CAPITULO II

DEBERES RELIGIOSOS DEL CRISTIANO

 

ESQUEMA

INTRODUCCIÓN: Se enuncia el contenido del capítulo que se concreta en el estudio de los cuatro actos de la virtud de la religión y los dos actos extraordinarios de esta virtud: el juramento 'y el voto. Se destaca la especificidad que adquieren los actos de la religión en el contexto de la vida cristiana.

I. ACTOS DE LA VIRTUD DE LA RELIGION

1. La adoración. El hombre religioso adora por dos motivos: porque descubre la grandeza de Dios y porque experimenta su condición de ser creado y limitado. Estos dos planos se hacen especialmente relevantes en el cristianismo, donde sobresale la grandeza de Dios Trino y el hombre adquiere conciencia de su ser creatural. Se aducen los testimonios bíblicos acerca de la obligación del hombre de adorar a Dios

2. La acción de gracias. Se destaca la importancia de la acción de gracias en el cristianismo dado que la fe es una iniciativa divina. Asimismo, desde la Creación a la Redención, Dios ha tomado la iniciativa, por lo que el hombre debe agradecer a su Dios esa magnificencia de su obrar a favor del hombre. Se aportan los datos más significativos que se encuentran en la Biblia sobre el tema.

3. La oración de petición. "In—vocar" a Dios es la respuesta del hombre a la llamada (vocatio) de Dios. Se estudia el tema de la oración de petición en el amplio material que nos ofrece la Biblia, así como el estilo de oración inaugurado por Jesucristo. Se subraya que es imposible llevar una vida moral, conforme a las exigencias éticas del N. T., si el hombre no recurre frecuentemente a la oración de petición.

4. Desagravio, satisfacción o propiciación. En todas las religiones, el hombre siente la necesidad de pedir perdón por sus propios pecados. El cristiano descubre en el pecado su falta de fidelidad al amor de Dios expresado en la Redención. La doctrina sobre la necesidad de satisfacer por nuestros pecados es muy rica en la Biblia.

II. EL DOMINGO. LA CELEBRACIÓN DEL DÍA DEL SEÑOR

Los cuatro actos de la virtud de la religión se dan de modo eminente en la celebración Eucarística, que es "fuente y cima de la vida cristiana".

1. El sábado judío. El domingo no es prolongación del sábado judío. No obstante, diversas prescripciones del A. T. sobre la celebración del sábado siguen vigentes en la conmemoración del domingo cristiano. Se estudia el origen e importancia del sábado en el A. T.

2. El "día del Señor". La celebración del "domingo" toma origen del hecho de la resurrección de Jesucristo. El "Día del Señor" es la nueva pascua cristiana. Muy pronto se unió a la celebración de la Eucaristía.

3. El domingo cristiano. Se dan noticias en torno al origen de la celebración del Domingo. Se hace una breve síntesis histórica desde la Dídaque hasta la doctrina del Concilio Vaticano II.

4. Principios doctrinales y éticos del domingo. Se exponen los dos problemas morales que se han de tener en cuenta en la festividad del domingo. En concreto, se estudian la obligación de tomar parte en la Eucaristía y la prohibición del trabajo, en la medida en que obstaculiza la celebración gozosa del día del Señor.

III. EL JURAMENTO

1. Definición y clases de juramentos. Se expone la naturaleza teológica del juramento y su significación religiosa. Se mencionan las diversas clases de juramento.

2. Datos bíblicos en torno al juramento. Se hace un recorrido por los diversos libros del A. T. con el fin de destacar los elementos que constituyen el juramento hecho ante Dios. Se estudia su significación en el N. T. y en la historia de la Iglesia.

3. Condiciones para la eticidad del juramento. Son tres las tres condiciones que deben cumplirse para la licitud del juramento: verdad, justicia y necesidad.

4. El juramento promisorio y su cese. Se exponen las condiciones para la validez del juramento promisorio, tanto por parte del sujeto, como respecto a la materia del voto.

IV. EL VOTO

Se recogen la doctrina tomista sobre el voto y la normativa del Nuevo Código de Derecho Canónico. Se destaca la importancia religiosa del voto así como el sentido de la vida de los religiosos que sellan su entrega con votos.

INTRODUCCIÓN

Sea cual sea el origen etimológico del término religión, es ya clásico afirmar que son cuatro los actos fundamentales de esta virtud: la adoración, la acción de gracias, el desagravio y la oración de petición. Aquí no se considera in recto la objetividad de esos actos, sino que se atiende más bien a esas cuatro actitudes cultuales que adopta la persona humana cuando vive la virtud de la religión. El hombre religioso adora a Dios, le da gracias, le pide perdón por sus pecados e impetra su ayuda.

Estos cuatro elementos derivan de la consideración de la llamada "religión natural". En efecto, desde el momento en que la razón humana ha justificado la existencia de Dios, de inmediato reconoce su superioridad sobre el hombre, lo cual invita a adorarle. Inmediatamente, la persona humana se vuelve en acción de gracias a ese Dios porque le acepta como principio de todo bien. A continuación, es lógico que reconozca sus limitaciones e incluso sus faltas de fidelidad a los continuos requerimientos de Dios sobre su vida, lo que incluye la petición de perdón. Finalmente, dada la precariedad de la propia existencia, el hombre siente el instinto natural de pedirle ayuda ante las ingentes necesidades que experimenta.

Estas cuatro expresiones cúlticas se encuentran en todas las religiones, pues son derivaciones lógicas del concepto mismo de religión. Ahora bien, ¿se justifica su estudio en la Etica Teológica? ¿La Revelación permite asentar la vivencia religiosa cristiana sobre estos cuatro actos? O, en otros términos: ¿la adoración, la acción de gracias, la oración de petición y el desagravio son actos que acompañan a la fe en Jesucristo?

La respuesta es afirmativa, pues es evidente que el cristianismo, por el hecho mismo de ser un fenómeno religioso, incluye estos mismos actos. Sin embargo, no es menos evidente que el significado de cada uno de ellos encierra no poca novedad: la misma que diferencia al cristianismo de las otras religiones. Pues el carácter de "religión revelada" —o de "revelación religiosa"—, aun sin alistarse a la opinión de K. Barth, implica que tanto el modo como el contenido de los actos de la religión en la existencia cristiana se diferencian en la misma medida en que el cristianismo se distancia de las demás religiones. Ello no obsta a que este tema se trate en el ámbito de los deberes religiosos del cristiano.

Aquí, pues, aceptamos ese esquema, si bien su contenido es específicamente nuevo, como nuevo es el mensaje moral predicado por Jesucristo.

En este mismo Capítulo se trata del modo específico cristiano de dar culto a Dios que se concreta en el precepto cultual de la Eucaristía del Domingo, día del Señor. Asimismo, se estudian dos modos extraordinarios de cumplir la virtud de la religión, que son el voto y el juramento.

I. ACTOS DE LA VIRTUD DE LA RELIGION

1. La adoración. El "sacrificio"

La "adoración" tiene dos polos de referencia: la grandiosa e inmensidad del ser de Dios y la limitada e imperfecta condición del ser humano. Esa distancia se acorta mediante la adoración a Dios por parte del hombre, cuyo acto más importante es el "sacrificio". Esos dos límites —grandeza de Dios y sumisión del hombre— se expresan de continuo en la doctrina bíblica:

— La grandeza de Dios. En esta tesis converge la enseñanza del A. T. Aducimos tan sólo algunos datos. Ya en la autopresentación de Yahveh a Moisés, Dios se define como el ser por excelencia. Aun aceptada la diversidad de interpretación de las palabras del Éxodo, "Yo soy el que soy" (Ex 3,14) quiere significar: "Yo soy el único verdaderamente existente". Al menos, así lo entendió la traducción de los Setenta (Egô eimí hon ôn).

El "Yo soy el que es" o "Yo soy el que soy" o "Yo soy el que estoy contigo"... se traducen para el Eclesiástico en esta solemne afirmación: "El lo es todo" (Eclo 43,29), por cuanto todas las cosas tienen en Él su origen. Asimismo cabría afirmar que la definición del Éxodo tiene en el Apocalipsis su interpretación más genuina, cuando el autor sagrado glosa el Yo soy el que soy del Éxodo en estos términos: "El que es, el que era, el que viene, el Todopoderoso" (Apoc 1,8).

Pero la grandeza de Dios revelada en el A. T. se acrecienta en el Nuevo con la revelación de la Santísima Trinidad. La riqueza de Dios es tal, que se autocomunica en totalidad de ser (naturaleza) en la Trinidad de Personas. La Trinidad es la riqueza infinita de Dios que se expresa en la sabiduría del Hijo y en el amor infinito del Espíritu Santo. La suma perfección de Dios Trino y Uno ofrece la intercomunicación más abundante en la comunión de Tres Personas iguales en naturaleza, pero distintas en la riqueza de su ser personal.

La respuesta religiosa del cristiano a esta riqueza del ser divino es la adoración mediante la fórmula: "¡Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo!".

— La limitación del hombre. La condición finita del hombre es una tesis fundamental que la Biblia expresa también en diversos textos. Así, por ejemplo, Job define el ser del hombre como "un soplo" y "un soplo son sus días" (Job 7,7—8), por lo que desaparecerá "como el polvo" (Job 7,21), pues los hombres "somos de ayer y no sabemos nada" (Job 8,9). Por el contrario, Dios "es el autor de obras grandiosas, insondables, de maravillas sin número" (Job 9, 10). Yahveh "ha hecho todo lo creado . El tiene en su mano el alma de todo viviente y el soplo de toda carne de hombre" (Job 12,10). Semejantes ideas se repiten en los salmos (cfr. Ps 8; 39; 90, etc.).

También la finitud del hombre neotestamentario adquiere cotas más bajas frente a la grandeza de Dios, pues Jesús advierte a sus Apóstoles: "sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5). Y, cuando San Pablo precisa la abstracción del término "nada", lo concreta así: "ni siquiera pronunciar el nombre de Jesús" (1 Cor 12,3), pues, según las enseñanzas del Apóstol, "sin caridad, soy nada" (1 Cor 13,1—3).

En consecuencia, el ser humano debe reconocer la infinita superioridad de Dios que contrasta con la finitud del hombre. Tal reconocimiento religioso despierta la admiración, lo cual conduce inexorablemente al acto religioso que denominamos "adoración".

Tomás de Aquino define la adoración como "el honor con que testimoniamos la excelencia divina y nuestra sumisión ante Él". Y el Aquinate describe que la "adoración tiene por objeto la reverencia a aquel a quien se adora". Estas notas distintivas se encuentran en las enseñanzas bíblicas.

a) Adoración en el Antiguo Testamento

Reconocer las excelencias de Dios y adorarle es un mandato que se repite de continuo en los textos del A. T. El Deuteronomio lo expresa con este imperativo: "Al Señor tu Dios adorarás y sólo a él darás culto" (Dt 6,13), y esta cita se repite en labios de Jesús (cfr. Mt 4, 10). Esa exclusividad de Yahveh es absoluta: sólo Dios merece adoración: "No habrá para ti otros dioses delante de mí. No te harás escultura ni imagen alguna. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo Yahveh, tu Dios, soy un Dios celoso" (Ex 20,3—5; cfr. Ex 23,24; Dt 4, 24). La idolatría en el A. T. es absolutamente proscrita, de modo que será penada por Dios con el exterminio:

"No vayáis en pos de otros dioses, de los dioses de los pueblos que os rodean, porque un Dios celoso es Yahveh, tu Dios que está en medio de ti. La ira de Yahveh tu Dios se encenderá contra ti y te haría desaparecer de la haz de la tierra. No tentaréis a Yahveh vuestro Dios" (Dt 6,14—16).

El imperativo de adorar a Dios en los libros del Pentateuco se vuelve en los Salmos en un gozo para el hombre religioso que reconoce esa excelencia divina: "Yahveh es un Dios grande, Rey grande sobre todos los dioses; en sus manos están las honduras de la tierra, y suyas son las cumbres de los montes; suyo el mar, pues él mismo lo hizo, y la tierra firme que sus manos formaron. Entrad, adoremos, postrémonos, ¡de rodillas ante Yahveh que nos ha hecho! Porque él es nuestro Dios" (Sal 95,3—6). Y el israelita gusta de adorar a Dios en el templo: "Yo, por la abundancia de tu amor, entro en tu Casa, en tu santo Templo me prosterno" (Sal 5,8).

El Eclesiástico que canta las maravillas de la naturaleza ensalza así al autor de ella, pues sólo Él es digno de adoración:

"Él lo es todo. ¿Dónde hallar fuerza para glorificarle? ¡Que Él es el Grande sobre todas las obras. Temible es el Señor, inmensamente grande, maravilloso su poderío! Con vuestra alabanza ensalzad al Señor, cuanto podáis, que siempre estará más alto; y al ensalzarle redoblad vuestra fuerza, no os canséis que nunca acabaréis. ¿Quién le ha visto para que pueda describirle? ¿Quién puede engrandecerle tal como es? Mayores que estas quedan ocultas muchas cosas, que bien poco de sus obras hemos visto. Porque el Señor lo hizo todo" (Eclo 43,27—33).

Estos sentimientos se encarnan en la actitud final que adopta Job:

"Job respondió a Yahveh: Sé que eres todopoderoso, ningún proyecto te es irrealizable. He hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro. Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y la ceniza" (Job 42,1—6).

b) Adoración en el Nuevo Testamento

En su predicación, Jesucristo recoge las prescripciones del A. T. acerca de la adoración a Dios (Mt 4, 10; 22,34—40).

El mismo imperativo de adorar no con "los labios, sino con el corazón", como prescribía Isaías (Is 29,13), lo rememora Jesús (Mt 15,8—9). San Pablo advierte contra la idolatría, tal como ocurrió en el antiguo Israel (1 Cor 10,7). Más aún, Jesús presenta al Padre la adoración verdadera, libre de las adulteraciones a las que el culto había sido sometido en el mundo judío: Dios debe ser adorado por el hombre, si bien Él enseña que "los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, pues tales son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad" (Jn 4,23—24).

Pablo condena el culto falso de los paganos que "conociendo a Dios, no le glorificaron como a Dios... y trocaron la gloria del Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre corruptible" (Rom 1,23—25; 3,21—23).

Pero lo novedoso del N. T. es la adoración requerida para el Verbo Encarnado, a quien se debe adorar, pues "ha sido constituido Señor" (Hech 2,2236). Los Apóstoles predican a los conversos que los sacrificios a los ídolos han de ser sustituidos por el nuevo culto a Cristo, pues, como afirma San Pablo, "para nosotros no hay más que un Dios Padre, de quien todo procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros también" (1 Cor 8,6).

Esta igualdad entre Dios Padre y Jesucristo se repite con gran plasticidad en la Carta a los Colosenses:

"El Padre nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados; que es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades; todo fue creado par Él y para Él. Y plugo al Padre que en El habitase toda plenitud, y por El reconciliar consigo todas las cosas en El, pacificando con la sangre de su cruz así las de la tierra como las del cielo" (Col 1, 15 —20).

Este parangón con la primera página del Génesis, en donde la creación es obra del Padre (Gén 1—2), aquí se atribuye al Hijo (cfr. Jn 1,3). Por ello, también al Hijo se le debe la adoración: Jesucristo debe ser adorado, pues: "Dios exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre" (Fil 2,9—11).

Pero la exaltación máxima de Cristo, con la adoración subsiguiente, se encuentra en las doxologías de la Carta a los Hebreos (Hebr 1,3—14; 5,1—10; 8,1—2, etc.) y en el Apocalipsis. He aquí un ejemplo:

"Vi a la derecha del que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos. Vi y oí la voz de muchos ángeles en derredor del trono. y era su número de miríadas de miríadas y de millares de millares, que decían a grandes voces: Digno es el Cordero, que ha sido degollado, de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la bendición. Y todas las criaturas que existen en el cielo y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y todo cuanto hay en ellos oí que decían: Al que está sentado en el trono y al Cordero, la bendición, el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Y los cuatro vivientes respondieron: Amén. Y los ancianos cayeron de hinojos y adoraron" (Apoc 5,2—14).

En el plano existencias histórico, Jesús fue adorado por Pedro después de la pesca milagrosa. Admirado Pedro por las circunstancias, que coincidieron en la cuantía de lo pescado, "se postró a los pies de Jesús (prosénesen toîs gónasin), diciendo: Señor, apártate de mi, que soy hombre pecador. Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos con él estaban" (Lc 5,8—9).

El acto más cualificado de la adoración es el sacrificio. En efecto, si el hombre reconoce y acepta el poder de Dios, tal sumisión comporta diversos actos externos, entre los que sobresale el holocausto. No obstante, el "sacrificio" no abarca sólo la adoración: también la "acción de gracias", la "petición" y la "satisfacción" o "propiciación" pueden considerarse como especies de sacrificio, por razón del fin. De estos otros actos hablamos seguidamente.

c) Adoración y vida moral

La adoración es el acto religioso por antonomasia, nace de la grandeza de Dios —el ser esencial en sí mismo— que despierta en el hombre la admiración. Esta admiración le lleva al reconocimiento de tal excelencia, y el hombre responde a esa grandeza reconocida y admirada con un acto de adoración. Se adora porque el hombre no es capaz de abarcar tal magnitud. De aquí la grandeza de la respuesta del hombre con la adoración, que es el "alma" o el "corazón" de la religión. Por consiguiente, no cabe entender la adoración sólo como acto concreto de oración reverente, sino como actitud profunda: es la vida entera la que se ofrece en continua adoración, es toda una existencia la que se fundamenta en Dios y le reconoce.

La adoración —y con ella el sacrificio, que es el acto más importante del culto externo y público para honrar a Dios— juega un papel destacado en la conducta moral, dado que el hombre alcanza su plena realización cuando da a Dios la adoración y culto debidos. En tal caso, adorar no le rebaja, menos aún le humilla, sino que le engrandece. Por el contrario, cuando el hombre se cierra sobre sí mismo, se narcotiza y, en lugar de salvarse, se aliena. Dios no es el "opio" del hombre; sino que es Dios quien le abre a la vida y al mundo, sin el riesgo de ser dominado y esclavizado por él: "La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo".

De aquí que sea preciso lamentar las etapas históricas en las que disminuye la capacidad de adorar. Cuando tal acontece —se acusa de ello a nuestra época—, se está ante la pérdida de la admiración del hombre por el misterio de lo divino, con lo que resulta inevitable que se incline a la adoración del mundo. Tal situación demanda una educación de la fe para que resalte la importancia de la adoración.

