CAPITULO X

LA CONCIENCIA MORAL

 

ESQUEMA

I. EXISTENCIA DE LA CONCIENCIA. En algunos sectores de nuestra cultura se niega la conciencia moral y se atribuye su origen a prejuicios religiosos o a hábitos culturales y ambientales. De aquí que deba tenerse en cuenta esta falsa interpretación.

1. Sin argumentar en exceso, sí conviene exponer las razones que muestran la existencia de la conciencia en el hombre. Se apuntan las siguientes: la experiencia personal profunda; el análisis de la naturaleza propia del espíritu; el convencimiento universal y la afirmación generalizada en las distintas religiones. Para el cristiano destacan las afirmaciones de la Escritura.

2. La conciencia moral no deriva, en consecuencia, ni de la costumbre, ni de las influencias sociales. Tampoco se la debe identificar con la conciencia psicológica.

II. DATOS BÍBLICOS EN TORNO A LA EXISTENCIA DE LA CONCIENCIA

1. Antiguo Testamento. El texto hebreo desconoce el término con el que el mundo griego y latino nombran la conciencia. Pero ya la traducción de los Setenta recoge en tres textos el término griego "Syneidesis". La ausencia de la palabra "conciencia" no excluye la doctrina, que se expresa en dos direcciones complementarias: el término "corazón" y en las expresiones que significan lo que en las lenguas modernas se denomina con este vocablo. En el texto se trata de explicitar algunos sentidos que tiene el término "corazón" en los escritos del Antiguo Testamento.

2. En conjunto, en el Nuevo Testamento el término "conciencia" (Syneidesis) se encuentra 30 veces.

3. El análisis de estos 30 textos lleva a la conclusión de que el Nuevo Testamento contiene una enseñanza casi acabada acerca de la doctrina moral de la conciencia.

III. DESARROLLO DOCTRINAL. LA NOCIÓN DE CONCIENCIA EN LOS PADRES

1. Como es habitual, estos primeros escritos no tienen todavía una terminología fija.

2. Pero presentan los principios, de forma que cabe afirmar que nos encontramos ante una elaboración doctrinal sobre el tema de la conciencia moral y su importancia en la vida del hombre. Los Padres no exponen la doctrina de modo académico ni conceptual, sino a través de imágenes brillantes, pero cargadas de significación.

3. De la doctrina de los Padres cabe deducir dos conclusiones: la importancia que adquiere la conciencia para la vida moral de los cristianos y la necesidad de concertar la conciencia con las normas morales que rigen la conducta individual.

IV. NATURALEZA DE LA CONCIENCIA MORAL. En este y en los siguientes apartados, al hilo de cómo se han ido suscitando en la historia, se estudian tres temas principales: la conciencia errónea, que es un tema debatido con ocasión de la disputa entre San Bernardo y Abelardo (IV); los esfuerzos iniciados por Santo Tomás para alcanzar la síntesis entre la conciencia habitual o sindéresis y la conciencia actual (V) y la herencia del probabilismo, con la temática en torno a la conciencia dudosa (VI). En este apartado IV se toca el tema de la conciencia errónea.

1. El tema moral de la conciencia errónea se ventiló en una disputa entre S. Bernardo y Abelardo, que partían de supuestos distintos y, en consecuencia, llegaron a soluciones diversas.

2. La doctrina concreta vino dada por Santo Tomás: la sindéresis o conciencia habitual no puede errar. Pero la conciencia sí puede equivocarse a causa de la deficiente aplicación de los principios a los casos concretos.

3. El tema se presenta en la actualidad con especial urgencia, dado que el estado de "conciencia errónea" parece hoy más generalizado debido a la ignorancia religiosa y a la situación de confusión doctrinal que se da en amplios sectores de la sociedad.

4. No obstante, la doctrina moral católica, avalada por el Vaticano II, propugna la libertad de las conciencias. Por lo que también la conciencia errónea debe ser respetada. Este tema suscita algunas cuestiones en la convivencia social entre las diversas ideologías, que se han de solucionar conforme al principio de libertad religiosa.

V. SYNDERESIS Y CONCIENCIA. DOCTRINA DE SANTO TOMAS

1. Se menciona el origen del desdoblamiento del tema de la conciencia a partir de la confusión de un texto de San Jerónimo.

2. A la diversificación entre "sindéresis" y "conciencia", llevada a cabo por Santo Tomás y prolongada en los comentaristas, se la culpa de que la conciencia haya perdido el carácter personalista y se la haya entendido como una especie de juicio que aplica la obligación o exención de la ley a los casos concretos. De esta interpretación se sigue, afirman, la importancia que asumió la norma moral frente a la conciencia.

3. Se precisa la historia de esta disputa y se afirma que es necesario encontrar la síntesis entre la importancia de la conciencia y la existencia y el papel que en la vida moral ocupan las normas morales.

4. Al hablar de la conciencia y su valor decisorio en la conducta, se ha de tener en cuenta la adjetivación de "recta". La rectitud es decisiva para que la conciencia sea norma subjetiva próxima del actuar.

5. Se especifican algunos criterios para obtener la rectitud de la conciencia y se recuerdan algunas sentencias de la filosofía sobre el tema.

VI. LA HERENCIA DEL PROBABILISMO. Se estudia el tercer tema. originado también de una controversia.

1. Ante la "razón probable", a partir de B. Medina, se afirma que la conciencia dudosa puede actuar. Aquí se originó el "probabilismo" y con él se inician los llamados "sistemas morales".

2. Se concreta el tema que venimos arrastrando desde el comienzo del capítulo: la relación entre conciencia y norma.

3. Se estudia una cuestión teórica de aplicación frecuente en la práctica: cómo se ha de actuar cuando no se tiene una conciencia cierta.

4—5. Se distinguen diversas situaciones y se recuerda la doctrina común entre los moralistas.

6. Los escrúpulos afloran en ocasiones en la conducta moral. De por sí, la moral cristiana no debe originar situaciones morales escrupulosas dado que parte de la idea de Dios Padre y se ofrece el perdón a quien peca. No obstante, los escrúpulos son un hecho en la vida de algunos cristianos. Se explica su origen y se ofrecen ciertos medios de ayuda.

VII. LAS CORRIENTES DERIVADAS DE LA "MORAL DE SITUACIÓN"

1. De algún modo, en este apartado concluye el planteamiento sobre las relaciones entre conciencia y ley. Se hace brevemente con el análisis de algunas posturas mantenidas o subyacentes en diversos autores de nuestro tiempo. Tal como se plantea, conduce a verdaderos errores.

2. En lugar de argumentar, se aducen algunos textos de Juan Pablo II que responden a toda esta temática.

573

VIII. EDUCACIÓN DE LA CONCIENCIA. Se trata muy brevemente este enunciado.

1. El hombre nace sin las nociones de "bien" y de "mal" morales, pero con una disposición innata para adquirirlas. De aquí la importancia de la educación de esa facultad con el fin de que se ejercite en el recto uso del juicio moral.

2. La educación de la conciencia ha de perseguir al menos estos dos objetivos: personificar la propia conciencia y la rectitud en sus juicios.

3. Los "medios" para la formación de la conciencia son muy variados. Cabe destacar los siguientes: la reflexión, la sinceridad, el examen, la confesión sacramental y la dirección espiritual.

INTRODUCCIÓN

El tema de la conciencia ha sido siempre un capítulo destacado en la doctrina moral cristiana. Según la conceptualización escolar, se afirma que la conciencia es la "norma subjetiva próxima del actuar", o sea, en la acción concreta, el "bien" y el "mal" morales, al final, se ventilan en la intimidad de la recta conciencia. Esta doctrina no sólo es aceptada y asumida por algunos planteamientos de la ética teológica actual, sino que más bien es reforzada.

Los motivos para esta revalorización de la conciencia moral son múltiples.

a) En primer lugar, la sensibilidad de nuestra cultura por el respeto a la libertad de las conciencias, que es, a su vez, la consecuencia más directa de la valoración de la persona humana y de su dignidad. Este derecho a la decisión inviolable de la conciencia individual ha sido protegido en los sistemas democráticos mediante el reconocimiento jurídico de la libertad de conciencia.

b) Por otra parte, la conciencia centraliza el recto personalismo que ha de considerarse como el logro más importante alcanzado por la renovación de la ética teológica. La base antropológica sobre la que se asienta la reflexión moral, la constituye la conciencia.

c) Asimismo, la conciencia es el punto. de referencia de quienes tratan de reconquistar para la moral el personalismo, y delatan el objetivismo derivado de la ley natural y el jurisdicismo. De aquí que, quienes en el campo moral intentan desvalorizar lo objetivo y la norma, se refugian en la conciencia como el baluarte de la moral. Para estos, toda instancia moral debe subordinarse a la conciencia. Por eso la afirmación de la autonomía moral tan reclamada. Pero, para aquellos otros autores que no se proponen dialécticamente el binomio ley—conciencia, sino que tratan de armonizarlos en síntesis, la conciencia ha adquirido también el papel más destacado: la autonomía teonómica alcanza su pleno sentido en la conciencia abierta a la llamada de Dios.

d) Finalmente, la importancia de la conciencia en la vida moral ha sido puesta de relieve por el Magisterio de la Iglesia: el Concilio Vaticano II subrayó el alcance de la decisión según la propia conciencia en algunos puntos conflictivos. Así, por ejemplo, a la conciencia bien formada de los ciudadanos queda ajustado su quehacer concreto en la vida social (GS, 43,76) y su compromiso en la comunidad política (LG, 36); según su conciencia —"que ha de ajustarse a la ley divina"— deben actuar los esposos "en el deber de transmitir la vida y educarla" (GS, 50). La Iglesia reconoce como uno de los "derechos y deberes universales e inviolables" el hecho de que el hombre "obre de acuerdo con la norma recta de su conciencia" (GS, 26), de aquí que el mensaje del Evangelio "respeta santamente la dignidad de la conciencia" (GS, 41) y, consecuentemente, se debe respetar también su decisión en la búsqueda de la verdad y en la práctica religiosa: "El hombre percibe y reconoce por medio de su conciencia los dictámenes de la ley divina, conciencia que tiene obligación de seguir fielmente en toda su actividad para llegar a Dios, que es su fin. Por tanto, no se le puede forzar a obrar contra su conciencia. Ni tampoco se le puede impedir que obre según ella, principalmente en materia religiosa" (DH, 3).

En resumen, cabría decir que, según el Vaticano II, si la persona humana es sujeto y objeto de la teología moral, el centro de la persona es preciso situarlo en la conciencia.

Por todos estos motivos, el tema de la conciencia ha sido objeto de numerosas enseñanzas de los últimos Papas. Pablo VI insistió en su catequesis sobre su importancia decisiva en la vida moral y, en consecuencia, en la obligación de que los cristianos se esfuercen por alcanzar una conciencia recta. Por su parte, Juan Pablo II repite insistentemente esta misma doctrina. Así, por ejemplo, en la Exhortación Apostólica Reconciliación y penitencia, escribe:

"De los Pastores de la Iglesia se espera asimismo —como ha recordado el Sínodo— una catequesis sobre la conciencia y su formación. También éste es un tema de gran actualidad dado que en los sobresaltos a los que está sujeta la cultura de nuestro tiempo, el santuario interior, es decir lo más íntimo del hombre, su conciencia, es muy a menudo agredido, probado, turbado y oscurecido".

Y el Papa la describe con estas palabras:

"La conciencia es una especie de sentido moral que nos lleva a discernir lo que está bien de lo que está mal... es como un ojo interior, una capacidad visual del espíritu en condiciones de guiar nuestros pasos por el camino del bien, recalcando la necesidad de formar cristianamente la propia conciencia, a fin de que ella no se convierta en una fuerza destructora de su verdadera humanidad, en vez de un lugar santo donde Dios le revela su bien verdadero".

No obstante, desde un comienzo conviene acotar el estatuto de la conciencia en el ámbito de la ética teológica para distinguir la "conciencia psicológica" de la "conciencia moral". Algunos Manuales más recientes se detienen a explicar detalladamente los estudios que la psicología ha llevado a cabo sobre la conciencia. Otros, por el contrario, como Böckle, remiten su estudio a la psicología y prescinden de este tema en la Moral Fundamental, que Böckle sustituye por el "juicio moral". Aquí trataremos de la conciencia sólo en el campo de la moral.

I. EXISTENCIA DE LA CONCIENCIA

Parece un contrasentido, pero es necesario iniciar el Capítulo demostrando la existencia de la conciencia moral, pues es negada en algunos círculos culturales. El error procede de Nietzsche que la acusó de "terrible enfermedad" y de perversión de los instintos humanos, por lo que había que eliminarla. También Unamumo hizo aseveraciones que en ocasiones parece culpar al concepto moral de conciencia de falsos sentimientos de culpabilidad.

Tampoco faltan quienes, o bien por combatir la doctrina ética o por motivos religiosos —interpretando la conciencia moral sólo como una exigencia de la religión—, están empeñados en negar la conciencia moral para apuntarse al voluntarismo, que casi siempre acaba en la fuerza del instinto o la identifican con las costumbres de la vida social que influyen sobre la actividad ética.

Este hecho cabe catalogarlo como uno de tantos contrasentidos de los que no se ve libre ninguna etapa cultural. Porque una época histórica que reclama los derechos de la conciencia y que exige que sea jurídicamente reconocida la objeción de conciencia, no es de recibo que, al mismo tiempo, pueda negarla. ¡Para qué reclamar lo que no existe! Y, si se la confunde o sustituye por otros factores, sería mejor cambiar su nombre por otro. Así concluirían las confusiones.

A lo mejor, se trata de una traición camuflada que le juega al hombre una mala partida: los que la niegan quizá lo hagan porque no han tenido el coraje de superarse moralmente para adquirirla. A ellos puede referirse el insulto de Nietzsche: "Se cree que en la conciencia está el núcleo del ser humano, lo que en él es permanente, eterno, último y más originario, lo que éste tiene de duradero, de eterno, de primordial. Se considera a la conciencia como una cualidad estable. Se niega su crecimiento, sus intermitencias. Se la considera como la "unidad del organismo"... Como los hombres creían ya poseerla, han tenido poco empeño en adquirirla ... Toda nuestra conciencia contiene errores".

El sacerdote ha de tener en cuenta esta situación en su acción pastoral. De aquí que, al hablar de la conciencia, —sin hacer referencia explícita a que es negada— debe justificarla y fundamentarla, adaptando a los oyentes las razones que señalamos a continuación. En todo caso se ha de evitar el error de presentar la conciencia como si fuese una "facultad" —una especie de sexto sentido— que oriente la vida moral: es todo el hombre, el ser espiritual, el Yo humano quien detecta el bien y el mal y como tales lo juzga con la subsiguiente aprobación o rechazo.

1. La realidad de la conciencia moral

Las pistas racionales para mostrar la existencia de la conciencia moral pueden reducirse a las cuatro siguientes:

a) Experiencia primaria y elemental

La primera será el recurso a esa experiencia profunda, común a todos y que es imposible esquivar. La realidad de la conciencia personal—individual es una de las experiencias originarias. En efecto, la conciencia moral que acompaña y valora nuestros actos corresponde a esas realidades primeras que afloran en la existencia de todo hombre: es ese testigo fiel "anexo" a la vida humana que anima y corrige, aprueba y condena, ensalza y vitupera cada uno de nuestros actos, según sean dignos de asentimiento o de reprobación. Es, en último término, ese sentimiento inmediato de satisfacción o de desagrado que espontáneamente se suscita en nosotros con ocasión del obrar.

Como es lógico, tal juicio práctico no es debido a la educación o al ambiente, dado que es distinto en cada persona: el terrorista se alegra del crimen y el santo siente horror ante cualquier mal. En lo más hondo de nuestro ser y acompañando la actividad, cada uno puede experimentar ese pedagogo interior, como afirmó Tertuliano. La conciencia es el propio Yo reflejado en su actuar. Nadie podrá afirmar desde la propia experiencia —aunque sí puede hacerlo a partir de posturas intelectuales previamente asumidas— que esa vivencia profunda de la conciencia sea una superestructura que se haya introducido subrepticiamente, debido a la educación o a factores ambientales. La sabiduría popular alaba con el encomio de mayor elogio al hombre de bien diciendo de él que es "hombre de una gran conciencia". No cabe decir más. Y, por el contrario, condena al malvado con el vituperio de llamarle "hombre de conciencia depravada". Tampoco es posible decir menos.

b) La conciencia deriva de la naturaleza del ser espiritual

La segunda prueba cabe aducirla de la naturaleza específica del ser espiritual. Tal como queda dicho en el Capítulo VIII, la conciencia representa la operación primera del espíritu: la auto—reflexión. En el reflectir del sujeto sobre sí mismo adquiere la conciencia de sí. Allí distinguíamos tres niveles de reflexión: la conciencia sensitiva, por la que el hombre es consciente de la sensación agradable o desagradable, de dolor o de placer ("el animal siente, pero no se siente", escribe Zubiri). El reflexivo "se" de este primer estadio se completa con la conciencia intelectual que acompaña a todo conocimiento racional: en el reflectir del sujeto sobre sí mismo, consiste el conocimiento intelectual. Aquí se sitúa la conciencia psicológica. Finalmente, el obrar del hombre acompaña ese último estadio de la reflexión, por lo que cae en la cuenta y juzga la bondad o malicia de sus actos. Es lo que se denomina la conciencia práctica, que aquí podemos identificar con la conciencia moral.

La re—flexión sobre el actuar es una continuación lógica de la primera reflexión, de la que se origina la conciencia sensitiva. Y, si ésta se nos presenta como inmediata de forma que no puede dudarse de nuestras propias sensaciones, de la misma evidencia disfruta la reflexión moral. La conclusión es todavía más certera si se compara la conciencia racional, que dice relación a la verdad, con la conciencia moral en orden al bien.

El hombre, además de experimentar la conciencia psicológica, es capaz de atestiguar la conciencia moral, pues no sólo existe una re—flexión sobre sus acciones, sino que le acompaña un juicio interior, que es el que evalúa su conducta. En el actuar, el ser espiritual no es un autómata que se rige por el instinto, sino que, testigo de sus actos, ejerce de árbitro para juzgar como positiva y aprobar la acción moralmente buena o, por el contrario, reprobarla como digna de censura en el caso de que la considera moralmente mala. El sujeto no puede evitar ese juicio que sigue y acompaña su actividad. No es un espejismo ni se debe a un influjo exterior. Cada hombre lo siente y en ocasiones lo formula de modo espontáneo.

A este nivel, la conciencia moral reasume los grados inferiores de la actividad del espíritu, cuales son la conciencia sensitiva y racional. La conciencia moral integra la conciencia psicológica y la lleva a término. De aquí la afirmación de Orígenes de que "el alma del alma es la conciencia". Es decir, la conciencia moral es como la quintaesencia del espíritu. Así la llaman los místicos: "la chispa del alma" (scintilla animae).

A este nivel tampoco cabe la posibilidad de engaño. Todo hombre experimenta en sí mismo ese juicio de valor que sigue al actuar. Los sentimientos que acompañan a esa estimación moral: el arrepentimiento, la satisfacción, la vergüenza, el dolor, etc. no son motivados por factores extrínsecos, sino que brotan espontáneamente a la vista de la calidad moral de las propias acciones.

c) La creencia universal en la conciencia individual

Cabría aducir una tercera prueba de la existencia de la conciencia basada en la experiencia universal que tiene el hombre en todas las culturas acerca del sentido del pecado y de la necesidad de arrepentirse y de obtener el perdón. El sentimiento de culpabilidad y el acto de confesarse de ella, tan común en las diversas culturas, "es una consecuencia clara de los remordimientos de conciencia".

d) La conciencia, patrimonio de todas las religiones

Finalmente, se puede aducir, como confirmación en el ámbito religioso, que todos los pueblos y culturas reconocen que Dios ha puesto en el hombre una facultad por la que éste discierne el bien y el mal. Tal proximidad de algo "divino", ínsito en el hombre, es lo que se denomina conciencia moral.

