo a vivo, por el contrario, parecía oponerse al principio de la integridad del organismo, por lo que cabía entenderlo como una mutilación. Pero los autores acudieron a estos dos principios morales:

"Para la valoración, la doctrina moral recurre a dos principios, en realidad complementarios: la indisponibilidad sustancial del propio ser y la solidaridad con los demás miembros de la comunidad humana. El primero fundamenta su validez en la disponibilidad de la vida y de su integridad; el segundo, en el deber de la caridad, por la cual cada uno de nosotros puede llegar a darse a sí mismo por los demás".

Desde esa fecha, los teólogos han iluminado los problemas éticos que surgían al ritmo de los nuevos experimentos. Aún queda un tema pendiente: la moralidad de ciertos trasplantes previsibles en el cerebro. Si el cerebro representa la peculiaridad del ser humano, el juicio ético deberá ser negativo. Pero, posiblemente, estemos ante un problema de medicina ficción. Hasta la fecha sólo se han llevado a cabo algunos injertos para enfermedades relacionadas con el cerebro.

El problema moral más urgente hoy, dado el avance de la técnica y los numerosos casos clínicos que cabría solucionar si se ofrecen donantes, es que los ciudadanos, incluidos los familiares de los difuntos, faciliten la donación de cadáveres para el trasplante de órganos. En contraposición al éxito quirúrgico, sorprenden las amplias listas de pacientes que esperan la donación de órganos para ser intervenidos. A aliviar este problema, la Comisión Episcopal de Pastoral de la Conferencia Episcopal Española ha denunciado que "en España los trasplantes son por ahora muy escasos, porque son también muy raros los donantes". Los obispos españoles recuerdan la conveniencia de guardar los requisitos legales previos, pero, añaden:

"Cumplidas estas condiciones, no sólo no tiene la fe nada contra tal donación, sino que la Iglesia ve en ella una preciosa forma de imitar a Jesús, que dio la vida por los demás. Tal vez en ninguna otra acción se alcancen tales niveles de ejercicio de fraternidad. En ella nos acercamos al amor gratuito y eficaz que Dios siente hacia nosotros. Es un ejemplo vivo de solidaridad. Es la prueba visible de que el cuerpo de los hombres puede morir, pero que el amor que los sostiene no muere jamás".

Seguidamente, el Documento se apoya y menciona otras manifestaciones magisteriales:

"Esto que decimos hoy, y que ya anteriormente otros obispos dispusieron, no es ninguna novedad en el pensamiento de la Iglesia: lo expresó ya Pío XII en el momento en que los primeros trasplantes o transfusiones se hicieron. Lo han repetido los pontífices posteriores. Muy recientemente, Juan Pablo II ha dicho que veía en ese gesto de la donación no sólo la ayuda a un paciente concreto, sino "un regalo al Señor paciente, que en su pasión se ha dado en su totalidad y ha derramado su sangre para la salvación de los hombres". Es, ciertamente, al mismo Cristo a quien toda donación se hace, ya que El nos aseguró que "lo que hiciéramos a uno de estos mis pequeñuelos conmigo lo hacéis" (Mt 25,40). ¿Y quién más pequeñuelo que el enfermo?".

La Encíclica Evangelium vitae habla del "heroísmo cotidiano, hecho de pequeños o grandes gestos de solidaridad" entre los cuales alaba la donación de órganos:

"Merece especial reconocimiento la donación de órganos realizada según criterios éticamente aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación e incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanza" (EV, 86).

Esta doctrina debe ser recordada en la enseñanza catequética de los sacerdotes, en la cual puede jugar un papel importante el consejo del confesor".

5. Las experiencias médicas. Su eticidad

Los avances técnicos y las mejoras en la salud de los hombres van siempre precedidas de experiencias llevadas a cabo en los laboratorios, en los quirófanos, en las salas de consulta médica y aun junto al lecho del enfermo. Gracias a los datos empíricos experimentados, acumulados y estudiados por la Biología y la Medicina, se ha mejorado notablemente el cuidado de la salud.

Es cierto que las experiencias médicas con el hombre tienen tras de sí una triste herencia: la más inmediata es la que relatan las historias de los campos de concentración nazis. Los historiadores relatan también otros hechos más recientes, que, si bien no fueron tan masivos, si lesionan los derechos humanos. No obstante, esta hipoteca del pasado no puede invalidar los efectos beneficiosos que la experiencia en medicina puede aportar a la salud de los hombres.

a) Tipología

Es obvio señalar que cualquier medicación, en cierto sentido, es una experimentación: el médico observa siempre la reacción de cada enfermo a un tipo concreto de tratamiento médico. Pero no es esta la experimentación que puede despertar sospecha, sino que la atención ética se fija sólo en aquella que se lleva a cabo con una persona sin antes tener conocimiento pleno de sus efectos y de su eficacia.

El investigador puede efectuar la experimentación médica sobre sí mismo (autoexperimentación) o sobre otro paciente (heteroexperimentación).

La "autoexperimentación" se ha llevado a cabo por diversos científicos y con irregular éxito; pero, en el caso de que no esté suficientemente contrastada, ofrece un alto riesgo de peligrosidad. Este peligro es difícil evitarlo, dado que el investigador tiene siempre deseos de comprobar sus experiencias. Además, suele restarle eficacia el hecho de que toda experimentación debe ser contrastada con diversos sujetos y en circunstancias distintas, lo contrario quita fiabilidad a los resultados obtenidos sobre uno mismo. No obstante, los logros tienen un alto grado de garantía, dado que el mismo investigador sale fiador de sus resultados.

Lo más normal es la "heteroexperimentación", que cabe subdividir en simple o clínica. Se entiende por "experimentación simple" aquella que se lleva a efecto de cara al tratamiento clínico, pero no se verifica con paciente alguno, sino con personas sanas, con cadáveres, plantas o con animales en el laboratorio.

La "experimentación clínica" es la que se realiza con enfermos, bien como resultado de la "experimentación simple" o como aplicación de otros conocimientos clínicos llevados ya a cabo por otras personas y suficientemente experimentados. En ocasiones, cuando se han agotado todas las posibilidades de salud, el médico puede verificar un nuevo intento con medidas no suficientemente contrastadas. Esta experimentación puede ser útil para otros casos futuros más o menos similares.

b) Criterio médico. Declaraciones Universales

Ante la urgencia y actualidad del tema, numerosas Asambleas Médicas han emitido diversas Declaraciones sobre el valor y la eticidad de la experiencias biológicas y médicas. Todas ellas dejan en claro tres principios:

— La finalidad de la medicina es obtener la salud del enfermo.