Los pasos a dar serían reconquistar los dos polos de los que se origina la adoración: recuperar el sentido de la grandeza de Dios y redescubrir la limitación humana. Si el hombre, como afirmó Protágoras, se considera "la medida de todas las cosas" (Teeteto 151c—152a), estará incapacitado para adorar. Por el contrario, la humildad conduce inexorablemente a la acogida y adoración del Ser Supremo.

Ya en el campo cristiano, la adoración se concreta en la vida eucarística, dado que la Eucaristía es "la fuente y cima de la vida cristiana" (LG, 11; PO, 5; AdG, 9). Por ello, una elemental pedagogía demanda la educación de la fe de los creyentes en la adoración eucarística. Es lo que prescribe el Código de Derecho Canónico:

"Tributen los fieles máxima veneración a la santísima Eucaristía, tomando parte activa en la celebración del sacrificio augustísimo, recibiendo este sacramento frecuentemente y con mucha devoción, y dándole culto con suma adoración; los pastores de almas, al exponer la doctrina sobre este sacramento, inculquen diligentemente a los fieles esta obligación" (c. 898).

Los sacerdotes han de tomar en consideración esta advertencia, dado que el culto eucarístico es el medio más eficaz para educar el deber de adoración como elemento esencial de la fe.

2. Acción de gracias

Del poder de Dios y de la limitación humana que fundamenta la adoración, brota también el sentimiento de "acción de gracias".

Dar gracias a Dios está vinculado con un sentimiento humano radical: agradecer el beneficio recibido. "Gracias" es un término primario en todas las culturas que, por su fundamentalidad, se enseña a decir a los niños desde los primeros años.

La "acción de gracias" en el ámbito religioso brota del agradecimiento a la bondad y grandeza de Dios, que nos concede lo que nosotros no podemos alcanzar y, al mismo tiempo, una persona agradecida está en situación ventajosa para ser atendida bien sea por Dios y también por parte de los hombres.

"Dar gracias a Dios" encuentra entre los autores un doble tratamiento: o bien se entiende como un modo de oración', o como una virtud específica, distinta de la religión, a la que se denomina virtud de la gratitud. Tomas de Aquino parece aunar ambas tendencias, pues sitúa la "acción de gracias a Dios" como una de las formas de hacer oración; más aún, como condición para que la oración sea eficaz. Según el Aquinate, para "alcanzar lo que se pide... por parte de Dios, es su santidad la que nos sirve de razón para ser atendidos. Por parte del hombre es la "acción de gracias" la razón para alcanzar lo que se pide, como lo indica la colecta de la Misa: "Agradeciendo los beneficios recibidos, merecemos recibir otros más grandes".

Pero, después de afirmar que "la acción de gracias a Dios está computada entre los actos de la religión", defiende la quaestio de que la "gratitud es una virtud distinta de las otras". En este artículo, el Aquinate explica cómo el hombre tiene ante Dios el deber de agradecer, dado que "en Dios se encuentra primaria y principalmente la causa de todos nuestros bienes". Este agradecimiento es aún mayor por cuanto el hombre no es inocente y ha sido perdonado por Dios.

Aquí consideramos la "acción de gracias a Dios" en cuanto cabe enumerarla como un acto más de la virtud de la religión; es decir, como un sentimiento cúltico—religioso del hombre creyente.

Los datos bíblicos sobre este tema son muy abundantes, puesto que la ,'acción de gracias" está íntimamente unida a la adoración, si bien cubre otros ámbitos teológicos.

a) La acción de gracias en el Antiguo Testamento

Dar gracias a Dios brota de la conciencia que tiene el hombre bíblico de que tanto la propia existencia personal como la constitución de Israel en pueblo son un don divino, una gracia inmensa de Yahveh que el pueblo judío debe agradecer. Se ha hecho constar como, en contraste con la Biblia que abunda en himnos de acción de gracias, apenas existen cantos de agradecimiento a los dioses entre la abundancia producción hímnica de las religiones paganas.

El israelita, por el contrario, se explaya en acción de gracias a Dios por los muchos beneficios que le ha concedido. Incluso cabe describir el estilo literario en que se expresa este agradecimiento. Al menos los Salmos e Himnos repiten casi siempre el mismo esquema:

"La confesión de la gratitud por la salvación obtenida se desarrolla normalmente en un "relato" en tres partes: descripción del peligro corrido (Sal 116,3), oración angustiada (Sal 116,4), evocación de la magnífica intervención de Dios (Sal 116,6). Este género literario reaparece idéntico en toda la Biblia y obedece a una misma tradición de vocabulario, permanente a través de los salmos, de los cánticos y de los himnos proféticos".

Este esquema se repite, por ejemplo, en los Salmos 13, 25, 40, etc. Otros Salmos son simples cantos de acción de gracias en recuerdo de los beneficios alcanzados por favor de Yahveh. Este es el caso, por ejemplo, de los Salmos 30, 47, 66, etc. Las maravillas de la historia de Israel son narradas ampliamente en el Salmo 105, al que sigue el gran himno de acción de gracias: "¡Dad gracias a Yahveh, porque es bueno, porque es eterno su amor! ¿Quién dirá las proezas de Yahveh, hará oír su alabanza?". Este extenso poema concluye así: "¡Bendito sea Yahveh, Dios de Israel, por eternidad de eternidades! Y el pueblo todo diga: ¡Amén!" (Sal 106).

Es preciso constatar cómo los grandes himnos de acción de gracias que siguen a las gestas de la historia del pueblo, constituyen un monumento literario a la gracia obtenida. Pueden considerarse como tales el Cántico triunfal de Moisés después que los israelitas pasaron el mar y pereció el ejército egipcio (Ex 15,1—19). También el Cántico de Débora y Baraq que sigue a la derrota del rey de Canaán (Jue 5,1—3 l) o el Cántico de David cuando fue liberado de sus enemigos (2 Sam 22,2—5 l), etc. Estos himnos de agradecimiento presagian los cánticos del N. T., el Magnificat (Lc 1,46—55) y el Nunc dimittis del anciano Simeón (Lc 2,29—32).

Detrás de la acción de gracias, el israelita, además del agradecimiento, acumula otros sentimientos religiosos, tales como la salvación obtenida, el poder de Dios, la bendición (hebr. barak), la glorificación de Dios, la confesión pública de su fe, etc. Por este motivo, los libros sapienciales quieren educar al israelita en la acción de gracias a Yahveh (Eccl 12,1—2; 39,13—15). Y el Eclesiástico concluye con el Himno de acción de gracias en estos términos: "Por eso daré gracias y te alabaré, bendeciré el nombre del Señor" (Eccl 51,12). Como reza el Salmo 50, "el que ofrece acción de gracias, ése me honra" (Sal 50,23).

b) "Dar gracias" en el Nuevo Testamento

"Agradecer" se mueve en el mismo ámbito teológico que en el A. T., pero enriquecido. El creyente en Cristo da gracias cuando ha recibido de Dios un don especial: es el caso de Zacarías (Lc 1,64—78) o de la profetisa Ana en el templo (Lc 2,38). Pero el agradecimiento equivale también a "dar gloria" o glorificar a Dios (Mt 5,16; 9,8). El mismo Jesús lo usa en este sentido y con ello da gracias a su Padre porque "revela aquellas cosas a los humildes" (Mt 11,25—26; Le 10,21). En otra ocasión denuncia la falta de agradecimiento de los leprosos curados que no vuelven a darle gracias (Le 17,14—18).

Los escritos de los Apóstoles abundan en nacimiento de gracias. Ya la primera comunidad de Jerusalén da gracias ante las incomprensiones del Sanedrín (Hech 4,24—30). A este respecto, los testimonios son numerosos, pero sobresalen las aseveraciones de los escritos paulinos. El Apóstol inicia sus cartas dando gracias a Dios (Rom 1,8; 1 Cor 1,4; Ef 1,3; Col 1,3; Fil 1,3; 2 Tim 1,3; 1 Tes 1,2). Los motivos del agradecimiento de San Pablo son muy diversos. Él da gracias a Dios por encontrarse con los hermanos (Hech 28,15); por el bien alcanzado entre los creyentes (1 Cor 1,3—9; 2 Cor 1, 11; Fil 1,3; 1 Tes 1,2); por la conversión de los gentiles (1 Tes 2,13); por el crecimiento de la fe en los bautizados (Ef 1, 16; 2 Tes 1,3), etc.

Cabe decir más, San Pablo recuerda a los creyentes que su vida debe ser un continuo nacimiento de gracias. Los textos son muy numerosos. A los colosenses les dice: "Todo cuanto hacéis... hacedlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él" (Col 3,17). A los cristianos de Tesalónica les recomienda: "Dad en todo gracias a Dios" (1 Tes 5,18). A los efesios les amonesta para que huyan de todo mal, ya que lo suyo es estar continuamente "en nacimiento de gracias" (Ef 5,4). En una palabra, la enseñanza de Pablo es que los cristianos no sólo deben dar gracias, sino que han de "vivir en acción de gracias", pues "deben ser agradecidos" (Col 3,15).

Asimismo es frecuente que Pablo interponga a Jesucristo como medio de acción de gracias a Dios Padre. La fórmula "dar gracias a Dios por Jesucristo" y otras similares abundan en sus cartas (Rom 1,8; 7,25; Ef 5,20; 1 Tes 5,18; Col 3,17). En este sentido, se propone a Cristo como el modelo de dar gracias a Dios y, simultáneamente, se le dan gracias a Jesucristo junto con el Padre y por medio de Él.

Pero la novedad más significativa del N. T. reside en el vocabulario que se emplea. En efecto, además de los términos del A. T., tal como se notan en la versión de los Setenta, como, por ejemplo, "glorificación" (doxazô), "confesión" (homologéo), "bendición (eulogéo), "alabar" (ainéo), se usa profusamente el término "eucaristía" (eukaristía). Este vocablo y sus derivados se encuentran al menos 54 veces en el N. T. Con el término "eucaristía" Jesús da gracias antes del milagro de la multiplicación de los panes (Jn 6,1 l) y emplea el mismo vocablo para dar gracias a su Padre antes de resucitar a Lázaro (Jn 11,41). Pero la acción de gracias por excelencia es la institución del Sacramento de la Eucaristía en la Ultima Cena, tal como relatan los Sinópticos (Le 22,17—19; Mt 26,27; Me 14,23):

"La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención y la santificación. "Eucaristía" significa, ante todo, acción de gracias".

c) La gratitud, respuesta al amor de Dios

En resumen, la acción de gracias en el cristianismo es la respuesta del hombre a tanto don recibido y sobre todo a la gratuidad de toda gracia. Como afirma Spicq:

"El primer sentido de la palabra gracia es precisamente esta insistencia en la gratuidad que, por otra parte, constituye el carácter peculiar del amor".

Y en otro lugar escribe:

"Puesto que en una vida cristiana todo es favor y largueza de Dios, auxilios actuales, efusiones carismáticas, dones divinos permanentes.... resulta que todo es también motivo y ocasión para darle gracias. La honradez humana reconoce que la iniciativa de un bienhechor debe suscitar en el favorecido una respuesta de gratitud. No es una obligación más o menos secundaria, un "consejo", sino una exigencia de derecho natural".

Seguidamente comenta la respuesta de Jesús a los leprosos desagradecidos, y comenta:

"Pero el cristiano está en deuda con Dios de algo mucho más importante que la curación de la lepra. Nada puede haber tan sorprendente, para el que tenga la mirada lúcida, como el don de la gracia y de la salvación. Si por parte de Dios la moral de la Nueva Alianza es pura gracia y gratuidad, por parte del hombre no puede ser más que una verdadera acción de gracias, gratuidad permanente".

Según el léxico bíblico, amar a Dios es la simple correspondencia al amor divino: "En cuanto a nosotros, nos es preciso amar porque El nos amó primero" (1 Jn 4,19). La ética neotestamentaria es, en consecuencia, una gratitud a Dios y un agradecimiento a los dones recibidos por medio de Jesucristo.

Pero el mayor amor de Jesús a los hombres se muestra en el sacrificio de la Cruz, que se perpetúa en la institución eucarística, pues "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13, l). De aquí que la respuesta sea decir "gracias" (eukáristos), o sea, celebrar dignamente la Eucaristía.

3. La oración de petición

San Pablo une la acción de gracias con la oración de petición: "Por nada os inquietéis, sino que en todo tiempo, en la oración y en la plegaria, sean presentadas a Dios vuestras peticiones acompañadas de acción de gracias" (Fil 4,6).

La "impetración", "invocación", "súplica" u "oración de petición" se mencionan siempre como el tercer acto de la virtud de la religión. No se trata de la oración, en general, sino de petición de ayuda. El creyente expresa su fe religiosa invocando a Dios.

En efecto, "in—vocar" al Señor es la respuesta inmediata del hombre que ha sido "llamado". El "vocare" divino tiene su correspondiente respuesta en el "invocare" (llamar a alguien) por parte del hombre llamado. La razón es que, quien ha sido requerido para una misión se siente impotente para responder adecuadamente a los requerimientos divinos, por lo que debe "suplicar" una ayuda.

Santo Tomás se cuestiona si "la oración es un acto de la religión". Responde afirmativamente y argumenta así:

"El objeto propio de la religión es rendir a Dios honor y reverencia. Por consiguiente, todo aquello con lo que rendimos reverencia a Dios entra dentro de la religión. Este es el caso de la oración, pues por ella el hombre se somete a Dios y confiesa la necesidad que tiene de Él, como autor de todos sus bienes".

En consecuencia, la oración, como acto de la virtud de la religión, se limita a la plegaria u oración de petición, y en ella, según la doctrina tomista, se reconocen dos cosas: Dios es el autor de todo, incluido el hombre que debe estar sometido a Él. Por lo que, como ser necesitado, ha de invocarle en impetración y súplica para que le ayude en sus necesidades.

Esta oración de súplica es un supuesto que se hace patente a lo largo de la historia bíblica. Las personas singulares y el pueblo en su conjunto, conscientes de que han sido elegidos por Dios para cumplir una misión especial, sienten la necesidad de recurrir a Yahveh en las múltiples situaciones de su historia. Los datos bíblicos a este respecto son muy abundantes.

a) La invocación en el Antiguo Testamento

La oración de petición en el A. T. es preciso entenderla en el marco de la Alianza. En efecto, desde la llamada a Abraham (Gén 12,1—3), las relaciones entre éste y Yahveh se desenvuelven en un diálogo de exigencias por parte de Dios y de la ayuda correspondiente demandada por Abraham (Gén 17—18). Así, por su patetismo, es clásica la oración de Abraham a Yahveh para que retire el castigo a las ciudades de Sodoma y Gomorra (Gén 18,16—33). La invocación de Abraham fue infructuosa, pero Dios atendía cuidadosamente cada una de las peticiones de su siervo.

Pero, constituido Israel como pueblo, su historia abunda en momentos difíciles, jalonados todos ellos por la petición a Dios, con el fin de superar los graves incidentes que le acontecen. A este respecto, las peticiones solemnes de Moisés son a modo de monumentos que se levantan en el itinerario histórico de Israel. El paso del mar Rojo se hace bajo "el clamor de Moisés" (Ex 14,15). Cuando surgen las primeras dificultades en la travesía del desierto, Moisés acude a Yahveh en busca de ayuda (Ex 17,4). La oración de Moisés, brazos en alto, pidiendo la victoria del pueblo sobre los amalecitas, está llena de patetismo: "Moisés subió a la cima del monte. Y sucedió que, mientras Moisés tenía alzadas las manos, vencía Israel; pero cuando las bajaba, vencían los amalecitas". Por lo que, extenuado por el cansancio, fue ayudado por "Aarón y Jur que le sostenían las manos, uno a un lado y otro al otro hasta la puesta del sol" (Ex 17,10—14).

El inminente castigo de Dios al pueblo a causa de la idolatría del becerro, lo impide la fuerza de la oración de Moisés, el cual aduce ante Dios las razones para aplacarle. Moisés expone a Yahveh que Él no puede dejar sin éxito el gran poder con el que los sacó de Egipto; tampoco puede olvidar las promesas hechas a Abraham, Isaac y Jacob, así como el juramento de multiplicar su descendencia. "Y Yahveh renunció a lanzar el mal con que había amenazado a su pueblo" (Ex 32,11—14). Más tarde, recibida la orden de proseguir, Moisés se siente desorientado y en largo diálogo pide a Yahveh que le enseñe el camino que han de seguir para llegar a la tierra prometida (Ex 33,12—17).

Esta misma historia muestra cómo la oración supone el respeto debido a Dios, al que el hombre debe acatar y obedecer. Como ejemplo, cabe mencionar al actitud del pueblo, tan opuesta a la de Moisés, pues los israelitas critican y "murmuran contra Yahveh" (Ex 16,7), actitud que en el texto bíblico se denomina "tentar a Dios". "Aquel lugar se llamó Massá y Meribá, a causa de la querella de los israelitas, y por haber tentado a Dios, diciendo: "¿Está Yahveh entre nosotros o no?" (Ex 17,7). Estos hechos serán recordados por la historia posterior del pueblo como actos de infidelidad a Dios (Sal 78,17—22; 106,32—33).

Esta vocación intercesora por medio de la oración fue continuada por los jueces, los reyes y, en general, por los profetas. Los testimonios son innumerables. Todos ellos muestran con evidencia que la oración de petición es un constitutivo de las relaciones Dios—hombre, o sea, un elemento que integra la virtud de la religión. El hombre bíblico está de continuo invocando a Yahveh en remedio de sus necesidades, y la actitud de Dios frente a la oración del hombre es de buena disposición a escucharle.

La invocación de los hombres está presente en numerosos textos y sobresale poéticamente en los Salmos. He aquí un ejemplo: "Escucha mis palabras, Yahveh, repara en mi lamento, atiende a la voz de mi clamor, oh mi Rey y mi Dios" (Sal 5,2—3). Por su parte, la actitud de acogida por parte de Dios la expresa así el profeta Isaías: "Antes que ellos me llamen, yo los responderé; aún estarán hablando, y yo les escucharé" (Is 65,24).

b) La oración de petición en el Nuevo Testamento

La invocación a Dios tiene en el N. T. un excepcional testigo: la Humanidad de Jesús, a la que es preciso atender en un doble aspecto: en su oración personal al Padre y en sus enseñanzas acerca de cómo el hombre debe invocar a Dios.

La oración personal de Jesucristo sorprende por su frecuencia e intimidad. Jesús habla con su Padre en las más variadas ocasiones y siempre en actitud de humilde plegaria. No deja de sorprender verle orar bien en público o en silencio y en lugar retirado (Mt 11,25—27; 14,23; Lc 3,21; 6,12; 9,18; 11, 1, etc.). Pero lo que, precisamente, llama la atención es que sea la oración de petición la que con más reiteración mencionan los Evangelios. Así Jesús "levanta los ojos al cielo" antes de la multiplicación de los panes (Mt 14,19); lo invoca antes de la resurrección de Lázaro, a pesar de que sabe que "siempre le escucha" (Jn 11,42); pide que el Padre "le glorifique" (Jn 17,1—5) y que "glorifique su nombre" (Jn 12,28); suplica al Padre que pase el cáliz de la pasión (Mt 26,39—42; Mc 14,36—39; Le 22,41—42). En este límite hay que citar sus palabras al Padre en la Cruz (Mt 27,46; Mc 15,34; Lc 23,46).

Los testimonios son más explícitos en el Evangelio de San Juan, cuando Jesús se dirige al Padre y pide por sus discípulos para que "les envíe el Paráclito" (Jn 14,16); "para que el Padre les guarde en su nombre" (Jn 17,6—9); para que "sean uno como nosotros" (Jn 17,1 l); "que tengan el gozo cumplido" (Jn 17,13); "que los guarde del mal" (Jn 17,15) y para que "sean santificados en la verdad" (Jn 17,17—18).

Pero la doctrina de Jesús sobre la oración de petición no concluye en su ejemplo, sino que debe ser completada con las enseñanzas a los Apóstoles invitándoles a que recen y pidan al Padre. Al final del Sermón de las Bienaventuranzas, Jesús expone su doctrina sobre la oración de petición:

"Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque quien pide recibe, quien busca halla y a quien llama se le abre. Pues ¿quién de vosotros es el que, si un hijo le pide pan, le da una piedra, o, si pide un pez, le da una serpiente? Si, pues, vosotros siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos, dará cosas buenas a quien se las pide!" (Mt 7,7—1 l).

Esta misma enseñanza la recoge Lucas en el marco de la parábola del amigo importuno (Lc 11,5—13).

Esta doctrina que se repite a lo largo de sus enseñanzas (cfr. Mt 6,5—13; Lc 11,1—3), Jesús la reinterpreta con la invitación a que pidan en su nombre como garantía de mayor eficacia: "Cuanto pidiereis al Padre os lo dará en mi nombre. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que sea cumplido vuestro gozo" (Jn 16,23—24).

Como afirma la Carta a los Hebreos, la oración de Jesús fue escuchada plenamente: "Jesús, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte fue escuchado por su reverenciar temor" (Hebr 5,7).

Las enseñanzas de Jesucristo se repiten en los escritos de los Apóstoles. También los datos son muy numerosos (cfr. Rom 1,10; 15,30; Ef 6,18; Col 1,9; 4,12; 1 Tes 3, 10; 2 Tes 1, 11; 2,13; 1 Tim 5,5). San Juan alienta a tener confianza en Jesucristo, pues "si le pedimos alguna cosa conforme con su voluntad, Él nos oye. Y si sabemos que nos oye en cuanto le pedimos, sabemos que obtenemos las peticiones que le hemos hecho" (1 Jn 5,14—15). El Apóstol Santiago recurre al ejemplo de Elías el Profeta, que consiguió la lluvia después de un tiempo de sequía, y concluye: "Mucho puede la oración fervorosa del justo" (Sant 5,16—17).

c) Oración y vida moral

La oración de invocación responde a los dos polos en los que convergen los actos de la virtud de la religión, anteriormente expuestos: la adoración y la acción de gracias. En efecto, pedimos porque confiamos en el poder de Dios, que sale al encuentro de nuestra debilidad. El hombre demanda ayuda porque siente su desamparo, pero sabe que puede contar con el amor todopoderoso de Dios, que como Padre está dispuesto siempre a ayudarle. Como escribe San Pablo: "Todo el que invocare el nombre del Señor, será salvo" (Rom 10,13).

La oración de petición tiene aplicación inmediata a la vida moral concreta, dado que de ordinario no es posible cumplir las exigencias de la ética cristiana sin la ayuda de Dios". Ante las dificultades que surgen para llevar una vida coherente con los imperativos éticos del N. T., el creyente ha de recurrir a la ayuda divina. Esta norma debe tenerla presente de continuo el sacerdote ante las dificultades que surgen en la vida moral de los fieles. En tales circunstancias, en vez de rebajar las exigencias morales, el confesor ha de sugerir al penitente que intente superarlas con la ayuda de la oración asidua a Dios, que, de ordinario, se alcanza por la recepción de los Sacramentos.

Otras dificultades pueden surgir cuando no se comprende el sentido de la oración cristiana. A no pocos fieles les resulta difícil entender cómo Dios no atiende nuestras oraciones, máxime cuando cumplen las condiciones que se encuentran en los textos bíblicos (atención, humildad, confianza y perseverancia). La respuesta adecuada a este tema debe distinguir, ante todo, la oración cristiana de cualquier invocación mágica. Esta se caracteriza por el automatismo, el cual postula que el efecto se siga inmediatamente al acto puesto por el hombre. No es así la invocación confiada a Dios que conoce amorosamente las necesidades del hombre.

En primer lugar, será preciso esclarecer que, cuando pedimos algo que dependa de la libertad humana, la acción de Dios está condicionada por la decisión libre del hombre. Dios respeta esa libertad aun en el caso de que el sujeto se decida por el mal. Si pedimos, por ejemplo, en favor del cambio moral de una persona, lo que suplicamos a Dios es que le conceda más luz y gracia para que pueda discernir con mayor claridad el mal que practica y ayude a la voluntad a que se decida eficazmente a cambiar de vida. Ahora bien, si tal persona no quiere cambiar, la gracia de Dios no tiene efecto, pues Dios no quebranta la libertad del hombre. Esto explica la oración de los padres por los hijos y de los sacerdotes por sus feligreses, etc. en los casos en que parece que no se obtienen resultados inmediatos.

Cuando la oración de petición se dirija a Dios con el fin de obtener bienes materiales —que consideramos útiles e incluso necesarios—, entra en juego otro elemento que supera cualquier conocimiento humano. La respuesta del hombre es: "Dios sabe más", que, en lenguaje popular, se dice: "Dios conoce mejor lo que nos conviene". De aquí que toda oración de petición debe ir acompañada de aquel mismo deseo que Cristo expresó en su dolor: "no se haga como yo quiero, sino como quieres tú" (Mt 26,39). Al fin y al cabo, el paradigma de la oración de petición es el Padre Nuestro, en donde rezamos: "hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo" (Mt 6, 10).

El texto de San Juan da respuesta a la tentación nacida del silencio real de Dios cuando no acoge las peticiones de los fieles. Juan supone que la oración es escuchada sólo "si le pedimos alguna cosa conforme con su voluntad" (1 Jn 5,14).

El mejor consejo sobre la oración viene de labios del mismo Jesucristo. Con ocasión de recomendar la oración de petición en la parábola del juez inicuo, Jesús sentencia: "Es preciso orar siempre y no desfallecer nunca" (Lc 18,I).

4. Desagravio. Satisfacción o propiciación

El hombre es pecador porque ha hecho el mal, por lo cual se encuentra en deuda con Dios. La aseveración del Apóstol San Juan es irrefutable: "Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros y la verdad no estaría en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonamos y limpiarnos de toda iniquidad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso, y su palabra no está en nosotros" (1 Jn 1,8—10).

La argumentación de San Juan es concluyente: somos pecadores y, en caso de no reconocerlo, estamos en un error y falseamos la verdad. Pero no cabe ignorarlo, puesto que Dios nos ha perdonado. Por eso, si no lo reconocemos, hacemos mentiroso a Dios.

a) La satisfacción en el Antiguo Testamento

La confesión de los pecados y la petición de perdón a Dios en el A. T. de ordinario sigue al reconocimiento de que el individuo o el pueblo han pecado contra Yahveh. Si la falta de fidelidad es un hecho que se repite en la biografía del hombre judío y en la existencia histórica de Israel, con la misma frecuencia se repite el acto de satisfacción por la falta cometida.

El Levítico se inicia con la descripción de los ritos de sacrificios que han de ofrecerse a Yahveh. Es claro que el sentido de esos sacrificios era principalmente expiatorio".

El libro de los Números destaca la función expiatorio del sacerdocio judío:

"Dijeron los israelitas a Moisés: ¡Estarnos perdidos! ¡Hemos perecido! Cualquiera que se acerca a la Morada de Yahveh, muere. Entonces Yahveh dijo a Aarón: "Tú y tus hijos y la casa de tu padre contigo, cargaréis con las faltas cometidas contra el santuario. Tú y tus hijos cargaréis con las faltas de vuestro sacerdocio. Vosotros desempeñaréis el ministerio en el santuario y en el altar, y así no vendrá de nuevo la cólera sobre los israelitas" (Núm 17,27—28; 18,1—5).

A partir de esta institución sacerdotal, se prescriben y ritualizan los sacrificios de expiación por los pecados del pueblo (Núm 19,1—10; Dt 21,1—9, etc.). Cabe aun decir más, en Israel se institucionalizó el día de la expiación (Lev 16). Los libros mencionan con frecuencia el "expiatorio", objeto "de oro puro, de dos codos y medio de largo y codo medio de ancho" (Ex 25,17), dedicado como instrumento sagrado para alcanzar la expiación del pueblo (Ex 25,21; 26,33; Lev 16,2, etc.).

A nivel personal, el A. T. no es menos explícito en el relato de los actos de expiación de los propios pecados personales. Baste citar el caso tipo de David que refiere el Libro segundo de Samuel (12,1—14), donde el profeta Natán despierta el arrepentimiento y compunción del Rey David.

El paradigma de la doctrina satisfactoria por los propios pecados, de contrición ante el mal cometido y de doloroso arrepentimiento ante Dios, está representado por el Salmo Miserere. El autor reconoce abiertamente su pecado: "Pues mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti he pecado, lo malo a tus ojos cometí". Sin embargo el salmista apela al perdón: "Retira tu faz de mis pecados, borra todas mis culpas". Y el autor formula la condición para ser perdonado: "El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias" (Sal 51.1—19).

b) La satisfacción por los pecados en el Nuevo Testamento

La misión del Mesías se entiende como salir fiador de los pecados del mundo. La presentación oficial del Bautista se hace en sentido sacrificial veterotestamentario: "He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29). San Mateo recoge la profecía de Isaías: "Él tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias" (Mt 8,17). Por su parte, es sabido que la carta a los Hebreos describe el munus mesiánico en términos de sacerdocio y sacrificio por los pecados del mundo (cfr. Hebr 5, 1—10; 13,12—13, etc.).

En relación a sus enseñanzas, cabría aducir las múltiples llamadas de Jesucristo a hacer penitencia. Desde su presentación, Jesús de Nazaret invita al arrepentimiento. "Comenzó Jesús a predicar y a decir: Arrepentíos, porque se acerca el reino de Dios" (Mt 4,17). La misma llamada se recoge en Marcos (Me 1,14—15).

Durante su vida pública, Jesús reitera sus llamadas a la conversión y a hacer penitencia por los propios pecados. Las diatribas con los fariseos que no reconocen su condición de pecadores son destacadas principalmente por San Mateo (Mt 23,1—36), pero también son recogidas por San Marcos (Me 12,38—40) y San Lucas (Le 20,45—47).

También las largas discusiones con los fariseos descritas por San Juan muestran el rigor de Dios en el caso de que no reconozcan sus culpas y le desagravien por ellas (Jn 5, 10—46; 7, 14—3 l; 8,17—59).

La advertencia de Jesús es inapelable: "Yo os digo que, si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis" (Le 13,3). Esta sentencia la repite por segunda vez en el mismo texto, como para indicar la severidad con que será aplicado el castigo en el caso de que el pecador no se arrepienta de sus pecados y satisfaga por ellos (Le 13,5).

Lucas señala como misión confiada por el Mesías a sus discípulos el que "se predique en su nombre la penitencia para la remisión de los pecados a todas las naciones" (Le 24,47). Este encargo lo cumple literalmente San Pedro con los primeros bautizados: "Arrepentíos, pues, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados" (Hech 3,19),

c) Importancia de la satisfacción para la vida moral

La condición pecadora del hombre es una nota que mantiene el tono de la historia salutis. Sin el pecado del hombre carecerían de significación no pocas narraciones del A. T., así como la redención alcanzada por Jesucristo apenas tendría sentido. Aun el mismo nombre de Jesús sería vano, pues, según las palabras del ángel, la Encarnación del Verbo tiene como fin el perdón de los pecados: "José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1,20—21). ¿Qué sentido tendría imponer al Mesías el nombre de "Jesús", es decir, "salvador", si el mundo —el pueblo— no tuviese pecado?

Pero la satisfacción por los pecados, como acto religioso, está hoy devaluada. Es evidente que la sensibilidad por el mal moral ha tenido un grave retroceso en la conciencia moral de no pocos hombres. Pues bien, este dato constata una sensible pérdida del sentido religioso de un sector de la cultura actual. He aquí una certidumbre avalada por los hechos: en la medida en que decrece la virtud de la religión, en la misma proporción se debilita el sentido del pecado y, consecuentemente, se pierde la conciencia de culpabilidad y la necesidad de reparar o satisfacer por el mal cometido.

Como es sabido, esta situación histórica de la "pérdida del sentido del pecado" fue denunciada por el Papa Pío XII, la repitió el Papa Pablo VI y no deja ocasión de denunciarla Juan Pablo II. En todo caso es vano negar la evidencia, pues es claro que existe el pecado personal, se dan hábitos de pecado, persisten condiciones sociales pecaminosas y hasta cabe mencionar estructuras productoras y factoras de pecado, es decir, "estructuras de pecado". El mal moral es una triste constatación de la existencia individual del hombre y de la historia de la humanidad. Mantener otra opinión es un sinsentido.

Lo que obliga como necesidad imperiosa es recuperar la realidad de que somos pecadores, lo cual se adquiere mediante el cultivo de la "conciencia moral". Cuando la conciencia personal acusa de pecado, se adquiere el sentimiento de culpa, lo cual conduce inexorablemente a sentirse en deuda con Dios y a buscar la ocasión de reconciliarse con Él, satisfaciendo por nuestros pecados.

Desde la existencia concreta del hombre el camino teológico es rectilíneo y sigue este esquema: aceptación del pecado como ofensa hecha a Dios, lo que engendra el deseo religioso de obtener el perdón y de reparar por el mal cometido, lo cual conduce a la reconciliación con Él.

En consecuencia, la reparación o propiciación por los pecados personales supone el sentido de culpa, que sigue al pecado, lo que, a su vez, origina el sentimiento de deuda que lleva a reparar o satisfacer a Dios por el mal cometido.

La "deuda" será mayor cuanto más grave ha sido el pecado cometido y, en consecuencia, se agradecerá en la medida en que el perdón haya sido más generoso por parte de Dios. Jesús lo expresa con la parábola del prestamista que condona a dos deudores (Lc 7,41—42). La pregunta de Jesús es lógica: "¿Cuál de los dos amará más?". Y es que la condonación de la deuda debe corresponderse con amar al que perdona. De aquí que la satisfacción por el pecado es prueba de amor. Se trata, pues, de devolver bien por bien, o mejor, amor por amor.

En conclusión, los cuatro actos de la virtud de la religión, en la experiencia cristiana, constituyen un elemento decisivo para la vida moral y en ellos se aúnan la ética religiosa y la moral cristiana. Como escribe Ceslas Spicq:

"La vida moral, según el Nuevo Testamento, es esencialmente religiosa y cristiana. Como inspirada por la virtud de la religión, piedad suprema, encierra la más alta expresión de agradecimiento; en cuanto cristiana, imita la vida del Salvador y se apropia sus sentimientos (Fil 2,5). Ahora bien, éste consagró su existencia a la gloria de su Padre (Jn 12,28), y su muerte será la glorificación suprema (Jn 17,1.4). En la exaltación gozosa que suscita en su corazón el designio divino de salvar a los humildes y a los pequeños, Jesús da gracias por haber sido escuchado (Jn 11,41), y bendice y agradece al Padre por todos sus dones en el momento culminante en que se entrega a los suyos en la Eucaristía, el sacramento de la gratitud, por el que los discípulos guardarán el recuerdo de su inmolación redentora y aclamarán para siempre el amor de Dios que les ha salvado".

En este apretado texto, se expresan los cuatro actos de la virtud de la religión, tal como han sido vividos por Jesucristo. De este modo queda patente que la virtud de la religión es fundamental en la moral cristiana, dado que por ella se cumplen cuatro actitudes religiosas del hombre frente a Dios. Además cabe encontrar en ellas un modo específico de vivirlas en el ámbito de la fe. Lo cual ofrece una nueva perspectiva para la fundamentación teocéntrica del actuar ético del hombre. También en las exigencias éticas de la virtud de la religión destaca el aspecto cristocéntrico del mensaje moral predicado por Jesucristo.

II. EL DOMINGO. LA CELEBRACIÓN DEL DÍA DEL SEÑOR

La dimensión cultual—religiosa que caracteriza a la virtud de la religión encuentra en la celebración del domingo el momento sumo de esta virtud. A su vez, la nomenclatura "día del Señor" alcanza a expresar de forma adecuada que entre el domingo y la virtud de la religión existe una muy íntima relación. Es cierto que el domingo no agota la significación plena de la virtud de la religión, pero, es sentencia común que la celebración de la Eucaristía cumple de modo eminente los cuatro actos de la virtud de la religión: la adoración, (el "sacrificio") la acción de gracias, la oración de petición y la reparación o satisfacción por los pecados.

Para notar sus coincidencias, así como para resaltar sus discrepancias, es preciso estudiar el sabbat judío y el domingo cristiano.

1. El sábado judío

Es evidente que el sábado gozó de especial importancia en la teocracia de Israel. La situación político—religiosa del pueblo judío encontraba en el sabbat el día de su referencia a Yahveh. Así lo subraya el profeta Ezequiel: "Les di mis sábados como señal entre ellos y yo, para que supieran que yo soy Yahveh, que los santifico" (Ez 19,12). La historia posterior muestra cómo el desarrollo de las prescripciones sabáticas marcaron el ritmo de la constitución de Israel como pueblo.

El precepto sabático se repite en las normativas que regulan la vida social y religiosa del pueblo judío, Estas son las dos redacciones más extensas que prescriben la observancia del sábado:

— La primera, en el marco del Decálogo, corresponde a la recensión elohísta. Esta es la redacción:

"Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para Yahveh, tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el forastero que habita en tu ciudad. Pues en seis días hizo Yahveh el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen y el séptimo descansó, por eso bendijo Yahveh el día del sábado y lo hizo sagrado" (Ex 20,8—1 l).

La finalidad del sábado en esta versión es reconocer el poder absoluto de Dios sobre el mundo. Es pues, un día sagrado y, en consecuencia, dedicado a Dios, por lo que no se puede trabajar. Aquí el sábado se relaciona con los seis días de la creación y supone que, mediante el trabajo, el hombre imita la actividad creadora de Dios. De ahí que, como Él, debe descansar el día séptimo.

— La segunda versión corresponde a la tradición deuteronomista, y es, como es sabido, de redacción posterior. Es la siguiente:

"Guardarás el día del sábado para santificarlo como te lo ha mandado Yahveh tu Dios. Seis días trabajarás y harás todas tus tareas, pero el día séptimo es día de descanso para Yahveh tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu asno, ni ninguna de tus bestias, ni el forastero que vive en tus ciudades; de modo que puedan descansar como tú tu siervo y tu sierva. Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto y que Yahveh tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso brazo, por eso Yahveh tu Dios te ha mandado guardar el día del sábado" (Dt 5,12—15).

A pesar de la similitud narrativa y aun verbal, el acento es distinto. Aquí se destaca la obligación de trabajar seis días y de descansar el séptimo. Y la razón no es el descanso de Dios después de la creación, sino el hecho de que hayan sido esclavos en Egipto. Por eso tampoco deben trabajar los esclavos. De este modo, con el descanso sabático se quita al trabajo cualquier sentido de esclavitud. De aquí que se ponga de relieve la alegría con que debe celebrarse el día del sábado: significa la liberación.

Lo más destacado de ambas versiones es la prohibición del trabajo para descansar de la labor llevada a cabo durante la semana, aunque la motivación sea distinta. Lo mismo se repite en otros textos más rememorativos, en los que Yahveh, por medio de Moisés, recuerda al pueblo la obligación de no trabajar en sábado. Así el código de la alianza (Ex 23,12); también en el código yahvista (Ex 34,21). A este respecto, se constata que, conforme avanza la historia de Israel, el precepto de no trabajar se agrava. Es el caso del código sacerdotal de la época del exilio, que amenaza con la muerte a quienes no lo cumplan: "El que lo profane morirá. Todo el que haga algún trabajo en él será exterminado de en medio de su pueblo. Todo aquel que trabaje en sábado morirá" (Ex 31,12—17; 35,1—3).

En todos estos textos no se encuentra de modo expreso el aspecto cúltico del sábado. Este se menciona en el libro ritual, el Levítico, que recuenta el Sabbat entre las solemnidades en las que se convocan asambleas santas: "Seis días se trabajará, pero el séptimo día será de descanso completo, reunión sagrada en que no haréis trabajo alguno" (Lev 23,3). En sábado se renovarán los panes de proposición (Lev 24,8). Y el libro de los Números menciona las sacrificios que se han de hacer en sábado (Núm 28,9— 10).

No es fácil señalar la fecha exacta en la que estos dos elementos se juntaron para dar carácter sagrado al Sabbat. El origen premosaico se deduce del hecho de que estos textos corresponden a las redacciones más primitivas. En todo caso, muy pronto se constatan los elementos que en el A. T. constituían el sábado: el descanso y el culto, condicionados entre sí. Asimismo, está explícita la teología que lo justifica: el Sabbat significa el dominio absoluto de Dios, el descanso de Yahveh después de los seis días de la creación, la alegría ante el recuerdo de la liberación de la esclavitud de Egipto y el descanso que alivia el trabajo de la semana. En consecuencia, culto a Dios, descanso del trabajo diario y alegría liberadora son las ideas bíblicas que encuadran la celebración del sábado".

De este modo, el precepto sabático resume aspectos centrales de la historia de Israel: la creación y la liberación de Egipto. Por lo que no es extraño que el sabbat llegase a sintetizar, en la práctica, la forma concreta de ser y vivir como judío. Esto ha de tenerse en cuenta, máxime si, como parece, los pueblos vecinos desconocían la celebración de un día de descanso a la semana, en sentido estrictamente religioso como lo vivía Israel. Los pueblos paganos celebran más bien las fiestas que recuerdan los cambios de la naturaleza. Israel, por el contrario, festeja los hechos que marcan su experiencia acerca de la acción de Dios en el mundo y en su propia historia".

Lentamente, el precepto sabático fue tipificando los trabajos prohibidos. Así, en sábado, no se permitía cocinar alimentos (Ex 16,23), ni encender el fuego (Ex 35,3), ni recoger leña (Núm 15,32—36), ni "llevar cargas" al hombro (Jer 17,21—22), ni viajar ni hacer negocios (Is 58,13), etc. Con posterioridad se añadieron más casos, hasta el punto que, en tiempo de Jesús, "las autoridades rabínicas habían catalogado 39 tipos de trabajos prohibidos en día de sábado".

Esta moral casuística nació de la lenta corrupción del precepto. El hecho concreto es que los Profetas denuncian las adulteraciones que se hacen de la celebración del sábado (cfr. Is 1, 13; Am 8,5). Tampoco faltan testimonios que, a lo largo de la historia, urgen su cumplimiento (cfr. Nem 13,15—22; Is 58,1314; Ez 20,13; Jer 17,19—27). Pero el formalismo jurídico llegó a sus límites entre los rabinos contemporáneos de Jesús.

Las diatribas de Jesucristo con los fariseos son conocidas. Es claro que Jesús observa el sábado (Mc 6,1—6; Lc 4,16—20; Mt 24,20). Pero critica el casuismo rigorista con que se interpretaba su observancia (Mt 12,1—8). Así enseña que antes que el sábado está la caridad de curar a un enfermo (Lc 13, 10–16; 14,1—5; Jn 9—10). Este nuevo modo de interpretarlo, en oposición a la exégesis rabínica, es uno de los motivos que aducen para su condena a muerte (Jn 5,18). La verdadera doctrina de Jesús quedó esculpida en esta conocida expresión: "El sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado" (Mc 2,27). Como escribe Spicq:

"Para entender este logion, hay que recordar que el sábado era casi imposible de observar en todo rigor y representaba el grave peso del yugo de la ley. Según R. Simeon, "si los israelitas observaran sólo dos sábados según las normas establecidas, muy pronto se salvarían".

2. El "Día del Señor"

El N. T. testifica que los seguidores de Jesús continuaron con la celebración del sábado. Por eso las mujeres retrasan la visita al sepulcro (Mt 28,I; Mc 15,42; 16,I; Jn 19,42). San Lucas afirma sin ambages: "Diariamente acudían unánimemente al templo" (Hech 2,46). Pero añade: "partían el pan en las casas" (Hech 2,46). Parece que, desde el comienzo, simultaneaban el culto judío y el culto específicamente cristiano. Por eso, como buenos judíos, descansaban el sabbat y celebraban, en recuerdo de la resurrección, la Eucaristía el domingo, el día del sol, que muy pronto se llamará el "día del Señor" (Apoc 1, 10).

Los Hechos narran que "Pedro y Juan subían al templo a la hora de la oración" (Hech 3, l). Consta que los bautizados se reunían en el pórtico de Salomón (Hech 3,1 l; 5,12). Estos hechos muestran que los cristianos compartían ambos cultos sin plantearse problema alguno. El primer dato que parece ofrecer cierta crítica al culto judío pudo partir de los helenistas, tal como acusan los judíos a Esteban (Hech 6,13—14), y cabe constatarlo de las palabras del protomartir (Hech 7,47—49). Pero fue quizá la persecución, que dispersó a los cristianos fuera de Jerusalén (Hech 8,I), la que aceleró el proceso del abandono lento del culto judío. La lejanía física permitió un distanciamiento de lo que el viejo culto significaba.

Sin embargo, la ruptura no fue total, pues los cristianos siguen con prácticas judías como se colige de la visita de Pablo a Jerusalén y del consejo para que visite el templo y se purifique allí, con el fin de que los judíos conozcan "que sigues en la observancia de la Ley" (Hech 23,21—24).

No obstante, desde la primera descripción de la comunidad creyente (Hech 2,46), aumentan los testimonios acerca del culto específicamente cristiano. Así, por ejemplo, consta que los bautizados se reunían y hacían oración en común (Hech 4,23—31). También tenemos el relato de que "estaban muchos reunidos y orando en casa de María, la madre de Juan de sobrenombre Marcos" (Hech 12,12). Pronto, Jesús es el centro del culto, dado que era el Señor del mundo 33.

Fuera de Jerusalén, los Hechos testifican que los creyentes se reunían en casas privadas para la oración (Hech 16,14—15; 19,9). A juzgar por el mandato de Pablo que se haga la colecta "el primer día de la semana" (1 Cor 16,2), parece indicar que se reunían el domingo "para la fracción del pan" (1 Cor 11,17—34).

A este respecto, es importante el dato que narran los Hechos en la ciudad de Tróade. A la noche, Pablo "en una sala con muchas lámparas", habla a los fieles, que "el primer día de la semana estaban reunidos para partir el pan" (Hech 20,7). El accidente del joven muerto y resucitado por Pablo, que se narra a continuación, no permite conocer el desarrollo de esta reunión, pero deja patente que la celebración de la Eucaristía "el primer día de la semana" era ya un uso habitual en las reuniones de los creyentes. Como escribe Schnackenburg:

"Nuestro pasaje sólo testifica que la proclamación de la palabra y la "fracción del pan" en la despedida de Tróade ocurrieron en domingo. De todas formas, los relatos pascuales de los evangelistas, que sitúan en domingo el descubrimiento por parte de un grupo de mujeres del sepulcro abierto y las apariciones de Jesús, a las que se añade una comida (Lc 24,30 s. 36,43; Jn 21,12 s.), sugieren que, ya desde fechas muy tempranas, se celebró el domingo como día de la resurrección del Señor, a lo que se sumó más tarde una fiesta eucarística"

Posteriormente, parece que los hechos se desarrollaron de modo normal, de acuerdo con la riqueza de la significación de la Pascua para los cristianos. Ya el Apocalipsis califica al domingo como "el día del Señor" (Apoc 1, 10). Y, a finales del siglo 1, la Dídaque narra que en "el día del Señor" se celebraba la Eucaristía: "Reunidos cada día del Señor, romped el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro".

San Ignacio de Antioquía, por ejemplo, en razón de la nueva vida, anima a que se celebre el domingo en lugar del sábado:

"Ahora bien, si los que se habían criado en el antiguo orden de cosas vinieron a la novedad de esperanza, no guardando ya el sábado, sino viviendo según el domingo, día en que también amaneció nuestra vida por gracia del Señor y mérito de su muerte".

Eusebio de Alejandría argumenta del siguiente modo:

"Fue llamado día del Señor porque es el señor de los otros días. Antes de la pasión del Señor no era llamado día del Señor, sino primer día. En este día el Señor ha dado comienzo a la creación del mundo, y en el mismo día ha dado al mundo las primicias de la resurrección".

En resumen, aunque los bautizados hacen memoria del mandato de Moisés celebrando el sábado (Hech 15,21), sin embargo, muy pronto, valoran el domingo y celebran en este día la Eucaristía en memoria de la resurrección del Señor. No obstante, no se trata de un simple cambio, sino que existe una patente ruptura entre ambas instituciones:

"No hay continuidad entre el sábado judío y el domingo cristiano. El uno clausuraba la semana, el otro abre la semana de los tiempos nuevos con la conmemoración de la resurrección y de las apariciones de Cristo resucitado y en la expectativa de su último retorno. Sin embargo, el domingo significa el cumplimiento de las promesas cuya figura era el sábado. Como las otras promesas del Antiguo Testamento, éstas se realizan no ya en una institución, sino en la persona de Cristo, en quien se cumple toda la ley. El domingo es el "día del Señor", quien aligera la carga, Mt 11,28, por quien, en quien y con quien entramos en el reposo de Dios, Heb 4, 1—11".

El cambio de significado acompañó, pues, al cambio de nombre. El Sabbat fue sustituido por el Domingo. Pero, la novedad de contenido se refleja, a su vez, en la diversidad de nombres que recibe, los cuales tratan de significar su rico contenido. En efecto, además del "día del Señor" (Apoc 1, 10), se le denomina "día siguiente al sábado" o "día primero de la semana" (Hech 20,7; 1 Cor 16,2), "día octavo" (Jn 20,26), "día del sol", si bien el más genuino es "día del Señor.

3. El domingo cristiano

La descripción de la celebración del domingo la conocemos por la Dídaque" y la 1 Apología de San Justino . Los bautizados celebraban fraternalmente, en ambiente festivo, la Eucaristía. Más tarde, San Agustín sentenciará: "En la casa de Dios hay festividad permanente y continua".

Aparte del domingo, no es fácil determinar el calendario de fiestas de la comunidad cristiana. Parece que las diversas comunidades judeo-cristianas seguían el calendario judío, pues no se disponía de un calendario común, cada comunidad cristiana seguía el propio de la región en que se encontraba. Ciertamente, se celebraba la Pascua en memoria de la resurrección de Jesucristo. Pero era frecuente que los fieles procedentes del judaísmo adaptasen las fiestas antiguas al nuevo estado de fe. Así sucedió, por ejemplo, con la fiesta de los Tabernáculos, que se inicia en el siglo IV como fiesta de la Dedicación, o la de Pentecostés que rememora la fiesta de las cinco semanas del judaísmo, etc. .

En cuanto al descanso, estos son algunos de los datos que conocemos por la historia".

A partir del Edicto de Milán, en el año 321, el Emperador Constantino prescribe el descanso dominical de todos los trabajos manuales". El día 3 de julio del mismo año, se prohiben las actividades judiciales, con lo que el domingo se convierte en un día de descanso extensivo a todas las profesiones.

Con posterioridad, se repiten las normativas que prohiben las distintas actividades laborales. A este respecto, cabe mencionar las disposiciones de Valentiniano (21—IV—368—373), Teodosio (3—XI—386), Arcadio (a. 389) y Honorio—Teodosio (a. 409). En el año 425 se menciona una antigua prohibición de juegos y espectáculos en domingo.

Esta legislación civil es promovida por los jerarcas y el c. 29 del Concilio de Laodicea (entre 343 y 3 8 l) prescribe el descanso del domingo de todos los trabajos manuales. Este es el primer documento eclesiástico que impone el precepto de abstenerse del trabajo dominical 18 . Las Constituciones Apostólicas preceptúan que los esclavos se abstengan de trabajar en domingo". El canon 5 del Concilio de Cartago (401) insiste más en la santificación del domingo, para ello se prohiben aquellos actos que pueden conducir al pecado, por ejemplo, la representación de las obras de teatro".

Pero muy pronto, los Padres tienen que corregir los abusos que se inician entre las comunidades cristianas. Algunos no acuden a la celebración litúrgico y emplean el tiempo en juegos y diversiones. Otros, por el contrario, se exceden en la consideración "sabática" del domingo: celebran la Eucaristía, pero destacan más el descanso que el culto. El hecho es que ya en dos Concilios de Orleans (a. 511 y 538) se grava la conciencia para la asistencia a los oficios dominicales y se detallan las obras que se prohiben llevar a cabo los domingos".

A mediados del siglo VI, San Cesáreo de Arlés (> 542) escribe que comete "pecado grave contra Dios" quien omita, sin razón suficiente, la celebración eucarística del domingo. De este modo nace un problema aparentemente contradictorio: ¿cómo es posible que la Eucaristía, conmemoración de la muerte y resurrección de Jesucristo, tenga que ser impuesta bajo pena de pecado grave? Algunos autores todavía encuentran dificultad para contestar a este pregunta. La respuesta parece sencilla: es siempre deseable que las grandes obligaciones éticas, como es dar culto a Dios, estén protegidas por la ley.

En torno al siglo IX se prescribe que el precepto de asistir a la Misa dominical debe hacerse en la propia parroquia. Esta doctrina se modifica en el siglo XIII por presión de las órdenes mendicantes.

Con la devoción a los santos, lentamente, se introduce la costumbre de celebrar en honor de ellos la Eucaristía de algunos domingos. Esta práctica se moderó por la reforma litúrgica llevada a cabo por el Papa Pío Y No obstante, a partir del siglo XVII, el santoral privó en no pocas ocasiones sobre el sentido dominical. Por lo que el Papa Pío X prescribió la primacía del domingo por encima de la celebración litúrgico en favor de los santos.

El Concilio Vaticano II, en este apretado texto, rememora el origen del domingo, señala su importancia y fija su relación con otras celebraciones litúrgicas:

"La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón "día del Señor" o domingo. En este día, los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1 Petr 1,3). Por esto, el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo. No se le antepongan otras solemnidades, a no ser que sean, de veras, de suma importancia, puesto que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico" (SC, 106).

Según este texto, el Vaticano II destaca las siguientes verdades que distinguen al domingo cristiano:

— su origen es de tradición apostólica y enlaza con el mismo día de la resurrección de Jesucristo; de aquí su nombre de "día del Señor";

— es un día dedicado a que los bautizados recuerden su vocación, para que den gracias por haber sido salvados y a que se empleen en la instrucción religiosa y en la plegaria cristiana, especialmente en la participación de la Eucaristía;

— el domingo es la fiesta primordial del calendario cristiano; por eso es un día dedicado a la piedad y a la alegría cristiana;

— finalmente, el domingo, para cumplir todos esos objetivos, se ha de dedicar al descanso, por lo que se prohibe el trabajo.

Esta enseñanza conciliar recibe fuerza jurídica en las determinaciones del C. J. C. en los siguientes cánones:

"El domingo en que se celebra el misterio pascual, por tradición apostólica, ha de observarse en toda la Iglesia, como fiesta primordial de precepto" (c. 1246).

Seguidamente, se señalan las siguientes fiestas que también son de precepto:

"Navidad, Epifanía, Ascensión, Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Santa María Madre de Dios, Inmaculada Concepción y Asunción, San José, Santos Apóstoles Pedro y Pablo y Todos los Santos".

El canon deja a determinación de la Conferencia Episcopal de cada nación "suprimir o trasladar a domingo algunas de las fiestas de precepto".

En relación con el contenido preceptivo del domingo y de los días festivos, el Código prescribe lo siguiente:

"El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa, y se abstengan además de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo" (c. 1247).

En resumen, en relación al domingo y a los días festivos, el C. J. C. enuncia estas verdades:

— se celebra el misterio pascual

— el domingo es de origen apostólico

— es fiesta primordial en toda la Iglesia

— es obligación grave del creyente participar en la Misa

— los fieles se deben abstener de trabajar.

4. Principios doctrinales y éticos sobre la celebración cristiana del domingo

Del texto de la Constitución Sacrosanctum concilium y de los cánones citados se sigue que el domingo encierra las dos prescripciones que ya se contemplaban en el Sabbat judío y que se renovaron en el Domingo cristiano: celebrar el culto y abstenerse del trabajo.

a) La prescripción del culto

La celebración litúrgico del domingo responde a unas verdades que deben ser puestas de relieve en la enseñanza de la Iglesia para que sean vividas por todos los creyentes. Estos son los principios doctrinales que fundamentan la festividad del domingo:

— El domingo, celebración de la muerte y resurrección de Jesucristo. Es, por lo mismo, la más importante celebración cristiana. La conmemoración de la resurrección de Cristo hace que el domingo sea, en verdad, el "día del Señor". Pero, se celebra, igualmente, la liberación y redención de la entera humanidad. La acción salvífica se alcanza mediante estos dos grandes acontecimientos del Verbo Encarnado de Dios acaecidos en la vida histórica de Jesús de Nazaret. La Nueva Pascua, el triunfo de Cristo sobre la muerte y la redención de los hombres se alcanzan por medio de esos acontecimientos cumbres de la Historia que ahora se presencializan y actualizan por medio de la celebración Litúrgica de la Eucaristía".

Las palabras de Jesús: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22,19) se cumplen en la celebración de la Eucaristía, por la cual "anunciamos su muerte y proclamamos su resurrección". Al mismo tiempo invocamos y recordamos su venida gloriosa al final de los tiempos: "Ven, Señor Jesús" (Apoc 22,20).

Pertenece a la teología dogmática exponer y desarrollar la doctrina en torno al Misterio Eucarístico. Aquí sólo nos es permitido enunciar el esquema teológico. Y, para destacar su importancia. lo hacemos con estos dos textos magisteriales:

* La Encíclica Mysterium fidei enuncia la esencia de esta verdad:

"Ante todo es provechoso traer a la memoria lo que es como la síntesis y punto central de esta doctrina, es decir, que por el Misterio Eucarístico se presenta de manera admirable el sacrificio de la Cruz consumado una vez para siempre en el Calvario, se recuerda continuamente y se aplica su virtud salvadora para el perdón de los pecados que diariamente cometemos" (MF, 5).

En este apretado texto se enseña que la Eucaristía rememora y hace presente la muerte redentora de Cristo en el Calvario. El Concilio de Trento definió que entre la muerte cruenta en la cruz y la significación incruenta de su muerte en la Eucaristía, se da sólo una diferencia accidental, pues la Misa tiene como aquél carácter propiciatorio:

"Y porque en este divino sacrificio, que es la Misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una vez se ofreció El mismo cruentamente en el altar de la cruz (Hebr 9,27); enseña el santo Concilio que este sacrificio es verdaderamente propiciatorio" (Dz 940).

El Credo del pueblo de Dios de Pablo VI confiesa esta verdad en el contexto de una profesión de fe:

"Nosotros creemos que la Misa que es celebrada por el Sacerdote representando la persona de Cristo, en virtud de la potestad recibida por el sacramento del orden, y que ofrecida por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo Místico, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares. Nosotros creemos que, como el pan y el vino consagrados por el Señor en la Ultima Cena se convirtieron en su cuerpo y en su sangre, que en seguida iban a ser ofrecidos por nosotros en la cruz, así también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten en el cuerpo y en la sangre de Cristo, sentado gloriosamente en los cielos" (n. 24).

La grandeza de las realidades que se concentran y se celebran en la Eucaristía permite afirmar con el Concilio que, en efecto, este Misterio es la "fuente y la cima de la vida cristiana" (LG, 11; PO, 5; AdG, 9), o también "la fuente y cumbre" de toda la vida de la comunidad" (PM, 30), o con otra fórmula, "fuente y raíz de la comunidad eclesial" (PO, 6). O como enseña la Constitución Sacrosanctum concilium, a la celebración Eucarística se orienta toda la actividad eclesial:

"La liturgia es la cumbre (culmen) a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente (fons) de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor" (SC, 10).

— Obligación moral de asistir los domingos a la Celebración Eucarística. Dado que la Eucaristía resume el culto católico y el centro de la comunidad cristiana, parece lógico que la Iglesia precise que el cristiano debe dar culto a Dios mediante la Celebración Eucarística y que esta obligación la haya vinculado al Domingo o "día del Señor", que recuerda la resurrección de Jesucristo. De aquí el mandato que se recoge en el Código de Derecho Canónico:

"El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa" (c. 1247).

Esta obligación grave se repite en la enseñanza catequética. Así el Catecismo de la Iglesia Católica prescribe que "los fieles están obligados a participar en la Eucaristía los días de precepto, a no ser que estén excusados por una causa seria". Y concluye: "los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave".

Esta obligación vincula, pues, las conciencias sub gravi, de forma que pecaría mortalmente quien, no exceptuado por causa proporcionalmente grave, descuida el cumplimiento de este precepto. La gravedad de la falta deriva del incumplimiento de un grave deber, cual es la obligación de dar culto a Dios. Y, dado que el culto específicamente cristiano es la Celebración de la Eucaristía o Santa Misa, se deduce que el precepto dominical deba considerarse como precepto que, si no se cumple, se peca mortalmente.

En cuanto al modo de cumplir este precepto, se puede hacer en cualquier lugar donde se celebre la Eucaristía. El nuevo Código anuló el precepto que prescribía que la Eucaristía se celebrase en un oratorio público o semipúblico. Asimismo, según la nueva legislación, se puede cumplir con el precepto en la tarde del sábado:

"Cumple el precepto de participar en la Misa quien asiste a ella, dondequiera que se celebre en un rito católico, tanto en día de la fiesta como en el día anterior por la tarde" (c. 1248).

Según la Instrucción Eucharisticum mysterium, para que la Misa del sábado sea válida se requiere que "en tales casos se celebrase la Misa propia del domingo, sin excluir la homilía y la oración por los fieles". Esta condición no se menciona en el Código. Pero la expresión "el día anterior por la tarde" se aclaró oficialmente así: "Expresamente se utiliza una fórmula general para evitar casuismos y ansiedades. Con toda certeza se cumple el precepto mediante la participación en cualquier Misa del sábado por la tarde".

Si se trata de una posibilidad concedida a los fieles, es legítimo usarlo sin causa que lo justifique, más aún, por simple comodidad, se cumple el precepto dominical tomando parte en la Eucaristía en la tarde de los sábados. No obstante, la íntima vinculación entre "el día del Señor" y la celebración de la "muerte y resurrección de Jesucristo en la Eucaristía", usar de modo habitual el "final de semana" acusa un cierto juridicismo moral. Parece que con ello se pretende más "cumplir un precepto" que celebrar el "día del Señor". Hay aquí un amplio campo para la formación moral y ascética de los fieles por parte del sacerdote".

Esta misma formación ascético—moral debe orientarse a que, al mismo tiempo que se grava la conciencia de los creyentes de cumplir sub gravi el precepto, se insista en la obligación de que "no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que comprendiéndolo bien a través de ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada" (SC, 48).

La enumeración de elementos que constituyen la acción litúrgico —lecturas, ritos y oraciones—, permite hablar de que todos ellos, si bien "la Misa consta de dos partes, a saber: la liturgia de la palabra y la eucarística", sin embargo, "las dos partes están tan íntimamente unidas, que constituyen un solo acto de culto" (SC, 56). De aquí que sea muy difícil la respuesta moral respecto a los que no cumplen con la integridad de la Misa. Parece que, si consta de dos partes íntimamente unidas entre sí, no cumplen con el precepto aquellos que no toman parte en la integridad de la celebración. Igualmente, es claro que tampoco se pueden excusar los que omitan íntegramente una de "las dos partes" de que consta.

La causa que excusa la asistencia a la celebración de la Eucaristía se formula en el Código con la fórmula habitual: "gravi de causa", es decir, "una causa grave que hace imposible" (c. 1248,2). Esa gravedad se entiende relativa a la persona. En todo caso, la gravedad no queda al arbitrio del hombre, pues se debe considerar que se trata de un precepto importante como es: dar culto a Dios. A pesar de la diferencia cualitativa entre le culto judío y el culto cristiano, la gravedad de asistir a la Santa Misa en domingo, cabe deducirla de la urgencia con que Dios exigía el culto en el A. T. Los textos anteriormente citados muestran hasta que punto Dios demanda del hombre el culto que le es debido. Cabe aun gravar esta obligación, por cuanto la Celebración de la Eucaristía no sólo rememora la creación o la liberación de la esclavitud de Egipto, tal como se subrayaba en el culto sabático, sino la muerte redentora de Jesucristo y la llamada a una nueva existencia, tal como demanda su Resurrección.

Además, desde el punto de vista ascético y pastoral, se percibe en la vida de los creyentes que la falta de asistencia a la celebración Eucarística en los días festivos, además del pecado mortal, conlleva otra consecuencia a modo de "efecto secundario": por el hecho de conculcar conscientemente un precepto divino y eclesiástico, se resiente la expresión de su fe personal, disminuye la convicción cristiana de la propia existencia y el creyente se aleja lentamente de la convivencia con los demás fieles. No conviene olvidar que la Eucaristía "congrega a la Iglesia", por lo que el domingo debe ser también el día de la comunidad, tal como se describe en los textos del N. T. (cfr. Hech 20,7—12; 1 Cor 11,17—34). Un signo más de que el domingo es un día de la comunidad de los creyentes es que ya Pablo menciona el "primer día de la semana" como jornada dedicada a la acción caritativa (1 Cor 16,2).

Toda esta riqueza significativa cabe referirla al "dies dominica". La Conferencia Episcopal Española asigna al domingo las siguientes significaciones y finalidades: El domingo es "el día del Señor", "el día de la Iglesia", "el día de la Palabra de Dios", "el día de la Eucaristía", "el día de la caridad", "el día de la misión" y "el día de la alegría". En resumen, el "domingo es la Pascua semanal". Y Juan Pablo II recordaba a los obispos belgas que, en la celebración de la Eucaristía, Dios comunica a su pueblo la vida y éste adquiere el compromiso de dar testimonio de ella: "La asamblea dominical es el momento en el que la comunidad reunida recibe del Señor la vida en abundancia y la misión de ser testigo".

El precepto de asistir a la Eucaristía es, ciertamente, un "mandato de la Iglesia", pero muy cualificado, de forma que la Jerarquía no hace más que concretar un precepto divino. Cabría decir que se trata de un mandamiento que inmediatamente impone la Iglesia, pero mediatamente deriva del mismo Dios. Por lo cual, la Iglesia no puede menos de exigir el deber de rendir el culto debido a Dios de la forma que le es propio, es decir, por medio de Jesucristo, mediante la celebración de su muerte y resurrección, que se "actualiza" y "presencializa" en la Santa Misa".

b) Abstención del trabajo

Además del culto, la Iglesia preceptúa que los fieles se "abstengan de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo" (c. 1247).

No es tarea fácil precisar en cada caso la gravedad moral de este precepto, que es también inmediatamente eclesial, pero mediatamente divino, tal como aparece en la primera página de la Biblia (Gén 2,2—3) y se prescribe en la más primitiva codificación del Decálogo (Ex 20,8—1 l). La prohibición de trabajar en sábado no es ajena al sentido positivo que el trabajo tiene en el ámbito religioso y cultural de Israel. Trabajo y descanso aparecen conjuntados en las costumbres religiosas judías 13

No obstante, los cambios profundos de la sociedad actual, caracterizada por la cultura del valor del trabajo y del cultivo del ocio, no permiten dar una solución fácil mediante el recurso a la distinción entre "trabajos serviles" y "trabajos liberales", tal como se repetía en la enseñanza del Magisterio y en los Manuales clásicos de Teología Moral.

Los criterios acerca de la moralidad del trabajo en domingo y días festivos deben inferirse de los mismos términos en que se expresa la ley canónica. Son los siguientes:

* El descanso dominical tiene que facilitar el cumplimiento del grave deber impuesto al hombre de dar culto a Dios. Por consiguiente, han de excluirse aquellas actividades que no permiten asistir a la celebración Eucarística. Y, en cierta medida, ha de evitarse aquella actividad intensa que dificulte celebrar cristianamente el "día del Señor":

"El descanso dominical tiene una motivación teológica específica... es un descanso cultual, en cuanto tiene como finalidad última el favorecer el culto cristiano, precisamente en el día que es considerado como día del Señor. Desde esta perspectiva, el trabajo se prohibe a los cristianos en la medida en que impide la participación en el culto, especialmente en el culto eucarístico".

* También se prohiben aquellos trabajos que impiden gozar de la alegría propia de la celebración del día del Señor. Por consiguiente, parece que no deben realizarse aquellos trabajos que resultan penosos y que el hombre rehusa cuando desea disfrutar y gozar de la buena alegría. En concreto, los trabajos de la propia profesión que en domingo producen hastío o aburrimiento no pueden contarse entre los permitidos.

* Asimismo se excluyen aquellas actividades que impiden el descanso y, por el contrario, producen cansancio al cuerpo o al espíritu. A este respecto, parece que no están permitidos aquellos trabajos que no descansan, más aún si llegan a ocasionar fatiga y fastidio. Por el contrario, se podrían llevar a cabo trabajos, bien materiales o liberales, que favorecen el descanso. Tal podría ser el caso, por ejemplo, del trabajo manual para el hombre que encuentra un esparcimiento en esas labores, porque de ordinario se mueve en el ambiente fatigante de una actividad burocrática o intelectual. Lo mismo cabría decir de trabajos que agradan a la mujer, como son las diversas labores manuales, cuando le descansa del trabajo profesional de la semana. Es preferible elegir el entretenimiento activo que el ocio aburrido o el hastío fastidioso.

No obstante, para evitar una casuística estéril, más que en prohibir ciertos trabajos, se debe insistir en el carácter festivo del domingo, a lo cual contribuye en buena medida la ocupación sosegada del tiempo.

Según el Derecho Canónico, compete al Papa precisar las fiestas que obligan a la iglesia universal y al obispo las correspondientes a sus respectivas diócesis, pero "sólo a modo de acto", es decir, ocasionalmente (c. 1244). Por su parte, la Conferencia Episcopal, "previa aprobación de la Sede Apostólica, puede suprimir o trasladar a domingo algunas de las fiestas de precepto" (c. 1246).

En cuanto al sacerdote, salvo el derecho de los obispos (cfr. c. 87), "puede conceder, en casos particulares, dispensa de la obligación de guardar un día de fiesta o conmutarla por otras obras piadosas" (c. 1245). Goza de este mismo poder "el Superior de un instituto religioso o de una sociedad de vida apostólica, si son clericales de derecho pontificio, respecto a sus propios súbditos y a otros que viven día y noche en la casa" (c. 1245).

En resumen, se ha de poner de relieve, que el domingo cristiano, además del descanso, está orientado hacia el culto a Dios por medio de la inmolación gloriosa de Cristo en la Eucaristía. Frente el Sabbath judío, centrado en el descanso, el domingo cristiano prohibe el trabajo en razón del culto: se trata de un "descanso festivo", que favorece el culto a Dios y cuida del debido reposo creador de la persona humana. San Agustín daba este sentido al trabajo y al descanso del domingo:

"Los cristianos observan espiritualmente el precepto del sábado, bien cuando se abstienen de toda obra servil, o sea, de todo pecado, bien sea cuando poseen en su corazón el reposo y la tranquilidad espiritual, que es prenda y

Esta disposición quita todo cauce a una tentación fácil: la de "sabatizar" el domingo mediante la pormenorización casuística de los trabajos permitidos y prohibidos. Pero también es urgente no institucionalizar esa neosabatización por traslado puramente ritual de la participación en la Eucaristía en la tarde de los sábados.

En ambos casos, estamos ante una consideración casuista de la moral del domingo, que indica un estado de decadencia moral de la existencia cristiana. Es preciso elevar esta situación hasta celebrar el domingo en su significado original: la fiesta de la resurrección del Señor, que el cristiano, junto con los demás creyentes, celebra gozosamente en la Eucaristía, en espera de la venida gloriosa y definitiva de Cristo en la Parusía.

Pero estas grandes realidades contenidas en la celebración del domingo, posiblemente, necesiten de un marco que ayude a vivirlas gozosamente y en comunidad: conviene recuperar el sentido de fiesta, que en su origen tenía la celebración litúrgico de la Eucaristía".

El sentido lúdico y festivo es esencial en la existencia humana. La fiesta desarrolla la creatividad y la fantasía, cultiva los sentimientos comunitarios y ejerce una terapia en la propia psicología del hombre. No hay pueblo ni cultura que no celebre periódicamente las fiestas que marcan el ritmo de la naturaleza o los acontecimientos de su propia historia como pueblo".

El cristianismo enlaza con el mundo judío, cuyo carácter festivo se desarrollaba en torno a los hechos cumbres de la intervención de Dios en su historia. Con este mismo sentido, la civilización cristiana fijó la celebración de sus fiestas en los hechos de la vida de Cristo. En cierto sentido, el cristiano no creó sus fiestas, sino que le fueron dadas por Dios. La primera de todas fue la resurrección de su Hijo: el domingo, que, durante mucho tiempo, fue la única fiesta. Más aún, la Pascua se celebraba en cada domingo.

De aquí la necesidad de recobrar el carácter festivo de la celebración Eucarística dominical. Las parroquias deben esforzarse por dar al domingo el ambiente festivo que le corresponde. En ningún caso se trata de imitar el modo ni el estilo de celebrarse las fiestas en el ambiente laico. Resultaría muy difícil y quizá imposible competir con los medios que ofrece el mundo secularizado en la atracción de sus fiestas. Además ni el acontecimiento que se conmemora ni la disposición de las personas ni los fines que se persiguen en la fiesta religiosa son coincidentes con la celebración de la fiesta profana. Cierto estilo "profano" podría quedar sólo para reuniones muy concretas de la comunidad, especialmente en los encuentros de los jóvenes.

El carácter festivo de la celebración gozosa de la Eucaristía discurre por otros cauces. Supone, en primer lugar, la alegría de la existencia cristiana que brota de la cercanía con Dios y que, en lenguaje ascético, se denomina "vivir en gracia". En el mismo grado exige que se tenga conciencia de que la fe se vive en comunidad, dado que todos los que han sido "llamados", son también "convocados". Pero a ello también contribuyen otros detalles. Por ejemplo, la agradable disposición del templo, el buen gusto de los ornamentos, la cercanía de la liturgia, los gestos de simpatía compartida, la predicación que aúna corazones y no distancia con un celo agrio. Quizá también por la recepción y la despedida por parte de los distintos miembros de la comunidad. ¿Sería mucho pedir que los padres asistiesen mejor vestidos y que así educasen a sus hijos, porque van a una fiesta religiosa, a celebrar algo con Dios? ¿Cabría aconsejar a los asistentes a que llegasen momentos antes para encontrarse en las cercanías del templo y no tuviesen prisa para irse? Si la Iglesia dispone de salones anexos y acogedores, éstos tienen en la celebración de la Eucaristía dominical su más preciado uso.

El P. Häring dedica bellas páginas a ensalzar el carácter festivo del hombre que debe compartir el creyente, pero se cuestiona si el cristiano puede proclamar la alegría frente a los graves problemas que aquejan a la humanidad:

"Tenemos planteada una pregunta muy seria. Me refiero a cómo podemos celebrar las fiestas si somos plenamente conscientes de los sufrimientos y males existentes en el mundo".

Y responde:

"La tradición de Israel y de la Iglesia prueba que la fiesta no niega, en manera alguna, ni olvida el mal. Por el contrario, demuestra su confianza de que el bien al final celebrará su victoria. Las celebraciones en las que anticipamos la victoria final no son huidas de las miserias de la vida; por el contrario, pueden ser fuentes de confianza y de fuerza para afrontar las dificultades de la vida y las tarascadas del mal".

En efecto, la alegría cristiana no puede narcotizar la conciencia social de los creyentes. Más aún, la celebración gozosa de la Eucaristía debe convertirse en la fiesta de la fraternidad cristiana, tal como conmemoran actualmente las dos más grandes fiestas eucarísticas: Jueves Santo y Corpus Christi. Así se recuerda la costumbre practicada en Corinto, cuando San Pablo vincula al domingo la recaudación de limosnas para los pobres de Jerusalén: "En cuanto a la colecta en favor de los santos, haréis, según dispuse en las iglesias de Galacia. El primer día de la semana, cada uno ponga aparte en su casa lo que bien le pareciera" (1 Cor 16,1—2).

En este sentido, los teólogos y pastoralistas ", los Papas y no pocos obispos han dado orientaciones pastorales con el fin de que los fieles vivan como verdaderos creyentes el "día del Señor". Ya Pío XII, en referencia a las familias, presentó el deseo de una celebración del domingo conforme a estos criterios morales:

"El santuario de la familia, por bello, decoroso y bien cuidado que sea, no es la Iglesia; deber vuestro es la preocupación por hacer que el domingo se convierta de nuevo en el día del Señor, y que la santa Misa sea el centro de la vida cristiana, el más sagrado alimento del descanso corporal y de la constancia virtuosa del espíritu. Debe el domingo ser el día para descansar en Dios, para adorar, suplicar, dar gracias, invocar del Señor el perdón de las culpas cometidas en la semana pasada, y pedirle gracias de luz y de fuerza espiritual para los días de la semana que comienza".

En otra ocasión, Pío XII propone este programa moral para la renovación del domingo:

"El domingo ha de volver a ser el día del Señor, de la adoración y de la glorificación de Dios, del santo Sacrificio, de la oración, del descanso, del recogimiento, del alegre encontrarse en la intimidad de la familia".

En estos textos, el Papa Pío XII resume en la celebración del domingo el ejercicio máximo de los cuatro fines de la virtud de la religión. Una razón más para valorar la Eucaristía del domingo: es un día muy cualificado para vivir especialmente la virtud de la religión.

Cabe aducir la enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica en los siguientes términos:

"El domingo está tradicionalmente consagrado por la piedad cristiana a obras buenas y a servicios humildes para con los enfermos, débiles y ancianos. Los cristianos deben santificar también el domingo dedicando a su familia el tiempo y los cuidados difíciles de prestar los otros días de la semana. El domingo es un tiempo de reflexión, de silencio, de cultura y de meditación, que favorecen el crecimiento de la vida interior y cristiana".

Finalmente, Juan Pablo II, en su visita a Sevilla (16—VI—1993), encomió la celebración del Domingo con estas palabras:

La conmemoración de la Resurrección del Señor y la celebración de la Eucaristía deben llenar de contenido religioso, verdaderamente humanizador, el domingo. El descanso laboral dominical, el cuidado de la familia, el cultivo de los valores espirituales, la participación en la vida de la comunidad cristiana, contribuirán a hacer un mundo mejor, más rico en valores morales, más solidario y menos consumiste".

Todas estas reflexiones han sido conjuntadas en el Documento Domingo y Sociedad de la Conferencia Episcopal Española, en él se destacan los "aspectos antropológicos y culturales del domingo", así como la necesidad de recuperar el carácter sacro de este día para los cristianos.

III. EL JURAMENTO

Al juramento se le cataloga como un acto extraordinario de la virtud de la religión. Si esta virtud in recto se refiere al culto divino, un modo de honrar a Dios es tomarle por testigo de las grandes resoluciones y alegatos que el hombre proclama. Cuando tal sucede, se invoca a Dios y se reconoce su superioridad. Por eso se le pone por testigo ante otros como garantía suprema de veracidad. Asimismo, al invocarle como testigo, el hombre demuestra que él quiere actuar conforme a la voluntad del Dios tres veces Santo.

Así argumenta Santo Tomás:

"El que hace juramento alega al testimonio divino para confirmar sus propias palabras. Esta confirmación ha de venir de alguien que posea en sí mismo más certeza y seguridad. De ahí que el hombre, al jurar poniendo a Dios por testigo, confiesa la excelencia superior de Dios, cuya verdad es infalible y su conocimiento universal. Por lo que tributa a Dios de alguna manera reverencia'

Seguidamente el Angélico apela a la carta a los Hebreos que enseña: "los hombres juran siempre por algo mayor" (Hebr 6,16).

El juramento es, pues, un ejercicio extraordinario de la virtud de la religión, porque a Dios se le honra como testigo de la verdad. Si es normal que el hombre recurra a otras personas de autoridad mayor para refrendar sus asertos, estos quedan más firmes cuando se recurre a Dios como testigo de lo que decimos o prometemos. Por eso quien emite un juramento venera a Dios y lleva a cabo un acto religioso, pues, como enseña San Agustín, "jurar es devolver a Dios el derecho que tiene a toda verdad".

1. Definición y clases de juramentos

Jurar es tomar a Dios por testigo. Pueden darse dos modos de jurar. Primero, la simple apelación a Dios con fórmulas como estas: "sea Dios testigo", "hablo ante Dios", o se apostilla "juro por Dios". Segundo, si quien jura se impone una pena en el caso de que no sea verdad lo que dice. Las fórmulas son muy variadas. La más frecuente es: "si lo que digo no es verdad, que Dios me castigue".

El primero se denomina simplemente "juramento" y el segundo constituye la "execración".

Asimismo, cabe distinguir entre "juramento asertorio", es decir, si se pone a Dios por testigo de algo presente y "juramento promisorio", cuando se apela a Dios como testigo de promesa de futuro.

Otra clasificación importante se refiere a las formalidades jurídicas en que se emite el juramento. De este modo, se distingue entre "solemne" y "simple", en dependencia del modo concreto de formularlo. El "juramento solemne" es el que se emite, por ejemplo, en los juicios públicos o ante signos extraordinarios o solemnes, cuales son el Crucifijo o los Evangelios. El "juramento simple" se expresa sin formalidad alguna".

Cabe aun distinguir entre "juramento público" y "juramento privado", según el ámbito en que se formula. Es "público" el que se hace ante los tribunales o ante la autoridad legítima. Así son "públicos" los juicios de las personas al servicio de la sociedad, por ejemplo, los ministros del Gobierno. También se cataloga como "juicio público" el que es requerido por los tribunales de justicia. El "juicio privado", por el contrario, se lleva a cabo entre personas singulares.

Apelar a estas clases o tipos de juramento no nace de un afán escolar de divisiones y subdivisiones. Es evidente que las "circunstancias" que permiten distinguir diversas clases de juramento, influyen en su calificación moral. Así, por ejemplo, el juramento goza de un alto valor ético cuando, ante los Evangelios o el Crucifijo, se apela a Dios y se le pone por testigo de que lo que se afirma es verdad o que se cumplirá lo que se promete. Por ello, la confesión religiosa que supone el juramento solemne, en caso de no cumplirse, equivaldría a un pecado especialmente grave, que, en ocasiones, cuando se lleva a cabo ante un tribunal, se denomina "perjurio".

Es evidente que para que se dé un juramento, como acto extraordinario de la virtud de la religión, se requiere que se ponga a Dios por testigo. En consecuencia, la simple apelación al nombre de Dios o a su sabiduría —" ¡Dios lo sabe todo!, ¡bien lo sabe Dios!", se dice— no constituye un juramento. Asimismo, para su validez se requiere la intención del que lo emite: no basta pronunciar la fórmula, es preciso tener intención de jurar. Tampoco constituye juramento la invocación a los santos: como acto de la virtud de la religión se requiere la invocación a Dios y sólo a Dios. Menos aún cabe denomina "juramento" el que se hace con esta u otra fórmula: "bajo palabra de honor". Este intento de veracidad obliga a eso, al propio honor, pero no es un acto de la virtud de la religión.

El tema moral del juramento nos sitúa, pues, ante un caso muy singular en el que es preciso tener en cuenta las "circunstancias" para la valoración ética de una acción concreta.

2. Datos bíblicos en torno al juramento

"Jurar por los dioses" es un dato que se encuentra en múltiples manifestaciones culturales y religiosas, pues responde a la espontaneidad de cualquier hombre creyente. Ejemplo de ello es el juramento al que es requerido Abraham por Abimelek (Gén 21,22—33). Por eso tampoco es extraño a la Biblia el hecho de poner a Dios por testigo de la verdad humana.

a) El juramento en el Antiguo Testamento

Además de ese uso espontáneo, el hombre bíblico jura porque el mismo Dios en ocasiones ratifica sus grandes promesas con un juramento. He aquí algunos datos.

— Dios sella su pacto con Abraham con este juramento: "Por mí mismo juro, oráculo de Yahveh, que por haber hecho esto, por no haberme negado tu hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré muchísimo tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la playa" (Gén 22,16—17).

Este juramento divino es recordado por Moisés a sus descendientes con el fin de afianzarles en las esperanzas futuras del pueblo (Dt 6,18). Al mismo juramento apela también el canto Nunc dimittis de Zacarías: Dios mantiene su alianza, pues cumple "el juramento que juró a Abraham, nuestro padre" (Lc 1,73).

Asimismo, este juramento es memorado en la Carta a los Hebreos con estas solemnes palabras:

"Cuando Dios hizo a Abraham la promesa, como no tenía ninguno por quien jurar, juró por sí mismo, diciendo: "Te bendeciré abundantemente, te multiplicaré grandemente". Y así, esperando con longanimidad, alcanzó la promesa. Porque los hombres suelen jurar por alguno mayor, y el juramento pone entre ellos fin a toda controversia y les sirve de garantía. Por lo cual, queriendo Dios mostrar solemnemente a los herederos de las promesas la inmutabilidad de su consejo, interpuso el juramento" (Hebr 6,13—17).

— Una fórmula de jurar semejante se repite a David por boca del profeta Natán, el cual le asegura un sucesor de su estirpe (2 Sam 2,11—13). Más tarde, el salmista cantará con júbilo ese juramento: "Juró Yahveh a David, verdad que no retractará: "El fruto de tu seno asentaré en tu trono" (Sal 132,1 l). También lo rememora San Pedro en su primer anuncio del cristianismo a la humanidad: "Séame permitido deciros que... Dios había jurado solemnemente que un fruto de sus entrañas se sentaría en su trono" (Hech 2,30).

Los Profetas recuerdan otros juramentos hechos por Yahveh en favor de su pueblo (cfr. Is 62,8; Jer 44,26, etc.).

— El pueblo judío no sólo jura para seguir el ejemplo de Yahveh, sino que es requerido para que haga juramentos en el nombre de su Dios. Así reza este precepto del Deuteronomio: "A Yahveh tu Dios temerás, a él le servirás, por su nombre jurarás" (Dt 6,13). Conforme a este mandato, los judíos emiten frecuentes juramentos (cfr. Gén 24,2—3; 26,28; 31,44; 47,29—31; Ex 22, 10—11, cfr. Hech 23,12—22, etc.). Este precepto se repite en los Profetas, que mencionan diversas fórmulas de jurar: "En el Dios del Amén" (Is 65,15—16) o esta otra: "¡Por vida de Yahveh!" (Jer 4,2; 12,16).

Pero el pueblo es advertido de que tiene el deber de cumplir los juramentos formulados en nombre de Dios. Por lo que, según el precepto del Éxodo, sólo se debe jurar en favor de la verdad: "No tomarás en falso el nombre de Yahveh, tu Dios; porque Yahveh no dejará sin castigo a quien tome su nombre en falso" (Ex 20,6). Y el libro del Eclesiástico condena tanto el olvido del juramento, como el que se hace con falsedad: "Si pasa por alto el juramento, doble es su pecado, y si jura en falso, no será justificado, pues su casa se llenará de adversidades" (Eccl 23,11).

El libro de los Números ofrece una ley moral sobre los juramentos: "Si un hombre hace un voto a Yahveh, o se compromete a algo con juramento, no violará su palabra, cumplirá todo lo que ha salido de su boca" (Núm 30,3). Y el salmista sentencia: "El hombre de manos inocentes y puro de corazón... no jura contra el prójimo en falso" (Sal 24,3).

Este precepto exige a los Profetas que adoctrinen moralmente a los ciudadanos judíos acerca de las condiciones en que han de emitir el juramento. Así sentencia Jeremías: "Jurarás " ¡Por vida de Yahveh! " con verdad, con derecho y con justicia y se bendecirán por él las naciones" (Jer 4,2).

Pero es de suponer que estas condiciones éticas no siempre eran observadas en la práctica. De ahí la enseñanza del Eclesiástico:

"Escuchad, hijos ... : Al juramento no acostumbres tu boca, no te habitúes a nombrar al Santo. Porque, igual que un criado vigilado de continuo no quedará libre de golpes, así el que jura y toma el Nombre a todas horas no se verá limpio de pecado. Hombre muy jurador, lleno está de iniquidad, y no se apartará de su casa el látigo. Si se descuida, su pecado cae sobre él" (Ecclo 23,7—1 l).

b) La enseñanza del Nuevo Testamento

Quizá ese uso indebido del juramento en la vida social judía provoca el que Jesús sentencie esta doctrina:

"También habéis oído que se dijo a los antiguos: No perjurarás, antes cumplirás al Señor tus juramentos. Pero yo os digo que no juréis de ninguna manera: ni por el cielo, pues es el trono de Dios; ni por la tierra, pues es el escabel de sus pies; ni por Jerusalén, pues es la ciudad del gran Rey. Ni por tu cabeza jures tampoco, porque no está en ti volver uno de tus cabellos blanco o negro. Sea vuestra palabra: sí, sí; todo lo que pasa de esto, procede del Maligno" (Mt 5,33—37).

Esta doctrina de Jesús la repite la Carta de Santiago: "Ante todo, hermanos, no juréis, ni por el cielo, ni por la tierra, ni con otra especie de juramento; que vuestro sí sea sí, y vuestro no sea no, para no incurrir en juicio" (Sant 5,12).

Esta prohibición no puede ser absoluta. De hecho, Cristo admite el conjuro del Sumo Sacerdote en momentos especialmente solemnes: "Jesús callaba, y el pontífice le dijo: Te conjuro por Dios vivo a que me digas si eres tú el Mesías, el Hijo de Dios. Díjole Jesús: Tú lo has dicho..." (Mt 26,63—64).

También San Pablo hace un solemne juramento: "Pongo a Dios por testigo sobre mi alma de que por consideración con nosotros no he ido todavía a Corinto" (2 Cor 1,23). Y él mismo apela a Dios en prueba de su preocupación por los cristianos de Roma: "Testigo me es Dios, a quien sirvo en mi espíritu... que sin cesar hago memoria de vosotros" (Rom 1,9). Una fórmula similar la repite Pablo en la Carta a los Filipenses: "Testigo me es Dios de cuánto os amo a todos en las entrañas de Cristo Jesús" (Fil 1,8). O esta otra fórmula que, literalmente, equivale al juramento cristiano: "Os declaro ante Dios que no miento" (Gál 1,20).

Estos hechos muestran que las palabras de Jesús, en el contexto del Sermón de la Montaña, no han de interpretarse en sentido de una prohibición absoluta, sino que más bien fueron dichas con la finalidad de purificar el hábito del juramento, tal como describía y condenaba el libro del Eclesiástico. Parece que la máxima: "sea vuestra palabra sí, sí" debe entenderse en el sentido que lo hace San Pablo a los corintios: el "si" de un cristiano debe garantizar por sí mismo la verdad, sin necesidad de apelar a Dios (cfr. 2 Cor 1,17—20) 12:

"La tajante expresión de este ideal corresponde al estilo del Sermón de la Montaña, pero es preciso no tomar esta expresión, como ocurre con otras, al pie de la letra. La misma forma de expresarse: "Lo que pasa de esto, viene del malvado (ék toû poneroû), deja ver que no todo juramento es malo, sino el que es obra del malvado, es decir, del hombre que carece de sinceridad o del valor necesario para decir la verdad".

Y Schnackenburg escribe:

"La sentencia, apoyada desde el punto de vista de la historia de la tradición en Sant 5,12, sobre el modo de hablar y de expresarse llano, sencillo y sincero, que no necesita invocar a Dios, se explica teniendo en cuenta la relación de Jesús con Dios. En efecto, su proximidad a Dios, plena confianza, está unida a una profunda veneración. Por lo demás, es cierto que no existe en la restante tradición de Jesús ningún apoyo a favor de la prohibición

No es, pues, el juramento en sí, sino que contiene una seria advertencia a quien apela al testimonio de Dios en favor de la verdad y no se ajusta a las condiciones éticas en que debe hacerse tal apelación.

c) El juramento en la vida de la Iglesia

La tradición cristiana, fiel al sentido bíblico, admitió el recurso al juramento como forma religiosa de ensalzar el poder de Dios sobre toda verdad. Las Actas de los mártires ofrecen algún dato de cómo los mártires no rehusaban jurar en nombre de Cristo. He aquí un elocuente testimonio del mártir Apolonio, conocido senador romano, ante el procónsul Perenne, en tiempo del Emperador Cómodo, mediado el siglo II. Instado a que jurase, Apolonio responde:

"De él no hemos recibido el mandamiento de no jurar absolutamente, sino de decir en todo verdad. Porque gran juramento es el que se cifra en la verdad de un "sí", y por eso es vergonzoso para un cristiano el jurar. Y, en efecto, de la mentira nace la desconfianza, y de la desconfianza el juramento. Ahora, si quieres que por juramento asegure que nosotros honramos al emperador y rogamos por su Imperio, con gusto juraría con toda verdad por el Dios verdadero, el que es, el eterno. Aquel a quien manos no fabricaron, sino que fue El quien ordenó que un hombre imperara a los otros hombres so—

Apolonio pues, recuerda el mandato de Jesucristo, pero, al mismo tiempo, no rehusa afirmar que está dispuesto a jurar por Dios. Esta doctrina resume la enseñanza y la praxis cristiana sobre el juramento.

También los Padres admiten y elaboran la doctrina en torno al juramento, pero amonestan a sus fieles a que lo practiquen con verdad y en casos precisos. Así lo manifiesta San Agustín con una expresión latina literariamente bella: "En cuanto a mí, yo juro: pero me parece que debe hacerse movido por la necesidad".

También el Magisterio condena las sentencias que, de tiempo en tiempo, surgen en oposición a la licitud del juramento. La primera decisión es de Inocencio III (18—XII— 1208) contra el error profesado por los Valdenses y Durando de Huesca: "No condenamos el juramento, antes con puro corazón creemos que es lícito jurar con verdad y juicio y justicia" (Dz. 425).

El Papa Juan XXII (26—1—1318) condena la sentencia de los "fraticelli", que, apoyados en las palabras de Mateo y Santiago, se adherían a la sentencia de los Valdenses (Dz 487).

El Concilio de Constanza (22—11—1418) condena la doctrina de Wicleff (Dz. 623) y de Juan Hus, que sostenían que "en ningún caso es lícito jurar" (Dz 662, cfr. 663).

El Papa Clemente XI (8—IX—1713) condena la siguiente proposición de Pascasio Quesnel: "Nada se opone más al espíritu de Dios y a la doctrina de Jesucristo que hacer juramentos comunes en la Iglesia; porque esto es multiplicar las ocasiones de perjurar" (Dz 145 l).

Asimismo, un error del Sínodo de Pistoya (28—VIII—1794) fue proponer el juramento como opuesto a las enseñanzas de Jesucristo (Dz. 1575).

De esta enseñanza magisterial acerca de la licitud del juramento, deriva la praxis habitual de demandarlo en los juicios públicos en el ámbito civil y eclesiástico. Esta práctica es válida en cuanto se destaca su valor religioso. También se postula que no fomente el perjurio y se exige que se lleve a cabo dentro de los límites debidos 87.

3. Condiciones para la eticidad del juramento

Es preciso distinguir las condiciones que se requieren para al validez y las que se exigen en orden a la licitud.

a) Validez. Para que un juramento sea válido se exigen dos condiciones:

— que haya intención de jurar. Esta condición es requisito común para todos los actos que dependen del sujeto. La intención que se requiere basta la virtual o presupuesta. En caso de que se haga sin intención, se desvirtúa la naturaleza del juramento, dado que, en lugar de significar una veneración a Dios, se le hace una injuria, pues se emplea su nombre para un fingimiento y engaño.

— que se use la fórmula debida. Es decir, alguna de las indicadas o semejantes. La fórmula del juramento debe encerrar una invocación del nombre de Dios, a quien se acude como garantía de autoridad en favor de lo que se jura.

Estas dos condiciones no se cumplen en las "declaraciones juradas", tan frecuentes en la vida social española. Primero, porque falta la fórmula de juramento por Dios: la simple fórmula que aparece en el folio no equivale a un verdadero juramento. Segundo, porque tanto la autoridad civil como el sujeto no tienen intención de jurar, tal como se declara en el a. 1260 del Código Civil". Como escribe el P. Royo:

"Dada la frecuencia con que se hacen en tales declaraciones toda clase de ocultaciones, la obligación moral del juramento sería contra la justicia distributiva, ya que resultaría desproporcionadamente gravosa para los ciudadanos mejores".

De hecho, parece que el legislador no pretende exigir un verdadero juramento. No obstante, para evitar cualquier equívoco, sería de desear que desapareciesen estas "declaraciones juradas".

b) Licitud. Para hacer un juramento lícitamente se requieren tres condiciones: verdad, necesidad y justicia.

Ya el profeta Jeremías estableció estas condiciones: "Jurarás sólo con verdad, derecho y justicia" (Jer 4,2). La teología posterior enseña que es lícito jurar cuando se cumplen al menos estas tres condiciones que también recoge el Codex con estas palabras:

"El juramento, es decir, la invocación del Nombre de Dios como testigo de la verdad, sólo puede prestarse con verdad (in veritate), con sensatez (in iudicio) y justicia (in iustitia)" (c. 1199).

Estas tres condiciones se repiten en los diversos Manuales, como continuadores de la teología clásica. Se explican así:

— Con verdad. Jamás es lícito invocar el nombre de Dios para rubricar una mentira, De aquí que, cuando tal acontece, supuestas las demás condiciones por parte del sujeto que jura, esa acción se especifica como pecado muy grave. La razón es obvia: la grandeza de la autoridad de Dios no puede invocarse en favor de una mentira. Para jurar con verdad se requiere al menos que exista una certeza moral de aquello sobre lo que recae el juramento. La simple probabilidad no sería suficiente para jurarlo.

— Con sensatez, es decir, con juicio, lo que supone que no se jura con ligereza, sino por necesidad. En el mismo sentido prescribía el A. T. honrar el nombre de Yahveh (Ex 20,6). El segundo precepto del Decálogo prohibe usar en vano el nombre de Dios (Dt 5,11). Sólo, si las circunstancias lo demandan, se puede acudir al juramento como aval de la verdad humana. Dios no puede ser testigo de una banalidad. Esta falta ética se califica, en condiciones ordinarias, como pecado venial.

— Con justicia, o sea, que sólo se puede invocar el Nombre de Dios cuando se jura una cosa en sí buena. En consecuencia, no se debe apelar al testimonio divino para hacer el mal. Por ejemplo, el juramento para la venganza. El tan frecuente "juro que me vengaré", es un juramento promisorio ilícito e inválido. En este sentido, podría pecar mortalmente quien exige un juramento para revelar un secreto, o quien se juramenta a revelar el secreto que por oficio debe guardar.

Esta condición está contemplada en el Código de Derecho Canónico:

"Si se corrobora con juramento un acto que redunda directamente en daño de otros o en perjuicio del bien público o de la salvación eterna, el acto no adquiere por eso ninguna firmeza" (c. 120 l).

Es evidente que un juramento, para que sea válido, debe hacerse con libertad. El Código prescribe que "el juramento arrancado con dolo, violencia o miedo grave es nulo ipso iure" (c. 1200).

Aunque el juramento que cumple esas tres condiciones sea lícito, de ordinario no conviene jurar más que en ocasiones solemnes, tal como cuando es requerido ante un juez. Al que hace uso frecuente del juramento podría llegar a aplicársela el dicho del Eclesiástico: "el hombre muy jurador está lleno de iniquidad" (Eccl 23,11).

4. El juramento promisorio y su cese

Para la validez del juramento promisorio se requieren diversas condiciones, bien de parte del que jura, así como respecto de la materia que es objeto del juramento.

a) Por parte del sujeto se requieren tres supuestos:

— Intención de jurar. Para ello bastaría la intención virtual, si bien, de ordinario, el empeño de comprometerse ante Dios para realizar un bien futuro supone una intención expresa.

— Deliberación. Es lógico que la promesa debe hacerse libremente. Cuando la promesa es forzada, el juramento es nulo.

— Conocimiento de lo que se promete. En el caso de que exista un error sustantivo sobre la materia que es objeto de un juramento promisorio, carecería de validez.

b) Por parte de la materia se exigen dos condiciones:

— que lo que se prometa sea bueno o al menos indiferente. Prometer con juramento un mal, lo invalida.

— que la materia del voto sea posible de llevarla a cabo. Nadie puede comprometerse con juramento a hacer algo que supera sus posibilidades.

En el juramento promisorio debe cumplirse aquello que se promete, para lo cual se ha puesto a Dios por testigo. Pero es preciso distinguir, convenientemente, el "juramento" de la "promesa". En el juramente promisorio se incluye la obligación religiosa de cumplir lo prometido. Es decir, en el juramento la obligación brota de la virtud de la religión. La "promesa", por el contrario, incluye sólo una vinculación de fidelidad a la palabra dada, pero no da lugar a una obligación grave religiosa de cumplirla.

En cuanto al contenido del juramento promisorio, el Código precisa que la interpretación debe hacerse según "la naturaleza y las condiciones del acto al cual va unido" (c. 1201).

Es evidente que en algunas circunstancias cesa la obligación de cumplir la promesa hecha con juramento. El Código tipifica así el cese de las obligaciones que van anexas al juramento promisorio:

"Cesa la obligación proveniente de un juramento promisorio:

1 . si la condona aquel en cuyo provecho se había hecho el juramento;

2. si cambia sustancialmente la materia del juramento o, por haberse modificado las circunstancias, resulta mala o totalmente indiferente, o, finalmente, impide un bien mayor;

3 . por faltar la causa final o no verificarse la condición bajo la cual se hizo el juramento;

4. por dispensa o conmutación conforme al c. 1203" (c. 1202).

Según el c. 1203, sólo la autoridad competente, conforme a Derecho, puede dispensar del juramento promisorio (cfr. c. 1196).

En cuanto a la interpretación de los juramentos, el Código precisa lo siguiente:

"El juramento se ha de interpretar estrictamente, según el derecho y la intención del que lo emite o, si éste actúa dolosamente, según la intención de aquel a quien se presta juramento" (c. 1204).

IV. EL VOTO. VALOR RELIGIOSO

Muy unido al juramento, pero superior a él, se encuentra el voto. El hombre no sólo invoca a Dios como testigo de la verdad, sino que puede entregar y consagrarle aspectos muy fundamentales de su vida. Por este motivo, el voto se cuenta entre los actos de la virtud de la religión.

Tomás de Aquino se propone la quaestio "si el voto es un acto de latría o religión", y responde:

"Toda obra virtuosa puede pertenecer a la religión, o latría, de un modo imperativo, por estar ordenada al honor de Dios, fin propio de esta virtud. Por lo tanto, el ordenar cualquier acto de virtud al servicio de Dios es un acto propio de latría. Sabemos, por otra parte, que el voto es una promesa hecha Dios, y la promesa, a su vez, es una relación que une al que promete con aquel a quien se promete. Por consiguiente, cabe concluir que el voto es una ordenación de aquello sobre lo que versa el culto o servicio divino. Por lo que es evidente su inclusión en la virtud de la religión".

En este sentido, el voto supera al juramento, pues, mientras éste puede apelar a Dios como garantía de verdades humanas, el voto, por el contrario, se refiere siempre y exclusivamente a Dios; es decir, el voto tiene sólo origen y fin religiosos. Así lo fundamenta Tomás de Aquino:

"El voto y el juramento se comportan de distinta manera. Por el voto dedicamos nuestras obras al honor de Dios, siendo así un acto de la religión. Por el contrario, en el juramento recurrimos a la reverencia debida al nombre de Dios para confirmar aquello que prometemos".

1. Definición

El voto se define como la promesa hecha a Dios de un bien mejor".

El Código de Derecho Canónico precisa aún más su naturaleza:

"El voto, es decir, la promesa deliberada y libre hecha a Dios de un bien posible y mejor, debe cumplirse por la virtud de la religión" (c. 1191).

De este canon se sigue que las notas definitorias del voto son las siguientes:

— Promesa, es decir, el voto supone la voluntad firme de obligarse con Dios acerca de algo que se le promete. En este sentido, la "obligación" nacida de un voto se distingue de la simple promesa, en la que cabe sólo un "deseo" o "propósito" de llevar a cabo algo bueno. El carácter vinculante del voto permite determinar que, en el caso de que se dude si se emitió un "voto" o una "promesa", la presunción está a favor de la libertad".

— Deliberada, o sea, el voto demanda que quien lo emite haya premeditado antes suficientemente su compromiso con Dios. El Código determina que se requiere tener suficiente uso de razón: "A no ser que se lo prohiba el derecho, todos los que gozan del conveniente uso de razón son capaces de emitir un voto" (c. 1191,2). Ayuda a la deliberación el que se consulte previamente, por ejemplo con el confesor, cuando se hace un voto que comprometa aspectos importantes de la vida.

— Libre. El voto no es impuesto por ley alguna, sino que lo determina la voluntad de cada uno. Es pues, evidente que no cabe un compromiso con Dios, sellado con voto, si el sujeto no actúa con libertad plena. De aquí que, según el derecho, "es nulo ipso iure el voto hecho por miedo grave e injusto, o por dolo" (c. 1191,3).

— Promesa hecha a Dios. Lo específico del voto es que la promesa se hace a Dios, como Señor supremo de todas las criaturas. Cuando se hace a la Virgen o a algún santo, se toman sólo como intercesores para el compromiso que se quiere hacer con Dios. De aquí que el voto sea un acto de la virtud de la religión, o sea, un acto de latría.

— Un bien. Sólo es posible un compromiso con Dios cuando se trata de algo que es en sí éticamente bueno 91. No cabe, pues, un voto para hacer el mal".

— Posible. Esta nota viene determinada por la obligación que comporta el voto: nadie puede comprometerse con Dios en algo que no es posible cumplir. La dificultad puede ser física o moral. Ciertos estados de ansiedad, por ejemplo, pueden hacer imposible el voto. Otro caso típico son los escrúpulos.

— Bien mejor que su contrario. Aquí radica, precisamente, la grandeza del voto: en que el hombre se compromete con Dios a elegir algo que supera en perfección a su contrario que pospone. Cabe hacer voto no sólo de lo que no está preceptuado, por ejemplo, ayunar fuera de cuaresma, sino incluso de lo que cae bajo un mandato, cual sería el voto de guardar fielmente el precepto dominical.

"Mejor" se opone a "bueno", no a "malo". En consecuencia, el voto recae sobre una materia que es mejor que su contraria, si bien ésta es también buena. En este sentido, "mejor que su contrario" es, por ejemplo, la pobreza frente a la propiedad, o la virginidad en relación al matrimonio, etc. . Cuando se hace un voto sobre materias que están preceptuadas, el voto ayuda a que quien lo emite se comporte en esos temas de un modo más exigente y amoroso con Dios.

De estas condiciones derivan los vicios que anulan el voto: "la falta de uso de razón o de capacidad jurídica; el dolo, la ignorancia, el error, la violencia o el miedo cuando sean tales que impidan al sujeto (habida cuenta de sus circunstancias personales) obrar con conocimiento y libertad suficientes; la malicia o imposibilidad (física o moral) del objeto, o que sea éste menos perfecto que su contrario; la promesa hecha a otro que no sea Dios".

2. Clases devoto

Los autores se detienen en clasificaciones de votos muy prolijas . Para nuestro intento es suficiente la distinción recogida en el Código, que especifica esta triple división: público y privado; solemne y simple; personal, real y mixto.

"l. El voto es público, si lo recibe el Superior legítimo en nombre de la Iglesia; al "público" se contrapone el voto privado.

2. Es solemne, si la Iglesia lo reconoce como tal; en caso contrario es simple.

3. Es personal, cuando se promete una acción por parte de quien lo emite; real, cuando se promete alguna cosa; mixto, el que participa de la naturaleza del voto personal y real" (c. 1192).

3. Enseñanzas bíblicas en torno al voto

Como el juramento y muy unido a él, en la Biblia abunda la doctrina acerca del valor religioso del voto. Parece normal que el hombre bíblico desee vincularse a Dios con votos generosos que respondan a la magnificencia con que Dios trató al pueblo de Israel.

a) Datos del Antiguo Testamento

Desde la elección del pueblo, el judío agradece a Yahveh sus beneficios.

De este modo, el voto se une a la acción de gracias y con él se intenta reforzar la entrega. Es el tema de algunos Salmos, que se extienden en agradecimiento. Así el "salmo de acción de gracias" canta: "Con holocaustos entraré en tu Casa, te cumpliré mis votos" (Sal 66,13). De modo semejante el salmo 116 entona: "Sacrificio te ofreceré en acción de gracias e invocaré el nombre de Yahveh. Cumpliré mis votos a Yahveh" (Sal 11 6, 17—18). Es también el caso de los egipcios cuando conozcan a Dios, tal como recuerda Isaías: "Será conocido Yahveh de Egipto, y conocerá Egipto a Yahveh aquel día, le servirán con sacrificio y ofrenda, harán votos a Yahveh y los cumplirán" (Is 19,21). Esos votos de agradecimiento son reconocidos y aceptados benévolamente por Dios (Lev 22,21—30).

Otras veces, el voto se hace para alcanzar de Yahveh algún beneficio. Son los votos de súplica, que tratan de reforzar con voto condicionado de futuro la súplica que se presenta a Dios. Tal es el caso del voto de Jacob de erigir la estela como altar y de pagarle el diezmo si Dios le conduce sano y salvo en su camino (Gén 28,20—22). O el de Israel para vencer a los cananeos (Núm 21,2). También el voto de Absalón de dar culto en Hebrón (2 Sam 15,80). Y el voto que hace Ana, desolada ante la esterilidad, que promete consagrar su hijo a Yahveh si se lo concede (1 Sam 1, 11), etc.

Entre las diversas ofrendas que se hacen por voto a Yahveh sobresale por su valor el de consagrarse totalmente a Dios. Es el voto de nazir o consagrado: "Si un hombre o mujer se decide a hacer voto de nazir, consagrándose a Yahveh, se abstendrá de vino y bebidas. Todos los días de su nazireato es un consagrado a Yahveh" (Núm 6,1—8).

Abundan los testimonios, en los que Dios demanda el cumplimiento de los votos. A este respecto, Yahveh se muestra exigente. Hacer votos no es obligatorio, pero quien los hace debe cumplirlos (Dt 23,22—23). El cumplimiento es exigido a veces en medio de graves amenazas (Sal 76,12). Esta obligación tan urgida se expresa en esta máxima moral del Eclesiastés: "Si haces voto a Dios, no tardes en cumplirlo, pues no le agradan los necios. El voto que has hecho, cúmplelo. Es mejor no hacer votos que hacerlos y no cumplirlos" (Eccl 5,3—5).

Es "hombre necio" es, en concreto, aquel que hace votos precipitadamente y luego, con evidente ligereza, no los cumple. De aquí que el libro de los Proverbios sentencie: "Lazo es para el hombre pronunciar a la ligera "¡Sagrado!" y después de haber hecho el voto reflexionar" (Prov 20,25).

Estos testimonios contienen una enseñanza muy atinada, pues reflejan perfectamente la psicología humana en materia de votos. Los textos aducidos responden a situaciones permanentes de la conducta religiosa. Así, por ejemplo, reconocen y subrayan la inclinación religiosa a hacerlos; ponen de relieve la precipitación del hombre en formularlos; resaltan las dificultades que tiene después para cumplirlos, etc. Y, en todo caso, valoran el sentido religioso que encierran, dado que el voto trata de ser una respuesta generosa y agradecida del hombre a esa grandeza que caracteriza el actuar de Dios con su pueblo y, en general, con cada uno de los hombres.

b) Doctrina del Nuevo Testamento

La doctrina neotestamentaria es verdaderamente escasa. Por ejemplo, Tomás de Aquino no cita texto alguno. Diversos autores recurren a las palabras del Magnificat (Lc 1,34) en las que se quieren encontrar el voto de virginidad de María. También la enseñanza de San Pablo sobre las viudas podría suponer que las jóvenes viudas habrían hecho voto de no volver a contraer matrimonio (1 Tim 5,11—16). Pero no conviene apoyarse exclusivamente en estos textos.

Jesús menciona la praxis judía del voto del "corbán" (Mc 7,1 l). Jesucristo no condena este voto en sí, sino las falsificaciones a que estaba sometido. Lo que sí consta es el hecho de que Pablo se "rape la cabeza en Cencres, porque había hecho voto" (Hech 18,18), según la costumbre del A. T. de emitir esta clase de voto (Núm 6,1—21).

Parece que Jesús supone que algunos han renunciado al matrimonio de modo voluntario: "Y hay eunucos que a sí mismos se hicieron tales por amor del reino de los cielos" (Mt 19,12). Lo que cabría suponer que tal elección se hiciese con voto.

Estos son los escasos datos expresos que cabe citar. No obstante, el voto hecho por personas singulares y aun por grupos de creyentes es muy pronto un dato fácilmente constatable, tal como lo manifiestan el nacimiento de los grupos religiosos, precursores de las Ordenes religiosas, la enseñanza de los Padres y la doctrina del Magisterio de la Iglesia.

c) Enseñanza de la Tradición

Santo Tomás recurre al testimonio de los Padres, especialmente de San Agustín. De él recoge estos dos importantes textos que manifiestan hasta qué punto estaba arraigada la práctica de los votos entre los cristianos de su tiempo.

San Agustín contempla las dificultades de cumplir los votos, pero anima a ello para lo cual pone a la vista los beneficios que se siguen al hombre fiel:

"Como ya lo has prometido, ya te has atado y no te es lícito hacer otra cosa. Si no cumples lo que prometiste, no quedarás en el mismo estado que tuvieras si nada hubieses prometido. Entonces hubiese sido no peor, sino mejor tu estado. En cambio, si ahora quebrantas la fe que debes a Dios —Él te libre de ello—, serás más feliz si se la mantienes" 104.

Y San Agustín anima a descubrir las ventajas de haber sellado su vida con algún voto a aquellos que quizá experimentan el peso de su cumplimiento:

"No te pese ni haberlo prometido, antes alégrate porque ya te es ilícito lo que antes te era lícito en propio detrimento. Pon ánimo y empieza a trabajar, de modo que las obras precedan a las palabras. Dios quiere que cumplas tus votos, por ello te ayudará. Bendita necesidad que te conduce a lo mejor".

A partir de la Regla de San Agustín, las órdenes religiosas reciben un gran auge y se institucionalizan los votos del estado religioso. No obstante, frente a estos, las personas privadas continúan haciendo votos sobre los asuntos más dispares de la vida cristiana.

Lutero, que negaba las obras de consejo por rehusar el valor meritorio de las obras en general, negó asimismo los votos religiosos, pues, según su peculiar teología, eran suficientes las promesas bautismales. Es evidente que todo voto supone la entrega y consagración bautismal. Más aún, cualquier voto debe ahondar y reforzar las promesas del Bautismo. Sin embargo, el Concilio de Trento enseña contra la doctrina de Lutero que los votos son válidos en sí y no se encuentran entre las exigencias que compromete el bautismo:

"Si alguno dijere que de tal modo hay que hacer recordar a los hombres el bautismo recibido que entiendan que todos los votos que se hacen después del bautismo son nulos en virtud de la promesa ya hecha en el mismo bautismo, como si por aquellos votos se menoscabara la fe que profesaron y el mismo bautismo, sea anatema" (Dz. 865).

En contexto semejante, pero referido a los votos privados, el Santo Oficio (20—XI—1687) condena la siguiente proposición de Molinos: "Los votos de hacer alguna cosa son impedimentos de la perfección" (Dz. 1223).

Finalmente, el Papa León XIII condena algunos errores llamados "americanismos" (29—1—1899), según los cuales "los votos religiosos se apartan muchísimo del carácter de nuestro tiempo, como quiera que estrechan los límites de la libertad humana" (Dz. 1973).

El Magisterio posterior no hace más que ensalzar el estado religioso, como ejemplo de una consagración a Dios y a la Iglesia por medio de los consejos evangélicos, sellados con voto (cfr. PCh 5,12—14). Esta misma enseñanza es reiterada por los Papas Pablo VI y Juan Pablo II. A los religiosos de España, Juan Pablo II les dijo: "Hay que recuperar la confianza en el valor de los consejos evangélicos, que tienen su origen en las palabras y en el ejemplo de Jesucristo".

4. Doctrina moral sobre el voto

Recogemos la doctrina más común, sin detenemos en lo específico de los votos que hacen los miembros de las órdenes religiosas. La doctrina moral está contenida en los artículos del Código de Derecho Canónico. Cabe aducir los puntos siguientes:

a) Cesación de la obligación de cumplir el voto

Según derecho, el voto no obliga en los seis casos siguientes:

"Cesa el voto por transcurrir el tiempo prefijado para cumplir la obligación, por cambio sustancial de la materia objeto de la promesa, por no verificarse la condición de la que depende el voto o por venir a faltar su causa final, por dispensa y por conmutación" (C. 1194).

— Por razón del tiempo. Es decir, cuando finaliza el tiempo marcado para cumplirlo. Es el caso de quien hace voto de celebrar una fiesta y no lo cumple. Pasada dicha festividad, ya no obliga el voto. Pero, no puede excusarse de culpa quien no puede ya cumplirla porque voluntariamente haya retrasado el cumplimiento.

— Cambio sustancial de la materia. Esta condición es evidente: si cambia la materia del voto, éste no tiene razón de ser. Tal acontece cuando la materia deja de ser mejor que su contraria; por ejemplo, el voto de ayuno que pone en peligro la salud.

— Falta de la condición. Si el voto es condicionado y tal condición no se da, es claro que cesa la obligación de cumplirlo. Es el caso del enfermo que emite un voto relacionado con la recuperación de su salud, si ésta no se alcanza, no está obligado a cumplirlo.

— Desaparece el fin que motivó el voto. Cuando ya no se dé la finalidad que provocó la emisión del voto, cesa igualmente su obligación. Por ejemplo, la madre que promete hacer una peregrinación a un santuario en el día de su Fiesta si su hijo deja una mala conducta, y éste muere antes de que se celebre tal festividad.

— Por dispensa. Como diremos en el apartado siguiente, de ordinario los votos pueden ser dispensados por la autoridad competente. En tal caso, cesa la obligación de cumplirlos.

— Por conmutación. Los votos privados pueden ser conmutados por el mismo interesado si se trata de cambiarlo por algo más perfecto, o al menos igual. Si se trata de conmutarlo por algo inferior, sólo puede hacerlo quien tenga potestad para dispensarlo. Esta es la norma que marca el Derecho:

"Quien emitió un voto privado, puede conmutar la obra prometida por otra mejor o igualmente buena; y puede conmutarla por un bien inferior aquel que tiene potestad para dispensar a tenor del c. 1196" (c. 1197).

b) Dispensa del voto

Dada la importancia de la doctrina sobre la dispensa del voto, el Derecho Canónico tipifica detalladamente quién tiene poder para ello. Según Derecho, gozan de esta potestad de dispensar:

"Además del Romano Pontífice, pueden dispensar, con justa causa de los votos privados, con tal de que la dispensa no lesione un derecho adquirido por otros:

1. el Ordinario del lugar y el párroco, respecto a todos sus súbditos y también a los transeúntes;

2. el Superior de un instituto religioso o de una sociedad de vida apostólica, siempre que sean clericales y de derecho pontificio, por lo que se refiere a los miembros, novicios y personas que viven día y noche en una casa del instituto o de la sociedad;

3. aquellos a quienes la Sede Apostólica o el Ordinario del lugar hubiesen delegado la potestad de dispensar" (c. 1196).

Se ha de destacar que se trata de votos privados. Los votos públicos están siempre bajo la autoridad de la Iglesia. Además es preciso poner de relieve que, más que de "anular el voto", se contempla la dispensa de "su cumplimiento". Para ello se requiere que exista "justa causa" y que "no lesione derechos de tercero".

La justa causa queda a juicio del que posee la facultad de dispensar. Pero es evidente que la autoridad juzgue que la obligación de cumplir un voto se pueda dispensar en los casos en que resulte especialmente gravoso su cumplimiento, o que quien lo emitió no lo hizo con suficiente conocimiento de las dificultades que extrañaba, o que algunas consecuencias son más graves de lo previsto, etc. Es frecuente que los votos privados se dispensen en casos de ansiedad psicológica, de escrúpulos, etc.

El Código contempla también la circunstancia de suspender su cumplimiento por un tiempo determinado, sin que cese la obligación de cumplirlo, una vez superada la dificultad que demanda esa dilación:

"Quien tiene potestad sobre la materia del voto, puede suspender la obligación de este durante el tiempo en el que su cumplimiento la cause un perjuicio" (c. 1195).

c) Incumplimiento del voto

El incumplimiento voluntario de un voto constituye un pecado contra la virtud de la religión. En el caso de que dicho voto recaiga sobre materia ya prohibida —como puede ser la castidad—, su transgresión supone un segundo pecado:

"Si los votos quebrantados son los de una persona consagrada públicamente a Dios, el pecado cometido contra la religión es un sacrilegio. No consta que lo sea también el quebrantamiento del voto de castidad emitido por una persona privada, aunque ciertamente sería un pecado grave contra la religión —de infidelidad o perfidia hacia Dios—. que habría que declarar expresamente en la confesión".

CONCLUSIÓN

El voto goza de un valor cualificado como ejercicio de la virtud de la religión, pues se refiere directamente al honor de Dios. De aquí la significación profunda que adquiere el estado religioso en medio de la Iglesia. Los religiosos consagran su vida a Dios y resellan esa consagración con el ejercicio de los tres consejos evangélicos: pobreza, castidad y obediencia, lo cual supone una consagración a Dios de toda la persona.

Y, aun cuando procuren vivir como los demás fieles las virtudes cristianas que se contienen en los tres votos, conforme a la enseñanza de la teología clásica, es más perfecto vivir las virtudes con votos que sin ellos. Tomás de Aquino precisa así esta doctrina:

"Es mejor hacer una cosa con voto que sin él, porque el que hace sin voto cumple un solo consejo, el de realizar una obra mejor, mientras que el que la hace con voto cumple dos consejos, a saber, el del voto y el de la obra a realizar".

También el pueblo fiel debe ser educado en el valor singular que encierra el voto. Superada una etapa en la que "votos" y "promesas", más que expresiones de vida cristiana profunda, parecían formas espurias de religiosidad, ha llegado el momento de no contraponer la piedad litúrgico y la piedad popular. Y, por lo mismo, en la medida en que madura la conciencia de una fe compartida en el seno de la comunidad de la Iglesia, esta fe personal debe expresarse también en la emisión de votos, pues en ocasiones significan la medida de la entrega personal a Dios.

El sacerdote, especialmente el confesor, no puede oponerse a que algunas personas ratifiquen su entrega con la emisión de votos. En algunos casos la firmeza del voto es el mejor antídoto contra la versatilidad humana y ayudará a fijar su opción fundamental por Dios. Otras veces, un voto temporal significa para el creyente un momento denso de maduración de su fe. En todo caso, el confesor debe procurar que no hagan votos las personas propensas a cierta ansiedad espiritual y se les debe disuadir con negativas a los escrupulosos. Siempre se ha de evitar que se hagan votos con excesiva frecuencia, a la ligera, sin caer en la cuenta del profundo sentido religioso que les caracteriza.

Finalmente, se ha de valorar y cuidar el alto significado religioso que tiene para la Iglesia y para la sociedad la vida consagrada de los religiosos y de las religiosas. Su ejemplo debe servir de auténtico testimonio para el mundo y para la comunidad cristiana.

DEFINICIONES Y PRINCIPIOS

ADORAR: Reverenciar y honrar a Dios con el culto religioso que le es debido.

Principio: Por la adoración el hombre reconoce la grandeza infinita de Dios y su sumisión a Él.

ACCIÓN DE GRACIAS: Es un acto de la virtud de la religión, por el cual agradecemos a Dios todos los bienes que nos ha concedido.

ORACIÓN: Es la elevación de la mente a Dios. Es decir, es el trato con Dios a través de afectos o palabras, mediante los cuales, el hombre se comunica con Él.

Principio: En la oración se reconoce la excelencia suprema de Dios y la total dependencia del hombre respecto de Él.

Principio: La oración es necesaria con necesidad de medio para la salvación.

Principio: La oración es necesaria también con necesidad de precepto, da—

do que así ha sido preceptuado por Jesucristo.

Principio: El seguimiento e imitación de Cristo, fundamento de la moral cristiana, son imposibles sin el trato habitual con Él.

Principio: La oración no es sólo "hablar" con Dios, sino también dejarse interpelar por Él: es un coloquio, en el cual Dios inicia el diálogo.

Principio: La oración va dirigida principalmente a Dios, Ser supremo y Padre. Se ora también a la Santísima Virgen, a los Ángeles y a los Santos para que intercedan por nosotros.

CLASES DE ORACIÓN: Puede ser privada y pública, mental y vocal. Una distinción muy apropiada —cercana a la virtud de la religión— es distinguir entre oración de adoración, de acción de gracias, de propiciación y deprecatoria o petición.

ORACIÓN DE PETICIÓN: Es el trato con Dios, a quien se le pide las cosas necesarias, en especial lo relativo a la salvación eterna.

Principio: La respuesta de Dios a la oración de petición del hombre es un misterio. En todo caso se ha de evitar caer en la "magia", que se caracteriza por profesar el "automatismo".

DESAGRAVIO: Es la oración por la que se pide a Dios perdón de los pecados, tanto propios como ajenos.

Principio: El desagravio supone reconocer la gravedad del pecado, por lo que el hombre se vuelve amorosamente hacia Dios.

SATISFACCIÓN: Es pagar con obras de penitencia la pena debida por los pecados cometidos.

Principio: Cuando el hombre reconoce su pecado, se siente en deuda con Dios y procura devolverle el honor y el amor debidos.

SACRIFICIO: Es la ofrenda hecha a Dios en señal de homenaje o de expiación por las faltas propias o por los pecados ajenos.

Principio: En el N.T. existe un único sacrificio: la muerte redentora de Jesús ofrecida al Padre en desagravio por los pecados de todos los hombres y de todos los tiempos.

Principio: La muerte redentora de Jesús se presencializa y se actualiza en la celebración de la Eucaristía.

Principio: "La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, es decir, de la obra de la salvación realizada por la vida, la muerte y la resurrección de Cristo, obra que se hace presente por la acción litúrgico" (CatIglCat, 1409).

DOMINGO: Etimológicamente significa "dies Domini", o sea "Día del Señor", en memoria del primer día de la semana en el que se llevó a cabo la resurrección de Jesucristo.

Principio: El domingo entraña un doble precepto moral: tomar parte en la celebración eucarística y abstenerse de trabajos que impidan el descanso necesario.

Principio: Ante las circunstancias secularizantes de nuestro tiempo, se impone iniciar una catequesis que devuelva al Domingo su característica irrenunciable de "Día del Señor", o sea un día dedicado especialmente al cultivo de la vida cristiana.

JURAMENTO: Es la invocación de Dios como testigo de la verdad. Es tomar a Dios como testigo de lo que se afirma.

Principio: Cuando se cumplen las condiciones debidas, el juramento tiene un alto valor religioso. Es un ejercicio cualificado de la virtud de la religión. A su vez, al poner por testigo a Dios, se ejercitan las tres virtudes teologales.

Principio: Jurar algo falso es siempre un pecado grave, pues pretende hacer a Dios testigo de la mentira, siendo que El siempre es veraz y fiel a sus promesas.

VOTO: Es la promesa deliberada y libre hecha a Dios de un bien posible y mejor que su contrario.

CLASES DE VOTOS: Cabe hacer una amplia clasificación, todos ellos están contemplados en la normativa de la Iglesia.

l. Por razón del objeto:

— Personal: si se promete una acción personal: peregrinar.

— Real: si promete una cosa: dar limosna.

— Mixto: si se prometen ambas: peregrinar y dar limosna.

2. Por razón de la aceptación:

— Público: Si lo acepta un superior en nombre de la Iglesia.

— Privado: Si no se da tal aceptación oficial.

3. Por razón de la duración:

— Temporal: si se hace por un tiempo determinado.

— Perpetuo: cuando se emite para toda la vida.

4. Por razón del modo:

— Absoluto: si no se pone condición alguna.

— Condicionado: si depende de alguna condición ("si apruebo").

Cfr. A. ROYO MARÍN, Teología Moral para seglares. BAC. Madrid 1979, p. 305.