Y, situados ya en el ámbito cristiano, San Pablo escribe a los Romanos que "los gentiles, guiados por la razón natural, sin Ley, cumplen los preceptos de la Ley, ellos mismos, sin tenerla, son para sí mismos Ley. Y con esto muestran que los preceptos de la ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia y las sentencias con que entre sí unos y otros se acusan y excusan" (Rom 2,14—15).

En resumen, la existencia de la conciencia no sólo es un dato incuestionable que cada hombre descubre en sí, sino que es una constatación de las diversas éticas religiosas y un dato expreso de la revelación cristiana.

2. Algunas explicaciones insuficientes

No obstante, algunas corrientes de pensamiento se obstinan en dar otra explicación distinta al hecho de la conciencia moral. El diálogo con estas ideologías no es fácil. Por lo que no es posible detenerse en este tema. El mejor argumento es el recurso a esos hechos fundamentales que hemos expuesto, dado que responden a experiencias personales profundas, por lo que es muy difícil negarlas. Y si bien tales autores apelarán a razones diversas que las que aquí hemos expuesto, siempre serán mucho menos convincentes.

Algunos Manuales se detienen en analizar estos errores. Pero su exposición no de . a de ser ensayística y provisoria porque repiten corrientes de pensamiento y autores que han tenido su importancia, pero que han sido superados. Pues en el campo intelectual hoy nadie es marxista como lo ha sido Marx, ni psicoanalista como Freud, ni sociologista como Durkheim, ni siquiera biologista como Monod... Por lo que sus refutaciones caen fuera del tiempo.

Es cierto que las causas que motivaron esos viejos errores persisten, y, si bien aquellos modelos ya no son válidos, sin embargo se repiten con algunas variantes. Pero los nuevos planteamientos son menos radicales y más globales, pues su objetivo es atacar a la ciencia moral tal como se profesa en Occidente desde Sócrates.

Estos errores e insuficiencias doctrinales proceden de dos ámbitos muy afines: El primero coincide con los que, o bien niegan la posibilidad de la ética, tal como se expone en el Capítulo II, o son los mismos que motivan la crisis de la moral en nuestros días (cfr. Cap. III). Al fin y al cabo, a la conciencia, por el puesto destacado que ocupa en la teología moral, le afectan todos los errores que atañen a la ética como ciencia: es su caja de resonancia.

Otra serie de errores proceden del campo de la antropología. En este tema, como en ningún otro de la teología moral, la antropología y la conciencia se condicionan. Cabría decir, parafraseando a Fichte al hablar de la filosofía: "qué concepto de conciencia moral se tiene depende de qué clase de antropología se profesa". De aquí que una concepción materialista del hombre o aquellos que pretenden reducirlo a un elemento de la vida social, aplicarán estos errores a la conciencia: es, afirman, un instinto elevado en el hombre o un eco social que tiene resonancia en la sensibilidad cualificada de la que goza la persona humana.

Quizá sea conveniente señalar que estos errores no proceden tanto al explicar la conciencia psicológica, cuanto al admitir y fundamentar la conciencia moral. Como es lógico, aquí nos interesa esta segunda, que es la que determina el campo de la vida moral. Pues, como decíamos —y ahora resumimos—, con el término "conciencia" expresamos en castellano dos significaciones distintas: una hace referencia a la conciencia psicológica, o sea, al "ser consciente", que atañe al orden sensitivo y especialmente al mundo del conocimiento intelectual y a la conciencia moral que, de modo responsable, juzga sus actos.

Esta diferencia ha de tenerse en cuenta, pues se han confundido en la filosofía moderna. La "conciencia" significó largos siglos la "conciencia moral", pero, a partir de Descartes y de todo el idealismo trascendental alemán (Kant, Fichte, Schelling y Hegel), el sujeto humano adquiere valor preponderante y la "subjetividad" se antepone a la "conciencia moral": es la "conciencia de la subjetividad" (Bewusstsein der Subjektivität) la que Hegel propone como "principio de interioridad".

II. DATOS BIBLICOS EN TORNO A LA EXISTENCIA Y NATURALEZA DE LA CONCIENCIA MORAL

Es una opinión bastante compartida que el concepto de "conciencia moral" es una terminología de origen cristiano, desconocida por el pensamiento greco—romano. Pero, como veremos, este concepto no está ausente de la ética griega.

1. Antiguo Testamento

En razón a esa tesis, que señala el origen cristiano del término "conciencia", suele añadirse que también es ajeno a la literatura del Antiguo Testamento. Pero aquí es necesario hacer, al menos, tres precisiones:

a) Es cierto que se desconoce un término hebreo para significar la palabra "syneidesis", con la que se expresa "conciencia" en griego.

b) No obstante, en la traducción de los Setenta, se encuentra tres veces el término griego "syneidesis": Qoh 10,20; Eclo 42, 18 y Sab 17, 11.

"Ni aun en tu conciencia faltes al rey" (Qoh 10,20).

"Investiga el abismo y la conciencia del hombre" (Eclo 42,18).

"Cobarde es, en efecto, la maldad y ella a sí misma se condena; acosada por la conciencia imagina siempre lo peor" (Sab 17,11).

c) Pero, si bien en la versión griega el término se encuentra tan sólo en estos tres textos, sin embargo el contenido conceptual correspondiente a la "conciencia" es frecuente, tanto en el texto griego como en el original hebreo. La doctrina sobre la conciencia se encuentra en el Antiguo Testamento expresada en otros términos y bajo otros conceptos. Si la conceptualización griega fue parca en el uso del tecnicismo "conciencia", la literatura hebrea, tan vivencias y plástica, recurrió a otras expresiones para significar la riqueza de ese eco moral tan íntimo, que repercute en el interior del hombre cuando vive sus relaciones con Dios o trata de juzgar su comportamiento con los demás. De aquí la abundancia de expresiones con las que la literatura bíblica vetero y neotestamentaria expresa el mundo moral en la intimidad del hombre. El más usado es el de "corazón" en sus diversas acepciones.

El corazón. La literatura antigua —habría que afirmar que la de todos los tiempos— considera el "corazón" como la sede de los grandes sentimientos. Según la Biblia, la interioridad del hombre tiene su sede en el corazón. Pero en relación a nuestro tema, en el corazón repercuten el bien y el mal morales. Cabría hacer un parangón entre "corazón" y "conciencia" y quedaría patente que lo que la ética teológica atribuye a la "conciencia", el A. y el N.T. lo refieren al "corazón". He aquí algunos ejemplos:

a) El corazón se interpreta como fuente de la vida religiosa

En efecto, cuando Dios prescribe su ley, se la pone en el corazón de los israelitas. "Grabad en vuestro corazón que no tenéis otro Señor, a quien servir, sino a Yahveh" (Dt 4,39). Y si se alejan de Dios y no escuchan sus palabras, Zacarías se lo reprueba: "Se hicieron un corazón de diamante para no oír las enseñanzas y las palabras que les dirigía Yahveh de los ejércitos por medio de los antiguos profetas" (Zac 7,12). Isaías describe la incredulidad de los judíos como un endurecimiento del corazón querido por Dios: "El ha cegado sus ojos y endurecido su corazón, no sea que con sus ojos vean, con su corazón entiendan y se conviertan y sanen" (Is 6,9—12; 29,13).

Esta cercanía o alejamiento del corazón como expresión religiosa se repite en el Nuevo Testamento. Así, por ejemplo, San Juan menciona el texto de Isaías para significar que también los fariseos han "endurecido el corazón" (Jn 12,40—41). Jesús repetirá con frecuencia que los judíos no recibieron sus enseñanzas por la mala disposición del corazón. La Carta a los Hebreos menciona el Salmo 95, para concluir: "Si hoy oyereis su voz, no endurezcáis vuestros corazones", después de haber aconsejado: "Mirad, hermanos, que no haya entre vosotros un corazón malo e incrédulo" (Heb 3,12—15).

Los textos podrían multiplicarse, pero en todo caso es patente que la voz de Yahveh es una llamada al corazón. Lo mismo que el alejamiento de Dios equivale a alejar el corazón de la persona de Yahveh.

b) El corazón es la fuente de la vida moral

Los textos son aún más explicativos y numerosos". Así, Jeremías enseña que "el pecado está grabado en las tablas del corazón" (Jer 17,I). Esta misma idea constituye una enseñanza frecuente de los Proverbios: "Tened mis preceptos escondidos en el fondo de vuestros corazones. Grabadlo sobre la tabla de vuestro corazón" (Prov 2,1—5; 3,1—3, 4,4—6. 20—21; 7,1—3). Isaías recoge esta queja de Yahveh: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; en vano me rinden culto enseñando doctrinas que son preceptos humanos" (Is 29,13). Esta doctrina es referida por Jesús a los judíos y recogida por San Mateo (Mt 15, 9— 10).

Estas mismas enseñanzas se repiten en el Nuevo Testamento. San Pablo afirma que aquel mandato de Yahveh se ha cumplido en la nueva ley, que es una ley del espíritu (2 Cor 6, 11). Y Jesús dirá que "quien mira a una mujer deseándola ya adulteró con ella en el corazón" (Mt 5,28).

c) El corazón es la sede del pecado

De David se cuenta que por dos veces "le saltó el corazón" cuando cometió el mal (1 Sam 24,6; 2 Sam 24,10). Ezequiel condena a Israel porque tiene un "corazón adúltero" (Ez 6,9). Y los Proverbios aseguran que los caminos del hombre son buenos y rectos, en la medida en que lo sea su corazón (Prov 29,27). Yahveh se queja de la perversidad del corazón de su pueblo, pues tiene un "corazón de piedra", un "corazón adúltero" (Is 6,9; 29,13; Mc 6,52, etc.) y promete darles un corazón nuevo: "Yo les daré un corazón nuevo e infundiré en ellos un espíritu nuevo; quitaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne" (Ez 11,19).

Los testimonios son aún más claros en el Nuevo Testamento. Baste citar el texto tan expresivo de Jesús, en el que menciona las maldades que salen de un corazón malo, pero, al mismo tiempo, indica que él es la sede del bien (Mt 10, 10—20). Como ejemplo, Pedro dice a Simón Mago: "Tu corazón no es recto en la presencia de Dios" (Hech 8,21).

d) El corazón acusa y remuerde ante el mal cometido

El libro del Eclesiástico refiere que el "corazón testimonia cuantas veces han ofendido al prójimo" (Ecle 7,22). Salomón recrimina a Semeí diciéndole: "Tu corazón da testimonio del mal que has hecho a mi padre" (1 Re 2,44). Por su parte, Job afirma de sí mismo: "mi corazón no me condena" (Job 27,6). Y Dios sondea los corazones para descubrir el pecado cometido (Prov 21,2; Jer 11,20, etc.).

San Juan apela al corazón que no arguye de pecado: "Carísimos, si el corazón no nos arguye, podemos acudir confiados a Dios" (1 Jn 3,21). Y San Pablo alude a que Dios "escudriña nuestros corazones" (Rom 8,27; 1 Tes 2,4; cfr. Hech 1,24; 15,8).

e) El arrepentimiento se manifiesta por el dolor de corazón

La "contrición de corazón" es una expresión bíblica frecuente (Ez 6,9;Jer 23,9; Is 41,16—42, etc.). Otra locución clásica para expresar el arrepentimiento es "conocer la llaga del propio corazón" (Ez 6,9; Jer 23,9; Is 57,15, etc.). Y se recuerda el sentimiento de David en su confesión de arrepentimiento: "Tu no desprecias un corazón contrito y humillado" (Sal 51,19). "Corazón contrito" es el que quiere Yahveh cuando se convierte el pueblo: "Rasgad vuestros corazones y no vuestros vestidos" (Jn 2,13).

De modo semejante, la conversión se refiere en el Nuevo Testamento como una "conversión del corazón". Así se muestran los primeros convertidos ante el anuncio de Pedro: "Al oírle, se sintieron compungidos de corazón y dijeron a Pedro y a los demás Apóstoles: ¿Qué hemos de hacer?" (Hech 2,37).

Además de la sinonimia "conciencia—corazón", los autores argumentan por medio de otros términos que hacen referencia a la conciencia, tales como "espíritu", "prudencia", "sabiduría", etc. .

2. El término "conciencia" en el Nuevo Testamento

El término "syneidesis" no se encuentra ninguna vez en los Evangelios, pero sí se menciona, al menos 20 veces, en San Pablo y otras diez en los restantes libros del Nuevo Testamento 21 . Estos son, en concreto:

Rom 2,15 (la conciencia de los paganos);

Rom 9,1 (la conciencia de S. Pablo);

Rom 13,5 (la conciencia de los cristianos);

1 Cor 8,7—13 (cuatro veces: la conciencia débil de los cristianos;

1 Cor 10,25—29 (cuatro veces: comer carne por motivo de conciencia; (cabe añadir 1 Cor 4,4: refiere el verbo reflexivo "synoida");

Cor 1,12 (la conciencia de San Pablo);

Cor 4,2 (la conciencia de todos);

Cor 5,11 (la conciencia de los corintios);

1 Tim 1,5 (buena conciencia);

1 Tim 1, 19 (buena conciencia);

1 Tim 3,9 (conciencia pura);

1 Tim 4,2 (conciencia cauterizada);

Tim 1,3 (conciencia pura);

Tit 1,15 (conciencia contaminada);

Hech 23,1 (conciencia recta de S. Pablo);

Hech 24,16 (conciencia irreprensible de Pablo ante Dios y los hombres);

Heb 9,9 (buena conciencia);

Heb 9,14 (limpiar la conciencia);

Heb 10,2 (no tener conciencia alguna de pecado);

Heb 10,22 (purificados de toda conciencia mala);

Heb 13,18 (buena conciencia de S. Pablo);

1 Pet 2,19 (la conciencia de Dios);

1 Pet 3,16 (buena conciencia);

1 Pet 3,21 (buena conciencia).

El simple enunciado de los textos muestra cómo la "conciencia" en el Nuevo Testamento tiene aplicaciones muy concretas y siempre con un denominador común: se trata de la actitud del hombre ante el bien o el mal moral. El actuar de cada persona dice relación a la conciencia propia o ajena, bien sea respecto a Dios o en consideración a los demás hombres. La conciencia se refiere por igual al creyente y al pagano.

3. Doctrina del Nuevo Testamento sobre la conciencia

De esos treinta textos, cabe aducir los siguientes principios:

a) La conciencia es realidad en todos los hombres

Los paganos no atendieron las exigencias de su conciencia, de aquí que fueron reos de todos los vicios. No obedecieron a los preceptos que "están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia y las sentencias con que entre sí unos a otros se acusan o se excusan" (Rom 2,15).

b) La conciencia de los cristianos

Si San Pablo emplazó la conciencia de los paganos, en otras ocasiones hace una llamada a la conciencia de los fieles. La conciencia de los corintios es testigo de su buen hacer (2 Cor 4,2; 5,11).

c) Pablo recurre a su conciencia. El actuaba siempre con buena conciencia

En su actividad apostólica y en su vida particular: Su conciencia "en el Espíritu Santo" es testigo del dolor que siente por los judíos, sus hermanos" (Rom 9,1). El Apóstol apela a su conciencia como prueba de su sinceridad con los corintios (2 Cor 1, 12). Pablo ha procurado "en todo tiempo tener una conciencia irreprensible para con Dios y para con los hombres" (Hech 24,16). Finalmente, San Pablo testifica la rectitud de su conciencia ante el Sanedrín: "Pablo, puestos los ojos en el Sanedrín, dijo: Hermanos, siempre hasta hoy me he conducido delante de Dios con toda rectitud de conciencia" (Hech 23,1).

d) La conciencia es la norma del actuar

Por eso debe ser respetada, incluso la "conciencia de los débiles" que pueden escandalizarse (1 Cor 7—13). Tampoco pueden escandalizar a los paganos (2 Cor 10,29). Aún con conciencia errónea, si se actúa en contra, se peca: "Pero no todos saben esto, habituados de antiguo a los ídolos, comen esas carnes como realmente sacrificadas al ídolo, y su conciencia se mancha por su flaqueza" (1 Cor 8,7).

e) La conciencia hace juicios del valor moral de sus actos

Así los cristianos, dado que el ídolo es nada, no tienen por qué "hacer juicios de conciencia" (1 Cor 10,25). Los romanos han de actuar bien, no por miedo al castigo, sino por la conciencia (Rom 13,5).

f) Como consecuencia de sus actos, la conciencia recibe diversos calificativos

Puede ser buena —ayazé— (Hech 23,l; 1 Tim 1,5.19; Pet 3,16.21; Heb 13,18); "Pura" —kazarós— (1 Tim 3,9; 2 Tim 1,3); "irreprensible" —apróskopos— (Hech 24,16). Si bien estos tres adjetivos pueden ser sinónimos 24, reflejan sin embargo la rectitud moral de la conciencia.

También puede ser "mala" —ponerás— (Heb 10,22), y cabe estar "contaminada" —memiantai— (Tit 1,15). Asimismo, la conciencia puede estar "libre de pecado" (Heb 10,2). En caso contrario, la conciencia debe ser limpiada —kazapiei— (Heb 9,14).

g) La conciencia es individual

Es testigo del mal que se ejecuta (Rom 2,15) y la propia conciencia hace de testigo en favor del bien (Rom 9,I; 2 Cor 1,12) o del mal (Rom 2,15). También otros, en favor o en contra, pueden testificar según su conciencia (2 Cor 5,1 l). Por eso, cada uno, según su conciencia ( 1 Tim 4,2), debe dar cuenta a Dios (2 Cor 4,2; Rom 13,5). Más aún, la conciencia se identifica con el Yo personal. La doctrina neotestamentaria supone que la conciencia no es una facultad concreta, sino la persona que actúa en respuesta amorosa al requerimiento de Dios.

h) La conciencia de Dios

Finalmente, el texto de 1 Pet 2,19, que habla de la "conciencia de Dios", bien puede significar que la "conciencia está dirigida a Dios", o es "implantada por Dios" o que la conciencia "es la voz de Dios".

4. La conciencia árbitro entre el bien y el mal

La doctrina moral en torno a la conciencia y su papel en la conducta ética del hombre está ya contenida en el Nuevo Testamento en las diversas acepciones en que hace uso del término. San Pablo integra la doctrina filosófica de su tiempo, pero sitúa la conciencia cristiana a la luz de la fe, como un don dado por Dios para discernir el bien y el mal según la nueva vocación en Cristo. Por la conciencia, el creyente interpreta las normas de conducta de un modo nuevo que supera los imperativos puramente formales de la ley antigua. Es decir, en la conciencia se formula la autonomía cristiana, pero no se opone a la ley, sino que el creyente está a su escucha y la cumple como signo del querer de Dios.

Asimismo, la conciencia se convierte en árbitro del bien y del mal, de aquí la obligación de estar atento a la voz de la conciencia y cuidarla para que no sea arrastrada por el mal. El ideal cristiano es tener una buena conciencia ante Dios y así espera seguro el juicio del Señor.

Spicq resume de este modo la doctrina neotestamentaria sobre la conciencia:

"Numerosos contemporáneos, sobre todo Filón, hacen habitar en el alma a un monitor cuya naturaleza consiste en odiar siempre el mal y amar la virtud, y que enseña, amonesta, exhorta a no hacer nada censurable, enseñándonos a conocer el verdadero valor de nuestros proyectos: la conciencia. San Pablo, San Pedro y Apolo consideran también la conducta como sometida a una luz y a la regulación de esa facultad, precisamente para otorgarle su cualidad moral y religiosa. Se trata en primer lugar de la intención recta, del propósito real de conformarse con la voluntad divina; el primer oficio de la conciencia será, pues, proporcionar el conocimiento de sus deseos. La fe instruye acerca de ellos, pero de una manera muy general, mientras que la synéidesis los percibe como norma de conducta de cada uno, haciendo sentir vivamente su carácter imperativo y concreto. Esta conciencia persuasiva e inmediata "para mí", San Pedro la llama "la conciencia de Dios", sugiriendo felizmente que la regulación objetiva divina se transforma en regulación subjetiva del creyente: éste ya no es legalista, sino que es "autónomo", poseyendo en sí mismo la norma de sus acciones más individualizadas y minuciosas. Se puede obedecer a la autoridad constituida, por ejemplo, porque es un deber o por temor al castigo; pero el cristiano, consciente de que la autoridad expresa la voluntad divina, acepta libremente sus prescripciones, las aprueba, se adhiere a ellas y las realiza "por razones de conciencia".