— Nunca es lícito usar al hombre como "medio". El hombre es el fin de toda experimentación médica.

— El uso de una nueva experiencia debe estar siempre garantizado por una

esperanza fundada de éxito.

La moralidad de las experiencias médicas se rige por los Códigos de Deontología Médica a nivel mundial. Los más importantes son los siguientes:

— Código de Nüremberg, 1946.

— Declaración de Ginebra, 1948.

— Código de Londres, 1949.

— Código de Inglaterra, 1963.

— Declaración de Helsinki, 1964.

— Declaración de Sidney, 1968,

— Declaración Médica Mundial de Tokio, 1975.

— Declaración Médica Mundial de Venecia, 1983.

A modo de ejemplo, citamos los principios básicos que se contienen en la Declaración de Tokio. Los siguientes criterios médicos son coincidentes con los juicios morales que formula la Ética Teológica.

"La investigación biomédica en seres humanos no puede legítimamente realizarse a menos que la importancia de su objetivo mantenga una proporción con el riesgo inherente al individuo" (I, 4).

"Cada proyecto de investigación biomédica en seres humanos debe ser precedido por un cuidadoso estudio de los riesgos predecibles, en comparación con los beneficios posibles para el individuo o para otros individuos. La preocupación por el interés del individuo debe siempre prevalecer sobre los intereses de la ciencia y de la sociedad" (I, 6).

"Los médicos deben abstenerse de realizar proyectos de investigación en seres humanos si los riesgos inherentes son impronosticables. Deben asimismo interrumpir cualquier experimento que señale que los riesgos son mayores que los posibles beneficios" (I, 7).

"Cualquier investigación en seres humanos debe ser precedida por la información adecuada a cada voluntario de los objetivos, métodos, posibles beneficios, riesgos previsibles e incomodidades que el experimento puede implicar... El médico debiera entonces obtener el consentimiento voluntario y consciente del individuo, preferiblemente por escrito" (I, 9).

"En la investigación en seres humanos, jamás debe darse precedencia a los intereses de la ciencia y de la sociedad antes que al bienestar del individuo" (III, 4).

Estas recomendaciones de la Asamblea Mundial de Tokio se repiten en los Documentos posteriores y se ajustan a los principios éticos que deben regular la experimentación médica. En España existe un Real Decreto acerca de la experimentación de medicamentos. La Teología Moral no tiene más que añadir que dichos principios técnicos y morales derivan de su peculiar concepción del hombre, como criatura hecha a imagen de Dios.

c) Normas éticas. Enseñanzas del Magisterio

Al comienzo de los años cincuenta, con el auge de los experimentos biomédicos y las noticias de los crímenes cometidos en los campos nazis, Pío XII se ocupó del tema en un amplio discurso a los participantes en el I Congreso Internacional del Sistema Nervioso. El Papa evocó la preocupación moral que surge frecuentemente en la conciencia del médico:

"El médico serio y competente verá con frecuencia con una especie de intuición espontánea la licitud moral de la acción que se propone y obrará según su conciencia. Pero se presentan también posibilidades de acción en que no existe esta seguridad, o tal vez él ve o cree ver con certeza lo contrario; o bien duda y oscila entre el "sí" y el "no". El "hombre" dentro del "médico", en lo que tiene de más serio y de más profundo, no se contenta con examinar desde el punto de vista médico lo que puede intentar y conseguir; quiere también ver claro en la cuestión de las posibilidades y obligaciones morales".

Esta llamada a la conciencia personal deberá ser una norma constante que regule la experimentación biomédica. Ello significa que tales experimentos no deben atender sólo a las posibilidades técnicas, sino que el científico ha de considerar si se adecuan a no a los principios éticos: el ejercicio de la medicina referida al hombre encierra siempre un alto valor moral.

Para alcanzar este fin, Pío XII asentó tres principios que deben regular la experimentación médica: el interés de la ciencia, el bien del paciente y el beneficio que reporta para el bien común de la humanidad.

— El interés de la ciencia médica como justificación de la investigación. El Papa subraya el valor de los adelantos científicos, pero señala que el simple avance de la ciencia no es un valor absoluto, pues "la ciencia misma, igual que su investigación y su adquisición, deben asentarse en el orden de los valores". En efecto, en la escala de la salud el lugar supremo lo ocupa no el saber científico, sino el hombre, a quien la ciencia médica debe servir. Esta graduación es el aval de toda axiología (nn. 5—6).

— El bien del paciente puede justificar los nuevos métodos médicos de investigación y tratamiento. Si bien la experimentación científica ha de estar a favor de la salud del enfermo, este principio tiene también una limitación, pues "no es por sí mismo ni suficiente ni determinante". El Papa aduce aquí un principio de la antropología cristiana: el hombre no es dueño absoluto de su vida, por lo que no puede disponer a capricho de ella: "El paciente está ligado a la teleología inmanente fijada por la Naturaleza. El posee el derecho de "uso" limitado por la finalidad natural de las facultades y de las fuerzas de su naturaleza humana. Porque es usufructuario y no propietario, no tiene poder ¡limitado para poner actos de carácter anatómico o funcional" (nn. 8— 10).

El Papa reafirma el "principio de totalidad", en virtud del cual el paciente puede sacrificar alguno de sus miembros "para reparar los daños graves y duraderos, que no podrían ser de otra forma descartados ni reparados". Pero ello no le faculta para "comprometer su integridad física y psíquica en experiencias médicas cuando éstas intervenciones entrañen en sí, o como consecuencia de ellas, destrucciones, mutilaciones, heridas o peligros serios" (nn. 11—12).

Pío XII contempla en especial ciertos experimentos del psicoanálisis o pruebas psíquicas que se llevan a cabo "para liberarse de represiones, inhibiciones, complejos psicológicos", etc. Pues bien, en tales casos, el hombre no puede dar rienda suelta a todos los instintos, especialmente a los de índole sexual (nn. 13—14).

En todo caso, cuando se trata de llevar a cabo algún experimento para el bien del enfermo, el médico debe contar siempre con el asentimiento del paciente (n. 9) 144.

— El interés de la comunidad como justificación de nuevos métodos médicos de investigación y tratamiento. El bien común es un valor que es digno de tenerse en cuenta en la experimentación científica. En efecto, se han de valorar los bienes que se seguirán para el futuro de la humanidad o para la cura de una enfermedad en concreto. Pero a ese "bien común" no puede sacrificarse la vida o la salud de un individuo.

