CAPITULO VIII

EL SUJETO MORAL

 

ESQUEMA

I. ORIGEN DEL TRATADO ACERCA DE LOS "ACTOS HUMANOS". Ha sido preocupación constante de la ética y de la moral teológico la comprensión y el estudio de los actos humanos. Es decir, aquella actividad, propia del hombre, que permite calificar como "buenas" o "malas" las acciones de cada persona.

1. Ya desde la filosofía griega, el estudio de los actos humanos se hace a partir de la perspectiva del conocimiento y de la voluntariedad de dichos actos. Así lo expone Aristóteles en su Ética a Nicómaco.

2. En la misma línea, Tomás de Aquino expone la doctrina en varios de sus escritos. Si bien es en la I—II de la Suma Teológica donde lo hace sistemáticamente. La extensión de esta parte de la Suma indica la importancia que tiene el estudio de las condiciones requeridas para que la actividad humana pueda ser objeto de juicio moral.

3. Los autores posteriores siguieron esta misma vía y, de este modo, este tratado adquirió gran importancia en los Manuales. Según los distintos autores, al estudio de la actividad humana se le aplicaban los conocimientos de la psicología de la época. Pero son, precisamente, estos estudios los que exigen hoy una orientación nueva: ha cambiado la terminología y las ciencias humanas aportan nuevos datos que es preciso incorporar.

II. LA PERSONA HUMANA: SUJETO MORAL

1. La primera inculpación que se hace a la doctrina de los viejos Manuales es que no han considerado la unidad de la persona, por lo que se les acusa de cierto platonismo en la distinción entre cuerpo y alma. Por el contrario, subrayar la unidad radical de la persona es una exigencia que viene demandada tanto desde el punto de vista psicológico, como por parte de la teología. Pero es preciso evitar el riesgo de pasar desde el dualismo al monismo. Para ello, se puede recurrir a la doctrina, tan frecuente en teología, de "distinguir", pero no "separar".

2. Además de la unidad cuerpo—alma, es necesario atender otros aspectos constitutivos del ser del hombre, que son inseparables de su propia vida y que han de tenerse en cuenta para el juicio moral de sus actos: son su condición social o sociabilidad, la historicidad y, en el cristiano la realidad de la gracia, por la elevación sobrenatural.

3. En este punto se pretende examinar la condición del ser espiritual. El texto trata de descubrir las características del alma humana, que concreta en cuatro: autorreflexión (de la que brota el juicio de la conciencia); la autoposesión (o conocimiento profundo de sí mismo); la autocomunicación (que redimensiona la condición social del hombre) y la autodeterminación (que especifica la carácter de ser libre). Estas cuatro dimensiones u operaciones del espíritu deben ser valoradas y reflexionadas.

4. De las anteriores consideraciones se siguen consecuencias muy decisivas para juzgar la moralidad de los actos humanos. Para hacer un juicio moral, es preciso tener a la vista todas esas dimensiones que confluyen en el hombre. El acto humano es rico y complejo, en él se dan cita múltiples elementos y circunstancias. Por eso entraña también la obligación individual de alcanzar el desarrollo de esa riqueza que encierra su vida. A este respecto, es importante incorporar los hallazgos ciertos de las ciencias, pero sin subordinar la teología moral a las corrientes de opinión que no gozan de la garantía de certeza científica.

III. EL ACTO HUMANO ES EL QUE SE REALIZA CON ADVERTENCIA. En este apartado se estudian las condiciones para que el acto se lleve a cabo con conocimiento, que es lo que posibilita que sea racional. El acto ejecutado sin suficiente conocimiento no se le puede imputar al sujeto. La advertencia requerida puede faltar por causas muy diversas.

IV. EL ACTO HUMANO EXIGE LA DELIBERACIÓN. En este amplio apartado se expone la doctrina sobre la libertad humana. El tema es de excepcional interés y debe reflexionarse sobre él, de modo que, en lo posible, se adquieran ideas claras sobre la libertad. La importancia del tema supera la doctrina de la aplicación concreta a los actos humanos, dado que debe ser objeto de enseñanza más detallada con el fin de valorar la libertad y ayudar a fortalecerla. Sólo el hombre verdaderamente libre será capaz de conducirse moralmente.

V. LA LIBERTAD Y SUS CONSECUENCIAS. Se estudian en este último apartado tres enunciados que han ocupado muchas páginas en los Manuales de Moral tradicionales y que en la actualidad no han perdido importancia. Más aún, en su solución o interpretación se dan cita las distintas corrientes actuales en el campo de la ética teológica.

1. El "voluntario in causa". No se da una nomenclatura común entre los autores, pues algunos lo identifican con el "voluntario indirecto". Aquí se distinguen: mientras el "voluntario in causa" puede desconocer que se siga otro efecto distinto del que se pretende alcanzar, el "voluntario indirecto" se sabe ya, antes de realizar la acción, que tal acto lleva consigo dos efectos, uno bueno y otro malo. Este es el tema que se trata en el apartado segundo.

2. El "voluntario indirecto". Tal como aquí lo entendemos, se identifica con el tema clásico de la "acción de doble efecto". El tema es importante, pues es de frecuente aplicación. Los ejemplos de los Manuales son sólo tipo, pero la actividad del hombre, máxime en la complejidad de la vida actual, es frecuente que a su acción se sigan dos o más efectos, de los cuales alguno sea considerado inmoral. Ahora bien, el hombre debe actuar y no se le puede condenar a abstenerse en su actividad. De aquí la necesidad de esclarecer la doctrina moral. Es conveniente una comprensión adecuada de las cuatro condiciones que se repiten en casi todos los Manuales de teología moral. Su aplicación no es siempre fácil, por lo que en ocasiones entra en vigor el principio de la prioridad de la recta conciencia.

INTRODUCCIÓN

Se hace necesario analizar la acción moral para ver cuándo cabe calificarla moralmente de "buena" o "mala". Este tema ocupaba grandes espacios en los Manuales de Teología Moral Fundamental. Era el capítulo clásico De actibus humanis. Esta temática no ha perdido actualidad, al fin y al cabo lo que interesa a la ciencia ética es que las acciones del hombre sean moralmente buenas, pues del comportamiento personal y concreto depende el orden moral del individuo.

A este respecto, los Manuales clásicos distinguían entre el actus hominis (toda acción que obra o verifica el hombre, pero no de forma consciente, o sea, sin voluntariedad) y el actus humanus (el que lleva a cabo el hombre con advertencia y deliberación). Esta distinción sigue siendo fundamental: la moralidad se refiere exclusivamente al hombre como ser dotado de razón y capaz de actuar libremente. Cuando el hombre no obra como tal, sus acciones caen fuera del ámbito moral, dado que no pueden calificarse de "buenas" o "malas", o mejor, siguen siendo objetivamente "buenas" o "malas", pero pierden el calificativo de "morales", pues el hombre no actúa en su especificidad de hombre como ser inteligente y libre.

No obstante, las nuevas sensibilidades, avaladas por los estudios acerca del hombre, resaltan la unidad profunda de la persona humana, por lo que exigen un planteamiento más extenso, que considere al hombre en todas sus dimensiones y que no atomicen la actividad humana sólo en cada uno de sus actos. Además, los actos singulares son, en efecto, acciones llevadas a cabo con libertad, pero en ellas se refleja la totalidad de la persona y no sólo la libertad, aunque ésta es la expresión última y más específica del ser racional.

En concreto, dos son los problemas que se plantea la teología moral:

1. Es el hombre como unidad, en la integridad de todas sus facultades y circunstancias, el que realiza las acciones que son moralmente buenas o malas.

2. No basta la valoración de los actos singulares, sino que es preciso juzgar la actividad del hombre en su conjunto y las motivaciones profundas. Todo ello permite hablar de la moralidad de la persona y posibilita hacer un juicio moral de cada uno de sus actos. Del primero nos ocupamos en este capítulo. La temática que plantea el segundo lo estudiamos en el Capítulo IX, al exponer la doctrina sobre la "opción fundamental".

Como introducción, dedicamos un apartado al tema clásico "De actibus humanis".

I. ORIGEN DEL TRATADO ACERCA DE LOS "ACTOS HUMANOS" (DE ACTIBUS HUMANIS)

Parece normal que el tratamiento de la conducta moral del hombre estime necesario el estudio previo de las acciones que éste lleva a cabo con conocimiento y deliberación. El planteamiento es ya de la ética griega y es profundizado por Tomás de Aquino.

1. Aristóteles

El estagirita se planteó desde el principio la naturaleza de los actos humanos. Su desarrollo es por demás obvio: después de dos capítulos introductorios dedicados a "la felicidad" (cap. I) y a "la virtud" (cap. II), el capítulo III se titula: "Acciones voluntarias e involuntarias", donde se estudia la actividad humana, conforme a este esquema:

1º — Responsabilidad moral: acto voluntario e involuntario.

2º — Naturaleza de la elección.

3º — La deliberación.

4º — Objeto de la voluntad.

5º — La virtud y el vicio en cuanto son actos voluntarios.

Los capítulos siguientes (IV—IX) estudian los diversas virtudes, para concluir el cap. X con el estudio acerca "del placer y de la felicidad".

Este planteamiento no es ajeno a los primeros escolásticos, que siguen el mismo esquema con ocasión del estudio del pecado. Tal es el caso, por ejemplo, de Pedro Abelardo 4 y de Pedro Lombardo.

2. Tomás de Aquino

Santo Tomás, que en varias materias aprovecha el esquema aristotélico, lo hace una vez más en esta materia. Este esquema se encuentra ya en el comentario a la ética aristotélica', lo repite en el comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, si bien la redacción última, más elaborada, corresponde a la exposición de la Suma Teológica. Como escribe el P. Urdanoz:

"Este importante bloque de cuestiones, en que se exponen los principios de la moralidad, no presenta doctrinas del todo nuevas o por primera vez expuestas en la Suma. Son especulaciones teológicas de los temas planteados ya por Abelardo, y cuya discusión recoge incidentalmente Pedro Lombardo en sus Sentencias. Como exposición de esos textos, los maestros siguientes fueron desarrollando lentamente tales temas. Santo Tomás tiene ya un amplio esbozo de estas cuestiones en su comentario a las Sentencias; sus soluciones básicas permanecen inmutables en otras varias recensiones de sus obras, sobre todo De malo (q. 2). Aquí en la Suma han recibido sus varias doctrinas dispersas una estructuración nueva y más amplia, íntegramente original en numerosos puntos. Y, sobre todo, por primera vez ha desglosado el Aquinate estas cuestiones del lugar precario que ocupaban en los tratados De peccatis, ordenándolas aquí como principios esenciales y prolegómenos a toda moral futura.

Las 114 quaestiones que dedica al estudio de la naturaleza y estructura de los actos humanos, se reparten en el siguiente esquema:

1º — Introducción (qq. 1—5);

2º — Los actos humanos en sí mismos, con una subdivisión necesaria:

a) de los actos propios y específicos del hombre (qq. 6—2 l),

b) de los actos comunes del hombre con los animales o tratado de las pasiones (qq. 22—48);

3º — Los actos en sus principios (qq. 49—114).

Los comentaristas a esta parte de la Suma destacan la armonía y la profundidad de este planteamiento tomista, así, por ejemplo, el P. Urdanoz comenta:

"En los siete grandes tratados que componen esta parte, los elementos de explicación racional ocupan un cuerpo preponderante, casi exclusivo. Aquí aparece en todo su apogeo, casi como en ninguna parte de la Suma, el instrumento de la razón teológica... Ya los contemporáneos exaltan la fuerza sistematizadora de la mente del Angélico que se revela con máximo esplendor en esta construcción moral".

3. Teología posterior

De aquí que este esquema se haya generalizado entre los autores desde el siglo XVI. La exposición de San Alfonso María de Ligorio, con los autores que siguen su esquema, se separan exclusivamente en el orden en que disponen estas cuestiones y en la atención que prestan a la voluntariedad o no voluntariedad del acto humano.

Es de destacar el esfuerzo enorme que se ha puesto en el estudio del actuar del hombre. Era decisivo conocer la influencia de la inteligencia y el desarrollo de la actividad volitiva; analizar la parte que en la acción moral juegan las pasiones y la influencia de la vida afectiva—sentimental; examinar la influencia de factores ambientales, culturales, etc. . Los autores han destacado los finos análisis psicológicos que contiene la exposición de Santo Tomás. De aquí el interés de los Tratados por distinguir el "actus hominis" del "actus humanis": en aquél, actúa el hombre de modo espontáneo; en éste, por el contrario, el hombre se empeña en él, por eso repercute en su existencia. O dicho de otro modo, el "actus hominis" no ejerce influencia en el ser interno del hombre. No sucede lo mismo en el "actus humanus", que afecta a la misma persona que lo lleva a cabo: el hombre se realiza en y por la acción que hace con conocimiento y libertad.

Pero los estudios de psicología y, en general, las llamadas "Ciencias del hombre", a partir del siglo pasado, han llevado a cabo tales investigaciones que aportan datos nuevos sobre el modo como se desarrolla la actividad humana y, en concreto, se han hecho estudios acerca de los factores que posibilitan, favorecen o hacen imposible la vida moral. Además de esos datos, tales ciencias han creado una sensibilidad nueva, de forma que cuando se discurre sobre la actividad humana, encontramos una concepción original de la persona y un léxico desconocido, ajeno a la terminología psicológica con que se expresaban los escolásticos.

A algunos de estos cambios se refiere el filósofo Ferrater Mora:

"El concepto de persona ha ido experimentando ciertos cambios fundamentales, por lo menos en dos aspectos. En primer lugar, en lo que toca a la estructura. En segundo término, en lo que se refiere al carácter de sus actividades. Con respecto a la estructura se ha tendido a abandonar la concepción "sustancialista" de la persona para hacer de ella un centro dinámico de actos. En cuanto a sus actividades, se ha tendido a contar entre ellas las volitivas y las emocionales, tanto o más que las racionales. Solamente así, piensan muchos autores, es posible evitar realmente los peligros del impersonalismo, el cual surge tan pronto como se identifica demasiado la persona con la sustancia y ésta con la cosa, o la persona con la razón y ésta con la universalidad".

Como es lógico, ni las nuevas ideas ni la novedad del lenguaje pueden despertar sospechas en el moralista, antes al contrario, debe asumirlas como conquistas de la ciencia en favor del conocimiento del comportamiento humano. También esto forma parte de ese deseo generalizado de renovación de la moral cristiana. Y, en la medida en que los hallazgos sean ciertos, se deben incorporar respondiendo al carácter científico que, según las enseñanzas del Concilio, corresponde al estudio de la moral católica. No se trata solamente de que esas ciencias hayan contribuido a enriquecer la antropología filosófica, sino que los nuevos datos en relación al conocimiento de la actividad moral permiten hablar de una "antropología moral", que es una parte inseparable del llamado antropocentrismo cristiano, que, como decíamos, se pone en 11 base de la moral católica.

II. LA PERSONA: SUJETO MORAL.

1. Punto de partida: La unidad radical de la persona humana

El tema es extenso y toca por igual la frontera de diversos tratados de teología dogmática: la escatología, la antropología sobrenatural, la mariología, etc., por lo que aquí sólo expondremos aquellos principios que dicen relación inmediata a lo que nos proponemos. Procedemos por medio de enunciados:

a) El hombre no es en rigor un "compuesto" de cuerpo y alma, sino la unidad radical de la persona

En el ser humano se integran en perfecta unidad la materialidad del cuerpo y la espiritualidad del alma, pero ninguno de esos dos elementos por separado constituyen al hombre. Santo Tomás de Aquino afirmó con suficiente radicalidad que el "alma sola no es el hombre", sino el sujeto cuerpo–alma. En consecuencia, todo dualismo que trate por separado las funciones del "cuerpo" y las del "alma" y que en el campo moral menosprecie el cuerpo en beneficio del alma —o, al contrario—, no responde al ser del hombre, tal como ha sido creado por Dios. El hombre en su totalidad es imagen de Dios. En esa misma unidad radical se separó de El por el pecado; es el hombre entero el que ha sido redimido por Cristo y, es, en su totalidad, hijo de Dios.

b) La teoría hilemórfica aplicada al hombre

Si exceptuamos el platonismo y las corrientes que originó esta filosofía, es preciso afirmar que, desde Aristóteles, con todos los sistemas que el aristotelismo ha suscitado en la historia, la razón humana ha sentido la necesidad de explicar al hombre como una unidad profunda y radical. La doctrina del hilemorfismo tomista, aplicada a la relación alma—cuerpo, significa el esfuerzo de la razón por destacar esa profunda unidad. El alma es la "forma" del cuerpo, al modo como la forma de mesa es la que configura la madera y la constituye como tal. Al igual que la mesa es la unidad conjuntada de "materia" (madera) y "forma", de modo semejante, si bien a otro nivel, el hombre es el yo que resume en unidad radical al cuerpo (materia) y al alma (forma). De aquí que al cadáver no cabe llamarle con rigor "cuerpo", dado que no está informado por el alma. Son, como se dice, los "restos mortales" del fallecido.

c) La distinción entre cuerpo y alma

Pero esa unidad radical no justifica el que se niegue toda distinción entre cuerpo y alma. Aquí cabe aplicar ese principio de tanto uso en la teología: "distinguir, pero no separar". El hecho de que dos cosas no puedan separarse no indica que se identifiquen. Este principio se aplica a la creación—elevación, a la naturaleza y a la gracia, a la Iglesia visible e invisible, al Reino de Dios celeste y al temporal, a la historia humana y a la historia de la salvación. Será preciso partir de la unidad, pero sin renegar de esos binomios de distinción. En consecuencia, alma y cuerpo son realidades distintas, de modo que no es exacto decir que el hombre es un "cuerpo espiritualizado" o un "espíritu corporizado"; al menos que se entienda como "corporeidad anímica", o sea, cuerpo informado por un alma, o que "alma corporeizada" quiera expresar un alma que informa un cuerpo. Algunas doctrinas exageran de tal modo la unidad que concluyen negando la distinción entre cuerpo y alma. En tal sentencia, estaríamos ante la concepción antropológica monista a la que se puede llegar como error pendular por rechazo del dualismo.

El Magisterio de la Iglesia ha intervenido en este tema, por lo que la antropología cristiana ha de tener en cuenta esta enseñanza magisterial.

d) En la comprensión del hombre no cabe hablar de "monismo" ni de "dualismo"

Estas dos nociones son insuficientes para interpretar la antropología cristiana. La fórmula que expresa con rigor la persona humana es la de "dualidad". El hombre es la dualidad cuerpo—alma que se avienen de modo original y único a constituir el ser del hombre, que de manera sintética se expresa la unidad radical del yo, y de modo analítico se precisa la distinción —no la separación— entre cuerpo y alma. Toda concepción "monista" es irreconciliable con la interpretación cristiana —además de que todo monismo antropológico acaba tarde o temprano en el materialismo—. De igual manera, no responde a la concepción cristiana cualquier explicación dualista, más o menos cercana a la interpretación platónico.

e) Concepción bíblica del hombre

Tal dualidad parece que es doctrina expresada en la Biblia. Es cierto que la antropología bíblica adquiere otras connotaciones, porque el hombre se entiende en un contexto histórico—salvífico y no se hace de él una interpretación filosófica. Además, porque los términos "nefesh" y "basar" no coinciden exactamente con los términos griegos de "psique" y "soma—sarx" y con sus correspondientes castellanos "alma—cuerpo". No obstante, los libros del Antiguo Testamento, escritos en griego, al menos el libro de la Sabiduría y el Nuevo Testamento exigen una interpretación más matizada.

Sin embargo, aún en el supuesto de que los escrituristas no convengan en esta exégesis, parece que la tradición es unánime en la consideración dual, cuerpo—alma del hombre y que el Magisterio de la Iglesia propone esta antropología como la única válida para la exposición de la fe". En todo caso, a pesar de las profundas diferencias teológico—exegéticas que aquí se debaten, es común a todos los autores el intento serio por descubrir la unidad radical y profunda de la persona humana. Y ésta es, precisamente, la razón de que algunos exégetas y teólogos reinterpreten de modo insuficiente la teoría hilemórfica tomista.

Toda esta reflexión lleva a una consecuencia: la interdependencia profunda que existe entre el alma y el cuerpo. Tal interrelación ha de tenerse en cuenta al juzgar el "actus humanus". La unidad cuerpo—alma supone la causalidad mutua, lo cual se ha de valorar en el dictamen moral sobre la actividad humana concreta.

2. Otras dimensiones constitutivas de la persona

Esta reflexión sólo aclara la unidad que constituye la realidad somático—psíquica que caracteriza el ser del hombre. Pero la moral actual, con la ayuda de las ciencias auxiliares, valora otros elementos que no son ajenos a esa unidad sino que la integran, tales como la sociabilidad, la historicidad y la elevación sobrenatural por la gracia.

a) Sociabilidad

Se trata de que no cabe valorar la persona humana y su actuar moral desde la sola individualidad de su Yo, sino que el hombre es también un ser social. Se ha de evitar el error de considerar la sociabilidad como la esencia del hombre. El hombre no se define por su condición social pero sí es uno de los elementos constitutivos de la persona. De aquí que la consideración moral del individuo supone no sólo valorar las exigencias sociales que atañen a todo hombre, sino atender al acto moral concreto, el cual puede acusar influencias importantes del contexto social y cultural en que se vive. Bajo esta consideración, la sociabilidad se integra también en lo más radical del ser humano y, consecuentemente, influye en la actividad moral:

"Cuán amplia sea la parte que le corresponde a la comunidad en el desarrollo de los valores morales del individuo, lo podemos rastrear comparando la elevación a que puede llegar el que pertenece a una comunidad elevada con la que alcanza el individuo de una comunidad inferior. Las más elevadas iniciativas y los esfuerzos personales más enérgicos del individuo que pertenece a una agrupación inferior no alcanzarán a adentrarlo en el mundo de los valores tan plena, profunda e intensamente como las del que es miembro de una comunidad ideal. Con lo que vamos diciendo no queremos zanjar la cuestión del mérito que asigna Dios a cada esfuerzo. Pero sostenemos que es mejor el hombre que vive en una sociedad sana, que el que vive en un ambiente degenerado, aunque supongamos que ambos realizan igual esfuerzo. El adelanto en la virtud, o los actos que la demuestran, los realiza él, pero es la comunidad quien los procura".

Consecuentemente, en la valoración moral de los actos del individuo también se ha de tener a la vista el contexto social en que desarrolla su propia existencia. He aquí dos anotaciones que han de tenerse en cuenta:

— La moralidad no atañe exclusivamente a la interioridad del individuo y sus actos relativos a su singular persona, sino que el campo de la moralidad se extiende a las relaciones que origina la sociabilidad en la convivencia con los demás hombres. La "projimidad" no es ajena a su "mismidad", sino que ambas tienen el mismo origen y están en relación de causa a efecto. Cabría decir aún más: dada su procedencia y su manifestación exterior, se podrían tomar las manifestaciones con los demás como medida ética de la propia conducta. Cabe referir a ese criterio la enseñanza de San Juan relativa al amor al prójimo: "Si no ama al hermano a quien ve, ¿cómo va a amar a Dios a quien no ve?" (1 Jn 4,20).

— La segunda consecuencia está ya apuntada y será de nuevo estudiada en el Capítulo XII, sobre la naturaleza del pecado. Se trata de la influencia de "los otros" en la configuración de la conducta moral del individuo. En un cierto sentido, cabría afirmar que el sujeto moral es sólo el hombre individual, pero también la sociedad es sujeto de valores y contravalores morales. La comunidad social ofrece ciertos criterios éticos que el individuo puede rechazar o aceptar. Nuevamente nos encontramos ante la necesidad de llevar a cabo una síntesis entre individuo y sociedad.

b) Historicidad

De igual modo, la teología moral considera la temporalidad de la existencia como elemento integrante de la persona humana. Tampoco la historia es algo que toca tangencialmente la existencia del hombre, sino que afecta por igual a su condición individual y social. De lo cual se infiere que, así como el hombre tiene historia, también la historicidad condiciona su actividad moral.

"El hombre no es sólo una realidad individual y social, sino también una realidad histórica bajo ambos puntos de vista. Recibe el hombre por influencias para el bien y para el mal en la historia biográfica propia, en sus vivencias pasadas y presentes, y asimismo en su participación en la historia de los diversos ambientes que lo circundan. Activa y pasivamente el hombre se relaciona con su tiempo y con su visión espiritual, positiva o negativa, con su pasado, presente y futuro, con sus alegrías y con sus preocupaciones... (pero) en todas las situaciones contingentes encuentra un fundamento esencial que trasciende a las situaciones mismas, y que es norma y criterio de sus decisiones morales. Sin embargo el hombre debe saber orientarse también en las circunstancias accidentales que acompañan a este fundamento esencial. Sólo una línea de conducta subjetiva moralmente exacta y la adhesión a lo que en una situación es esencialmente vinculante, nos salvan del relativismo de una falsa ética de situación... El hombre como realidad histórica está inscrito en situaciones singulares contingentes e históricas cuyos sujetos, participando activa o pasivamente, son hombres o grupos humanos".

Entre el historicismo relativista y la consideración fijista de la existencia humana, es preciso incluir el condicionamiento de la historia como factor que puede influir en la vida moral de cada individuo.

Por su interés y más cercano a nuestro tema, recogemos un texto del Vaticano II, en el que se destaca la importancia de la historia en la existencia humana. La doctrina del n. 5 de la Constitución Gaudium et Spes es un texto de excepcional interés para la teología moral:

"La turbación actual de los espíritus y la transformación de las condiciones de la vida están vinculadas a una revolución global más amplia, que da creciente importancia en la formación del pensamiento, a las ciencias matemáticas y naturales y a las que tratan del propio hombre, y, en el orden práctico, a la técnica y a las ciencias de ella derivadas. El espíritu científico modifica profundamente el ambiente cultural y las maneras de pensar. La técnica, con sus avances, está transformando la faz de la tierra e intenta ya la conquista de los espacios interplanetarios. También sobre el tiempo aumenta su imperio la inteligencia humana, ya, en cuanto al pasado, por el conocimiento de la historia; ya, en cuanto al futuro, por la técnica prospectiva y la planificación. Los progresos de las ciencias biológicas, psicológicas y sociales permiten al hombre no sólo conocerse mejor, sino aún influir directamente sobre la vida de las sociedades por medio de métodos técnicos. Al mismo tiempo, presta cada vez mayor atención a la previsión y ordenación de la expansión demográfica. La propia historia está sometida a un proceso tal de aceleración, que apenas es posible al hombre seguirla. El género humano corre una misma suerte y no se diversifica ya en varias historias dispersas. La humanidad pasa así de una concepción más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis".

Las consecuencias que se siguen para la vida ética son importantes. Baste subrayar la siguiente: La revolución técnica y científica no es ajena a la situación singular del hombre que las crea; pero, simultáneamente, esa novedad influye en su sensibilidad. Tal sensación de cambio acelerado es una de las causas de esa concepción "dinámica y evolutiva" de toda existencia frente a la concepción acentuadamente estática de la cultura anterior. Es evidente que esta situación no es ajena a los planteamientos y soluciones de la teología moral.

c) Elevación por la gracia

También es decisivo en la valoración de la unidad personal el carácter sobrenatural de esa nueva vida que se le ha comunicado en el Bautismo. El cristiano es más que un simple hombre. La sobrenaturaleza toca profundamente todas las dimensiones de la persona, sin excluir el entendimiento, la voluntad, la libertad, los sentimientos, etc. El "hombre nuevo" dispone de la gracia como una nueva interpretación de la existencia y de los valores, pero asimismo le proporciona una ayuda especial que le facilita la lucha contra las pasiones y posibilita esa dinamicidad que le faculta para hacer actos sobrenaturales. Todo el organismo sobrenatural no se sitúa en el cristiano como un añadido, sino como realidad compleja y única. Al modo como el pecado de origen afectó a la totalidad del hombre, de modo semejante, la gracia concierne a la totalidad de la persona. De aquí su necesidad para llevar una existencia cristiana

Dos citas de Spicq disculpan de extenderse en este tema, ya ampliamente expuesto en los Capítulos IV—V. El P. Spicq expone así esa nueva naturaleza del bautizado:

"Cuando regenera a un hombre de carne y hueso y le comunica su naturaleza (2 Pet 1,4), esta divinización transforma ante todo sus facultades espirituales: gracia e inteligencia sobrenaturalizada son inseparables (Eph 1,7—8). Existe una afinidad propia entre el pneuma divino y el nous del bautizado; éste se reviste del hombre nuevo para renovarse en el conocimiento. Así, a partir de la profunda regeneración bautismal, el influjo creciente del Espíritu Santo renueva sin cesar el espíritu del creyente, es decir, en el lenguaje del Nuevo Testamento, nada expresa mejor la asimilación del cristiano a Dios que esta renovación del "pneuma" del "nous", es decir, la espiritualización progresiva de los pensamientos de la facultad cognoscente, ya que la perfección consiste en llegar a poseer una "inteligencia espiritual" que capte "el pensamiento de Cristo" (1 Cor 2,16), que tenga los mismos sentimientos de Cristo (Phil 2,5 )".

Esta doctrina muestra cómo en el hombre sobrenaturalizado, el conocimiento y, en general, la vida afectiva —los 1 4 sentimientos"— trasciende el ámbito puramente psicológico, pues están transformados por la gracia. Esto completa la doctrina tradicional sobre el actus vere humanus, pues no se trata sólo de que el acto sea racional: aquí alcanza un "conocimiento espiritual" (Col 1,99).

Pero la gracia también facilita el cumplimiento de las normas y le ayuda a vivir las exigencias morales de la nueva vida:

"Esta moral de transformación en Cristo va mucho más lejos que la observación de los preceptos. El discípulo continúa, prolonga la vida misma del Señor; la reproduce y la refleja, porque está en comisión permanente con la fuente misma de esa vida. Según la epístola a los Hebreos, los que están en peregrinación hacia la ciudad celeste tienen un estatuto de gracia idéntico al del su Precursor, se han asociado a El y participan de sus pruebas y de su gloria (Hebr 3,1,14, métajoi). Para San Pedro, en esta asociación con Cristo consiste la vocación misma de los cristianos... Para San Pablo, la "ley de Cristo" (Gál 6,2) es una ley orgánica que hace vivir al creyente a ritmo de la vida del Salvador muerto y resucitado. El despliegue de la existencia del neófito —injertado en Cristo— se verifica necesariamente siguiendo un doble proceso: una necrosis por la que los sufrimientos y la paciencia de Cristo sobreabunda en él (2 Cor 1,5; 2 Tes 3,5) y correlativamente una symbiosis vivificación y resurrección incesante producida en él por la gracia omnipotente del Señor de la gloria (2 Cor 6,9; Phil 3,10). Así, pasando por la muerte para llegar a la vida, se pone de manifiesto la presencia y la acción de Cristo".

A la luz de esta doctrina, el cristiano debe valorar los actos de su vida moral. Esta, además de entenderse desde la vertiente psicológica y social, ha de considerarse también bajo la acción de la gracia y de la opción cristiana, que le determinan a actuar como seguidor e imitador de Jesucristo.

En consecuencia, estos "elementos" postulan del moralista la necesidad de tenerlos en cuenta al hacer un juicio de valor de la actividad moral de la persona. De este modo, el tratado de actibus humanas adquiere una dimensión más amplia que la clásica, que trataba de hacer el estudio de cómo actúa la psicología humana en orden a que sus actos pudiesen denominarse verdaderamente actos humanos porque se hacían con conocimiento y porque la voluntad actuaba libremente.

Pero toda esta amplia temática exige, a su vez, un planteamiento más extenso, que, normalmente, no consideran los autores de teología moral. Sin él se corre el riesgo de una consideración parcial de casi todos los temas que aquí nos interesan. La explicación que sigue ayuda de modo eficaz tanto a conocer las características propias del actuar humano, como a la fundamentación de la vida moral. Se trata de buscar la razón última de la actividad específicamente humana, así como de fundamentar las condiciones que permiten calificarla de "moral".

3. Estructura psíquica del sujeto moral

En este apartado tratamos de expresar la riqueza que constituye el ser espiritual, de lo que derivan consecuencias para la vida moral.

Los filósofos y científicos no se ponen de acuerdo sobre cómo y dónde es preciso señalar una cesura ontológica o distinción esencial en la escala de los seres creados. La filosofía clásica distingue tres órdenes del ser, separados entre sí por un límite de esencias: la materia inorgánico, la vida y la racionalidad. Algunas corrientes científicas y filosóficas se niegan a poner una frontera que separe la materia y la vida o entre la vida vegetativa y vida animal. Se trata, afirman, de una sucesiva complejidad de elementos. No faltan tampoco, como es sabido, quienes sostienen que dentro de esa complejidad en ascenso de los niveles vitales queda incluido el hombre, a quien sitúan como un grado más perfecto a partir de la materia, o, para otros, desde la vida animal, tal como lo describe, por ejemplo, Edgar Morín.

Ahora bien, sea cual sea el punto de vista de algunos científicos, la fe supone que, al menos, en el hombre es preciso situar una novedad radical que le viene por su calidad de ser espiritual. Es decir, el espíritu es una realidad cualitativamente original, que excluye la homologización con cualquier otro ser. El espíritu comporta una cualidad radicalmente nueva, que tiene origen no en el enriquecimiento de la vida, —menos aún de la materia—, sino en que acusa su ascendencia divina. Desde la primera página de la Biblia, el hombre se sitúa en la línea de Dios, hecho a su imagen y semejanza (Gén 1—2).

Es cierto que los teólogos discuten en qué consiste exactamente esa realidad que hace que el hombre sea semejante a Dios. Sin embargo, cualquiera de las interpretaciones que se han dado —el conocimiento y la voluntad, la alteridad, la posibilidad de diálogo o de apertura, etc.—, todas ellas suponen en el hombre esa realidad nueva, que en las diversas culturas se denomina "alma".

Pero, ¿qué es realmente el alma? Prescindiendo de las evoluciones semánticas del término, cabe denominarla con el nombre genérico de "espíritu". Dios es espíritu puro (Jn, 4,24), pues bien, la condición espiritual del hombre le sitúa en la vecindad de Dios: es imagen suya, pues participa de su vida espiritual. Cuando la denominamos "alma", se entiende un espíritu encamado. O sea, el "alma" es el "espíritu" del hombre.

Más difícil aún es definir el espíritu. Quizá no sea posible definirlo más que de un modo negativo diciendo lo que no es, por referencia a los seres materiales. Ahora bien, una realidad, cuando no es fácil definirla, el entendimiento la aborda por el discernimiento y descripción de sus operaciones. En este caso, el tema se resuelve en esta pregunta: ¿cuáles son las operaciones propias del espíritu? ¿qué actividades caracterizan la vida del espíritu? y, en consecuencia, ¿qué operaciones son específicamente espirituales?

La respuesta a estas preguntas nos sitúa ante la posibilidad de adentrarnos en la naturaleza del ser espiritual, y facilitan, a su vez, el conocimiento de la actividad moral del hombre. Cabe enunciar cuatro actividades características del espíritu, que la filosofía clásica reduce a dos: entendimiento y voluntad". Son las siguientes:

a) Auto—reflexión

La primera operación que caracteriza al espíritu es la auto—reflexión. En efecto, ni la materia ni la vida reflexionan sobre sí mismas. La materia es un conjunto molecular que aumenta y disminuye por agregación o sustracción. Parece distinta la novedad que identifica a los seres vivos, los cuales sufren los agentes externos de modo no exclusivamente matemático, sino que afectan a su constitución interior. Los clásicos hablan del "alma vegetativa" y "alma sensitiva", lo que significa que las plantas y los animales están dotados de sensación". Ahora bien, esa sensibilidad es padecida, pero no es refleja, es inconsciente. "El animal siente, pero no se siente", afirma Zubiri con precisión. El animal goza de una cierta conciencia sensible: por obra del llamado sentido común; es decir, el animal siente que siente, pero no es capaz del reflexivo "se".

La sensibilidad del animal ante un estímulo se traduce en sensación, pero él no "cae en la cuenta", carece de la facultad de reflectar sobre sí mismo para ser consciente —"tener consciencia"— de su sensación. Esa falta de conciencia de sí mismo acusa la carencia de cualquier elemento espiritual: es el espíritu la única realidad que tiene esa cualidad de flexionar sobre sí mismo y "caer en la cuenta" de la identidad propia, y de aquello que está aconteciendo en su ser.

Precisamente la conciencia sensitiva de sí mismo es el primer grado en que se manifiesta el carácter espiritual del hombre, capaz de tener sensaciones y reflexionar sobre ellas, padecerlas conscientemente, asumirlas o rechazarlas, con lo que disminuye su dolor o puede multiplicar su capacidad de gozo. Y todo esto a nivel de pura sensación, en lo más periférico de su cuerpo, cual son los sentidos. Es lo que cabe llamar conciencia sensitiva.

Pero esa capacidad de re—flexionar propia del espíritu, si bien se refleja ya en los sentidos, no concluye en ellos. El espíritu puede volver sobre sí mismo, "reditione completa", decía Santo Tomás, a un nivel superior, el intelectual". Ese momento de reflectir sobre sí y "caer en la cuenta de lo captado" en el mundo exterior, es lo que constituye el conocimiento racional. Precisamente el conocimiento lo define García Morente como "un salir del sujeto hacia un objeto fuera de sí y un retorno a sí mismo, en cuyo sí mismo, se realiza la vivencia del conocer".

Esta doctrina tiene aplicación inmediata a la actividad moral. El acto humano supone el conocimiento; pero no existe un conocer verdaderamente digno del hombre, sino es consciente de la verdad que conoce, es decir, si se lleva a cabo de un modo irreflexivo. De aquí que, aquellos conocimientos que no alcancen la lucidez de la conciencia racional no pueden estimarse como plenamente humanos y, por consiguiente, no constituyen moralidad.

En el conocimiento racional se ha puesto siempre la diferencia del hombre respecto del animal. Así escribió San Agustín:

"No te diferencias del animal a no ser por el entendimiento. ¿Dónde proviene, pues, que tu seas mejor? De la imagen de Dios. ¿Dónde está esa imagen? En la mente, en el entendimiento... El hombre podría oscurecer esta imagen por el pecado, pero no borrarla".

San Agustín insinúa en este texto cómo en la vida moral el hombre puede oscurecer las ideas éticas, lo que plantea diversos problemas. Primero, la importancia del saber lo que es moralmente "bueno" o "malo". La ciencia ética afirma sin ambages que no existe el "bien" y el "mal" moral formal cuando falta el conocimiento. Pero también se puede cuestionar qué grado de conocimiento se requiere para una culpabilidad grave. Aquí cabe contemplar el caso de los niños, de los rudos, de los que están en situaciones psíquicas determinadas, etc. Estos y otros casos el sacerdote tiene que valorarlos en el momento de la confesión sacramental.

Pero plantea otro tema no menos grave, la deformación del conocimiento debido a que las costumbres lo corrompan. San Pablo habla de "katerzarmenoi tón noûn" (2 Tim 3,8; cfr. 1 Tim 6,5), es decir, de la "corrupción de la razón". En efecto, la mente humana se puede volver loca cuando confunde las realidades físicas: el loco que sufre disloque de personalidad o tiene falsas imágenes de personas o acontecimientos reales. Pero, en ocasiones, la razón puede confundir no el mundo físico, sino el mundo de los valores. Es evidente que cuando la persona individual o un grupo social o una cultura determinada hace una interpretación falsa de los valores, de modo que a la verdad la llaman error y al error, verdad, o que al mal lo califica de bien y el bien lo considera un mal, estamos ante el hecho de una "corrupción de la razón". Tal puede ser el caso de un sector de la cultura actual que desprecia valores morales y ensalza claros y patentes contravalores, tales como el divorcio, el aborto, el terrorismo, situaciones de flagrante injusticia social, etc. Esta situación recuerda la sentencia de San Pablo referida a los paganos: "trocan la verdad de Dios por la mentira... por lo cual Dios los entregó a las pasiones más vergonzosas" (Rom 1,25—26).

En estas circunstancias se impone la necesidad de discernir el grado de culpabilidad, así como la obligación de la persona de instruirse cuando padece un oscurecimiento culpable o inculpable de los valores éticos cristianos. La ilustración de estos temas queda expuesta en el apartado de Principios y definiciones, al final del Capítulo.

La auto—reflexión de la que es capaz el espíritu no concluye en la reflexión intelectual, la cual da lugar al conocimiento racional. Existe también la re—flexión sobre la propia actuación: el espíritu, además de ser capaz de hacer juicios teóricos, realiza también juicios prácticos. En este tercer nivel de reflexión se encuentra la conciencia moral.

La conciencia moral no es sino la re—flexión del espíritu mediante la cual hace un juicio del valor ético de las propias acciones. Pero de este tema nos ocuparemos en el Capítulo X, que trata de la conciencia moral.

b) Auto—posesión

La segunda cualidad del espíritu es la de auto—poseerse. "¿Qué hombre conoce lo que en el hombre hay sino el espíritu que está en él?" (1 Cor 2,11). La posibilidad de re—flexión de que es capaz el espíritu es tal, que puede encontrarse con—sigo—mismo. Cabe llegar a tales niveles de re—flexión que el sujeto se adentro en las profundidades de su mismo ser. Cuando tal sucede, es lo que en lenguaje normal se denomina "ensimismarse", o sea, encontrar—se con—sigo—mismo, instalarse en su mismidad, hasta identificar ser y espíritu (pensamiento). Tal es el caso único de Dios, en el que "ser" y "pensar" se identifican: El es espíritu puro (Jn 4,24).

El "ensimismamiento" supone riqueza interior de la persona, que se opone a la frivolidad y a la vida puramente extrovertida, sin la profundidad que comunica el poseerse a sí mismo. Santo Tomás afirma del alma que ,,está presente a sí misma". Los niveles del "ensimismamiento" lo alcanzan ciertos individuos con capacidad de concentración: aquellos, en general, que poseen un espíritu creador, como puede ser el caso de los artistas y los que disponen de un poder superior de reflexión, como los intelectuales. El grado más alto se encuentra en los místicos, porque, además de poseer un conocimiento más perfecto de la intimidad que cultivan expresamente, encuentran a Dios en la profundidad de su ser. En lo más íntimo del hombre lo sitúa San Agustín.

En lo más hondo de su ser, mediante la auto—posesión, el hombre encuentra la riqueza de lo que realmente es, o sea, alcanza su mismidad, su YO. En este sentido, su ser es algo incomunicable; no puede compartir con otros su mismidad. Ahí se comprende a sí mismo como individuo único e incomunicable, o sea, como "persona". Los clásicos la denominan "supositum" a la persona como ser espiritual. Es el "individuarse", o sea, "in—diviso", uno en sí mismo, e in—comunicable a otro". De aquí que, cuando comparte su vida con los demás —tal es el caso del matrimonio— no puede perder esa mismidad, pues constituye su Yo. Lo cual no es equiparable al egoísmo; por el contrario, comunica más y mejor en cuanto mantiene y enriquece esa mismidad personal". La única comunicación plena del hombre es con esa trascendencia a la que su propia intimidad dice relación. En ese nivel tan profundo e íntimo se sitúa el fundamento de la teonomía moral. Tal mismidad merece la veneración más sincera y real. De aquí el respeto debido a esa intimidad, la cual, cuando se traduce a niveles morales, llamamos respeto a la conciencia, que se denomina "sagrada" y se la llama el "santuario del alma".

Esta segunda cualidad, la auto—posesión, que caracteriza al ser espiritual es decisiva para juzgar el acto moral. La personalidad ética pasa por esa autoposesión de la intimidad de su ser. Quienes no son capaces de encontrarse con—sigo mismo y autoposeerse, carecen de personalidad. Nicolai Hartmann precisaba esta distinción entre persona y personalidad: "Persona es todo hombre; el ser persona es algo común a todos. Personalidad, por el contrario, no la tienen todos los hombres. Es aquello que tiene un hombre como propio, que no es ni carácter, ni la fuerza del temperamento: no le viene por el ser, sino por el Ethos".

La personalidad supone, pues, esa riqueza del propio ser, poseído conscientemente, en virtud de la capacidad de re—flexión penetrante que se adentra en los abismos insondables de su mismidad. De lo cual cabe deducir que el hombre de "personalidad" es el que por la reflexión alcanza criterios propios y se guía por criterios subjetivos, pero cuando éstos son objetivamente contrastados, lo que da lugar a convicciones profundas. La personalidad se alcanza cuando se puede experimentar el ser—sí—mismo, lo que Heidegger denomina con el neologismo de "mismación" o "mismidad" (selsbigkeit) o "ser consigo mismo" (sein mit ihm selbst).

Pero tal auto—posesión, como actividad del alma, no es fin en sí, su riqueza y autenticidad conducen al espíritu al ejercicio de la tercera cualidad que le caracteriza, la auto—comunicación.

c) Auto—comunicación

Cuando el espíritu, mediante la auto—reflexión se ha encontrado consigo mismo y se auto—posesiona de sí, adquiere tal riqueza que tiende a comunicarse. La dinamicidad del espíritu no le permite encerrarse sobre sí mismo, sino que necesariamente se comunica. Con ello se expresa el constitutivo fundamental de la alteridad. El ejemplo máximo, que nos acerca a descubrir el misterio insondable de Dios como ser espiritual, es la Santísima Trinidad, en la que la riqueza desbordante de Dios se autocomunica en la mismidad de su naturaleza en la Trinidad de Personas.

Sabemos que, a partir de la fe en la Trinidad como ser auto—comunicable —pues es Espíritu Infinito y sólo espíritu—, la razón humana no fijaría límites a esa comunicación íntima y total de Dios. Es, precisamente, la fe la que enseña que la autocomunicación de Dios se clausura en la Trinidad de Personas; pero la inteligencia humana no encontraría razones para fijar sólo en el Hijo y en el Espíritu Santo esa comunicación que caracteriza al ser espiritual, rico y purísimo que es Dios.

En cierto sentido —con la limitación humana—, cabe decir lo mismo del espíritu encarnado que es el hombre. Su ser no se realiza en soledad incomunicable, sino en la alteridad de la comunicación. Aquí se encuentra la razón última de su sociabilidad, que, como se decía más arriba, no le viene al hombre del exterior, de las necesidades para sobrevivir o de las instancias necesarias que le imponen al individuo la vida social, sino que tiene origen en su mismidad. La sociabilidad, decíamos, se origina no "desde fuera" del hombre, sino "desde sí mismo", a partir de la interioridad de su ser. Como se ha dicho acertadamente, el hombre es un "ser dialógico".

Los pensadores y los filósofos lo han expresado de múltiples formas. Es conocida la sentencia de Aristóteles:

"De donde se concluye evidentemente que el Estado es un hecho natural, que el hombre es un ser naturalmente sociable, y que el que vive fuera de la sociedad por organización y no por efecto del azar, es, ciertamente, o un ser degradado o un ser superior a la especie humana; y a él pueden aplicarse aquellas palabras de Homero: "Sin familia, sin leyes, sin hogar..." El hombre, que fuese por naturaleza tal como lo pinta el poeta, sólo respiraría guerra, porque sería incapaz de unirse con nadie, como sucede con las aves de rapiña".

Los pensadores modernos lo han expresado en otros términos. Así para Heidegger, la sociabilidad es uno de los tres existenciales, que en el plano de la existencia, caracterizan al hombre, al que define como un—sercon—otros.

"Los otros no quiere decir lo mismo que la totalidad de los restantes fuera de mí de la que se destaca el Yo; los otros son, antes bien, aquellos de los cuales regularmente no se distingue como mismo, entre los cuales uno es también uno... El mundo del "ser ahí" (el hombre) es un "ser con". "El ser—ahí" (el hombre) es "ser con" otros. El "ser—en—si" intramundano de éstos es "ser ahí con otros... El "ser—con" determina existencialmente el "ser ahí" (o sea, el hombre)".

Zubiri viene a comentar el pensamiento heideggeriano con esta sentencia:

"Esta unidad radical e incomunicable que es la persona, se realiza a sí misma mediante la complejidad del vivir. Y vivir es vivir con las cosas, en los otros y con nosotros mismos en cuanto vivientes. Este "con" no es una simple yuxtaposición de la persona y de la vida: el "con" es uno de los caracteres ontológicos formales de la persona en cuanto tal, y constitutivamente "personal". El no vivir ese "con", sería una especie de contra ser o contra existencia humana".

El más ardiente expositor de la filosofía de los valores éticos, Max Scheler, escribe:

"Cada persona concreta puede ser considerada con la misma singularidad como persona social y como persona íntima, siendo ambos aspectos o facetas de la misma realidad indivisible".

A estos autores cabría sumar la formulación de Martin Buber que sentencia:

"El hecho fundamental de la existencia humana no es el individuo tal ni la colectividad en cuanto tal El individuo es un hecho de la existencia en la medida en que entra en relaciones con otros individuos. El hecho fundamental de la existencia humana es el hombre con el hombre Esta esfera, que ya está planteada en la existencia del hombre como hombre la denominamos, la esfera del "ente". Constituye una protocategoría de la realidad humana".

O la sentencia tan gráfica de Laín Entralgo que especifica en funciones gramaticales la alteralidad del ser humano, a quien el autor español define como un "ser para el encuentro":

"Carácter genitivo, carácter coexistencial, carácter dativo y expresivo, carácter compresencial e imaginativo de la existencia humana: he aquí, en orden sistemático, los principales supuestos de la relación —y, por tanto, del encuentro— que me descubre un análisis atento del ser que yo soy. Pero nombrando así esos cuatro radicales caracteres de mi existencia, que no paso de nombre una serie de abstracciones exangües, porque a todos ellos es inherente... su encarnación, su constitutiva referencia a mi condición, a mi cuerpo. Mi existencia se presenta con un carácter a la vez corporalmente genitivo, corporalmente coexistencial, corporalmente dativo y expresivo y corporalmente comprensencial e imperativo".

Esta misma temática es común a Rof Carballo.

Cabría hacer una antología de textos, todos ellos literalmente brillantes y expresivos, en los que los diversos autores han querido dar a entender la estructura de alteridad —dialógica— que corresponde al hombre en virtud de su calidad de ser espiritual.

Evidentemente, del planteamiento aquí expuesto, a partir del análisis de la naturaleza del ser espiritual, se deduce que no cabe un planteamiento dialéctico entre autoposesión y autocomunicación. Pero, en el caso de que se plantee la opción entre el individuo y la sociedad, la elección cae primariamente sobre la importancia de cada individuo y de su responsabilidad ética, frente a la consideración de la sociedad y la oferta o demanda que ésta hace al hombre concreto de sus valores morales. Esta elección es una consecuencia del personalismo cristiano, frente a cualquier opción de tipo "socializadora". Es consecuencia lógica de la naturaleza del espíritu: la auto—reflexión (la racionalidad) y la auto—posesión (el conocimiento y posesión de sí mismo) posibilitan y dirigen la auto—comunicación, o sea la relación con los demás y no al contrario.

d) Auto—determinación

Es la cuarta y última operación que caracteriza la vida del espíritu. Significa ya el culmen de la actividad espiritual que supone las tres operaciones anteriores, pero, al mismo tiempo, les da su verdadero sentido. Se trata de que el espíritu, al poder auto—determinarse, especifica su condición de actuar libremente. La libertad es esa capacidad de autodeterminación que es patrimonio común sólo de los seres espirituales que lo diferencian del animal:

"En esto se muestra la perfección y la dignidad de la vida intelectual o racional. Porque, mientras los no vivientes no se mueven, entre todos los vivientes.... sólo el hombre es dueño de sus actos y se mueve libremente a lo que quiere".

En esta cuarta dimensión el hombre se define por la libertad, que es elemento imprescindible del acto moral. Los autores de todos los tiempos definen el acto moral en cuanto es un acto libre: "Secundum hoc enim aliquid ad genus moris pertinet, quod est voluntarium", sentencia Santo Tomás.

Del tema de la libertad nos ocuparemos seguidamente, pues necesita un tratado aparte. Así lo han sentido los autores que dedican un amplio capítulo a las condiciones de libertad que precisa el acto humano para que pueda denominarse como tal y, en consecuencia, adquiera carácter moral.

Resumen: Estas cuatro funciones u operaciones del espíritu son comúnmente aceptadas. No dependen de escuelas filosóficas. También las corrientes del neomarxismo que aceptan la categoría "espíritu" reconocen, con distinta terminología, esas "operaciones", si bien su interpretación está condicionada a diversas concepciones antropológicas. Así, por ejemplo, mientras que Tomás de Aquino habla de "reditione completa" y de "autodeterminatio", Ortega y Gasset subraya el "ensimismamiento" y la "alteridad". Pero esto no es contrario a nuestro planteamiento, sino complemento de corrientes filosóficas diversas.

4. Consecuencias para el acto moral

De esta consideración sobre la naturaleza y operaciones del espíritu derivan no pocas consecuencias para la ética teológica, y, en concreto, para el capítulo relativo al sujeto moral, del cual nos ocupamos. Algunas están ya consignadas, pero es necesario subrayar otras. Estas son las más importantes:

a) Sea la primera justificar esas cuatro características que hemos señalado como específicas del espíritu. Es tradicional referir solamente dos: la autorreflexión y la autodeterminación. Pero las otras no eran desconocidas, más bien se subrayaban aquellas, en razón de los dos elementos que se estudiaban para que la actividad llegase a ser un acto humano, o sea, el conocimiento y la libertad. Pero estas "facultades del alma", como enseñaba la doctrina escolástica, se enriquecen cuando se contemplan como realidades que emanan de la misma naturaleza del espíritu y se las contemplan unidas y complementadas con las otras dos. Con ellas se ilumina la especificidad del actus humanos.

b) Tal dinamismo psicológico no es ajeno al cuerpo, de forma que todas esas funciones se realizan en el hombre concreto. De aquí que haya de tenerse en cuenta la realidad somático. La estructura biológica y psíquica es objeto hoy de una ciencia, la Psicofisiología. El moralista debe considerar esos factores, y en ocasiones demandará la ayuda del médico o del psicólogo. Habrá que prestar atención a las necesidades primarias: hambre—sed, cansancio—descanso, dolor—placer, etc. Capítulo muy importante es la vida afectivo–sentimental. En conjunto, los tres estratos, —si cabe hablar así de modo analítico—, corporal, vital y pático o afectivo se integran en ese nivel superior de la inteligencia y de la voluntad y constituyen la unidad del sujeto moral.

c) El carácter espiritual del alma humana, con las funciones que le son inherentes, manifiesta la gran dignidad del hombre, pero no le es ajeno la realidad del cuerpo. El hombre es hombre y no ángel. Por eso no es dificultad alguna la aparente objeción de que aquellos sujetos que no son capaces de ejercer tales operaciones, como son los niños o los dementes, no deben considerarse como personas. Una cosa es "ser persona", y otra bien distinta es el "obrar personal". Aquí cobra realidad esa profunda relación somático–psíquica. El hombre es la unidad cuerpo—alma, aunque ésta no pueda ejercer sus funciones. Por lo demás, un trastorno corporal puede impedir el ejercicio de las funciones espirituales. Las cuatro acciones propias del espíritu son del espíritu encarnado, pero factores conocidos u ocultos pueden dar origen a trastornos somáticos y psíquicos. De aquí los intercambios entre la medicina y la psicología. La depresión no se cura, por lo visto, sólo con razonamientos de los psicólogos, sino que exige la ayuda de los fármacos. Lo mismo cabe decir de los hipocondriacos. Estamos ante el caso de una anormalidad psíquica. También el niño recién nacido es persona, si bien no puede ejercitar las funciones espirituales, ni siquiera tiene dominio sobre su cuerpo. Como escriben Mausbach—Ermecke:

"También el niño en el seno materno y los dementes son "personas" a través de su alma, imagen de Dios, aunque momentáneamente o para siempre el alma esté impedida en su desarrollo vital. Sin embargo, como carecen de la actividad más importante de la persona, la autoconciencia y autodeterminación de la voluntad, en estos casos no se puede hablar de "personalidad". Esta expresión implica la actividad libre del yo en el desarrollo de la naturaleza individual".

d) La dignidad del hombre procede de la realidad espiritual. Es el espíritu lo que hace que sea persona, y como tal sea sujeto de derechos y deberes, pues se puede comprometer y los puede exigir.(El animal no tiene "derechos"). De aquí la igualdad entre el hombre y la mujer. Como afirmaba ya San Ambrosio "el alma no tiene sexo". O como enseñaba Tomás de Aquino, "la imagen divina se da en los dos sexos, porque tal imagen es "secundum mentem y ésta no es sexuada". Pero el modo peculiar de ejercitar cada una de esas cuatro operaciones —tal como estudia la psicología— explican las diferencias que existen entre el hombre y la mujer: forjan tanto su identidad como su complementariedad. La diferencia de sexos además de somático, es también psíquica; o sea, la especificidad masculina o femenina tiene origen en una unidad radical del sujeto humano. Al moralista no le pueden pasar inadvertidas los diversos comportamientos que, a distinto nivel, se dan en la mujer y en el hombre.

e) Esa realidad del espíritu y sus operaciones ayudan a valorar el sentido de la historia. Existen como dos enfoques o dos polos de referencia posibles en el hombre. Uno se sitúa del lado de lo histórico, con lo que destaca lo cambiable y circunstancial. Otro polo toma en consideración ese proprium que existe en todos los hombres y que es constante a lo largo de todas las culturas, por lo que, en favor de la singularidad de lo humano, pretende devaluar cualquier circunstancia histórica.

A priori, estas dos posturas límite no gozan del aval de la verdad. Es evidente que, cuando las relaciones naturaleza—historia se presentan de modo dialéctico —como una alternativa—, tal planteamiento es incorrecto. Pero el problema subsiste, si bien se resuelve en la respuesta a estas dos preguntas: ¿pueden las circunstancias variables de la historia determinar la estructura del sujeto humano? Aún supuesta la historicidad del hombre, ¿las cuatro operaciones propias del espíritu, aquí reseñadas, se pueden mudar intrínsecamente?

La razón demuestra y la experiencia atestigua que esas operaciones del espíritu pueden ser afectadas por los cambios que ofrece la historia, pero ésta no concierne a su estructura íntima. Ninguna consideración historicista autoriza a negar en el hombre esa realidad esencial que trasciende el tiempo. Esas cuatro operaciones son constantes, persisten a través de las diversas circunstancias históricas. Más aún, el espíritu del hombre puede oponerse a ellas, es capaz de aceptarlas o rechazarlas y también las puede asumir.

En conclusión, el hombre tiene historia, pero como tal no le constituye la historia. Y no es esta una consideración "esencialista" o "naturalista" del hombre, sino "personalista". La persona tiene naturaleza y tiene historia, pero no es un Yo fluctuante en el oleaje de la historia. La concepción "esencialista" se sitúa más bien en el caso de que no se valoren las circunstancias históricas, que deben ser tomadas en consideración. Pero de ello nos ocuparemos más adelante. En todo caso, contraponer "antropología" como ciencia existencias y "naturaleza" humana como saber ontológico, denota falta de rigor. La antropología no niega la ontología, sino que la supone y la exige.

f) Todo hombre es persona por naturaleza, pero tiene obligación de alcanzar la maduración en lo que hemos denominado "personalidad". El camino de ese desarrollo es el cultivo de los valores propios del espíritu. Lo que San Pablo enseña respecto de la libertad, "donde está el espíritu del Señor, ahí está la libertad" (2 Cor, 3,17), cabe suponerlo como condición para las demás operaciones espirituales. Lo contrario es lo que escribe S. Judas: "son hombres animales, sin espíritu" (Jud 19). En consecuencia, el logro de la personalidad —condición importante para la vida moral— supone el desarrollo armónico de esas cuatro características propias del espíritu.

Pero se impone otra conclusión: también la educación ética pasa necesariamente por el desarrollo de esas cuatro características. Sólo en la medida en que el hombre atienda a las exigencias de su espíritu, será capaz de conformar su vida según los postulados de la moral. Esta no es sólo problema de costumbres, sino de que el individuo sea capaz de asumir actitudes y opciones profundas que le faciliten el actuar ético.

g) La naturaleza del espíritu, que aquí queda consignada, ayuda a explicar la relación existente entre autonomía—heteronomía—teonomía.

La autonomía es ese dinamismo propio del espíritu del hombre, que no debe ser coartado por ningún elemento extraño. Nada ni nadie puede oponerse a que el hombre reflexione y se encuentre consigo mismo, a que se autocomunique y ejercite su libertad. Por lo tanto, no hay lugar para una heteronomía ajena a la propia naturaleza del espíritu. Toda instancia externa que mediatice, obstaculizándolo, el dinamismo que le es propio, debe ser negada. Pero es, precisamente en el hondón del espíritu humano donde tiene lugar la apertura a la trascendencia. La "imagen de Dios" se capta por quienes se identifican con sus funciones espirituales. De aquí, la admisión de la teonomía, que remite a la trascendencia del espíritu divino, que es Dios, del que participa el espíritu creado del hombre.

h) Finalmente, esta misma razón justifica el sentido del "deber". Las explicaciones filosóficas que pretenden descubrir la raíz del "deber moral" sólo en elementos extraños a la misma persona les es difícil evitar algún tipo de heteronomía. En este caso, no se trata de instancias ajenas al hombre, los cuales imponen un tipo de conducta. Es la misma estructura subjetiva, el desarrollo natural y armónico de sus operaciones, lo que se le presenta como el imperativo del "deber". En la medida en que sea fiel a la naturaleza propia del espíritu, se impone el deber de llevar una conducta adecuada. Como es lógico, ese "deber" se origina en la apertura a la trascendencia que —salvaguardada la gratuidad del orden sobrenatural— es connatural al hombre. Es decir, el espíritu es lo que fundamenta la teonomía.

5. Repercusiones inmediatas para la moral

Esta doctrina tiene aplicación inmediata a la vida moral, pues, como decíamos, responde a la sensibilidad de nuestra cultura acerca de la concepción unitaria del hombre y a la crítica a algunos Manuales, a los que acusan de haber atomizado, excesivamente, la vida moral. La causa, afirman, ha sido una concepción dualista de la persona humana, que menospreciaba el cuerpo en favor del alma, la cual estaría como encarcelada. De ahí, el desprecio por los sentidos y la denigración de las pasiones.

Esta crítica quizá cabe hacerla desde los sermonarios e incluso desde algunos Manuales de Teología Moral, pero no puede ser dirigida contra los grandes tratadistas de la moral católica. Así, por ejemplo, Santo Tomás dedica un extenso tratado a las pasiones (I—II, qq. 22—48) y mantiene que, para la realización del bien, no es suficiente la actividad espiritual de la libertad, sino que se requiere la cooperación del apetito sensitivo.

Tampoco cabe censurar a los grandes tratadistas de la moral católica el que hayan fomentado falsos ascetismos, dado que la espiritualidad cristiana ha valorado siempre la importancia del cuerpo humano y la interrelación cuerpo—alma. Tomás de Aquino conoce que un trastorno corporal puede causar una enfermedad psíquica y que el espíritu está en estrecha relación con los sentidos". En todo caso, esta argumentación no puede desconocer las limitaciones del pasado ni infravalorar las aportaciones que las nuevas ciencias proporcionan al saber acerca del hombre y, en consecuencia, sobre la antropología moral.

Cuando se habla de la actividad moral del hombre —del actus humanus— se trata del comportamiento de todo el sujeto. Es la persona, en cuanto totalidad, la que realiza la actividad moral, de forma que separar ser y actuar es un error metafísico, que afecta también a la ética. No se trata de saber qué facultades humanas se relacionan con la moralidad, sino del estudio de la totalidad del hombre en su compromiso con el actuar moral.

A este respecto, se ha de tener en cuenta la interrelación que existe entre los sentidos corporales y las expresiones más espirituales, cuales son el pensamiento y la volición. De igual modo se ha de valorar la trabazón íntima que existe entre los estratos que la filosofía clásica denominaba vida vegetativa, sensitiva y racional. Tanto la filosofía como las ciencias empíricas muestran cómo los diversos estratos no sólo comunican entre sí, sino que se coposibilitan mutuamente; el estrato inferior posibilita el superior; pero, al mismo tiempo, éste se asienta en aquel. Por este motivo, las funciones del conocer y la opción voluntaria suponen y, en parte, están condicionadas por la vida vegetativa y sensorial.

No es posible detenerse en las consecuencias que para el juicio moral de las acciones del hombre se siguen de la consideración unitaria de la persona. En resumen, el bien y la virtud se le imputan a la persona entera, y el mal, el pecado y el vicio son, asimismo, fruto de la acción conjunta del hombre que deriva de la unidad cuerpo—alma, de la naturaleza y de la gracia. Si analíticamente esas cuatro realidades —cuerpo y alma, naturaleza y gracia— se distinguen, sin embargo sintéticamente constituyen la persona entera y única del cristiano.

De aquí que la moralidad cristiana incluya la perfección por igual del cuerpo y del alma que originan el bien y contribuyen al mal. La lucha contra las pasiones excluye su destrucción, tan sólo requiere su encauzamiento. Por su parte, los sentidos no deben ser un obstáculo para el ejercicio del bien, sino una posibilidad para que el hombre evite el mal.

Aquí confluyen una serie interminable de problemas que deben contar en el juicio moral acerca de la actividad concreta del hombre. Es el amplio campo de la medicina y de la psicología, ciencias auxiliares de la teología moral. También han de tenerse en cuenta los condicionamientos culturales y sociales, tal como estudia la sociología. No menos importancia juegan los factores de la herencia, la valoración moral que mantienen las diversas culturas, los factores históricos que descubren o, por el contrario, oscurecen ciertos valores éticos, etc., etc. Todo ello constituye un capítulo importante de la ética, del cual no nos ocupamos en este Manual, pues son objeto de estudio de los diversos tratados de deontología, como la medicina, el derecho, etc.

III. EL ACTO HUMANO ES EL QUE SE REALIZA CON ADVERTENCIA

La anterior reflexión perseguía contemplar el actuar moral en el que el hombre se empeña como unidad. Al mismo tiempo expresaba la riqueza de la acción humana, en virtud de las operaciones que caracterizan el espíritu. Sin embargo, no nos dispensa de dedicar la atención —si bien de modo más breve— a las dos cualidades que han de tener los actos humanos para que se puedan denominar "morales", es decir, el conocimiento y la libertad. Sólo las acciones que gozan de esas dos cualidades pueden ser imputadas al hombre. De ellas puede exigirse reconocimiento si son buenas o debe arrepentirse e iniciar la conversión si son pecaminosas. Son acciones "suyas", dado que él las llevó a cabo con advertencia y deliberación.

En ambos temas, procederemos de modo sintético, formulando algunas proposiciones que merecen ser destacadas.

1. Conocimiento

El hombre, animal racional. Como es obvio, el conocer es lo que caracteriza al hombre y le separa del animal. La definición griega sitúa en la "racionalidad" la diferencia específica por respecto a la "animalidad" que comparte con los animales. Si bien, es preciso volver a recordar que el cuerpo del hombre es humano, es decir, forma unidad con el alma espiritual, por lo que en el conocimiento se integran los niveles somáticos, biológicos y psíquicos. A este respecto conviene precisar que el conocimiento arranca de los datos que proporcionan los sentidos.

Sin embargo, la definición del hombre como "animal racional", o sea, un animal que piensa, es un punto clave en la cultura atlántica: "los griegos buscan sabiduría", sentenció S. Pablo (1 Cor 1,22). Toda la historia del pensamiento de Occidente significa el empeño por la conquista de la verdad. En la Filosofía Occidental de los siglos XVII—XX, al menos hasta mediado este siglo, la teoría del conocimiento ocupó extensos capítulos. Tanto interesaba el rigor en el conocer, que no pocos autores embarcaban su vida intelectual en la elucubración de este tema. Racionalismo en el Continente y empirismo anglosajón se definen fundamentalmente por su doctrina en torno al conocimiento.

No obstante, se impone recordar que ha habido un cambio muy significativo en nuestros días. Por primera vez en la historia de Occidente, el hombre de esta área cultural presta menos atención a la verdad, y por ello se desinteresa del conocimiento racional". De hecho, a muchos occidentales no les interesa la "verdad", sino la "validez", o sea, si es "útil", para un determinado fin. Esta nueva actitud posiblemente sea el tributo que tenga que pagar nuestra cultura a la sobrevalorización de la razón llevada a cabo por los sistemas racionalistas. Pero saldar cuentas a base de la verdad, es una factura excesiva.

Tal orientación de un sector de nuestra cultura ha de tenerse a la vista, porque conlleva al menos dos situaciones que el sacerdote debe tener en cuenta a la hora de exponer el programa moral cristiano. Primera, lo poco que se valora la verdad: para muchos todo es opinable, no hay certezas sobre nada. Segunda, que la despreocupación por el conocer trae como consecuencia la ignorancia acerca de las verdades morales más elementales, lo cual se constata cada día con más claridad.

Muchos hombres de nuestro tiempo, por ignorancia, viven ajenos a los imperativos éticos, pero también no pocos creyentes tienen un desconocimiento muy notable de la moral cristiana. Se impone una reeducación del interés por la moral.

Es claro que el Nuevo Testamento no se sitúa en este campo teórico, pero sí destaca el amor a la verdad (Rom 3,4; 2 Jn 4). De aquí que uno de los cometidos de la Ética Teológica sea ayudar a reconquistar el valor del conocimiento racional. Además, se debe mostrar que existen verdades eternas, las cuales están por encima de las opiniones brillantes. Estas, aunque tengan cierta vigencia en algunos momentos o ambientes sociales, no responden a la realidad, por lo que no gozan de la categoría de verdad. No obstante, es claro que esta tarea tampoco justifica el razonamiento exagerado, ni la conceptualización excesiva con la que se expuso la moral católica.

2. Saber teórico y saber práctico

La anterior consideración no puede ocultar que ha habido una alteración en la importancia que merece el conocimiento: mientras ha descendido el interés por el saber teórico, es normal que se preste más atención a los saberes prácticos.

Este dato ha de ser aprovechado por el moralista: la ciencia moral es más un saber práctico que teórico. Cuando la teología moral se embarca por la verdad teórica, corre el riesgo de separarse de los hechos que en realidad interesan a una generación. No es ajeno a este fenómeno el que se acabe en la moral casuística. La moral bíblica, por el contrario, va orientada a la vida y supera la distinción escolar entre verdad teórica y verdad práctica.

Parece que éste es el camino para la presentación del mensaje moral cristiano: no puede reducirse a la exposición fría de unas verdades teóricas, sino que debe comprometer la vida. La doctrina moral orientará a su cumplimiento, sin renunciar a ilustrar la fe y a justificar ese tipo de estilo de conducta. Es decir, la exposición teórica de la doctrina moral debe cubrir estos campos:

— la presentación y anuncio de un estilo de vida moral en el comportamiento humano;

— la exposición de las verdades morales exigidas por la fe;

— la ilustración de esas mismas verdades, de modo que su comprensión disponga a la voluntad para llevarlas a la práctica;

— la justificación o defensa de ese tipo de conducta, con el fin de fortalecer al creyente contra las impugnaciones a que se ve sometida la moral católica y, al mismo tiempo, le comprometa en proclamarla.

En todo caso, es la vida concreta la que tiene que ser iluminada por el mensaje moral cristiano, de forma que ayude al creyente a practicarlo. De este modo, será una moral vivida más que una ética conceptualizada. Es sabido que el error de Sócrates consistió en proponer que el conocimiento del bien y el mal era suficiente para practicarlo. La aportación de Aristóteles fue hacer descender la ciencia ética del campo del conocer al ejercicio concreto del bien y del mal en la vida práctica.

Según San Juan, no basta el conocimiento si no se traduce en obras buenas: "Sabemos que le hemos conocido si guardamos sus mandamientos. El que dice que le conoce y no guarda sus mandamientos, miente y la verdad no está en él" (1 Jn 2,4). Con el lenguaje bíblico de luz y de tinieblas, repite esta misma doctrina. "El que dice que está en la luz y aborrece a su hermano, ése está aún en las tinieblas. El que ama a su hermano está en la luz y en él no hay escándalo. El que aborrece a su hermano está en tinieblas, y en tinieblas anda sin saber adónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos" (1 Jn 2,9—1 l).

3. Relación entre verdad teórica y vida práctica

Nunca se ponderará suficientemente la relación que existe entre verdad y vida. Teóricamente, el juicio intelectual sobre la verdad es independiente y sigue las reglas de la lógica. Pero esto es sólo en la teoría; de hecho, en las circunstancias normales, los juicios morales están muy condicionados por la propia conducta.

El hecho se debe a diversos factores. En ocasiones, es el orgullo el que obstaculiza el juicio sereno, de forma que trata de justificar una postura falazmente asumida.

Pero la soberbia juega otro papel aún más decisivo para conocer la verdad. Ya los pensadores griegos destacaron la relación entre la verdad y la humildad. La verdad sólo se manifiesta, decían, a los que la buscan con humildad. La "admiración", que supone el deseo de descubrir la verdad, era para los griegos condición indispensable para alcanzarla. Pues bien, si se da tal relación entre la humildad y el conocimiento humanos, esa interrelación se estrecha hasta identificarse en el ámbito sobrenatural. "La humildad es la verdad", dijo Santa Teresa. Por eso, fe y humildad se coposibilitan, al modo como suelen ir juntos soberbia y escepticismo.

De aquí la invitación a la práctica de la humildad para la vida moral. El orgullo imposibilita descubrir el mundo de los valores éticos cristianos. El seguimiento de Cristo no es el ideal del hombre soberbio. Este es el sentido de aquellas palabras de Jesús: "¿Cómo vais a creer en mí, si estáis llenos de vosotros mismos?" (Jn 5,44). Y en la vida moral se cumplen también aquellas palabras del Señor: "Dios rechaza a los soberbios y a los humildes les da su gracia" (1 Pet 5,5).

San Juan lo testifica a los cristianos: "El que conoce a Dios nos escucha; el que no es de Dios no nos escucha. Por aquí conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error" (1 Jn 4,69). El mismo San Juan interrelaciona la vida y la verdad: "Todo el que permanece en El no peca, y todo el que peca no le ha visto ni le ha conocido" (1 Jn 3,6). Asimismo, enseña que quienes permanecen en la vida del Espíritu, éste les enseña todo: "La unción que de El habéis recibido perdura en vosotros, y no necesitáis que nadie os enseñe, porque, como la unción os lo enseña todo y es verídica y no mentirosa, permanecéis en el, según que os enseñó" (1 Jn 2,27).

Otras veces es la falta de pureza de vida la que obstaculiza el conocimiento de la vida moral. Como queda enunciado más arriba, la conducta facilita o dificulta el conocimiento. Esta interrelación ha sido destacada por Santo Tomás:

"Aquí (en el conocimiento moral, o más exactamente en la prudencia), Santo Tomás hace depender la rectitud de la inteligencia de la rectitud de la voluntad, y esto precisamente en razón de la existencialidad del juicio moral, no meramente especulativo sino práctico. El juicio práctico sólo puede ser recto, si, de hecho hic et nunc, en las circunstancias dadas, el dinamismo de mi voluntad es también recto y aspira a los verdaderos bienes de la vida humana. Por eso el conocimiento práctico —la prudencia— es totalmente una virtud moral y al mismo tiempo intelectual".

Pero esta misma doctrina la expone San Pablo en la carta a los Romanos: los paganos "entontecieron en sus razonamientos, viniendo a obscurecerse su insensato corazón, y alardeando de sabios, se hicieron necios" (Rom 1, 21).

4. Cualidades que ha de tener el conocimiento de un acto

Diversos temas que plantea la ignorancia están más vinculados con la libertad. Aquí tratamos exclusivamente del conocimiento relacionado con la atención que se precisa para que una acción pueda imputarse como moral.

Para que una acción adquiera carácter ético, es necesario que sea ejecutada con advertencia. Mediante tal conocimiento, el hombre es consciente de la obra que está haciendo o está a punto de ejecutar. Esta advertencia no debe ser solamente intelectual, sino moral. Es decir, se entiende que el sujeto conoce la bondad o malicia de la acción que ejecuta. Así, por ejemplo, quien come carne en día de abstinencia puede ser plenamente consciente de que come carne; pero, si no advierte que es día de abstinencia, no peca. Hace un acto humano pleno, con conocimiento perfecto y con libertad, pero no un acto moral.

Esta distinción entre la acción humana consciente y un acto también consciente y voluntario pero moral, era lo que los clásicos especificaron como "pecado material" y "pecado formal". Quien come carne un día de abstinencia, pero sin saber que lo sea, comete una acción en sí "materialiter", mala, pero para el individuo, o sea, "formaliter", no constituye pecado.

Como se ve, esta distinción es de excepcional importancia para juzgar la moralidad de las acciones. Pero también es importante en la doctrina. Los autores se preguntan: ¿Todo acto llevado a cabo con advertencia —y libertad— es un acto moral? Para Santo Tomás la respuesta es afirmativa. Y es que para él, parece normal que cualquier acción deliberada de una persona adulta diga relación a la moral, ya sea el "bien" o el "mal" inmediato o, al menos, en relación con el fin último del hombre".

No obstante, esta doctrina, válida en sí, no es aplicable a todos, pues algunos hombres, desgraciadamente, despreocupados de la vida moral pueden quedarse en los criterios de utilidad o, simplemente, en la consideración técnica cuando se empeñan en sus acciones personales o profesionales, sin atender a dimensión ética alguna.

Como es lógico, la advertencia admite grados. Los autores han subrayado la necesidad de la advertencia plena o bien ponderada para que se pueda cometer un pecado grave o se le impute como meritoria una acción buena. El adjetivo "plena" alude a que se conozca con perfección el acto que se ejecuta y su valor moral. Por ejemplo, la advertencia es plena cuando se sabe valorar un hurto sagrado, como robo y como pecado contra la virtud de la religión. Quien ejecuta tal acción advierte que comete un pecado especialmente grave, aunque no sepa distinguir esos dos pecados.

Frente a la advertencia plena, está la "incompleta" o, "semiplena", en cuyo estado no se perciben toda la bondad o malicia del acto. Cuando se actúa con advertencia incompleta, sólo es imputable el bien o el mal advertidos al ejecutarlos. No tiene carácter formal de adulterio la relación sexual tenida con una mujer, si el varón desconoce que es casada.

No siempre será fácil medir el grado de advertencia. Entre la advertencia plena y la falta absoluta de ponderación, existe una escala muy amplia de grados de apercibimiento del acto que se realiza. Será la propia conciencia la que debe juzgar en cada caso. El criterio se sitúa en la ponderación con la que se ha procedido. Pero se ha de advertir que se puede pecar gravemente cuando, sin ponderación suficiente, se lleva a cabo una acción con la sospecha de que es moralmente ilícita. Tal puede ser el caso del hombre o de la mujer que permiten someterse a una operación de vasectomía o de ligamento de trompas con duda acerca de su licitud moral. Del tema trataremos expresamente al hablar de la ignorancia.

La advertencia debe anteceder al acto, de forma que una acción ejecutada sin advertir la bondad o maldad, pero cuya valoración moral se conoce después de realizada, no es imputable. Siguiendo el proceso del conocer, se dice que la advertencia debe ser "antecedente" y no "consiguiente". No peca quien el lunes cae en la cuenta de que el domingo anterior no ha ido a Misa.

El tema de la advertencia en la vida humana es más rico que el que se contempla en la casuística. Pensemos en los múltiples casos que pueden afectar al entendimiento (prescindimos aquí de la voluntad): el uso de drogas, de los habituados a ciertos fármacos, los estados psicológicos dominados por las depresiones, los enfermos hipocondríacos, los estados de ansiedad, etc. Sin contar las situaciones más conocidas de insomnio, o de grados distintos de ignorancia de un buen número de personas alejadas de preocupaciones morales, hoy tan frecuente. En éstos, la falta de advertencia puede ser notable, principalmente en quienes se guían de modo exclusivo por los módulos de comportamiento social, sobre todo si no han recibido una instrucción moral adecuada. Tal es el caso de no pocos hombres de nuestro tiempo.

Al hablar de la libertad, se mencionarán otras situaciones en las que la ignorancia es causa de que la voluntad no actúe libremente.

IV. EL ACTO HUMANO EXIGE EL CONSENTIMIENTO

1. La libertad en el tratado de Moral

La temática en torno a la libertad en la cultura actual es tan amplia como atrayente, de modo que la palabra "libertad" tiene en todos los ambientes una gran capacidad de convocatoria. El interés que despierta responde a los múltiples problemas que en ella confluyen. De hecho, la libertad humana toca las fronteras de varios saberes, entre otros, la Filosofía, la Política y la Teología. Esto explica que la bibliografía en torno a la libertad ocupe uno de los catálogos más amplios entre los temas de las distintas ciencias.

A la antropología filosófica corresponde demostrar que el hombre es un ser libre, así como explicar la naturaleza de la libertad y el proceso psicológico que se sigue siempre que el hombre actúa libremente.

Otro es el campo de la teología moral. Estos son algunos de los temas de su competencia:

a) Mostrar que el acto moral se da solamente en las acciones ejecutadas con libertad. Por lo cual, no cabe imputar al sujeto como pecaminosa o meritoria una acción que llevó a cabo sin la libertad debida.

b) A la teología moral le incumbe también mostrar el verdadero sentido de la libertad. El cristianismo cabe definirlo como una restitución al hombre de la libertad que había perdido por el pecado de origen. De aquí que la redención alcanzada por la muerte de Cristo se interprete como una liberación total y perfecta. Este es el sentido de las palabras de S. Pablo: "Creemos en el que resucitó de entre los muertos, nuestro Señor Jesús, que fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra liberación" (Rom 4, 25).

c) Otra razón que pone de relieve la importancia de la libertad en el ámbito de la vida moral es el hecho de que la vocación cristiana se entiende como una respuesta libre del hombre a la llamada por parte de Dios. Este dato teológico constituye a la libertad en una clave decisiva para la teología moral, dado que los fundamentos de la moralidad son dos: Dios como último fin y la libertad humana que es capaz de orientarse a la consecución de este fin. La gloria de Dios se presenta como una llamada a la que el hombre responde ordenando sus actos para dirigirse a El. El programa moral cristiano podría tener como lema el anuncio de San Pablo: "Hermanos, habéis sido llamados a la libertad"(Gál, 5,13).

d) Finalmente, la moral cristiana es por sí misma el medio principal para que el hombre adquiera la verdadera libertad, puesto que la vida moral se le presenta no como una limitación de su capacidad de elección, sino, por el contrario, como el recurso más eficaz para alcanzar las más altas cotas de la libertad que le corresponde como ser racional.

Todas estas razones evidencian que la libertad no es materia ajena al estudio de la ética teológica, sino más bien uno de los temas clave y decisorios.

Dado que la materia de estudio es de gran amplitud, procederemos sintéticamente formulando algunos enunciados generales. En especial se atienden aquellos que tienen mayor urgencia y actualidad en la presentación del mensaje moral cristiano. Se prescinde de los aspectos filosóficos del problema".

2. Existencia de la libertad

Es curioso constatar que este momento cultural, en el que la libertad ha sido tan reivindicada, coincide con otra corriente de opinión que quiere negar su existencia. Algunas ideologías de nuestro tiempo sostienen que el hombre no es libre. Este hecho es sin duda una de las paradojas más claras de nuestra cultura: mientras se reclama la libertad a todos los niveles, sin excluir, por supuesto, el campo moral, los mismos que la propugnan suelen ser los que afirman que el hombre no es libre [70. Es sentencia compartida por un sector de la juventud. En el terreno intelectual, la libertad es negada por los partidarios del conductismo genético: la conducta del hombre, afirman, está programada como lo está la de los animales, o sea, depende de los genes (Wilson). La niegan, asimismo, quienes hacen depender la "conducta moral" de factores ambientales, bien sean conocidos o que es preciso descubrir: esos ambientes determinan lo que nosotros llamamos "libertad" (Skinner). Otros niegan la libertad del hombre, pues la sustituyen por "tendencias cibernéticas", que convierten al hombre en un robot descomunalmente perfecto (Ruiz de Gopegui). He aquí una afirmación tajante de Skinner: "Niego rotundamente que exista la libertad. Debo negarla, pues de lo contrario mi programa sería totalmente absurdo. No puede existir una ciencia que se ocupa de algo que varíe caprichosamente. Es posible que nunca podamos demostrar que el hombre no es libre; es una suposición. Pero, el éxito creciente de una ciencia de la conducta lo hace cada vez más plausible". B. F. SKINNER, Walden Dos. Ed. Fontanella. Barcelona 1980, 286.].

El tema toca de modo directo los ámbitos de la fe. De aquí que corresponda a la teología moral tomar partido por esta primera verdad. Ahora bien, que la libertad humana sea un dato real, es suficiente si se demuestra que cada hombre puede tomar opciones libres, lo cual se constata en la vida cotidiana. Pues, aunque sólo sea en contadas decisiones, si el hombre puede optar a instancias de su albedrío, cabe concluir que la persona humana tiene como uno de sus atributos esenciales la capacidad de obrar con libertad. Esta simple argumentación es irrefutable, pues parte de la experiencia de cada uno: optar y elegir son las aptitudes individuales más espontáneas. Así la libertad queda avalada más por el que la practica que por el metafísico que se esfuerza por nacionalizarla. Otro tema sería precisar el ámbito de esa libertad del que nos ocuparemos en el punto siguiente.

Pero al teólogo le cabe decir más, pues el hecho de la libertad humana pertenece al mensaje revelado. El Concilio de Trento afirmó contra los protestantes que el hombre por el pecado original no ha perdido la libertad, sino que tan sólo se ha debilitado y se hace más difícil su ejercicio".

La moral católica mantiene la defensa de la libertad humana a partir de la doctrina que se contiene en la Sagrada Escritura. Estos son en síntesis los datos bíblicos que afirman esta verdad:

— Ya el pecado de origen es descrito en términos de libertad—responsabilidad. El planteamiento bíblico es tal que, mediante el ejercicio de su libertad, el hombre jugará su destino. La prohibición puesta por Dios a Adán incluía la posibilidad de incumplir el mandato. De ahí la amenaza (Gén 2,17). Como consecuencia de la libertad, se siguió el hecho real de que el hombre conculcó el precepto divino y por ello cambió el rumbo de la historia (Gén 4 1—2).

— Tal historia se relata más tarde en el Eclesiástico en estos términos: "Dios hizo al hombre al principio y lo dejó en manos de su albedrío, Si tu quieres puedes guardar sus mandamientos, y es de sabios hacer su voluntad. Ante ti puso el fuego y el agua; a lo que tu quieras tenderás la mano. Ante el hombre está la vida y la muerte; lo que cada uno quiere le será dado" (Eccl 15,14—18).

Después de la afirmación general de la libertad, el hagiógrafo lo ejemplifica por tres veces con la expresión: "si tú quieres". Ese condicional es la actitud constante de Jahveh frente a las personas que "llama". Más claro aún lo expresa el Nuevo Testamento cuando Jesús dice, "si quieres...... (Cfr. Lc 9, 23; Mat 19, 21).

— Esta situación es descrita gráficamente en el Deuteronomio: "yo pongo delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición; elige la vida y vivirás" (Dt 30, 19).

— El mismo libro del Eclesiástico hace el elogio del buen uso de la libertad: "¿Quién pudo pecar y no pecó, hacer el mal y no lo hizo?" (Eccl 31, 10).

— La causa del pecado ha de buscarse siempre en el mal uso de la libertad: "No digas, fue Dios que me empujó al pecado, porque lo que El detesta no lo hace... Si tu quieres, puedes guardar los mandamientos y permanecer fiel está en tu mano" (Eccl 15, 11,15).

—. Mención aparte merecen las continuas enseñanzas de los Profetas que emplazan a cada hombre a que responda de su libertad: el bien y el pecado —sobre todo éste— advierten acerca de la responsabilidad en el ejercicio de la libertad personal. Así Isaías (1, 19—20) y Jeremías (11, 8).

En otras ocasiones es todo el pueblo de Israel el que experimenta el sentido y el dato mismo de la libertad, pues contrapone la esclavitud de Egipto y su liberación (Ex 1, 15), la deportación a Babilonia y el retorno de esa cautividad (Is 40—55).

— Pero la libertad referida a la vida moral está más explícita —aún sin nombrar el término— en las prescripciones que contiene el Decálogo y en las demás normas que constituirán para los israelitas La Ley. La Alianza, sellada con su Pueblo, es el lugar propio donde se ventila la libertad en relación con la vida moral: el pueblo puede aceptarla o rechazarla (Jos 24, 15). Los autores destacan que no se trata de una relación de la colectividad del pueblo con Jahveh, sino de una relación personal con cada uno.

"El carácter eminentemente personal de las relaciones Yahvé—Israel patentiza la libertad. No hay en la Biblia un tratado ontológico o psicológico de la libertad, pero el mero hecho de que Dios marque el camino que el hombre debe seguir, violentando, si es preciso, sus propias inclinaciones, es señal de que lo trata como persona responsable. La existencia misma de la Ley es constitutiva de la libertad; a este propósito es significativo que los mandamientos sean debârim, palabra de Dios, que suponen en el hombre una capacidad de escucha y de aceptación, en último término del propio Dios... La libertad, pues, no es únicamente un valor natural, un derecho humano, sino un valor religioso concedido por Dios y que Dios va a tomar en serio".

— Pero es en el Nuevo Testamento donde el tema de la libertad adquiere su máxima expresión, bien por la importancia de los textos, así como por la frecuencia con que alude a ella. La exposición será selectiva, pues cualquier diccionario bíblico ofrece material muy abundante.

Como es sabido, el tema ocupa buena parte de las Cartas de San Pablo a los Romanos y a los Gálatas, pero no es ajeno a los demás escritos neotestamentarios.

El resumen de la doctrina de Pablo se cifra en esta sentencia: "Cristo nos hizo libres para que gocemos de la libertad; manteneos, pues firmes y no os dejéis sujetar al yugo de la servidumbre" (Gál 5,1).

Este texto es como una tesis doctrinal para la comprensión de la libertad. Es evidente que el Nuevo Testamento no contiene una idealización de la voluntad, pero ésta está presente en su mensaje. La concepción neotestamentaria es una comprensión teológica, y por ello superior, que incluye la libertad psicológica. Por eso se entiende en todo momento que la libertad original del hombre había sido "robada" por el pecado y es nuevamente "rescatada" por la acción de la nueva vida en Cristo. De aquí que sea posible enlazar una serie de textos en los que se expresa que el hombre ha sido liberado "de" esclavitudes y es libre "para" llevar a cabo una existencia que conduce a la salvación. Tal liberación "de" limitaciones y "de" determinantes equivale a reconquistar una libertad "para" realizar una serie de actos que contribuyen a que la persona lleve a término su gran dignidad. Los textos podrían multiplicarse. He aquí una pequeña selección:

"En verdad os digo que todo el que comete pecado es siervo del pecado... Si pues el Hijo os librare, seréis verdaderamente libres" (Jn 8, 35—36). De aquí que la verdadera libertad coincide en liberarse de las pasiones y dejarse poseer por el Espíritu: "El Señor es Espíritu y donde está el Espíritu del Señor está la libertad" (2 Cor 3, 17); y, al contrario, quien es libre del pecado se convierte en esclavo de Cristo: "¿Fuiste llamado en la servidumbre? No te dé cuidado, y aún pudiendo hacerte libre, aprovéchate más bien de tu servidumbre. Pues el que siervo fue llamado por el Señor, es liberto del Señor, e igualmente el que libre fue llamado, es siervo de Cristo" (1 Cor 7, 21—22).

En síntesis, en la enseñanza paulina de entrecruzan varias tesis básicas en torno a la libertad:

— Por exceso, Pablo alerta al cristiano contra el libertinaje: Rom 6,15; 1 Cor 6,12; 10,23—30; Gál 5,13.

— La libertad es, fundamentalmente, liberación del pecado y de la esclavitud de la ley: Rom 6,11—23; 7,2—12; 8,1—5; Gál 4,21—31.

— La libertad debe estar al servicio de la caridad: 1 Cor 8,9—13; 9,1—15; 10,23—33.

Por su parte, San Pedro advierte contra los que "prometiéndoles libertad", son ellos mismos "esclavos de la corrupción" (2 Ped 2,19), y recomienda la "obediencia a los gobernantes", como libres y no como quien tiene la libertad cual cobertura de la maldad, sino como siervos de Dios" (1 Ped 2, 16).

Finalmente, Santiago proclama "la ley perfecta: la de la libertad" (Sant 1,25), y alienta a los creyentes a que hablen y juzguen "como quienes han de ser juzgados por la ley de la libertad" (Sant 2,12).

La cita de dos exégetas nos excusa de interpretar esta concepción teológica de la libertad humana: Como escribe Schnackenburg:

"San Pablo habla de la libertad como fruto de la justificación operada por Dios y don característico de nuestro estado actual de salvación. El cristiano debe ser consciente de este gran don y ello debe conducirle a un comportamiento moral en la libertad... Un grito gozoso de libertad se oye al final del capítulo 7 de la carta a los romanos, después de la descripción de la lucha dolorosa contra el avasallamiento del pecado... La verdadera libertad, como Cristo la ha predicado, conduce al cumplimiento de la ley en el amor, es decir, a traducirla a la práctica".

Y Spicq escribe:

"La moral de su reino se caracteriza por esta inspiración de la caridad, infundida precisamente por el Espíritu Santo. Así, cuando se atribuye la libertad cristiana al pneuma del Señor, dotado de potencias nuevas, se conduce asimismo con movimiento propio, ante la voluntad del Padre. Es más que una aceptación, es casi una identificación de sentimientos; el amante quiere lo mismo que el amado: idem velle, idem nolle. La libertad neotestamentaria puede definirse como la espontaneidad y la fuerza con las que el hombre espiritual escoge instintivamente y cumple con todo su corazón lo que puede agradar a Dios, a ejemplo y en seguimiento del Hijo predilecto".

En conclusión, la libertad forma parte del mensaje moral cristiano. Dios no se impone al hombre, sino que le llama y le invita. Por eso la ética es la respuesta a ese ofrecimiento de Dios. El cristiano está llamado a vivir la libertad, de aquí que el creyente en Cristo ha de ser en todo momento defensor y testigo de la verdadera libertad: "aquella con la que Cristo nos ha liberado" (Gál 5,1).

3. La libertad humana es una libertad limitada

El colectivo de los que niegan que el hombre es libre se aminoraría, si se conviniese en que, efectivamente, la libertad humana es una libertad limitada. Estos límites los marcan términos muy diversos.

a) La primera limitación es consecuencia de su condición de ser "humana". En efecto, tanto la fuerza física como las cualidades psíquicas personales son delimitadas, como limitado es el hombre. Sin embargo, se constata que el individuo está más dispuesto a aceptar los límites de la fuerza física o de la inteligencia, que la limitación de la libertad. Cuando se toca el tema de la libertad, es normal y común la pretensión de concebirla como absoluta, condición de la que no goza el hombre como tal.

b) Una segunda limitación viene dada por los ámbitos espacio—temporales que caracterizan la existencia histórica del hombre. Así, por ejemplo, somos libres para ir a la luna, pero no podemos lograrlo o bien porque las condiciones técnicas aún no lo permitan o porque no disponemos de medios económicos para hacer el viaje.

c) Otras múltiples condiciones pesan sobre la libertad, al modo como gravitan sobre la persona. Tales pueden considerarse la circunstancias que vienen dadas por la naturaleza, por ejemplo, el carácter o la estatura, ser hombre o mujer; otras tienen origen en decisiones personales anteriores, como son las condiciones de estar casado o de ser célibe. También nos condiciona la época en que vivimos que nos impide conocer visu al Papa Pío XII y el residir en Madrid que no nos permite disfrutar del mar en la costa.

Ahora bien, todas estas limitaciones —a las que cabe añadir otras muchas, como el temperamento, la educación, la herencia, el nivel cultural y económico, el medio social, etc.— no tocan el ser de la libertad. Más aún, mi calidad de ser libre me puede instar a que ponga los medios necesarios para obtener esos propósitos o asumir responsablemente las opciones elegidas. Así, por ejemplo, en Madrid no se puede ver el mar, pero sí podemos proyectar y realizar un viaje para verlo. Si no se tiene dinero, se puede buscar el modo de conseguirlo, etc.: precisamente, el ser libre tiene la capacidad de saltar por encima de algunas limitaciones en orden a ejercer su libertad.

Cabe aún decir más, tales limitaciones pueden entenderse también como posibilidades u opciones que se me ofrecen, por lo que no son en absoluto una negación. Así, por ejemplo, los madrileños no viven en la costa, pero Madrid brinda otras múltiples satisfacciones, tales como disponer de los medios culturales que ofrece la gran ciudad. Es decir, lo que frecuentemente se juzga como "limitaciones", son más bien "posibilidades" para llevar a cabo otros proyectos u opciones que, como ser libre, el hombre puede realizar.

Esta argumentación no es falaz, expresa más bien potencialidades reales de las que es poseedor el ser racional y libre en orden a proyectar su existencia en una gama inmensa de opciones que el sujeto puede asumir y resolver. Los ejemplos podrían multiplicarse.

Lo aquí expuesto es la aplicación de la diferencia que existe entre "condición" y "determinación". El hombre es esencialmente un ser condicionado, lo cual no impide su libertad; por el contrario, la "determinación" anula o hace imposible el ejercicio libre del hombre.

4. ¿Qué es la libertad?

Nos encontramos con la dificultad de definir la libertad, dificultad que es común a los grandes conceptos, dado que son realidades que se niegan a ser conceptualizados. Esa incapacidad de la razón para abarcar con conceptos la amplitud de su significación, obliga a invocar el término de "verdad límite" y aún de "misterio". No es extraño que Schopenhauer lo haya expresado referido a nuestro caso: "La libertad, escribió, es un misterio". El filósofo Ferrater Mora recoge nueve intentos de abordar la definición de la libertad y concluye su enumeración afirmando que no son los únicos.

Para nuestro intento es suficiente transcribir las dos descripciones que se encuentran en dos documentos recientes del Magisterio. En ellos se mencionan los elementos que interesan a la teología moral. La Constitución Gaudium et spes la describe en estos términos:

"La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad, la cual posee un valor que nuestros contemporáneos ensalzan con entusiasmo y con toda razón. Con frecuencia, sin embargo, la fomentan de forma depravada, como si fuera pura licencia para hacer cualquier cosa, con tal de que deleite, aunque sea mala. La verdadera libertad es signo evidente de imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así buscase espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes. La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios. Cada cual tendrá que dar cuenta de su vida ante el tribunal de Dios según la conducta buena o mala que haya observado" (GS, 17).

Asimismo la Instrucción Libertatis consciencia se propone la cuestión de modo más directo, pues cuestiona el ser mismo de la libertad:

"La respuesta espontánea a la pregunta "¿qué es ser libre?" es la siguiente: es libre quien puede hacer únicamente lo que quiere sin ser impedido por ninguna coacción exterior, y que goza por tanto de una plena independencia. Lo contrario de la libertad sería así la dependencia de nuestra voluntad ante una voluntad ajena. Pero, el hombre ¿sabe siempre lo que quiere? ¿Puede todo lo que quiere? Limitarse al propio yo y prescindir de la voluntad del otro, ¿es conforme a la naturaleza del hombre? A menudo la voluntad del momento no es la voluntad real. Y en el mismo hombre pueden existir decisiones contradictorias. Pero el hombre se topa sobre todo con los límites de su propia naturaleza: quiere más de lo que puede. Así el obstáculo que se opone a su voluntad no siempre viene de fuera, sino de los límites de su ser. Por eso, so pena de destituirse, el hombre debe aprender a que la voluntad concuerde con su naturaleza" (LC, 25).

En ninguno de estos dos textos se encuentra una definición nocional, pero se la describe de forma que podamos comprender qué es actuar con libertad, qué es ser realmente libres. Con el fin de completar esos datos, añadimos las siguientes precisiones:

a) La libertad es una de las condiciones del ser espiritual

En páginas anteriores consta que la libertad deriva de esa capacidad de autodeterminación" que caracteriza al espíritu del hombre, creado a imagen de Dios. El animal no es libre, su conducta responde a los estímulos que se le ofrecen. El instinto suple en el animal lo que la capacidad de decisión determina la actuación del hombre. En la fijación de los instintos, el animal supera al hombre, pero éste le aventaja, pues goza del privilegio de cambiar el rumbo de los acontecimientos gracias a su capacidad de decidir ante estímulos diversos. Es curioso constatar que los instintos animales son tan fijos y determinados, que están ya incluidos en sus genes, de aquí su repetición automática, a nivel más o menos superior, conforme a la especie animal de la que se trate. Por el contrario, el hombre actúa en cada situación de diverso modo, conforme decida su libertad".

b) La libertad se sitúa en la determinación de la voluntad

En ninguno de los textos se menciona la "elección". Y es que la libertad, en orden de esencialidad, no se sitúa en la elección, sino en una operación anterior de la voluntad, que es la de poder optar. La capacidad de opción es anterior al acto de elegir que le sigue, de forma que, aún hecha la elección, el hombre sigue siendo libre, cosa que no sería si ésta se pusiese en la simple elección. Fue Quintiliano quien distinguió entre "electio" y "optio". La elección, como afirma Santo Tomás, es tan sólo el "proprium" de la libertad.

c) La opción supone el conocimiento de la verdad

El entendimiento se conjunta con la voluntad en el sentido en que le ofrece el dato favorable o adverso para la decisión libre. De aquí que no cabe situar la libertad sólo en la línea de la voluntad. La libertad tiene su origen en la cúspide del espíritu, allí donde convergen el entender y el querer. De esto deriva el que "verdad" y "libertad" se interrelacionen, pues se coposibilitan mutuamente. Convendría añadir que no se trata sólo de una verdad lógica, sino de la "verdad" que da respuesta última al ser del hombre y a su sentido último.

El binomio verdad—libertad engrandece ambas realidades y elimina no pocas ambigüedades. De aquí que el amor a la verdad sea condición imprescindible, tanto para llevar a cabo actos verdaderamente libres como para fortalecer y desarrollar la libertad individual y colectiva. Aquí se sitúa la sentencia del Nuevo Testamento: "La verdad os hará libres" (Jn 8,32). La Declaración Libertatis Conscientia lo expresa así:

"Las palabras de Jesús: "La verdad os hará libres" deben iluminar y guiar en este aspecto toda la reflexión teológica y toda decisión pastoral. Esta verdad que viene de Dios tiene su centro en Jesucristo, Salvador del mundo. De El que es "el camino, la verdad y la vida", la Iglesia recibe lo que ella ofrece a los hombres... La verdad, empezando por la verdad sobre la redención, que es el centro del misterio de la fe, constituye así la raíz y la norma de la libertad, el fundamento y la medida de toda acción liberadora. La apertura a la plenitud de la verdad se impone a la conciencia moral del hombre, el cual debe buscarla y estar dispuesto a acogerla cuando se le presenta" (LN, 3—4).

d) Libertad y coacción

Impide el ejercicio de la libertad la coacción externa que no permite al sujeto la decisión que él ha determinado en su voluntad. Esa "plena independencia" frente a los agentes externos es lo que le permite optar en su interior y llevarlo a la práctica por la elección subsiguiente. Tal "coacción externa" no siempre es física, en ocasiones es moral: se trata de la presión de una voluntad ajena que se entrecruza con la propia libertad. Esas "coacciones" no deben amenazar la libertad personal: "lo contrario de la libertad sería así la dependencia de nuestra voluntad ante una voluntad ajena" (LN, 25).

e) "El ciego impulso interior"

También puede obstaculizar el ejercicio libre de la voluntad fuerzas imperantes del mal que están en el interior del hombre, que o bien le impiden ver con claridad la verdad o que actúan como determinantes en una equivocada y engañosa elección. Ambos documentos mencionan como incompatibles con la acción libre "el ciego impulso interior", tal como reseña la Gaudium et spes (GS, 17). Y la Instrucción señala que "a menudo la voluntad del momento no es la voluntad actual". La razón es que:

"La voluntad del hombre es finita y falible. Su anhelo puede descansar sobre un bien aparente; eligiendo un bien falso, falla a la vocación a la libertad. El hombre, por su libre albedrío, dispone de sí; puede hacerlo en sentido positivo o en sentido destructor. Obedeciendo a la ley divina grabada en su conciencia y recibida como impulso del Espíritu Santo, el hombre ejerce el verdadero dominio de sí y realiza de este modo su vocación real de hijo de Dios" (LC, 30).

f) Elección del bien. El "poder físico" y el "deber moral"

La elección libre supone que se elige el bien. Ya los clásicos afirmaban que "elegir el mal no es ni propio de la libertad, ni siquiera parte de la acción libre, sino tan sólo signo de que el hombre es libre".

Se puede interpretar esta condición del acto libre como una falacia, así lo entienden cuantos confunden la libertad con la ejecución del capricho del momento o se dejan llevar por el sentimiento de la "gana" o su negativo "la desgana". Pero tal engaño no existe. En efecto, aún desde el punto de vista racional, la libertad se sitúa en optar por el bien y en no elegir el mal. Este en su "deber". En consecuencia, la libertad no consiste en un "poder físico", sino en un "deber moral". Es decir, la libertad no responde al poder físico de decidirse, tal sería la libertad de la fuerza proclamada por Nietzsche, sino que se corresponde con el deber moral. Yo tengo poder físico para insultar a los alumnos, sencillamente porque tengo voz o puedo hacer gestos, pero no "debo". La libertad se sitúa, pues, en la línea no del "poder", sino del "deber". El Concilio Vaticano II enseña que el hombre es libre cuando "tiende a su fin con la libre elección del bien". Por su parte, la Constitución añade: "So pena de destruirse, el hombre debe aprender a que la voluntad concuerde con su naturaleza".

Esta es la razón por la que se dice que la libertad se relaciona con la ciencia moral. Así lo expresa la Declaración Libertad cristiana y liberación:

"La libertad que es dominio interior de sus propios actos y autodeterminación comporta una relación inmediata con el orden ético. Encuentra su verdadero sentido en la elección del bien moral. Se manifiesta pues como una liberación ante el mal moral. El hombre, por su acción libre, debe tender hacia el Bien supremo a través de los bienes que están en conformidad con las exigencias de su naturaleza y de su vocación divina. El, ejerciendo su libertad, decide sobre sí mismo y se forma a sí mismo. En este sentido, el hombre es causa de sí mismo. Pero lo es como criatura e imagen de Dios. Esta es la verdad de su ser que manifiesta por contraste lo que tienen de profundamente erróneas las teorías que pretenden exaltar la libertad del hombre a su "praxis histórica... La imagen de Dios en el hombre constituye el fundamento de la libertad y dignidad de la persona humana" (LN, 27).

Y en otro lugar:

"La libertad no es la libertad de hacer cualquier cosa, sino que es libertad para el Bien, en el cual solamente reside la felicidad. De este modo el Bien es su objetivo. Por consiguiente el hombre se hace libre cuando llega al conocimiento de lo verdadero y esto —prescindiendo de otras fuerzas— guía su voluntad. La liberación en vistas de un conocimiento de la verdad, que es la única que dirige la voluntad, es condición necesaria para una libertad digna del hombre" (LN, 26).

Es así como la libertad se entiende a modo de autorrealización personal. La libertad se ha dado al hombre para llevar a cabo su gran dignidad, que consiste en ser creado a "imagen de Dios". Pero es preciso añadir más, tal perfección se alcanza ciertamente con la gracia del Espíritu, si bien es el hombre quien se presta con su libertad. De este modo se interpreta esa expresión cumbre del Documento: "el hombre es causa de sí mismo".

g) Libertad y justicia

La libertad es un gran bien humano; junto con la conciencia, es quizá el valor más elevado que muestra al hombre como ser personal. Pero no es don absoluto que clausura al hombre sobre sí mismo con la posibilidad de elegir por encima de la opción de los demás seres, también libres como él. Precisamente, la sociabilidad, en cuanto estructura subjetiva del hombre, reclama la apertura de la libertad de cada individuo a la libertad de los demás. Más aún, la libertad personal tiene alguno de sus límites en la libertad de los otros, dado que, por propia naturaleza, la decisión autónoma dice referibilidad a la libre determinación de los demás.

Esta enseñanza se destaca en la doctrina de la Instrucción:

"Cada hombre está orientado hacia los demás hombres y necesita de su compañía. Aprenderá el recto uso de su decisión si aprende a concordar su voluntad a la de los demás, en virtud de un verdadero bien. Es pues la armonía con las exigencias de la naturaleza humana la que hace que la voluntad sea auténticamente humana. En efecto, esto exige el criterio de la verdad y una justa relación con la voluntad ajena. Verdad y justicia constituyen así la medida de la verdadera libertad" (LN, 26).

A estos niveles se relaciona la libertad con la justicia, las cuales no son fáciles de concordar y en ocasiones se contraponen. Así, por el contrario, se pone de relieve que la libertad subjetiva no pierde, sino que adquiere su verdadera razón de ser cuando se lleva a cabo junto a la libertad de los demás. De aquí que la libertad del individuo se debe comprometer en la acción social y, según la doctrina del Vaticano II, el compromiso activo en la comunidad representa una gran ayuda para el desarrollo de la libertad individual:

"La libertad humana frecuentemente... se envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad. Por el contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las múltiples exigencias de la convivencia y se obliga al servicio en la comunidad en que vive" (GS, 31).

Y la Instrucción señala esta fórmula para hacerla eficaz:

"Lejos de perfeccionarse en una total autarquía del yo y en la ausencia de relaciones, la libertad existe verdaderamente sólo cuando los lazos recíprocos, regulados por la verdad y la justicia, unen a las personas. Pero para que estos lazos sean posibles, cada uno personalmente debe ser auténtico" (LC, 26).

h) Libertad responsable

La idea de la libertad evoca necesariamente el sentido de responsabilidad. Y es que ambas realidades se incluyen. Más aún, el verdadero concepto de libertad engloba el de responsabilidad. La responsabilidad no es ningún sobreañadido, sino el reverso de la libertad, de forma que una libertad irresponsable no sería verdadera libertad, dado que toda decisión libre supone siempre que se asume y se ejerce de modo responsable".

En consecuencia, libertad—responsabilidad son anverso y reverso de una misma realidad. Prueba de ello es que, entre los múltiples argumentos filosóficos que se han ideado para probar la libertad —todos ellos no plenamente satisfactorios— el único que prueba que el hombre es libre es, precisamente, el hecho de la responsabilidad sentida y exigida tanto a nivel personal como social. Porque el individuo es responsable, reclama el derecho de defenderse de la injusticia que se le hace ante una acción de la que no es garante; por el contrario, en razón precisamente de la responsabilidad, asume la carga de la pena que merece su acción libre.

La misma imputación social que juzga, con la subsiguiente aprobación o negación, las acciones de los individuos, se fundamenta y se razona en la misma convicción: la responsabilidad de que gozan los individuos en el ejercicio de su libertad. Nuevamente tenemos que interrelacionar libertad y justicia.

Nicolai Hartmann distingue tres aspectos diversos en la imputación:

— El acto mismo de la imputación, lo cual supone la libertad.

— La capacidad de imputación que posee el hombre: tal capacidad evoca la libertad.

— La apelación a la imputación que hace la persona: todo hombre reivindica este derecho.

Hartmann analiza los tres momentos y concluye que la imputación supone que el hombre es libre.

Precisamente la "responsabilidad" es lo que permite que la voluntad se decida, y son tales "decisiones" las que comprometen la libertad.

"El hombre que para no comprometer su libertad, para mantener indefinidamente su disponibilidad, no se compromete con ninguna decisión no es un hombre libre, aunque no esté coaccionado. Y si esto es cierto para cada acto libre del hombre, más lo será para el hombre plenamente realizado que como ideal dirige toda actividad humana y con ello puesto más allá del tiempo y de la necesidad de decidir".

Este es el motivo por el que la teonomía no destruye la autonomía, como se señala a continuación.

i) Dios no aliena la libertad del hombre

Mediante la responsabilidad el hombre se encuentra frente al "deber". Es lo que justifica que la libertad se relacione con el orden moral.

A este respecto es preciso constatar los diversos intentos de sustraer la libertad a los imperativos morales. En este punto se levantan las frecuentes acusaciones que quieren hacer ver que la moral es el gran obstáculo a la libertad del hombre. Este tema merece hoy una especial atención, pues constituye uno de los puntos más conflictivos para la aceptación de la moral cristiana.

"En relación con el movimiento moderno de liberación interior del hombre, hay que constatar que el esfuerzo con miras a liberar el pensamiento y la voluntad de sus límites ha llegado hasta considerar que la moralidad como tal constituía un límite irracional que el hombre, decidido a ser dueño de sí mismo, tenía que superar. Es más, para muchos Dios mismo sería la alienación específica del hombre. Entre la afirmación de Dios y la libertad humana habría una incompatibilidad radical. El hombre, rechazando la fe en Dios, llegaría a ser verdaderamente hombre" (LC, 18).

La referencia al existencialismo ateo y en especial a Sartre es evidente. Es cierto que a Sartre le precedió en esto Feuerbach, pero la tesis sartriana es inequívoca".

Este es el engaño que es preciso deshacer, pues, sin formularlo tan claramente, subyace en no pocas actitudes de nuestro tiempo. No parece errado pensar que esa especie de liberación salvaje, que con cierto encono y protesta se opone a toda norma moral, tiene al menos en el subconsciente el desatino de que la religión se opone a la libertad que el hombre moderno siente como suelo nutricio de su existencia. La Declaración da la respuesta que, expresada a nivel intelectual de cada oyente, contiene la doctrina adecuada. Al menos, debe ser oída y aceptada por el que se profesa cristiano:

"El hombre no tiene su origen en su propia acción individual o colectiva, sino en el don de Dios que lo ha creado. Esta es la primera confesión de nuestra fe, que viene a confirmar las altas intuiciones del pensamiento humano. La libertad del hombre es una libertad participado. Su capacidad de realizarse no se suprime de ningún modo por su dependencia de Dios. Justamente, es propio del ateísmo creer en una oposición irreductible entre la causalidad de una libertad divina y la libertad del hombre, como si la afirmación de Dios significase la negación del hombre, o como si su intervención en la historia hiciera vanas las iniciativas de éste. En realidad, la libertad humana toma su sentido y consistencia de Dios y por la relación con El" (LC, 29).

Habrá que apelar a las consecuencias funestas que, tanto a nivel personal como colectivo, se han seguido al hecho de que la apuesta por la libertad se quiera lograr a cargo de prescindir de Dios y de las normas que marca toda existencia moral.

El acudir a los "efectos" ha sido siempre un argumento de gran fuerza probativa y casi siempre convincente. Este recurso tiene especial valor en el campo de la vida moral, pues aquí se cumple el principio tantas veces repetido de que "la naturaleza se venga".

j) La libertad y norma moral

Tema derivado del anterior es señalar la relación que existe entre libertad y norma moral. El origen de esta aporía es doble: tiene sus raíces en la pretensión a una libertad absoluta y omnímoda, como apuntábamos más arriba. Y como concausa origina el miedo a que la autonomía no sea respetada por los imperativos que marca la ley o el legislador de la norma, bien sea éste un autor humano o divino. En algunos ambientes se siente especial prevención frente a la autoridad jerárquica de la Iglesia.

Del tema se hablará más extensamente en el Capítulo XI dedicado a la ley. Baste aquí presentar el sin sentido de tal objeción.

La dificultad se sitúa a dos niveles. Es fácil que quienes proceden de la increencia no admitan la existencia de la ley que regula la conducta humana. Así se expresa la Instrucción:

"La dependencia de la creatura con respecto al Creador o la dependencia de la conciencia moral con respecto a la ley divina serían para él servidumbres intolerables. El ateísmo constituye para él la verdadera forma de emancipación y de liberación del hombre, mientras que la religión o incluso el reconocimiento de una ley moral constituirían alienaciones. El hombre quiere entonces decidir soberanamente sobre el bien y sobre el mal, o sobre los valores, y con un mismo gesto, rechaza a la vez la idea de Dios y de pecado (LC, 41).

En otro plano se sitúan los creyentes que también participan del temor de que las normas morales cercenen su autonomía. La solución está en hacer comprender el sentido de la norma, que en sí no constituye un peligro real para la autonomía personal, sino más bien un medio indicativo y rector de la razón que orienta a la libertad para que ésta no naufrague en su intento de elegir y practicar el bien. Las señales de tráfico no coartan la libertad del conductor, sino que le indican los riesgos que puede encontrar y cómo ha de conducir para llegar a la meta.

5. El acto humano ha de ser un acto libre

Hasta aquí hemos expuesto la doctrina acerca de la libertad fundamental. Ahora se trata de aplicarla a la acción moral; es decir, estudiaremos el papel de la libertad en el comportamiento ético. Nuevamente conviene subrayar cómo la libertad es expresión de esa unidad radical del ser humano, que se encuentra inmerso y sometido a las presiones de la vida social que es capaz de superar, y, en el caso del cristiano, dispone del aliento del Espíritu que ayuda a la comprensión del bien y favorece la disposición para optar por él y elegirlo.

Queda fuera de nuestro estudio un capítulo importante al que los autores dedican con frecuencia amplios espacios. Se trata de los procesos psicológicos que tienen lugar en la acción de la voluntad y en la decisión de elegir, así como de los condicionamientos, según los diversos tipos psicológicos de persona, que caracterizan la elección. Todo ello es un capítulo importante de otras ciencias afines: la Medicina y la Psicología. Pero su estudio requiere dedicarle una amplitud que cae fuera de nuestro trabajo.

Por otra parte, el sacerdote se encuentra con un aspecto de la ciencia psicológica y médica que requiere, además de una especialización, la prudencia suficiente para su aplicación en la vida moral. Además, es sabido que los datos que aportan estas ciencias, siendo importantes, nunca son decisivos; más aún, ni en el planteamiento ni en los datos coinciden los diversos autores. A este respecto, conviene hacer notar que las distintas escuelas de psicología, por ejemplo, se suceden y no raramente se contradicen.

En conjunto, las aportaciones son más útiles para los casos de anormalidad que para la aplicación a las situaciones regulares y más comunes. Los casos en que la psicología padezca alguna anormalidad, el confesor los detecta fácilmente y, fuera de la atención y escucha, lo más frecuente es recurrir a la ayuda de la ciencia médica o de algún psicólogo que lleve a cabo la cura de esas situaciones patológicas, tan frecuentes en la sociedad actual.

El sacerdote, en general, concluye su tarea en esa atención paciente y en la escucha afectuosa de los datos que suministra la persona; pero siempre con un objetivo claro: saber que en tales situaciones la carga psicológica impide al sujeto ajustarse a las realidades concretas. De aquí que la labor del sacerdote sea ayudar al paciente a aceptar e interpretar los datos reales del problema, que generalmente altera con elementos subjetivos, y que casi nunca responden a la realidad. Su caso es casi siempre una transformación subjetiva, personal y deformada. Aquí se manifiesta la situación patológica que puede requerir la ayuda de la ciencia médica [89. "Los médicos y directores espirituales han comprobado que además de las verdaderas enfermedades mentales existen las llamadas "psicopatías", estados anómalos de la mente y del sentimiento. Entre estos encontramos distintas perturbaciones de la afectividad y de los instintos, tales como las neurosis, histeria, la hipersensibilidad sexual, la abulia, etc., con toda la profusión de sus desconcertantes manifestaciones... Estos datos obtenidos son una advertencia para el director espiritual y el educador, y obligan a pensar más a menudo en una enfermedad psíquica como posible causa de debilidad y desviaciones morales, y por tanto a que intervenga en estos casos un médico entendido". J. MAUSBACH—G. ERMECKE, Teología moral católica, o.c., I, 314.].

Para los casos normales, conviene tener a la vista ciertos principios doctrinales que ofrece la teología moral. He aquí algunos puntos de referencia más importantes que nos centran en el tema:

a) El acto moral, libre y voluntario

Acto moral es aquel que se realiza con voluntad y libertad. "Libre" y "voluntario" son los términos con los que —además de la "advertencia"— la teología especifica la moralidad de un acto.

La libertad no se contrapone esencialmente a toda necesidad. Por ejemplo, la tendencia universal hacia la felicidad es un acto necesario, pero libre, si bien el hombre puede elegir medios muy distintos para obtener esa felicidad. La filosofía explica cómo la contraposición entre libertad—necesidad es sólo una aparente aporía.

b) Clases de libertad

También es común la división de la libertad en intrínseca y extrínseca — La libertad intrínseca o psicológica es la que actúa sin determinación interna. Admite la siguiente clasificación:

* libertad de especificación (libertas specificationis) por la que la voluntad puede elegir entre los diversos bienes que le ofrece el conocimiento;

* libertad de ejercicio (libertas exercitii) se refiere a la capacidad que tiene la voluntad de actuar o no actuar; elegir o no elegir;

* libertad de contrariedad (libertas contrarietatis) es la posibilidad de elegir entre el bien y el mal.

— La libertad extrínseca es la que se lleva a cabo sin la determinación de agente alguno externo, por ejemplo, la violencia.

Esta división hace patente que un acto es moralmente bueno o malo cuando se realiza con libertad extrínseca e intrínseca —no presionado por causa externa ni psicológica— y puede elegir entre actuar o no (libertad de ejercicio) y, dado que se decide a actuar, puede elegir entre los diversos bienes que se le ofrecen (libertad de especificación). Pero no hace falta que disfrute de la libertad de contradicción, o sea, elegir entre el bien y el mal en razón del mal, dado que, como se apuntaba más arriba, elegir el mal no pertenece a la esencia de la libertad: "El que comete el pecado, es esclavo del pecado"(Jn 8,34).

c) Libertad e ignorancia

Una acción puede perder su condición de moral por razón de la falta de conocimiento, que, como decíamos, es elemento integrante de la acción libre. De aquí que la ignorancia, el error, la falta de advertencia o el olvido pueden impedir que el acto sea humano y, en consecuencia, moral.

Con el fin de precisarlo, es importante hacer alguna distinción. La ignorancia puede ser:

— de hecho: cuando se desconoce que tal acto en concreto está permitido o prohibido por la ley.

— de derecho: si se desconoce la ley que manda o prohibe. En ambos casos, tal ignorancia puede ser "vencible" o "invencible", o sea, superable o que no es posible superar, bien porque se desconoce totalmente la bondad o malicia de un acto o porque, despertado la duda, intenta desvanecerla, pero, puestos los medios —por ejemplo, la consulta—, no es capaz de eliminarla.

Es claro que un acto hecho con ignorancia, bien sea de hecho o de derecho, pero vencible, es culpable. La gravedad depende de la materia del acto y de la mayor o menor voluntariedad. Por el contrario, si la ignorancia es invencible, o bien porque desconoce la norma o porque, puestos los medios, no ha salido de la ignorancia, exime de todo pecado.

d) Las pasiones

Debe también mencionarse el influjo de las pasiones, muy desigual según el ímpetu y fuerza con que actúan y sobre todo por la huella que marcan en quienes se dejan conducir habitualmente por ellas. Así, las pasiones actúan de modo diverso en el virtuoso y en el hombre vicioso.

e) Otras situaciones singulares

Los Manuales de Teología Moral consideran otros muchos casos que vienen dados por plurales circunstancias de la vida o por las diversas situaciones que acompañan a la disposición psicológica de cada persona. Tales son los estados de miedo, de angustia, de inquietudes profundas, coacciones, estados de depresión, las debilidades del cuerpo, por cuya "liberación" habla S. Pablo (Rom 8,23), los impulsos pasionales, etc., etc. .

No es fácil enumerar las múltiples situaciones que afectan a la vida psíquica ni tampoco describir las variadas reacciones en cada individuo. Aún la misma persona, en idénticas circunstancias o a lo largo de diversas etapas de la vida, reacciona de modo diverso.

Los fenómenos psíquicos enumerados, así como cualquier otro dato que afecta a la lucidez de juicio y a la capacidad de decisión de la voluntad, son tan variados que en los Manuales se agotaba la casuística. Pero las respuestas que se daban, siempre muy pormenorizadas, eran excesivamente teóricas y con dificultad se adecuaban a las situaciones reales por la que pasa cada individuo.

De aquí que más que especificar los diversos casos y situaciones, se ha de tener en cuenta el principio general que rige en estos y en similares casos: se trata de ver hasta qué punto tales situaciones disminuyen o, en circunstancias concretas, anulan la voluntad.

La solución teórica es clara; al grado de voluntariedad corresponde la bondad o malicia de una acción.

Pero la dificultad viene dada por la propia circunstancia y reacción personal, que casi nunca es capaz de mensurarse. Pensemos en algunas situaciones reales: el miedo fundado a perder el puesto de trabajo, la estimación perdida, las amenazas o las presiones de la opinión pública o de los medios de comunicación, el riesgo que corren algunos católicos practicantes para acceder a cargos, las torturas físicas o psíquicas, los impulsos de ciertos estados de ansiedad o de angustia, las situaciones tan variadas de los estados depresivos, las condiciones de ciertas personas tan condicionadas por la educación moral que han recibido, los hábitos adquiridos y psicológicamente arraigados, los movimientos pasionales no fácilmente controlables, el influjo de los "modelos" éticos que ofrecen ciertas clases sociales o ambientales sobre las personas que carecen de juicio propio para superar ese condicionante del entorno, etc., etc. En una palabra, las alteradas situaciones psíquicas y las presiones que, o bien impiden la reflexión o ejercen un influjo considerable sobre la voluntad. Todas estas situaciones se agravan cuando no obedecen a estados transitorios, sino que persisten debido a disposiciones estables.

Es la conciencia del propio sujeto, a la luz de la gracia de Dios, la que ha de sentirse o no culpable. Se debe animar en todo caso a la fortaleza cristiana con la que debe contar ante las dificultades que ofrece la propia vida y, si es necesario, se debe alentar a la conversión y a sentir la necesidad del perdón del Señor, que acoge siempre con misericordia.

En estos casos, la humildad debe suplir a la ciencia, y el propio interesado no ha de hurgar más de lo necesario para mensurar la gravedad de su acción. El sacerdote tampoco debe inquirir demasiado, de modo que se inquiete en el caso de que no logre alcanzar un juicio real de la situación del penitente. La sinceridad ante Dios y ante el sacerdote es la condición fundamental para que el pecador demande el perdón de Dios. Esta actitud de fe es la que garantiza que, ni por parte del penitente ni tampoco del sacerdote, se introduce ningún gesto Taxista en esa situación.

V. LA LIBERTAD Y SUS CONSECUENCIAS

La actividad humana es tan rica que de ordinario desencadena una serie de consecuencias no siempre previsibles. Este fenómeno no es exclusivo del acto moral, sino que se extiende a toda la naturaleza. Las ciencias descubren resultados no previstos que se siguen al uso de cualquier aplicación. El caso típico son los "efectos secundarios" que acompañan a casi todas las medicinas, que de suyo persiguen alcanzar únicamente la salud del enfermo. Pero se extiende a otros muchos campos, como, por ejemplo, la obtención de alimentos artificiales, de los que derivan efectos nocivos o los hallazgos científicos, que, junto a sus logros, connotan graves riesgos para la salud del hombre o para otros agentes de la naturaleza, etc. etc. En principio, el tema moral de la ecología no es más que la aplicación a gran nivel de los efectos que se siguen de unas causas, en principio, buenas, cuales son la industrialización y el progreso técnico.

A este fenómeno tampoco es ajena la actividad moral humana. Pero no se trata de juzgar todas las consecuencias o efectos remotos que a distancia se pueden seguir del comportamiento ético, sino de los efectos inmediatos previstos o no que siguen a una actividad concreta. Surgen aquí dos problemas morales relacionados entre sí:

1. El llamado "voluntario in causa".

2. El denominado "voluntario indirecto".

En algunas circunstancias estos dos temas se identifican, por lo que algunos autores equiparan ambos problemas morales; pero cabe distinguirlos. En uno y otro caso se trata de juzgar la bondad o malicia de un acto, que, además de producir un efecto bueno directo, ocasiona otro malo, normalmente no querido, pero del cual tiene que hacerse fiador el autor de aquella acción que decide libremente ejecutarla.

No obstante, existen entre ambas situaciones una diferencia notable: mientras el "voluntario in causa" puede ser un efecto no previsto o que puede evitarse, el "voluntario indirecto" es un resultado que se sigue casi necesariamente, junto a otro efecto directo, que es el que se intenta alcanzar.

1. El voluntario "in causa"

Se trata de determinar la posible imputabilidad moral de un efecto no voluntario en sí, pero que se sigue a un acto realizado voluntariamente, y que, por tanto, lo ocasiona de un modo mediato. Los casos más frecuentes ocurren cuando se obra con "ignorancia culpable", o se actúa motivado por un hábito voluntariamente adquirido, o cuando se pierde culpablemente el control de los propios actos, como, por ejemplo, en la embriaguez.

Cuando el efecto no es querido, para que sea imputable se requieren tres condiciones:

a) que el agente haya previsto el efecto, al menos en confuso;

b) que el agente haya podido evitar la acción (o remover la causa) de tal efecto;

c) que el agente tenga el deber de impedir o de no causar tal efecto".

2. El voluntario indirecto. La acción de doble efecto

Se incluye en este apartado lo que en la doctrina tradicional se denomina "principio de doble efecto", que aquí identificamos como el "voluntario indirecto" y distinguimos del "voluntario in causa".

Se trata de un principio moral que tiene aplicaciones en múltiples casos —algunos de los cuales se confunden con el "voluntario in causa"—, pues, como decíamos, algunas acciones concretas provocan una serie de consecuencias éticamente malas, pero previsibles, que suscitan en la persona concreta la duda de si debe actuar o no y de qué modo.

El caso tipo se repite desde hace muchos años, si bien hoy, en la situación actual de la medicina, apenas se plantea: se trata de la mujer —y del médico— que, en estado de embarazo, se presenta una enfermedad grave, un tumor maligno, por ejemplo, que sitúa a la paciente ante la opción de poner un acto —la operación quirúrgica— del que se siguen dos efectos, uno bueno, la salud y otro malo, el riesgo del aborto 94

La solución a este "caso ejemplar", la teología moral lo resuelve aplicando la doctrina del "principio del doble efecto", que se formula del siguiente modo:

Es lícito ejecutar un acto del que se siguen dos efectos, uno bueno y otro malo, si se dan estas cuatro condiciones:

1. Que la acción en sí misma —prescindiendo de sus efectos— sea buena o al menos indiferente. En el ejemplo tipo, la operación quirúrgica necesaria es en sí buena.

2. Que el fin del agente sea obtener el efecto bueno y se limite a permitir el malo. La extirpación del tumor es el objeto de la operación; el riesgo del aborto se sigue como algo permitido o simplemente tolerado.

3. Que el efecto primero e inmediato que se sigue sea el bueno. En nuestro caso, la curación.

4. Que exista una causa proporcionalmente grave para actuar. La urgencia de la operación quirúrgica es causa proporcionada al efecto malo: el riesgo del aborto.

Cuando se trata de un efecto en sí grave, esta cuarta condición debe ser muy ponderada: se ha de tener en cuenta, además de la proporcionalidad de la causa, la gravedad del mal, la inmediatez de la acción, el grado de certeza, etc. y se ha de subrayar la obligación de impedir el daño.

En el caso de que estas cuatro condiciones se den conjuntamente, la persona puede actuar sin que se le impute ese efecto malo, cual es el aborto, dado que el efecto bueno justifica por sí mismo el que se lleve a ejecutar una acción que conlleva otro efecto malo previsto y no deseado.

Este principio moral supone una claridad doctrinal para el caso tan frecuente en que sea preciso actuar, aunque al acto acompañen otras consecuencias moralmente malas.

No obstante, su aplicación no es tan sencilla como en el "caso tipo" reseñado, porque, de ordinario, concurren otras circunstancias que demandan alguna adaptación a las variadas particularidades de la vida. A su vez, en este principio concurren algunas cuestiones morales que exigen una justificación. De aquí que en época reciente haya suscitado ciertas críticas, o al menos, se demanda una nueva interpretación.

En tal estado de opinión, el clásico "principio de doble efecto" exige que se justifiquen algunas de las enseñanzas contenidas en estas cuatro condiciones y se pongan de relieve las dificultades que suscitan. He aquí algunas:

a) Que la acción en sí sea buena o al menos indiferente

Si la acción fuese moralmente deshonesta, por ejemplo, una blasfemia, no cabe la aplicación del principio porque contradice a otro axioma moral: "no se puede hacer el mal para lograr el bien". Y según este principio, ningún mal intrínseco —una mentira, un juramento falso...— justifica moralmente una acción aunque se sigan otros beneficios y bienes morales.

Para determinar si una acción es buena o indiferente, hay que mirar, en primer lugar, el "finis operis", que es el fin al que el acto tiende por su propia naturaleza, por lo que no es separable de él y es objetivo, se le llama también fin de la acción o de la obra (finis operis): es el efecto necesario del acto. Conviene distinguirlo del finis operantis que es el fin que el sujeto se propone, hacia donde dirige el acto, y, por tanto, es subjetivo y separable del acto mismo. Por ejemplo, el finis operis del estudio es aprender, pero el finis operantis puede ser muy diverso, vgr. ambición, vanidad, lucro, etc.

Asimismo, conviene tener a la vista la distinción entre el efecto per se y el efecto per accidens. El efecto llamado per se es el que se sigue necesariamente, el primer efecto de la acción, lo que la acción produce de modo inmediato; y el efecto llamado per accidens de esta acción sería el que, por las particulares circunstancias, acontece contra la voluntad del agente.

Pero aquí mismo se suscita la discusión entre los autores. Para algunos se prohibiría la acción si fuese causa per se del efecto malo, pero no en el caso de que la causa lo produjese sólo per accidens. Esta importante distinción se presta a diversa interpretación. Por ejemplo, en el caso tipo: el bisturí del cirujano (o si se quiere, la acción del médico), ¿produce la muerte del feto per se o per accidens? La casuística a este respecto es inabarcable, pero es preciso reconocer que semejante casuística es excesivamente subjetiva. Algunos autores niegan la acción del doble efecto al suicidio con arma de fuego de la mujer ante el peligro de ser violada y sin embargo le permiten arrojarse al vacío desde un alto edificio. La diferencia de estos dos casos se sitúa en la naturaleza de la acción: el uso del revolver, dicen, es una acción intrínsecamente mala, mientras que una joven se podría arrojar de un quinto piso porque tal acción, decían esos autores, es indiferente.

La pregunta surge espontánea ¿existe una diferencia cualitativa entre la acción de una pistola y la de arrojarse al vacío desde lo alto? Parece que no. En la misma línea casuística de aceptar o no bondad o malicia de la acción en sí, el espía capturado no podría quitarse la vida para evitar el riesgo de revelar secretos que causasen gran daño a otros prisioneros o al Estado; pero sí sería lícito arrojarse al mar sin saber nadar en el caso de que una balsa se hundiese por exceso de peso. La razón sería la misma. Otros ejemplos de "acciones en sí buenas o indiferentes" son aún más sofisticadas: ¿es indiferente la acción del camarero que sirve licor el que está seguro que se embriagará? ¿Es indiferente la acción de alquilar un piso si se tiene la certeza de un uso depravado? Son todos ejemplos clásicos de licitud en virtud de la "acción indiferente".

Es cierto que cabe hacer distinciones en estos casos aquí aducidos, pero ¿cambian la moralidad de la acción? ¿No se está ante una casuística que enturbia la solución del problema? ¿No prevaleció más la objetividad de la acción al margen de la intencionalidad y opción del agente? Es aquí donde parece que una moral personalista debe superar la interpretación ética excesivamente objetivista.

Esta primera condición suscita otro tema, hoy especialmente agudo: ¿dónde situar lo intrínsecamente malo? Más aún, no faltan quienes nieguen que existe el "intrinsece malum". Y sin dilucidar ahora este tema que tratamos de modo extenso en el Capítulo IX, existe un consensos generalizado en reducir los límites del "intrinsece malum". Al menos algunos de los ejemplos asumidos no parece que puedan calificarse de acciones por sí intrínsecamente malas. Es obvio que a la vista de estas discusiones, esta primera condición admita diversas interpretaciones, pues está relacionada con otros problemas de la teología moral.

b) Que el fin que se persigue sea obtener el efecto bueno y simplemente se permita o tolere el malo

En el ejemplo tipo se exige que el fin de la operación quirúrgica o de la medicación conveniente sea sólo la curación de la mujer embarazada, o sea, el efecto bueno, si bien se tolera el efecto malo del riesgo de aborto. De aquí el nombre con que se le designa "aborto indirecto".

También esta segunda condición es susceptible de recibir diversas interpretaciones. Así, mientras unos entienden que el efecto malo no debe ser "querido", otros lo interpretan como "no deseado" y algunos hablan de que no puede ser "intentado", sino simplemente aceptado por la inseparabilidad que conllevan los dos efectos. No se da, pues, una sentencia común entre los moralistas.

Algunos autores hablan de "disgusto" o "desagrado" ante el efecto malo por parte de quien ejecuta la acción. Pero es peligroso apelar al sentimiento en esta tema. Pensemos en un aborto natural, no procurado ni querido en sí, pero que no causa disgusto en la madre, porque era un embarazo no deseado. Lo mismo puede suceder en tantos casos en los que no se compromete la voluntad, pero, cuando suceden, no se acusa desagrado alguno.

Al llegar a estos niveles psicológicos no es fácil evitar problemas de conciencia, pues ¿cómo distinguir lo "querido" de lo "deseado"? Además esta distinción que marca gradualmente las operaciones psíquicas obedece a un planteamiento moral que parte del supuesto de que es fácil distinguir las diversas actividades humanas como si cada una actuase por su cuenta. Pero, tal como se dice más arriba, el acto moral es de la persona como unidad, que se compromete toda ella en la acción.

Situar el bien o el mal moral "en la intención" no es menos arriesgado, dado que el mal moral no depende sólo de la intención del agente, sino de la objetividad de las acciones. