CAPITULO VIII

FINALIDAD PROCREADORA DEL MATRIMONIO.
SENTIDO DE LA SEXUALIDAD

 

ESQUEMA

INTRODUCCIÓN: Por la importancia del tema, se dedica todo este amplio capítulo a la cuestión ética de la vida sexual, tanto en el ámbito del matrimonio como en la vida individual de los célibes.

I. LA PROCREACIÓN EN EL MATRIMONIO

Se analizan diversos factores que contribuyen a que, incluso en el ámbito de la moral católica, se den entre los autores opiniones encontradas. Cabe formular las siguientes causas:

l. Decrecimiento del número de hijos en algunas naciones. Se recoge la denuncia de los Papas contra un sector de la cultura actual, a la que cabe calificar como una "cultura anti—life".

2. Diversas interpretaciones de las "escuelas teológicas". Se menciona la doctrina agustiniana de los "bienes del matrimonio", la de los "fines" propuesta por Tomás de Aquino y la teoría fenomenológica, que deriva del existencialismo y de la filosofía de los valores.

3. Doctrina del Concilio Vaticano II. La Constitución Gaudium et spes se hace eco de la discusión en torno a estas tres teorías y, con nomenclatura más sintética, no recoge los sintagmas 'fin primario" y 'fin secundario" del matrimonio, sino que habla de 'fines y bienes varios". Pero enseña que el matrimonio está orientado "por su propia naturaleza a la procreación". En consecuencia, hay un cambio terminológico, si bien perdura la misma enseñanza.

II. SENTIDO DE LA SEXUALIDAD HUMANA

l. Interpretación biológica y psíquica de la sexualidad. Se mencionan los diversos elementos que se integran en la sexualidad humana; a saber: genital, afectivo, cognoscitivo, placentero y procreador. A estos cinco elementos, la antropología cristiana añadiría la dimensión teocéntrica.

2. Principios cristianos en torno a la sexualidad. Tres son las verdades que destaca la moral cristiana respecto a la sexualidad: su alto valor humano, el dominio del instinto sexual y el recto uso en orden a la procreación.

III. DOCTRINA BÍBLICA SOBRE EL SENTIDO Y VALOR DE LA SEXUALIDAD

l. Datos del A. T. En este amplio apartado se aducen los datos abundantes del A. T. en torno al valor de la sexualidad, así como las condenas de los distintos usos indebidos.

2. Juicio moral del N. T. sobre la sexualidad. Se aporta la doctrina de Jesucristo y los datos que se encuentran en los demás escritos del N. T.

3. Doctrina de la Tradición. En cuatro apartados se estudian los siguientes puntos: confrontación entre la moral sexual pagana y la enseñanza cristiana; condena de los Padres de diversos pecados sexuales; valoración patrística de la sexualidad y sus enseñanzas en torno a la relación hombre—mujer en el ámbito conyugal y extramatrimonial.

4. Enseñanza del Magisterio. Se mencionan algunos documentos más destacados de los Papas anteriores a Pablo VI.

5. Documentos más recientes. Se destaca la doctrina de la Declaración "Persona humana", que advierte contra tres abusos en la vida sexual: las relaciones prematrimoniales, la homosexualidad y la masturbación.

6. Calificación teológica de los pecados contra la virtud de la castidad. Se estudian dos temas decisivos: la gravedad del pecado sexual y si se da "parvedad de materia" en los pecados sexuales. Ambos temas son de excepcional importancia para la valoración ética, tanto en el ámbito de la enseñanza moral como en el confesonario.

IV. MORALIDAD DE LAS RELACIONES CONYUGALES

En este último apartado se estudia el extenso campo de la moralidad sexual en la vida conyugal. En concreto se contemplan los siguientes puntos:

1 . La procreación, exigencia del amor conyugal

2. Carácter unitivo y procreador del acto conyugal

3. La procreación no es el único 'fin" del amor esponsalicio

4. Posibles conflictos entre procreación y amor conyugal

5. Significado de la "paternidad responsable"

6. El recurso a los periodos infecundos

7. Continencia periódica y anticoncepcionismo

8. La moralidad de los medios

9. El recurso a los medios naturales

10. Valoración del "principio de totalidad"

11. Necesidad de la castidad conyugal

ANEXO: Dado que el tema tiene un especial reflejo en el confesonario, el capítulo finaliza con unas ideas muy concretas para el confesor acerca de la valoración ética de los pecados sexuales.

INTRODUCCIÓN

En el Capítulo anterior se distinguió entre el amor que motiva la entrega de un hombre y una mujer, la esencia del matrimonio que se fija en el vínculo a que ha dado lugar el consentimiento y las propiedades esenciales que brotan de la misma institución matrimonial, o sea, la unidad y la indisolubilidad. En este Capítulo se trata de la procreación, tan unida a la naturaleza misma del matrimonio.

Como enseña el Concilio Vaticano II: "El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos, pues los hijos son don excelentísimo del matrimonio y contribuyen grandemente al bien de los mismos padres" (GS, 50). En efecto, la historia de la humanidad confirma no sólo que el amor conyugal se orienta a la procreación, sino que el afecto marital busca y desea tener descendencia. De ordinario, las diversas culturas de la antigüedad juzgaban la fecundidad como un don del matrimonio, por lo que la esterilidad era considerada como una deficiencia desgraciada en la vida de los esposos. Este sentimiento y la situación familiar a que daba lugar era especialmente grave en el mundo semita, tal como consta por el Antiguo y Nuevo Testamento. Y es que los hijos son el fruto normal del matrimonio, siempre que la naturaleza u otras razones ajenas al amor conyugal no priven sobre la realidad misma del matrimonio.

De aquí que las diversas culturas sostengan, de un modo más o menos explícito, que la procreación no está sometida al capricho de los esposos. La interrelación sexual conyugal gozó siempre de un honor especial: no es, pues, el elemento lúdico del matrimonio. En efecto, la sexualidad nunca es considerada como un tema exclusivamente fisiológico, sino que, de modo general, se intuye que es un fenómeno tan profundo que afecta a los esposos como tales. Además se destaca que sus efectos se dejan sentir en toda la sociedad. Y esto se deduce no sólo de las irregularidades a que da lugar una sexualidad no controlada o patológica, sino del fruto normal que origina, es decir, los hijos.

Por eso, junto al gozo de la maternidad—paternidad, las diversas culturas así como los distintos ámbitos religiosos enseñan que la procreación demanda algunos postulados éticos. En primer lugar, aparece el deber mismo de engendrar, pero también urgen las obligaciones que entraña la atención y educación de los hijos habidos en el matrimonio.

En el presente Capítulo se trata de la finalidad procreadora del matrimonio, así como de la moralidad de las relaciones conyugales entre los esposos. Asimismo se estudia la eticidad de la vida sexual en general: corresponde al tratado clásico sobre la virtud de la pureza y de los pecados contra esta virtud. O, si se sigue los Manuales que estudian la Ética Teológica según el esquema de los preceptos, aquí se contemplan los mandamientos sexto y noveno.

I. LA PROCREACIÓN Y EL MATRIMONIO

En los últimos años existe una controversia acerca de la fecundidad en el matrimonio. En esta discusión concurren diversos factores que, para nuestro intento, cabe reducir a dos. El primero es profundo y universal. Es el hecho de un cambio cultural decisivo: hasta nuestro siglo se favorecía el nacimiento de los hijos, mientras que la actualidad se caracteriza por lo que se ha venido en llamar civilización anti—vida (anti—life mentality) o "miedo a los hijos". El segundo factor es intraeclesial, se trata de las diversas corrientes y escuelas teológicas que tratan de fundamentar la obligación de procrear que atañe a los esposos.

1. Decrecimiento del número de hijos en algunas naciones

Según las estadísticas, en amplias zonas del planeta —al menos en las viejas naciones de Europa, América del Norte y Canadá, en las principales naciones de Asia, como China, Japón, etc.— el descenso de la natalidad contrasta con el número de nacimientos que se daba aun a principio de este siglo.

Las causas son muy variadas y complejas. Entre otras, cabría enunciar las siguientes: el conocimiento de nuevos métodos anticonceptivos, el afán de comodidad que engendra el bienestar de la sociedad de consumo, la disminución de estímulos religiosos, el descenso de los valores morales, la despreocupación de las normas éticas, la situación social de la mujer incorporada al trabajo fuera de la casa, la abundante propaganda anticonceptivo, el estado de pobreza en algunas naciones, las dificultades sociales con las que se enfrentan las familias numerosas, la situación de inseguridad ante el futuro que siembran ciertos espíritus críticos al desarrollo de la humanidad, etc., etc. Juan Pablo II hace el siguiente análisis de la situación anti—vida:

"El progreso científico—técnico... no desarrolla solamente la esperanza de crear una humanidad nueva y mejor, sino también una angustia cada vez más profunda ante el futuro. Algunos se preguntan si es un bien el vivir o si sería mejor no haber nacido; dudan si es lícito llamar a otros a la vida, los cuales quizá maldecirán su existencia en un mundo cruel, cuyos terrores no son ni siquiera previsibles. Otros piensan que son los únicos destinatarios de las ventajas de la técnica y excluyen a los demás, a los cuales imponen medios anticonceptivos o métodos aun peores. Otros todavía, cautivos como son de la mentalidad consumiste y con la única preocupación de un continuo aumento de bienes materiales, acaban por no comprender, y, por consiguiente, rechazar la riqueza espiritual de una nueva vida humana. La razón última de estas mentalidades es la ausencia en el corazón de los hombres de Dios, cuyo amor solo es más fuerte que todos los posibles métodos del mundo y los puede vencer" (FC, 30).

Todos estos elementos conjuntados han creado una nueva sensibilidad que lleva a que el ideal del matrimonio no sean los hijos; más aún, se busca descaradamente la forma de evitarlos. La procreación ya no es un bien del matrimonio, sino que los esposos los excluyen y persiguen otros móviles ajenos y aun contrarios a esta misión natural de ser padres.

Las estadísticas que ofrecen los diversos organismos Nacionales e Internacionales son una prueba de ello. Pero además cabría citar diversos testimonios de políticos e intelectuales que denuncian una situación en la que la disminución de la natalidad se presenta como un mal para la convivencia del futuro. Para nuestro intento es suficiente el testimonio de Juan Pablo II que denuncia esa situación:

"En la actualidad ha nacido una mentalidad contra la vida (anti—life mentality), como se ve en muchas cuestiones actuales: piénsese, por ejemplo, en un cierto pánico derivado de los estudios de los ecólogos y futurólogos sobre demografía, que a veces exageran el peligro que representa el incremento demográfico para la calidad de la vida" (FC, 30).

2. Diversas interpretaciones de las "escuelas teológicas"

También la procreación ha tenido interpretaciones diversas en el ámbito de la teología moral. Esta circunstancia no es ajena al descenso de la natalidad en las familias cristianas, dado que algunas teorías contribuyeron a oscurecer la doctrina bíblica sobre la procreación en el matrimonio. Pero más que el aspecto negativo, aquí nos interesa conocer la verdadera doctrina sobre la finalidad procreadora del matrimonio. A este respecto, la ética teológica se reparte al menos en tres corrientes que, cronológicamente, se han sucedido en la historia de la doctrina moral.

a) Teoría de los "bienes" del matrimonio

San Agustín, en defensa de la bondad del matrimonio contra los maniqueos, desarrolla la teoría acerca de los "bienes del matrimonio", que reduce a tres:

— El "bien de la fidelidad" (bonum fidei), mediante el cual los esposos viven el amor uno e indivisible como medio y camino para alcanzar la propia felicidad.

— El "bien de la prole" (bonum prolis), que incluye no sólo a la generación de los hijos, sino también su educación, de forma que, si se fomenta este bien, se contribuye a la prosperidad de las familias.

— El "bien del sacramento" (bonum sacramenti), o sea, el sacramento que informa el conjunto del dinamismo de la vida conyugal, lo cual eleva la vocación natural del hombre y de la mujer a vivir en matrimonio.

Esta doctrina se encuentra en diversos pasajes de los escritos de San Agustín. En comentario al Génesis, escribe:

"Lo que hace bueno al matrimonio y los bienes del matrimonio son tres... la fe, la prole y el sacramento... En la fidelidad se atiende a que, fuera del vínculo conyugal, no se tenga comercio carnal con otro o con otra; en la prole, a que se la reciba con amor, se la críe con benignidad y se eduque religiosamente; en el sacramento, a que el matrimonio no se disuelva y que el abandonado o abandonada no se una con otro ni siquiera por razón de la prole. Esta es como la regla del matrimonio, con la que se ennoblece la fecundidad de la naturaleza y se reprime la perversidad de la incontinencia".

Esta doctrina se repite con frecuencia en sus escritos.

b) Teoría de los "fines"

Tiene su origen en la doctrina de Tomás de Aquino, si bien no ha sido elaborada por él tal como tuvo vigencia siglos más tarde.

El Aquinate conoce y expone la doctrina agustiniana de los bienes, que también había sido acogida por Pedro Lombardo. La quaestio 49 del Suplemento de la Suma Teológica se titula: De bonis matrimonii. Santo Tomás se pregunta: "Si es completa la enumeración de los bienes del matrimonio propuesta por el Maestro de las Sentencias, a saber, la fidelidad, la prole y el sacramento". El responde afirmativamente y los explica así: "El matrimonio es un acto natural y, a la vez, un sacramento de la Iglesia". Respecto al matrimonio le corresponde "en razón del fin, la prole, como un fin del matrimonio". Y también "la fidelidad, en virtud de la cual se junta el hombre con su mujer y no con otra". Pero, además "le corresponde otra bondad al matrimonio por su condición de sacramento, la cual se designa con el mismo nombre de "sacramento".

Seguidamente explica cada uno de esos tres bienes: Por "prole no se incluye únicamente su procreación, sino también su educación". Por "fe" no entiende la virtud teologal, sino "parte de la justicia... en cuanto que se "dan palabra de cumplir lo prometido". Finalmente, "en el "sacramento" no sólo se comprende la indisolubilidad, sino además aquellas otras realidades que fluyen del matrimonio en cuanto significa la unión de Cristo con la Iglesia".

Pero Santo Tomás trata de esclarecer cuál de los tres bienes es el más importante. Para ello propone que es necesario considerar el tema bajo otros tres puntos de vista distintos:

— Si se toma como término de comparación la "dignidad", es claro que lo más digno es el sacramento, al que siguen la fidelidad y la procreación.

— Si el punto de referencia se determina por lo que "es más esencial" entonces, si los tres bienes se consideran en sí mismos, también "el sacramento es más esencial al matrimonio que la fidelidad y los hijos", pues existen "algunos matrimonios sin hijos y sin fidelidad".

— Pero, dado que los tres bienes son esenciales —"sin ellos no se da el matrimonio"—, si se renuncia a la "intención de tener prole" o a "guardar la fidelidad", de forma que "al prestar el consentimiento matrimonial se estableciera algo en contra de ellas, no habría verdadero matrimonio". En tal caso, lo primero es el bonum prolis:

"Es evidente que la prole es elemento esencialísimo del matrimonio; la fidelidad ocupa el segundo lugar y al sacramento le corresponde el tercero".

Esta doctrina de Tomás de Aquino deriva de su concepción filosófica. El Aquinate, como es habitual, trata de definir y nacionalizar el matrimonio, por lo que pregunta acerca de su esencia. Santo Tomás, en una época en la que se está en "posesión tranquila" de la bondad del matrimonio, no trata de ensalzar sus "bienes" ni de defenderlo contra posibles objetores, sino que pretende definir su naturaleza: ¿Qué es lo propio del matrimonio frente a las demás instituciones que rigen la vida del hombre? ¿Qué es lo que realmente constituye la unión del hombre y de la mujer en el matrimonio?

Para ello recurre a un principio básico de la filosofía: en el orden de la praxis el "fin" juega el mismo papel que los "primeros principios" en el orden teórico. Pues bien, el fin último para el cual se instituyó el matrimonio ha sido para la prolongación de la especie. En consecuencia, un camino para definir el matrimonio es designar sus fines. Aquí introduce su doctrina sobre los dos fines: "De forma que el matrimonio tiene como fin principal (pro fine principali) la procreación y educación de la prole, y este fin le compete al hombre según su naturaleza genérica, siendo, por lo mismo, común a los demás animales". A continuación habla del "fin secundario" (pro fine secundario) e incluye en él la "mutua fidelidad" y el "sacramento". La "fidelidad mutua", es un fin, por cuanto "es algo peculiar" del hombre. También lo es el "sacramento", en cuanto es bautizado.

En este sentido, el Aquinate no propone la teoría de los "fines" tal como se lo desarrollaron los autores posteriores, puesto que en él la jerarquización de fines no es tan rígida como en los comentaristas. Además usa indistintamente los términos "fines" y "bienes". Por eso concluye:

"Aún tiene otro fin el matrimonio de los fieles, a saber, el de significar la unión de Cristo y de la Iglesia, y por razón de este fin, el bien del matrimonio se dice "sacramento". Así, pues, el primer fin compete al matrimonio del hombre en cuanto es animal; el segundo, en cuanto es hombre, y el tercero, en cuanto es un fiel cristiano".

En este contexto, Tomás de Aquino no contrapone "fin primario" y "fin secundario" tal como la escolástica posterior propuso la teoría acerca de los "fines del matrimonio". Solamente en la q. 41, el Aquinate contradistingue el "fin principal (ad principalem eius finem), o sea la prole" y el "segundo fin" (quantum ad secundum finem matrimonium), que consiste en los servicios mutuos que los cónyuges deben prestarse en los quehaceres domésticos".

En este mismo artículo, el Aquinate enseña que "el matrimonio fue instituido principalmente (principaliter) para el bien de la prole... y tiene como fin secundario (secundarius finis) el remedio de la concupiscencia".

Como se ve, tanto la terminología como la graduación de fines o de bienes no es totalmente homogénea entre Santo Tomás y los tomistas. La fijación de la teoría de "fin primario y fin secundario" se debe a los comentaristas posteriores a la Suma Teológica y sobre todo de los comentarios a la doctrina de Pedro Lombardo.

Pero el hecho es que, a partir del siglo XVI, esta teoría se generaliza y es asumida por el Magisterio hasta lograr introducirse en el Código de Derecho Canónico de 1917 (c. 1013). Más aún, cuando surgen doctrinas erróneas sobre la finalidad procreadora, el Magisterio urge esta doctrina a partir de esa clasificación jerárquica de fines. Este es el sentido de la resolución del Santo Oficio, en abril de 1944 (Dz. 2295).

No obstante, la generalización ha sido más a nivel de enseñanza escolar y de tratados académicos, que de documentos magisteriales. En efecto, en contra de lo que se afirma, la Encíclica Casti connubii —llamada la "Carta Magna" del matrimonio— a pesar de que menciona de modo expreso esta teoría (cfr. nn. 14; 23—24; 60), no obstante el desarrollo doctrinal se hace sobre la mención expresa de la enseñanza agustiniana de los tres bienes (cfr. nn. 11—18). También el Papa Pío XII habla indiferentemente de "bienes o valores y fines".

En resumen, es cierto que los Papas urgen la finalidad procreadora del matrimonio, la cual, ciertamente, queda resaltada en la teoría del "doble fin"; pero, cuando exponen la doctrina sobre el sentido del matrimonio, subrayan que éste alcanza su pleno sentido cuando se orienta a la perfección total de los esposos. Así lo afirma el Papa Pío XI:

"Esta mutua conformación interior de los esposos, este constante anhelo de perfeccionarse recíprocamente, puede incluso llamarse, en un sentido pleno de verdad, como enseña el Catecismo Romano, causa y razón primaria del matrimonio, siempre que el matrimonio se entienda no en su sentido más estricto de institución para la honesta procreación y educación de la prole, sino en el más amplio sentido de comunión, trato y sociedad de toda la vida" (CC, 9).

c) Teoría fenomenológica y existencial

Contra la teoría de los "fines" reaccionaron algunos autores que, movidos por filosofías más antropológicas, resaltaron la mutua perfección de los esposos como fin primario del matrimonio. Esta doctrina tiene un doble origen, uno "confesable": era la reacción a la nomenclatura de "fin primario" y "fin secundario", cuando se exageraba esa jerarquización de fines, de modo que se proponían como "secundarias" tantas realidades valiosas a la institución matrimonial, cuales son el amor mutuo, la perfección que conlleva la intercomunidad personal, el diálogo intersexual, etc. La otra causa es menos "confesable": se correspondía con la falta de amor a los hijos y la sobreestimación de la sexualidad en el ámbito conyugal. Coincide con una época en la que se insiste en los medios para el control de la natalidad con motivo del descubrimiento de los periodos infecundos de la mujer.

Pero el error escolar es el mismo. También estos autores hacen una jerarquía excesivamente rígida de los fines, lo que les lleva a trastocar el orden de prioridad. Para ellos el "fin primario" es el mutuo amor de los esposos, con el subsiguiente menosprecio del valor de la procreación, que ellos catalogan como "fin secundario". Todo ello es fruto de una elección dialéctica de la "jerarquía de fines".

El autor más conocido fue el moralista alemán Heriberto Doms, el cual argumentó a favor de esta tesis con el recurso a la biología delatando las falsas ideas acerca de la fecundación sobre las que se asentaba la teoría del "fin primario". El profesor de Münster defendía que la finalidad del acto conyugal no es engendrar, sino la unión personal de los esposos, por lo que esto sería el "fin principal" del matrimonio; la procreación es tan sólo un "fin secundario", pues los hijos, escribe, no son "fin", sino "efecto". El libro fue incluido en el Índice y el Santo Oficio condenó esta doctrina mediante el Decreto más arriba citado.

La condena romana contribuyó a que se fijase aún más la doctrina del "fin primario" y "fin secundario", de forma que los Manuales católicos, tanto de Teología Moral como de Derecho Canónico, repitieron de modo unánime esa nomenclatura hasta la fecha inmediata al Concilio Vaticano H. Pero el Concilio alcanzó una síntesis entre las exageraciones puntuales de ambas "escuelas".

3. Doctrina del Concilio Vaticano II

La discusión finaliza con la retirada del libro de Doms, pero continuó el estudio entre los teólogos. Se imponía un replanteamiento que llevase a descubrir la complementariedad que existe entre la procreación y el amor de los esposos: ¿Qué papel juega el amor en el matrimonio? ¿Cómo conjugar amor y procreación? Estas eran las preguntas que subyacen en las discusiones teológicas de ese tiempo.

Es preciso adelantar que una respuesta adecuada se encuentra ya en el libro de Karol Wojtila, Amor y responsabilidad, publicado en Lublin el año 1960. El profesor de Ética de aquella Universidad mantenía que una teoría de los fines que no vaya acompañada del respeto y del amor a la otra persona, no responde a la ética cristiana. Pero, igualmente, que una descripción fenomenológica del amor que no esté abierto a la vida, lleva consigo la negación del ser específico del amor, el cual incluye y demanda la procreación.

El Concilio trató de profundizar en la naturaleza misma del matrimonio más que en fijar sus fines. La pregunta sería ésta: "¿qué es el matrimonio?", y no "¿para qué fue instituido?". Las Actas testifican que el Concilio asumió una vía media entre quienes piensan que el amor ocupa el primer lugar y aquellos que temen que el amor afecte sólo a la subjetividad, con el consiguiente riesgo de que no se fundamente con rigor la naturaleza del matrimonio.

Con esta premisa, el Concilio define el matrimonio como "la íntima comunidad conyugal de vida y amor establecida sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre el consentimiento personal e irrevocable" (GS, 48). Por consiguiente, la esencia del matrimonio no es el amor, sino que éste es un elemento que lo constituye: el matrimonio es, precisamente una institución que regula la entrega mutua del hombre y de la mujer, o sea, es la institución del amor conyugal: "institutum" y "amor coniugalis" son dos aspectos del matrimonio. "El matrimonio no es el "institutum" asépticamente; el matrimonio no es el "amor coniugalis" en abstracto. El matrimonio es el "institutum amoris coniugalis", o el amor conyugal institucionalizado". En consecuencia, "no existiría el institutum de no haber existido el amor coniugalis, y éste no puede darse sin dar origen a aquél".

Seguidamente, el Concilio fija la relación entre amor y procreación: ésta brota de la misma naturaleza del amor conyugal:

"Por su índole natural, la misma institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y a la educación de los hijos" (GS, 48).

Más adelante. el Concilio reafirma esta enseñanza en términos aún más precisos:

"El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos" (GS, 50).

Este planteamiento supera la discusión en torno a los "fines". No obstante, el Concilio hace uso el término "fin" en diversos momentos. Por ejemplo, emplea la expresión "los demás fines" (GS, 50) y "fines varios" (GS, 48); pero, al mismo tiempo, supera esa teoría, pues habla indistintamente de "bienes" y "fines" (GS, 48; 51) y los formula en plural "bienes y fines varios" (GS, 48). En ningún caso se mencionan los sintagmas "fin primario" y "fin secundario", pero recoge la doctrina acerca de la finalidad procreadora, pues afirma que es de "índole natural" del matrimonio (GS, 48) y que el amor está "orientado por su propia naturaleza" a la procreación (GS, 50). Tampoco contrapone los "diversos fines", sino que los asume y los armoniza entre sí.

A pesar de que el amor conyugal está orientado a la procreación, ésta no se constituye como fin único de tal unión:

"El matrimonio no es solamente para la procreación, sino que la naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste ordenadamente, progrese y vaya madurando" (GS, 50).

De este modo el Concilio retoma la doctrina tradicional, pero sin aristas de "escuela", pues armoniza "bienes" y "fines", "amor" y "procreación". En resumen, cabe decir, que el Concilio no asume la teoría de los "fines", pero acepta la doctrina que subyace a ella; tampoco subraya la jerarquización entre amor y procreación, sino que trata de interrelacionarlos con el fin de lograr una síntesis entre el amor que une a los esposos y la procreación que sigue a tal unión.

El resultado es que el matrimonio dice relación directa al amor, pero no se identifica con él, sino que es una institución que normaliza el amor entre el hombre y la mujer, es decir, es la institución del amor conyugal. Pero, al mismo tiempo, ese amor connota la fecundidad. En consecuencia, ambas realidades confluyen en la naturaleza de la institución matrimonial, de modo que el amor conyugal no rebaja las exigencias procreadoras inherentes al matrimonio, al mismo tiempo que la finalidad procreadora no oscurece el valor del amor conyugal. Así queda expresado en este magnífico texto que se inscribe bajo el título De matrimonii foecunditate:

"El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos. Desde luego, los hijos son don Excelentísimo del matrimonio y contribuyen grandemente al bien de sus mismos padres. El mismo Dios, que dijo: No es bueno que el hombre esté solo (Gen 2,18), y el que los creó desde el principio los hizo varón y hembra (Mt 19,4), queriendo comunicarle una participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: Creced y multiplicaos (Gen 1,28). Por tanto, el auténtico ejercicio del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar, que nace de aquél, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar valerosamente con el amor del Creador y Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia. En el deber de transmitir la vida humana y educarla, lo cual hay que considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes" (GS, 50).

Esta concordia entre el amor conyugal y la procreación vuelve a plantearse de modo expreso en los textos en los que el Concilio afirma que "es preciso conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida" (cfr. GS, 51), de lo que hablaremos en el apartado siguiente.

En resumen, si bien el Concilio ha querido armonizar las teorías de los bienes y de los fines y no menciona de modo expreso la jerarquización de fines, no obstante, la finalidad procreadora está subrayada en los textos conciliares. Así lo interpreta Juan Pablo II:

"Según el lenguaje tradicional, el amor, como fuerza superior, coordina las acciones de la persona, del marido y de la mujer, en el ámbito de los fines del matrimonio. Aunque ni la Constitución conciliar, ni la Encíclica, al afrontar el tema, empleen el lenguaje acostumbrado en otro tiempo, sin embargo tratan de aquello a lo que se refieren las expresiones tradicionales. El amor, como fuerza superior que el hombre y la mujer reciben de Dios, justamente con la particular "consagración" del sacramento del matrimonio, comporta una coordinación correcta de los fines, según los cuales —en la enseñanza tradicional de la Iglesia— se constituye el orden moral (o mejor, "teologal y moral) de la vida de los esposos.

La doctrina de la Constitución "Gaudium et spes", igual que la de la Encíclica "Humanae vitae", clarifican el mismo orden moral con referencia al amor, entendido como fuerza superior que confiere adecuado contenido y valor a los actos conyugales según la verdad de los dos significados, el unitivo y el procreador, respetando su indivisibilidad.

Con este renovado planteamiento, la enseñanza tradicional sobre los fines del matrimonio (y sobre su jerarquía) queda confirmada y a la vez se profundiza desde el punto de vista de la vida interior de los esposos, o sea, de la espiritualidad conyugal y familiar".

Finalmente, el Catecismo de la Iglesia Católica menciona conjuntamente la doctrina de los "dos fines" y de los "bienes". Y ambos términos se les califica de "valores del matrimonio":

"Por la unión de los esposos se realiza el doble fin del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida. No se pueden separar estas dos significaciones o valores del matrimonio sin alterar la vida espiritual de los cónyuges ni comprometer los bienes del matrimonio y el porvenir de la familia".

Pero el Catecismo subraya el término "fin", si bien en él asume la síntesis entre el amor y la procreación; ambos se interrelacionan:

"La fecundidad es un don, un fin del matrimonio, pues el amor conyugal tiende naturalmente a ser fecundo. El niño no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto y cumplimiento".

En consecuencia, amor y procreación son "fines" y "bienes" del matrimonio; ambos son "significaciones" y "valores" de la unión conyugal. Y los dos hacen referencia necesaria del uno a otro.

II. SENTIDO DE LA SEXUALIDAD HUMANA

Es evidente que la sexualidad está en primera línea de la temática que afecta a la existencia humana: ser hombre o mujer no es algo periférico al individuo, sino que el sexo marca su propio ser. Por otra parte, a la sexualidad van unidos los movimientos más pasionales de la existencia que brotan del instinto, y también por el sexo se expresa de forma eminente el amor humano. De aquí que la vida sexual dé lugar a lo más elevado o a lo más sórdido del vivir diario del hombre y de la mujer según se haga un uso recto o torcido del sexo.

Por su importancia, la sexualidad llena un amplio espectro de la bibliografía y de las diversas manifestaciones del pensamiento actual, pues se estudia desde todas las ópticas: la medicina, la psicología, el arte, la literatura, la ética... y, por supuesto, la religión. Es curioso constatar cómo la literatura teológico de nuestro tiempo dedica amplios espacios a hablar de la sexualidad desde estos distintos puntos de vista, tan ajenos a su método y finalidad. Su objetivo es tratar de informar sobre ese tema según la aportación de los distintos saberes profanos. Pero, dado que las explicaciones de los científicos no siempre son rigurosas, sino que responden a planteamientos de escuela y dependen de cada época, decidirse por una escuela u otra es correr el riesgo de que la moral hipoteque su propio carácter teológico. Por esta razón, aquí prescindimos de la consideración científica de la sexualidad. En el apartado siguiente recogemos sólo algunos datos más comunes. Nuestro estudio se centra principalmente en ciertos postulados que conviene subrayar.

1. Interpretaciones biológicas y psíquicas de la sexualidad

No pertenece, pues, a la Ética Teológica detenerse en los datos científicos —e incluso culturales— en torno a la sexualidad humana". La Sexología es ya una ciencia autónoma que ocupa un amplio espacio entre la Biología, la Psicología, la Medicina e incluso la Sociología. Esta ancha franja de saberes que confluyen en el estudio de la condición sexuada del ser humano hace que esta temática ocupe un lugar destacado en la Antropología Filosófica. En efecto, en el sexo se integra la genitalidad, la función generadora y la dimensión afectiva del hombre y de la mujer; ocupa, pues, al cuerpo y el espíritu.

En este breve apartado apenas hacemos más que insinuar alguno de estos temas. En concreto, exponemos aquellos que pueden tener más aplicación en la vida pastoral. Todos ellos rozan la evidencia, pero la sexología a nivel popular está tan deformada, que aquí, quizá como en ningún otro tema, es preciso cumplir el consejo de Orwell cuando afirma que "la primera labor del hombre inteligente es recordar lo obvio". Y es que en algunos sectores de la cultura actual la vida sexual se ha trivializado de tal forma que es preciso recuperar las evidencias.

La sexualidad humana es en sí misma una perfección que abarca, al menos, cinco niveles, los cuales han de seguir este riguroso orden para su realización plena: genital, afectivo, cognoscitivo, placentero y procreador". Pues bien, la perfección del sexo se alcanza en la medida en que la persona humana logra integrar esas cinco dimensiones que de modo progresivo se coposibilitan mutuamente". Quien se para en el estudio de uno o varios y no progresa en el logro de los restantes no ejercita ni alcanza en plenitud la sexualidad. Y quien se detiene en alguno de ellos absolutizándolo, la deforma. La armonía entre todos ellos es lo que se denomina "castidad".

a) Genital.

Es evidente que la distinción entre el hombre y la mujer se sitúa en esas diferencias somáticas que, desde la configuración genética hasta la morfología orgánica, dan lugar a la diferencia de los sexos. En el caso de que no estuviese suficientemente diferenciada esa diversificación biológica y somática, la ciencia médica se encontraría ante un caso patológico, cuyo origen cabría descubrir, posiblemente, en el primer estadio de la biología.

Esta primera diferencia sexual despierta la atención del niño. Por eso la sexualidad genital es la propia de la edad infantil. Una persona adulta debe superar esa etapa primera. En consecuencia, si tal atención se mantiene en la edad adulta, es posiblemente porque persiste una especie de complejo de "curiosidad". De ahí la anormalidad de la pornografía gráfica: un hombre adulto no debería claudicar ante el deseo de contemplar imágenes obscenas que ofrece la prensa, las fotografías e incluso los medios audiovisuales no argumentales, sino de simple reproducción de imagen.

A este nivel, se destaca con evidencia que los miembros sexuales masculinos y femeninos tienen carácter complementario, de modo que la "penetración" no es algo secundario, sino que viene exigido por la misma naturaleza, pues lo demanda lo más periférico de los órganos sexuales. En este sentido, la heterosexualidad es la condición "normal" y "natural" del hombre y de la mujer. Por el contrario, la homosexualidad masculina o femenina es "a—normal" y "antinatural", pues se opone a la condición específica del ser—hombre y ser—mujer en su ser corpóreo La homosexualidad y el lesbianismo no respetan el orden normal de la naturaleza, son, pues, anti—naturales. Problema distinto es buscar las causas de tales anomalías y en todo caso el juicio moral varía según sea culpable o no. ,

Asimismo, reducir las relaciones sexuales sólo a este primer nivel, supone una sexualidad genital, que es la más cercana a los animales. Con apenas una diferencia: mientras la sexualidad animal nace del instinto y concluye en el apareamiento en su periodo cíclico fijado por la naturaleza, la sexualidad del hombre no está sujeta a períodos y debe prolongarse a través de estos otros estadios que demanda su racionalidad.

b) Afectivo.

Como es lógico, el sexo humano no se mueve exclusivamente a nivel somático, sino que ser hombre o mujer nace y se incrusta en lo más profundo de su espíritu. La "psicología del hombre" y la "psicología de la mujer" son dos capítulos muy importantes de la psicología diferencial. Insistir sobre ello es también retornar a lo obvio, si bien la bibliografía que se ocupa de este tema es numerosa y esclarecedora para el estudio de las características que definen y diferencian al hombre de la mujer y viceversa".

Pues bien, un primer dato es que la sexualidad del hombre no se expresa sólo en funciones biológicas, sino también en factores psíquicos. Por ello afecta tan íntimamente a los sentimientos del hombre y de la mujer. Y de aquí la atracción afectiva mutua entre los dos. En este sentido, la sexualidad humana tiene carácter de encuentro con otra persona de distinto sexo, lo cual viene demandado por el sentimiento mutuo y ese encuentro alimenta la vida afectiva de ambos. Cronológicamente, esta etapa coincide con la época de la juventud, pero perdura a lo largo de toda la vida.

Al mismo tiempo, la sexualidad humana, a pesar de su gran fuerza instintiva, no se presenta en el hombre con el carácter de obligatoriedad como en el animal, sino que depende de su libertad. Por eso el hombre puede dominarla, dirigirla y aun programarla. Nunca se destacará suficientemente el hecho de que las dos funciones más vitales del hombre: alimentarse para sobrevivir el individuo y propasarse para subsistir la especie, las dos son instintivas y las más comunes con el animal. Y, sin embargo, el hombre las experimenta de modo diverso y las vive a otro nivel, de forma que de esos dos instintos ha hecho ciencia: la Dietética y la Sexología.

De aquí que la sexualidad genital se complementa y está orientada a perfeccionarse con la sexualidad afectiva. Por este motivo, la sexualidad humana dice relación al amor entre el hombre y la mujer. En consecuencia, cuando se aman en cuanto tales, tienden a unirse sexualmente. Y es que la unión afectiva —espiritual— entre un hombre y una mujer demanda la unión de los cuerpos.

c) Cognoscitivo.

El hecho de que la sexualidad humana no sea determinada como la del animal, sino que el hombre goce de libertad para decidir sobre ella, indica que puede elegir y para ello debe previamente conocer. De aquí deriva este nuevo nivel de la sexualidad humana, que hace referencia a la gran realidad del amor, fruto del conocimiento del otro.

El campo ideal para el ejercicio plenamente humano de la sexualidad entre le hombre y la mujer es el que prepara y acompaña el amor entre ambos. Esto es lo que hace que la vida sexual traspase el campo puramente biológico para instalarse en lo más profundo de la relación hombre—mujer, que acontece mediante el amor. Por eso el amor esponsalicio se designa no tanto con el término latino "amor", sino como "dilectio" —dilección— (del que deriva también "electio" = elección), es decir, es un amor elegido.

De aquí la diferencia que cabe destacar entre la relación sexual entre desconocidos o con conocidos, pero que no es motivada por el amor, sino por la simple pasión fugaz. Esa unión sexual esporádica —casual o buscada, es lo mismo— está privada de la riqueza de la afectividad; responde a la ceguedad del instinto y no cuenta con la estabilidad del amor, sino con la fugaz circunstancia del momento pasional.

El amor, que brota del conocimiento, es precisamente lo que más diferencia la relación sexual humana si se la compara con la que es común entre los animales. En éstos se lleva a cabo por determinaciones puramente biológicas; en el hombre, por el contrario, deben privar las razones del amor, pues se lleva a cabo entre personas. De aquí que su inicio y su desarrollo no sea tan fijo como es el apareamiento entre los animales, sino que es más frecuente, gratificante y creador.

Ese conocimiento íntimo interpersonal es lo que da a la comunicación entre el hombre y la mujer ese aspecto "lúdico" y festivo que encierra la vida sexual. Pero es preciso añadir que lo lúdico no se da sólo a nivel superficial, dentro de un sano y legítimo erotismo. La realidad de la vida sexual conoce también elementos lúdicos aún más profundos, tales como el gozo del encuentro y el placer de la convivencia de unos esposos que se quieren apasionadamente aun en tiempo en que no les es posible el ejercicio de la vida sexual o conyugal.

d) Placentero.

La relación hombre—mujer se lleva a cabo dentro de lo que se ha denominado "la fiesta del amor". El placer es un componente esencial en el ejercicio del sexo.

El placer sexual se sitúa en el centro mismo del encuentro hombre—mujer, no es un aditamento, sino algo que se origina espontáneamente y que debe ser de modo expreso deseado y buscado. El placer sexual abarca los tres ámbitos de la sexualidad ya descritos: se origina en el orgasmo fisiológico que marca la sexualidad genitalizada, pero incluye también la vida afectiva y da significación al amor que adquiere pleno sentido en ese encuentro que funde los cuerpos y los espíritus.

El riesgo de que la sexualidad placentera elimine las otras dimensiones de la sexualidad no debe restarle importancia, más bien es un estímulo para que tal parcialidad se corrija con el fin de que se integre con los otros elementos. Pues, precisamente los estudios psicológicos confirman que el placer sexual en el encuentro entre el hombre y la mujer se aumenta en la medida en que nace de la afectividad y se desarrolla en el clima del mutuo amor. Por el contrario, en la búsqueda exclusiva del placer se cumple el adagio antiguo: "Omne animal post coitum triste".

e) Procreador.

La finalidad procreadora se incluye en las dimensiones de la sexualidad ya estudiadas. En efecto, la fecundidad está escrita en la dimensión biológica de la sexualidad. De modo semejante, la afectividad y el amor mutuo exigen que sea fecundo y se multiplique. De hecho, cuando los esposos se unen buscan el hijo. Sólo razones extrañas y ajenas a la pura unión sexual —enfermedad, situación económica, egoísmo y otros motivos éticos o inmorales— lo evitan, y para ello deben tomar medidas precisas que rompan el curso de la naturaleza y de la afectividad y aun de la genitalidad.

Es preciso constatar que la función generativa es hoy no sólo la más desconsiderada, sino la que menos atención merece. Y, no obstante, está llamada a sintetizar las anteriores. Esto explica que evitar la procreación a cualquier precio, es el origen de no pocas anomalías sexuales a nivel individual y, en el plano social, es la causa de la degradación sexual que se da en la sociedad.

Si se cambia el sentido de la sexualidad humana y ésta se queda a nivel genital y placentero, estamos ante un caso típico de pirámide truncada, la cual no se sostiene, por lo que no es capaz ni de justificar ni de garantizar el comportamiento sexual humano.

"En la actualidad la dimensión generativa es la que aparece especialmente perturbada, por vía de la marginación disociativa. Es frecuente que en el uso de la capacidad sexual se reprima y frustre la dimensión procreadora, mientras que no se escatima ningún medio, por artificial que sea, para agigantar hasta la monstruosidad la dimensión genital, de manera que le satisfaga el hedonismo ególatra y solitario. Y esto a pesar de que tales medios artificiales, perseguidores de la exaltación hedónica, supongan, en muchos casos, un atentado contra la naturaleza humana, algo que vulnera, incluso muy substancialmente, la salud del individuo".

Estos cinco planos se complementan y deben ser conjuntados. Todos están grabados en la naturaleza sexuada del hombre, de forma que tanto la prevalencia de uno como la exclusión de otro, puede repercutir seriamente en la vida sexual. Y esto ocurre tanto a nivel fisiológico como psíquico. De aquí que, cuando se descuida o se niega alguno de esos elementos, la sexualidad no alcanza su plena realización.

"Quienes optan únicamente por la búsqueda de la satisfacción placentera en el uso de la sexualidad, mientras cierran las posibilidades generativas o incumplen e insatisfacen las otras dos (cognoscitiva y afectiva), degradan la sexualidad a mero epifenómeno hedónico, a lo que se ha llamado recientemente fun sex, sexualidad lúdica, es decir, sexualidad banalizada o trivializada. Quienes, preocupados por sólo generar hijos, por reproducirse y ampliar el género humano, vuelven sus espaldas a la comunicación con el otro cónyuge, y descuidan en sí mismos y en el otro/a la satisfacción de sus compromisos efectivos y placenteros, están deformando el comportamiento sexual humano, hasta degradarlo a mera fábrica reproductora, sexualidad—holocausto o victimación erótica".

A esta quíntuple dimensión de la sexualidad, la antropología cristiana añadiría un sexto plano: la dimensión teocéntrica. En efecto, la entera realidad de la sexualidad es querida por Dios y tiene origen en sus planes descritos en la primera página de la Biblia. Allí se recoge la creación del hombre en pareja: "hombre y mujer los creó" (Gén 1,27); los dos por igual son creados "a imagen y semejanza" de Dios (Gén 1,26); ambos son hechos el uno para el otro, pues "no conviene que el hombre esté solo" (Gén 2,18) y los dos están destinados a formar una unidad nueva: "Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer y se hacen una sola carne" (Gén 2, 24). Esa unión merece la bendición de Dios: "Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: "Sed fecundos y multiplicaos" (Gén 1,28).

Finalmente, esa grandeza de la relación hombre—mujer alcanza su límite en el Nuevo Testamento, en la nueva condición del hombre redimido, o sea, la sacramentalidad, cuando San Pablo remonta la relación hombre—mujer al simbolismo Cristo—Iglesia (Ef 5,22—33).

2. Principios cristianos en torno a la sexualidad

En este campo, la doctrina de la ética cristiana sobre la sexualidad cabe reducirla a tres postulados básicos:

a) Sentido positivo de la sexualidad

La Revelación cristiana ha destacado en todo momento el valor de la sexualidad. Desde la primera página de la Biblia se pone de relieve la bipolaridad sexual y la armonía del encuentro entre el hombre y la mujer: "Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno de otro" (Gen 2,25). Sólo después del pecado, cae el hombre en la cuenta de que "estaba desnudo" (Gen 3,10). Y el Génesis subraya la complementariedad de los sexos, hasta formar los dos "una carne" (Gen 2,24).

Conforme a esa tradición, el cristianismo ha realzado en toda época histórica el valor de la sexualidad humana, hasta el punto de que algunas corrientes ideológicas que, a lo largo de la historia intentaron oscurecerlo, han encontrado casi siempre en el Magisterio la inmediata condena.

De modo cíclico, surgen en la historia de la humanidad movimientos puristas que pretenden hacer ver la maldad del sexo". La Iglesia tampoco se vio libre de esas corrientes. Desde los gnósticos en el siglo II hasta los cátaros del siglo XIII ", sectas pseudocristianas, como el maniqueísmo y el encratismo, profesaron la doctrina de que la sexualidad no es un valor humano. Pues bien, el Magisterio ha sido contundente en negar como heréticas esas corrientes y, cuando surgen, proclama seguidamente la bondad radical del sexo.

Además de la condena de los novacianos que negaban las segundas nupcias (Dz. 55), los cánones del Concilio de la ciudad del Asia Menor, Gangres (324), anatematizan una serie de errores que esas corrientes pseudocristianas afirmaban respecto del valor del matrimonio y de la vida conyugal. He aquí unos ejemplos:

"Si alguno vitupera las nupcias y menosprecia a la mujer fiel y religiosa porque duerme con su marido y a tales mujeres las estiman culpables... sea anatema".

"Si alguno que ha hecho el voto de virginidad o continencia rechaza como abominable el matrimonio... sea anatema" .

"Si alguna mujer pretende abandonar a su marido rompiendo el vínculo conyugal y condena el matrimonio, sea anatema".

Estas mismas condenas se repiten contra los errores de Joviniano. Como resumen del rechazo de los errores en torno al matrimonio, cabe citar este veredicto en el siguiente canon del Concilio I de Toledo:

"Si alguno dijere o creyere que los matrimonios de los hombres que se reputan lícitos según la ley divina, son execrables, sea anatema".

La bondad radical del sexo, a partir del concepto de creación del ser humano como "masculino y femenino", se recoge en la Colección de los Cánones Apostólicos, recopilados en torno a los años 430 41 . También el Concilio de Braga (a. 561), contra los priscilianistas, condena esas falsas doctrinas que menospreciaban el sexo:

"Si alguno condena las uniones matrimoniales humanas y se horroriza de la procreación de las que nacen. conforme hablaron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema" (Dz. 241).

A partir de esta primera época, los errores son menos frecuentes. Pero las condenas se repiten siempre que surge uno de ellos. Como ejemplo cabe aducir el Memorial Iam dudum del Papa Benedicto XII (a. 1341) que condena los siguientes errores de los armenios:

"Hasta tal punto dicen los armenios que dicha concupiscencia de la carne es pecado y mal, que hasta los padres cristianos, cuando matrimonialmente se unen, cometen pecado, porque dicen que el acto matrimonial es pecado, y lo mismo el matrimonio..." (Dz. 537).

A este respecto, como testimonio que resume la tradición magisterial, cabe citar los últimos documentos oficiales del Magisterio sobre la materia".

En efecto, la Congregación para la Doctrina de le Fe pone de relieve la importancia de la sexualidad como característica esencial de la persona:

"La persona humana, según los datos de la ciencia contemporánea, está de tal manera marcada por la sexualidad, que ésta es parte principal entre los factores que caracterizan la vida de los hombres. A la verdad, en el sexo radican las notas características que constituyen a las personas como hombres y mujeres en el plano biológico, psicológico y espiritual, teniendo así mucha parte en la evolución individual y en su inserción en la sociedad. Por eso, como se puede comprobar fácilmente, la sexualidad es en nuestros días tema abordado con frecuencia en libros, semanarios, revistas y otros medios de comunicación social".

Como escribí en otro lugar, el "sexo" es algo más que una configuración somática, va más allá de las diferencias genitales. La masculinidad y la feminidad están, ciertamente, grabadas y patentes en cada uno de los miembros del cuerpo humano, pero no se agotan en esa diferenciación somática, sino que se adentran en lo más profundo del individuo: se es "hombre" o se es "mujer" a partir de unas características muy diferenciadas que afectan por igual al cuerpo y al espíritu; es decir, a la persona en su totalidad".

Además, la sexualidad es un vehículo muy importante en las relaciones entre el hombre y la mujer: ambos se comunican como seres humanos diferenciados. Y esas desigualdades, de todo punto necesarias, se complementan, pues están escritas en el cuerpo y en el alma de ambos. Por eso la unión matrimonial encierra una alta significación teológica". Finalmente, la sexualidad contribuye decisivamente al desarrollo de la vida social.

De este modo, las plurales dimensiones del ser humano tienen como importante vehículo de desarrollo y comunicación la diferencia sexual entre los hombres". Por estas múltiples razones, que parten de la primera página de la Biblia —"a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó" (Gén 1,27)— la moral cristiana no sólo es ajena a cualquier sospecha sobre el valor de la vida sexual, sino que afirma su bondad radical.

b) Dominio de la sexualidad

Al papel importante que la condición sexual del hombre desempeña en su vida individual y en la sociedad en general, demanda que el hombre tenga dominio de esa gran e importante pasión. El dominio y recto uso de la sexualidad lo postula la práctica de la castidad". La castidad es una virtud que exige no poco esfuerzo, pero logra el equilibrio humano. Tal dominio viene urgido por ese componente específico: el carácter instintivo, pasional e impulsivo que le acompaña. Ello explica la necesidad de que el hombre no se deje esclavizar por ella, pues, de lo contrario, la experiencia testifica que se siguen no pocos desórdenes".

La historia muestra que la sexualidad medida origina grandes gozos, pero, ejercida sin control, puede ser fuente de graves inmoralidades. Es, precisamente, su riqueza lo que demanda su control y dominio. De hecho las aberraciones y los crímenes pasionales son en ocasiones fruto de una sexualidad no controlada. Si las páginas más bellas de la literatura se han escrito para ensalzar el amor conyugal, también cabe aducir toda una literatura sórdida que pretende narrar con escándalo los excesos libidinosos de la humanidad.

Desde el punto de vista ético, cabe afirmar que la rectitud de costumbres depende en gran medida de que el hombre tenga o no dominio de la sexualidad. Y tal dominio debe ejercerse en todas las etapas de la vida: en la pubertad, cuando se inicia el desarrollo; en la juventud, al momento de iniciarse la relación heterosexual como preparación al matrimonio; en la vida conyugal para que la vida sexual de los esposos no esclavice a ninguno de los cónyuges; finalmente, en la vejez, bien sea aun dentro de la convivencia en pareja, con el fin de que se respete el ritmo sexual de cada uno de los cónyuges o que haya sobrevenido la viudedad y se vea forzado a prescindir de su ejercicio. La moral católica ha enseñado siempre la necesidad de vivir la castidad según los distintos estados de vida [51. "La castidad 'debe calificar a las personas según los diferentes estados de la vida: a unas, en la virginidad o en el celibato consagrado, manera eminente de dedicarse más fácilmente a Dios sólo con corazón indiviso; a otras, de la manera que determina para ellas la ley moral, según sean casadas o celibatarias' (CDF, decl. "Persona humana" 1 l). Las personas casadas son llamadas a vivir la castidad conyugal; las otras practican la castidad en la continencia. 'Existen tres formas de la virtud de la castidad: una de los esposos, otra de las viudas, la tercera de la virginidad. No alabarnos a una con exclusión de las otras. En esto la disciplina de la Iglesia es rica' (San Ambrosio, vid. 23)". CatlglCat, 2350.].

c) Recto uso de la sexualidad

El último presupuesto del pensamiento cristiano acerca de la eticidad de la vida sexual se refiere a su fin. Procrear es el sentido que le marca la Biblia (Gén 1,28). Sólo el pecado hizo caer en la cuenta a Adán de que estaba desnudo (Gén 3, 10), lo cual indica que el posible cambio que puede adquirir el uso de la sexualidad lo introduce el desorden.

"El primer efecto de la transgresión se manifiesta en que el hombre considera la realidad corpóreo—sexual, en la que ha sido creado, de forma ajena al plan del Creador, lo cual le impide presentarse abiertamente ante Él. Para el autor del relato existe una conexión entre la subjetividad humana torcida por la caída y el sentir miedo ante la presencia de Dios; al tiempo que enseña que tal situación de concupiscencia y temor no son debidas a la acción de Dios sobre el ser humano, sino a la experiencia del hombre que se ha alejado del precepto de Yahveh".

Pues bien, la moral católica enseña —aun subrayando la dimensión placentera y lúdica que entraña el ser mismo de la sexualidad— que su uso pleno se reserva al ámbito del matrimonio y en orden a la procreación de los hijos. Este postulado de la moral cristiana ha sido constante en las enseñanzas del Magisterio, incluso en la época actual, cuando surge el tema de la licitud de las "relaciones prematrimoniales", de los "anticonceptivos", del control de la natalidad, etc. Pero de este tema nos ocuparemos más abajo.

Cuando estos principios se trastocan, la experiencia muestra que la sexualidad humana inicia el itinerario de la anormalidad. Los estudios psicológicos y psiquiátricos ofrecen abundantes datos al respecto. Pero también los autores del Derecho Canónico testifican esas mismas anormalidades en orden a la validez del matrimonio canónico".

III. DOCTRINA BÍBLICA SOBRE EL SENTIDO Y VALOR DE LA SEXUALIDAD

Los datos que nos ofrece la Revelación sobre este tema son abundantes. Aquí le dedicamos cierta amplitud, pues con la exposición de la doctrina bíblica se alcanzan dos objetivos:

— in recto, iluminar desde la Biblia este tema, siempre urgente y difícil con el fin de subrayar el sentido positivo de la sexualidad, valorar la castidad y alentar a la práctica de la virtud de la pureza;

— in obliquo, deshacer una objeción repetida: la de quienes sostienen que la condena de los pecados sexuales por el Magisterio toma origen en una actitud temerosa, que corresponde a una época tardía y que coincide con la moral decadente, casuística, obsesionada por los temas sexuales y fundamentada sobre el concepto de "naturaleza" y de "ley natural".

1. Datos bíblicos: Antiguo Testamento

Cuando nos acercamos al A. T. se descubren dos puntos de interés, que adquieren un especial relieve: la sexualidad como origen de la vida, es decir, el valor de la procreación y las faltas morales a las que da lugar el desorden sexual, o sea, los pecados contra la castidad.

a) La procreación

El primer dato acerca de la finalidad procreativa de la sexualidad corresponde al momento mismo de la aparición del hombre y de la mujer. Después de la narración de la creación de la pareja humana, Dios los bendice con estas palabras: "sed fecundos y multiplicaos" (Gén 1,28). Es claro que la bendición divina —"y bendíjolos Dios y dijo"— tiene como finalidad la procreación. Asimismo la narración de Génesis 2, con lenguaje más arcaico, propone la misma finalidad. La imagen de "formar los dos una sola carne" (Gén 2,2) no es ajena al sentido de engendrar que connota la diversidad de sexos: "Estaban ambos desnudos, el hombre y la mujer y no se avergonzaban uno de otro" (Gén 2,25).

A partir de este primer dato, la procreación se presenta en la Biblia como un gran bien. De aquí brota muy pronto la "ley del levirato". Levir (hebreo yâbân), es un término latino que significa "cuñado". Dicha ley imponía que, si un marido muere sin dejar descendencia, su hermano debería desposarse con la cuñada viuda:

"Si unos hermanos viven juntos y uno de ellos muere sin tener hijos, la mujer del difunto no se casará fuera con un hombre de familia extraña. Su cuñado se llegará a ella, ejercitará su levirato tomándola como esposa, y el primogénito que ella dé a luz llevará el nombre de su hermano difunto; así su hermano no se borrará de Israel" (Dt 25,5—6).

La finalidad de esta ley era garantizar que todos los matrimonios tuviesen descendencia, con ello también se regulaba la estabilidad de los bienes mediante la herencia. La Biblia testifica el cumplimiento de esta ley en el caso de Tamar (Gén 38,6—8) y de ella los saduceos deducen los argumentos en contra de la resurrección de los muertos (Mt 22,23—30).

Asimismo se procuraba un segundo matrimonio a las viudas que no habían tenido descendencia. Es el caso de Rut, con quien se casa Booz "para perpetuar el nombre del difunto en su heredad" (Rut 4,5). La razón que justifica estos matrimonios sin hijos es que la esterilidad se consideraba como una desgracia: ahí están los lloros de Sara (Gén 16,1—6), los celos de Raquél respecto de Lía (Gén 30,1—2) y la "soledad y oprobio" de Zacarías e Isabel (Lc 1,25). También la esterilidad se podía desear o infligir como un castigo. Fue el que Yahveh impuso a la esposa y concubinas de Abimélek por haber abusado de Sara, mujer de Abraham (Gén 20, 17—18). Oseas lanza esta maldición simbólica contra Israel: "¡Dáles senos que aborte y pechos secos!" (Os 9,14). También la maldición y el celibato de Jeremías quieren significar la soledad y esterilidad de Judá (Jer 16,1—4; 31,31—34). Por el contrario, Dios puede acabar con la esterilidad, si se le pide (1 Sam 1—24).

La poligamia de Israel tampoco fue ajena al intento de suplir de algún modo la infertilidad de la esposa estéril. Esta fue la causa de que Sara mandase a Abraham que tomase a Agar, pues así "quizá podré (Sara) tener hijos de ella" (Gén 16,2). Por su parte, Raquél pide a Jacob que tome a su criada Bilhá, para "que dé a luz sobre mis rodillas: así también yo (Raquél) ahijaré de ella" (Gén 30,3). Y, después que la esclava dio a luz el primer hijo, Raquél improvisa esta oración de alabanza: "Dios me ha hecho justicia, pues ha oído mi voz y me ha dado un hijo"(Gén 30,6). Hasta el incesto de las hijas de Noé se motivó porque pensaron que "no había ningún hombre en el país que se una a nosotras" (Gén 19,31—38).

La fecundidad es un deseo constante de la mujer hebrea, por eso se considera como una bendición de Yahveh. El poeta salmista ensalza la fertilidad de la esposa con las imágenes más bellas y atrevidas: la esposa ha de ser como "la parra fecunda en el interior de tu casa; tus hijos, como brotes de olivo alrededor de tu mesa" (Sal 128,3; cfr. Prov 17,6) y la mujer estéril se convierte en "madre de hijos jubilosa" (Sal 113,9), pues "los hijos son la herencia de Yahveh, que recompensa el fruto de las entrañas" (Sal 127,3). Y la sabiduría hebrea ensalza como una bendición la multiplicación de los hijos: "será bendito el fruto de tus entrañas" (Dt 28,4). A Rut se le desea una gran descendencia (Rut 4,12). Y Raquél es felicitada con el deseo de que sus descendientes crezcan "en millares de millares" (Gén 24,60). De aquí el rapto de las 200 jóvenes de Silo para evitar que se extinguiese la tribu de Benjamín (Jue 21,15—23). Asimismo, el amor y el sentido bíblico de las "genealogías".

Por este motivo, la legislación rabínica prohibía el matrimonio de los eunucos (sarisim). Más aún, a pesar de que numerosos eunucos ocupaban un lugar importante en las cortes de los pueblos vecinos, se prohibía a la mujer judía casarse con ellos".

De aquí que, si se exceptúa el caso de los esenios, la virginidad no era, en general, exaltada en Israel, más que como preparación para el matrimonio.

"El AT sólo conoce una estima de la virginidad como preservación de la muchacha antes del matrimonio, o como elemento de pureza ritual (Gén 34,7.31; 24,16; Jc 19,24). La pérdida de la virginidad significa para la muchacha disminución del precio del casamiento (Ex 22,15—16; Dt 22,14—19) y hasta la pena de la lapidación (Dt 22,20—21); en todo caso, pérdida del honor (2 Sam 13,2—18; Lm 5,11; Si 7,24; 42,9—11). El sumo sacerdote sólo puede casarse con una virgen (Lv 21,13—14). Esta prescripción se extiende a todo sacerdote, en Ez 44,22', 51.

En resumen, la sexualidad en sentido bíblico se refiere al ámbito del matrimonio y está orientada a la procreación. En consecuencia, se prohiben las "relaciones prematrimoniales" y se ensalza como un honor la procreación fecunda de los esposos.

b) Reprobación de los pecados sexuales

El sentido positivo que transmite la Biblia acerca de la sexualidad en ningún caso permite un uso arbitrario de la misma. Igualmente, el talante procreador del A. T. y la alabanza a la fecundidad no justifican todos los medios hábiles para favorecer o evitar la procreación. Por el contrario, en el A. T. abundan las prohibiciones y condenas de acciones que no respetan las leyes de la facultad generadora, hasta el punto de poder afirmar que la moral sexual veterotestamentaria, si se exceptúa la poligamia, es más severa y rígida que la del N. T. He aquí una lista de los pecados que son objetos de castigo, pues lesionan la naturaleza y finalidad generativa de la sexualidad humana:

— El recto uso de la sexualidad está por encima del valor inestimable de los hijos. Es esta una tesis que se repite en la literatura sapiencias. Así, por ejemplo, vivir la castidad es superior a los hijos, por eso se alaba al eunuco, y se afirma que la mujer piadosa y estéril aventaja a la adúltera: "Dichosa la estéril sin mancilla, la que no conoce lecho de pecado, tendrá su fruto en la visita de las almas. Dichoso también el eunuco... por su fidelidad se le dará una escogida recompensa... En cambio los hijos de los adúlteros no llegarán a sazón, desaparecerá la raza de una acción culpable" (Sab 3,13—16).

— Condena del adulterio. Entre las "acciones culpables" la más repetida es la de adulterio. Este pecado está contenido en el Decálogo: "No cometerás adulterio" (Ex 20,14) y se prohibe "desear la mujer del prójimo" (Ex 20,17). El Levítico lo expresa con más claridad: "No te juntes carnalmente con la mujer de tu prójimo, contaminándote con ella" (Lev 18,20). El Deuteronomio determina el castigo que se infligirá a los culpables: ambos deben morir: "Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, morirán los dos: el hombre que se acostó con la mujer y la mujer misma. Así harás desaparecer de Israel el mal" (Dt 22,22).

Según el Deuteronomio, el adulterio se comete también con una mujer aún no casada, pero prometida y, en caso de que lo cometan, los dos, hombre y mujer, serán apedreados. He aquí la doctrina apropiada a diversos casos:

"Si una virgen está prometida a un hombre y otro hombre la encuentra en la ciudad y se acuesta con ella, los sacaréis a los dos a la puerta de esa ciudad y los apedrearéis hasta que mueran; a la joven por no haber pedido socorro en la ciudad y al hombre por haber violado a la mujer de su prójimo. Así harás desaparecer el mal de en medio de ti. Pero, si es en el campo donde el hombre encuentra a la joven prometida, la fuerza y se acuesta con ella, sólo morirá el hombre; no hará nada a la joven, no hay en ella pecado que merezca la muerte" (Dt 22,23—24).

La valoración del pecado de adulterio está viva en la conciencia de los israelitas, tal como aparece en la sentencia de José a las insidias de la mujer de su jefe, Putifar: "¿Cómo entonces voy a hacer este mal tan grande, pecando contra Dios?" (Gén 39,9).

Las enseñanzas morales de los Proverbios advierten al hombre contra el grave pecado de adulterio:

"Gózate en la mujer de tu mocedad, cierva amable, graciosa gacela: embriáguente en todo tiempo sus amores, su amor te apasione para siempre ¿Por qué apasionarse, hijo mío, de una ajena, abrazar el seno de una extraña? Pues Yahveh... vigila todos tus senderos. El malvado... morirá por su falta de instrucción, por su gran necedad se perderá" (Prov 5,18—23).

La sabiduría de los Proverbios advierte al hombre contra la atracción de la mujer casada y los graves desórdenes a que ha lugar el adulterio:

"... Líbrate de la esposa (ajena) perversa. No codicies su hermosura en su corazón, no te cautive con sus párpados, porque un mendrugo de pan basta a la prostituta (zoná), pero la casada va a la caza de una vida preciosa... No se desprecia al ladrón cuando roba para llenar su estómago, porque tiene hambre. Mas, si le sorprenden, paga el séptuplo... Pero el que hace adulterar a una mujer es un mentecato; un suicida es el que lo hace; encontrará golpes y deshonra. Porque los celos enfurecen al marido y no tendrá piedad el día de la venganza" (Prov 6,24—34).

Los cc. 1—9 de la segunda redacción del libro de los Proverbios son reiterativos en advertir y en condenar el adulterio, pues parece que al israelita le asediaban las mujeres casadas extranjeras.

"Una insistente advertencia contra un peligro de grave necedad, a la que falta sabiduría: dejarse arrastrar por la mujer adúltera, a la que se llama "ajena" (zará) o "extranjera" (nokriyyá), porque se trata de la mujer de otro

hombre y porque frecuentemente la adúltera era realmente extranjera o forastera. Las Colecciones antiguas de Proverbios no insisten en el adulterio como la Colección reciente de Prov 1—9; lo que implica que tan grave pecado fue extendiéndose con el tiempo, debido, seguramente, a la mayor comunicación de los israelitas con otros pueblos, después del Destierro".

El libro del Eclesiástico previene contra la gravedad del adulterio, especifica el número de pecados que incluye y advierte sobre sus consecuencias:

"La mujer que ha sido infiel a su marido y le ha dado un heredero: primero, ha desobedecido la ley del Altísimo, segundo, ha faltado a su marido, tercero, ha cometido adulterio y de otro hombre le ha dado hijos... Dejará un recuerdo que será maldito y su oprobio no se borrará" (Eclo 23,22—26).

— La fornicación del varón. La primera legislación judía recoge las penas que caerán sobre el hombre que fornica con una virgen: "Si un hombre seduce a una virgen, no desposada, y se acuesta con ella, le pagará la dote, y la tomará por mujer. Y si el padre de ella no quiere dársela, el seductor pagará el dinero de la dote de las vírgenes" (Ex 22,15—16). El Deuteronomio añade que debe pagarle al padre "cincuenta siclos de plata" (Dt 22,28—29). Según los exégetas, el texto del Levítico contempla la fornicación de mutuo acuerdo y el Deuteronomio se refiere a un caso de violación. De aquí la diferencia del castigo.

El libro del Eclesiástico contiene diversos consejos contra la fornicación: "Ante un padre y una madre avergonzaos de la fornicación... avergüénzate de mirar a la prostituta... no claves los ojos en mujer casada, no tengas intimidades con la criada —¡no te acerques a su lecho!—" (Eclo 41,17—24).

Elí, ya anciano, se lamenta de algo "que comenta todo Israel": que sus "hijos yacían con mujeres que servían a la entrada de la Tienda del Encuentro".

Estos datos —así como las frecuentes sanciones de la fornicación— parecen desmentir la tesis de quienes afirman que en el A. T. no se encuentran datos que condenan la simple fornicación del hombre, dado que el término "porneía" no incluye ese significación, sino que se refiere exclusivamente al adulterio. Pero, como escribe el P. Díez Macho, estos autores no tienen en cuenta todos los libros del A. T.

"Para determinar la clarificación moral de porneía, fornicación, en el Antiguo Testamento, se ha cometido una insigne torpeza: circunscribirse al Pentateuco para ver si entre sus 613 mandamientos está prohibida o no. La Moral veterotestamentaria —las indicaciones de lo que es bueno o malo, loable o reprobable— se ha de buscar en el Pentateuco, en los libros históricos, proféticos y sapienciales".

Y Díez Macho concluye: "La fornicación es tenida por inmoral en el Antiguo Testamento, en el judaísmo y en el Nuevo Testamento".

— La fornicación de la mujer. El tema de la fornicación de la mujer soltera, llamada pénuyá en el rabinismo, merece especial atención, pues la mujer debía ser virgen cuando fuese al matrimonio. Además ha de tenerse en cuenta la consideración social negativa de la mujer soltera que cometía tal pecado y la consecuencia que podría derivarse, o sea, el hijo que cabía engendrar. Por estas razones se consideraba especialmente grave la calumnia contra la mujer virgen.

El Deuteronomio estudia el caso de que una doncella sea calumniada por el marido de no ser virgen al momento de casarse. Este tal, "será castigado", luego debe "pagar una multa de cien monedas de plata al padre de la joven". Además "la recibirá como mujer y no podrá repudiarla en toda su vida". Pero si la acusación fuese verdadera, "si no aparecen las pruebas de la virginidad, sacarán a la joven a la puerta de la casa de su padre, y los hombres de su ciudad la apedrearán hasta que muera, por haber cometido una falta en Israel. Así harás desaparecer el mal de en medio de ti" (Dt 22,20—21). Ese pecado, además de ser un "mal" en sí mismo, se constata que podría ser el inicio de la prostitución.

— Condena de la prostitución. Las citas son numerosas y abundantes en detalles. De ellas se deduce que la prostitución estaba arraigada tanto en Israel como en los pueblos vecinos. He aquí algunos testimonios de advertencia y de consejo, pero no por ello se condena con menos vigor.

Por su grafismo, merece la pena transcribir este caso de prostitución: la advertencia contra los males que trae este pecado y la caída en la tentación de quienes no la huyen, sino que la buscan. Esta narración recuerda lo que sucede hoy en algunas calles de nuestras ciudades:

"Dile a la sabiduría: 'Tú eres mi hermana', llama pariente a la inteligencia, para que te guarde de la mujer ajena de la extraña de palabras melosas. Estaba yo a la ventana de mi casa y miraba a través de las celosías, cuando vi, en el grupo de los simples, distinguí entre los muchachos a un joven falto de juicio: pasaba por la calle, junto a la esquina donde ella vivía, iba camino de su casa, al atardecer, ya oscurecido, en lo negro de la noche y de las sombras. De repente, le sale al paso una mujer, con atavío de ramera y astuta en el corazón. Es alborotada y revoltosa, sus pies nunca paran en su casa. Tan pronto en las calles como en las plazas acecha por todas las esquinas. Ella lo agarró y lo abrazó y desvergonzada le dijo: Tenía que ofrecer un sacrificio de comunión y hoy he cumplido mi voto; por eso he salido a tu encuentro para buscarte en seguida; y ya te he encontrado. He puesto en mi lecho cobertores policromos, lencería de Egipto, con mirra mi cama he rociado con áloes y cinamomo. Ven, embriaguémonos de amores hasta la mañana, solacémonos los dos, entre caricias. Porque no está el marido en casa, está de viaje muy lejos, ha llevado en su mano la bolsa del dinero, volverá a casa para la luna llena". Con sus muchas artes lo seduce, lo rinde con el halago de sus labios. Se va tras ella en seguida, como buey al matadero, como el ciervo atrapado en el cepo, hasta que una flecha le atraviesa el hígado, como pájaro que se precipita en la red, sin saber que le va en ello la vida. Ahora pues, hijo mío, escúchame, pon atención a las palabras de mi boca, no se desvíe tu corazón hacia sus caminos, no te descarríes por sus senderos, porque a muchos ha hecho caer muertos, robustos eran todos los que ella mató. Su morada es camino del seol, que baja hacia las cámaras de la muerte" (Prov 7,4—27).

Esta misma advertencia se repite en el mismo libro y va acompañada de un ruego: que el hombre se entregue a Yahveh y no a una prostituta: "Dame, hijo mío, tu corazón, y que tus ojos hallen deleite en mis caminos. Fosa profunda es la prostituta, pozo angosto la mujer extraña. También ella como el ladrón pone emboscadas, y multiplica entre los hombres los traidores" (Prov 23,26—28).

La legislación hebraica legisla rigurosamente contra la prostitución. Así, entre las prescripciones morales y rituales que Yahveh da a Moisés para que 14 se las comunique a toda la comunidad" y las tengan en cuenta cuando entren en la tierra prometida, se encuentra ésta: "No profanarás a tu hija, prostituyéndola; no sea que la tierra se prostituya y se llene de incestos" (zimmá, libertinaje) (Lev 19,29).

Los libros sapienciales abundan en máximas y dichos que enseñan los males de la prostitución: "El que anda con prostitutas disipa su fortuna" (Prov 29,3). "El adúltero es un hombre mentecato, el que lo hace es un suicida" (Prov 6,32). "Las mujeres pervierten a los inteligentes y el que va a prostitutas es un gran temerario" (Eclo 19,2).

Como es lógico, la "prostituta" tenía una apreciación social muy negativa. Así, el Levítico prohibe que "los sacerdotes tomen por esposa a una mujer prostituta" (Lev 21,7) y la hija del sacerdote que "se prostituyese, será quemada" (Lev 21,9). De aquí que el término "prostituta" o "hijo de prostituta" se acuñó como un insulto (Gén 34,31).

En Israel estuvo terminantemente prohibida la "prostitución religiosa" o "sagrada" (qédeshot), bien fuese femenina, denominada "hieródula" o masculina, a los que llamaban "hieródulo" o, despectivamente, "perros". Este texto del Deuteronomio es terminante al respecto:

"No habrá hieródula entre las israelitas, ni hieródulo entre los israelitas. No llevarás a la casa de Yahveh tu Dios, don de prostituta ni salario de perro, sea cual fuere el voto que hayas hecho: porque ambos son abominación para Yahveh tu Dios" (Dt 23,18—19).

No obstante, por influjo de los cultos cananeos, llegó a introducirse (1 Rey 14,24; 22,47; 2 Rey 23,7). De aquí las graves condenas de los profetas Oseas (Os 4,14) y Miqueas (Miq 1,7).

— Reprobación del "coitus interruptus". La enseñanza no es clara, por defecto de terminología poco expresa. Se cita normalmente el dato referido a Onán, de cuyo nombre deriva ese pecado de "onanismo":

"Judá tomó para su primogénito Er a una mujer llamada Tamar. Er, el primogénito de Judá, fue malo a los ojos de Yahveh, y Yahveh lo hizo morir. Entonces Judá dijo a Onán: "Cásate con la mujer de tu hermano y cumple como cuñado con ella, procurando descendencia a tu hermano. Onán sabía que aquella descendencia no sería suya, y así, si bien tuvo relaciones con su cuñada, derramaba a tierra, evitando el dar descendencia a su hermano. Pareció mal a Yahveh lo que hacía y le hizo morir también a él" (Gén 38,6—10).

Los autores discuten si aquí se condena el onanismo o sólo el hecho de que Onán no cumpliese la ley del levirato dando descendencia a su hermano difunto. La lectura del texto más bien indica que se condenan ambas cosas: "Dios condena a la vez el egoísmo de Onán y su pecado contra la ley natural, y por lo mismo, divina, del matrimonio".

Esta interpretación tiene a su favor la exégesis de los Padres. San Jerónimo —cuya autoridad en este caso es indiscutible— entiende que se condena el onanismo. De aquí la traducción de la Vulgata: "Et idcirco percussit eum Dominus quod rem detestabilem faceret" (Gén 38,10). Parece, pues, que la "cosa detestable" que hace Onán es "derramar en tierra".

Esta interpretación es clara en San Agustín en una obra que contempla in recto este tema: "Porque ilícita y torpemente yace, aunque sea con su legítima esposa, el que evita la concepción de la prole; pecado que cometió Onán, hijo de Judá, y por él lo mató Dios". También la tradición rabínica lo entendió en este sentido: "En TB Yebamot 34b varios rabbis condenan las prácticas de Er y Onán como antinaturales".

— ¿Se condena la masturbación? Cabe ahora formular la cuestión acerca de la condena de la masturbación en el A. T. No se encuentran textos explícitos, si se exceptúa la dudosa interpretación del libro del Eclesiástico: "el hombre impúdico en su cuerpo camal no cejará hasta que el fuego le abrase; para el hombre impúdico todo pan es dulce, no descansará hasta haber muerto" (Eccl 23,17).

De hecho, tal falta era duramente castigada por la literatura rabínica, pues así fue entendida por los rabinos, los cuales se apoyaban también en Gén 38,10:

"Los moralistas judíos también se apoyaron en este texto (Gén 38, 10) para condenar la masturbación o toda inutilización artificial del semen humano. Kol ha—mosi' shikbar zéra' Ibattalah jayyab mitah: "Quien expulsa semen inútilmente es reo de muerte" (TB Niddá 13a).

La expresión "reo de muerte" no quiere decir que el masturbador tenga que vérselas con el bet—din, con un tribunal que le imponga pena capital, sino que uno muere ante Dios, pues comete un pecado mortal.

El que derrama el semen —se dice en el Talmud (ibid.)— es como si matara a niños o como el que comete pecado de idolatría (cf. Is 57,5). El Mesías no vendrá —dice ahí mismo rabbí José— hasta que hayan nacido todas las almas de los niños no nacidos (TB Niddá 13b)" .

Es claro que esta doctrina rabínica se fundamenta en la tradición bíblica, si bien prohibe la masturbación por la "pérdida de semen" y en razón de la procreación debida, entre la que se encontraba el futuro Mesías.

Ambas razones no se justifican. La primera obedece a la concepción biológica de la época y la segunda desconocía la concepción virginal del Mesías. No obstante, parece que es preciso mantener firme el dato de la condena.

— Anatema contra la homosexualidad y el lesbianismo. La condena de la homosexualidad masculina está expresamente mencionada, se la considera como algo aberrante: "No te acostarás con varón como con mujer; es abominación" (Lev 18,22). A los homosexuales se les castigará con la muerte: "Si alguien se acuesta con varón, como se hace con mujer, ambos han cometido abominación; morirán sin remedio; su sangre caerá sobre ellos" (Lev 20,13). En esta misma línea se prohibe que "la mujer lleve ropa de hombre" y que "el hombre se ponga vestido de mujer" (Dt 22,5).

El pecado de Sodoma era la homosexualidad: "abusar de ellos (los hombres)". De aquí el castigo de la ciudad de Sodoma, de la que deriva el nombre de "sodomitas" (Gén 19,5).

El libro de la Sabiduría afirma que la "inversión de los sexos" se origina en la falta de religiosidad y en el culto a los ídolos (Sab 14,26). Por eso destaca que la homosexualidad era vicio ordinario en los pueblos paganos (Lev 20,23).

El lesbianismo —tan frecuente en el paganismo— no se menciona en el A. T. "La homosexualidad femenina no está expresamente condenada en el Antiguo Testamento; pero el lesbianismo, según Maimónides, está condenado implícitamente en la prohibición de las abominaciones de otros pueblos, como en Egipto".

— Sanción contra la bestialidad. Se castiga con pena de muerte tanto el bestialismo del hombre como de la mujer: "El que se una con una bestia, morirá sin remedio. Mataréis también la bestia. Si una mujer se acerca a una bestia para unirse a ella, matarás a la mujer y a la bestia. Morirán; caerá sobre ellos su sangre" (Lev 20,15—16; cfr. Ex 22,18).

— Condena del incesto y otras uniones con parientes. El Levítico sentencia: "Si uno toma por esposas a una mujer y a su madre, es un incesto. Serán quemados tanto él como ellas para que no haya tal incesto en medio de vosotros" (Lev 20,14)". Al mismo tiempo condena otras uniones: al "que se acuesta con la mujer de su padre" (Lev 20,11), "si un hombre se acuesta con su nuera" (Lev 20,12), "si alguien toma por esposa a su hermana, hija de su padre o hija de su madre" (Lev 20,17), etc.

— Rechazo de toda clase de impureza. Además de reprobar esas irregularidades —pecados— sexuales, el A. T. advierte contra el riesgo de dejarse llevar por el instinto sexual. Abundan los textos que destacan los males que se siguen cuando el hombre se guía, instintivamente, por la sexualidad: Los Proverbios sentencian que la lujuria "es amarga como el ajenjo y mordaz como espada de dos filos". Y quien se deja dominar por ella, "al final gemirá. cuando se haya consumido la carne de tu cuerpo" (Prov 5,3—11).

A este respecto, es muy significativo el siguiente texto que acusa los males que produce la lujuria:

"Dos clases de gente multiplican los pecados y la tercera atrae la ira: el alma ardiente como fuego encendido, no se apagará hasta consumirse; el hombre impúdico (libidinoso) en su cuerpo camal: no cesará hasta que su cuerpo le abrase. Para el hombre impúdico todo pan es dulce, no descansará hasta haber muerto. El hombre que su propio lecho viola y que dice para sí: "¿Quién me ve?; la oscuridad me envuelve, las paredes me encubren, nadie me ve, ¿qué he de temer?; el Altísimo no se acordará de mis pecados".. , no sabe que los ojos del Señor son diez mil veces más brillantes que el sol, que observan todos los caminos de los hombres y penetran los rincones más ocultos" (Eclo 23,16—19).

En este texto, se "condena la fornicación, el adulterio y, según exégetas, el pecado solitario... La mano del masturbador ha de ser cortada in situ, exigía R. Tarfón (c. 100 d. C.)",

El Eclesiástico recoge la oración del justo en estos términos: "Señor, padre y Dios de mi vida, no me des altanería de ojos, aparta de mí la pasión. Que el apetito sensual y la lujuria no se apoderen de mí, no me entregues al deseo impúdico" (Eclo 22,4—6).

Una pregunta queda pendiente al final de esta exposición: ¿Este rigor moral supone un concepto pecaminoso del sexo en el A. T.? La respuesta es negativa. Es cierto que, en dependencia de la cultura ambiental, cabría citar algunos aspectos negativos. El c. 15 del Levítico, por ejemplo, hace el elenco de ciertas "impurezas sexuales": las relacionadas con los "flujos semanales" del hombre y de la mujer. Pero una lectura atenta del texto destaca que, más que los "derrames naturales", el Levítico condena las enfermedades contagiosas. De aquí la minuciosidad en detallar las purificaciones a que están sometidos los varones que las padezcan. Lo mismo cabe decir respecto a la menstruación de la mujer (cfr. vv. 19—24), si bien contempla algunas situaciones de enfermedad (vv. 25—27). También se reconocen cultualmente impuros los esposos que hayan mantenido relaciones sexuales (v. 18). Pero, como enseñan los exégetas, esas advertencias tienen como motivo último la concepción de que todo lo referido a la sexualidad y a la procreación tiene en la cultura bíblica un carácter misterioso y sagrado. De aquí que esas "impurezas" se consideren como "impurezas cultuales".

Pero, en conjunto, más bien cabe subrayar el sentido positivo de la sexualidad en la Biblia. Por eso estaba prohibida la automutilación, lo que sería castigado con la expulsión de la comunidad (Dt 23,2). Sobre todo, el valor bíblico de la sexualidad está presente en las narraciones amorosas —tan frecuentes— entre el hombre y la mujer, que son tomadas como modelo del amor de Yahveh a su pueblo. Símbolo de esa sensibilidad es el Cantar de los Cantares. La descripción, por ejemplo, en la que el hombre "conoce" a la mujer, sin turbación alguna, se entiende como plenitud de encuentro personal: es un modelo de la aprobación sin reticencias de la vida sexual. En general, la presentación de la relación sexual entre el hombre y la mujer en el pensamiento bíblico contrasta con las reservas que mantenían las religiones paganas de la época y el neoplatonismo del mundo cultural griego.

En resumen, la moral sexual del A. T. responde al proyecto inicial de Dios de que "no es bueno que el hombre esté solo" (Gén 2,18). No obstante, como consecuencia de las desviaciones a que dan lugar las pasiones, la normativa moral es muy rigurosa. Impresiona la lectura del c. 20 del Levítico. En él, después de una extensa lista de pecados y costumbres sexuales "abominables" que practicaban los pueblos paganos, se advierte al pueblo judío que no caiga en los mismos pecados. Con este fin se urge severamente el cumplimiento de una serie de preceptos que regularán la conducta sexual de los israelitas:

"Guardad, pues, todos mis preceptos y todas mis normas, y cumplidlos; así no os vomitará la tierra a donde os llevo para que habitéis en ella. No caminéis según las costumbres de las naciones que yo voy a expulsar entre vosotros; pues, porque han obrado así, yo estoy asqueado de ellas" (Lev 20,22—23).

2. juicio moral del Nuevo Testamento sobre la vida sexual

El N. T. no es tan reiterativo, pero sí es más explícito en la condena de los pecados contra la castidad. Esta tesis es válida tanto para la enseñanza de Jesús como para la doctrina de los Apóstoles.

a) Enseñanzas de Jesucristo

Los textos explícitos de los Evangelios son más bien escasos. Jesús menciona entre los pecados que manchan al hombre, "los adulterios (moigeîai) y las fornicaciones (porneîai)" (Mt 15,19). En lugar paralelo, San Marcos además de "fornicaciones" (porneîai) y "adulterios" (moigeîai), añade "impudicias" (ásélgeia) (Mc 7,21—22).

No deja de sorprender la radicalidad con que Cristo condena el adulterio sólo de deseo: "Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en el corazón" (Mt 5,27—28). Esta expresión es preciso considerarla en el contexto de las contraposiciones que establece entre la vieja y la nueva Ley. Y, si se aceptan como válidas las exigencias que en esta ocasión propone en el cumplimiento del quinto mandamiento (Mt 5,21—26) o respecto al precepto de la caridad (Mt 5,33—42) o del amor a los enemigos (Mt 5,43—48), etc., no cabe restar aquí importancia a las nuevas demandas que la Ley nueva postula en relación al recto uso de la sexualidad.

"Estas incómodas sentencias forman parte, al igual que las relativas al amor a los enemigos, del mensaje moral de Jesús. Si su predicación va dirigida al hombre en su totalidad, entonces no puede dejarse al margen de sus objetivos morales el impulso sexual, fuertemente enraizado en la naturaleza, pero que sólo encuentra su plenitud racional en el ser personal del hombre y en su orientación a la sociedad humana"

Y, ante la objeción de que el mundo judío en estos temas era muy distinto —menos permisivo— de las costumbres actuales, el exégeta R. Schnackenburg pregunta:

"¿Tiene algún sentido recordar las enseñanzas de Jesús y de la primitiva Iglesia en este ámbito, puesto que están referidas a una estructura social acusadamente distinta y dirigidas a otras conciencias de valores morales? Pero quien en el problema de la paz quiere orientarse según la doctrina de Jesús, no puede ignorar las exigencias de ese mismo Jesús de dominar los impulsos sexuales hasta en el interior mismo del corazón (Mt 5,27—30) y su condena tanto del divorcio como del adulterio (Mt 5,31 s.)... Por muchos que sean los cambios producidos en la autoconciencia humana y en los comportamientos sociales, siguen en pie las ideas básicas relativas a nuestro ser humano, que afectan también a la sexualidad y a las relaciones entre los sexos. El mensaje de salvación de Jesús se dirige a cada ser humano, y a cada ser humano en su integridad: de la experiencia del amor de Dios debe surgir un amor entre los hombres que ha de actuar, en este campo al igual que en otros, como factor de felicidad y de liberación".

La dificultad de adoptar los imperativos éticos del Evangelio a las costumbres permisivas de la sociedad, se dio ya en la primera época, cuando el cristianismo se extiende en el ámbito cultural greco—romano, tan distinto del mundo judío en la concepción de la sexualidad. Sin embargo, los Apóstoles no disminuyeron las exigencias éticas de la vida sexual de los convertidos.

b) Doctrina de los demás escritos del Nuevo Testamento

Los Apóstoles se encuentran ante una circunstancia nueva. Es sabido cómo el pueblo griego y romano practicaban una moral sexual muy alejada de las exigencias que la Biblia había señalado al pueblo judío.

Algunos datos pueden ayudar a entender la fuerza y novedad de la doctrina del N. T. sobre la vida sexual frente a una cultura que se guiaba por criterios éticos muy distintos. Una vez más se muestra cómo la Revelación contribuyó a elevar el nivel moral y evitó las degradaciones a las que se expone el hombre cuando queda a merced de sus instintos.

En efecto, circunscritos exclusivamente al ámbito cultural greco—romano, en que se extiende el cristianismo de esta época, la imagen de corrupción sexual supera todo límite. Sabemos que, ya desde Sócrates se ponen de moda "ciertos progresismos" que hacen gala de una "sexualización" absoluta de la vida social griega. El Diálogo de Fedro relata la fascinación de este joven ante la presentación que hace "el más grande escritor de la época" de un nuevo estilo de vida sexual, libre de todo prejuicio de las normas: es la conmoción erótica que persigue el máximo de placer". En el Convite, Platón propone el diálogo sobre la homosexualidad. Platón no es ajeno a la simpatía por este vicio, denominado por los romanos como el "vicio griego" y también, con posterioridad, "vicio romano".

Pero tampoco se vio libre de tales desórdenes el Imperio Romano. Conocemos la situación de corrupción generalizada de la cultura romana. De los quince primeros Emperadores parece que todos, menos Claudio, fueron homosexuales. Los soldados de la época más gloriosa de Roma cantaban los amores de su Emperador Julio César con el Rey de Bitinia, Nicomedes. Los desórdenes de Nerón eran bien conocidos". La sociedad romana no sólo copió el "vicio griego", sino que practicó sin ningún reparo ético la prostitución. Lo confirma este texto de Cicerón:

"Si alguien condena el amor de la juventud a las meretrices peca de riguroso... Pues, ¿cuando se ha prohibido tal cosa? ¿Cuándo ha sido reprendido? ¿Cuándo no se permitió?"

Sería banal la presentación de testimonios de la cultura profana, dado que quizá la descripción más ajustada es la que hace San Pablo en la carta a los Romanos:

"Dios los entregó a los deseos de su corazón, a la impureza, con que deshonran sus propios cuerpos, pues trocaron la verdad de Dios por la mentira y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar del Criador, que es bendito por los siglos, amén. Por lo cual los entregó Dios a las pasiones vergonzosas, pues las mujeres mudaron el uso natural en uso contra naturaleza; e igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones de los varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí mismos el pago debido a su extravío. Y como no procuraron conocer a Dios, Dios los entregó a su réprobo sentir, que los lleva a cometer torpezas, y a llenarse de toda injusticia, malicia, avaricia, maldad; llenos de envidia, dados al homicidio, a contiendas, a engaños, a malignidad; chismosos o calumniadores, abominaciones de Dios, ultrajadores, orgullosos, fanfarrones, inventores de maldades, rebeldes a los padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados; los cuales, conociendo la sentencia de Dios, que quienes tales cosas hacen son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que aplauden a quienes las hacen" (Rom 1, 24—32).

En este medio ambiental de corrupciones sexuales, de falta de normativa ética en la interrelación hombre—mujer y de aprobación —incluso de elogio— de tales vicios, los Apóstoles presentaron el mensaje moral heredado del A. T., renovado por la doctrina de Jesús. A este respecto, por su insistencia en el juicio moral, destacan las enseñanzas de San Pablo, pues cubren casi todo el espectro de la vida sexual.

En primer lugar, Pablo incluye los vicios sexuales de la época en los catálogos de pecados que condena el Evangelio. Contra ellos previene a los bautizados, al mismo tiempo que les alienta a vivir la virtud de la pureza.

En su primer escrito, Pablo exhorta a los cristianos de Tesalónica a que eviten cualquier tipo de impureza y cultiven la castidad. La argumentación paulina es nueva y rigurosa: la impureza es un obstáculo para cumplir la vocación a la santidad a la que el cristiano ha sido llamado:

"La voluntad de Dios es vuestra santificación: que os abstengáis de la fornicación (porneías); que cada uno sepa guardar su cuerpo en santidad y honor, no con afecto libidinoso (pásei epizimías kazáper), como los gentiles que no conocen a Dios; que nadie se atreva a extralimitarse, engañando en esta materia a su hermano, porque vengador en todo esto es el Señor... pues Dios no nos llamó a la impureza (akazarsía), sino a la santidad" (1 Tes 4,3—7).

Es sabido que Corinto destacaba por su corrupción: puerto de mar importante, ciudad nueva repoblada de aluvión, con un templo de Afrodita donde había más de mil prostitutas sagradas... reunía, pues, todas las condiciones para favorecer las costumbres disolutas. En tal ambiente, Pablo reprueba los vicios de aquella sociedad. En primer lugar condena con todo su ímpetu el incesto: "Es ya público que entre vosotros reina la fornicación, y tal fornicación cual ni entre los gentiles, pues se da el caso de tener uno la mujer de su padre" (1 Cor 5, l). La condena de Pablo es sin paliativos: tal sujeto debe ser expulsado de la comunidad, pues "un poco de levadura hace fermentar toda la masa". Pablo les recuerda que en carta anterior —que no ha llegado a nosotros— les había advertido que "no se mezclasen con los fornicarios" (pórnois) que hubiesen recibido el bautismo, aunque tenían que convivir con los fornicarios paganos, pues, de lo contrario, "tendríais que saliros de este mundo" (vv. 9—13). Y como conclusión enuncia esta retahíla de vicios que eran comunes en la sociedad de Corinto:

"No os engañéis: ni los fornicarios (pórnoi), ni los idólatras (frecuentemente unida la idolatría a prostitución cultual), ni los adúlteros (moijoì), ni los afeminados (malakoì, los homosexuales, catamitas), ni los sodomitas (ársenokoîtai, homosexuales, pederastas), ni los ladrones, ni los avaros, ni los ebrios, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el reino de Dios" (1 Cor 6,9—10).

Seguidamente, Pablo argumenta contra quienes justificaban el uso caprichoso de la sexualidad. Parece que algunos bautizados que no habían roto con los viejos hábitos argumentaban más o menos así: "todo me es lícito" y Pablo comenta: "pero no todo conviene", o sea, no todo es éticamente permitido. Y añadían estos cristianos: "los manjares para el vientre y el vientre para los manjares": hacían referencia a pari entre el estómago para la comida y la finalidad sexual de los órganos corporales. Y Pablo aclara: "el cuerpo no es para la fornicación".

Parece que estos tales mantenían esas convicciones apoyados en la enseñanza de Pablo de que la redención había alcanzado la libertad del hombre, por lo que el bautizado estaba libre de las prescripciones legales. De aquí la falsa conclusión de que los apetitos sexuales podían asimilarse a la necesidad de alimentarse. Contra estos desaprensivos, Pablo argumenta de dos modos: Primero, establece la diferencia entre ambas necesidades: tomar alimento es necesario para la vida, mientras la actividad sexual tiene otra finalidad.

Además, San Pablo intenta demostrar que el cristiano tiene un motivo más para no prestarse a los desórdenes sexuales: la nueva antropología del bautizado; o sea, su ser—en—Cristo: "¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz?". La respuesta de Pablo es contundente: "De ningún modo ¿No sabéis que quien se allega a una meretriz se hace un cuerpo con ella? Porque serán dos, dice, en una carne. Pero el que se allega al Señor se hace un espíritu con Él". A la imagen bíblica de "una caro", es preciso tener a la vista que, "cada parte del cuerpo, según la fisiología semita, puede considerarse que representa al cuerpo entero".

Y Pablo concluye con la enseñanza de que la praxis sexual empeña al hombre entero:

"Huid de la fornicación. Cualquier pecado que cometa el hombre, fuera de su cuerpo queda; pero el que fornica, peca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?". Habéis sido comprados a precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo" (1 Cor 6,18—20).

Pablo no contempla aquí la condición de miembro de Cristo en sus relaciones con la Iglesia, sino que atienda su dimensión de ser—cristiano: "Esa cualidad, que todo cristiano tiene en sí mismo, es la que resulta profanada por la fornicación".

La fuerza de los argumentos de San Pablo no lograron desterrar todos los vicios de la comunidad de Corinto en medio de un sociedad tan corrompida. Por eso en la segunda carta, Pablo les escribe que, en la próxima visita, teme que "tenga que llorar por muchos de los que antes pecaron y no hicieron penitencia de su impureza (akazarsía), de su fornicación (porneía) y de su lascivia (’aselgeía)" (2 Cor 12,21).

Estas y otras trilogías de pecados sexuales se repiten en sus escritos. Así, por ejemplo, el amplio catálogo de pecados de la carta a los Gálatas se inicia con estos tres vicios: "fornicación (porneía), impureza (akazarsía) y lascivia (’aselgeía)" (Gál 5,19).

Se conoce la significación exacta de estos tres términos. Según el P. Díez Macho, que sigue la exégesis de Hauck—Schulz, W. Barclay y H. Schlier, "porneía" significó originariamente la compra de una esclava, con la que se fornicaba, por lo que a tal esclava se la denominaba "porné". De ahí pasó a significar cualquier fornicación, incluido también el "adulterio" (moijeía), si bien no toda "porneía" (fornicación) era "moijeía" (adulterio). Según Schlier, "porneía" llegó a significar "toda clase de comercio sexual ilegítimo".

W. Barclay estudia la evolución semántica de "akazarsía". El Levítico menciona este vocablo unas 20 veces referido a "suciedad física". Más tarde, éste término pasó a designar una impureza de carácter sexual, hasta llegar a significar lo que hoy denominamos una "falta de impureza" o "pecado contra la castidad".

"Asélgeia" o desenfreno, originariamente designó toda clase de libertinaje, para significar después el desenfreno de las pasiones; en concreto, las deshonestidades a las que dan lugar los instintos sexuales.

En otros escritos posteriores y más ocasionales, Pablo no rebaja sus condenas. Así a los Romanos les advierte: "Andemos decentemente y como de día, no viviendo en comilonas y borracheras, no en amancebamiento (koítais, en camas, en actos sexuales con otra persona) e impudicias (aselgeíais, desenfrenos sexuales)... y no os deis a la carne para satisfacer sus concupiscencias" (Rom 13,13—14).

Los mismos pecados con idénticos términos son condenados en la Carta a los Efesios: Los bautizados no deben imitar a los paganos que "cayeron en la lascivia (’aselgeía) y en toda clase de impureza (ergasían akazarsías)" (Ef 4,19). El Apóstol les advierte que "la fornicación" (porneía) y cualquier tipo de impureza (akazarsía pâsa) ni se mencionen entre ellos" (Ef 5,3), pues ni "el fornicador (pórnos) ni el impuro (akázartos) tendrán parte en el Reino de Cristo y de Dios" (Ef 5,5).

A los colosenses les advierte que "huyan de los vicios antiguos", entre ellos menciona: "la fornicación (porneían), la impureza (akazarsían), la liviandad (pázos) y la mala concupiscencia (epizimían kakén)... por los cuales viene la cólera de Dios" (Col 3,5—6).

En resumen, el N. T. mantiene y prolonga las enseñanzas del A. T., si bien cabe hacer algunas matizaciones, pues encierra elementos nuevos. Por ejemplo:

— La enseñanza de San Pablo deja más patente aún la condena de todas las relaciones sexuales fuera del matrimonio. Este es el sentido del consejo que el Apóstol da a los célibes y viudas de Corinto: quienes no puedan vivir la castidad, que se casen, pues "mejor es casarse que abrasarse" (1 Cor 7,9).

— Asimismo, de acuerdo con su línea central, la ética veterotestamentaria pone de relieve las condenas y castigos temporales que se seguirán a los desenfrenos sexuales, mientras que el N. T., aunque advierte contra esos mismos riesgos, apunta más a las dificultades a que ha lugar una vida sexual éticamente inadecuada para entender el mensaje cristiano y para vivir con coherencia la "nueva vida en Cristo".

— Además, el N. T. destaca la argumentación acerca de la gravedad de los pecados de impureza sexual: tales vicios no sólo degradan al hombre, sino que se oponen a la santidad a la que han sido llamados los que se "han incorporado a Cristo por el bautismo".

— Dentro ya de la enseñanza del N. T., se ha de subrayar que, frente a la parquedad de datos de los Evangelios, destaca la insistencia de San Pablo. La explicación es lógica: el Apóstol trata de acomodar el mensaje de Jesús a los hombres de una cultura pagana, que habían caído en verdaderas aberraciones sexuales. El texto a los Romanos es buen testimonio de tal situación.

En consecuencia, no cabe decir que el primer cristianismo es heredero de una concepción judaica y estrecha de la sexualidad humana, sino que más bien, consciente de la nueva dignidad del cristiano, trató de elevar la conducta de los creyentes según las exigencias de la virtud cristiana de la pureza y por eso advierte contra el pecado a que da lugar la sexualidad no controlada. Prueba de que el cristianismo no tuvo un concepto peyorativo de la sexualidad son los consejos que Pablo da a los casados y la advertencia de que no abandonen sus relaciones conyugales (1 Cor 7,1—6). Y no cabe aducir ninguna enseñanza de Jesús en menoscabo del matrimonio, más aún, en el marco festivo de una boda, a la que había sido invitado, "Jesús hizo el primer milagro, manifestó su gloria y creyeron en Él sus discípulos" (Jn 2,11).

3. Doctrina de la Tradición

Un estudio extenso cae fuera de este lugar. Por otra parte, existen numerosos trabajos sobre distintos Padres: San Jerónimo", San Agustín ", San Juan Crisóstomo ", etc. Otros estudios contemplan la época en su conjunto". Cabría citar una serie de testimonios, con frecuencia contradictorios, pues varían según los autores, el tono de su enseñanza y el estilo literario. Y es evidente que esa variedad de textos en escritos de índole tan diverso da lugar a interpretaciones dispares. Aquí nos ceñimos a algunos puntos concretos en la línea de este Capítulo.

a) Confrontación entre la moral sexual pagana y cristiana

La enseñanza de los Padres tiene a la vista la inmoralidad sexual de la cultura greco—romana, a la cual contraponen la novedad cristiana en esta materia. San Justino, que conocía por igual el mundo judío y la cultura romana, nos ha transmitido algunos testimonios de especial valor, pues hace una viva comparación de la corrupción sexual pagana y el ideal de la castidad cristiana. Como es sabido, el testimonio de San Justino goza de una cualificada autoridad, dado que él, filósofo, fundador de la Academia de Roma, era un verdadero intelectual y dirige sus escritos al Emperador Antonino Pío: estas dos circunstancias avalan sus palabras.

Ésta es la descripción que hace al Emperador de las costumbres del Imperio:

"Al modo como de los antiguos se cuenta que mantenían rebaños de bueyes, ovejas o caballos de pasto, así se reúnen ahora rebaños de niños por el único fin de usar torpemente de ellos, y toda una muchedumbre, lo mismo de mujeres que de andróginos y pervertidos, está preparada por cada provincia para semejante abominación. Por ello percibís vosotros tasas, contribuciones y tributos, siendo así que vuestro deber sería arrancarlos de raíz de vuestro imperio... Hay también quien prostituye a sus propios hijos y mujeres; otros se mutilan públicamente para la torpeza y refieren esos misterios a la madre de los dioses".

Por el contrario, la vida casta de los cristianos es descrita así:

"Para nuestro Maestro, no sólo son pecadores los que contraen doble matrimonio conforme a la ley humana, sino también los que miran a una mujer para desearla, pues para El no sólo se rechaza el que comete de hecho un adulterio, sino también el que quiere cometerlo, como quiera que ante Dios no están sólo patentes las obras, sino también los deseos. Y entre nosotros hay muchos y muchas que, hechos discípulos de Cristo desde niños, permanecen incorruptos hasta los sesenta y setenta años, y yo me glorío de podéroslo mostrar entre toda raza de hombres. Y esto sin contar la muchedumbre incontable de los que se han convertido de una vida disoluta".

Pero entre las diversas descripciones de tal corrupción pagana sobresale la siguiente de Tertuliano:

"Todas las cosas son comunes entre nosotros, excepto las mujeres. No observamos la comunidad en el único aspecto en el que los demás hombres la guardan, quienes no sólo usurpan las mujeres de sus amigos, sino que con toda tranquilidad facilitan las suyas a ellos, según el ejemplo de sus hombres más ilustres y sabios, Sócrates en Grecia y Catón en Roma, quienes facilitaron a sus amigos las mujeres que tomaron en matrimonio, no sé si con su consentimiento o contra su voluntad, para tener hijos de ellas, de los cuales ellos no serían los padres. Prostituidos con tanta facilidad por sus maridos, ¿podrían tener mucho aprecio de la castidad? ¡Oh sabiduría ática! ¡Oh gravedad romana! Un filósofo y un juez son rufianes".

b) Los diversos pecados sexuales

Los escritores cristianos desde el siglo 11 repiten las listas de los pecados que deben ser evitados, en ellas cabe encontrar los mismos pecados sexuales que condena el N. T.: "adulterio, corrupción de jóvenes, fornicación, aborto, abandono de niños, deshonestidad en el hablar". En riguroso paralelo, se repiten los mismos vicios en el Pseudo Bernabé: adulterio, fornicación, pederastia, aborto... . La Carta de Clemente Romano menciona "el abrazo execrable e impuro" y el "odioso adulterio". Ignacio de Antioquía aconseja que la mujer casada "se contente con su marido" y que los célibes "permanezcan en castidad para honrar la carne de Cristo". Esa misma recomendación a la vida casta se repite en el Pastor de Hermas. Y la Carta a Diogneto contiene esta famosa expresión: "Nosotros ponemos la mesa en común, pero no los lechos".

En estos escritos se siente el eco de las enseñanzas de San Pablo. He aquí el consejo que San Policarpo dirige a la juventud:

"Que los jóvenes sean irreprensibles en todo, teniendo en cuenta ante todo la castidad y sofrenándose de todo mal. Bueno es, en efecto, que nos apartemos de las concupiscencias que dominan el mundo, porque toda concupiscencia milita contra el espíritu... (1 Cor 6,9— 10)".

Estos ejemplos, a partir de los Padres Apostólicos, se multiplican a lo largo de toda la Patrística".

c) Valoración de la sexualidad

Pero el sentido de la sexualidad en la época patrística estuvo sometido a dos fuerzas extremas: al rigorismo de algunas sectas que condenaban la sexualidad —como derivada de la maldad de la carne y aquellos que se dejaban arrastrar por los desórdenes de la cultura ambiental pagana. En este contexto es preciso interpretar la doctrina de los Padres, al menos hasta San Agustín.

El rigorismo aparece muy pronto en distintas corrientes gnósticas judeocristianas que mantuvieron recelos acerca de la bondad del matrimonio y de las relaciones conyugales. Estos errores se repiten periódicamente en la Iglesia. Todavía en el siglo VI, el Concilio de Braga (561) anatematizó algunos de estos errores: "Si alguno condena las uniones matrimoniales humanas y se horroriza de la procreación de los que nacen, conforme hablaron Maniqueos y Prisciliano, sea anatema" (Dz. 241, cfr. 242—243).

Algunos excesos rigoristas llevaron a la mutilación. A este respecto cabe recordar el caso de Orígenes, que no debía ser inusual, pues San Justino relata el hecho de un joven que, puesto que estaba prohibido por la ley, pide al gobernador Felix la autorización para castrarse. Le es negado el permiso, pero Justino ensalza esta disposición del joven cristiano.

En otras ocasiones el equilibrio se rompía al destacar el valor de la virginidad con menosprecio del matrimonio. En este tiempo abunda la literatura de los Padres acerca de las vírgenes cristianas.

Todas estas circunstancias, junto a la corrupción sexual de la época, influyeron en que entre no pocos autores cristianos se perciba cierto menosprecio de la sexualidad. No obstante, parece que ha habido alguna exageración en ese juicio. Incluso el más dudoso de todos en esta materia, Tertuliano, es interpretado de modo muy diverso: mientras Danielou escribe que es el primero entre los cristianos misógenos, Forrester sostiene que el africano ensalza la condición femenina. Y es que cabe aducir textos en prueba de ambas teorías.

No obstante, aunque hay textos que muestran las reservas de bastantes autores sobre la sexualidad, estudios recientes tratan de matizar algunas sentencias exageradas: "De todos modos hay que poner buen cuidado en no cargar las tintas demasiado negativamente", pues aunque la exégesis de los Padres no era la de hoy, ellos no quebrantaron la enseñanza de la Escritura, sobre todo las enseñanzas de Jesús, "de quien jamás había salido la más mínima palabra de reprobación contra el matrimonio y la sexualidad". Por eso es válida la advertencia de que es preciso ver en cada autor "la dosis, el detalle, el grado de escalada" de la influencia que hayan tenido las corrientes gnósticas, maniqueas y encratitas. Es evidente que no era fácil mantener un equilibrio entre la corrupción sexual pagana y el ideal cristiano de la virginidad.

d) Relación entre el hombre y la mujer

En general cabe decir que los Padres replantean de modo nuevo las relaciones hombre—mujer en el ámbito matrimonial. La igualdad proclamada por San Pablo no pudo menos de ejercer su influencia. Y, si bien la desconsideración social de la mujer en esta época se deja sentir también en algunos testimonios, es imposible encontrar en la literatura pagana un texto como este de Clemente Alejandrino, a pesar de que este autor junto con Orígenes son calificados como misóginos "':

"Idéntica virtud concierne a varones y a mujeres. Dios es uno para ambos y único es el Pedagogo. Una Iglesia, una moral y un pudor; sin embargo, el alimento es común, lo mismo que la unión conyugal. Todo es igual: la respiración, la vista, el oído, el conocimiento, la esperanza, la obediencia y el amor. A quienes poseen vida en común y tienen igualmente en común la gracia y la salvación han de ser también comunes la virtud y el modo de vivir. Está escrito que en este mundo unos toman esposa y se casan; en efecto, tan sólo aquí abajo hay distinción entre el sexo masculino y el femenino, pero no existirá en la otra vida (cfr. Lc 20,34 ss.). Allá los premios de la victoria merecidos por esta vida común y santa del matrimonio no están reservados a varones o mujeres, sino al ser humano, libre ya del deseo que (en la vida de aquí abajo) le divide en dos seres distintos".

Testimonios como éste son frecuentes en otros autores. Así, frente al mundo pagano que exigía la sujeción servil de la esposa a su único marido y permitía que el hombre tuviese más de una mujer, San Agustín, por ejemplo, declara injusta esa desigualdad de criterio con esta diatriba: "Si ella es casta, ¿por qué tú vas a ser un fornicario? Si ella te tiene únicamente a ti, ¿por qué tú has de tener dos?" .

e) Relaciones conyugales

Respecto a las relaciones conyugales se vuelven a repetir las dos tendencias sobre el valor de la sexualidad: la de quienes mantienen un rigorismo en torno a la vida sexual que consideran las relaciones conyugales como un "mal menor" (Tertuliano) y aquellos escritos que afirman decididamente su bondad (San Ambrosio). Estas corrientes se entrecruzan hasta San Agustín. En discusión con los maniqueos, el Obispo de Hipona sostiene contra ellos que el matrimonio es bueno, por lo que también es buena la generación. Solamente conviene con los herejes en la maldad que puede proceder de la concupiscencia. El P. Langa sintetiza así la doctrina agustiniana:

— La mujer fue creada por Dios, con lo cual se elimina la tesis misógina de los estoicos.

— La mujer fue entregada al hombre como complemento mutuo en orden a la procreación.

— En el supuesto de que no hubiese acontecido el pecado de origen, la relación sexual hombre—mujer sería la misma, con ausencia de concupiscencia.

— El matrimonio y la sexualidad son esencialmente buenos, pues ambos han sido creados por Dios.

— El dolor del parto y la concupiscencia son efectos del pecado, pero no lo son ni el matrimonio ni la reproducción sexual.

— "Mediante su tesis del bien del matrimonio San Agustín desenmascaró los errores del espiritualismo a ultranza, del agnosticismo, encratismo, platonismo maniqueísmo. Con la de la concupiscencia, el pelagianismo".

No obstante, es frecuente que los Padres consideren cierta impureza aneja a las relaciones conyugales. De aquí que prohiben la vida matrimonial en algunos días. Así, por ejemplo, San Jerónimo aconseja que se abstengan los días que preceden a la comunión sacramental. San León Magno extiende el consejo al día en que han de ir a la Iglesia. Estas prácticas tuvieron vigencia entre algunos matrimonios cristianos durante bastante tiempo y se extendieron a tiempos litúrgicos especiales, como la cuaresma. Así se deduce de los sermones de Cesáreo de Arlés.

La licitud de las relaciones conyugales permitió a los Padres responder a las consultas de los fieles, de forma que distinguen con claridad el modo diverso de vivir la sexualidad, según el estado de cada fiel. A este respecto es esclarecedor el siguiente testimonio de San Ambrosio: "Nosotros enseñamos que la castidad es una virtud, si bien diversa para los casados, las viudas y las vírgenes".

Cabría concluir que esta sentencia era compartida por los Padres:

"Lo común es que los Padres de la Iglesia pongan de relieve los tres (modos de vivir la castidad) y acentúen luego con especial cuidado el sentido de lucha, el empeño de vida seria y el compromiso de ascesis que la castidad reclama".

4. Enseñanza del Magisterio

A causa de la claridad de la doctrina bíblica y de la insistencia catequética de los Padres, la enseñanza del Magisterio, hasta fechas recientes, es más bien escasa. Estamos ante un tema que se profesa en tranquilla possessio y el Magisterio sólo sale al paso de algunos errores muy puntuales a lo largo de la historia de la Iglesia. No obstante, los errores son paradigmáticos, pues se repiten cíclicamente y coinciden con los que en la actualidad condena el Magisterio.

Los datos son ya antiguos. Tertuliano da noticia de un Edicto del Papa que rezaba así: "Yo perdono los pecados de adulterio y fornicación a los que han hecho penitencia....... Este testimonio pone de relieve la convicción generalizada acerca de la gravedad del pecado de fornicación y adulterio, que el Papa perdona una vez que los pecadores se hayan sometido a la penitencia.

Así, por ejemplo, el Papa León IX en la Carta Ad splendidum nitentis a San Pedro Damián contra los Gomorrianos (a. 1054) sostiene que la masturbación es un acto intrínsecamente desordenado (Dz. 687—688).

El Papa Inocencio IV, en la Carta Sub catholicae (6—III—1254) recuerda la gravedad de la fornicación a partir de la enseñanza de la Escritura:

"Respecto a la fornicación que comete soltero con soltera, no ha de dudarse en modo alguno que es pecado mortal, como quiera que afirma el Apóstol que tanto fornicarios como adúlteros son ajenos al reino de Dios (1 Cor 6,9 s.)" (Dz. 453).

En el siglo XIV, cuando los begardos y beguinas afirmaban la licitud de la fornicación, el Concilio de Vienne (1 311—1312) condenó la siguiente proposición:

"El beso de una mujer, como quiera que la naturaleza no inclina a ello, es pecado mortal; en cambio, el acto camal, como quiera que a esto inclina la naturaleza, no es pecado, sobre todo si el que lo ejercita es tentado" (Dz. 477).

Un siglo más tarde, el Papa Pío II, en la Carta Cum sicut (14—XI— 1459), condena el siguiente error de Zanino de Solcia:

"La lujuria fuera del matrimonio no es pecado, si no es por prohibición de las leyes positivas, y por ello éstas lo han dispuesto menos bien, y él, sólo por prohibición de la Iglesia, se reprimía, de seguir la opinión de Epicuro como verdadera" (Dz. 717 g).

El Papa Alejandro VII, en el Decreto del 24—IX— 1 665, condena el siguiente error de los jansenistas:

"La masturbación, la sodomía y la bestialidad son pecados de la misma especie ínfima, y por tanto basta decir en la confesión que se procuró la polución" (Dz. 1124). Asimismo condena otros errores sobre la licitud del deleite sexual deliberado (cfr. Dz. 1140—1141).

En el Pontificado de Inocencio XI (1676—1689), el Santo Oficio, mediante un Decreto del 2—III—1679, condena tres errores de Caramuel que trataba de justificar la fornicación, la masturbación y el adulterio. Estas son las proposiciones:

— "Tan claro parece que la fornicación de suyo no envuelve malicia alguna y que sólo es mala por estar prohibida, que lo contrario parece disonar enteramente ala razón" (Dz. 1 198).

— "La masturbación no está prohibida por derecho de la naturaleza. De ahí que Dios no la hubiera prohibido, muchas veces sería buena y alguna vez obligatoria bajo pecado mortal" (Dz. 1 199).

— "La cópula con una casada, con consentimiento del marido, no es adulterio; por lo tanto, basta decir en la confesión que se ha fornicado" (Dz. 1200).

Ya en nuestro siglo, la Sagrada Penitenciaría declara errónea la sentencia de quienes sostienes la licitud de la masturbación femenina.

El Papa Pío XI, mediante un Decreto del Santo Oficio (2—VIII—1929), prohibe la masturbación aun con fines terapéuticos (diagnóstico de blenorragia). A la pregunta "si es lícita la masturbación directamente procurado para obtener esperma con que se descubra y, en lo posible, se cure la enfermedad contagiosa de la blenorragia". La respuesta fue: "Negativamente" (Dz. 2201).

El Papa Pío XII insistió en diversas alocuciones sobre la inmoralidad de la masturbación, aun con fines médicos. En este sentido reafirmó la Declaración del Santo Oficio y habló del recto uso de la sexualidad en el ámbito del matrimonio, así como de la "intrínseca malicia" de la masturbación mutua entre los esposos, del "coitus interruptus", etc. .

La Congregación de Religiosos, mediante la Declaración Religiosorum institutio determina que se excluya del noviciado a quien "tenga el hábito del pecado solitario y que no dé esperanzas bien fundadas de acabar con ese hábito" (n. 30).

5. Magisterio más actual. Declaración "Persona humana"

A pesar de la constancia unánime en la doctrina magisterial, en ciertos sectores del pensamiento actual —primero en el campo protestante y más tarde entre algunos autores católicos—, surgieron opiniones que justificaban ciertas actitudes consideradas tradicionalmente como pecados graves por la moral católica. En concreto, tales autores demandaban se revisase el juicio moral acerca de las relaciones prematrimoniales, la homosexualidad y la masturbación. Según la Congregación para la Doctrina de la Fe "', las razones que se aducían eran más o menos estás:

— En primer lugar, los nuevos descubrimientos en torno al valor en sí misma de la sexualidad humana, del sentido de sus manifestaciones nacidas del amor y de su finalidad que no cabe reducir a la procreación, pues en ella se expresa de modo admirable el complemento mutuo entre el varón y la mujer. En efecto, "los datos de la ciencia contemporánea" constatan que "la persona humana está de tal modo marcada por la sexualidad, que ésta es parte principal entre los factores que caracterizan la vida de los hombres" (PH, 1). Este dato, según esos autores, debería ayudar a la ética teológico a superar algunos recelos, más o menos latentes en los viejos Manuales de teología moral, acerca del valor y del ejercicio de la sexualidad extramatrimonial en aquellas parejas que ya han autentificado su amor, por lo que sienten la necesidad de expresar el cariño conyugal.

— La convicción de que el cambio social y las costumbres actuales hacen de todo punto imposible el cumplimiento de las exigencias éticas sobre la vida sexual tal como se enseñaba en esos Manuales. El mismo Magisterio, añadían, se ha excedido al querer imponer un tipo de vida sexual que no corresponde a los planes de Dios, puesto que, según dicen, aun la enseñanza bíblica está bajo el influjo de las ideas del mundo semita, cargado de prejuicios acerca de la sexualidad humana. Como prueba de esta aserción, concluyen que "en la Sagrada Escritura no se deben ver sino expresiones de una forma de cultura particular, en un momento determinado de la historia" (PH, 4).

— Algunos iban más allá al afirmar que la moral católica había argumentado en exceso a partir de la ley natural, de la que deducía normas universales de conducta. Pero tal universalización, según ellos, no es legítima, dado que "para servir de regla a las acciones particulares no se puede encontrar ni en la ley natural ni en la ley revelada norma absoluta e inmutable fuera de aquella que se expresa en la ley general de la caridad y del respeto a la dignidad humana" (PH, 4). En consecuencia, el ejercicio de la sexualidad quedaría en gran parte sometido a la conciencia individual de cada uno, según las circunstancias en que se encuentra cada individuo.

— Sobre todo se discutía la gravedad de ciertos pecados. A este respecto, se negaba que se pudiesen considerar gravemente pecaminosas algunas acciones sexuales que son expresión del amor en la pareja. También cabría exceptuar de pecado aquellas otras situaciones que, bien por la edad o por la naturaleza, condicionan seriamente la vida de las personas, tal puede ser el caso de la masturbación, el de la homosexualidad o el juicio moral sobre las llamadas "relaciones prematrimoniales".

La respuesta del Magisterio se sitúa en esta línea. Según la Congregación para la Doctrina de la Fe, las normas éticas del mensaje moral cristiano acerca de la sexualidad tienen un origen bíblico y han sido predicadas de modo constante por la tradición cristiana. Por ello no deben silenciarse, aun en el caso de que no sean aceptadas por algunos. Pablo VI juzga que "la Iglesia no puede permanecer indiferente ante semejante confusión de los espíritus y relajación de las costumbres" (PH, 2). Por ello decide orientar sobre ciertos "valores fundamentales de la vida humana". En consecuencia reafirma el magisterio tradicional de la Iglesia sobre estos temas:

"En este campo existen principios y normas que la Iglesia ha transmitido siempre en su enseñanza sin la menor duda, por opuestas que les hayan podido ser las opiniones y las costumbres del mundo. Estos principios y estas normas no deben en modo alguno su origen a un tipo particular de cultura, sino al conocimiento de la ley divina y de la naturaleza humana. Por lo tanto, no se los puede considerar como caducos ni cabe ponerlos en duda bajo pretexto de una situación cultural nueva" (PH, 5).

En este Documento se estudian, por este orden, tres temas especialmente controvertidos: las "relaciones llamadas prematrimoniales", la homosexualidad y la masturbación.

a) Relaciones prematrimoniales

Es claro que las nuevas costumbres han influido notablemente en las relaciones entre los novios: la convivencia diaria de los jóvenes de ambos sexos; la posibilidad de un trato normal en soledad, sin presencia de los familiares como era habitual; la libertad legítima de que goza la mujer en la sociedad actual; el alargamiento obligado del noviazgo por motivos sociales y económicos no queridos, sino impuestos; la instigación de los instintos sexuales de la cultura actual; la sentencia compartida de la prioridad del amor como valor de la pareja; la falta de credibilidad en las instituciones que regulan el matrimonio; la disminución del sentido moral de la sexualidad en general y de los pecados contra la castidad en particular; el decaimiento del sentido religioso, etc., ofrecen los argumentos a quienes pretenden justificar el ejercicio de la sexualidad, el menos en el caso en que unos novios hayan formalizado sus relaciones y la convivencia sexual se motive a causa de un amor sincero vivido entre ambos.

Estos argumentos son aducidos de ordinario por los propios interesados, pero también están presentes en los escritos de algunos moralistas que no quieren condenar las relaciones prematrimoniales llevadas a cabo en tales circunstancias "9.

Es evidente que algunas pruebas clásicas que negaban la licitud de la relación sexual antes de contraer matrimonio no son plenamente concluyentes. No obstante, tampoco cabe que se les rechace sin más, pues encierran razones que es preciso valorar. Con el fin de proceder ordenadamente, exponemos los argumentos tradicionales y la crítica a que hoy se les somete:

— Valor de la virginidad femenina. Es posible que se haya exagerado esta condición; pero es evidente que sigue teniendo vigencia y no carece de rigor la sentencia que afirma el valor de la virginidad de la mujer. Nadie debería dudar de que la virginidad femenina no es sólo un dato fisiológico —la ruptura del himen—, ni siquiera un elemento residual de una cultura masculinizada —concepción "machista" , sino que es algo valioso en sí mismo, tanto respecto a la significación de la entrega mutua y total de los esposos, como si se considera como presupuesto que valora la maternidad que se seguirá: la novia, en cuanto futura esposa y madre, se estrena en la unión definitiva a su marido, el cual ha de ser padre de sus hijos. Todo anticipo desmerece, bien se considere desde una actitud vital o bien se juzgue desde la consideración ética. No puede ser un simple elemento cultural el sentimiento generalizado de que la mujer llegue virgen al matrimonio, ni cabe interpretar como manifestación "machista" este mismo deseo compartido por el varón. Más bien cabe deducir que nos encontramos ante un sentimiento que manifiesta lo que ha de ser la realidad.

Pero es evidente que esta condición de la mujer no debe significar una actitud permisivo en el varón. Si así fuese, tendrían razón quienes rehuyen este argumento en contra de los que lo asumen para condenar las relaciones prematrimoniales. En efecto, también el novio debería pensar que su entrega definitiva demanda que no haya compartido anteriormente su condición de futuro esposo y padre con otras mujeres. Es injusto que, de modo ordinario, tanto la apreciación social como la actitud de los jóvenes use una medida distinta para juzgar la condición de los dos ante el matrimonio. Pues, si bien es cierto que genitalmente el coito marca de modo distinto al hombre y a la mujer, sin embargo, si se tiene en cuenta la dimensión antropológica de la sexualidad, no debe asumirse un criterio distinto para el comportamiento sexual del hombre y de la mujer antes del matrimonio.

— Las relaciones prematrimoniales rompen las ilusiones del futuro matrimonio. A este dato se acude para argumentar en contra de las relaciones prematrimoniales. En efecto, que tales relaciones frustran el deseo de casarse es un hecho constatado por no pocos esposos. La razón es obvia: contraer matrimonio es la ilusión a la que se encamina la existencia del hombre y de la mujer. De aquí que la boda sea siempre el acontecimiento más decisivo, y, como tal, ha sido juzgado en todo tiempo por las más diversas culturas, de forma que aun hoy el momento de la boda pesa decididamente en la consideración de los jóvenes. Las relaciones prematrimoniales trivializan esa fecha, que queda grabada para siempre en la mente de las personas casadas.

Pero también es preciso reconocer el riesgo de que, si se subraya en exceso que la actividad sexual se permite de modo ¡limitado desde el día de la boda, tal finalidad se convierta en el objetivo prioritario de contraer matrimonio. En tal caso se correría el riesgo de convertir el matrimonio en un desenfreno inicial, que muy pronto podría acabar en una desilusión una vez probado, dando paso a la insatisfacción de la vida conyugal.

— El riesgo de que se rompa el noviazgo. En efecto, no es una excepción el que, iniciada la vida sexual prematrimonial, se llegue a la ruptura de las relaciones entre los novios. Es evidente que en tales casos se sigue una frustración para los dos, si bien puede afectar más seriamente a la mujer que al hombre. El trato con jóvenes que han tenido esta triste experiencia muestra que cualquier otro noviazgo posterior lleva consigo la resta de esa primera desilusión. Y, en tales casos, la parte despedida queda siempre lastimada en su persona, lo que puede marcarla para toda la vida.

Es cierto que cabría aducir ejemplos en contra e incluso cabe argumentar sobre el dato de que es preferible que se rompa un noviazgo a tiempo, antes de que se celebre el matrimonio sin las debidas garantías. O también es fácil alegar que el riesgo de que el novio abandone a la novia —y viceversa— tiene hoy casi la misma garantía de que se separen al poco tiempo de casarse, como ya es frecuente en nuestra sociedad. No obstante, cabe argüir, que, en no pocos casos, ha sido precisamente la insatisfacción de las relaciones sexuales habidas durante el noviazgo la que precipita y en ocasiones causa la separación.

— Los riesgos de la procreación. Este argumento se desdobla en dos posibilidades: que venga un niño, con los inconvenientes a que ha lugar o que se evite sistemáticamente la procreación. En ambos casos no vale esquivar los graves inconvenientes morales.

En efecto, la concepción no deseada durante el noviazgo es la que lleva, según las estadísticas, con más frecuencia a procurar el aborto. Por otra parte, en caso de que se acepte el nacimiento, puede precipitar un matrimonio no deseado o no suficientemente preparado.

Más grave aún es la cuestión moral de evitar de modo sistemático la procreación, pues, como escribe el P. Häring:

"Las prácticas anticonceptivas entre personas no casadas separan completamente la significación unitiva del sexo de su finalidad procreadora; en consecuencia, no se salvaguarda la plena verdad ni la integridad del acto sexual. Por otra parte, ni siquiera la significación unitiva misma adquiere su plena verdad puesto que los dos no se han entregado mutuamente por completo o al menos en el lenguaje socialmente válido del compromiso público".

— ¿Cabe aducir argumentos bíblicos en contra de las relaciones prematrimoniales? Es frecuente que se argumente a partir de la ausencia de datos bíblicos sobre la inmoralidad de la vida sexual entre los futuros esposos. Más aún, por algunos se quiere ver una aprobación en el hecho de que esas relaciones eran lícitas en el mundo de cultura hebrea, conforme a los diversos momentos que constituían la celebración de las nupcias en el mundo semita.

El Documento Persona humana aduce el texto del Génesis, repetido por Jesús, que refiere la unión de la primera pareja en el momento mismo de contraer matrimonio: "dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne" (Mt 19,4—6).

Más explícito aún es el dato de que San Pablo recomienda el matrimonio para los célibes que no sean capaces de guardar continencia (1 Cor 7,9). Pero es evidente que este texto declara la pecaminosidad de las prácticas sexuales antes de contraer matrimonio, pero no cabe referirlo a las relaciones prematrimoniales en los casos de un amor probado y decidido a sellarse muy pronto en matrimonio, que es la posibilidad contemplada por los defensores de tal doctrina moral.

El Documento de la Congregación no aduce testimonios bíblicos más explícitos porque no existen. Por eso, como escribe el P. Zalba, el Documento sólo aporta "un intento modesto de confirmación bíblica, no una estricta demostración" 111. Cabría pensar que la condena bíblica se supone implícita en la norma de apedrear a la novia antes de "ser desposada". El caso de San José parece que hay que leerlo en este contexto (Mt 1, 1 8 —25).

No obstante, a pesar de esa falta de datos bíblicos, el Documento de la Congregación condena sin paliativos la opinión de quienes justifican dichas relaciones sexuales entre los futuros esposos:

"Semejante opinión se opone a la doctrina cristiana según la cual debe mantenerse en el cuadro del matrimonio todo acto genital humano. Porque, por firme que sea el propósito de quienes se comprometen en estas relaciones prematuras, es indudable que tales relaciones no garantizan que la sinceridad y la fidelidad de la relación interpersonal entre un hombre y una mujer queden aseguradas, y sobre todo protegidas, contra los vaivenes y las relaciones de las pasiones. Ahora bien, Jesucristo quiso que fuese estable la unión y la restableció a su primitiva condición, fundada en la misma diferencia sexual" (PH, 7).

Finalmente, el Documento asegura que ésta es la doctrina mantenida en todo tiempo por la tradición: "Así lo entendió la Iglesia, que encontró, además, amplio acuerdo con su doctrina en la reflexión ponderada de los hombres y en los testimonios de la Historia" (PH, 7).

Esta misma enseñanza de repite en el Catecismo de la Iglesia Católica:

"Los novios están llamados a vivir la castidad en la continencia. En esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específica del amor conyugal. Deben ayudarse mutuamente a crecer en la castidad".

De modo implícito, la Declaración Persona humana también recoge la crítica de que la institución matrimonial es objeto por un sector de la juventud que protesta de que el matrimonio se reduzca socialmente a un cierto "papeleo" e incluso rechazan los elementos jurídicos que le dan firmeza social. De aquí este aserto:

"Como enseña la experiencia, para que la unión sexual responda verdaderamente a las exigencias de su propia finalidad y de la dignidad humana el amor tiene que tener su salvaguardia en la estabilidad del matrimonio. Estas exigencias reclaman un contrato conyugal sancionado y garantizado por la sociedad: contrato que instaura un estado de vida de capital importancia, tanto para la unión exclusiva del hombre y de la mujer como para el bien de su familia y de la comunidad humana... Por tanto el consentimiento de las personas que quieren unirse en matrimonio tiene que ser manifestado exteriormente y de manera válida ante la sociedad" (PH, 7).

Asimismo, en esta doctrina se incluye la condena, desde el punto de vista ético, del llamado "matrimonio a prueba": aquellas uniones de quienes conviven de modo marital, pero sin vínculo jurídico alguno. Esta costumbre no cuenta con ningún aval histórico, "de aquí que la legalización del matrimonio haya sido una constante histórica a través de las diferentes épocas, culturas e ideologías. La pareja que buscara una escapatoria a esta exigencia no tiene ningún derecho a que se confiera un estatuto real, como algo objetivo y existente".

Como es obvio, si ese tipo de uniones no cabe entre los ciudadanos, está estrictamente prohibida entre bautizados: "En cuanto a los fieles es menester que para la instauración de la sociedad conyugal, expresen según las leyes de la Iglesia, su consentimiento, lo cual hará de su matrimonio un sacramento de Cristo" (PH, 7).

b) Homosexualidad

La malicia moral de la homosexualidad y del lesbianismo ha sido constante en la historia de la ética teológico. Sobre esa condena pesaba, además de la constatación histórica de su anormalidad, los imperativos éticos de la ley natural y la reprobación dura y explícita de San Pablo en la carta a los Romanos: "Dios los entregó a las pasiones vergonzosas, pues las mujeres mudaron el uso natural en uso contra la naturaleza; e igualmente los varones dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones de los varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí mismos el pago debido a su extravío" (Rom 1,26—28).

Pero el hecho es que nuestro tiempo es testigo de que el lesbianismo y la homosexualidad se han extendido de modo alarmante, o, al menos, a estos datos se les da más notoriedad que en otras épocas. Cabe aún añadir que tales personas se agrupan no sólo para defender su situación, sino que en ocasiones propugnan de modo agresivo este tipo de conducta. Más aún, algunos presentan un uso sexual indiscriminado, que no sólo es ajeno a cualquier consideración ética, sino que ni siquiera tienen en cuenta las exigencias de la naturaleza sexuada, específica del hombre y de la mujer [126. Un ejemplo puede ser el propuesto por el escritor A. Gala, que llega a defender un ejercicio arbitrario del sexo —"a la carta"—, y escribe algo aberrante, pues es contrario a la simple fisiología humana: "Ceñir el sexo a la penetración es una de las manipulaciones más dañinas contra la humanidad". A. GALA, Sexo a la carta, "El País" 6—V—1990 —dominical—, 6. El sacerdote ha de tener a la vista estas deformaciones tan profundas. Debe saber que el mensaje moral cristiano sobre la sexualidad, en ciertos sectores sociales, se sitúa a gran distancia de lo que se proclama y se vive en la calle. Son dos interpretaciones radicalmente opuestas. Gala llega a negar la diferencia entre hombre y mujer ("la crisis de lo masculino y lo femenino se ha consumado") para llegar a una libertad sexual absoluta: "El ideal del placer renacentista se ha personificado; cada individuo es el amor de sí y de su existencia (o a ella aspira), y procura que se le sirva el sexo a la carta para elegir". Ibid. No cabe vanalizar la afirmación de Gala: quiérase o no, un sector de la vida social piensa como este escritor español. Un dato es el libro de Ética para adolescentes del profesor de Ética F. Savater, que en un año ha tenido seis ediciones, escribe: "Te digo rotundamente que en lo que hace disfrutar los dos y no daña a ninguno no hago nada de malo. El que de veras está "malo" es quien cree que hay algo malo en disfrutar. F. SAVATER, Ética a Amador. Ariel. Barcelona 1991, 148—149. También desde el punto de vista católico, algunos no se percatan en la defensa de la homosexualidad, cfr. AA. VV., Ética sexual hoy, "Pastoral Misionera" 190—191 (1993).].

Es posible que inicialmente esta actitud pretenda acabar con el descrédito social con que se castigaba su condición de "invertido" —o de otros apelativos aún más despectivos—: nunca la persona humana debe ser vilipendiada en la opinión pública por un defecto natural, no voluntario, siempre que no tenga efectos sociales perjudiciales para el bien común de la sociedad.

Los estudios técnicos de la ciencia médica no aciertan a interpretar todos los casos de "inversión" en el campo de la sexualidad. Parece que muchos casos dependen de situaciones fisiológicas, otras son provocadas por motivaciones psíquicas, de educación, de falta de maduración, etc. y aun de excesos de la vida sexual. Al médico le incumbe el juicio técnico y el ofrecer los medios adecuados para superar médicamente dichas anomalías. Al moralista le toca solamente mensurar la culpabilidad de tal condición en caso de que se practique y ayudar con medios aptos, especialmente ascéticos, para superar esa situación.

Ante las dificultades a que da lugar la condición homosexual de esas personas y, a partir de su situación psicológica, algunos ambientes teológicos pretenden justificar aquellos casos que son ajenos a la propia voluntad del homosexual. La Declaración Persona humana asume así la siguiente distinción:

"Se hace una distinción, que no parece infundada entre los homosexuales, cuya tendencia, proviniendo de una educación falsa, de falta de normal evolución sexual, de hábito contraído, de malos ejemplos y de otras causas análogas, es transitoria o, al menos, no incurable, y aquellos otros homosexuales que son irremediablemente tales por una especie de instinto innato o de constitución patológica que se tienen por incurable".

La Declaración contempla este segundo caso y, dado que se trata de una tendencia natural no culpable, ¿no cabe emitir un juicio ético favorable, puesto que se trata de algo involuntario? La respuesta de la Declaración es negativa:

"Indudablemente, esas personas homosexuales deben ser acogidas, en la acción pastoral, con comprensión y deben ser sostenidas en la esperanza de superar sus dificultades personales y su inadaptación social. Pero no se puede emplear ningún método pastoral que reconozca una justificación moral a estos actos por considerarlos conformes a la condición de esas personas. Según el orden moral objetivo, las relaciones homosexuales son actos privados de su regla esencial e indispensable" (PH, 8).

Finalmente, esta condena del Magisterio se fundamenta en la enseñanza bíblica:

"En la Sagrada Escritura están condenados como graves depravaciones e incluso presentados como la triste consecuencia de una repulsa de Dios. Este juicio de la Escritura no permite concluir que todos los que padecen de esta anomalía son del todo responsables, personalmente, de sus manifestaciones, pero atestigua que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados y que no pueden recibir aprobación en ningún caso" (PH, 8).

Esta misma doctrina se repite en las Orientaciones de la Congregación para la Educación Católica en orden a la educación sexual: "La homosexualidad que impide a la persona el llegar a su madurez sexual, tanto desde el punto de vista individual como interpersonal, es un problema que debe ser asumido por el sujeto y el educador, cuando se presente el caso, con toda objetividad". Seguidamente, el Documento anima a que la familia y el educador ayuden a descubrir las causas que producen tal anomalía "bien se trate de factores fisiológicos o psicológicos, si es el resultado de una falsa educación o de la falta de una evolución sexual normal, si proviene de hábitos contraídos o de malos ejemplos o de otros factores". En cualquier caso, se ha de animar al interesado a que actúe conforme a las normas éticas cristianas y se le debe estimular a que sea fiel a dicha normativa. Para ello, tanto la familia como el educador "ofrecerán una ayuda eficaz al proceso de crecimiento integral: acogiendo con comprensión; creando un clima de confianza; animando a la liberación y progreso en el dominio de sí; promoviendo un auténtico esfuerzo moral de conversión hacia Dios y del prójimo; sugiriendo —si fuera necesario— la asistencia médico—psicológica de una persona atenta y respetuosa a las enseñanzas de la Iglesia".

El sacerdote, en su oficio de pastor, debe tener a la vista estos criterios y ofertar los remedios oportunos. En cualquier caso ha de manifestar siempre un gesto de especial acogida. Pero esto no exime al confesor de juzgar con prudencia el grado de culpabilidad del penitente (cfr. HV, 8).

Sobre la atención pastoral a los homosexuales, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha escrito con posterioridad un nuevo Documento. En él sale al paso de ideas erróneas entre grupos aun de católicos. Para su atención se requiere contar con estudios de psicología. Pero, lo más decisivo es una catequesis a los afectados y a sus familiares.

El Catecismo de la Iglesia Católica, después de recoger los testimonios bíblicos de condena, testifica la triste condición de "un número apreciable de hombres y mujeres que presentan tendencias homosexuales instintivas". Añade su falta de culpabilidad, dado que ellos "no eligen su condición homosexual; ésta constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba". Por este motivo deben ser "acogidos con respeto" y ha de evitarse "todo signo de discriminación injusta". No obstante, "las personas homosexuales están llamadas a la castidad". Para llevarlo a término han de procurar "unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición".

c) La masturbación

No es preciso subrayar la peculiaridad de este fenómeno que pretende el goce sexual en solitario. El Diccionario de la Real Academia la define como "procurarse solitariamente el goce sexual". Y el Diccionario de J. Casares repite: "Es procurarse solitariamente el deleite carnal". Estas definiciones incluyen dos datos de relieve:

— la masturbación entiende la sexualidad en sí misma, sin referencia a la alteridad. El adverbio "solitariamente", que entra en la definición, no puede ser más significativo, hasta el punto de que en lenguaje coloquial se denomina "pecado solitario". Ello choca frontalmente con la interrelación hombre–mujer que es lo que define el sexo. En concreto, en la masturbación, la sexualidad no se contempla en la relación masculinidad—feminidad, sino que encierra al varón o a la mujer en sí mismos;

— sobrevalora el goce sexual independientemente del amor. El ejercicio de la vida sexual no es fruto del encuentro amoroso entre el hombre y la mujer, sino que cada uno se cierra en sí mismo, sin relación al otro. De ahí que el 4 1 egoísmo" suele ser el origen y el fin de la masturbación.

Consecuentemente, es la propia naturaleza de la masturbación la que condena esa experiencia sexual, puesto que o bien nace de un individualismo exagerado o conduce enfermizamente a él. Estas y no razones médicas —muchas de ellas sin fundamento, a no ser que resulten nocivas para el psiquismo— son las que condenan ese pecado.

En concreto, la inmoralidad de la masturbación no nace de la pérdida de semen humano en el caso del hombre, dado que la naturaleza es muy pródiga a este respecto, ni de los humores vaginales en la mujer. Tampoco se debe a los posibles efectos nocivos para la salud física o psíquica, que se han exagerado en la literatura de un pasado inmediato, sino que deriva de la naturaleza misma de la realidad sexuada del ser humano y de su finalidad. Se trata del vano uso del sexo y con ello se obstaculiza la integración de la sexualidad en la unidad de la persona. Además supone una desviación del fin a ella señalado, cual es la relación hombre—mujer en orden a la procreación. Así lo expresa el Documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe:

"Sea lo que fuere de ciertos argumentos de orden biológico o filosófico de que se sirvieron a veces los teólogos, tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una tradición constante, como el sentido moral de los fieles, han afirmado sin ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado. La razón principal es que el uso deliberado de la facultad sexual fuera de las relaciones conyugales normales contradice esencialmente a su finalidad, sea cual fuere el motivo que lo determine. Le falta en efecto, la relación sexual requerida por el orden moral, aquella relación que realiza el sentido íntegro de la mutua entrega y de la procreación humana en el contexto de un amor verdadero" (PH, 9).

Es evidente que quienes la justifican se sitúan a gran distancia de estas consideraciones: nos encontramos ante dos concepciones dispares de la sexualidad: la cristiana que pretende integrarla en la concepción global de la persona, en la relación hombre—mujer y otra que ve en ella, de modo casi exclusivo, una fuente pasional de placer.

También el cristianismo acepta y ensalza el sentido satisfactorio del ejercicio sexual, dado que sostiene que por el sexo se expresa el gesto del cuerpo, gratificante para el ser del hombre: cuerpo y espíritu se integran en el placer sexual que acompaña el encuentro amoroso de los esposos. Pero la enseñanza católica, con sentido realista, se pregunta por su finalidad. Es la respuesta sobre el fin lo que orienta hacia la verdadera doctrina sobre el ser de las cosas. Y el fin es el encuentro en el amor de un hombre y una mujer que se entregan mutuamente para siempre en orden a constituir una familia estable, aunque no siempre y necesariamente se busque ni se desee la procreación.

Por el contrario, quienes consideran en primer lugar el sentido satisfactorio de la vida sexual, apenas logran traspasar este fin inmediato. De aquí que justifiquen cualquier modo de ejercicio sexual.

No obstante, es preciso resaltar que la masturbación no es siempre y en todos los casos un acto egoísta, puesto que en él intervienen factores muy diversos: el impulso genital, tan fuerte y pasional; la expresión de esa cualidad sexuada que constituye a la persona y que, si no se tiene a la vista un criterio más alto, se ejercita solitariamente... Otras veces puede darse en el origen de esta conducta falta de educación, perversión por otras personas, o puede tratarse de un vicio contra el cual se lucha. En realidad son muchos los factores que intervienen en su ejercicio. Cabría pensar que algunos de esos motivos son, sin duda, los mismos que intervienen en la relación heterosexual. Y, por el contrario, no pocas veces, aquellos mismos egoísmos que se critican en la masturbación afloran en el ejercicio heterosexual. ¡Cuántas relaciones sexuales, aun en el matrimonio, cabría descubrir en ellas carácter masturbatorio!

En todo caso, cabe hacer contra ella las siguientes denuncias: la masturbación denota casi siempre una vida sexual que no ha superado el nivel genital; corre el riesgo de cerrar al individuo sobre sí mismo; conduce a buscar exclusivamente la dimensión placentera del sexo; su frecuencia disminuye la libertad y enturbia los sentimientos; no superada a tiempo, tiende a crear hábitos y a prolongarse aun entre los casados; conlleva siempre una falta de dominio de la sexualidad, lo cual se hace imprescindible a todos, bien sean célibes o casados, etc. etc.

En cuanto a la gravedad moral del pecado de masturbación, conviene tener a la vista los siguientes datos:

— Como se constata más arriba, no es fácil el recurso a la enseñanza bíblica sobre la gravedad del pecado de masturbación, dado que no consta taxativamente que este pecado se mencione de modo expreso en el N. T.:

"Aunque no se puede asegurar que la Sagrada Escritura reprueba este pecado bajo una denominación particular del mismo, la tradición de la Iglesia ha entendido, con justo motivo, que está condenado en el Nuevo Testamento cuando en él se habla de "impureza", de "lascivia" o de otros vicios contrarios a la castidad y a la continencia" (PH, 8) .

— A partir de esos datos y de la enseñanza magisterial, la teología moral ha sido constante en calificar la masturbación como pecado grave. No obstante, en los últimos años, se asiste a una literatura en el campo de la psicología y de la ética teológico que trata de quitarle malicia moral 131 . En ocasiones, como hemos constatado, se la defiende incluso como beneficiosa para la salud física y psíquica del individuo. Este mismo dato confirma que nos encontramos ante un tema que sufre los efectos de la ley pendular: una situación anterior rígida en la calificación moral y que exageró los daños que causaba a la salud física y psíquica del afectado, lleva a otra actitud que la excusa de pecado y hasta pretende alabar sus efectos curativos para el que la practica.

Las razones que tratan de justificar esa nueva corriente, se resumen así en el Documento de la Congregación:

"Con frecuencia se pone hoy en duda, o se niega expresamente la doctrina tradicional según la cual la masturbación constituye un grave desorden moral. Se dice que la psicología y la sociología demuestran que se trata de un fenómeno normal de la evolución de la sexualidad, sobre todo en los jóvenes, y que no se da falta real y grave sino en la medida en que el sujeto ceda deliberadamente a una autosatisfacción cerrada en sí mismo (ipsación); entonces sí que el acto es radicalmente contrario a la unión amorosa entre personas de sexo diferente, siendo tal unión, a juicio de algunos, el objetivo principal del uso de la facultad sexual" (PH, 8).

— En consecuencia, el pecado de masturbación es en sí una falta moral grave. Es evidente que en la evolución sexual del hombre, y de modo más decisivo en la pubertad, una serie de influjos de orden físico y psicológico juegan un papel complejo en las fuerzas sexuales del hombre y de la mujer, que en ocasiones afectan seriamente a la advertencia y a la voluntariedad del acto. No es el lugar de precisarlos aquí, dado que las escuelas de medicina y psicología no son siempre concordantes en la explicación de los datos. No obstante, el juicio moral debe tener en cuenta estas situaciones. Esos criterios valen para toda clase de personas: de edad variada, célibes o casados, pues no pocos hombres y mujeres no logran superar esa etapa de control de la propia sexualidad. De aquí la dificultad de dar una valoración moral en cada caso.

— El confesor debe advertir de la gravedad objetiva de un acto de masturbación, pero ha de tener en cuenta las variadas circunstancias, de las cuales, con frecuencia, deriva el juicio moral. En todo caso, más aún que en otros temas, se debe huir de agravar la conciencia en exceso, dado que puede haber no pocos atenuantes.

"La psicología moderna ofrece diversos datos válidos y útiles en el tema de la masturbación para formular un juicio equitativo sobre la responsabilidad moral y para orientar la acción pastoral. Ayuda a ver cómo la inmadurez de la adolescencia, que a veces puede prolongarse más allá de esta edad, el desequilibrio psíquico o el hábito contraído pueden influir sobre la conducta, atenuando el carácter deliberado del acto, y hacer que no haya siempre falta subjetivamente grave. Sin embargo, no se puede presumir como regla general la ausencia de responsabilidad grave. Esto sería desconocer la capacidad moral de las personas" (PH, 9).

Casi en los mismos términos se expresa el Catecismo de la Iglesia Católica:

"Para emitir un juicio justo acerca de la responsabilidad moral de los sujetos y para orientar la acción pastoral, ha de tenerse en cuenta la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de angustia u otros factores psíquicos o sociales que reducen, e incluso anulan la culpabilidad moral".

— En la práctica el confesor debe guiarse por el criterio de que no cabe que se cometa un pecado mortal "por sorpresa". Las tres condiciones que deben concurrir para que se dé una falta grave, tienen cabal cumplimiento en este pecado. En consecuencia, no puede considerarse pecado grave si no media un consentimiento perfecto y una advertencia plena. Pero, ¿cómo juzgar de estas condiciones en este tema en el que confluye con tal fuerza una pasión? La teología moral ha señalado siempre que en tales casos debe considerarse el ánimo del penitente, su vida espiritual, su compromiso por ser fiel a su vocación, etc. Si nos encontramos con el caso de que un cristiano ha llevado a cabo una "opción fundamental" por vivir de acuerdo con las exigencias morales del Evangelio y las vive habitualmente, es razonable deducir que, en caso de duda, no se trata de un pecado grave.

A esta criteriología recurre y la completa el Documento:

"En el ministerio pastoral deberá tomarse en cuenta, en orden a formar un juicio adecuado en los casos concretos, el comportamiento de las personas en su totalidad, no sólo en cuanto a la práctica de la caridad y de la justicia, sino también en cuanto al cuidado en observar el precepto particular en la castidad. Se deberá considerar en concreto si se emplean los medios necesarios, naturales y sobrenaturales, que la ascética cristiana recomienda en su experiencia constante para dominar las pasiones y para hacer progresar la virtud" (PH, 8).

En consecuencia, estos son los criterios que ofrece la Congregación para la Doctrina de la Fe en orden a juzgar de la malicia de un acto de masturbación cometido en circunstancias en las que se duda de su gravedad:

— En tales casos se ha de tomar en consideración el comportamiento total de la persona en la lucha por la virtud de la castidad. No basta el criterio de compromiso con otras virtudes, aunque se trate de la caridad y de la justicia.

— Asimismo se ha de considerar si, para la lucha contra las pasiones, el penitente acude de ordinario a los medios de la ascética clásica para vencerlas. Esos medios son, o bien naturales: la huida de la ocasión, evitar la lectura, la televisión sobre asuntos sexuales, etc. todo lo cual es proclive a despertar y excitar las pasiones. Y también si pone los medios sobrenaturales, cuales son la mortificación de los sentidos, la oración y la recepción de los sacramentos.

Cuando un penitente lucha por vivir la virtud cristiana de la pureza y con este fin pone los medios naturales y sobrenaturales para evitar, el pecado, si existen motivos racionales de duda, se presume que no ha habido pecado mortal contra esa virtud.

6. Calificación teológica de los pecados contra la virtud de la castidad

Esa devaluación ética de las relaciones prematrimoniales, de la homosexualidad y de la masturbación es el paradigma del deterioro de la vida sexual en general. Es ya un tópico —y por serlo, en este caso no pierde grado alguno de verdad— que la valoración moral de la vida sexual es víctima de la ley del péndulo: hasta fechas recientes, al menos en buena parte de la predicación y en el confesonario, se corría el riesgo de que la ética cristiana se redujese a los pecados sexuales; por contraste, una corriente de pensamiento contemporáneo pretende que tales pecados no aparezcan en el catálogo de las faltas morales. Este es el dictamen de la Congregación para la Doctrina de la Fe:

"Existe una tendencia actual a reducir hasta el extremo, al menos en la existencia concreta de los hombres, la realidad del pecado grave (sexual), si no es que se llega a negarla" (PH, 10).

Una vez más, la contemplación desapasionada del tema debe ayudar a descubrir la verdad objetiva acerca de la moralidad de la vida sexual. Para ello es preciso, liberarse de los prejuicios a que da lugar la refriega ideológica. Estos son algunos de los datos que es preciso tener a la vista:

Es evidente que algunos sectores del pensamiento católico, durante bastante tiempo, han exagerado la gravedad de los pecados contra la virtud de la pureza. Este juicio es aún más negativo por cuanto esa atención preferente a los pecados sexuales influyó en el reduccionismo moral que no tomaba en la debida consideración las faltas contra otras virtudes, en concreto, las injusticias cometidas en el campo social y político. El mismo término "pureza" —además de ciertas connotaciones negativas en la valoración de la sexualidad humana— llevó a algunos a considerar que la legitimación moral se alcanzaba, de modo prioritario, en la ausencia de pecados sexuales.

Pero esta constatación no justifica el error contrario: el que pretende eximir de falta grave a ciertos usos indiscriminados de la actividad sexual del hombre. Quienes, de un modo u otro, pretendan liberalizar la vida sexual de los postulados éticos deberían tener a la vista y reflexionar sobre algunos hechos que repercuten tan seriamente en la existencia personal v en la vida social. He aquí los más decisivos:

— A partir del legítimo valor que en sí misma encierra la sexualidad humana, no es posible que haya quien niegue el deber ético de ejercerla con dignidad, a lo cual se oponen aquellos actos, tanto dentro como fuera de matrimonio, que la moral católica condena como pecados. La insatisfacción e inquietud —y el remordimiento— de quienes se dejan dominar por tales pasiones y desarreglos no pueden obedecer a simple residuo de falsas culpabilidades, sino que deben interpretarse como postulados que demandan un recto orden moral.

— Asimismo, las funestas consecuencias, tanto a nivel personal como en relación con la pareja, que provoca una vida sexual que descuide la valoración ética, son tales que obligan a pensar que el uso del sexo no puede estar al arbitrio de cada uno y al margen de los deberes morales. La experiencia muestra que las relaciones sexuales que no llegan a superar la fuerza del instinto, son con frecuencia fuente no sólo de insatisfacción, sino de violencias pasionales en la misma pareja.

— Finalmente, los males sociales y la corrupción de costumbres que origina la vida sexual desarreglada muestran que las normas éticas juegan un gran papel en este campo. De aquí que cualquier mitigación de las exigencias éticas en la vida sexual conlleva un evidente deterioro de la vida social. A este respecto, la historia es un excepcional testigo: las desviaciones y vicios responden, en lenguaje de escuela, a exigencias que brotan de la ley natural y, cuando no se cumplen, ésta se venga.

Que la sexualidad afecta de modo muy inmediato al comportamiento ético del hombre se deduce de estos efectos inmediatos, personales y sociales, a que da lugar. Cuando en algunos ambientes culturales se pretende eximir de valoración ética a la vida sexual y se intenta dejarlo a la conciencia privada de cada individuo, se debería pensar en las graves perturbaciones que motiva. Tanto a nivel de individuos, como de la familia y de la convivencia social, los efectos de una vida sexual se dejan sentir de modo inmediato para bien y para mal. Algo muy decisivo se juega en el comportamiento sexual, cuando se descubre el cúmulo inmenso de vicios que ocasiona, los crímenes pasionales que origina, las desavenencias que provoca entre las personas, la falta de entendimiento entre los esposos, las rupturas de familia a que da lugar y las inmoralidades sociales y públicas que son a su vez causa de ingentes males. Por estos motivos, todas las culturas y las diversas épocas históricas han valorado la conducta sexual de los ciudadanos y procuran reconducirla cuando se intenta llevar a cabo una reforma de las costumbres para una recta convivencia: la corrupción social tiene siempre algo que ver con la corrupción sexual.

Por todo esto, la simple consideración de estos datos ha ayudado a no pocos pensadores y políticos a concluir que la vida sexual no es un simple juego lúdico de placer, ni siquiera la manifestación más excelente del amor, sino que es también una pasión muy fuerte en el hombre que ha de ser controlada y dominada, por lo que no debe estar al margen de la regulación moral.

De aquí que las más diversas corrientes éticas consideren y presten atención a la rectitud moral de la vida sexual del individuo y de la pareja, porque existe el convencimiento de que ese postulado ético —junto con otros— es el que marca la densidad y la altura de los diversos programas morales. A ello responde también el hecho de que todas las religiones recojan en su código moral una lista de pecados en relación con el recto uso de la sexualidad.

Pero la moral cristiana tiene un criterio más para juzgar de la malicia moral de ciertos pecados relativos a la vida sexual: los abundantes datos bíblicos. En efecto, los "catálogos de pecados" que enuncian los Evangelios y, al menos, las 15 "listas de pecados", que cabe enumerar en los diversos escritos de San Pablo, confirman al moralista católico de que se dan acciones concretas que constituyen pecado grave, puesto que excluyen del Reino. Como se consigna más arriba, la Biblia enumera una serie de pecados que lesionan gravemente los preceptos de Dios. En consecuencia, es una falta de rigor teológico remitir a la responsabilidad de la conciencia individual y eximir de pecado todo lo relativo a la vida sexual personal o de la pareja.

La discusión actual se centra en dos niveles: gravedad de los ciertos pecados sexuales y, si en este tema se da lo que, en lenguaje de escuela, se denomina "parvedad de materia"; o sea, si los pecados contra la virtud de la pureza son graves "ex toto genere suo".

a) Gravedad del pecado sexual

Como consta por la Sagrada Escritura, el adulterio, la fornicación del hombre y de la mujer, la prostitución, la homosexualidad y el lesbianismo, el incesto, la bestialidad... y "toda clase de impureza", son pecados que la Biblia condena con todo rigor. También los escritos de los Santos Padres y de los teólogos de todas las épocas abundan en los mismos juicios morales condenatorios. En consecuencia, aun supuesta cierta ignorancia de la ciencia psicológica y algunos prejuicios culturales sobre el valor de la sexualidad, no cabe pensar que el conjunto de la tradición cristiana se haya desviado del querer de Dios acerca del comportamiento sexual del hombre, hasta el punto de que se llegase a juzgar como intrínsecamente malo lo que hoy algunos pretenden calificar como éticamente bueno y aun beneficioso para el recto desarrollo del hombre. Un mínimo de rigor intelectual ayuda a valorar lo que representa la concepción cultural de la época y lo que pertenece a la naturaleza de las cosas en sí mismas, ajenas a la mera interpretación histórica.

En la desvaloración ética en el campo católico —además de lo que hemos subrayado con el recurso a la "ley del péndulo"— hay que añadir una razón más: aquellas corrientes que pretenden probar que el pecado mortal es algo que difícilmente puede ser cometido por el hombre. Lo cual sólo acontece, dicen, cuando se toma una "opción fundamental" contra Dios o en perjuicio del prójimo.

Pues bien, según estos autores, tal doctrina acerca de la posibilidad de cometer un pecado mortal tiene plena aplicación en el caso de la vida sexual: es muy difícil, aseguran, que en este terreno, el creyente tome una "opción fundamental" contra Dios. Más bien se debe interpretar que tales acciones o bien constituyen exigencias del amor o son consecuencias de la fuerte pasión sexual o secuelas de hábitos contraídos.

Este falso planteamiento es el que tiene a la vista la Declaración Persona humana (cfr. PH, 10). En primer lugar, la Congregación para la Doctrina de la Fe rechaza aquella consideración de "opción fundamental" que no toma en cuenta el valor de los actos singulares, pues "una opción fundamental puede ser cambiada totalmente por actos particulares". En efecto, la fidelidad matrimonial, por ejemplo, se rompe por un solo adulterio. Y de ello es testigo el dolor y la decepción que experimenta la parte inocente.

Asimismo, la Declaración advierte que para que se cometa una falta grave tampoco se requiere que el pecador se proponga directamente lesionar el amor de Dios: "Según la doctrina de la Iglesia, el pecado mortal que se opone a Dios no consiste en la sola resistencia formal y directa al precepto de la caridad: se dan también en aquella oposición al amor auténtico que está incluida en toda transgresión deliberada, en materia grave, de cualquiera de las leyes morales". También la esposa del ejemplo antes aludido lamentará el adulterio del marido, aunque éste en ningún momento haya pretendido directamente herir el amor de su mujer.

Ya en relación a la gravedad del pecado sexual, la Declaración concluye:

"Por lo tanto, el hombre peca mortalmente no sólo cuando su acción procede de menosprecio directo al amor de Dios y del prójimo, sino también cuando consciente y libremente elige un objeto gravemente desordenado, sea cual fuere el motivo de la acción. En ella está incluido, en efecto, según queda dicho, el menosprecio del mandamiento divino; el hombre se aparta de Dios y pierde la caridad. Ahora bien, según la tradición cristiana y la doctrina de la Iglesia, y como también lo reconoce la recta razón, el orden moral de la sexualidad comporta para la vida humana valores tan elevados, que toda violación directa de este orden es objetivamente grave" (PH, 10).

Ahora bien, como también ha reconocido la teología moral de los buenos Manuales, en ninguna materia como en ésta —así lo testifican los estudios de psicología— es preciso distinguir cuidadosamente entre el orden objetivo y el plano subjetivo: los múltiples factores psicológicos, efectivos, pasionales, etc. pueden disminuir la voluntariedad de ciertas acciones. Así lo expresa la Declaración:

"Es verdad que en las faltas de orden sexual, vista su condición especial y sus causas, sucede más fácilmente que no se dé un consentimiento plenamente libre; esto invita a proceder con cautela en todo juicio sobre el grado de responsabilidad subjetiva de las mismas. Es el caso de recordar en particular aquellas palabras de la Sagrada Escritura: "El hombre mira las apariencias, pero Dios mira el corazón" (1 Sam 16,7)" (PH, 10).

De aquí que es preciso evitar la angustia del penitente y dejar que no sea el juicio del hombre, sino el saber de Dios quien valore la conciencia. No obstante, esa atenuación del juicio humano no debe quitar objetividad al pecado:

"Sin embargo, recomendar esa prudencia en el juicio sobre la gravedad subjetiva de un acto pecaminoso particular no significa en modo alguno sostener que en materia sexual no se cometen pecados mortales".

Este mismo juicio moral se recoge en el Catecismo de la Iglesia Católica:

"La lujuria es un deseo o un goce desordenados de placer venéreo. El placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, se, parado de las finalidades de procreación y de unión".

En consecuencia, a la vista de esa doctrina, será preciso concluir con dos anotaciones:

— Aceptada la existencia de pecado mortal sexual, éste no constituye la falta moral más grave. La tradición teológica ha distinguido siempre una gradualidad en la gravedad del pecado. Un acto es más grave cuando el hombre peca contra una virtud más elevada o, si tal pecado supone una especial maldad en su corazón. Así es más grave una blasfemia u otra falta contra el honor divino o el amor al prójimo, porque en ambos casos supone la lesión de la virtud de la fe y de la caridad. Y es grave más aún, si a esas faltas acompaña el deseo deliberado de hacer tal mal. Asimismo, sería más grave un pecado mortal de soberbia, porque peca lo más elevado del hombre, cual es el espíritu, si se le compara con un pecado contra la pureza, en el que se ve comprometido lo más débil del hombre, que es la pasión de la carne.

A este respecto, será preciso la formación moral de la conciencia de los fieles. La falta sexual tiene, ciertamente, una significación muy singular: "Cualquier pecado que comete un hombre, fuera de su cuerpo queda, pero quien fornica, peca contra su propio cuerpo" (1 Cor 6,18). No es, pues, sólo una falta moral, sino que razones íntimas hace que el pecado sexual "manche" especialmente al que lo comete. Con todo no es el pecado más grave, por ello requiere una conveniente educación con el fin de evitar el riesgo de reducir la existencia moral a la guarda de la virtud de la pureza.

— Pero el pecado sexual —sin ser el más grave— conlleva, a modo de "efecto secundario", una especial dificultad para la vida cristiana, pues, cuando se comete con frecuencia y se le busca ansiosamente, obstaculiza el sentido religioso y oscurece la fe.

Es ésta una ley que se cumple en las distintas escalas de la vida: en el reino vegetal, una planta, por ejemplo, requiere un ámbito que le permita subsistir y crecer. Lo mismo acontece con los animales: un espacio ecológico adecuado se hace indispensable para la vida de las distintas especies. De modo semejante, la vida física del hombre requiere un habitat que le permita subsistir. Esta condición es aún más perentoria para vivir como persona. De aquí que no cabe vivir como tal si se habita en una chabola o en un campo de concentración. Más aún, el ejercicio de las facultades humanas, la inteligencia, la vida afectivo—sentimental, la libertad, etc. demandan una condiciones sociales en las que el hombre pueda desarrollar todas sus potencialidades como persona.

Pues bien, si el espíritu del hombre requiere unas condiciones "ambientales" para su desarrollo, al menos, con la misma exigencia, el espíritu sobrenatural demanda un estilo de vida para que pueda mantenerse, crecer y desarrollarse. En consecuencia, por la propia naturaleza de la vida religiosa, se deduce que una persona sensualizada y sexualizada pierde sensibilidad para los valores sobrenaturales. De aquí el riesgo para la fe de lo que se ha denominado "la sociedad de consumo". Una cultura o una sociedad o un grupo social que viva en el ámbito materialista al que conduce la sociedad consumista, no puede creer. En tales circunstancias será preciso hablar no de crisis de fe, sino de crisis de las condiciones que hacen posible la fe Santo Tomás argumenta así:

"La pureza es necesaria para que la mente se aplique a Dios. La mente humana, en efecto, se contamina al inmergirse en las cosas inferiores, al igual que cualquier cosa se infecciosa si se mezcla con lo más bajo, como la plata con el plomo. Es preciso que la mente se desapegue de las cosas inferiores para unirse a la Suprema realidad. La mente, si no está pura, no puede aplicarse a Dios .. ....

De aquí la solicitud que merece la educación sexual. Ello facilita no sólo adquirir el dominio de la sexualidad, sino dispone al individuo a vivir de modo adecuado para alcanzar la experiencia cristiana. En este sentido, la castidad no es una virtud negativa, sino eminentemente positiva, pues ayuda al hombre a vivir como hombre o como mujer y, cuando se vive, "comunica una especie de instinto espiritual" para captar las cosas de Dios según la sexta Bienaventuranza: "los limpios de corazón verán a Dios" (Mt 5,8). San Pablo contrapone las "obras de la carne", entre las que enumera "la fornicación, la impureza y la lascivia", y "los frutos del espíritu" a los que pertenece, entre otros, la fe. Ahora bien, las obras del espíritu y las de la carne "se oponen unas a otras" (Gál 5,16—24).

b) ¿Se da parvedad de materia?

La tradición teológica admitió siempre que en las relaciones conyugales los esposos pueden pecar venialmente. Tal puede ocurrir en el modo concreto de llevar a cabo el acto conyugal: por ejemplo, si no se respeta la dignidad de la otra parte o si la conyugalidad no se vive a nivel humano, como expresión del amor entre los esposos, etc. . Los Manuales mencionan no pocos casos de pecado , venial que responden a una casuística muy pormenorizada.

Por el contrario, los moralistas clásicos sostuvieron que en la moral individual, si hay una acción venérea consumada o no —también de pensamiento o de deseo—, con conocimiento perfecto y deliberado, sería siempre pecado mortal, de forma que no se da "parvedad de materia"; o sea, su calificación teológica sería "ex toto genere suo" grave. Los autores especifican que no hay "parvedad de materia" en cualquier placer sexual fuera del ámbito del matrimonio, si es voluntario y libremente excitado.

Es ya un lugar común atribuir al Cardenal Aquaviva, general de los jesuitas, el que se haya impuesto esta doctrina en el ámbito de la enseñanza de la moral católica. El Card. Claudio Aquaviva, mediante un Decreto publicado en 1612, obligó a los padres de la Compañía de Jesús, bajo pena de retirar toda licencia —aun la escolar—, a que enseñasen este principio moral. El Decreto del general Aquaviva fue ampliado por la IX Congregación General de los jesuitas a todo acto de lujuria consentida. Lentamente esta sentencia fue aceptada por gran parte de la tradición.

Tal doctrina aparece también en la enseñanza magisterial. Así, por ejemplo, en el pontificado de Alejandro VII, se formula la siguiente pregunta: "¿Debe, por parvedad de materia, ser denunciado el confesor solicitante?". La respuesta del Santo Oficio (11—1—1661) dice así:

"Como en la lujuria no se da parvedad de materia, y, si se da (et, si daretur), aquí no se da, decidieron que debe ser denunciado y que la opinión contraria no es probable" (Dz. 1098 a)

Posteriormente, algunos Papas condenan como temeraria la sentencia que sostiene que algunos actos singulares, muy concretos, "cum delectatione carnale", no constituyan pecado grave (cfr. Dz. 1140). El mismo Alejandro VII condena esa opinión "ut minimum tanquam scandalosa". Asimismo, el Santo Oficio (I—V—1929) mandó retirar de las librerías un opúsculo del P. Laarakkers que afirmaba que: "la delectación incompleta consentida y directamente buscada no es per se et in sua specie pecado mortal".

Esta doctrina, según algún autor reciente "', no fue constante en la tradición, sin embargo pasó a los Manuales y llega hasta nuestro tiempo. Por ejemplo, el P. Royo Marín la formula así:

"La lujuria o delectación venérea, tanto la consumada o perfecta como la no consumada o imperfecta DIRECTAMENTE BUSCADA fuera del legítimo matrimonio. es siempre pecado grave y no admite parvedad de materia".

Y comenta:

"No admite parvedad de materia, o sea, que, por insignificante que sea el acto desordenado (v. gr., un simple movimiento camal), es siempre pecado grave cuando a través de él se busca directamente el placer venéreo. Sólo puede darse el pecado venial por imperfección del acto humano, o sea, por falta de la suficiente advertencia o de pleno consentimiento" .

Y el P Häring escribe:

"Es doctrina general de los moralistas contemporáneos que es siempre pecado grave, sin admitir parvedad de materia, no sólo la satisfacción completa, sino también toda excitación libidinoso directamente voluntaria, libremente excitada fuera del orden del matrimonio".

Sin embargo, convenían los autores en que se daba "parvedad de materia" en casos en los que cabe aplicar la doctrina acerca del "voluntario indirecto". Por ejemplo, "la polución indirecta voluntaria vel in sua causa es pecado mortal o venial, conforme fuere la causa; y así, si la causa fuere pecado mortal, lo es también la polución; y si venial, venial".

Asimismo, estos autores afirman que, si bien "cualquier placer venéreo experimentado fuera del matrimonio" es pecado grave, no obstante "el deleite incompleto no será pecado ninguno o sólo leve nada más, según la naturaleza de la causa puesta y de la razón excusante; y es probable que el deleite incompleto, sólo indirectamente voluntario, no implica pecado grave, aunque no haya razón alguna excusante para poner el estímulo, siempre que verdaderamente no haya consentimiento o peligro de él".

El P. Prümmer distingue entre "delectación venérea directamente querida" y "delectación venérea querida sólo indirectamente". La primera sería siempre pecado mortal, la segunda puede ser pecado venial.

En general, la doctrina manualística tradicional cabe resumirla en la siguiente tesis del P. Häring en la Ley de Cristo: "Según el estado de la teología actual, merecería la nota de temerario quien pusiera en tela de juicio el principio" en el sentido en que lo formula el Papa Alejandro VII. Y Häring se esfuerza en mostrar la racionalidad de esta doctrina, dado que quien ejerce un acto de voluntad tan absoluto "en toda excitación libidinoso directamente voluntaria", trastoca el orden de la sexualidad, pues la orienta fuera de su fin natural.

En resumen: según la tradición cristiana y la doctrina de los Manuales, la cualificación moral de los actos de sexualidad consentida es la de "ex toto genere suo grave". No obstante, es incorrecto afirmar que no se da "parvedad de materia" en temas de lujuria indirectamente querida. Al menos cabe que se dé pecado venial —además del ámbito de las relaciones conyugales— en los siguientes casos:

— en los pecados de modestia o en la polución provocada por una causa no directa;

— en los actos "indirectamente" voluntarios, en los que no se busca una satisfacción sexual, sino que acontece con ocasión de otra finalidad;

— en las acciones imperfectas, que no alcanzan a ser "actos humanos" porque les falta suficiente advertencia o consentimiento.

Por ello, el tema se concreta en un caso muy preciso: ¿se da "parvedad de materia" en un acto voluntario de "lujuria directamente querida" ? ¿Es pecado mortal cualquier placer sexual directamente procurado y consentido, no ordenado al legítimo acto conyugal?

La respuesta negativa fue común hasta fecha reciente entre los moralistas, pero en la actualidad se cuestiona por algunos autores. Así por ejemplo, August Adam es el primer autor que mantuvo que ésta no es la doctrina de Santo Tomás, si bien se le atribuyó posteriormente por la moral casuista. La razón es que el Aquinate no concede a la castidad más importancia que a la caridad, en la cual cabe pecar venialmente. Por consiguiente, concluye, también se puede cometer pecado venial contra la virtud de la castidad. No obstante, Adam admite que "la satisfacción completa y provocada", que se lleva a cabo fuera del matrimonio, es siempre pecado grave.

En la misma línea insistió el moralista Stelzenberger, el cual intenta mostrar que la tradición desconoció esa doctrina. Otros autores, aun admitiendo el principio, se muestran tolerantes en la aplicación práctica, tal es el caso del francés M. Oraison. El pensamiento de otros autores modernos queda resumido en esta sentencia que mantiene el P. Häring en sus últimos escritos:

"En vistas a una mejor información de la tradición global de la Iglesia y de la psicología actual, los autores más representativos de la teología moral son del parecer de que en materia de sexto mandamiento o de castidad existe la parvitas materiae. No debemos poner diferencias entre la moral sexual y la justicia y otros mandamientos y virtudes".

Estos autores argumentan en contra de las dos pruebas más comunes entre los manualistas. A saber: la tradición de esta doctrina moral y el sentido genuino de la sexualidad humana, al que se añade su dinámica, pues iniciada una pequeña acción —"parvitas materiae"—, se dice, lleva a la ejecución:

1. Valor de la tradición

— Según estos autores, no cabe aducir testimonio alguno bíblico que avale esa sentencia. Los textos de la Escritura hacen referencia siempre a pecados mortales en materia de sexualidad, en o fuera del matrimonio, cuales son el adulterio, la fornicación, los sodomitas. etc., pero nunca afirman que todo pecado sexual sea grave.

— Aseguran que no es cierto que esta sentencia esté impuesta por el Magisterio. En realidad, sorprende que una doctrina mantenida con tanto rigor por los moralistas se apoye en tan escasos documentos magisteriales. Por eso, el P. Zalba escribe:

"La Iglesia no ha decretado nada en esta materia con un juicio definitivo, si bien reprobó, al menos como peligrosa en la práctica, la opinión de quienes admitían la parvedad de materia en cuestiones de lujuria directamente

No obstante, la Declaración Persona Humana parece referirse de modo expreso a este tema con estas palabras:

"Según la tradición cristiana y la doctrina de la Iglesia, y como también lo reconoce la recta razón, el orden moral de la sexualidad comporta para la vida humana valores tan elevados, que toda violación directa de este orden es objetivamente grave".

La lectura del texto hace pensar que se refiere a nuestro tema, puesto que la frase "omnis directa violatio eiusdem ordinis obiective sit gravis" evoca otro modo de decir que en la lujuria directa no hay parvedad de materia.

Además la Declaración alude de modo expreso a que esta enseñanza está de acuerdo con la "tradición cristiana", con la "doctrina de la Iglesia" y con la "recta razón". Parece que las citas a las que remite confirman esta in—

2. Naturaleza del acto sexual

— Aducen que el argumento clásico parte de la tesis de que el inicio de ciertos actos conlleva el riesgo de aceptarlos y consentir en ellos, dado que, por su misma dinámica, la vida sexual, una vez iniciada, tiende a realizarse. Ahora bien, si todo acto sexual completo es gravemente pecaminoso fuera del matrimonio, también lo será el principio de cualquier tipo de placer sexual, pues está orientado al placer completo. Y, se añade, "¿como distinguir entre deleite grave o leve?".

Pero comentan que se dan acciones que no siempre cabe gravarías como pecados mortales, pese al riesgo de que quienes las realicen, por la misma dinámica de la pasión sexual, se pongan en ocasión de consentir. En tales casos es preciso contar con la experiencia del sujeto, y, como consta, algunas acciones incoadas o imperfectas, pueden ser suspendidas por la voluntad de aquél que lucha por alcanzar la virtud de la pureza.

Por ello —añaden— es preciso aplicar los principios generales de la moral cristiana, la cual sólo califica como pecado mortal aquellos actos que cumplen defecto los tres requisitos: materia grave, advertencia plena y consentimiento perfecto.

— Se añade que no hay razón para que se atribuya al pecado sexual más gravedad que al pecado contra otras virtudes. En consecuencia —argumentan— si por razón de la materia cabe pecar levemente contra la caridad, por ejemplo, no se ve el motivo por qué no pueden darse actos en la moral sexual individual que no se califiquen de pecados leves en razón de la materia.

— Finalmente se apela a que los argumentos aducidos por la tradición no son concluyentes. Estas pruebas se fundamentan en que todo acto sexual está ordenado a la generación, por lo que sería gravemente inmoral fuera del matrimonio. Consecuentemente, "también lo serán unos actos que no tienen otra razón de ser ni de existir que esa ordenación a la generación". Se aducía este lema: "Omnis delectatio venerea, etsi levissima, est copula vel pollutio inchoata".

. De este modo se llega a corregir la tesis tradicional que niega que se dé parvedad de materia en tema sexual. Pero, ¿los argumentos que aduce esta nueva interpretación son concluyentes hasta el punto de que invalidan la doctrina tradicional?

Es siempre un riesgo el que una interpretación nueva resalte unos datos y deje en penumbra otras razones válidas. Asimismo, la actitud revisionista en este tema puede conducir al laxismo.

Por ello, como síntesis y para evitar estos riesgos, cabe formular los siguientes puntos incuestionables:

— A la vista de la enseñanza de la Escritura, de la Tradición y del Magisterio, todo acto pleno, directamente buscado y consentido en materia de lujuria debe calificarse como pecado mortal, por cuanto "contradice esencialmente" a la finalidad de la sexualidad humana, dado que le falta "aquella relación que entraña el sentido íntegro de la mutua entrega y de la procreación humana en el contexto de un amor verdadero" (PH, 9). De ahí que debe considerarse como falta grave la masturbación, los actos buscados que llevan directamente a ella, las relaciones prematrimoniales, etc., pues no cumplen la finalidad asignada por la naturaleza y por el plan de Dios a la sexualidad de la persona humana.

— Esta doctrina sigue afirmando que toda delectación venérea perfecta, buscada y consentida, habida fuera del matrimonio es, en principio, pecado mortal. También lo es el pensamiento y el deseo sexual plenamente deliberados. Pero otras acciones que no alcanzan esa categoría de acto sexual completo con efectividad buscada (placer) y llevado a cabo a un alto nivel psicológico plenamente humano (intentado y consentido) no cabe considerarlos como pecado grave.

— En cuanto al tema que se discute, se ha tener siempre a la vista la tradición sobre el tema. En efecto, la moral cristiana distinguió siempre entre "luxuria directe volita", en la que no se acepta la "parvedad de materia" y la "lujuria indirectamente querida", que sí admite que se dé pecado leve.

— Calificar de pecado grave el acto sexual "directamente querido", aun en materia leve, tiene a su favor una razón de peso: que "en cualquier acto de lujuria incompleta se da una violación substancial del orden impuesto por Dios en el uso de la sexualidad frustrando así el fin primario natural de lo sexual humano". Y tal rigor ético en temas de sexualidad, tradicionalmente se apoyaba en aquellas palabras tan exigentes de Jesús: "todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró en su corazón" (Mt 5,28).

Pero el problema consiste, exactamente, en precisar qué tipo de actos, pensamientos o deseos en el ámbito de la sexualidad deban considerarse como un desorden moral. A este respecto, parece que algunos manuales clásicos exageraban cuando catalogaban como tales "un simple movimiento camal".

En concreto, parece conveniente seguir afirmando que la delectación venérea directamente buscada y consentida en "materia pequeña" es pecado grave; por el contrario, la delectación venérea indirectamente procurada y consentida puede ser materia leve.

Esta doctrina clásica no supone un minimalismo ético, ni responde a una actitud "moralista" obsesiva por la sexualidad, sino que parte del sentido genuino de la sexualidad humana y de su finalidad. Al mismo tiempo, tiene en cuenta la gran capacidad de trivialización a que puede ser sometida por el mismo hombre. Este dato invalida la sentencia de aquellos autores contemporáneos que pretenden desplazar la valoración ética de la vida sexual, pues no consideran falta la acción sexual en sí, sino que se juzga culpable sólo cuando se lesiona el amor. El pecado sexual, afirman, es un pecado de egoísmo, pues va contra el amor. Además —se añade—, está medido no por el "fixismo moral" de los actos concretos, sino que es preciso considerarlo en el contexto de una moral de actitudes.

Este planteamiento no responde a la enseñanza actual del Magisterio. Y es evidente que no resiste un crítica rigurosa desde la moral, puesto que es claro que el hombre puede hacer un uso inadecuado de la sexualidad en sí misma. Por consiguiente, cuando el acto sexual se lleva a cabo fuera del ámbito matrimonial, pierde su finalidad procreadora y constituye una grave irregularidad, por lo que teológicamente cabe calificarlo como pecado mortal.

IV. MORALIDAD DE LAS RELACIONES CONYUGALES

Al modo como no cabe interpretar la sexualidad individual desde el simple biologismo, sino en clave antropológica pues responde al ser mismo del hombre y de la mujer, de modo semejante las relaciones sexuales en el matrimonio tampoco es posible interpretarlas más que desde la antropología; es decir, las relaciones conyugales se fundamentan en la naturaleza misma del amor esponsalicio. Por este motivo, el Magisterio actual deduce los principios éticos acerca de las relaciones conyugales tanto a partir de la enseñanza bíblica como de los datos que aporta la antropología filosófica.

1. La procreación, exigencia del amor conyugal

El amor esponsalicio se distingue de los demás amores en que incluye, al menos potencialmente, la maternidad y la paternidad, pues el matrimonio es el ámbito normal en el que puede decirse con espontánea naturalidad "padre", 4 madre", a la vez que éstos pronuncian la palabra "hijo".

En efecto, el amor conyugal —es decir, el que constituye el matrimonio y el que eleva el "contrato esponsalicio" a sacramento— tiene un contenido específico, posee una estructura natural y está dotado de una finalidad propia: la procreación. El "gesto" de la unión conyugal, el "lenguaje del cuerpo" y aun la afectividad esponsal, si no se les desposee expresamente de su significación originaria y la naturaleza no se resiste, concluyen en la procreación. De hecho, cuando los esposos se quieren de verdad "buscan el hijo". Son razones extrínsecas: el deseo expreso de evitar el embarazo, o el miedo, por las razones que sean, a un nuevo hijo, etc. lo que puede privar al acto conyugal de la fecundidad deseada. Por eso los nuevos esposos, si no median razones extrañas —tan frecuentes hoy en que se busca distanciar ya el primer embarazo— espontáneamente buscan y desean el nacimiento del primer hijo. Y es que la "plenitud" del acto conyugal, tanto desde el punto de vista biológico como afectivo, se alcanza —en caso de que la naturaleza no falle— cuando es fecundo.

Con lenguaje teológico y bíblico, el Concilio Vaticano II enseña esta misma verdad:

"El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos... El mismo Dios que dijo: No es bueno que el hombre esté solo (Gen 2,18)... queriendo comunicarle una participación especial en su propia obra creadora, bendijo al hombre y a la mujer diciendo: Creced y multiplicaos (Gen 1, 28). Por tanto el auténtico ejercicio del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar, que nace de aquél, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar valerosamente con el amor del Creador y Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia" (GS, 50).

Pablo VI expone esta misma doctrina, pero argumenta desde la antropología:

"El acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad".

Seguidamente, Pablo VI apela al sentido común y al recto juicio:

"Nos pensamos que los hombres, en particular los de nuestro tiempo, se encuentran en grado de comprender el carácter profundamente razonable y humano de este principio fundamental" (HV, 12).

En efecto, esta interpretación del amor conyugal es la más razonable, y solamente una comprensión fisicalista y fisiológica —genital— del sexo puede oscurecerla. Pero es claro que la interpretación genitalista de la sexualidad peca de reduccionismo y la historia —también la biografía de no pocos matrimonios— testifica que el ejercicio placentero del sexo, que de modo sistemático excluye la procreación, esclaviza al hombre y es el origen de no pocos conflictos conyugales.

2. Carácter unitivo y procreador del acto conyugal

De esta peculiar condición del amor conyugal deriva la doctrina, tan repetida por el Magisterio, de la unidad entre la significación unitiva y la función procreadora del acto conyugal:

"Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido, y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador" (HV, 12).

Por su parte, Juan Pablo II comenta esa anotación de Pablo VI:

"Este carácter razonable hace referencia no sólo a la verdad en la dimensión ontológica, o sea, a lo que corresponde a la estructura real del acto conyugal. Se refiere también a la misma verdad en su dimensión subjetiva y psicológica, es decir, a la recta comprensión de la íntima estructura del acto conyugal, o sea, a la adecuada relectura de los significados que corresponden a tal estructura y de su inseparable conexión, en orden a una conducta moralmente recta. En esto consiste precisamente la norma moral y la correspondiente regulación de los actos humanos en la esfera de la sexualidad. En este sentido, decimos, que la norma moral se identifica con la relectura, en la verdad, del lenguaje del cuerpo".

Y el Catecismo de la Iglesia Católica recoge esta doctrina en los siguientes términos:

"Por la unión de los esposos se realiza el doble fin del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida. No se pueden separar estas dos significaciones o valores del matrimonio sin alterar la vida espiritual de los cónyuges ni comprometer los bienes del matrimonio y el porvenir de la familia".

En consecuencia, si ambas realidades constituyen por naturaleza un unum, no puede estar en poder de los esposos la posibilidad de romper por iniciativa propia esa unidad que caracteriza el acto conyugal por sí mismo.

De aquí que, cuando de modo sistemático, se separen ambos aspectos, entre los esposos se inicia una ruta de degradación.

"Cuando los esposos, mediante el recurso al anticoncepcionismo, separan estos dos significados que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como árbitros del designio divino y manipulan y envilecen la sexualidad humana, y con ella la propia persona del cónyuge, alterando su valor de donación total. Así, el lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal" (FC, 32).

No obstante, es preciso concluir que a no pocos hombres de nuestro tiempo, incluidos los católicos, a causa de las falsas ideas que se propagan sobre el sexo, les resulta difícil comprender esta doctrina. Para hacerlo razonable, el sacerdote debe poner en juego, al menos, estos tres resortes:

— urgir a los creyentes la obligación de asumir la enseñanza del Magisterio, pues esta doctrina vincula la conciencia;

— ayudar a los cristianos y a los no creyentes a que reflexionen acerca de la racionalidad de esta doctrina, pues responde a la naturaleza misma de la unión conyugal: es la verdadera lectura del acto conyugal;

— destacar el valor de la vida y hacer comprender a todos los hombres que el auténtico amor de los esposos supone el gozoso deber de procrear.

Pero este triple empeño debe ir acompañado de una labor ascética: ayudar a los esposos a superar el materialismo práctico que conlleva una concepción de la vida placentera y consumiste.

3. La procreación no es el único ''fin'' del amor esponsalicio

Ahora bien, la estructura del amor conyugal, si bien ni puede ni debe excluir la procreación, no está orientada sólo ni exclusivamente a procurarla. En efecto, la unión sexual de los esposos, además del "fin procreador" incluye otras finalidades que también son demandadas por el amor afectivo entre ellos. El texto conciliar citado alude a "los demás fines del matrimonio". Y es que la sexualidad humana no es sólo procreadora, sino que fomenta el "encuentro personal", contribuye a la "perfección mutua", reintegra amor y sexo y, mediante ella, se lleva a cabo la "convivencia íntima" que los dos se han donado: el amor esponsalicio debe contribuir a la perfección de la masculinidad y de la feminidad, que constituyen la base y la razón de ser del matrimonio. De aquí que el Concilio haga mención expresa de esta verdad:

"El matrimonio no es solamente para la procreación, sino que la naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste ordenadamente, progrese y vaya madurando".

Y el Concilio hace observar que de este modo se justifica la plenitud de un matrimonio infecundo:

"Por eso, si la descendencia, tan deseada a veces, faltare, sigue en pie el matrimonio, como intimidad y participación de la vida toda, y conserva su valor fundamental y su indisolubilidad" (GS, 50).

4. Posibles conflictos entre procreación y amor conyugal

Ahora bien, el hecho mismo de que el amor conyugal encierre esa doble significación indica que puede dar lugar a conflictos entre el acto unitivo deseado y el efecto procreador que se rehusa. En verdad, la vida diaria de los esposos confirma que no siempre es fácil conciliar el deseo y la necesidad de una unión marital, nacida del amor mutuo, y la procreación que puede seguir a tal unión. A este respecto, conviene situarse a cierta distancia de dos actitudes límite:

— Una que cabría denominar de "ingenua", puesto que poetiza sobre la relación conyugal de los esposos al concebirla como una continua fiesta del amor sin carga y problema alguno. Esta corriente está dispuesta a firmar un seguro de bienestar que cubra todo riesgo a la vida conyugal indiscriminado de los esposos. Es la tendencia que sitúa el amor como principio y fin del matrimonio y no atiende a la finalidad procreadora a la que conduce la unión en el amor.

— Otra representa el polo opuesto y cabe denominarla de excesivamente realista", dado que fija su atención preferente en los hijos que se siguen a la unión conyugal. Por ello, es frecuente que sólo repare en las dificultades y se exagere el peso de la procreación. De aquí la carga que gravita sobre la unión amorosa, por lo que la vida marital les ocasiona no pocos desasosiegos y preocupaciones morales.

En este tema confluyen teorías y aun sentimientos muy dispares que juegan un papel decisivo a la hora de dar una solución al problema entre procreación y amor conyugal.

Para llegar a una síntesis es preciso superar dos escollos: en primer lugar, una opinión extrema que mantenía ciertas reservas sobre la vida sexual entre los esposos y no tomaba en la consideración debida el significado del amor específicamente conyugal cuando no se buscaba directamente la procreación. En el otro extremo se sitúa la sentencia opuesta, más reciente y suscitada como reacción a la anterior, que reivindica para los esposos la interrelación sexual sin límite como expresión del amor, excepto en el caso de que ofenda a la otra parte.

a) Sentido del placer sexual. Sus límites y finalidad

El carácter pecaminoso del placer sexual fue compartido por ciertas corrientes heterodoxas. Es sabido cómo algunos sectores del pensamiento antiguo mantuvieron ciertas reservas sobre el valor del acto sexual en sí mismo. La sexualidad era considerada como "mal menor". Los testimonios son numerosos y no pocos autores pretenden apoyarse en la doctrina de San Agustín.

Ciertamente, como se ha dicho en páginas anteriores, entre algunos teólogos antiguos se mantuvo cierta reserva frente a la vida sexual de los esposos. Sin posibilidad de recurrir a la historia, aquí es suficiente recoger los datos que aporta Tomas de Aquino en el Suplemento a la Suma Teológica, el cual menciona las diversas sentencias de la época:

"Aseveran algunos que siempre cometen pecado grave quienes ejecutan el acto conyugal impulsados principalmente por la libídine; pero si ésta les impulsa de una manera secundaria, entonces pecan sólo venialmente; en cambio, si rechazan por completo el deleite y les desagrada, en ese caso ni pecado venial cometen; de tal forma que buscar directamente el placer en dicho acto es pecado mortal; aceptar el placer que lo acompaña es pecado venial; en cambio, rechazarlo es un acto de perfección".

Seguidamente, el Aquinate rechaza tales sentencias y, de acuerdo con Aristóteles, sostiene el siguiente principio ético: "el mismo juicio debemos formar del placer que de la operación; como sea cierto que el deleite de la operación buena es bueno, y el de la operación mala es malo". La conclusión tomista es clara: dado que el acto matrimonial es bueno, también lo es el placer que lo acompaña.

El praeterea de este artículo es inequívoco: "El que come sólo por deleite no peca mortalmente; luego tampoco el que hace uso del matrimonio únicamente por satisfacer la sensualidad". Pero Santo Tomás enseña que, si se busca sólo y exclusivamente el placer, "no pasará de pecado venial". Algunos autores posteriores son aún más benignos, pues excusan de todo pecado el acto conyugal que se motiva sólo por placer.

No obstante, la acentuación del fin procreador se prestaba a que no se tuviese en la consideración debida la vida conyugal en sí misma, de forma que la sospecha sobre el placer del acto conyugal no fecundo estuvo con frecuencia latente. Todavía en el siglo XVII, en tiempo del Papa Inocencio XI, un Decreto del Santo Oficio (4—III—1679) condena la siguiente proposición: "El acto del matrimonio, practicado por el solo placer, carece absolutamente de toda culpa y de defecto venial" (Dz. 1159)

Esta sentencia se mantiene en los autores clásicos, anteriores al Concilio Vaticano II. Por ejemplo, el Manual de Larraga—Lumbreras escribe:

"Pecan venialmente si usan del matrimonio sólo por el deleite camal que resulta de su uso....... También Arregui—Zalba, en referencia a Dz. 1159, afirman que las relaciones conyugales "no son honestas", si se hacen con "el deseo exclusivo de satisfacer el placer".

Es cierto que estos autores sostienen que el uso del matrimonio justifica también los "fines secundarios", entre los que se cuenta el "remedio de la concupiscencia", pero lo único que no encuentran correcto es que el acto conyugal se realice "sólo" y "exclusivamente" por placer.

Cabría pensar que tales sentencias mantienen todavía cierta reticencia sobre el valor del placer sexual en el encuentro amoroso entre los esposos, debido a que la distinción exagerada de "fin primario" y "fines secundarios" sobrevaloraba la procreación. Así, por ejemplo, Arregui—Zalba escriben que "el semen humano y el deleite han sido ordenados por Dios únicamente a la procreación de los hombres en legítima unión conyugal". Afirmaciones como estas no toman suficientemente en cuenta la expresión del Vaticano II que describe el matrimonio como "comunidad de vida y amor" (GS, 47).

Pero no cabe ocultar el riesgo de aquellos matrimonios que interpretan la convivencia marital sólo en función del instinto para satisfacer el placer. A estos cabe aplicarles las palabras de la Vulgata que se contienen en el relato de Tobías:

"Te mostraré quienes son aquellos contra los que puede prevalecer el demonio. Son aquellos que abrazan el matrimonio de tal modo que excluyen a Dios de sí y de su mente y se entregan a su pasión como el caballo y el mulo, que carecen de entendimiento: sobre ellos tiene potestad el demonio" (Tob 6,16—17).

Si este es el caso, no cabría excusar de pecado, pero no hay desorden ni pecado cuando a la búsqueda del placer acompaña un gozo superior, cual es el encuentro y complemento psicológico del hombre y de la mujer, aunque no alcance cotas más altas de amor esponsalicio. En estos casos, satisfacer la pasión es "causa", pero no la única de la unión conyugal.

Pero estas consideraciones no niegan el peligro que encierra el intercambio sexual en el que se busca de modo exclusivo el placer por el placer.

"Nadie puede negar los riesgos inherentes a todo goce sensible. Esta plenitud de la sensibilidad es una invitación a sumergirse en ella y a valorizaría de tal manera que el placer aparezca como un absoluto de la vida. Lo que es un fin secundario, un aspecto accidental, una adjetivación de la conducta, se diviniza como valor supremo. El hombre siente la tentación, cuando experimenta su calor y cercanía, de convertirlo en un ídolo, pero el pecado no nace de la satisfacción producida, sino del gesto idolátrico con el que lo acepta y adora. Desmitificar las múltiples formas con que se absolutiza el placer ha sido una tarea educadora de todos los tiempos".

Pues bien, ese riesgo se acrecienta cuando se identifican sexo y placer; se mitiga cuando el placer se pone en relación con el amor entre los esposos y se valora cuando se une al deber de transmitir la vida, aunque ésta no se siga a cada uno de los actos conyugales.

b) El amor no justifica cualquier relación sexual entre los esposos

Ahora bien, el otro peligro nace precisamente en el momento en que se oscurece y aun se niega la finalidad procreadora del amor conyugal. En esta teoría se pretende situar el amor como causa única de las relaciones conyugales, de forma que toda la vida sexual queda justificada en virtud del amor. A este respecto, resulta equívoca la expresión "hacer el amor", dado que en ocasiones equivale al uso vano e instintivo de la sexualidad.

Lo válido de esta sentencia es que valora la relación amorosa hombre,—mujer y en que, al menos teóricamente, sostiene que las relaciones sexuales entre los esposos deben nacer del amor mutuo y han de dirigirse a aumentarlo. Pero, si se desconsidera la fecundidad, el amor corre el riesgo de convertir en fin principal el puro goce erótico.

A este respecto, cabe anotar que, mientras en la actitud primera de la finalidad procreadora no "usar bien del matrimonio" era equivalente a haber evitado la procreación, en esta corriente no se toma en consideración que los esposos puedan evitar a capricho la concepción. Además se ha de tener en cuenta que no todo acto conyugal es expresión del amor, pues en ocasiones éste esclaviza y en otras no siempre se tiene en cuenta la disposición amorosa de una de las partes. Como afirma Pablo VI:

"Justamente se hace notar que un acto conyugal impuesto al cónyuge sin considerar su condición actual y sus legítimos deseos no es un verdadero acto de amor, y prescinde, por tanto, de una exigencia del recto orden moral en las relaciones entre los esposos" (HV, 13).

El ideal del acto conyugal lo marca el Concilio Vaticano II al afirmar que la unión matrimonial debe "guardar íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación" (GS, 51). Pero ello en ocasiones encierra no pocas dificultades en la vida diaria de los esposos.

El Vaticano II recoge este posible y "frecuente" conflicto:

"El Concilio sabe que los esposos, en la armónica organización de su vida conyugal, con frecuencia se encuentran implicados en algunas circunstancias actuales, y que pueden encontrarse en situaciones en que el número de los hijos, al menos provisionalmente, no se puede aumentar, y el ejercicio del amor fiel en la plena intimidad tiene sus dificultades para mantenerse. Cuando la intimidad conyugal queda interrumpida, puede correr riesgos la fidelidad y quedar comprometido el bien de los hijos; porque la educación de los hijos y el valor necesario para aceptar los que vengan quedan entonces en peligro" (GS, 51).

No obstante, es preciso afirmar que, de modo ordinario, no cabe que se presenten casos de disyuntiva antagónica, dado que Dios no puede conducir al hombre a una situación irresoluble: se trata más bien de dificultades reales para armonizar ambos significados, pero en los que siempre es posible encontrar una solución:

"La Iglesia recuerda que no puede haber contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión de la vida y el fomento del auténtico amor conyugal" (GS, 51).

Para la solución de estos casos conflictivos, en el campo de la ética teológica se ha introducido la doctrina de la denominada "paternidad responsable". En efecto, si la moral apela en todo momento a la libre responsabilidad, parece lógico que la práctica de algo tan decisivo como el amor conyugal y la procreación no pueden ser ejercidos de un modo irresponsable, al ritmo de la pulsación sexual, cuantas veces sea requerida por el instinto más primitivo y biológico.

5. Significado de la "paternidad responsable"

La expresión es moderna, pero el significado estaba ya en numerosas publicaciones anteriores el Concilio Vaticano II. La Constitución Gaudium et spes afirma que los esposos deben actuar "con responsabilidad humana y cristiana" y en el cumplimiento de su "misión procreadora", el Concilio apela "al sentido humano y cristiano de la responsabilidad" (GS, 50). El Concilio rehusó el empleo de ese sintagma ante las acusaciones de algunos Padres que lo calificaban de "ambiguo", "peligroso", "erróneo", etc. .

Pero, muy pronto, la expresión se introduce en los documentos magisteriales. La recoge ya la Encíclica Humanae vitae: "El amor conyugal exige a los esposos una conciencia de su misión de paternidad responsable, sobre la que hoy tanto se insiste con razón y que hay que comprender exactamente" (HV, 10). A partir de entonces, su uso se hace normal en las enseñanzas del Magisterio (cfr. FC, 35 et passim).

Sin embargo, tanto a nivel de escritos doctrinales como de aplicación práctica, no es infrecuente que a esa expresión se la despoje de su verdadero significado. De hecho el Magisterio ha vuelto frecuentemente sobre esa terminología para precisar su original y genuino sentido.

Juan Pablo II precisó su riguroso sentido en los siguientes términos:

"Desgraciadamente, a menudo se entiende mal el pensamiento católico, como si la Iglesia sostuviese una ideología de la fecundidad a ultranza, estimulando a los cónyuges a procrear sin discernimiento alguno y sin proyecto. Pero basta una atenta lectura de los pronunciamientos del Magisterio para constatar que no es así. En realidad, en la generación de la vida los esposos realizarán una de las dimensiones más altas de su vocación: son colaboradores con Dios. Precisamente por eso están obligados a un comportamiento extremadamente responsable. A la hora de decidir si quieren generar o no deben dejarse guiar no por el egoísmo, sino por una generosidad prudente y consciente que valore las posibilidades y las circunstancias, y sobre todo que sepa poner en el centro el bien mismo del nasciturus. Por lo tanto, cuando existen motivos para no procrear ésta es un opción no sólo lícita, sino que podría ser obligatoria. Queda también el deber, sin embargo de realizar con criterios y métodos que respeten la verdad total del encuentro conyugal en su dimensión unitiva y procreadora, como ha sido sabiamente regulada por la misma naturaleza de sus ritmos biológicos. Estos pueden ser ayudados y valorizados, pero no 'violentados' con intervenciones artificiales".

Según la Encíclica Humanae vitae y la interpretación que de ella ha hecho Juan Pablo II, la "paternidad responsable" responde a estos supuestos:

a) Conocimiento de los procesos biológicos

En primer lugar, la "paternidad responsable" supone una lectura real y científica de la naturaleza de la sexualidad humana y de los procesos menstruales de la mujer, dado que "la inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes biológicas que forman parte de la persona humana". A este respecto es preciso subrayar la invitación del Magisterio a que los científicos se apliquen al estudio de las leyes de la fecundación:

"Los científicos, principalmente los biólogos, los médicos, los sociólogos y los psicólogos, pueden contribuir mucho al bien del matrimonio y de la familia, y a la paz de las conciencias, si se esfuerzan por aclarar más profundamente, con estudios convergentes, las diversas circunstancias favorables a la honesta ordenación de la procreación humana" (GS, 52; HV, 24; FC, 33).

La Iglesia anima a los científicos a que "logren dar una base, suficientemente segura, para una regulación de nacimientos, fundada en la observación de los ritmos naturales" (HV, 24).

b) Respeto a las leyes de la naturaleza

La "paternidad responsable" supone que se respeten las leyes generativas impresas por Dios en el hombre. No es una irresponsabilidad el uso racional de las leyes sexuales ínsitas en la naturaleza de la mujer:

"Usufructuar el don del amor conyugal respetando las leyes del proceso generador significa reconocerse, no árbitros de las fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan establecido por el Creador" (HV, 13;16; FC, 32).

c) Dominio de la pasión sexual

La "paternidad responsable" no es vía libre para el desahogo pasional, sino que exige del hombre y de la mujer un dominio del instinto sexual: "En relación con las tendencias del instinto y de las pasiones, la paternidad responsable comporta el dominio necesario que sobre aquéllas han de ejercer la razón y la voluntad" (HV, 10). En consecuencia, la "paternidad responsable" demanda la educación de la sexualidad (HV, 21—22), no permite que una parte instrumentalice a la otra (HV, 13) y exige que se tenga dominio en épocas difíciles en las que no sea posible la actividad sexual (FC, 33—34).

d) Los esposos deben hacer un juicio responsable

La puesta en práctica de la "paternidad responsable" exige que los esposos hagan una "deliberación ponderada" en relación con tres opciones concretas: tener una familia numerosa, retrasar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o evitar un nuevo embarazo por tiempo indefinido. Estas tres opciones requieren que se tomen en cuenta:

— "Las condiciones físicas". Tal puede ser, por ejemplo, el estado de salud de la esposa, la falta o estrechez de la vivienda, etc.

— "La situación económica". Pero se trata de un juicio objetivo y real, que los esposos no subordinen tener un hijo a disfrutar de un género de vida en el que se considere como necesario lo que en realidad es superfluo.

— "El estado psicológico". Es claro que algunas situaciones psíquicas hacen difícil asumir la responsabilidad de un embarazo o de un nuevo nacimiento.

— "Las condiciones sociales". Será preciso atender a la situación social: piénsese, por ejemplo, en tiempo de guerra, ausencias prolongadas del marido, viajes y estancias en el extranjero, convivencia del mismo hogar con los suegros, etc.

La Constitución Gaudium et spes propone la siguiente criteriología: los esposos, con el fin de "cumplir su obligación de ser cooperadores del amor de Dios Creador", deben hacer, "de común acuerdo", un "juicio recto", que tenga en cuenta los siguientes aspectos:

— "El bien de los hijos habidos o por nacer". Es evidente que al hijo único se le niega el derecho a tener hermanos, pero pueden darse casos en los que el nacimiento sucesivo de hijos subnormales pueda ser criterio para dilatar sine die un nuevo embarazo.

— "Las circunstancias del momento y del estado de vida, tanto materiales como espirituales". En este criterio cabe reasumir lo que la Humanae vitae denomina situaciones "físicas, económicas, psicológicas y sociales".

— "El bien de la propia familia, de la sociedad y de la Iglesia". No es fácil hacer una casuística de esas diversas situaciones que pueden afectar a entidades, tan variadas como universales (cfr. MM, 61—62; PP, 37, etc. ).

e) Cualidades del juicio moral

El riesgo de aplicar esta doctrina a la vida real se agranda si se pretende formular una casuística, pero tal peligro se aminora si se tienen en cuenta algunos criterios que señala la Encíclica acerca de la naturaleza del juicio:

— el juicio práctico compete hacerlo a los propios esposos de mutuo acuerdo, para lo cual pueden y en ocasiones deben consultar sobre si su decisión es objetiva o responde a motivos ocultos de egoísmo o comodidad;

— la objetividad del juicio supone que:

* se reconozca "el orden moral objetivo establecido por Dios, cuyo intérprete es la recta conciencia" (HV, 10);

* los esposos "deben guiarse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina" (GS, 50);

* no basta la buena intención de los esposos: "la índole moral de la conducta no depende de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos" (GS, 51);

* a la objetividad del juicio se opone, como es natural, el propio querer espontáneo. Por ello, los esposos no pueden actuar "a su antojo" (GS, 50) y "no pueden proceder arbitrariamente" (HV, 10);

— en la formación del juicio, los esposos deben tener en cuenta la doctrina que enseña el magisterio de la Iglesia (GS, 50);

— finalmente, dicho juicio debe ser "generoso", lo cual demanda que se haga con responsabilidad cristiana que brota de la fe y no derive de la prudencia de la carne que conduce al conformismo fácil, que sólo busca la comodidad o el placer.

De aquí el reconocimiento que hace el Vaticano II de las familias numerosas:

"Entre los cónyuges que cumplen así la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que, de común acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente" (GS, 50).

Y Juan Pablo II en numerosas ocasiones alaba la generosidad de los esposos:

"La Iglesia anima a las parejas a ser generosas y confiadas a comprender que la paternidad y la maternidad son un privilegio y que todo niño es el testimonio del amor existente en una pareja de uno hacia otra, por su generosidad y su apertura hacia Dios".

6. El recurso a los períodos infecundos

Es evidente que los esposos pueden hacer vida conyugal en los días infecundos de la mujer. Pero el tema moral se plantea si es lícito moralmente hacer vida marital sólo y de modo exclusivo en los días agenésicos o no fecundos.

A la vista del conocimiento de la fecundidad de la mujer según los ritmos inmanentes naturales, el Magisterio se ocupó del tema de la licitud de la vida conyugal reducida exclusivamente a esos días con el fin expreso de evitar la procreación. Es preciso constatar que los Papas de la época señalaron siempre algunas condiciones. Pío XII juzgó que era lícito si existían "motivos morales suficientes y seguros" "'; o si se daban situaciones de "fuerza mayor"; o bien "por motivos graves y serios o por razones personales o derivadas de circunstancias externas" 19'; también si coincidían "motivos serios y proporcionados" o si, en caso contrario, se seguían "inconvenientes notables".

Pablo VI, en la Encíclica Humanae vitae, menciona estas mismas razones:

"Si para espaciar los nacimientos existen serios motivos (iustae adsint causae), derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadores para usar del matrimonio sólo en los períodos infecundos (iis dumtaxat temporibus, quae conceptione vacent) y así regular la natalidad sin ofender los principios morales que acabamos de recordar" (HV, 16).

Más adelante, en este mismo número, añade que los esposos "pueden renunciar conscientemente al uso del matrimonio en los periodos fecundos por justos motivos (ob iustae rationes).

Es de notar que esas condiciones son muy genéricas, dado que las motivaciones "físicas o psicológicas" o simplemente "exteriores" pueden juzgarse como condiciones bastante. normales en la vida de cualquier matrimonio. Por esta razón Juan Pablo II matiza sólo en contadas ocasiones esas condiciones que se exigen para la licitud. Así, por ejemplo en la Exhortación Apostólica Familiaris consorcio no explícita condición alguna (cfr. FC, 32).

No obstante, en un Discurso posterior, Juan Pablo II enseña que se requieren razones justificadas:

"El recurso a los "períodos infecundos" en la convivencia conyugal puede ser fuente de abusos si los cónyuges tratan así de eludir sin razones justificadas la procreación, rebajándola a un nivel inferior al que es moralmente justo, de los nacimientos en su familia. Es preciso que se establezca este nivel justo teniendo en cuenta no sólo el bien de la propia familia y estado de salud y posibilidades de los mismos cónyuges, sino también el bien de la sociedad a que pertenecen, de la Iglesia y hasta de la humanidad entera".

Finalmente, el Catecismo de la Iglesia Católica es aún más genérico al momento de expresar esos atenuantes:

"Por razones justificadas, los esposos pueden querer espaciar los nacimientos de sus hijos. En este caso, deben cerciorarse de que su deseo no nace del egoísmo, sino que es conforme a la justa generosidad de una paternidad responsable".

7. Continencia periódica y anticoncepcionismo

Es fácil distinguir entre la actitud de los esposos que evitan la concepción, si usan para ello los medios no lícitos, pero que ellos consideran eficaces (anticoncepcionismo), de la postura de los que recurren a los días agenésicos con el deseo de que no se siga la concepción de un nuevo hijo (continencia periódica). En el primer caso, se da una decisión clara de los esposos para lo cual recurren a unos medios inmorales que lo evitan. En el segundo, por el contrario, se respetan las leyes de la naturaleza, que en tal situación no es fértil, aunque esto se haga con conocimiento y deliberación de los esposos. En esta circunstancia no se violentan las leyes naturales. El "anticoncepcionismo" manipula la naturaleza, la "conciencia periódica" la usa; el "anticoncepcionismo" viola las leyes naturales, la "continencia periódica" respeta las leyes de la condición de la mujer; el "anticoncepcionismo" se guía por el instinto, la "continencia periódica" está de acuerdo con la ciencia. Existe, pues, una diferencia "antropológica" y "moral" entre esas dos opciones para vivir la sexualidad conyugal y la determinación de que no se siga la procreación.

Esta distinción no cabe tacharla de "naturalismo biológico", sino que más bien incluye una concepción recta de la sexualidad y un aprecio de la persona humana en lo que verdaderamente es y representa. Juan Pablo II hace esta profunda reflexión que aúna muchas y verdaderas razones de índole antropológico y moral:

"A la luz de la misma experiencia de tantas parejas de esposos y de los datos de las diversas ciencias humanas, la reflexión teológica puede captar y está llamada a profundizar la diferencia antropológica y al mismo tiempo moral, que existe entre el anticoncepcionismo y el recurso a los ritmos temporales. Se trata de una diferencia bastante más amplia y profunda de lo que habitualmente se cree, y que implica en resumidas cuentas dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana, irreconciliables entre sí. La elección de los ritmos naturales comporta la aceptación del tiempo de la persona, es decir, de la mujer, y con esto, la aceptación también del diálogo, del respeto recíproco, de la responsabilidad común, del dominio de sí mismo. Aceptar el tiempo y el diálogo significa reconocer el carácter espiritual y a la vez corporal de la comunión conyugal, como también vivir el amor personal en su exigencia de fidelidad. En este contexto la pareja experimenta que la comunión conyugal es enriquecida por aquellos valores de ternura y afectividad, que constituyen el alma profunda de la sexualidad humana, incluso en su dimensión verdadera y plenamente humana, no usada en cambio como objeto que, rompiendo la unidad personal de alma y cuerpo, contradice la misma creación de Dios en la trama más profunda entre naturaleza y persona" (FC, 32).

8. La moralidad de los medios

También en el comportamiento ético de los esposos, en el recurso a la procreación, se debe tener en cuenta la moralidad de los medios. Este tema no es más que una aplicación a la "regulación de los nacimientos" del principio de la ética teológico que niega que "el fin justifica los medios". En efecto, el Magisterio enseña que para "evitar un nuevo nacimiento por algún tiempo o por tiempo indefinido", los esposos deben evitar algunos medios que son inmorales desde el punto de vista ético. El Vaticano II condena a aquellos que "se atreven a adoptar soluciones inmorales" y advierte que "no es lícito a los hijos de la Iglesia ir por caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina, reprueba, sobre la regulación de la natalidad" (GS, 5 l).

La Encíclica Humanae vitae menciona esos falsos caminos. En el n. 14 se recogen los siguientes:

a) El aborto

Se condena el aborto, si bien la redacción es más extensa: "La interrupción directa del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto directamente querido y procurado, aunque sea por razones terapéuticas". La Constitución Gaudium et spes enseña que "la vida ya concebida ha de ser salvaguardada con extremos cuidados; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables" (GS, 51).

b) La esterilización directa

"Hay que excluir, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces, la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer". El tema había sido tratado ya de modo expreso por la Encíclica Casti connubii, que apelaba al principio de que el hombre no puede disponer a su arbitrio de los miembros de su cuerpo (CC, 68—7 l).

La esterilización "directa" es la que pretende hacer imposible la concepción, tal como la vasectomía, cortar los conductos semanales del varón o el ligamento de trompas en la mujer. Desde el punto de vista médico puede ser "reversible" o irreversible" según medie una operación quirúrgica que anule definitivamente la facultad de generar o, por el contrario, quepa recuperarla de nuevo. Bajo la óptica moral, adquiere más relevancia —y por ello mayor gravedad— la irreversible.

c) Interrupción directa del proceso generador.

O sea, el uso de medios que impiden el anidamiento del óvulo fecundado y por tanto son abortivos. Como son los anillos intrauterinos, el DIU... También abarca otras prácticas que impidan la evolución del óvulo fecundado como el empleo de progestógenos, la "píldora" directamente abortiva o la llamada "píldora del día siguiente", etc..

d) Uso de medios que impiden la procreación

En este apartado se contemplan las prácticas anticonceptivas, pero no abortivas, como son, por ejemplo, el lavado para expulsar el semen masculino de la vagina de la mujer. Además "queda excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación".

En este apartado se agrupa una serie de medios ilícitos, que cabe aplicar antes del acto conyugal, "en previsión", como es el uso de medios físicos, el preservativo, esterilets, etc.; o durante "su realización", o sea, el onanismo conyugal; también a lo largo "de su desarrollo", como es el uso de píldoras anticonceptivas no abortivas, o la aplicación vaginal de sustancias espermicidas, etc..

Respecto a los recursos científicos, será preciso tener a la vista que no todo lo que es científicamente realizable recibe el aval de la ética". Este principio tiene plena aplicación al tema de la biología; es el campo de la bioética".

Como es lógico, el Magisterio acepta el uso de algunos de estos "medios" cuando se emplean como recursos terapéuticos:

"La Iglesia, en cambio, no considera de ningún modo ilícito el uso de los medios terapéuticos verdaderamente necesarios para curar enfermedades del organismo, a pesar de que se siguiese un impedimento, aun previsto, para la procreación, con tal de que ese impedimento no sea, por cualquier motivo, directamente querido" (HV, 15).

A este apartado pertenecen no sólo las operaciones quirúrgicas necesarias, de las cuales se sigue la esterilidad temporal o perpetua, sino también el uso de píldoras que pretendan regular la función menstrual de la mujer o cuando es preciso fijar el ciclo ovulatorio que permanece alterado en los meses que siguen al parto (puerperio) y en otros estados clínicos que un buen médico precise. En estos casos se trata de una terapéutica curativa y no de prácticas anticonceptivas.

Con ligeras variantes, los tocólogos utilizan los preparados comerciales (píldoras) que contienen estrógenos y progestógenos con el fin de curar algunas situaciones patológicas de la mujer. En concreto, la medicina aplica estos medios en los siguientes casos:

— Dismenorreas que ocasionan especial dolor con la regla.

— Hipomenorreas, o sea en caso de reglas escasas y con tales fármacos son más abundantes.

— Hipoplasias genitales con el fin de que las hormonas mejoren el desarrollo de los órganos genitales.

— Hemorragias uterinas de origen funcional.

— Esterilidad por ciclo anovulador: en el caso de que la mujer no ovule, se da una pequeña dosis de hormonas, y, al suprimir la píldora, la mujer, por un efecto de rebote, ovula.

— Síndrome de ovario micropoliquístico: enfermedad —que requiere un riguroso análisis médico— constituida por falta o dificultad de ovulación, con múltiples folículos que no alcanzan la madurez y que suele ir acompañado de alteración de los estrógenos. El cuadro clínico es una mezcla de síntomas en los que hay alteraciones de la regla, dolores de ovarios y mama.

— Endometriosis: enfermedad que consiste en el "trasplante" de células del interior del endometrio fuera de su sitio habitual, por ejemplo en la trompa. Puede ir acompañado de dolores, hemorragias y adherencias que pueden evolucionar hacia la esterilidad conyugal.

En todos estos casos, dado que tienen efectos terapéuticos, la moral admite el uso de estos preparados.

Además de estos casos patológicos, la mujer —casada o soltera— puede tomar la píldora anticonceptivo ante el riesgo previsto de un embarazo irracional y violento. Así lo han profesado notables moralistas con ocasión de violaciones en el Congo o en la antigua Yugoslavia".

9. El recurso a los métodos naturales

Excluidos estos "medios ilícitos", la ética católica permite el recurso a los medios, llamados "naturales". Ya en la Exhortación Apostólica Familiaris consorcio, el Papa indica este camino como el más apto para el ejercicio de la paternidad responsable:

"Ante el problema de una honesta regulación de la natalidad, la comunidad eclesial, en tiempo presente, debe preocuparse por suscitar convicciones y ofrecer ayudas concretas a quienes desean vivir la paternidad y la maternidad de modo verdaderamente responsable".

A continuación, Juan Pablo II hace un llamamiento general para que se conozcan, se divulguen y se practiquen los métodos naturales:

"En este campo, mientras la Iglesia se alegra de los resultados alcanzados por las investigaciones científicas para un conocimiento más preciso de los ritmos de fertilidad femenina y alienta a una más decisiva y amplia extensión de tales estudios, no puede menos de apelar, con renovado vigor, a la responsabilidad de cuantos —médicos, expertos, consejeros matrimoniales, educadores, parejas— pueden ayudar efectivamente a los esposos a vivir su amor, respetando la estructura y finalidades del acto conyugal que lo expresa. Esto significa un compromiso más amplio, decisivo y sistemático en hacer conocer, estimar y aplicar los métodos naturales de regulación de la fertilidad" (FC, 35).

En Discursos posteriores el Papa alaba esta tarea y alienta a los obispos que le presten atención pastoral a este tema:

"Una parte especial e importante de vuestro ministerio hacia las familias es el de la planificación natural de las familias. El número de parejas que utilizan con éxito los métodos naturales va en constante aumento... Aquellas familias que eligen los métodos naturales perciben la fundamental diferencia, tanto antropológica como moral entre la contracepción y la planificación de la familia natural. Pueden encontrar dificultades, o más bien a menudo se deciden a comenzar a usar los métodos naturales y tienen necesidad de instrucciones competentes, estímulo, consejo y apoyo pastoral".

Pero Juan Pablo II señala con rigor que en el recurso a los métodos naturales no se trata, simplemente, de distinción de "métodos", sino de un planteamiento ético nuevo:

"A la luz de estas reflexiones es posible comprender la diferencia ética que existe entre la anticoncepción y el recurso a los ritmos naturales para vivir responsablemente la paternidad y la maternidad. No se trata simplemente de una distinción en el plano de la técnica o de los métodos, en la que el elemento decisivo estaría constituido por el carácter "artificial" o "natural" del procedimiento. Se trata, más bien, de una diferencia de comportamiento. En realidad, los llamados "métodos naturales" son medios de diagnóstico para determinar los períodos fértiles de la mujer, que ofrecen la posibilidad de abstenerse de las relaciones sexuales cuando por motivos justificados de responsabilidad se quiere evitar la concepción. En este caso los cónyuges modifican su comportamiento sexual mediante la abstinencia, y la dinámica del don de sí mismo y de la acogida del otro, propias del acto conyugal, no sufre ninguna falsificación".

Estos métodos también se mencionan en el Catecismo de la Iglesia Católica:

"La continencia periódica, los métodos de regulación de nacimientos fundados en la autoobservación y el recurso a los periodos infecundos (cfr. HV, 16) son conformes a los criterios objetivos de la moralidad. Estos métodos respetan el cuerpo de los esposos, fomentan el afecto entre ellos y favorecen la educación de una libertad auténtica".

10. Valoración del "principio de totalidad"

La Encíclica Humanae vitae pretendió dar respuesta a diversas interrogaciones que se hacían los moralistas y los esposos respecto a la vida conyugal. Una de esas preguntas se formulaba del siguiente modo:

"¿No se podría admitir que la finalidad procreadora pertenece sólo al conjunto de la vida conyugal más bien que a cada uno de los actos?" (HV, 3).

La respuesta afirmativa se fundamentaba en el llamado "principio de totalidad", que Pío XII había formulado así:

"El hombre es una unidad y un todo creado... cuya ley, establecida por el objeto final del todo, subordina a ese objetivo la actividad de las partes, según el orden verdadero de su valor y de sus funciones".

Este principio tiene plena aplicación a la totalidad del organismo humano, pero no cabe aplicarlo a la actividad común del hombre, dado que un acto en sí malo no se justifica por otros buenos, pues "no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien" (HV, 14). Por eso la Encíclica reprueba su aplicación a la vida conyugal:

"Tampoco se pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que se seguirán después, y que, por tanto, compartirían la única e identidad bondad moral... Es por tanto un error pensar que un acto conyugal hecho voluntariamente infecundo, y por esto intrínsecamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda" (HV, 14).

Más aún, Pablo VI eleva su pensamiento e interpreta el "principio de totalidad" de Pío XII en el sentido de una visión totalizadora de la persona, cuya grandeza no cabe reducirla únicamente a la vida sexual. En suma, ese principio invocado "para dar una comprensión más racional de la sexualidad humana", el Papa lo aplica a la interpretación total de la vida conyugal de los esposos. Sólo si se respeta la naturaleza integral de la sexualidad humana, se descubre que no es "lícito al hombre faltar al respeto debido a la integridad del organismo humano y de sus funciones" (HV, 17).

11. Necesidad de la castidad conyugal

No pocas personas que optan por la espontaneidad de la vida sexual buscan la solución en medidas que favorecen el uso indiscriminado del sexo, pero que lesionan seriamente los principios éticos. El moralista, según las declaraciones del Magisterio, no debe renunciar a buscar los medios lícitos que ofrece la ciencia acerca del conocimiento de la fecundidad. De hecho, el recurso a los medios naturales supone un avance que ofrece a los esposos para que vivan de modo responsable la paternidad. Pero no cabe olvidar que el medio fundamental para vivir cristianamente las exigencias de la sexualidad es practicar la castidad en las relaciones conyugales.

La virtud de la castidad tiene una primera manifestación en el dominio de la sexualidad. No cabe ignorar que el sexo representa una pasión fundamental del hombre, que responde al instinto primario de prolongar la especie. Además, la vida diaria —personal y colectiva— atestigua que su fuerza tiende a extralimitarse. Los "excesos sexuales", así como la gran variedad de "desviaciones" que cabe mencionar en este campo son la constatación de que el instinto sexual debe ser controlado por el individuo. De lo contrario, la sexualidad lleva a la esclavitud.

Para ello, el hombre célibe o casado debe esforzarse en adquirir un dominio del sexo. A ello contribuye, en primer lugar la huida de medios externos que lo mantienen en un estado permanente de excitación. En este sentido, la pornografía es un elemento alienador, pues sitúa a la persona a merced del estímulo exterior. Y ¡bastante tiene el hombre con su propio instinto pasional, sin que estímulos externos lo exciten de modo incontrolado!

Es difícil eximir de pecado mortal al que sin reparos recurre a medios pornográficos que ofrece la prensa escrita, el cine, el vídeo, la televisión, etc. El confesor debe hacer reflexionar al penitente que, por tratarse de medios externos, es más fácil no recurrir a ellos, por lo que tiene obligación grave de evitarlos. Además debe hacerles caer en la cuenta de que, además de degradar a la persona, de algún modo la hipoteca, porque lo sexual adquiere en su vida una importancia desmedida, con lo que el sexo puede convertirse en obsesión. Finalmente, en las personas casadas supone casi siempre una falta de madurez en su vida sexual; una especie de prolongación del estado de pubertad.

Además de eliminar los estímulos externos, la lucha por el señorío sobre la sexualidad requiere también un dominio de la propia pasión, lo cual se obtiene por el freno de la imaginación, el control de los pensamiento y la armonía en la vida afectivo—sentimental. A ello ayuda evitar situaciones pecaminosas, lo que en lenguaje ascético se denomina la "huida de las ocasiones de pecado". Como recurso positivo, es preciso añadir los medios ascéticos, cuales son la mortificación, la oración, la devoción a la Virgen y la recepción de los Sacramentos.

Pero el "dominio" del instinto sexual no constituye la esencia de la virtud cristiana de la castidad, sino que representa sólo el presupuesto inicial y la condición indispensable para la virtud. Santo Tomás define la castidad como la virtud sobrenatural que modera el apetito genésico.

En este sentido, la castidad es una virtud que deben practicar todos los hombres, cada uno según su estado: de abstención el célibe o de recto uso la persona casada:

"La castidad —no simple continencia, sino afirmación decidida de una voluntad enamorada— es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado. Existe una castidad de los que sienten que se despierta en ellos el desarrollo de la pubertad, una castidad de los que se preparan para casarse, una castidad de los que Dios llama al celibato, una castidad de los que han sido escogidos por Dios para vivir en el matrimonio".

Lo específico de la virtud de la castidad conyugal no es algo negativo, sino eminentemente positivo. La castidad conyugal brota del amor esponsalicio y se manifiesta en una vida sexual que brota del amor conyugal, el cual abarca el cuerpo y el espíritu. Supone, por ello, el respeto mutuo y que el acto conyugal por sí esté abierto a la vida. Como aspectos negativos, la mutua consideración demanda que el acto conyugal se realice conforme a las leyes instintivas de la naturaleza, lo cual exige que se mantenga cierto pudor que rehuye situaciones que humillen al otro:

"Con respecto a la castidad conyugal, aseguro a los esposos que no han de tener miedo a expresar el cariño; al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les diré también que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos... Cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara".

Tanto los Manuales clásicos de Teología Moral como los autores ascéticos han repetido de múltiples formas estas mismas reglas morales: es imposible vivir con dignidad humana la sexualidad si no se procura practicar la virtud cristiana de la pureza,

CONCLUSIÓN

Como conclusión cabe citar estos dos testimonios de los Papas Pablo VI y Juan Pablo II, que señalan el itinerario espiritual de los esposos en orden a cumplir su deber y les ofrecen la ayuda para alcanzar su propia perfección.

Pablo VI escribe:

"Una práctica honesta de la regulación de la natalidad exige sobre todo a los esposos adquirir y poseer sólidas convicciones sobre los verdaderos valores de la vida y de la familia, y también una tendencia a procurarse un perfecto dominio de sí mismos. El dominio del instinto, mediante la razón y la voluntad libre, impone, sin ningún género de duda, una ascética, para que las manifestaciones efectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el orden recto y particularmente para observar la continencia periódica. Esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegramente su personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales: aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de paz y facilitando la solución de otros problemas; favoreciendo la atención hacia el otro cónyuge; ayudando a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y enraizando más su sentido de responsabilidad. Los padres adquieren así la capacidad de un influjo más profundo y eficaz para educar a los hijos; los niños y los jóvenes crecen en ¡ajusta estima de los valores humanos y en el desarrollo sereno y armónico de sus facultades espirituales y sensibles" (HV, 21).

Y Juan Pablo II anima a los esposos a que acepten y cumplan con generosidad la ley de Dios, la cual les conduce a la santidad cristiana:

"Los esposos no pueden mirar la ley como un mero ideal que se puede alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de Cristo Jesús a superar con valentía las dificultades. Por ello la llamada ley de gradualidad o camino gradual no puede identificarse con la gradualidad de la ley, como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para los diversos hombres y situaciones. Todos los esposos, según el plan de Dios, están llamados a la santidad en el matrimonio y esta excelsa vocación se realiza en la medida en que la persona humana se encuentra en condiciones de responder al mandamiento divino con ánimo sereno, confiando en la gracia divina y en la propia voluntad".

Y el Papa concluye:

"EL camino de los esposos será más fácil si, con estima de la doctrina de la Iglesia y con confianza en la gracia de Cristo, ayudados y acompañados por los pastores de almas y por la comunidad eclesial entera, saben descubrir y experimentar el valor de liberación y promoción del amor auténtico, que el Evangelio ofrece y el mandamiento del Señor propone" (FC, 34).

Anexo: Algunas orientaciones para el confesor

La experiencia muestra que la sexualidad en y fuera del matrimonio constituye un tema de preocupación moral para los penitentes. En relación con la sexualidad matrimonial se constata frecuentemente que se da una falta de .formación e información. Junto a personas que juzgan como pecado aspectos positivos de las relaciones conyugales, otros profesan que este tema pertenece en exclusiva a la pura decisión de los esposos, por lo que se sitúan al margen de cualquier consideración ética. Es cierto que a este propósito algunos Manuales se han movido en una casuística que consideraban más el aspecto sexual que el amor conyugal de los esposos, pero hoy se corre el exceso contrario: en aras de un pretendido amor, se intenta subordinar a él todo el conjunto de la moral de la vida sexual. Aquí exponemos sólo algunas observaciones prácticas:

l. El confesor ha de tomar en consideración las preocupaciones morales que este tema despierta en la conciencia de los esposos. Ello ofrece al sacerdote la oportunidad de ayudar a la educación de la conciencia del penitente en un tema tan cercano e íntimo a su vida moral. En todos los casos, es decisivo detectar y tener en cuenta la condición del penitente: su formación humana y cristiana, la sensibilidad moral, la práctica religiosa, etc. Estas circunstancias juegan un papel decisivo a la hora de aconsejar y exigir las obligaciones éticas relativas a la vida matrimonial.

2. Al mismo tiempo, el confesor ha de procurar que el penitente supere una moral reduccionista, de preocupación prevalente y aun exclusiva por el tema de la sexualidad. Es el momento en el que, al mismo tiempo que sabe valorar los pecados contra esta virtud, le haga caer en la cuenta de otros aspectos de su vida moral. En concreto, como cristiano, tiene obligación de atender a posibles pecados contra las demás pasiones: la envidia, la pereza, la ira, etc. También debe cuestionarse acerca de los deberes que conlleva el ejercicio de la propia profesión u oficio, así como recordar las obligaciones que demanda el precepto de la caridad y del amor al prójimo, el deber de colaborar al bien común en la vida social y de modo especial el cumplimiento de los deberes para con Dios en el culto, así como su colaboración con la comunidad eclesial, etc.

3. Asimismo debe hacerle caer en la cuenta de la importancia de vivir de modo positivo la virtud de la castidad. En concreto, a los esposos se les debe ayudar a valorar el cariño mutuo y la obligación de atender a la sacramentalidad del matrimonio, de modo que descubran que el ideal de su vida conyugal es el consejo de San Pablo: tienen que amarse "como Cristo ama a su Iglesia" (Ef 5,25). También se les ha de ayudar a vivir de modo positivo otros aspectos de la vida de familia: la alegría en el hogar, la atención y educación de los hijos, la comunicación y trato con otras familias, la colaboración con los centros educativos de sus hijos, la preocupación por asumir los compromisos que demanda la vida social y política, etc.

4. La falta de formación de no pocos penitentes fuerza al sacerdote a que en ocasiones tenga que preguntar sobre algunos aspectos de la vida conyugal con el fin de que la confesión sea íntegra. En este tema se han de esmerar la delicadeza y la discreción. El sacerdote tiene que evitar en todo caso una curiosidad en el conocimiento de detalles. A este respecto, el Santo Oficio publicó unas normas "sobre el modo de proceder los confesores acerca del sexto Mandamiento". El Decreto insiste en la moderación de las preguntas, de modo que es preferible no alcanzar una confesión íntegra a formular preguntas que escandalicen a los fieles. Esta determinación tranquiliza la conciencia del sacerdote sobre este tema. No faltan casos, en los que algún penitente se excede en dar detalles; conviene con delicadeza advertirle que no hace falta que aporte más datos.

5. En ocasiones es suficiente formular una pregunta genérica, por ejemplo: "¿en relación con la vida matrimonial tiene algo sobre lo que ha de arrepentirse?". En caso afirmativo o cuando el penitente se acusa de pecados concretos, las preguntas que el sacerdote puede hacer —siempre con gran delicadeza y moderación— son, por ejemplo, las siguientes:

— El número aproximado de veces o su frecuencia cuando por el tiempo transcurrido u otra razón resulta difícil dar un número, fundamentalmente en el caso de adulterio, del mal uso del matrimonio o incluso de masturbación. Es claro que no es lo mismo el caso aislado que la situación repetida que engendra un hábito o que origina un estado habitual de pecado. Como es lógico, se ha de evitar caer en una cuantificación matemática del número exacto. Un ¿"muchas veces"? o "¿con frecuencia" o "¿de modo habitual?", etc. suele bastar para conocer la frecuencia de esos pecados graves. La disposición en que se encuentra el penitente y el tiempo transcurrido desde la última confesión es un criterio suficiente para que el sacerdote deduzca la situación del que se confiesa.

— En caso de adulterio, sería preciso saber si la persona con quien peca es también casada o tiene con ella posibilidad de trato normal y frecuente. En el primer caso, al adulterio se añade otra falta de justicia, y, si la ocasión de pecar es próxima, es preciso advertir con delicadeza, pero en ocasiones con firmeza llena de comprensión, acerca del riesgo de que se repita. En todo caso, se ha de ayudar a que evite la ocasión próxima de pecar.

6. Se han de apurar todas las posibilidades hasta el límite para rehusar la absolución. La actitud siempre acogedora del sacerdote, la paciencia, la ilustración y el cariño en el trato son medios que se deben agotar antes de negar la absolución a un penitente. Respecto a la moral conyugal tres son los casos más frecuentes que pueden darse:

— Que se niegue a mencionar el tema o que manifieste la opinión de que las relaciones conyugales pertenecen a la intimidad de los esposos, por lo que caen fuera de toda responsabilidad moral. Si se trata de fieles alejados, debería recordárselas que la Biblia y los Papas urgen la moralidad de la vida conyugal de los esposos. Cabe indicarles la lectura de algún libro o folleto y aconsejarles que hablen con algún sacerdote amigo. Aunque de momento el penitente mantenga su actitud, es casi seguro que el consejo del confesor le habrá inquietado, por lo que muy probablemente intentará de un modo u otro salir de la duda.

— Que no esté dispuesto a dejar la ocasión próxima y voluntaria de pecado. El confesor ha de tener a la vista que en algún caso puede resultar especialmente difícil llevar a cabo el cambio en algunas circunstancias y máxime si el penitente es rudo de cabeza o carece de sensibilidad moral. En esta situación podría ser suficiente advertirle acerca de esta obligación y saber esperar a la próxima confesión para insistir en el mismo tema. Al final, el penitente verá con más claridad que él debe luchar con decisión para alejar aquella ocasión de pecado.

— Que le falte el arrepentimiento, lo cual a veces se muestra hasta con alguna insolencia y orgullo. Si se trata de un penitente resentido, con cierta carga de autosuficiencia, el cariño del confesor casi siempre le hace sentirse pecador y acaba por arrepentirse de su pecado y desear el perdón. Si se trata de personas carentes de formación, se les puede exigir un mínimo: el simple reconocimiento del mal es un dato de que lo reprueban aunque lo hagan con reserva.

Es lógico que estas tres situaciones se dan en personas con falta de formación religiosa y moral. Pero, si se trata de penitentes con esta formación, siempre con cariño, pero también con fortaleza, se ha de exigir que depongan estas actitudes. Y a éstos sí que cabe advertirles que no están preparados para recibir el perdón de Dios.

En todo caso, si apuradas todas las instancias, el sacerdote se siente obligado a negar la absolución debe hacerlo siempre con cariño, sin herir, de forma que el penitente caiga en la cuenta de que no es la Iglesia quien le niega el perdón, sino que es él quien no pone las condiciones mínimas debidas, pues le falta el arrepentimiento.

7. No es casuísmo enunciar los pecados más frecuentes contra la virtud de la castidad en el matrimonio: son los mismos fieles quienes consultan sobre tales acciones; ellos preguntan acerca de lo que es lícito o no les está permitido hacer, así como desean conocer los pecados de los que deben arrepentirse. He aquí una ayuda para el examen de la propia conciencia y una guía para el confesor:

— El acto conyugal, cuando se hace en las condiciones debidas— de común acuerdo, abierto a la vida y los esposos están en gracia— es bueno y meritorio, pues los esposos cumplen un mandato del Señor (Gén 1,28; 1 Cor 7,3—5) 113.

— Puede ser pecado grave negar el débito en los casos en que se pide razonablemente, si no hay una justa causa para rehusarlo y, si en caso de no acceder, existe para la otra parte el peligro de pecar en solitario o de infidelidad. Aquí cabe hablar de "parvedad de materia" siempre que haya razones que excusen o que el mal que se sigue a la negación del débito no sea grave. Las causas que excusan prestar el débito son muy variadas. Algunas pueden ser especialmente graves, cuales son, por ejemplo, en caso de falta de sentido por embriaguez o drogadicción, o de enfermedad contagiosa. También cabe que se dé una petición inmoderada, a lo que se puede negar la otra parte.

— Son lícitos los diversos actos que complementan y preparan el acto conyugal, así como los que le siguen en el caso de que no se haya producido en el acto la plena satisfacción sexual. Las acciones impúdicas u obscenas pueden constituir pecado venial, máxime si no son del agrado de una de las partes.

— Constituye pecado mortal la masturbación sólo de uno de los cónyuges o la de ambos provocada uno a otro. Jamás debe forzarse al cónyuge a que lleve a cabo la masturbación propia.

— Es pecado grave procurar el onanismo en las relaciones matrimoniales, bien cuando el acto conyugal se hace sin penetración alguna (copula ante portam) o si el varón o la mujer se retiran antes de consumarlo con el fin de evitar que el semen del varón se deposite en la vagina de la mujer. Hay fundadas dudas sobre la licitud del llamado "abrazo reservado" (amplexum reservatum) o "cópula seca", es decir, la unión sexual total y prolongada de los cónyuges con dominio y sin orgasmo, de forma que eviten la eyaculación del semen".

— Es dudoso calificar como acto onanístico aquel que se hace con alguna penetración (copula dimidiata), si los cónyuges están impedidos para realizar el acto completo. No obstante, el Santo Oficio determinó (1—XII—1922) que el sacerdote ni lo aconseje ni declare moral sin reserva alguna.

Según la Declaración de la Penitenciaría(10—V—1886), de ordinario el sacerdote no debería dejar a los esposos en estado de ignorancia respecto al pecado de onanismo. Pío XI, después de condenar el onanismo conyugal escribe: "En virtud de nuestra suprema autoridad y cuidado de la salvación de las almas de todos, amonestamos a los confesores y a los demás que tienen cura de almas que no consientan que los fieles a ellos encomendados vivan en error acerca de esta gravísima ley de Dios" (CC, 58).

— A aquellos esposos que, una vez contraído matrimonio, les sobrevenga cierta impotencia no puede negárseles que puedan llevar una vida conyugal adecuada a su situación, de forma que puedan alcanzar la unión marital y manifiesten su cariño y mutua afectividad.

— En caso de una esterilidad voluntaria —ligamento de trompas o vasectomía, etc.—, la parte inocente puede prestar y pedir el débito; el culpable puede prestarlo si se lo pide y también demandarlo en caso de que exista un sincero arrepentimiento. Todo actitud de pedir perdón cohonesta los actos subsiguientes que se lleven a cabo. La culpa, después del pecado cometido por haber procurado la esterilidad, se perdona mediante la confesión sacramental.

— Puede constituir pecado grave hacer vida marital en etapa muy próxima a la fecha de dar a luz la mujer o en el tiempo inmediato que sigue al parto (¿cuatro semanas subsiguientes?). En tales circunstancias, la mujer puede negarse a dar el débito y el marido, si lo demanda, se expone, además de forzar injustamente a la mujer, a cometer un pecado personal de masturbación.

— Los esposos pueden realizar actos imperfectos que no lleven a la unión conyugal completa, siempre que nazcan de la exigencia de manifestarse el amor y que no entrañen peligro de eyaculación o de masturbación.

— De por sí, son lícitos los actos internos, tales como el recuerdo de la vida marital o la delectación de un futuro encuentro, siempre que se trate del marido respecto de su esposa o que ésta lo refiera a su marido, pero no cuando se piensa en otra persona ajena. Sin embargo, aun en el caso que se piense en el propio cónyuge, existe el peligro de fomentar de modo innecesario la propia sexualidad y se corre el riesgo de una delectación venérea en solitario.

— En caso de uso de instrumento anticonceptivo —no abortivo— por parte de uno de los cónyuges con el fin de evitar la concepción —el preservativo en el hombre, o el diafragma en la mujer, por ejemplo—, la otra parte no debe pedir el débito, pero sí puede prestarlo en caso de que se sigan graves consecuencias para la convivencia mutua. Parece que debe mediar cierta resistencia por parte del cónyuge inocente, si bien puede acceder en caso de que se siga grave inconveniente para el trato de los esposos. Pero no debe acceder a la unión conyugal cuando la otra parte emplea un medio abortivo. En este caso tiene cabida la aplicación del principio moral de "cooperación al mal".

— Siempre que se preste el débito conyugal y exista certeza de que una de las partes hará mal uso del matrimonio, bien porque proceda onanísticamente o porque hace uso de otro medio ilícito, la parte inocente debe advertir al culpable de la irregularidad del caso y las razones por las que, a pesar de la irregularidad, se presta al débito. Esta advertencia no debe hacerse todas y cada una de las veces que se dé el caso, pero sí debe constarle a la parte culpable de que procede en contra de la voluntad del otro cónyuge.

No obstante, en este tema las circunstancias juegan un papel decisivo. Por ejemplo, el uso de un preservativo puede ser más grave que el simple método onanístico, lo cual demanda de la esposa una cierta resistencia, si no se sigue un grave incómodo, siempre y cada una de las veces que el marido pretenda hacer al acto conyugal. Y, en caso de que el marido insista, la mujer puede prestar su asentimiento. Por el contrario, si se trata de la esposa que toma píldoras claramente abortivas, el marido no debe pedir el débito ni consentir en ello en el caso de que lo demande su mujer".

— En todo caso, siempre que la vida conyugal no se lleva a cabo de modo correcto por una de las partes, el cónyuge inocente no puede estar tranquilo mientras no tome las medidas pertinentes —naturales y sobrenaturales— para que esa situación no se prolongue indefinidamente. Nunca ha de tomar esa situación como irreversible y definitiva. Además de los medios humanos y sobrenaturales, debe aprovechar momentos de especial afectividad para convencer a la otra parte de la irregularidad de su conducta, de forma que la excepción no llegue a considerarse como una situación definitiva e irreformable. Así lo precisaba ya Pío XI:

"La Santa Iglesia sabe perfectamente que no pocas veces uno de los cónyuges, más que cometer el pecado, lo padece, cuando por una causa poderosa (ob gravem omnino causam) permite una perversión del recto orden, sin quererla él mismo, quedando por esto sin culpa, siempre que aún en ese caso tenga presente la ley de la caridad y procure apartar al otro del pecado" (CC, 60).

En todo caso, se ha de animar oportunamente a los esposos creyentes a que practiquen siempre una verdadera conducta cristiana: la vida interior fortalece el amor entre los esposos, dado que el amor de Dios purifica, orienta y engrandece el amor humano". Por el contrario, como escribe San Agustín, "donde no está el amor de Dios, impera la pasión carnal".

DEFINICIONES Y PRINCIPIOS

BIENES DEL MATRIMONIO: La grandeza del matrimonio incluye una serie de bienes que ha destacado la teología de todos los tiempos.

Principio: Según San Agustín, el matrimonio integra tres bienes: el "bien de la prole", que incluye la generación y educación de los hijos; el "bien de la fidelidad" que evoca la unidad y la indisolubilidad del matrimonio y el "bien sacramental", o sea el carácter sacramental del matrimonio cristiano.

FINES DEL MATRIMONIO: Como institución creacional, el matrimonio persigue distintos fines. La teoría de los fines ha sido puesta de relieve por Santo Tomás de Aquino.

Principio: Los fines y bienes del matrimonio son varios. Destacan los siguientes: el amor entre hombre y la mujer, la mutua ayuda, la procreación y educación de los hijos, etc.

Principio: La teoría de los "fines", que distingue entre "fin principal" y "fin secundario", es propiamente una teoría de algunos teólogos y canonistas que oscureció la doctrina de los "fines" expuesta por Santo Tomás.

Principio: Según la enseñanza del Concilio Vaticano II, el matrimonio es "la íntima comunidad conyugal de vida y amor". Con esta definición, el Vaticano II elude la teoría de los "fines".

Principio: A pesar de que el Concilio no menciona la teoría de "fin primario" y "fin secundario", sin embargo, el Concilio afirma expresamente la finalidad procreadora de la institución matrimonial: el "matrimonio y el amor conyugal están orientados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos" (GS, 50); "la misma institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación" (GS, 48).

SEXUALIDAD: Conjunto de condiciones anatómicas, fisiológicas y psíquicas que caracterizan y diferencian al hombre y a la mujer.

Principio: La sexualidad abarca a la totalidad del ser humano: se es hombre o mujer desde lo más profundo de la persona y no sólo por la diversidad de miembros que constituye la genitalidad de cada sexo.

DIMENSIONES DE LA SEXUALIDAD HUMANA: La sexualidad abarca diversos campos que la diferencian de la sexualidad animal. Cabe distinguir los siguientes: genital, afectivo, cognoscitivo, placentero y procreador.

Principio: La riqueza de la sexualidad del hombre y de la mujer demanda que, para vivirla a nivel realmente humano, se integren esos cinco elementos, de forma que si se desarrolla uno separado de los otros la persona humana no alcanza su plenitud y armonía.

ADULTERIO: Es la relación sexual voluntaria entre persona casada y otra de distinto sexo que no sea su cónyuge.

Principio: El adulterio está reiteradamente condenado en la Biblia, pues, además de un ejercicio ilícito de la sexualidad, el adúltero comete una falta de justicia contra su cónyuge.

FORNICACIÓN: Es el acto de realizar la cópula camal fuera del matrimonio.

Principio: La Biblia condena la fornicación porque supone que las relaciones sexuales deben realizarse sólo en el ámbito del matrimonio.

HOMOSEXUALIDAD: Inclinación y práctica de la sexualidad hacia la realización erótica con individuos del mismo sexo. La homosexualidad se dice lo mismo del hombre y de la mujer. si bien para este segundo caso se usa el término "lesbianismo".

Principio: La homosexualidad es algo "antinatural" y "a—normal", dado que va contra la propia configuración somática y psíquica del hombre y de la mujer, que se completan en el ámbito genital y en la mutua atracción afectivo—sentimental.

Principio: La inclinación homosexual no siempre es culpable, dado que puede tener connotaciones genéticas u otras ajenas a la propia voluntad. Pero, en todo caso, su práctica es siempre un grave desorden moral.

PROSTITUCIÓN: Es el acto mediante el cual alguien mantiene relaciones sexuales con otras personas a cambio de dinero.

Principio: La prostitución se menciona en la Biblia con una condena absoluta, porque, además de ejercer la sexualidad fuera del matrimonio, se degrada la persona que la practica.

BESTIALISMO: Anormalidad consistente en buscar el placer sexual con animales.

Principio: La misma expresión indica el grado de anormalidad que entraña este vicio moral. Por eso, en el A.T. quien practicase el bestialismo —hombre o mujer— era condenado a muerte por lapidación.

INCESTO: Es la relación carnal entre parientes dentro de los grados en que está prohibido el matrimonio.

Principio: La condena del incesto no es sólo a causa del desorden moral que conlleva, sino por los riesgos que entraña para el hijo concebido, expuesto a las anormalidades somáticas o psíquicas que entraña la concepción entre parientes.

RELACIONES PREMATRIMONIALES: Son las relaciones sexuales completas entre los novios.

Principio: La moral católica condena estas relaciones porque la vida sexual plena sólo puede tener lugar en el matrimonio.

Principio: La cercanía de la boda, el cariño verdadero entre los futuros esposos y aún la imposibilidad de contraer un matrimonio deseado... no justifican las relaciones sexuales entre ellos. La experiencia muestra que, aún las razones que se aducen, se vuelven contra los futuros esposos, pues las malas consecuencias que se siguen superan las posibles ventajas que se esgrimen.

PATERNIDAD RESPONSABLE: Es el juicio de los esposos de cara a la procreación. Esa responsabilidad se pone en juego para tener un hijo, distanciar su nacimiento o dilatarlo por tiempo indefinido.