"Los grandes procesos de la guerra han puesto a la luz del día una cantidad espantosa de documentos que atestiguan el sacrificio del individuo al 'interés médico de la comunidad... No se pueden leer estas notas sin que se apodere de uno una profunda compasión hacia estas víctimas, muchas de las cuales llegaron hasta la muerte, y sin que se apodere de uno el espanto ante semejante aberración del espíritu y del corazón humanos" (nn. 18—21).

En este campo no puede aplicarse el "principio de totalidad" sometiendo el hombre singular a la totalidad de la sociedad, pues "un ser personal no está subordinado a la utilidad de la comunidad, sino, por el contrario, la comunidad es para el hombre" (nn. 26—30).

Por ello, "el interés médico por la comunidad" ha de tener en cuenta al enfermo concreto. Además, también se ha de evitar el riesgo de considerar sólo el bien inmediato, sin medir las consecuencias que pueden seguirse a más largo plazo para la misma comunidad.

Pío XII subraya que estos supuestos éticos no son un obstáculo para el avance científico, más bien le orientan hacia donde debe dirigirse con esperanza de éxito. La ética no se opone a la ciencia, más bien le indica el camino a seguir:

"Las grandes exigencias morales obligan a la marea impetuosa del pensamiento y del querer humanos a deslizarse, como el agua de las montañas, por un lecho determinado; la contienen para acrecentar su eficacia y su utilidad; le sirven de dique para que no se desborde y no cause estragos, que no podrían jamás ser recompensados por el bien aparente que persiguen. Aparentemente, las exigencias morales son un freno. De hecho ellas aportan su contribución a lo que el hombre ha producido de mejor y de más bello para la ciencia, para el individuo y para la comunidad" (n. 33).

El Magisterio posterior ha sido aún más reiterado. El último lo presenta Juan Pablo II en múltiples discursos sobre la ética médica. Toda la enseñanza magisterial se fundamenta en la dignidad del hombre, como "imagen de Dios":

"Las expectativas, muy vivas hoy, de una humanización de la medicina y de la asistencia sanitaria, requieren una respuesta decidida. Sin embargo para que la asistencia sanitaria sea más humana y adecuada, es fundamental poderse referir a una visión trascendental del hombre que ilumine en el enfermo —imagen e hijo de Dios— el valor y el carácter sagrado de la vida. La enfermedad y el dolor afectan a todos los seres humanos: el amor hacia los que sufren es signo y medida del grado de civilización y de progreso de un pueblo".

d) Reglas de moralidad médica. Código deontológico

Una muestra de que los principios éticos no obstaculizan el ejercicio de la medicina, se confirma en el Código Médico español.

En efecto, la normativa moral católica es plenamente coincidente con el Código de Deontología Médica del Consejo General de los Colegios Oficiales de Médicos de España. Con el fin de acomodamos más de cerca a la situación española recogemos estos criterios deontológicos que se formulan ampliamente del siguiente modo:

— Toda experimentación médica aplicada al hombre debe ser antes rigurosamente contrastada:

"La experimentación en el hombre de nuevos medicamentos y nuevas técnicas, es suficientemente necesaria; no obstante, sólo podrán practicarse tales pruebas después de una experimentación animal realizada con seriedad, durante un tiempo suficiente y si los resultados de estos experimentos, valorados científicamente, demuestran posibilidades de éxito" (art. 105).

— La experimentación médica con personas sanas debe reconocer y respetar todos los derechos del paciente:

"La experimentación en el hombre sano solamente podrá admitirse cuando el sujeto sea mayor de edad, se encuentre en situación de dar libremente su consentimiento por escrito, haya sido informado cabalmente de la naturaleza de la investigación, se le garantice el derecho a interrumpir el ensayo en cualquier momento y las condiciones de vigilancia médica puedan hacer frente a cualquier complicación" (art. 106).

— Los mismos derechos deben ser salvaguardados en el caso de que la experimentación se lleve a cabo con persona enferma:

"Los enfermos esperan del Médico alivio y curación. Bajo ningún título podrán ser utilizados a efectos de observación y de investigación sin su consentimiento, o, si son incapaces, sin el de sus representantes legales. No podrán ser sometidos a intervenciones o prácticas que puedan ocasionarles el más pequeño inconveniente, o no les sean directamente útiles" (art. 107).

— Aun en el caso de experimentar nuevos métodos, el médico no debe omitir la prestación al enfermo de los remedios comunes:

"El ensayo de nuevos tratamientos y particularmente el método de doble ciego, no puede, deliberadamente, privar al enfermo de una terapéutica válida" (art. 108).

— Las experiencias que se consideran ya suficientemente probadas, todavía, antes de su aplicación, deben recibir una garantía oficial:

"Cualquier experimentación de terapéutica médica o quirúrgica, deberá estar rodeada de garantías morales, apreciadas por la Comisión Deontológica provincial, directamente o por delegación, y la solvencia científica controlada por un grupo competente, independientemente del experimentador. Los datos deberán ser recogidos con rigor y ser objeto de protocolos" (art. 109).

— En relación a los enfermos terminales, se deben tener a la vista algunos criterios que legitimen la experiencia médica no suficientemente contratada:

"En los casos de enfermedades incurables, en el estado actual de los conocimientos médicos, y en las fases terminales de estas afecciones, el ensayo de nuevas terapéuticas o de nuevas técnicas quirúrgicas, debe presentar posibilidades razonables de ser útil y tener en cuenta, ante todo, el bienestar moral y físico del enfermo. Nunca deberá imponérsela sufrimientos, ni siquiera incomodidad suplementaria" (art. 110).

— Respecto a los investigadores, se requiere que no tengan compromisos previos consensuados con firmas comerciales:

"El médico o el grupo de Médicos que practiquen una experimentación o una prueba terapéutica en el hombre, deberá tener independencia económica total, respecto a cualquier organismo que tenga intereses comerciales o promueva un nuevo tratamiento o una nueva investigación" (art. 111).

— Toda investigación debe respetar la conciencia de la persona sobre la que se lleva a cabo:

"La ética médica prohibe cualquier investigación que pueda deteriorar o mermar la conciencia moral del sujeto, o atente a su dignidad" (art. 112).

e) Experimentación con animales

Tanto las garantías científicas, como los postulados éticos exigen que las experiencias médicas estén suficientemente contrastadas antes de aplicarlas a un enfermo concreto. Por ello, antes deben verificarse con cadáveres o con animales. A este respecto, el Papa Pío XII enseñó:

"En el dominio de vuestra ciencia es una ley que la aplicación de nuevos métodos al hombre vivo deben estar precedidos de la investigación sobre el cadáver o el modelo de estudio o de experimentación sobre el animal".

Ahora bien, estas experimentaciones previas están sometidas a unos principios elementales: el cadáver no puede ser tratado como una cosa, es el "resto mortal" de una persona humana y el animal no debe ser maltratado inútilmente.

En cuanto al uso de animales en el laboratorio, con el fin de experimentar en ellos toda clase de medicación o de cirugía, es un fenómeno universal, gracias al cual se han obtenido no pocos beneficios especialmente en los productos farmacéuticos y en las operaciones cardíacas. "Cada año, más de 75 millones de ratones, ratas, conejos y cobayas son sacrificados por la "Ciencia", junto con gatos, perros, monos, cebras y otros animales más exóticos".

Pero los nuevos descubrimientos muestran que no es necesario el uso de tantos animales. Diversos experimentos manifiestan que otros métodos de laboratorio suplen lo que hasta fechas próximas se hacía con animales. N. López—G. Herranz relatan numerosos casos y aportan literatura científica que demuestra esta praxis:

"Todos estos ejemplos muestran cómo nada más que hace 10 años nadie se preocupaba de buscar alternativas al empleo de animales en experimentación, pero cómo una década de preocupación por el bienestar animal han provocado una respuesta positiva, acentuada en la actualidad. Es otro aspecto de la ética la investigación científica" "'

En el caso de que se empleen animales, se han de evitar acciones inútiles que les produzcan, por ejemplo, dolores crueles:

"Cuando se ocasiona un daño a un animal, éste debe ser estrictamente necesario para la experimentación y si no hay que ahorrarlo. Hacer daño simplemente por hacer daño es éticamente ilícito; y no sólo por el daño al animal, sino por el desorden moral que supone en el hombre la crueldad".

Para evitar tales excesos, existe una legislación sobre el empleo de animales en el laboratorio. Ya desde el año 1875, el Parlamento británico publicó el denominado "Cruelty Animal Act" que prohibe causar dolor inútil a los animales vertebrados. Posteriormente, la legislación norteamericana actualizó estas normas. En 1983 el Consejo de Europa publicó una amplia normativa, "Draft Convention for the Protection of Animals used for Experimental Purposes".

Esta regulación orienta sobre el recto uso de esta práctica, pero, al mismo tiempo, invalida las protestas de ciertas asociaciones en defensa de los animales que exigen que se prescinda totalmente de su uso en el laboratorio. Según los médicos y biólogos, se puede reducir su empleo, pero no cabe prescindir absolutamente de ellos, dado que, aun los demás experimentos, antes de emplearse con el hombre, deben probarse en un animal.

Cuando no cabe realizar experiencias previas ni con animales ni en el laboratorio, la moral permite llevarlas a cabo con el hombre en las siguientes condiciones señaladas por Pío XII:

"A veces, no obstante, este procedimiento (con cadáveres o animales) resulta imposible, insuficiente o prácticamente irrealizable. Entonces la investigación médica intentará efectuarse sobre su objeto inmediato, el hombre vivo, en interés de la comunidad. Esto no hay que rechazarlo sin más; pero hay que detenerse en los límites trazados por los principios morales que hemos explicado... La apreciación del peligro debe dejarse en estos casos al juicio del médico experimentado y competente" (nn. 31—32).

Estos principios regulan la relación entre ciencia y ética en el campo específico de la biología y de la medicina. De estas experimentaciones se han obtenido no pocos avances científicos, los cuales han revertido en notables beneficios para la salud del hombre.

6. Alcoholismo y drogadicción

Alcoholismo es el abuso de bebidas alcohólicas. Drogadicción es el hábito de quienes se dejan dominar por alguna droga.

Al grave deber de cuidar la propia salud se opone el uso indebido del alcohol y de las drogas. El abuso de bebidas alcohólicas es un fenómeno conocido desde antiguo y en todas las culturas. Cabe decir lo mismo del consumo de droga. No obstante, por su generalización y por los estragos que produce en la vida de muchos ciudadanos, no sólo de los individuos sino de la sociedad misma, la drogadicción es un fenómeno que se presenta con más graves consecuencias, prácticamente en todo el mundo.

En efecto, mientras que el uso del alcohol es tan común y antiguo como la humanidad, el consumo de droga parece que fue un fenómeno más restringido, menos universal y, en cuanto a su extensión, es un fenómeno típicamente moderno. No obstante, ya desde el siglo III antes de Cristo, se tiene noticia de un libro de farmacología de autor chino que advierte del riesgo del consumo de drogas para paliar ciertas dolencias. Y consta que el uso del opio entre los chinos alcanza fechas antiguas no precisas.

Más cercano a nosotros, si bien en culturas también muy primitivas, Fray Bernardino de Sahagún, en su monumental historia de los indios de América, relata que los habitantes de las Indias consumían raíces y semillas que "trastornan, confunden los sentidos y se las emplea como bebida mágica".

En el siglo XIX se suscita la denominada "guerra del opio", que divulgaron los ingleses y, si bien afectó muy directamente a la nación china, tampoco se vieron exentos los mismos colonizadores británicos.

Pero aun, si nos remontamos a época inmediata a la nuestra tan asustada por la extensión del consumo de drogas, habría que mencionar el abuso del alcohol y también de drogas, si bien, tal como detalla el Informe del Ministerio de Cultura, reducido "a la esfera social muy próxima al lumpen proletario, al legionario, y al maleante".

Sin embargo, aun teniendo a la vista esta breve crónica, es preciso afirmar que el fenómeno actual no tiene parangón con esos datos sucintos de la historia de la humanidad, dado que, en la actualidad, su consumo se universaliza y se extiende sin cesar, alentado por una fuerte y organizada comercialización, en torno a la cual se mueven muchos intereses económicos y políticos. Además, afecta a todas las capas sociales, gana de continuo grupos más amplios de la juventud y el consumo se inicia en una edad cada vez más temprana.

a) Datos bíblicos

El consumo de droga es desconocido en el ámbito cultural de Israel. Por el contrario, la embriaguez es condenada frecuentemente por la Biblia. El A.T. es pródigo en anatematizar el abuso del vino:

Los Profetas en general fustigan ese vicio. Isaías alerta así a los que se dan a la bebida: "¡Ay, los que despertando por la mañana andan tras el licor; los que trasnochan, encandilados por el vino!... ¡Ay los campeones en beber vino, los valientes para escanciar licor!" (Is 5,11,22). El profeta emplea el término "borracho" como insulto (Is 28,1) y descalifica a los falsos profetas como viciados y corrompidos por el alcohol:

"También ésos por el vino desatinan y por el licor divagan: sacerdotes y profetas desatinan por el licor, se ahogan en vino, divagan por causa del licor, desatinan en sus visiones, titubean en sus decisiones. Porque todas sus mesas están cubiertas de vómito asqueroso sin respetar sitio" (Is 28,7—8; cfr. 22,13; 56,12).

Los demás profetas también profieren tremendas y duras condenas contra la embriaguez. Así, por ejemplo, Joel (Jl 1,5), Amós (Am 4,1) y Miqueas (Miq 2,1 l). Igualmente, la literatura Sapiencial certifica este pecado. El libro de la Sabiduría menciona la borrachera entre los vicios que caracterizan la "vida según los impíos" (Sab 2,7—9). El libro de los Proverbios describe de este modo tan vivo la tentación de beber, los efectos de la embriaguez y la triste condición del borracho:

"¿Para quién las desgracias? ¿Para quién los "ayes"? ¿Para quién los litigios? ¿Para quién los lloros? ¿Para quién los golpes sin motivo? ¿Para quién los ojos turbios? Para los que se eternizan con el vino, los que van en busca de vinos mezclados. No mires el vino: ¡Qué buen color tiene! ¡Cómo brinca en la copa! ¡Qué bien entra!. Pero a la postre, como serpiente muerde, como víbora pica. Tus ojos verán cosas extrañas, y tu corazón hablará sin ton ni son. Estará acostado como en el corazón del mar o acostado en la punta de un mástil. Me han golpeado, pero no estoy enfermo; me han tundido a palos, pero no lo he sentido" (Prov 23,29—35).

También los Proverbios recogen este consejo de Lemuel, rey de Massá, que le enseñó su madre:

"No es para los reyes beber vino, ni para los príncipes ser aficionados a la bebida. No sea que, bebiendo, olviden sus decretos y perviertan las causas de todos los desvalidos" (Prov 31,4—5).

El Eclesiástico sentencia este dicho confirmado por la experiencia secular: "Un obrero bebedor nunca se enriquecerá" (Eccl 19,I).

El pecado de embriaguez también se condena en el N.T. Jesús lo menciona como uno de los vicios que antecederán al final del mundo (Mt 24,38). Lucas advierte a los hombres para que en ese final no se "emboten los corazones por la embriaguez" (Lc 21,34). También se encuentra esta misma condena en otros libros del N.T. San Pablo enumera la embriaguez en los catálogos de pecados, que recoge en Rom 13,13; 1 Cor 5,11; Gál 5,21 y 1 Tes 5,7. A las mujeres ancianas Pablo les previene contra el vino, que esclaviza (Tit 2,3) y advierte a todos: "No os embriaguéis de vino, en el cual está el desenfreno" (Ef 5,18). Por ello, el Apóstol sentencia: "Los ebrios no poseerán el Reino de Dios" (1 Cor 6, 10). En sentido figurado, el Apocalipsis menciona "el vino de la fornicación" (Apoc 14,8; 16,19).

Pero, como es lógico, la Biblia condena sólo los excesos, dado que también ensalza el vino, al que considera como un don de Dios. El Eclesiastés anima a "beber de buen grado un poco de vino" (Eccl 9,7), pues "el vino alegra la vida" (Eccl 10,19). Jesús comienza sus signos en las bodas de Caná convirtiendo el agua en tan "buen vino" que provoca el elogio del maestresala (Jn 2,10). Y San Pablo recomienda a Timoteo que "beba un poco de vino" para el bien de su salud (1 Tim 5,23).

b) Valoración ética

Mencionamos por igual el alcohol y la droga, pero es evidente que el consumo de droga es más grave que el abuso del alcohol. En efecto, la drogodependencia es más decisiva para la persona que el hábito de consumo de bebidas alcohólicas. Además, los estragos físicos y psíquicos que acompañan a la drogadicción son mucho más graves que los que se siguen de la embriaguez.

La razón del desorden moral que condena el uso indebido del alcohol y de la droga estriba en dos motivos fundamentales: el riesgo para la propia salud física y la reducción e incluso la anulación de la razón y de la libertad. En consecuencia, en ambos casos, su abuso constituye un daño para la persona, por lo que la embriaguez y la drogadicción deben considerarse como pecados en sí graves —ex genere suo grave—, pues envilecen la dignidad del hombre.

En los actos singulares, es evidente que se comete un pecado mortal sólo en el caso de que se prevean los efectos nocivos del uso del alcohol o de la droga. Si la embriaguez sobreviene por sorpresa, no existe culpa grave. No obstante, dado que el uso indebido provoca un hábito de dependencia, debe urgirse a la conciencia de todos el grave deber de abstenerse del consumo excesivo de alcohol y de iniciarse en el uso de la droga.

Además, estos dos males, la embriaguez y la toxicomanía, crean hábitos difícilmente superables, por lo que el alcohólico y el drogadicto están en situación habitual de pecado. Asimismo, esos vicios traen consigo otras graves consecuencias: pueden originar una descendencia tarada, son ocasión de la ruptura de la vida familiar, constituyen un grave riesgo para la convivencia social, ocasionan importantes quebrantos económicos y, de ordinario, son origen de otros numerosos pecados, pues dan rienda suelta a las demás pasiones. Especialmente, se han de privar del uso del alcohol los conductores, pues se exponen a tener un grave accidente con el riesgo de su vida y la de los demás, y las embarazadas por el peligro de causar males irreversibles a su descendencia.

Tampoco se ha de eximir de culpa grave a quienes lo suministran, máxime si consta que se hará de ello un uso indebido. Los Manuales clásicos no eximían de pecado mortal al tabernero que, sabedor de que un cliente llegaría a embriagarse, le suministraba el alcohol, aun en el caso de que fuese demandado por el cliente. Tal expendedor de bebidas pecaría contra la caridad y quizá contra la justicia por cooperar al mal.

El Catecismo de la Iglesia Católica califica de "grave" el consumo de droga:

"Fuera de los casos en que se recurre a ello por prescripciones estrictamente terapéuticas, es una falta grave. La producción clandestina y el tráfico de drogas son prácticas escandalosas; constituyen una cooperación directa, porque incitan a ellas, a prácticas gravemente contrarias a la ley de Dios".

El juicio moral será muy grave en el caso de suministrar la droga y aun gravísimo si se colabora en el consumo y en su comercialización. El denominado "tráfico de drogas" constituye tal pecado, que, a partir de los graves daños que ocasiona no sólo a los individuos sino también a la convivencia social, habría que calificarlo en la actualidad como una nueva versión de los pecados que "claman al cielo".

c) Algunas consideraciones sobre el consumo de droga

El fenómeno de la drogodependencia preocupa tanto a los individuos como a las familias y a la sociedad en su conjunto, pues, desde todas las instancias, surgen voces de alerta y de condena. Hasta ahora, son los políticos los que proponen medidas para atajar el mal. Esta es, en verdad, una obligación que compete a las autoridades públicas. Pero también los particulares deberán promover juntas y "plataformas" de lucha contra la droga, tanto para impedir el consumo, como para condenar y perseguir el tráfico. También las instancias gubernamentales y los particulares deben crear instituciones que ayuden a los drogadictos a abandonar el consumo de droga y les posibiliten la recuperación. El mal es tan grave que requiere la acción conjunta del gobierno, de la judicatura, de las instituciones sociales y culturales y de la acción de los particulares.

Tampoco la Iglesia puede estar ausente de este cometido. Si numerosas fundaciones de Ordenes y Congregaciones religiosas tienen origen en un problema social grave que había en su tiempo y que ellas trataron de paliar, no hay duda que uno de los mayores males de nuestra época es la extensión del consumo de droga. Por ello, las instituciones eclesiales, las parroquias, los movimientos apostólicos, las viejas Ordenes religiosas y quizá nuevas Congregaciones —que ¡ojalá Dios suscite!— deberían dedicarse a este urgente problema pastoral. Si la Iglesia repite su compromiso con los pobres, no hay duda de que el colectivo de los drogadictos —y sus derivados, los enfermos del SIDA— en las viejas naciones cristianas ha de ser objeto de atención preferente. A este respecto, Pablo VI y Juan Pablo II han invitado a todos a la lucha contra la droga, la cual proponen como tarea urgente de la actividad pastoral:

"Ante el estallido de esta devastadora epidemia, la Iglesia, fiel al mandato de su divino Fundador de acudir allí donde haya un ser humano que sufre, que tiene sed, hambre, que está en la cárcel, se ha movido a las primeras alarmas, consciente de que la droga es, a la vez, sufrimiento, hambre, sed, cárcel. Esta comunidad terapéutica de San Crispín en Viterbo, que surgió hace tres años por el impulso pastoral de su obispo, es una expresión del interés de la Iglesia en este sector, como lo son las varias instituciones análogas que surgieron casi siempre gracias a organizaciones religiosas. Así el voluntariado cristiano, insustituible sobre todo en el sector de la asistencia, con su amor creativo se ha colocado en la vanguardia para la solución de la toxicomanía" 159.

Juan Pablo II, en otras ocasiones, compara la ayuda a los drogadictos a la actitud del buen samaritano:

"La labor de recuperación y de prevención de las nefastas y terribles consecuencias de la droga es actualmente no sólo benemérita, sino necesaria: el camino en el que yacen los innumerables heridos y golpeados por traumas dolorosos de la vida se ha complicado espantosamente, por ello es mayor la necesidad de buenos samaritanos".

El Pontificio Consejo para la Familia hace una llamada a las parroquias para que se comprometan en una labor pastoral de prevención, denuncia y ayuda contra la droga. Más aún, se detiene en señalar que este objetivo se incluye en su misión evangelizadora propia:

"La Iglesia propone una respuesta específica propia en su condición de titular de los valores morales humano—cristianos que conciernen a todos... Se trata de valores de la persona como tal. La propuesta de la Iglesia es un proyecto evangélico sobre el hombre... Es justamente en el seno de la actividad evangelizadora de la Iglesia donde se sitúa su intervención sobre el problema de la toxicodependencia. Dicha actividad, tanto la dirigida "ad intra" como "ad extra", conduce a servir al hombre revelándole el amor de Dios, que se ha manifestado en Jesucristo... El trabajo pastoral de la parroquia contribuye a edificar la Iglesia, comunidad de salvación, y a sanar el corazón del hombre. Y a ello tiende a través de toda su labor".

La Ética Teológica debe hacer suya esta llamada. Por ello, le corresponde exponer la gravedad de este problema con el fin de urgir la conciencia de todos los hombres, especialmente de los creyentes, a que presten su ayuda a tantos afectados. Además es propio de la Teología Moral analizar las causas que lo motivan. Y más aún, ofrecer remedios para paliar tan grave mal.

d) Causas que motivan el consumo de la droga

Abundan los escritos de psicólogos y sociólogos que tratan de diagnosticar las causas que motivan el consumo de droga. Pero, después de la lectura de diversos estudios, es preciso concluir que no es fácil hacer el retrato de todas y cada uno de las situaciones. Más aún, los autores hacen su diagnóstico a partir de su especial concepto de hombre. De aquí que la antropología condicione una vez más a la teología moral.

A partir de la antropología cristiana, cabe asegurar que la causa principal es la falta de la concepción trascendente de la existencia, a lo que acompaña siempre una carencia del sentido de la vida y una falsa jerarquía de valores. Juan Pablo II hace este enunciado de datos que motivan en no pocos el recurso a la droga:

"Dicen los psicólogos y los sociólogos que la primera causa que empuja a los jóvenes y adultos a la deletérea experiencia de la droga es la falta de puntos de referencia, la ausencia de valores, la convicción de que nada tiene sentido y que por tanto no vale la pena vivir, el sentimiento trágico y desolado de ser viandantes desconocidos en un universo absurdo, puede empujar a algunos a la búsqueda de fugas exasperadas y desesperadas... Hay un segundo motivo, según dicen los expertos, que impulsa a buscar "paraísos artificiales" en los diversos tipos de droga, y es la estructura social carente y no satisfactoria... Por último, los expertos en psicosociología dicen también que la causa del fenómeno de la droga es asimismo la sensación de soledad e incomunicación, que desgraciadamente gravita en la sociedad moderna, ruidosa y alienada, e incluso en la propia familia. Es un hecho dolorosamente cierto que, junto con la ausencia de intimidad con Dios, hace comprender pero no justificar la huida a la droga para olvidar, para aturdirse, para evadirse de situaciones que se han vuelto insoportables y opresoras, propicias para iniciar intencionadamente un viaje sin retorno".

Estos enunciados del Papa concuerdan, por ejemplo, con los resultados de los estudios de uno de los psiquiatras de mayor influencia en los estudios psicológicos de nuestro tiempo, el profesor Viktor Frankl, fundador de la "Tercera Escuela de Viena". Frankl trata de superar la "psicología del profundo" de Freud —fundador de la Primera Escuela de Viena— y la sustituye por la "psicología de la altura", o sea, la riqueza del hombre —y también el origen de las anormalidades— no está en el subconsciente, sino en el "sentido de orientación". De aquí que las anormalidades psíquicas se originan cuando falta dicho "sentido", lo cual da paso al "vacío existencias".

El judío austríaco Frankl hace un análisis minucioso de estas situaciones, estudia una amplia encuesta de drogadictos, propone como método la "logoterapia" y concluye:

"El sentido de la vida debe descubrirse, pero no puede inventarse. Lo que se inventa o es un sentido subjetivo, un mero sentimiento de sentido, o un contrasentido. Se comprende, pues, que el hombre que no es capaz de descubrir un sentido en su vida, ni tampoco imaginárselo, se inventa, para huir de la maldición del complejo de vacuidad, o bien un contrasentido o bien un sentido subjetivo. Mientras que el primer caso se da en el escenario —teatro del absurdo—, lo segundo acontece en el enajenamiento, sobre todo en el provocado por la LSD (la droga). Pero en esta embriaguez se corre el peligro de pasar por alto el verdadero sentido, las auténticas tareas que nos esperan fuera en el mundo, en oposición a las vivencias de sentido meramente subjetivas, vividas dentro de uno mismo".

El profesor austríaco sitúa el "sentido de la vida" en la "orientación" que dirige la fe en la trascendencia y en una jerarquía de valores que se corresponden con los valores objetivos que profesan las grandes corrientes éticas y las religiones universales. Así explica que la "falta de sentido" da origen a un vacío —el "vacío existencial"—. Ahí encuentra la razón del consumo de la droga:

"El complejo de vacuidad es el fundamento del auge generalizado de fenómenos tales como la agresividad, el consumo de drogas y los suicidios, concretamente entre la juventud universitaria".

Este mismo diagnóstico lo señalan otros psiquiatras españoles. Así el profesor Cervera Enguix concluye su obra sobre la droga aludiendo a la falta de sentido de la existencia, por lo que la mejora sólo se corresponde en la medida en que se corrige esa carencia personal de valores:

"Detrás de todo ello (el consumo de droga), y esto es lo más importante, existe siempre una actitud personal que induce al consumo o al abuso de estos productos. O se modifica esa actitud personal, o será muy difícil solucionar el problema".

Según los resultados de una encuesta realizada por el Ministerio de Cultura de España entre 1596 jóvenes, el 76 % de los encuestados se drogan llevados por motivos y problemas personales: búsqueda de nuevas experiencias (38 %), soledad y timidez (21,6 %), etc. .

A vista de estos datos, parece que la respuesta cristiana se hace insustituible. De forma eminente, sólo la praxis de la fe dará sentido trascendente a la vida de los hombres, les mostrará la clave de la dignidad de la persona y les ayudará a aspirar a los grandes ideales que ofrece la Ética Teológica.

Además de la atención sanitaria, siempre que sea posible, el horizonte en el que debe moverse la oferta cristiana, ha de ser el de ofrecer a los drogodependientes una visión cristiana de la existencia, tal como enseña Juan Pablo II:

"La Iglesia tiene una tarea específica que consiste en educar en el sentido de la dignidad humana, en el respeto de sí mismo, en los valores del espíritu, en la búsqueda de aquella alegría verdadera que habita en el corazón y no en la estimulación pasajera de los sentidos".

Cabría citar otros muchos testimonios de los Papas y de los Obispos que hacen continuas llamadas a que la aportación de la Iglesia a los drogadictos son los auxilios que presta la fe. Por eso, si bien no debe rehuir otros medios, tales como acoger, comprender, perdonar y ofrecer medios terapéuticos, no puede menos de ofertar el sentido religioso y trascendente de la vida:

"Los ideales puramente humanos y terrenos —tales como el amor, la familia, la sociedad, la patria, la ciencia, el arte, etc.—, incluso teniendo una fundamental importancia para la formación del hombre, no siempre llegan, por diversos motivos, a dar un significado completo y definitivo a la existencia. Se necesita la luz de la Trascendencia y de la Revelación cristiana. La enseñanza de la Iglesia, anclada en la palabra indefectible de Cristo, proporciona una respuesta iluminadora y segura a los interrogantes sobre el sentido de la vida, enseñando a construirlo sobre la roca de la certeza doctrinal y sobre la fuerza moral que proviene de la oración y de los sacramentos. La serena convicción de la inmortalidad del alma, de la futura resurrección de los cuerpos y de la responsabilidad eterna de los propios actos, es el método más seguro también para prevenir el mal terrible de la droga, para curar y rehabilitar a sus pobres víctimas, para fortalecer en la perseverancia y en la firmeza de las vías del bien".

Otras instituciones ofrecerán valores humanos elevadores, como la familia, la amistad, el amor, etc. e incluso distintas pistas curativas. La Iglesia, evidentemente, aprovechará los adelantos técnicos, pero no puede renunciar a lo que le es propio. Incluso el Papa alerta contra la tentación de creer que la drogadicción se limitaría en el caso de que se liberase y aun su empleo se aceptase jurídicamente: "La droga no se vence con la droga. Las drogas sustitutivas no son una terapia suficiente, sino más bien un modo velado de rendirse ante el fenómeno".

Y aún más explícito:

"La droga es un mal, y ante el mal no caben concesiones. Las legislaciones, incluso parciales, además de ser por lo menos discutibles en relación con lo que debe ser una ley, no surten los efectos que se habían prefijado. Una experiencia ya común lo confirma. Prevención, represión, rehabilitación: he aquí los puntos focales de un programa que, concebido y llevado a cabo a la luz de la dignidad del hombre y apoyado en unas correctas relaciones entre los pueblos, suscita la confianza y el apoyo de la Iglesia".

En las discusiones actuales acerca de la conveniencia o no de legalizar la droga con el fin de acabar con su comercialización, parece que, si bien el tráfico de drogas podría disminuir, hay serios reparos sobre si, al mismo ritmo, descendería su uso. La sospecha parte de otras experiencias similares, llevadas a cabo sin éxito, como ha sido la prohibición absoluta del alcohol, de la "ley seca", en ciertas épocas y en algunos países. Además, desde el punto de vista ético, parece que el mal no debe nunca adquirir vigencia jurídica que lo proteja y justifique legalmente.

CONCLUSIÓN

La grandeza de la vida está de continuo amenazada y, cuando no se respeta su dignidad, se cumple el adagio clásico de que "lo peor es la corrupción de lo bueno" (corruptio optimi pessima).

En efecto, contra el deseo primario de vivir, se levanta la injusticia de la muerte violenta causada por el homicidio irracional y, frente al ideal de vivir, se sitúa el hastío de la vida que conduce al suicidio. Por eso, la injusta agresión, el terrorismo, la tortura, la manipulación física o psíquica, etc. son violaciones que se oponen frontalmente al derecho primario del hombre, que es vivir una existencia digna de la persona humana.

Pero también el mismo sujeto en ocasiones se opone a la calidad de vida: esa existencia digna que toda persona está llamada a desarrollar. A esa calidad de vida humana se oponen no pocas actitudes que degradan al hombre, entre las que sobresalen el abuso del alcohol y el consumo de droga.

Nuestro tiempo es testigo de dos hechos contradictorios: el canto a la vida hasta el punto de que ha sido la época del "vitalismo", tanto filosófico como existencias, hasta el desprecio de la misma vida, tal como se constata por los cruentos genocidios de los que ha sido testigo nuestro siglo y por la degradación de la vida que se observa en zonas amplias de nuestra cultura.

En medio de tanta contradicción, la moral católica apuesta por el valor de la vida humana y alienta al hombre a que, al mismo tiempo que aprecia y protege su vida, se empeñe y defienda la vida de los demás. Este ha sido el mensaje del Concilio Vaticano II:

"El Concilio inculca el respeto al hombre, de forma que cada uno, sin excepción de nadie, debe considerar al prójimo como "otro yo", cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente, no sea que imitemos a aquel rico que se despreocupó totalmente del pobre Lázaro.

En nuestra época principalmente, urge la obligación de acercamos a todos y de servirlos con eficacia cuando llegue el caso, ya se trate de ese anciano abandonado de todos, o de ese trabajador extranjero despreciado injustamente, o de ese desterrado, o de ese hijo ¡legítimo que debe aguantar sin razón el pecado que él no cometió, o de ese hambriento que recrimina nuestra conciencia, recordando la palabra del Señor: cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis (Mt 25,40)" (GS, 27).

DEFINICIONES Y PRINCIPIOS

VALOR DE LA VIDA HUMANA: La vida del hombre tiene un valor en sí incalculable, pues tiene su origen en Dios y en Dios alcanza su fin último, por eso sólo Dios es dueño de la vida y de la muerte.

Principio: Dado que Dios es el dueño de la vida, el hombre es su "administrador", pero la "administra" como ser inteligente y libre. Por eso tiene la misión de defenderla y conservarla.

TEMAS QUE INCLUYE ESTA DOBLE MISIÓN: Defender y conservar la vida integra, entre otros, los siguientes temas:

a) defenderla:

– homicidio

– muerte del injusto agresor

– pena de muerte

– tortura

– manipulación psíquica

b) conservarla:

– suicidio

– huelga de hambre

– trasplantes de órganos

– experimentaciones médicas

– alcoholismo

– drogadicción

HOMICIDIO: Es la muerte directa del inocente.

Principio: El "no matar" del quinto Mandamiento se expresa con el término "rasach" que significa la muerte directa del inocente. Por consiguiente, prohibe sólo el homicidio.

Principio: Entre los homicidios más injustos se deben enumerar los muchos que ocasiona el terrorismo. Además provoca el odio, la venganza y erosiona la convivencia social. Por eso la Iglesia debe condenarlo no sólo con palabras, sino con signos que adviertan la gravedad de estos crímenes.

a) defenderla

b) conservarla

MUERTE DEL INJUSTO AGRESOR: Es la que se sigue de modo no directamente querido, como consecuencia de la legítima defensa.

Principio: Cuando concurren las circunstancias que legitiman la defensa de la vida propia o ajena o de otro bien fundamental, se pueden usar medios que conllevan la muerte del injusto agresor. La causa que justifica esa muerte es el deber de defenderse.

PENA DE MUERTE: Es el castigo impuesto por la autoridad legítima al que ha cometido un delito o falta especialmente grave.

Principio: Dada la gravedad de esta pena, sólo puede imponerse en aquellas situaciones en las que el Estado no pueda defenderse de alguien que perturba seriamente la convivencia social. Parece que tales condiciones no se dan ya en casi ningún Estado.

TORTURA: Grave dolor físico o psíquico infligido a una persona, con métodos y utensilios diversos, con el fin de obtener de ella una confesión, o como medio de castigo.

Principio: La tortura física o psíquica significa una violación especialmente grave contra la dignidad del hombre. No hay, pues, situación alguna que la justifique. Por ello debe considerarse como una acción intrínsecamente mala.

MANIPULACIÓN PSÍQUICA: Es intervenir con medios hábiles en la psicología de la persona con el fin de disminuir o anular su libertad.

Principio: Nunca se justifica moralmente usar fármacos o penetrar de modo violento en la intimidad de la persona, de forma que se resienta la libertad o la conciencia del individuo.

SUICIDIO: Es darse a sí mismo la muerte.

Principio: Dado que el hombre no es dueño absoluto de su vida, el suicidio es moralmente condenable.

HUELGA DE HAMBRE: Abstinencia voluntaria y total de alimentos para mostrar la decisión de morirse si no se consigue lo que pretende.

Principio: La moralidad de la huelga de hambre debe reunir algunas condiciones muy graves en proporción al riesgo de que peligre seriamente la propia vida. No debe traspasar el umbral de los daños físicos irreversibles.

TRASPLANTES DE ÓRGANOS: Insertar en un cuerpo humano un órgano sano o parte de él, procedentes de un individuo de la misma o de distinta especie, para sustituir a un órgano enfermo o parte de él.

Principio: Supuestas las garantías médicas, es lícito el trasplante en todas las condiciones que indica su definición, excepto aquellas que pueden trasmutar la personalidad del individuo, como son las glándulas sexuales.

EXPERIENCIAS MEDICAS: Por su importancia y actualidad, así como por lo que suponen para el avance de la medicina, de ellas se ocupan los diversos Códigos Médicos.

Principio: Son lícitas si respetan la dignidad del enfermo y contribuyen a su salud, tal como formulan los distintos Códigos Deontológicos de la Medicina y de la Farmacia.

ALCOHOLISMO: Es el abuso de bebidas alcohólicas.

Principio: El alcoholismo es un pecado grave, por cuanto daña la salud y disminuye o anula las facultades intelectuales del hombre. Además, cuando se adquiere el hábito, constituye un riesgo para la procreación. Finalmente, el individuo puede ser responsable de los daños que provoca en el estado de embriaguez.

DROGADICCIÓN: Es el hábito de quienes se dejan dominar por alguna droga.

Principio: Consumir drogas es un pecado especialmente grave. Además de disminuir o anular las facultades psíquicas, causa en el individuo verdaderos estragos físicos y psíquicos. Además, el consumo de drogas crea fácilmente la drogodependencia, con todas las secuelas personales, familiares y sociales que conlleva.

Principio: Dado el riesgo actual en el inicio de consumo de drogas, el remedio más oportuno es combatir las causas que lo producen y despertar en la juventud ideales de una vida digna del hombre y del cristiano.