La intención no basta, hay que actuar en consecuencia con lo que se sabe, hay que ejecutar lo que se quiere. Es lo más difícil, pero ahí es donde se aprecia el valor moral de cada uno: una buena conciencia juzga correctamente y realiza el bien; una conciencia débil no llega a hacer prevalecer su apreciación, se halla sin fuerza para evitar el mal y se ve fuertemente impresionada y arrastrada por la conducta desviada del prójimo. En fin, puesto que la conciencia es la responsable de las realizaciones, es decir, de la moral concreta, ella también será quien reciba la sanción por el bien y por el mal. Se la calificará de impura, mala, manchada, como marcada al rojo vivo, o de buena, irreprochable, purificada, lavada.

Limpia de todo pecado, gracias a la sangre de Cristo, desde la justificación bautismal, la conciencia cristiana se halla en un estado de singular lucidez. Por su misma conversión, el neófito tiene la voluntad de servir a Dios bajo el impulso de un amor cada vez más consciente y eficaz. Si la espera escatológico le hace además permanecer atento, con los ojos abiertos. No hay imperativos de parénesis más a menudo repetidos que estos: "abrid los ojos, mirad bien, considerar con cuidado, reflexionad".

Este amplio texto alcanza a resumir la exégesis de los treinta textos explícitos del término "syneidesis" en el Nuevo Testamento, así como el conjunto de la enseñanza neotestamentaria que se desarrolla bajo otro lenguaje. Y, como es patente, la doctrina teológica en torno a la conciencia ha de ser fiel a esos rasgos que el Nuevo Testamento señala acerca de la naturaleza y funciones que la conciencia ejerce en la vida moral del individuo.

De cara a la temática actual, en relación a la dialéctica conciencia—ley, cabe destacar que en San Pablo se encuentra superada. Para el Apóstol la conciencia incorpora en sí misma la ley, que, a su vez, guía la conciencia, dado que toda norma moral se manifiesta como el querer de Dios; ella constituye la nueva ley en Cristo. Las exhortaciones de San Pablo se dirigen a los cristianos con el fin de que adquieran una conciencia buena, recta e intachable.

"Con tales exhortaciones, San Pablo intenta lograr la formación de los cristianos, es decir, la conciencia de los cristianos, clara y vigilante para los valores morales auténticos, como lo demuestra la intimación frecuente a examinarse a sí mismos (1 Cor 11,28; 2 Cor 13,5; Gál 6,4), a buscar la voluntad de Dios (Rom 12,2; Ef 3, 10) y a ponderar en cada ocasión qué es lo que conviene (Phil 1,10). No quiere San Pablo volver a la mentalidad judaico—casuística (vide Rom 2,18), sino que el amor cristiano se convierta en la llave del conocimiento, en el indicador del obrar moral. En este aspecto San Agustín, con su máxima, "ama y haz lo que quieras", aparece como un seguidor e intérprete fiel de San Pablo: En el amor se despliega la libertad cristiana y queda al mismo tiempo sometida al suave yugo de la ley de Cristo".

III. DESARROLLO DOCTRINAL. LA NOCIÓN DE CONCIENCIA EN LOS PADRES

La doctrina del Nuevo Testamento sobre la conciencia moral es clara y la tematización de San Pablo logró verter al lenguaje común de la época la enseñanza cristiana sobre esa aptitud de la persona, que es testigo y juez de sus propios actos.

1. Fijación terminológica

Suele afirmarse que el término "syneidesis" era desconocido para los viejos autores griegos, como lo fue también para los latinos el correspondiente "consciencia". Sin embargo, se deben hacer algunas precisiones. En efecto, el término "syneidos" sólo se encuentra cuatro veces en la filosofía griega del período clásico". Pero sí se pueden leer expresiones análogas, pues es muy antiguo el reflexivo de la forma verbal "syneidénai eauto", que se encuentra ya en Sófocles, Eurípides, Arsitarco, Platón, Aristóteles, etc. . Este vocabulario les permitió exponer la doctrina sobre la conciencia, bien con estos términos u otros equivalentes. La palabra "syneídesis" se generaliza en el período helénico", y en la literatura latina, la "consciencia" se encuentra ya en Cicerón y Séneca.

En ese ambiente cultural, se afirma que en el siglo 1 antes de Cristo, el término "conciencia" era de uso común, si bien no se definía con precisión conceptual", dado que significaba indistintamente el "conocimiento de los valores" o el "juicio moral". Pablo hace la síntesis y elabora un concepto teológico de la conciencia.

"El Apóstol conoce realmente los varios sentidos de la conciencia. En Rom 2,14 ss. describe ambas acepciones de la conciencia. También en 1 Cor 8,7 ss. el Apóstol se refiere al juicio (obsérvese la relación con el "conocimiento") como a la reacción que sigue al comportamiento moral".

Estos dos factores —el uso vulgar y la novedad significativa del Nuevo Testamento— permitieron que su empleo se generalizase, y así pasa al léxico cristiano como un término en uso, pero en un contexto nuevo y enriquecido. Esto no quiere decir que "syneidesis" haya tenido desde un comienzo una significación fija en la literatura cristiana ni que agotase otros vocabularios corrientes de la época anterior:

"Nos equivocaríamos si creyésemos que una y otra (syneidesis y conscientia) designan siempre en los Padres lo que nosotros llamamos hoy día conciencia. Seguramente es éste el caso más corriente y con mucho. Sin embargo no faltan excepciones, por lo demás tanto menos sorprendentes cuanto que nuestras dos palabras habían comenzado tiempo atrás su carrera —sobre todo la primera— sin matiz reflexivo ni moral caracterizado".

2. Síntesis doctrinal de los Santos Padres

Algunos escritos de la primera época confirman esta teoría. Si la literatura cristiana se inicia con la Dídaque, en este primer escrito se encuentra ya el término "syneídesis" adjetivado de "ponerá", o sea, "mala". Un testimonio de cómo el término "syneidesis" todavía es susceptible de significar realidades ajenas a la conciencia moral, es San Clemente Romano. En la Carta a los Corintios se encuentra significando "unión de sentimientos" y "conscientes del deber". Pero no faltan textos de riguroso sentido moral, apellidando a la conciencia de "buena" (ayazé), de "pura" (kazará) " e "intachable" (agvé).

San Ignacio de Antioquía habla que quien hace algo a escondidas del obispo, ese tal "no está puro y limpio de conciencia". Y la Carta de Bernabé recoge el mismo consejo de la Dídaque: "No te acercarás a la oración con conciencia mala".

Con sentido marcadamente moral se encuentra también en los Apologistas griegos del siglo II. Así, por ejemplo, San Justino afirma que la conciencia es patrimonio común de los hombres, pues todos perciben la maldad del adulterio, de la fornicación y del homicidio, excepto aquellos que en sí mismos han destruido "las nociones naturales . Y, de algún modo, Justino define la conciencia, sin nombrarla, y expresa su primer principio: "Dios hizo al género humano racional y capaz de escoger la verdad y de abrazar el bien". San Justino apela a la buena conciencia de los cristianos frente a las calumnias de sus enemigos".

Teófilo Antioqueno condena la actitud de algunos filósofos que rehuyen a Dios: no quieren admitir la providencia de Dios, pues "el único Dios es la conciencia de cada uno".

Con el inicio de la literatura cristiana más elaborada y sistemática, tanto en los padres griegos como en los latinos, la doctrina sobre la conciencia es frecuente y cubre los diversos campos que a ella se refieren. He aquí algunos cometidos de la conciencia asignados por esta primera literatura". No deja de sorprender la impregnación cristiana con la que se expone la doctrina sobre la naturaleza y función de la conciencia:

a) La conciencia es una facultad ínsita en el hombre

Esta idea deriva del pensamiento griego y es acogida y explicada por la tradición unánime de los Padres. Ellos no se plantean si la conciencia es innata o no. Van más allá: la conciencia se identifica con el Yo o, como escribe S. Agustín: "El interior del hombre se llama conciencia". Así sentencia S. Basilio: "Todos tenemos en nosotros un juicio natural que discierne el bien del mal... De este modo, tú sabes juzgar entre la impureza y el pudor. Tu razón se sienta en un tribunal desde lo alto de su autoridad". Y San Juan Crisóstomo: "Así es claro que la virtud nos es natural y que tenemos dentro de nosotros el conocimiento de nuestros deberes sin poder pretextar ignorancia".

b) La conciencia es como una presencia de Dios en el interior del hombre

Ya los paganos Cicerón y Séneca estudian la "consciencia" como una presencia cualificada de Dios en el hombre. La conciencia es, pues, algo divino. Esta idea es desarrollada por los escritores cristianos. Así escribe Lactancio, repitiendo citas de Cicerón y Séneca: "Dios está muy cerca de ti; está contigo como testigo. El observa y es el custodio de nuestras buenas y malas obras". Y de la controversia con Pelagio, S. Agustín escribe: "No está todavía por completo borrada en ti la imagen de Dios que en tu conciencia imprimió el Creador". De aquí la sentencia tan repetida de que la conciencia es la voz de Dios. Elegimos entre otros muchos este texto de S. Ambrosio: "Naturalmente nos aparece el mal como algo que hay que evitar y el bien como algo que hay que hacer. Es como si oyéramos la voz de Dios que nos insinúa prohibiciones y preceptos". Para S. Agustín, la conciencia es la "sede de Dios en el corazón del hombre".

c) La conciencia juzga inexorablemente nuestra conducta

Es una de las ideas primitivas y repetidas con más frecuencia por la literatura patrística. A esta verdad recurren, principalmente, los Padres en su predicación a causa del carácter irrecusable de sus juicios. S. Jerónimo escribe: "Temamos el juicio de nuestra conciencia". Y S. Agustín: "Cada uno entre dentro de sí mismo, que suba hasta el tribunal de su razón y se sitúe ante su conciencia".

d) La conciencia es juez y guía por los que habla Dios

En lenguaje retórico se expresa San Juan Crisóstomo: "El espíritu se asienta en una especie de tribunal, como un juez, por decirlo así, en el trono real de la conciencia, sirviéndose del recuerdo de los hechos como de tantos otros verdugos, suspendiendo el curso de sus pensamientos, haciendo expiar cruelmente las faltas cometidas". De aquí que, antes de actuar, se debe atender al dictamen de la conciencia que instruye acerca de lo que ha de hacer: "No hay ningún alma, escribe S. Agustín, en cuya conciencia no hable Dios". Y esa "palabra de Dios" en la conciencia es la que le hace afirmar que Dios actúa en la conciencia como un "testigo y juez, como aprobador, alentador y coronador".

e) La conciencia y la ley escrita en la naturaleza

No sorprende la atención que los Padres han prestado al comentario a Rom 2,14. En diversas circunstancias y con aplicaciones varias afirmarán la obligación de un comportamiento recto, en virtud de la ley escrita en la naturaleza. Así escribe Delhaye:

"No es mera coincidencia el que el término de ley natural aparezca aquí junto al de conciencia. Hay entre las dos nociones una afinidad profunda que no requiere largos análisis para revelarse. Ya en el pensamiento de la antigüedad, ¿qué representaba la ley "no escrita" sino una exigencia superior del sentido moral frente a las insuficiencias, a los abusos o solamente a la caducidad del derecho establecido? La afirmación, en una palabra, del primado de la conciencia. En el pensamiento cristiano sucede exactamente lo mismo, pero con la diferencia de que en lugar de afirmar la superioridad de la conciencia frente a simples leyes humanas, se enfoca ahora una oposición nocional que afecta en parte a la ley mosaica, institución de origen divino y, venida antes de la ley de Moisés, como antes de cualquier otra legislación social, las desborda a todas, como debe sobrevivir a todas".

Delhaye cita numerosos pasajes y autores, y concluye:

"El fondo común de todos estos fragmentos, a veces breves, a veces muy desarrollados, es que, incluso antes de la ley o fuera de ella, el hombre está al corriente del deber moral bajo el solo régimen de la ley natural que habla en su conciencia".

Esta doctrina es de excepcional importancia, dado que de la contraposición entre "conciencia" y "norma" derivan no pocos equívocos. Los Padres, por lo visto, las armonizaron, puesto que una exige y complementa la otra.

f) La conciencia no es un testigo mudo

La conciencia "acompaña" el actuar del hombre; por eso exhorta y acusa; anima y corrige; reprende y exhorta; alegra y remuerde; alienta y turba. Con las aportaciones de múltiples textos y autores, cabe enunciar esta serie de misiones tan gráficas; todas ellas llevadas a cabo por la conciencia: "Protesta contra lo que es malo"; "convence de culpa"; ,,abruma con sus reproches"; "castiga"; "agita"; "turba"; "avergüenza"; "oprime"; "atormenta"; "muerde"; "roe"; "aguijonea"; "hace una herida"; "es un dardo"; "es una espina"; "pone el alma de luto y la invita a la compunción".

En el intento de encomiar su cometido, los escritores de la época se detienen a describir estos cargos que desempeña la conciencia: "su testimonio es una recompensa"; "da alegría y anima"; "discierne el bien y el mal"; "admira el bien, incluso de otros"; "proclama que es hermoso practicar la misericordia"; "muestra lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer"; "recuerda el deber"; lo "dicta y lo sugiere"; "es la expresión o el testigo de la ley natural"; "enseña el bien"; ofrece al alma un "ideal de santidad"; "es un maestro andadero"; "advierte" del mal; "aconseja"; ,'exhorta; "dirige seguramente"; "refrena y retrae del mal"; "constituye un germen de virtud".

3. Dos conclusiones decisivas

En resumen, la enseñanza de los Padres sobre la conciencia es extensa y está ya teológicamente desarrollada. Cabría elaborar la doctrina moral sobre la conciencia con el simple análisis de la enseñanza patrística. Para nuestro intento, a la vista de las discusiones que hoy se suscitan, conviene reseñar dos conclusiones:

a) La importancia de la conciencia

La conciencia es el árbitro de la conducta personal de cada hombre. Es esa presencia divina que se confunde con la mismidad de cada personal y es el santuario donde reside y habla Dios". Es, pues, en la intimidad de la conciencia donde se ventila el bien y el mal. En ocasiones los Padres llegan a expresarse en un lenguaje que parece identificar conciencia y ley natural. He aquí algunos testimonios:

San Juan Crisóstomo escribe: "Dios nos ha dado la ley natural, es decir, ha impreso en nosotros la conciencia autodidacta del bien y del mal". Y en otra ocasión: "Todos los hombres tuvieron siempre la ley natural que les dictaba desde dentro lo que es bueno y lo que es malo, porque cuando creó Dios al hombre puso en él esa jurisdicción incorruptible: el juicio de la conciencia".

En comentario a estos y otros textos, Delhaye escribe:

"Se habrá notado hasta qué punto tales fórmulas se alejan del extrinsecismo moral que algunos querrían ver en las concepciones cristianas. Por el contrario, llegan nada menos hasta el extremo de identificar ley divina con la conciencia o la razón puesta en nosotros por el Creador... Así, en el pensamiento patrístico se ligan y compenetran ley natural y conciencia hasta dar la sensación de identificarse. La ley divina, muy lejos de ser puramente exterior, se ve perfectamente interiorizada".

b) Conciencia y norma

Al mismo tiempo, los Padres destacan que la conciencia debe estar vigilante ante los imperativos, no sólo de la ley natural, sino de los demás preceptos divinos. Así S. Basilio comenta los "mandamientos" de que habla San Pablo en Rom 7,9, que refiere los preceptos del Decálogo". San Cipriano invita a los pecadores a que hagan un examen de conciencia para ver si su conducta es conforme a la vida cristiana". Y San Ambrosio extiende el campo de la conciencia a "las prohibiciones y preceptos". Los textos se harían interminables si adujésemos los testimonios de los Padres cuando corrigen las costumbres e invitan a penitencia. En estas circunstancias, la casuística de sus sermones pasa revista a los múltiples pecados contra la ley de Dios y contra las prescripciones de la Iglesia.

Esta síntesis entre conciencia y normativa ética es más de valorar por cuanto no fue dificultad para ellos armonizar la autonomía de la conciencia y la heteronomía de la ley. La ley natural, si bien estaba unida a la naturaleza, fue impuesta al hombre por la sabiduría de Dios. Y los demás preceptos e imperativos morales, bien sean los mandamientos divinos o eclesiásticos, eran una ayuda eficaz para el recto juicio de la conciencia. De este modo justificaban los Padres el hecho de que Dios hubiese dado a su Pueblo el Decálogo. San Ireneo se pregunta: "¿Por qué no tuvieron la ley las generaciones que precedieron a Moisés?". La respuesta es que Dios antes les había dado la ley natural", pero por la ley los judíos se privilegiaban al tener unas normas más claras para su conducta.

IV. NATURALEZA DE LA CONCIENCIA MORAL

El estudio histórico de la doctrina en torno a la conciencia es de especial interés, pues, dado que ésta constituye una noción central de la ética, es lógico que los vaivenes históricos de la vida moral o de la ciencia ética repercutan de una u otra forma en la comprensión de la misma. Y, al revés, la noción de conciencia condiciona la interpretación que se haga de la ciencia moral y de la ética teológica.

Aquí expondremos algunas cuestiones particulares —todavía de perenne actualidad— que suscitaron fuertes controversias. Estos hechos, en los que convergen profundos problemas teóricos y circunstancias históricas coyunturales, testifican que tras ellos se esconden cuestiones de verdadero interés que trascienden el tiempo. De aquí que su estudio ayude a esclarecer su verdadera naturaleza. Y, si bien en ocasiones algunas dificultades orientaron la doctrina por derroteros que épocas posteriores tuvieron que reandar o corregir la ruta, no obstante ayudaron a fijar la verdadera doctrina.

Al hilo de las controversias pasadas, tratamos de solucionar algunos problemas de nuestro tiempo, que responden casi siempre al mismo nivel teórico, aunque las circunstancias sean distintas.

1. La controversia de San Bernardo y Abelardo

El primer problema se suscita en el siglo XII entre Abelardo y San Bernardo: se trata del valor del juicio moral que hace una conciencia errónea.

Los monjes de Chartres proponen al venerado Abad de Claraval si, en el caso de que la conciencia se engañase sin culpa propia y llevase a cabo un acto moralmente malo, se podría imputar como pecado.

El tema se debatía en la época en la que se elogiaba a la conciencia como la "scintilla Dei, o "la esposa fiel" a la que se une el esposo con 1 4 amor nupcial" y que es la "luz de Dios", donde se "asienta el Espíritu" ¿Cómo tal conciencia puede ser inducida al error? ¿Podría ser infiel ese amor que se entrega castamente en amor esponsalicio? ¿Es posible que se apague esa luz de Dios que está en el centro del alma? La respuesta de San Bernardo es que la ignorancia es imposible; pero, dado que existiese, no podría excusarse de pecado. En este caso, ¿se deberá argüir de pecado al monje que se condujese por una conciencia errónea, después de haber consultado? La respuesta de San Bernardo es positiva: también la conciencia errónea es sujeto de pecado.

Esta inesperada contestación de San Bernardo tiene un doble fundamento: las excelencias que el Santo de Claraval aplica a la conciencia en tono de cantos de amor a la esposa siempre fiel y a la convicción de que toda ignorancia es culpable, al menos en su origen, o sea, en el pecado de Adán.

La respuesta no se hizo esperar por parte de un hombre tan inquieto como Abelardo. El espíritu crítico de este curtido polemista reaccionó en contra. Abelardo argüía que la ignorancia es muy sutil, pues tiene orígenes muy diversos y, por lo mismo, la conciencia que desconociese la maldad de un acto no podría ser acusada de culpa.

La controversia agudizó el ingenio de las dos sentencias pero no estuvo exenta de exageraciones por ambas partes. El Santo de Claraval ensalza el valor de la conciencia, tan cercana a Dios e iluminada por el Espíritu, que aleja todo error. Como monje observante, trata de escudriñar las causas del error que se introduce por las grietas de la vida religiosa: toda ignorancia incurre en cierta culpabilidad. Abelardo, por su parte, en el ardor de la disputa, no admite culpabilidad alguna en la ignorancia. No sabe distinguir entre ignorancia vencible e invencible, culpable o inculpable. Estas distinciones son las que matizará un siglo más tarde Santo Tomás para concluir con una sentencia más cercada a Abelardo que a San Bernardo: La ignorancia invencible, afirmará Santo Tomás, excusa de pecado.

2. La conciencia errónea

Conciencia errónea es aquella cuyo juicio práctico sobre la malicia o bondad de un acto no concuerda con la realidad objetiva. Es decir, la conciencia es errónea cuando una acción la considera buena, siendo en sí mala o al contrario. La conciencia errónea se contrapone a la conciencia verdadera, que es aquella cuyo juicio moral está de acuerdo con la ley objetiva.

El error de la conciencia puede ser vencible o invencible, según que la persona pueda o no superar el error. Esta superación se refiere a la disposición del sujeto. Es decir, será invencible si el sujeto no tiene la menor duda sobre su licitud, o porque, surgida la duda, no es capaz de disiparla.

La doctrina tomista, con el fin de superar la discusión entre Abelardo y San Bernardo, empieza preguntándose cómo la conciencia, que "es la voz de Dios", puede equivocarse.

Santo Tomás afirma que la "syndéresis" (conciencia habitual) no se equivoca; el error le viene a la "constientia" (conciencia actual) al hacer ese juicio de valor de la acción concreta.

"En las obras humanas, con el fin de que haya en ellas un principio de rectitud, es necesario que haya un principio permanente, el cual ha de tener una rectitud inmutable, bajo el cual se puedan examinar todas las acciones. Este principio permanente resistirá a todo mal y asentirá a todo bien. Este principio es la syndéresis, cuyo oficio consiste en protestar contra el mal e inclinar al bien. Así concluimos que en ella no puede haber pecado".

Si la syndéresis no puede errar, tampoco puede pecar. Entonces, ¿cómo se origina el error? Santo Tomás responde que el error ha lugar cuando el principio que la conciencia aplica al acto concreto es una premisa falsa, o bien porque, siendo verdadera, lo aplica mal. Si la conciencia actúa como un silogismo, "puede ocurrir un doble error, o se pone una premisa falsa o se argumenta mal a partir de premisas verdaderas.

Santo Tomás propone estos ejemplos: Puede suceder que la syndéresis diga: "no se puede hacer nada contra le ley de Dios", y la razón afirme "el concubinato con esa mujer está prohibido por la ley de Dios". Con lo cual, la conciencia puede concluir: "ab hoc concubitu esse abstinendum". Pero si la razón le propone una proposición falsa, por ejemplo, que algo es honesto y no lo es, si se pone en acto, nos encontramos con una acción en sí mala, pero que no es pecado a causa de la conciencia errónea con que se actúa. Lo mismo cabe aplicarlo a proposiciones en sí buenas, pero que la conciencia juzga malas, como es el caso de algunos herejes que creen que todo juramento está prohibido, por lo que se abstienen de jurar en cosas lícitas. Y, dado que jurasen, cometerían pecado.

En consecuencia, la conciencia invenciblemente errónea actúa como verdadera, por lo que ha de seguirse y, en caso contrario, peca. La razón es, precisamente, el respeto a la dignidad de la conciencia, que es la voz de Dios. Pues como afirma el Aquinate: "el dictamen de la conciencia no es sino la llegada del precepto divino al que actúa conforme a su conciencia".

Este planteamiento en sí válido, se complica cuando se trata de bajar del terreno teórico —distinción entre syndéresis y conciencia— al práctico; o sea, cuando es preciso juzgar las acciones de una persona concreta". El mismo Santo Tomás parece que admite que la conciencia se puede corromper. Argumentamos desde la comparación con la razón teórica, con la cual frecuentemente compara Santo Tomás a la razón práctica, que es donde se sitúa la conciencia". El Aquinate afirma:

"El fin es respecto del apetito lo que los primeros principios de demostración a lo especulativo. Mas estos principios no se conocen naturalmente, y el error que acontece acerca de ellos provendría de la corrupción de la naturaleza. Por eso el hombre no podrá cambiar de una verdadera aceptación de los principios a una falsa, o al contrario, no mediando un cambio de naturaleza".

O sea, que la naturaleza viciada corrompe a su vez los principios, en los cuales, de por sí, no cabe ni el error, ni el mal. Y en otro lugar, al proponer la recta razón como norma del actuar, afirma:

"Corrompida la razón, ya no es razón, lo mismo que un falso silogismo no es un silogismo. En consecuencia, la regla de los actos humanos no es cualquier razón, sino la razón recta".

Pero nos queda una cuestión pendiente: ¿se ha de actuar con la misma conciencia invenciblemente errónea? ¿Obliga la conciencia con error invencible, de forma que el hombre peca si no la obedece? La respuesta de Santo Tomás es afirmativa. Se lo propone expresamente: "Si la voluntad equivocada disiente de la razón errónea es mala" Y la respuesta es: "Por consiguiente se ha de afirmar absolutamente que toda voluntad en desacuerdo con la razón, sea recta o errónea, es siempre mala".

Como es lógico, se supone que tal ignorancia no es culpable. Pues en caso de culpabilidad, también incurre en pecado, tal como afirma Santo Tomás. Esta respuesta está en sintonía perfecta con la doctrina de San Pablo: "Yo sé y confío en el Señor Jesús que nada hay de suyo impuro; pues para el que juzga que algo es impuro, para ese lo es" (Rom 14,14).

El Concilio Vaticano II enseña cómo la conciencia no es culpable cuando actúa con ignorancia invencible, pero que se puede oscurecer en la medida en que no se preocupa en buscar al verdad y el bien:

"No rara vez, sin embargo, ocurre que yerre la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado" (GS, 16).

La doctrina heredada de Santo Tomás se entiende a partir del gran respeto que le merece la conciencia: "la conciencia no se equivoca nunca", sólo acontece un engaño de la razón. Pero esta doctrina suscita no pocos problemas y de hecho los ha planteado a través de la historia. Algunos conceden tal importancia a la conciencia que apenas se paran a considerar si sus posibles errores son culpables o no y si, en algunos casos, no será preciso inquietaría para que salga de su ignorancia. Otros, por el contrario, queman avasallar las conciencias que están en el error con el fin de que alcancen la verdad.

La historia nos ofrece abundantes ejemplos de ambas posturas, y diversas situaciones actuales confirman que no es fácil llevar a la praxis la verdadera doctrina. Así, por ejemplo, en el pasado, algunos casos suscitados en la evangelización de los indios de América o las órdenes de Luis XIV que alejaban a los hijos de padres protestantes para educarlos en católico, son casos típicos de la falta de respeto a la conciencia errónea. Hoy se repiten, bien sea en la llamada a la libertad de conciencia absoluta aunque sea errónea, o bien en los problemas que ha suscitado el Decreto Dignitatis humanae sobre libertad religiosa.

Por su importancia en la pastoral nos detenemos a estudiar algunas situaciones más comunes, debidas hoy a la ignorancia religiosa. Nos guiamos por dos testimonios de teólogos actuales que apuntan a dos posturas contrapuestas.

3. Algunos problemas concretos de la conciencia errónea

Es preciso iluminar algunas situaciones prácticas, dado que en la aplicación a casos concretos no se alcanza hoy un consenso. He aquí un ejemplo de dos posturas contrarias:

Ph. Delhaye advierte contra el riesgo de aquellos que constituyen a la conciencia en instancia última:

"Es este un tema al que no siempre se presta atención explícitamente, o que por lo menos no se estudia siempre de manera serena. Si hacemos caso a ciertos predicadores, la conciencia es siempre infalible; la única manera de conducirse bien consiste en conformarse con sus veredictos, ya nos infunda remordimientos, ya nos ordene algo. Se diría que para ellos no existe el falso sentimiento de culpabilidad y que, por otra parte, una vez que un hombre tiene buenas intenciones o una convicción fuerte, no hay ya que preguntar por la moralidad de sus actos".

El R Häring, por su parte, mantiene la postura de no inquietar las conciencias en caso de ignorancia:

"Los padres autoritarios y los legalistas no permiten que la persona se arriesgue a cometer equivocaciones, riesgo inevitable si uno vive de acuerdo con su propia convicción y busca con decisión la verdad y la bondad más allá del plano convencional de conciencia... la teología moral debería mostrar a las personas que existen varios niveles de bien y diversos caminos para obrar el bien. Este es mucho más urgente y valioso que seguir leyes dudosas o la letra de una ley que pueda incluso ir contra las necesidades de la persona... No puede hablarse en este caso de conciencia arrogante ya que siempre se ejerce la sensibilidad genuina de la reciprocidad de conciencias y es expresión de la moral de la alianza".

Es claro que el P. Häring apuesta en exceso por la independencia de la conciencia. Pero ni en teoría ni en la práctica el sacerdote puede ser un simple testigo de una situación, sino que debe hacer caer en la cuenta de la obligación que tiene cada uno de actuar con conciencia recta, para lo cual no basta la "propia convicción", sino que es preciso adquirir un criterio moral recto.

No obstante, el tema se presenta en la actualidad con especial urgencia: ¿Cómo actuar en los casos, hoy tan frecuentes, de conciencia errónea?

Se constata a diario el error en que se encuentran no pocos fieles en temas de importancia para la vida cristiana y que han sido urgidos reiteradamente por el Magisterio de la Iglesia. Cabe pensar, por ejemplo, en la obligación del precepto dominical, en algunos temas relacionados con la moral sexual (masturbación, homosexualismo, relaciones prematrimoniales, etc.), las cuestiones de la procreación en la vida matrimonial (uso de preservativos, píldoras anticonceptivas, etc.), la necesidad de estar sin pecado grave para recibir la Sagrada Comunión, diversas cuestiones de moral social (ganancias excesivas, salarios injustos, incumplimiento de normas sociales graves, pago de impuestos), etc., etc.

En teoría se trata de un error culpable, porque la doctrina católica es clara. Pero en algunos casos puede darse una conciencia invenciblemente errónea, pues, se trata de personas de escasa cultura religiosa, sometidas a una fuerte presión social a favor de tales soluciones éticas contrarias a la moral católica. Con frecuencia, estos fieles han llegado a formarse una conciencia errónea acerca de estos temas porque han leído o escuchado opiniones de personas que gozan ante ellos de verdadera autoridad moral. Todos estos factores pueden crear una actitud de conciencia de que sus acciones son moralmente válidas y que, en consecuencia, actúan conforme a esa conciencia, que es objetivamente errónea.

En ocasiones se han idealizado demasiado los casos de conciencia invenciblemente errónea. Pero hoy, en la vida real, nos tropezamos con personas que, juzgadas sus acciones desde el punto de vista moral, se les debe aplicar esa doctrina. El caso puede darse no sólo en personas alejadas de la práctica de la vida cristiana, sino también en algunos fieles que la frecuentan. Pensemos, por ejemplo, en un chico de 14 años, que, a su edad difícil y a la falta de formación recibida, se puede añadir un ambiente familiar y de entorno social alejado de la práctica de la Misa dominical, y que, en la enseñanza religiosa escolar e incluso en la catequesis, se le haya dicho que este precepto no obliga, sino que es suficiente el cumplimiento en otro día de la semana. ¿Cómo no aplicar a este caso la doctrina de la conciencia invenciblemente errónea?

Parece que en el momento de la confesión a todos los casos antes señalados se les puede aplicar esa doctrina. Sin embargo, su aplicación tiene unos límites. En principio, en los casos reseñados se les debe advertir el estado de error en que se encuentran y se ha de urgir la obligación que tienen de instruirse y de actuar de acuerdo con conciencia verdadera.

A este respecto, conviene tener en cuenta que el error invencible en una conciencia cristiana tiene que ser necesariamente provisional, dado que la fidelidad de la conciencia al querer de Dios despierta siempre una inquietud por la verdad, "pues la certeza del error es distinta de la certeza de la verdad"... Toda conciencia errónea sobre algo que contraría a la ley divina está acompañada de inseguridad y por eso o se aclara pronto o se convierte en conciencia venciblemente errónea".

En la práctica del confesionario o de la consulta personal se debe pensar que a tales personas no les será fácil salir del error, por lo que se supone un tiempo prudente, según los casos, de espera, dado que los motivos que han provocado el error tienen para ellos un peso importante que no les será fácil vencer, máxime si están en la convicción de que las opiniones contrarias de algunos pesan más que las razones del Magisterio, al que o no llegan o lo alcanzan con prejuicios.

Todos estos factores han de ser considerados y tienen una aplicación inmediata en la vida. Así, por ejemplo, mientras en otra situación histórica, una conciencia culpablemente errónea se consideraba que había cometido pecado, en la actualidad y en algunos casos es difícil juzgar la culpabilidad. Y, así como era posible negar o dilatar la absolución a una persona que no aceptaba la norma moral vigente, hoy a estos casos se debe aplicar la doctrina válida para la conciencia invenciblemente errónea. Se les dará la absolución, pero el confesor, de ordinario, tiene la obligación de sacar del error al penitente. Por lo que en el futuro no cabría hablar de conciencia invenciblemente errónea.

En conclusión, el tema de la conciencia invenciblemente errónea es en la actualidad una llamada urgente para llevar a cabo una intensa instrucción religiosa.

4. Los derechos de la conciencia errónea

La conciencia invenciblemente errónea no pierde sus derechos, dado que, en tal situación, la persona no es culpable: "No rara vez, sin embargo, ocurre que yerre la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afanarse cuando se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado" (GS, 16).

En este texto, el Concilio distingue cuidadosamente la "conciencia invenciblemente errónea" y, en consecuencia, no culpable, y la conciencia ,,entenebrecido" por el pecado. La primera "no pierde su dignidad", lo que sí ocurre con la conciencia dominada por el "hábito del pecado".

"La conciencia viciosa no tiene ningún derecho. Está en contra de la autenticidad humana. Sin embargo, aunque no tenga la dignidad de la conciencia, el hombre sigue teniendo la dignidad personal, y, por tanto, no puede ser coaccionado en su libertad personal. No se puede plantear el tema de la "libertad de conciencia" a nivel de conciencia recta y viciosa. En ese nivel no existe libertad de conciencia".

Se impone hacer una distinción que no se identifica en todo con la conciencia culpable o inculpablemente errónea, pero se aproxima y explica la doctrina moral católica. Hay que distinguir entre "libertad de conciencia" y "libertad de las conciencias".

La llamada "libertad de conciencia" es la que quiere situarse al límite de toda norma, incluida la ley de Dios y la libertad de los demás y, en consecuencia, desprecia la búsqueda de la verdad objetiva. Por el contrario, la "libertad de las conciencias" hace relación a la dignidad de la propia conciencia individual y a la obligación de seguir su dictamen, aún con el riesgo de que sea erróneo.

Si la primera es condenable, la segunda mantiene siempre su total dignidad. Sin embargo, también la conciencia culpablemente errónea tiene derechos que deben ser respetados, a lo que se opone el uso de la violencia. La dignidad del hombre, incluso el de conciencia malvada, debe ser respetada.

Como es sabido, el tema ha sido explícitamente tratado en el Concilio Vaticano II, que mantiene esta doctrina en relación con la "libertad de las conciencias". En primer lugar se trata el tema de la conciencia recta:

"El hombre percibe y reconoce por su conciencia los dictámenes de la ley divina, conciencia que tiene obligación de seguir fielmente en toda su actividad para llegar a Dios, que es su fin. Por tanto no se le puede forzar a obrar contra su conciencia. Ni tampoco se le puede impedir que obre según ella, principalmente en materia religiosa" (DH, 3).

Como es lógico, este principio tiene aplicación a la conciencia religiosa invenciblemente errónea, como sucede a los miembros de las religiones paganas.

Pero también la conciencia culpablemente errónea debe ser respetada. La dignidad de la persona humana, aunque sea "mala persona", no permite que se violente su libertad y que no se respete su conciencia:

"Por razón de su dignidad, todos los hombres, por ser personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre y, por tanto, enaltecidos con una responsabilidad personal, son impulsados por su propia naturaleza a buscar la verdad, y además tienen la obligación moral de buscarla, sobre todo si se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad. Pero los hombres no pueden satisfacer esta obligación de forma adecuada a su naturaleza si no gozan de libertad psicológica al mismo tiempo que de inmunidad coactiva externa. Por consiguiente el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición objetiva de la persona, sino en su misma naturaleza. Por lo cual el derecho a esta inmunidad permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad a adherirse a ella; y no puede impedirse su ejercicio con tal de que se respete el justo orden público" (DH, 2).

Pero aquí surgen diversos problemas, cuyo tratamiento es ajeno a la Ética Teológica. He aquí dos más inmediatos a esta disciplina:

a) Principio de reciprocidad

Si la conciencia errónea no puede ser violentada y no pierde sus derechos, ¿qué límites se imponen cuando propaga el mal y el error o avasalla la conciencia de los demás?.

Aquí se invoca el "principio de reciprocidad", que formula así el Vaticano II:

"En el uso de todas las libertades hay que observar el principio moral de la responsabilidad personal y social. Todos los hombres y grupos sociales, en el ejercicio de sus derechos, están obligados por la ley moral a tener en cuenta los derechos ajenos y sus deberes para con los demás y para el bien común de todos" (DH, 7).

Por consiguiente, la conciencia errónea no debe ser violentada en el foro interno, pero en el foro externo está limitada por el "orden público", en conjunto, no debe impedir la obtención del "bien común".

b) Principio de tolerancia

¿Cuál es la misión del Estado en la regulación de los derechos de la conciencia y en la protección de los valores morales? Porque, dado que la conciencia errónea no puede ser violentada, algunos podrían deducir que el Estado no debe legislar en favor de los valores morales.

El tema es complejo y su estudio pertenece a la Moral Social (cfr. Vol. III, Cap. XV). Aquí sólo diremos que las legislaciones civiles tendrán que vivir en algunos ámbitos el llamado "principio de tolerancia". Si bien este principio tiene, al menos, dos límites mínimos: el de los derechos humanos y el de salvaguardia del bien común.

En efecto, no rige el principio de tolerancia y la conciencia carece de derechos cuando no se respetan los derechos humanos en la convivencia social. Asimismo, el bien común ha de ser respetado por todos, por lo que las legislaciones deben impedir que se obstaculicen "aquellas condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro pleno y más fácil de la propia perfección", tal como Juan XXIII y el Concilio Vaticano II han definido el "bien común" (GS, 26).

Pero el tema se complica cuando se trata de analizar esas condiciones en concreto, dado que aquí discrepan las diversas ideologías. Así, mientras para unos ciertas leyes sobre la familia o la vida sexual condicionan el bien común y, por lo tanto, deben regularse temas como el matrimonio monogámico e indisoluble, el adulterio o el "escándalo público", para otros esos ámbitos son simples exigencias de la libertad de conciencia de los individuos. La doctrina del Vaticano II contempló esta circunstancia, que refrendó con el siguiente juicio moral:

"Como la sociedad civil tiene derecho a protegerse contra los abusos que puedan darse so pretexto de libertad religiosa, corresponde principalmente al poder civil el prestar esta protección. Sin embargo, esto no debe hacerse de forma arbitraria o favoreciendo injustamente a una parte, sino según normas jurídicas conformes con el orden moral objetivo, normas que son requeridas por la tutela eficaz, en favor de todos los ciudadanos, de estos derechos, y por la pacífica composición de tales derechos y por la adecuada promoción de esa honesta paz pública, que es la ordenada convivencia en la verdadera justicia; y por la debida custodia de la moralidad pública. Todo esto constituye una parte fundamental del bien común y está comprendido en la noción de orden público" (DH, 7).

V. SYNDERESIS Y CONCIENCIA. DOCTRINA DE SANTO TOMAS

Un segundo problema se presentó al momento de explicar la naturaleza misma de la conciencia; o sea, cuando se quiso responder a esta elemental pregunta: "¿qué es la conciencia?". En términos equivalentes se formuló así en la teología medieval.

1. Interpretación de San Jerónimo

Los textos patrísticos que hemos reproducido en ningún momento pretendían damos una definición, sino que, por medio de brillantes descripciones, expresaban los oficios y operaciones que desempeña la conciencia en la vida moral. Pero la teología de la Edad Media debía plantearse su naturaleza, y lo hizo distinguiendo, como es habitual en la escolástica, entre su ser y las operaciones que realiza.

Los antecedentes de este problema se remontan a San Jerónimo, en un texto que con frecuencia será glosado por los escolásticos. San Jerónimo interpreta la visión de los cuatro animales simbólicos de Isaías según la doctrina platónico, que distinguía cuatro partes del alma, y busca el modo de situar en alguno de ellos la conciencia, a la cual ve simbolizada en el águila, uno de aquellos cuatro animales:

"Los filósofos, además de estas tres partes del alma (la razón, el apetito irascible y el concupiscible) añadían otro, al cual los griegos lo llaman sintéresis. Esta luz de la conciencia no se extinguió en Caín después que fue arrojado del paraíso... Por ella tenemos conciencia del pecado... Por lo cual le llaman águila, pues no se mezcla con los otros tres animales, sino que los corrige cuando se equivocan. La Escritura la denomina espíritu... Y San Pablo a los tesalonicenses les escribe para que la guarden irreprochable como el alma y el cuerpo".

En comentario a este texto, los escolásticos hacen una forzada distinción entre el término latino "consciencia" y el griego "syntéresis". El hecho es que se desdobló su significación y, a partir de entonces, se distingue la "conciencia", o juicio moral concreto de un acto y la "syntéresis" (más frecuentemente syndéresis) o disposición habitual del sujeto para los juicios morales. De este modo, se dividió la conciencia en "conciencia actual" y "conciencia habitual". La conciencia es un hábito (de aquí, "habitual") en el alma que facilita el juicio moral de los actos humanos. La conciencia actual es el juicio concreto que emite en cada una de las acciones singulares. Como es lógico, cuando la teología moral se despojó del tronco dogmático para convertirse en una ciencia práctica, se interesó más por el estudio de la conciencia actual que le permitía medir la moralidad de los actos singulares.

A esta división se le acusa de haber desintegrado el concepto unitario de conciencia que los Padres describían con aquellas imágenes lúcidas, como "sede del alma", "presencia de Dios", etc. O lo que nosotros aquí hemos querido identificar con el espíritu del hombre que orienta la existencia hacia los valores morales y que dictamina sobre la bondad o malicia de sus acciones.

2. La distinción entre "conciencia habitual" y "conciencia actual"

Esa misma crítica acusa de que, con tal distinción, los moralistas centraron su estudio en la "conciencia actual", con el consiguiente descuido de la conciencia habitual. Esto trajo como consecuencia inmediata, según esa misma opinión, que la conciencia perdiese su hegemonía, la cual pasó a la ley. En adelante, el juicio moral del acto concreto debe hacerse teniendo en cuenta un principio general o premisa mayor que es la norma y, a la vista de lo preceptuado, la conciencia juzgaría de la moralidad de dicho acto singular. En consecuencia, insisten, este cambio marca el inicio del legalismo y del casuismo moral.

Desde entonces, afirman, desaparece del horizonte moral ese telón de fondo de la persona que se responsabiliza de sus acciones, dado que la conciencia habitual se la considera como un recurso último, una especia de tribunal de segunda instancia. En la moral clásica, a la conciencia habitual o syndéresis, se la denomina un "hábito", que Santo Tomás define como "el hábito de los primeros principios de la razón práctica".

No es fácil confrontar ese juicio histórico y menos aún probar que las cosas han ocurrido exactamente como se describen. Lo que sí se deben juzgar son esas consecuencias concretas que se le atribuyen. Es decir, si la división de conciencia en "actual" y "habitual" ocasionó la pérdida del sentido profundo de la conciencia personal, testigo y juez de sus propios actos, será preciso recuperar la noción de conciencia tal como se interpreta en la Biblia y la entendieron los Padres.

Como hemos afirmado, la conciencia es lo más íntimo del hombre, es como la quintaesencia del espíritu o como afirmó San Agustín, es el interior del alma "que se llama conciencia". Esta grandeza de la conciencia referida a la persona como totalidad no puede rebajarse a ser un mecanismo, cuyo cometido sea deducir, casi de modo automático, la consecuencia de un argumento racional.

Pero toda esta explicación es excesivamente esquemática y simplifica demasiado el problema. Y, aunque haya sido así en los Manuales ad usum, será preciso sacar las ventajas que tal división entraña, con el fin de precaver los errores que consiguió evitar. Pues la distinción es de suyo útil. Prueba de ello es que, cuando la conciencia se considera identificada con el sujeto, se la puede absolutizar, de modo que se convierte en árbitro universal de sus actos, sin referencia alguna a las normas. Tampoco ha sido esta la consideración bíblica ni patrística de la conciencia. En efecto, si la conciencia es "la ley de nuestro espíritu", como escribió S. Basilio, o el "alma del alma", como afirmó Orígenes, ese espíritu ínsito en el hombre es también presencia de Dios que se manifiesta como árbitro de la vida humana, para la cual dicta sus leyes. Por lo que, en ningún caso, cabe constituir a la conciencia en regulador absoluto del bien y del mal.

Esa referencia a instancias superiores morales es lo que motiva las amenazas y los castigos que recuerdan la Escritura y los Padres para el caso en que la conciencia se constituya en arbitrio absoluto de sus actos. En consecuencia, la dignidad y grandeza de la conciencia humana —conciencia habitual— en la aplicación del juicio concreto de los actos singulares —conciencia actual— ha de adecuarse a lo preceptuado por la ley, bien sean preceptos divinos o normas vinculantes de la vida humana y cristiana. Precisamente la grandeza de la conciencia se manifiesta en esa elección de los actos concretos que entretejen la existencia. Así escribe San Pablo: "Creemos tener buena conciencia, resueltos como estamos a conducirnos bien en todas las cosas" (Heb 13,18). Y los Padres distinguían la conciencia referida a los actos concretos, bien sea antes de realizarlos o una vez llevados a cabo. Así lo describe S. Juan Crisóstomo: "La acusación de la conciencia se produce no sólo después de la falta, sino anteriormente mientras se vacila". De aquí la insistencia de los Padres en que el hombre ,'examine su conciencia", la "escudriñe", "la introspeccione diligentemente", la "atienda con esmero", etc., etc.

3. La síntesis entre "conciencia" y "sindéresis"

Esta integración de la "sindéresis" y la "conciencia", o sea, entre la conciencia habitual y la conciencia actual fue un logro perseguido y alcanzado por los grandes maestros de la escolástica, si bien con explicaciones distintas. Así, por ejemplo, San Buenaventura entiende la conciencia habitual como "un impulso natural de la voluntad". En el sistema voluntarista de San Buenaventura la sindéresis es "la voluntad orientada hacia el bien moral", mientras que la "conciencia" es "la inteligencia orientada hacia las cosas prácticas".

Por el contrario, para Santo Tomás, situado en la línea valorativa de la razón, la "sindéresis" es el hábito de los primeros principios del orden práctico:

"Se dice que la sindéresis inclina al bien y protesta contra el mal, en cuanto que con la ayuda de los primeros principios tratamos de descubrir lo que hay que hacer y juzgamos lo que hemos descubierto".

La "conciencia" es el juicio práctico —un acto— a partir de los primeros principios que le ofrece la "sindéresis" —un hábito—. Santo Tomás se separó de la creencia común de su tiempo, que consideraba a la "sindéresis" como una "facultad". Esto sí que parcelaría la conciencia, pero para el Aquinate, la sindéresis no es una facultad más del hombre, sino una disposición interior innata, que actúa como un habitus: el "hábito de los primeros principios del actuar".

Según Santo Tomás, la "sindéresis" no se puede equivocar: "El oficio de la sindéresis es protestar contra el mal e inclinar hacia el bien: en esto se ha de concluir que no puede haber pecado". El error puede proceder como se decía más arriba, del juicio práctico.

Santo Tomás interrelaciona "sindéresis" y "conciencia" puesto que ambas se combinan para hacer el juicio moral. Y explica su acción como un silogismo: La "sindéresis" formula la proposición mayor: "No se debe hacer el mal moral". Seguidamente la "conciencia" analiza si tal acto, por ejemplo, un adulterio, es una acción mala. Y entonces, la conclusión es: "este adulterio debe ser evitado, pertenece a la conciencia y es indiferente que sea en el presente, en el pasado o en el futuro".

Es de admirar la síntesis armoniosa de esta exposición del Aquinate. Si exceptuamos la terminología y el modus procedendi, extraño a nuestro tiempo que rehuye la lógica que procede de cualquier argumentación silogística, nadie dudará de que la exposición tomista responde a lo que juzgamos que es la conciencia. Según Santo Tomás en comentario a S. Jerónimo:

"La sindéresis es una chispa que se escapó del fuego divino y mantiene en nosotros, para con todos y contra todos, la orientación hacia el bien. Es un águila que sobrevuela y trasciende todas las facultades. La razón misma le es inferior, puesto que se basa en los principios de la sindéresis cuando se trata de percibir los valores".

En efecto, así actúa un hombre honrado que, en cuanto tal, descubre los principios éticos que deben regular la conducta: es la sindéresis, o si queremos, es la conciencia profunda y rica —habitual— del ser humano para detectar el bien y el mal morales. Seguidamente, juzgará si ha de actuar o abstenerse a la luz de ese juicio práctico —conciencia actual— que ilumina la acción concreta y singular".

4. La conciencia recta

Se entiende por "conciencia recta" aquella que actúa guiada por la buena intención de acomodarse a la norma. No se identifica con la conciencia verdadera, que antes hemos opuesto a la conciencia errónea. La verdadera será aquella que emite un juicio que responde objetivamente a la verdad, mientras que la recta se sitúa en esa buena intención de conformarse a lo objetivamente bueno. La conciencia recta puede ser errónea, aunque de ordinario debe coincidir con la verdad objetiva, es decir, con la conciencia verdadera.

A la conciencia "recta" se opone la conciencia "torcida", o mejor "culpable", frente a la "recta" que siempre es "inculpable". La culpabilidad de la conciencia "torcida" le viene del hecho de que no se ajusta al recto dictamen y, en consecuencia, no actúa con buena intención.

La conciencia recta, por consiguiente, supone en el sujeto el esfuerzo de que su conciencia no se equivoque, si no que haga suyo el bien y el mal morales que Dios quiere y le propone. De aquí que la doctrina moral afirme que la "norma subjetiva próxima del actuar sea la conciencia recta". El adjetivo en este caso es decisivo, no basta cualquier conciencia, sino la que se conduce por la rectitud del bien preceptuado.

En conjunto, los diversos adjetivos con los que la Escritura apellida la conciencia: "buena" (ayazé) Hech 23,1; 1 Tim 1,5.19; 1 Ped 16,21; Heb 13,18); "pura" (kazarós) 1 Tim 3,9; Tim 1,3); "irreprensible" (apróskopos) Hech 24,16): son sinónimos y se refieren a lo que en lenguaje de escuela y de la enseñanza magisterial se llama "conciencia recta".

La doctrina acerca de la rectitud de la conciencia ha sido resaltada por Santo Tomás y viene demandada precisamente en virtud de la distinción entre synderesis y consciencia. La sindéresis no se equivoca, porque está siempre bajo la luz divina: es el espíritu del hombre abierto al querer del Espíritu de Dios. Pero la conciencia, cuya rectitud se debe a motivos voluntarios, se puede equivocar en la medida en que no se adecua a lo determinado por la sindéresis, que indica dónde está el bien y dónde el mal. En un texto que citamos anteriormente, Santo Tomás afirma que una conciencia corrompida no es conciencia. Y concluía: "no vale cualquier razón, sino la razón recta"

5. Criterios para la rectitud de conciencia

¿De dónde asume la consciencia la rectitud? Santo Tomás afirma con claridad que la asume de la syndéresis: "En el alma hay algo que es la perpetua rectitud, a saber la sindéresis". Aquí Santo Tomás enseña una verdadera graduación: si la "consciencia" depende de la "synderesis", ésta a su vez, supone la ley natural:

"La ley natural se refiere a los principios universales del derecho; la syndéresis designa el hábito que los formula o la facultad con este hábito; la conciencia consiste en la aplicación de la ley natural a modo de conclusión para hacer algo".

Pero cabe preguntar: ¿de dónde asume tal rectitud la sindéresis? Y también la respuesta de Santo Tomás es inequívoca: la asume del mismo Dios:

"La razón del hombre será recta en la medida en que se deja dirigir por la voluntad divina, que es la primera y suma regla".

El Magisterio de la Iglesia de todos los tiempos, de forma particular en los últimos Documentos relativos a temas morales, resalta la importancia de la conciencia recta como norma subjetiva del actuar moral. Algunos ejemplos, tipificados por el Concilio Vaticano II, los hemos consignado al comienzo de este Capítulo.

La doctrina acerca de la rectitud de la conciencia ayuda a valorar su dignidad y, al mismo tiempo, la importancia de que descubra la norma que le oriente en la búsqueda y realización del bien. Sin conciencia no existe ni el bien ni el mal en las acciones concretas del hombre. La moralidad humana, como tal, supone la conciencia.

Pero, al mismo tiempo, la conciencia no crea los conceptos de "bien" y de "mal", sino que los asume de las normas y más en concreto de la ley que Dios ha puesto en lo más íntimo de su ser:

"La conciencia no es una norma autónoma. La conciencia hace lo bueno y lo malo (no crea la moralidad, ya que no crea la realidad); la conciencia tiene un papel manifestativo y obligante. La conciencia ejerce una función de mediación entre el valor objetivo y la actuación de la persona".

Esta doctrina no es patrimonio de la enseñanza católica. Ya Kant hacía depender a la conciencia de la ley natural. Según Kant, la autonomía del deber no es absoluta, depende de esa "ley natural", que él compara por analogía con las leyes físicas que rigen el cosmos; lo que se ha llamado la "ley de la gravitación" (Gravitationsgesetz) de la conciencia.

Por su parte, Max Scheler afirma que la conciencia no es la "fuente de los valores, sino que es solamente su sujeto". Conforme a los presupuestos intuicionistas de la filosofía de Scheler, la conciencia adquiere los valores de "bien" cuando los realiza plenamente y el "mal" cuando no los lleva a término. La función de la conciencia, según Scheler, fundador de la axiología, es la de "capitalizar los valores" (Oekonimisierungsform der sittlichen Einsicht).

Estas teorías se sitúan en línea semejante a la doctrina católica, tal como afirma Santo Tomás respecto a la realización de esta triple realidad: "ley natural"—"sindéresis"—"conciencia", y que el Vaticano II expresa de este modo:

"En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente... Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley, cuyo cumplimiento consiste en el amor a Dios y al prójimo" (GS, 16).

El Concilio sitúa en la rectitud de la conciencia el futuro del bienestar del hombre y de la sociedad:

"Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de moralidad" (ibidem).

VI. LA HERENCIA DEL PROBABILISMO

La tercera controversia es aún más reciente, pues se suscita con fuerza en el siglo XVII y se alarga hasta muy avanzado nuestro siglo. En el Capítulo VII dejamos constancia del origen de los "Sistemas Morales" y de las discusiones apasionadas a que dieron lugar.

La naturaleza y finalidad de los Sistemas Morales han sido profusamente estudiados. La renovación de la teología moral de los años 40 acusó a estas escuelas de todos los males de la decadencia de la moral teológico, pero en la actualidad se piensa que la "reconsideración del probabilismo" puede ayudar a iluminar problemas en torno a las exigencias de la conciencia en su confrontación con algunas situaciones por las que atraviesa el hombre de nuestros días. Hay quienes piensan que un probabilismo remozado y puesto al día podría canalizar las corrientes ideológicas del consecuencialismo y utilitarismo ético.

1. La conciencia ante la razón probable

Se sitúa el origen de los sistemas morales en Bartolomé de Medina, con antecedentes en la doctrina tomista que habla de la "certitudo probabilis" como solución moral de algunos problemas particulares, que Santo Tomás estudia en las cuestiones 183—189 de la II-II.

Medina, situado entre el concepto de conciencia de Santo Tomás comentado por los autores del siglo XVI y testigo de los extensos tratados de sus contemporáneos sobre la ley, sostuvo la sentencia de que "el hombre ilustrado que está ante dos opiniones probables, no peca si elige cualquiera de estas dos opiniones".

Esta respuesta quiere resolver un problema real y grave: se trata de cómo se ha de comportar la conciencia ante una ley dudosa, bien porque lo sea en sí misma o porque no se tiene la certeza de que en tales situaciones y para personas concretas se deba cumplir lo exigido por dicha ley. Como es sabido, la respuesta de Medina dio lugar al "probabilismo" que sostiene que, ante la probabilidad de que la ley no obligue, si la duda se fundamenta en una razón probable aunque sea menos probable que la que está a favor de la ley, es suficiente para que la conciencia no se someta al imperativo de la norma. El "probabilismo" tenía también aplicación en los casos en que los diversos autores mantuviesen posturas divergentes en la interpretación de la ley.

Es evidente que esta doctrina moral sale en defensa de los derechos de la conciencia y que en el litigio entre el objetivismo de la norma y los derechos de la persona, el "probabilismo" significó la reivindicación de la conciencia moral por encima de la obligación objetiva de la ley.

Para muchos, esta solución moral representaba un serio peligro de relajamiento. Esto explica que, entre los siete sistemas morales que cabe enumerar, cinco se hallan situados a favor de la ley y sólo el probabilismo intentaba la síntesis de la conciencia frente a la norma. Pues el laxismo llevó a un límite extremo la defensa de la conciencia por encima del contenido objetivo de la norma "O.

2. Postulados que subyacen en el conflicto conciencia—ley

Es evidente que los sistemas morales, tal como tuvieron vigencia en los siglos pasados, no pueden ni deben resituarse, pero los presupuestos que los suscitaron siguen vigentes, o como escribe Capone: "bajo otras formas los sistemas todavía están presentes en la doctrina y en la vida moral".

En efecto, los antecedentes que suscitaron las discusiones que dieron lugar al nacimiento de los distintos sistemas, en ciertos aspectos, coinciden con la situación actual, puesto que los presupuestos que los originaron son dificultades perennes de la doctrina moral. En síntesis, son tres los postulados que subyacían en los Sistemas Morales de los siglos XVII—XVIII y esos mismos problemas son los que se plantean hoy en la relación entre conciencia y ley. Son los siguientes:

a) Valoración de la conciencia

El probabilismo parte de la convicción de que la conciencia es el substratum último de la persona situada en el centro del alma o identificada con el espíritu, por la cual Dios se manifiesta. Es la voz de Dios que indica cómo debe comportarse en cada una de sus acciones.

Esta misma convicción es una feliz conquista de la antropología cristiana que la ética teológica ha incorporado como primer valor. En efecto, el hombre actual y la ciencia moral aúnan la persona con su conciencia y han subrayado otras dos dimensiones teológicas: la conciencia cristiana como imagen de la Trinidad y su configuración. La "imagen de Dios en el hombre" y, tras el bautismo, la "nueva vida en Cristo" remontan al hombre a vivir la "vida del espíritu" y en tal situación la conciencia, como afirmaron los Padres, es el pedagogo interior que orienta la vida moral. Como enseña S. Juan, "los que tienen la unción del Santo" no necesitan "que nadie les enseñe" (1 Jn 2,27). Consecuentemente, la conciencia juega un papel determinante en la valoración moral. Aquí se constata la sensibilidad del cristiano que reivindica el dictamen de su propia conciencia, pues siente a Dios "qui interius docet, inquantum huiusmodi lumen animae infundit".

b) La existencia y aceptación de la ley

Pero es un dato moral irrenunciable que, junto a la conciencia, existen unas leyes que instan al creyente a su cumplimiento. Aquí salen al encuentro de la conciencia las exigencias que constituyen la ley natural y el conjunto de normas que se descubren en la comunidad de la Iglesia y en la sociedad civil.

Es preciso reconocer que la etapa en que se suscitaron los Sistemas Morales era la época postridentina en la que, por exigencias de reforma, habían cobrado una gran importancia las normas. La Iglesia del siglo XVI es considerada sobre todo una Iglesia jerárquica, en la que la obediencia del cristiano se pone a prueba frente al régimen de la jerarquía. Coincide, por otra parte, con la época de los grandes tratados De Legibus, en los que se resalta el valor de la norma.

También hoy, a pesar de la crisis que afecta a la normativa legal, las leyes se multiplican tanto en el campo eclesiástico como civil. Es justo recordar que las normas de la Iglesia son más flexibles. No obstante, el influjo del Derecho Canónico sobre la teología moral ha sido considerable. Pero aún más grave es la cuestión que plantean las leyes civiles. La vida social está toda ella mediatizada por normas que regulan la convivencia. Además, los Estados modernos cada día legislan más sobre aspectos que tocan al ámbito de la ley natural y por ello, subordinados a la conciencia, como son la propiedad, la educación, la familia, etc.

En todo caso, las exageraciones no justifican que se menosprecie la importancia de la ley, bien sea divina o humana, y ésta provenga de la jerarquía eclesiástica o del poder civil.

c) Los conflictos entre la conciencia y las normas

Es claro que aquella sociedad planteaba a los cristianos conflictos morales al tratar de armonizar la conciencia con las exigencias que imponían las leyes. Estos estados de duda encontraron en los Sistemas Morales la solución para obrar en conciencia y, al mismo tiempo, para no transgredir la ley. En definitiva, profesaron la primacía de la conciencia por encima de la norma, pero fue el "probabilismo" el que más destacó esa prioridad. De hecho, algunos probabilistas estaban más cerca del laxismo que de la doctrina que introdujo Medina y que más tarde sistematizó con equilibrio S. Alfonso Mª de Ligorio, pues, al admitir las razones "menos probables", en ocasiones la "probabilidad" era mínima o casi nula, con lo cual todo estaba permitido.

Esta misma situación se presenta hoy, pero más aguda. Primero, porque las situaciones personales son aún más individualizadas que en aquella época. En efecto, el pluralismo a todos los niveles crea ciertas complejidades a las conciencias. De hecho, en temas de sensibilidad moral y de valoraciones éticas difícilmente haya habido épocas tan plurales y diferenciadas como la nuestra. Segundo, porque es preciso subrayar que en la actualidad las leyes presionan con mayor fuerza sobre los ciudadanos. De este modo resulta difícil armonizar las exigencias de la ley en un momento en que se subraya como nunca la autonomía de la persona.

La solución en los siglos pasados vino por el "probabilismo". Según este sistema —cuando se interpretó con rigor como lo hizo S. Alfonso—, la conciencia ha de internarse por los contenidos de la ley, tratando de descubrir los imperativos que Dios manifiesta. Pero, en el caso de que surgiese la duda fundada de si lo prescrito por la norma vinculase su conciencia, ésta podía guiarse por su propio juicio. El probabilismo atendía fundamentalmente a las razones internas, a los conflictos que la ley creaba en el ámbito de la conciencia personal, no a las incomodidades normales que conlleva toda ley. No se trataba de dar paso al laxismo, sino de reivindicar el derecho de la conciencia y de interpretar la ley en su misma fuerza obligatoria.

El P. Häring, de quien disentimos por la amplitud que concede a la conciencia y la actitud negativa que mantiene ante las decisiones del Magisterio en el terreno moral, escribe:

"El probabilismo clásico condena en absoluto una decisión arbitraria de conciencia. La arbitrariedad contradice a la conciencia en su dignidad. El probabilismo pretende permitir una evaluación cuidadosa de las posibilidades actuales, de las necesidades de nuestros semejantes y de la comunidad a la vista de los dones de Dios y siempre a la luz de nuestra llamada a la santidad".

3. Conciencia dudosa y conciencia perpleja

Si por razón de la conformidad con lo preceptuado por la ley, la conciencia se divide en "verdadera" o "errónea", y, en virtud de la responsabilidad, en "recta" o "torcida", cabe añadir otra división atendiendo al asentimiento que la voluntad tiene respecto al bien o al mal que se hace. En este caso, la conciencia puede ser "cierta", "dudosa" y "perpleja".

a) Conciencia cierta: Es aquella que emite un dictamen firme sobre la moralidad de una acción. No hace falta tener una certeza metafísica, que es la que rige en los grandes principios de esa misma ciencia, ni siquiera que se tenga certeza física, que es la común a los sentidos y a las ciencias experimentales, sino que es suficiente la certeza moral que se da de ordinario en la vida. El hombre se maneja en la existencia cotidiana guiado por certezas morales, es decir, humanas. Santo Tomás afirma:

"En los actos humanos sobre los que se hacen juicios y se exigen testimonios, no puede haber certeza demostrativa, porque se refiere a cosas contingentes y variables. Por ello, basta la certeza probable, que alcanza la verdad en la mayoría de los casos, aunque falle en algunos pocos".

b) Conciencia dudosa: Es la que no sabe dictaminar, pues vacila acerca de la licitud de un acto. Para que se pueda hablar de conciencia dudosa se requiere que haya motivos serios para dudar y que éstos sean de igual peso para las sentencias opuestas. Se la denomina duda positiva o seria.

Las dudas que surgen, pero que no se fundamentan en razones serias, en principio, no se han de tomar en consideración: es la duda negativa o ligera.

La duda positiva o seria puede tener un triple origen:

Primero: si la duda de refiere al caso de si existe o no una ley vinculante y, dado que exista, si se está obligado a cumplirla; es la duda positiva de derecho. Por ejemplo, el médico que duda si existe o no una ley que regule los trasplantes. O bien la duda surge en relación a un acto concreto: si determinada acción está incluida en la ley.

Segundo: También cabe la duda positiva acerca de si es válido o no un acto que se ha realizado o va a llevarse a término: es la duda positiva de hecho. Tal duda se da en el caso del médico que duda si en un caso concreto será lícito prescindir de medios extraordinarios de los que, si se omiten, se sigue la muerte; o si en tales condiciones, un sacramento es válido o no.

Tercero: Pero la duda positiva puede surgir también en relación a los principios doctrinales sobre la eticidad de una acción. Tal era, por ejemplo, el caso de la licitud o no de la fecundación in vitro, antes de la intervención de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

En caso de que la duda se refiera a un acto concreto, se la denomina duda práctica.

En la valoración moral de una acción, lo importante es si se trata de una duda positiva y práctica.

c) Conciencia perpleja.— "Es la de quien situado entre dos preceptos cree pecar, sea cual fuese el deber que elija". Es una conciencia dudosa pero más conflictiva, pues cualquier elección connota un mal para el que la padece. Ejemplos clásicos de una conciencia perpleja era la mentira que evitaba un mal grave. En esta caso, la conciencia se encuentra en la encrucijada o de mentir o de descubrir al inocente que oculta en su casa. Otro ejemplo es la duda del sacerdote al señalar al penitente la obligación o no de restituir, pues, si no es obligatoria, el deber de restituir recae sobre su conciencia y, si lo es y no lo impone, perjudica al prójimo. En los últimos tiempos, algunos refieren la conciencia perpleja al caso del matrimonio que se encuentra en la obligación de fomentar la communitas amoris y el deber de no viciar voluntariamente el acto conyugal de la procreación. Pero en realidad, como decimos más abajo, no se trata de un verdadero dilema.

d) Estados de la mente respecto a la verdad

La "duda" es una triste condición de la existencia humana. Los estados de la mente en relación con la verdad cabe clasificarlos del siguiente modo:

— Ignorancia: cuando la razón carece totalmente de conocimiento.

— Error: la mente sostiene una sentencia que no responde a la verdad.

— Opinión: si se adhiere a una sentencia, pero no de modo absoluto.

— Duda: la mente se adhiere, pero con el temor de que sea cierta la opinión contraria.

— Certeza: cuando lo pensado por la razón se ajusta con asentimiento firme a la realidad objetiva: es la verdad que engendra certeza.

Fuera de la certeza física y metafísica, la condición de la mente humana es que, en cualquier momento, puede ser sorprendida por la duda. Y es que la razón, al formular un juicio, no siempre es capaz de cerrar el círculo que el predicado refiere al sujeto. Las verdades "redondas", tal como se dice en el lenguaje coloquial, no son muchas; siempre queda abierta la posibilidad de la duda". Los filósofos hablan de la "inquietud intelectual", es decir, al formular un juicio cierto, queda siempre un espacio para la vacilación. Ahora bien, la mente psíquicamente sana no se inquieta, sabe que tiene una certeza humana: así andamos por la vida, con la convicción de que estamos realmente bautizados, de que nuestra ordenación sacerdotal es válida, de que el matrimonio fue legítimamente contraído o que somos hijos de quienes tenemos por padres, etc. Sólo las mentes no seguras pueden moverse en una actitud permanente de duda. Esta situación, trasladada a la moral, equivale a la conciencia escrupulosa, que, sin motivo positivo alguno, juzga que tal acción es pecado o está prohibida.

Pero, a pesar del equilibrio psíquico, puede surgir la duda razonada respecto al modo concreto en que se debe actuar: "¿es esto lícito?"; ¿estoy obligado a hacer esto?; en tal situación, ¿qué es lo que tengo que hacer? Estas dudas se presentan a las mentes más seguras y en las más variadas circunstancias.

En este contexto nacieron los "Sistemas Morales". Trataban precisamente de despejar el horizonte de la duda. Como se ha dicho, la teología moral no puede volver hoy a aquellos planteamientos, pero sí debe dar unos principios que rijan la acción del creyente cuando se encuentra en la duda acerca de la moralidad de un acto concreto que va a ejecutar o, simplemente, si se debe abstener de la acción. Pues, si algo nos han solucionado los "Sistemas Morales", es que el hombre no debe mantenerse en estado de duda: puede actuar y en ocasiones debe hacerlo, aunque no tenga una certeza absoluta acerca de la bondad o malicia de una acción.

4. Principios morales que rigen la acción de la conciencia dudosa

Fuera del contexto de los Sistemas e independientemente de sus soluciones, la teología moral ha formulado unos principios que permiten actuar a la conciencia que no logra alcanzar la certeza sobre la moralidad de un acto. Estos principios cabe reducirlos a tres:

a) Duda práctica positiva

En el caso de que exista una "duda práctica", no se puede actuar. Es decir, si en el momento mismo de la acción no se sabe si se actúa bien o se hace un mal moral, no está permitido obrar.

Los autores fundamentan esta respuesta en la enseñanza de San Pablo:

"Bueno es no comer carne, ni beber vino, ni hacer nada que tu hermano tropiece, o se escandalice o flaquee. La convicción que tu tienes, guárdala para ti y para Dios. Dichoso el que a sí mismo no tenga que reprocharse lo que se siente. El que, dudando, come, se condena, porque no obra según la fe; y todo lo que no viene de la fe es pecado" (Rom 14,21—23).

Los exégetas mantienen una opinión unánime: San Pablo enseña que quien actúa con conciencia dudosa peca. Así, por ejemplo, el P. Lagrange comenta así este texto paulino: "Aquí la vacilación está en la conciencia. Y, sin embargo se actúa sin haber resuelto la cuestión de si la acción es lícita o culpable; uno es por tanto culpable por correr conscientemente el riesgo de ofender a Dios....... Y Spicq: "En caso de vacilación o duda, ha de buscar una aclaración, porque si osara actuar teniendo la conciencia incierta, con riesgo de ofender a Dios, será ipso facto condenado (cfr el perfecto katakékritai)".

Ph. Delhaye, que cita el comentario de Lagrange, escribe:

"En el plano de la razón teológica se puede argumentar así: La incertidumbre en que se agita la conciencia nos enseña ante todo que la acción en cuestión es de dudosa moralidad. Ahora bien, aceptar una acción que no es ciertamente buena, es tener subjetivamente en nada el deber y el ideal moral. Es pensar que la ley de Dios es una cosa de la que se puede hacer caso omiso, que el ideal moral es un imperativo con el que uno puede siempre arreglarse: "Hay una manera de arreglarse en el cielo". En una palabra, es tener la mala voluntad del pecado, aún en el caso de que no haya materia de pecado. Está, por consiguiente, vedado obrar con una conciencia moralmente dudosa".

Ahora bien, el hombre no puede permanecer de modo estable en la duda; además en ocasiones puede sentirse urgido a actuar. En tal caso, ¿cómo pasar de la conciencia dudosa a la conciencia moralmente cierta, que le permita actuar? Como decíamos, lo que despierta la cuestión son exclusivamente los casos de la conciencia con duda positiva, o sea que ofrece razones graves para no actuar en una acción concreta. Aquí entra en juego el segundo principio.

b) Se han de tomar medidas oportunas para salir de la duda

Dado que no se puede actuar con conciencia dudosa positiva práctica, es preciso tomar medidas para salir de la duda.

En caso de duda positiva práctica, se han de poner los remedios oportunos para descubrir la verdad objetiva. A ello ayuda, por ejemplo, el estudio del tema, consultas oportunas, etc. Es decir, se ha de procurar obtener un juicio teórico cierto y actuar en consecuencia. Pero en el caso de que no se despeje la duda especulativa, dado que no se encuentra la solución teórica, debe llegarse a una certeza práctica de la moralidad de la acción que desea llevar a cabo, aunque persista la duda teórica. Aquí es preciso tener en cuenta el tercer principio.

c) Principios que garantiza la certeza práctica

Para llegar a una certeza moral acerca de la moralidad de un acto concreto se pueden emplear algunos "principios extrínsecos" que garanticen alguna certeza en el orden práctico.

Se trata de obtener una certeza moral práctica, dado que no se ha podido adquirir la certeza teórica y persiste la duda especulativa. La aplicación de estos "argumentos extrínsecos" o "principios de acción" no sólo es en el caso de la conciencia dudosa, sino que tienen más amplio uso en la vida moral. Los Manuales clásicos los formulan de modo sistemático. Son los siguientes:

— Cuando se debe obtener el fin es preciso y suficiente seguir el partido más seguro y más probable.

Este "principio general de acción" se aplica normalmente a tres campos: lo relacionado con la salvación, los sacramentos y las relaciones con los demás.

Se trata de temas importantes y, en consecuencia, se requiere seguir lo más seguro. Tal es el caso, por ejemplo, del bautismo dudoso o de la materia de la Eucaristía o de evitar un mal grave al prójimo en el caso de emitir una sentencia judicial. En estos tres casos no debe seguirse la opinión probable, sino la que "es a la vez objetivamente más segura y subjetivamente más cierta". Pero se puede y en ocasiones se debe actuar, aunque persista un riesgo, que era lo que el tuciorismo no permitía. La duda que persiste en la conciencia queda salvada por la buena voluntad que demuestra el hombre. Hemos optado por lo mejor y se salva el principio del valor primordial de la conciencia.

— En caso de conflicto entre dos deberes, se debe elegir el que encierra un mal menor.

Este principio tiene aplicación a la conciencia perpleja. Cuando la conciencia se encuentra entre dos deberes, ha de escoger el que encierra el mal menor.

La dificultad existe en discernir si efectivamente se trata o no de una alternativa; o sea, si en efecto hay lugar para la perplejidad. Son casos tipo de conciencia perpleja el del sacerdote que se encuentra entre la obligación de urgir o no la restitución o el fiel que duda entre la obligación de asistir a la Misa o ejercitar un acto urgente de caridad con el prójimo. Pero ¿es un caso de conciencia perpleja el del matrimonio que se encuentra ante la alternativa de cuidar las exigencias del amor y de realizar la vida conyugal de forma que se evite la procreación? Delhaye afirma que no:

"Hay aquí falsas alternativas... En efecto, aquí se confunde indebidamente la caridad con el amor físico, siendo así que la caridad exige que este amor se conforme a la ley natural y a la ley positiva divina".

La misma respuesta se encuentra en la Constitución Gaudium et spes (n. 50), en la Encíclica Humanae vitae (n. 14) y en la Exhortación Apostólica Familiaris consortio (nn. 32—33).

5. La conciencia perpleja

Los casos de conciencia perpleja se solucionan con el recurso al consejo oportuno de quienes puedan disipar tal situación psicológica:

"Recurran al consejo de personas más competentes. Entonces no habrá conciencia perpleja sino en el caso en que la decisión se imponga inmediatamente sin que haya tiempo de reflexionar o de pedir consejo".

Para ayuda de la conciencia perpleja sirve el recurso a algunos principios morales, tales como:

— En caso de duda es mejor la condición del que posee la cosa (in dubio melior es conditio possidentis).

Sería el principio a aplicar en el caso de la perplejidad del sacerdote sobre si urgir la restitución que no ve clara o si debe cargar con la obligación personal en caso de que él no cumpliese con el deber de urgirla. Este principio tiene validez para los casos en materia de justicia.

— En caso de duda, se supone la validez de un acto.

Este principio solucionaría la perplejidad de un sacerdote que dudase entre la necesidad de repetir la fórmula de la consagración o el riesgo de no haber celebrado la Eucaristía o el de la falta de respeto debido al Sacramento, en el caso de repetirla.

— Si hay duda de hecho, habrá que atenerse a las presunciones que resultan de las cualidades y de las actitudes generales de la persona.

Es la aplicación a la conciencia dudosa del principio moral de que, en caso de duda, "se ha de estar por aquel a quien favorece la presunción" (praesumptio stat pro communiter contingentibus). Se ha de tener a la vista la condición de la persona. Por ejemplo, quien habitualmente cumple con una obligación, si, en un caso concreto, se duda de haberla realizado, se presume que la ha cumplido. Quien habitualmente lucha por evitar el pecado, en caso de duda, cabe pensar que tampoco esta vez lo haya cometido. O sea, puede ser una aplicación legítima del principio de "opción fundamental".

— En relación con las leyes eclesiásticas, no hay obligación en caso de duda de derecho.

Esta doctrina está recogida expresamente en el nuevo Código de Derecho Canónico:

"Las leyes, aunque sean invalidantes o inhabilitantes, no obligan en la duda de derecho; en la duda de hecho, pueden los Ordinarios dispensar de las mismas con tal de que, tratándose de una dispensa reservada, suela concederla la autoridad a quien sea la autoridad a quien se reserva" (C.J.C., c. 14).

— Una obligación objetiva dudosa no acarrea ninguna obligación subjetiva.

Este principio es de excepcional interés y, bien entendido, no suprime los anteriores, más bien les sitúa en su verdadera comprensión; evita además la casuística probabilística.

El sentido es el siguiente: En caso de duda objetiva práctica, bien sea de la existencia de una ley (duda de derecho) o de su aplicación concreta (duda de hecho), no da lugar a la obligación subjetiva. O sea, que, en caso de una duda real, y puestos los medios no se sale de la duda, se puede obrar sin pecado. Delhaye argumenta en forma de silogismo y escribe:

"Una obligación objetiva incierta no puede engendrar una obligación subjetiva cierta... Ahora bien, una obligación subjetiva incierta es una obligación nula... Conclusión: Una obligación objetiva incierta es una obligación nula".

La doctrina de Ph. Delhaye parece concluyente. En caso de duda, dado que se haya intentado y no se puede salir de ella, cabe actuar con esa duda sin que se cometa pecado.

Es lógico que ha de tratarse de duda real y no de simple apreciación. Delhaye advierte de este peligro. Pero esta doctrina responde al valor real de la conciencia y de la libertad humana como instancias últimas del bien y del mal —supuesta la teonomía—. O como escribe Delhaye:

"Si es un mal encadenar la autonomía y suprimir indebidamente la libertad de un ser. También es un mal objetivo imponerle indebidamente una carga moral. Además, si muchos refunfuñan ya ante una ley cierta, mucho más se rebelarán contra una ley incierta" 1".

Esta doctrina no es ajena a la enseñanza tradicional aplicada a la conciencia perpleja, que nosotros, siguiendo a S. Alfonso, aquí hemos calificado como un caso más de conciencia dudosa.

Así, por ejemplo, San Alfonso daba esta doctrina moral para la actuación de la conciencia perpleja:

"Si el hombre que tiene una "conciencia perpleja" puede suspender la acción, deberá hacerlo para consultar a personas mejor informadas. Si hay que obrar sin dilación, deberá elegir el menor mal evitando transgredir el derecho natural más bien que una ley positiva humana o divina. En el caso en que no se pueda discernir cuál es el menor mal, eríjase la parte que se quiera, en lo cual no habrá pecado, pues en tales circunstancias falta libertad necesaria para el pecado formal".

Y esta misma doctrina la expresa el P. Royo Marín; después de afirmar, como es lógico, la obligación de poner los medios adecuados para salir de la duda, escribe:

"Si el que se encuentra perplejo no acierta a distinguir o a decidirse sobre lo que será menos malo, puede elegir libremente lo que quiera, y no pecará (aunque a él le parezca que sí), porque nadie está obligado a lo imposible y nadie puede pecar necesariamente, pues todo pecado supone la libre voluntad de cometerlo".

Esta solución resuelve el conflicto entre conciencia y ley. Esta se aceptaría en el caso de que no hubiese duda sobre su existencia o si tal acción estuviese contemplada en ella; pero, dado que se duda, se opta por la prioridad de la conciencia. Además, como hemos señalado más arriba, se trata de una aplicación ad casum de la "opción fundamental", rectamente interpretada.

6. La conciencia escrupulosa

La conciencia escrupulosa, junto con la conciencia cauterizada, delicada y laxa, constituyen tipos de conciencia según el modo habitual de juzgar los propios actos. Ante sus acciones, la conciencia puede ser delicada, si se adecua con esmero al dictamen del bien y del mal; laxa, cuando se acomoda a un mínimo y tiende a la inobservancia por cualquier motivo; cauterizada, si ya es insensible a los mayores pecados y escrupulosa, si juzga que hay pecado donde no lo hay o tiende a agrandar los pecados convirtiéndolos sin motivo de leves en graves.

a) Naturaleza de escrúpulo

La palabra "escrúpulo" es el diminutivo de "scrupus", medida mínima usada para el peso de ciertos productos, por lo que un "escrupro" era suficiente para variar el peso en balanzas muy sensibles.

El tema de los escrúpulos ha estado muy unido a la vida moral y se ha inculpado a la teología católica de producir escrúpulos y de fomentarlos. Como en este campo no es posible la estadística —o al menos no se ha realizado de modo científico— tal crítica no se debe tomar en consideración. En todo caso, puede ser una llamada a la exposición rigurosa del mensaje moral cristiano, tan ajeno a la creación de conciencias escrupulosas. Porque no cabe que el escrúpulo se origine con ocasión del arrepentimiento, dado que la respuesta de Dios al pecado del hombre es siempre el perdón. En una moral de la misericordia y de la paternidad divina, no hay lugar para conciencias escrupulosas.

No obstante, el escrúpulo existe y por variadas que sean las causas que los motivan, el moralista ha de estar preparado para ayudar a quienes padecen una conciencia escrupulosa.

b) Origen de los escrúpulos en cada persona

No es fácil determinar el origen del escrúpulo. En primer lugar, es preciso situarlo en ciertas sensibilidades, cuyo estudio está en manos de los psicólogos con teorías y terapias distintas. De hecho, el escrúpulo no es un fenómeno exclusivamente religioso. También hay psicologías escrupulosas: la del ama de casa que una y otra vez comprueba que ha cerrado el gas, o la del científico que, sin motivo alguno, revisa continuamente si la resistencia de materiales es exacta o si los componentes de un específico son los que debían ser...

Pero en el origen moral del escrúpulo, además de este fundamento psicológico, pueden influir otros componentes de tipo religioso. Cabe también que su origen tenga una causa sobrenatural: una prueba divina que sirva para la purificación ascética, tal como se muestra en la vida de algunos santos. O puede ser debido a una educación moral excesivamente rigorista o a una formación teológica deficiente, porque no ha descubierto el misterio de Dios Padre, cuya actitud es el perdón y la misericordia, etc.

c) Señales de la conciencia escrupulosa

En principio, es muy fácil de detectar. El escrupuloso se caracteriza en

primer lugar por ser obsesivo: repite una y otra vez su caso, lo explica con detalles que no son en sí mismos relevantes y, al contrario de otras actitudes que buscan respuesta y se tranquilizan cuando la encuentran, el escrupuloso nunca queda convencido de las razones que demanda y que se le ofrecen. Es el eterno "crítico", que encuentra razones que no existen y demanda soluciones imaginarias para situaciones comunes, como son las suyas. A este respecto, los autores clásicos han resaltado siempre la "terquedad de juicio" como actitud constante del escrupuloso frente a los consejos que recibe.

A esta actitud psicológica es preciso añadir una situación de ansiedad espiritual y de temor. El escrupuloso vive angustiado por los posibles pecados que tiende a detectar en sus acciones hasta en los actos más ridículos. Aunque sean otras las manifestaciones, el confesor detecta con facilidad los estados de escrúpulo, porque, con frecuencia, a excepción de los casos patológicos, el mismo interesado confiesa su condición de tal.

d) Remedios contra los escrúpulos

No existe una terapia única dado que cada persona tiene sus peculiaridades. No es el mismo el tratamiento que ha de darse a un escrupuloso coyuntural que al que lo es de forma habitual, y éste mismo es distinto según que las causas que lo originen sean ascéticas o respondan a condiciones psicológicas. Estas son, a su vez diversas, conforme afecten parcialmente a su psicología o si obedecen a verdaderas perturbaciones patológicas.

En estos últimos casos, cuando conste que existen verdaderas perturbaciones psicológicas, aunque no sean anormales, es conveniente la ayuda del psiquiatra. Se observa, por ejemplo, que algunos casos de depresiones, tan frecuentes en nuestros días, coinciden o les acompañan manifestaciones escrupulosas, que desaparecen al mismo tiempo que se obtiene la curación. En otras ocasiones pasajeras, un cambio de ritmo de vida, de ocupación y de descanso, junto con alguna medicación, puede favorecer su tratamiento.

Otras manifestaciones de tipo psicológico requerirán una terapia más profunda y continuada. En todo caso, el psiquiatra despertará el diálogo y los razonamientos, de forma que el enfermo obtenga una seguridad de juicio en el propio comportamiento.

Como es lógico, algunos tipos de escrúpulos en personas religiosas deben recibir un tratamiento especial. No pueden quedar al arbitrio de cualquier desaprensivo. Cuando se estudian las distintas concepciones que la ciencia médica o la psicología se han formulado sobre la naturaleza del escrúpulo, sorprende la falta de coincidencia que existe entre las distintas escuelas. Al menos, en los últimos años se han sucedido las teorías psicoanalistas de tipo freudiano, la teoría de Janet, la de Y Frankl, etc. Todo ello testimonia que, siendo importante y en ocasiones imprescindible el tratamiento médico, no sirve cualquiera. Al menos, el médico debe tener en cuenta el componente religioso que lo origina o en que se manifiesta.

e) Misión del sacerdote

El papel del sacerdote es único, pero cabe desdoblarlo en dos misiones complementarias. La primera se trata de que, sin actuar de psicólogo, puede ayudarle a ser objetivo, a que ponga en juego el razonamiento que emplea en otros asuntos de su vida. Debe hacerle ver lo sinrazonado de sus escrúpulos y, en ocasiones, secundarle a que los acepte como tales: si son pruebas ascéticas, como venidas y queridas por Dios, y, si obedecen a situaciones especiales incluso de origen psicológico, que reconozca y admita su peculiar modo de ser. Los caracteres son ambivalentes: tienen aspectos positivos y negativos. El escrupuloso puede descubrir en la raíz de sus escrúpulos algunas vetas de su personalidad, tales como la honradez y la tenacidad, que, si las desarrolla, alcanzará una gran madurez psicológica, lo que, de rechazo, le ayudará en la mejora de los escrúpulos en la vida moral.

Como confesor o simplemente como confidente, el sacerdote debe actuar con autoridad y hacerle comprender que ha de esforzarse por acceder a las razones que con conocimiento y desapasionadamente se le hacen. Los autores clásicos hablan de "obediencia ciega"; así lo recomienda San Alfonso, que pasó por la misma situación ascética de escrúpulos. Quizá la expresión suene hoy excesivamente dura y el escrupuloso se resista; pero, sin exigírsela, sí conviene alcanzar que de hecho la preste. En este terreno, el sacerdote debe mostrar una seguridad y una rigidez con la cual no pueda jugar la actitud hasta cierto punto caprichosa y voluble del escrupuloso.

En una palabra, el sacerdote debe aunar la paciencia del amigo que escucha con atención y ayuda a razonar objetivamente y, al mismo tiempo, debe mantener la fortaleza que acompaña al ejercicio de la caridad cristiana. Esto ayudará al escrupuloso —aunque se resista— a adquirir la seguridad en sí mismo que tanto necesita.

Algunas medidas concretas son imprescindibles. Por ejemplo, no permitir que vuelva a hacer una confesión general, a no ser que conste con evidencia que algo grave ha omitido en otra anterior; que procure olvidarse del pasado y vivir el momento presente; que se ajuste al consejo recibido que le orienta sobre cuándo y cómo debe confesarse; que asuma la responsabilidad de que en ciertos asuntos debe aceptar el dictamen del confesor, etc.

No pueden faltar los medios ascéticos: desde la oración confiada, junto al ejercicio de ciertas virtudes, como la humildad para aceptarse, el arrepentimiento amoroso en el Señor, el sentido de la filiación divina, el abandono a la misericordia de Dios, etc. .

VII. LAS CORRIENTES DERIVADAS DE LA "MORAL DE SITUACIÓN"

En el repaso histórico que hemos hecho en páginas anteriores, como queda patente, nos referíamos exclusivamente a algunos sucesos más destacados y en relación más directa con el tema de la conciencia: son como puntos que anudan diversos problemas que salen al encuentro de la ética teológica y que ésta debe darles solución. A los tres mencionados, será preciso citar la "moral de situación" y las corrientes, relacionadas con ella porque en ella tienen su origen: el utilitarismo finalista y el consecuencialismo,

1. Insuficiencias doctrinales

De estas doctrinas hemos dejado constancia en el Capítulo anterior. Si nos ocupamos de nuevo es porque en este proceso histórico que analizamos representan la postura más radical de confrontación entre conciencia y ley. El tema de la conciencia errónea debatido entre S. Bernardo y Abelardo, los esfuerzos de la escolástica por salvar la grandeza de la sindéresis y "echar las culpas" a la conciencia actual o la solución probabilista de S. Alfonso en defensa de la conciencia frente a las presiones de la ley, han concluido en nuestro tiempo en una guerra abierta entre las exigencias de la conciencia y la norma que quiere imponerle una orientación en su conducta.

Habría que distinguir varios momentos. Los nuevas corrientes se inician con la "ética de situación"; pero, aunque deja de enseñarse oficialmente tras su condena, la problemática persiste y se prolonga en otras tendencias, que tienen cabida más en ambientes filosóficos que en la teología. Así, en torno a los años 70, el criterio moral fundado en la "circunstancia" no es ya la atención a las condiciones subjetivas, sino que el "bien" o el "mal" se condicionan a la "utilidad" que se sigue: estamos ante el "utilitarismo ético". En esta misma línea, pero con el intento de rebasar el crudo utilitarismo, algunos autores fijan como criterio de moralidad en las "consecuencias" que se siguen del actuar: el bien y el mal moral se mide por las consecuencias que derivan de la acción. Es el llamado "consecuencialismo o proporcionalismo ético".

En el campo católico, más que estas corrientes, la cuestión se centra en descubrir el valor de una norma y algunos se adhieren a un "consecuencialismo moderado". Bruno Schüller intentó probar que la moral católica, a lo largo de su historia, formuló los juicios morales a partir de dos polos entre sí distintos: en ocasiones, afirma, el "bien" y el "mal" son objetivos, tienen una fundamentación deontológica. Pero, en otras materias, la moral deducía el "bien" y el "mal" por las "consecuencias". Son los juicios morales normativos teleológicos.

El planteamiento del profesor de Teología Moral de Münster, Bruno Schüller despertó una amplia literatura. Como decíamos en el Capítulo anterior, la situación actual es, al menos, confusa. La literatura de teología moral sobre el tema conciencia—ley es muy variada. Aquí destacaremos las que representan el esfuerzo máximo por armonizar la relación existente entre estos dos términos. Pero algunos autores que se alistan en estas corrientes han ido más allá del planteamiento legítimo del antiguo "circunstancialismo ético".

En el tema de interrelacionar conciencia y ley se dan sin duda dos actitudes, según la simpatía por una u otra de las dos partes del binomio. Pero esto representa al sano pluralismo teológico legítimo, en la medida que se salven las exigencias de ambos elementos. El planteamiento correcto lo hace J. A. T. Robinson en los siguientes términos:

"Creo que la "antigua" y la "nueva" moral... corresponden a dos puntos de arranque, a dos actitudes frente a ciertas polaridades perennes de la moral cristiana, que no son antitéticas, sino complementarias. Cada una de ellas parte de un punto sin negar el otro, pero cada una tiende a sospechar que la otra abandona lo que considera más vital, porque llega a ello desde el otro extremo. Inevitablemente, en toda genuina dialéctica, la una entrará como correctivo de la otra y, en una época determinada o para una persona particular, una puede parecer la exclusión de la otra". 133

Pero este planteamiento correcto en teoría ha dado lugar a actitudes que no responden a los presupuestos de la moral cristiana. En el Capítulo anterior, al hablar del "consecuencialismo", citamos varios ejemplos. Ahora queremos ofrecer una síntesis de los errores derivados del "circunstancialismo ético", del "consecuencialismo" y del "proporcionalismo". En enunciados, las insuficiencias más destacadas son las siguientes:

a) La disminución y en ocasiones la negación de la verdad y el bien objetivo que conlleva siempre un exagerado relativismo moral.

b) Subyacente al relativismo común a todas estas tendencias, persiste la idea de negar la ley natural o explicarla de modo que no contenga valores permanentes, sino sólo preceptos "indicativos" o "ideales".

c) Como consecuencia de dicho relativismo, se niega el valor permanente de las leyes morales.

d) Otra consecuencia del relativismo y de la negación de la moral objetiva es afirmar que no existen actos ilícitos en sí mismos.

e) Subyacente a estas sentencias, es la afirmación de una antropología que no interpreta la verdad sobre el hombre.

f) Como algunas de estas verdades han sido enseñanza constante del Magisterio, los partidarios de tales teorías proponen una reinterpretación del Magisterio en la doctrina moral, que equivale a negar su valor vinculante.

2. Doctrina del Magisterio

Dado que estas insuficiencias están ya enunciadas en otros lugares, aquí me limito a transcribir la doctrina de Juan Pablo II al Congreso de Teología Moral, celebrado en Roma en el mes de abril de 1986. Es un discurso programático, en el que el Papa tiene a la vista todos estos problemas.

a) En relación a la objetividad de la verdad y del bien, el Papa afirma:

"La esencial unión de Verdad—Bien—Libertad se ha perdido en gran parte de la cultura contemporánea... La fuerza salvífica de lo verdadero se rechaza, confiando a la sola conciencia, desarraigada de toda objetividad, la tarea de decidir automáticamente lo que está bien y lo que está mal".

b) En cuanto a la existencia y especificidad de la ley natural, enseña:

"Llamado en cuanto persona a la comunión inmediata con Dios, destinatario en cuanto persona de una Providencia completamente singular, el hombre lleva escrita en su corazón una ley que no se ha dado a sí mismo, sino que expresa las inmutables exigencias de su ser personal creado por Dios, dirigido a Dios y en sí mismo dotado de una dignidad infinitamente superior a la que tienen las cosas. Tal ley no está constituida por orientaciones generales, cuya concreción en su respectivo contenido estaría condicionada por las distintas y mudables situaciones históricas. Existen normas morales con un contenido preciso, inmutable e incondicionado".

c) Respecto al relativismo de las normas morales, el Papa añadió:

"Este relativismo se traduce, en el campo teológico, en una desconfianza en la sabiduría de Dios, que guía al hombre con la ley moral. Frente a lo que prescribe la ley moral se contraponen las llamadas situaciones concretas, sin considerar nunca, en el fondo, que la ley de Dios es siempre el único bien verdadero para el hombre".

d) Seguidamente, el Papa alude a la sentencia que mantiene que no existen actos que son en sí mismo y siempre condenables:

"Si escuchamos ciertas voces parece que nunca debería reconocerse el indestructible absoluto de algún valor moral. En primer lugar, es necesario que la reflexión ética muestre que el bien—mal moral posee una especificidad original en comparación con los otros bienes—males humanos. Reducir la cualidad moral de nuestras acciones al intento de mejorar la realidad en sus contenidos no éticos equivale, a la postre, a destruir el mismo concepto de moralidad. La primera consecuencia de esta reducción es la negativa de que, en el ámbito de esa actividad, existen actos que sean siempre ilícitos en sí y por sí mismos... Toda la tradición de la Iglesia ha vivido y vive apoyándose sobre la convicción contraria a tal negativa. Pero también la misma razón humana, sin la luz de la Revelación, puede ver el error grave de esta tesis".

e) La antropología subyacente tampoco responde a la concepción cristiana del hombre:

"Negar que existen normas de tal valor sólo puede hacerlo quien niega que exista una verdad de la persona, una naturaleza inmutable del hombre, radicalmente fundada sobre aquella Sabiduría creadora que da la medida a toda realidad. Por tanto, es necesario que la reflexión ética se fundamente cada vez con más profundidad en una verdadera antropología y que ésta se apoye en aquella metafísica de la creación que está en el centro de todo pensar cristiano. La crisis de la ética es la prueba más evidente de la crisis de la antropología, crisis originada a su vez por el rechazo de un pensamiento verdaderamente metafísico. Separar estos tres momentos —el ético, el antropológico y el metafísico— es un gravísimo error. Y la historia de la cultura lo ha demostrado trágicamente".

f) Finalmente, la autoridad del Magisterio en temas de teología moral, Juan Pablo II lo recuerda con estas palabras:

"Sólo la ética teológica puede dar la respuesta completamente verdadera a la pregunta sobre el hombre. De ahí deriva una competencia verdadera y propia del Magisterio de la Iglesia en el ámbito de las normas morales. Su intervención en este campo no puede ser equiparada a una opinión entre otras, aunque se le dé una particular autoridad. Goza del carisma seguro de la verdad" (cfr. Dei Verbum, 8). Por tanto, el teólogo católico le debe obediencia".

Juan Pablo II finalizó su breve discurso sobre la misión confiada a los moralistas:

"Con humildad, pero con firmeza, debéis dar testimonio hoy de esta verdad. En estos años se ha difundido una enseñanza ético—teológica no consciente de ello, que ha sembrado confusión en las conciencias de los fieles, también en cuestiones morales fundamentales. Es necesario reencontrar la concordia en la claridad y la claridad en la concordia. Los problemas que debe afrontar hoy la reflexión teológica son difíciles, también a causa de su novedad. La solución verdadera podrá encontrarse sólo con un arraigo cada vez más profundo de la reflexión en la Tradición viviente de la Iglesia: aquella tradición en la cual vive Cristo mismo, Verdad que nos libera".

Este discurso es verdaderamente programático. Es claro que el Papa aprovechó la existencia de un Congreso Internacional de Moral para exponer las cuestiones actuales con sus logros y riesgos. Pero si es programático para los teólogos, debe serlo también para los sacerdotes a quienes está encomendada la transmisión del mensaje moral cristiano.

VIII. EDUCACIÓN DE LA CONCIENCIA MORAL

El tema es de excepcional importancia y ha merecido la atención de los psicólogos, así como de los autores de teología moral y teología ascética. Aquí expondremos solamente algunas ideas más generales, a pesar de ser ésta una misión muy importante del sacerdote, pues cabría definirle como el formador de las conciencias. La misión de la Iglesia es la formación de la conciencia de los fieles, de modo que cada uno, responsablemente, se juega ante Dios su propio destino.

1. El inicio de la conciencia moral

La conciencia es un atributo del ser espiritual, por lo que todo hombre nace con conciencia moral, al modo como es racional desde su nacimiento. Pero, así como la razón es capaz de adquirir conocimientos, pero nace sin ellos —"est tanquam tabula rasa..."— de modo semejante ocurre con la conciencia, que se inicia sin los contenidos del "bien" y de "mal" morales. Pero es preciso matizar estas afirmaciones. Para Santo Tomás la "tabula rasa" significa que, efectivamente, el hombre nace sin ideas, pero goza de una disposición inmediata a adquirirlas. Lo mismo cabe entender la conciencia: posee una disposición a adquirir los conceptos morales. Dicha disposición se acrecienta en el bautizado, que recibe el Espíritu Santo con la aptitud subsiguiente a iluminar las realidades de bien y de mal, junto a la inclinación para alcanzar el bien.

El niño nace, pues, sin las nociones de "bien" y del "mal", pero con una inmensa capacidad para adquirirlas. De aquí, la importancia de la educación que explicite y desarrolle la potencialidad de la conciencia humana. Esta tarea es reconocida por el Concilio Vaticano II como un derecho fundamental del hombre y es urgida con estas palabras:

"Declara el sagrado Concilio que los niños y los adolescentes tienen derecho a que se les estimule a apreciar con recta conciencia los valores morales y a prestarles su adhesión personal, y también a que se les invite a conocer y a amar a Dios. Ruega, pues, encarecidamente a todos los que gobiernan los pueblos o están al frente de la educación que procuren que nunca se prive a la juventud de este sagrado derecho" (GE, l).

El tema de la educación de la persona es una constante bíblica. La paideia es lo que Yahveh lleva a cabo con su pueblo: educarle con el fin de que adquiera una alta cota de valores religiosos y morales.

"Es preciso meditar y asimilar esta doctrina religiosa. La virtud no es sinónimo de conocimiento. La instrucción de la sabiduría apunta en realidad a la educación de las facultades del hombre y de sus costumbres, porque no sólo es temor de Dios y discernimiento del bien y del mal, sino arte de conducir la vida y de encontrar el camino de la felicidad. Más precisamente la paideia comporta dos elementos: la enseñanza, la educación activa, y resultado: la formación de la conciencia y la consolidación de las virtudes".

El Antiguo Testamento es pródigo en explicitar los "métodos" de la pedagogía divina con su pueblo. En esta línea se sitúan los castigos y las amonestaciones, así se constata que "paideuin" es sinónimo de castigar e imponer una corrección (cfr. Lc 23,16.22; 2 Cor 6,9; 1 Tim 1,20, etc.).

2. Objetivos a alcanzar

La formación de la conciencia ha de conseguir un doble objetivo: la personalización y la rectitud.

a) La personalización

Personalizar la conciencia consiste en que la conciencia vertebre sobre sí toda la riqueza del ser espiritual. Si la conciencia es como el "centro del alma", educar la conciencia significa que ocupe el puesto nuclear que le corresponde. No es un elemento a añadir a la educación de la persona en general, sino una síntesis que se ha de llevar a cabo. Ser hombre de "una gran conciencia" es el título con el que la sabiduría popular elogia al hombre cabal, que en el ámbito cristiano corresponde al santo. El santo es, en definitiva, el hombre de recta y delicada conciencia.

A este respecto, los psicólogos hablan de procesos que acompañan las diversas etapas de la vida, desde la infancia, en la que el niño está bajo el "dominio" —al menos bajo la protección— de la conciencia de sus padres, hasta que en etapas posteriores individualiza su conciencia personal al ritmo en que asume y forma su propia personalidad. El final de esta etapa educativa debe coincidir con la adquisición de una conciencia adulta y responsable que asuma sus compromisos ante sí mismo y frente a Dios.

Como es lógico, en este proceso de personalización de la conciencia, existen etapas de especial interés que son decisivas para el futuro, como es la edad del discernimiento del "bien" y del "mal" morales, tan importante, pues sitúa en su lugar apropiado las primeras nociones morales. A este respecto, en torno a la primera comunión, padres, maestros y catequistas juegan un papel decisivo en la ilustración moral del niño para que discierna lo que es moralmente bueno o lo que es malo. Es de excepcional importancia que el niño sepa distinguir las "faltas de educación", por ejemplo, de las "faltas morales". Con no poca frecuencia se recomienda al niño que no debe hacer tal cosa respecto al comportamiento social porque es "pecado", lo que conlleva a una lenta deformación de la conciencia.

Otra edad estudiada por los educadores y los psicólogos se sitúa en la adolescencia, cuando se individualiza la personalidad y los actos que realizan repercuten fuertemente en su conciencia. No menos importante es la edad de la independencia de la juventud que debe fijar la personalidad moral del hombre, pues coincide con la mayoría de edad del individuo.

b) La rectitud

Muy unida a la personalización de la conciencia está otra dimensión que la constituye como tal: la rectitud. No basta que el hombre asuma responsablemente sus actos, sino que también los lleve a cabo con rectitud moral. La adquisición de una conciencia recta supone la posesión de criterios morales cristianos. Para ello se requiere conocer lo preceptuado y advertir los deberes que se han de cumplir en todos los campos de la vida. En último término, la rectitud de la conciencia se determina cuando se está dispuesto a cumplir en todo la voluntad de Dios. Para la adquisición de la conciencia recta es imprescindible el conocimiento teórico de la doctrina moral católica.

3. Medios específicos

Los estudios monográficos sobre el tema apuntan medios diversos para la adquisición y educación de una conciencia recta. Aquí no podemos más que enunciar aquellos que, de modo más específico, el sacerdote puede ofrecer. He aquí algunos:

a) Ayudar a la reflexión

Dado que la conciencia es el juicio práctico por el que se aplican los primeros principios a cada uno de nuestros actos, supone en todo caso la reflexión. Ese juicio práctico es bifronte: debe dirigirse al conocimiento de la norma —a valorar su contenido— y, al mismo tiempo, tiene que orientarse a los actos propios y singulares. Es preciso que el hombre se enfrente con cada una de sus acciones con responsabilidad de lo que hace.' En todo momento se ha de insistir en que el cristiano ha de actuar no porque "está mandado" ni siquiera porque "está prohibido", sino porque debe asumir sus actos con responsabilidad y porque quiere ser fiel a sus convicciones morales y religiosas.

b) La sinceridad

Otro presupuesto es el "conócete a ti mismo" de los griegos que tiene perenne actualidad. No es fácil conocer las auténticas razones que motivan la acción del hombre. De aquí que una actitud que desenmascare motivos ocultos, confesables o no, es una predisposición necesaria para la educación de la conciencia recta.

c) Examen de conciencia

Junto a estos presupuestos, la tradición cristiana destacó siempre otros medios útiles y en sí mismos muy razonables. Por ejemplo, el examen de conciencia. El tradicional "discernimiento de espíritus" y la práctica del examen de conciencia, no son sólo medios ascéticos, encierran en sí gran fuerza pedagógica. Si la conciencia psicológica es la re—flexión del espíritu sobre sí mismo, parece lógico que la autorreflexión en el juicio moral de los actos suponga un medio adecuado para la adquisición gradual de la propia conciencia.

Ese examen no es una autointrospección y una autoevaluación —lo cual ya tendría en sí mismo una función pedagógica—, sino que examinar la propia conciencia es situarse a la luz de Dios. Es evaluar el comportamiento personal con el querer de Dios, que se expresa por el cumplimiento de su voluntad, manifestada bien en las normas o en la ejecución de los propios deberes. San Pablo, después de corregir la conducta de los corintios y hacerles reflexionar, les escribe: "Examinaos a vosotros mismos, probaos a vosotros mismos si estáis en la verdadera fe" (2 Cor. 13,5).

Junto al examen frecuente, la Iglesia dispone que la confesión sacramental sea precedida del "examen de conciencia". Sorprende que alguien insinúe carácter traumatizador a ese examen con el que se asumen las propias culpas, cuando en realidad es una muestra de que, aceptar las claudicaciones con dolor, es disponerse a recibir el perdón de Dios. Ese examen cualificado que precede a la confesión sacramental tiene una considerable carga pedagógica para la formación de la conciencia. Cabría situarle en la línea de aprendizaje con el examen de una asignatura científica, que exige el conocimiento a fondo de una determinada materia. Pues bien, el examen de conciencia que prepara la confesión abarca también una etapa de nuestra vida. Equivale a "tener conciencia habitual" de la existencia cristiana.

d) La lectura

Una fuente importante de conocimiento es la lectura. De aquí la importancia del estudio de libros de doctrina católica, que ayuda al creyente a adquirir criterios morales adecuados. A este respecto, cabe recordar que la ignorancia es la causa más común y generalizada de la malformación de las conciencias.

e) Dirección espiritual

Es un medio muy útil en sus múltiples formas: desde la tradicional, personal e individual, cuya eficacia tiene largos siglos de garantía, hasta otras modalidades que puede adquirir, tales como la revisión de vida, las prácticas grupales, etc.

Es sabido que la objetividad de la conciencia encierra serias dificultades de que sea plenamente lograda. De aquí la conveniencia de que un elemento externo —otra persona— sirva de punto de referencia de nuestra objetividad.

No hace falta recordar algo tan obvio como que la dirección espiritual personal individualizada no sustituye la conciencia del individuo por la del director. Por el contrario, la dirección espiritual, tal como se ha entendido en la larga experiencia cristiana, tiende precisamente a que cada cristiano, con ayuda de otro, descubra los límites de su conciencia y la forme con responsabilidad.

Es cierto que sólo existe un maestro (Mt 23,8—10) y que el Espíritu Santo es el que enseña la verdad (Jn 16,12—15). Además la moral católica deja espacio para la enseñanza del Magisterio. Sin embargo, todas estas enseñanzas no agotan la necesidad de instrucciones que demanda la vida cristiana, para lo cual representa una ayuda la práctica de la dirección espiritual. La finalidad de la dirección espiritual es ayudar a adquirir una conciencia recta. Esa conciencia recta radical es el presupuesto para que pueda hacerse una opción moral fundamental en la propia existencia. No cabe hablar de "opción fundamental" si no existe una rectitud fundamental de la conciencia. Si en algo entronca la "opción fundamental", es con una "conciencia cristiana".

La razón última de la dirección de conciencia se fundamenta en la dimensión eclesial de la vocación cristiana y, en consecuencia, en el aspecto eclesial que debe tener la conciencia del creyente. Al modo como la fe es personal, pero se vive "junto con otros" en la comunidad de la Iglesia, también la condición individual de la conciencia debe ser confrontada con la conciencia eclesial. Es un riesgo conducirse "por libre". En la dirección espiritual individual, el director representa, de algún modo, el eco de la enseñanza de la Iglesia. También esa "conciencia eclesial" se manifiesta en otros medios de la formación de la conciencia, como son la revisión de vida y los diversos métodos de formación grupal.

El P. Spicq, a la vista de los datos bíblicos, precisa los términos en los que se sitúa la dirección espiritual personal e individualizada de todos los creyentes:

"Recordemos que los hijos de Dios no tienen más maestro que su Padre del cielo, un sólo Doctor, Cristo, un solo guía que les lleva a la verdad: el Espíritu Santo. Por consiguiente, las únicas fuentes de la regulación moral de los discípulos serán las que transmitan auténticamente la luz y la fuerza divina: "la gracia pedagógica" (2 Tim 2, 11—12) y la Escritura (Rom 4,23 —24, 15,4; 1 Cor 1 0, 1 l)... Lo mismo que el Señor cuando enseñaba y predicaba en las ciudades daba a los Apóstoles sus instrucciones particulares, éstos a su vez elaboran sus planes (Act 20,13), resuelven cuestiones concretas (1 Cor 16,1), regulan determinadas costumbres o la aplicación de principios que aseguran la paz de las almas y el buen orden en las asambleas litúrgicas... Nunca se podrá subrayar bastante el papel de la enseñanza en los orígenes del cristianismo. Toda la vida de Jesús fue un ministerio de predicación. El confió a sus Apóstoles el cuidado de instruir a los discípulos y, desde entonces, la iglesia es un lugar donde se enseña... Estas actividades de enseñanza presentan manifestaciones muy diversas, tanto en género como en calidad... Este aspecto de invitación urgente y de estímulo es tan preponderante, que la paráclesis —que como mejor se define es como exhortación— impera sobre toda la moral práctica del Nuevo Testamento: Una vez expuesta la doctrina evangélica, los servidores de la Palabra piden a los creyentes con la más viva insistencia la adhesión de corazón y la aplicación a la conducta... Así la paráclesis unas veces reanima, estimula, confirma, y otras garantiza la autenticidad de una vida cristiana y consuela los corazones angustiados".

En la línea de esa graduación de la enseñanza cristiana a los deberes más particulares y a la singularidad de cada persona, toma origen lo que, posteriormente, después de un proceso variado y múltiple, la ascética denomina "dirección espiritual". Esta se sitúa en el mismo plano de aquellas enseñanzas personificadas de Jesús a sus Apóstoles y de éstos a los miembros de la comunidad. Son las necesidades de cada uno y la singularidad de la conciencia personal las que postulan la ayuda de otra persona que les ilustre y anime en el cumplimiento de su quehacer moral. El carácter personal de la vocación demanda una ayuda también personal y práctica.

Como indica en otro lugar el P. Spicq:

"La vida propiamente cristiana consiste en las actividades de la fe, de la esperanza y de la caridad. Pero éstas no parecen proporcionar las reglas inmediatas de la moralidad de un hijo de Dios, puesto que la didaché y la parénesis apostólica, después de haberlas exaltado, multiplican los consejos, directrices y determinaciones concretas y prácticas. El Espíritu Santo es soplo inspirador y fuerza, pero no ley; la agape estimula el corazón, mueve y orienta eficacísimamente toda conducta, pero su influencia en cuanto tal no es reguladora ni especificadora. Para hacer buen uso de la gracia en las circunstancias variadísimas en que se despliega la existencia humana (1 Ped 4,10) hacen falta criterios rectores inmediatos que habiliten al alma para determinados objetos y comportamientos objetivos".

En esto consiste la moral cristiana y a ello va orientada la educación de la conciencia de cada creyente.

DEFINICIONES Y PRINCIPIOS

CONCIENCIA MORAL: Es el juicio práctico de la razón que dictamina el valor moral de los propios actos.

DIVISIÓN:

a) Por razón del acto:

Antecedente, si juzga el acto antes de realizarse. Consiguiente la que juzga el acto ya realizado.

b) Por razón de la conformidad con la ley o norma:

— Verdadera cuando coincide objetivamente con la ley. — Errónea, si no corresponde objetivamente con la ley. c) Por razón de la responsabilidad: — Recta, si se ajusta al dictamen de la propia razón. — Torcida, si no se ajusta a este dictamen. d) Por razón del dictamen:

— Preceptiva, si la norma manda realizar algo.

— Consiliativa, si lo aconseja.

— Permisiva, si lo permite.

— Prohibitiva, si lo prohibe.

e) Por razón del asentimiento:

— Cierta, si da su dictamen con seguridad.

— Dudosa, si vacila sobra la licitud/ilicitud del acto.

— Perpleja, si le parece que peca actúe como actúe.

f) Por razón del modo habitual de juzgar:

— Escrupulosa, si cree que hay pecado donde no lo hay.

— Delicada, si juzga rectamente en los pequeños datos.

— Laxa, si la inobservancia es por cualquier motivo.

— Farisaica, si lo pequeño lo hace grande y al revés.

— Cauterizada, no le preocupan ni los mayores pecados.

Cfr. A. ROYO MARÍN, Teología Moral para seglares. BAC. Madrid 1986,158—159.

PRINCIPIOS:

1. La "rectitud" es elemento esencial de la conciencia humana, que deriva de la conformidad con el ser de Dios y la ley eterna. De aquí que la "rectitud" incluya el elemento subjetivo y objetivo del orden moral.

2. La conciencia recta es la norma subjetiva próxima del actuar.

3. La conciencia recta, siempre que preceptúa o prohibe, debe ser obedecida.

CONCIENCIA CIERTA: Es la que hace un juicio firme y sin temor a errar de que un acto concreto es bueno o malo.

DIVISIÓN:

La certeza puede ser:

a) Por razón de su firmeza:

Metafísica, se funda en la esencia de las cosas.

Física, se fundamenta en leyes físicas.

Moral, se fundamenta en lo que de ordinario acontece.

b) Por razón de su objeto:

Especulativa, la que refiere al ámbito teórico.

Práctica, se refiere al actuar concreto.

c) Por razón del motivo:

— Directa, se funda en razones intrínsecas al objeto.

— Indirecta, se fundamenta en razones extrínsecas.

Cfr. A. ROYO MARÍN, o.c., 166.

PRINCIPIOS:

1. Sólo la conciencia recta es la norma próxima del actuar moral.

2. Para la rectitud moral es suficiente la conciencia moralmente cierta, práctica e indirecta. Es decir, basta la certeza moral, aún la imperfecta.

CONCIENCIA DUDOSA: Es la que permanece suspensa —¡duda!— sobre la licitud o ilicitud de una acto.

DIVISIÓN:

La "duda" puede ser:

a) Por razón del fundamento:

— Negativa, si no hay razones o sólo muy tenues para dudar: es una duda sin fundamento.

— Positiva, si hay motivos serios para dudar, al menos igual que su contraria.

b) Por razón del objeto:

— De derecho, si se duda sobre la existencia, la obligación y la extensión de la ley.

— De hecho, si se duda si un acto está o no incluido en la ley.

c) Por razón del término:

— Especulativa: si recae sobre la verdad abstracta.

— Práctica: es la duda sobre el acto concreto que se realiza.

Cfr. A. ROYO MARÍN, o.c. 168.

PRINCIPIOS:

1. Nunca es lícito actuar con conciencia dudosa positiva práctica acerca de la licitud de una acción. O sea, no se debe obrar con conciencia prácticamente dudosa.

2. En caso de que no sea posible salir de la duda especulativa por medio de principios intrínsecos (conciencia especulativamente dudosa), es lícito actuar con certeza moral práctica deducida de principios extrínsecos.

3. La duda, puramente negativa, no debe tenerse en cuenta al momento de actuar, aunque tenga alguna razón, siempre de poco peso.

CONCIENCIA ERRÓNEA: La que dictamina un juicio falso acerca de la moralidad de una acción.

DIVISIÓN:

— Vencible: si puestos los medios, el error se puede disipar fácilmente.

— Invencible: cuando es imposible o muy difícil salir del error.

PRINCIPIOS:

1. El que es consciente de un error debe disiparlo antes de actuar.

2. El error vencible no excusa de pecado. Al menos, existe la obligación de salir del error lo más pronto posible.

3. La conciencia que padece un error invencible debe ser obedecida en lo que manda o prohibe.

4. La conciencia invenciblemente errónea, cuando permite algo que está prohibido, y lo hace, no comete pecado.

CONCIENCIA PERPLEJA: "Es la de uno que, situado entre dos deberes, cree

pecar, sea cual sea el partido que elija".

(S. Alfonso, Theol Mor, I, 1).

SISTEMAS MORALES: Son las respuestas de diversas escuelas a la moralidad de un acto frente a una obligación encontrada: la opinión de quien favorece a la ley y otra que apuesta por la libertad. Los "Sistemas Morales" pretenden ayudar a la conciencia —que quiere o debe actuar— a formar un juicio moral ante obligaciones objetivamente inciertas.

DIVISIÓN: En general, se reducen a dos: el "tuciorista" y el "probabilista", que, normalmente, se desdoblan en los siete sistemas siguientes:

— Tuciorismo absoluto: la mínima probabilidad sobre la existencia y obligación de la ley obliga a su cumplimiento.

— Tuciorismo mitigado: obliga en el caso de que la existencia y obligación de la ley se presente como probable.

— Probabiliorismo: dado que existan dos opiniones, se ha de seguir la opinión más probable".

— Equiprobabilismo: se puede seguir cualquiera de las dos opiniones, si ambas son probables.

— Compensacionismo: para eximirse de la obligación de la ley, es suficiente la opinión simplemente probable.

— Probabilismo: para actuar moralmente, basta la opinión probable, aunque sea menos probable que su contraria.

— Laxismo: se puede actuar con una opinión simplemente "tenue" de que la ley no obliga.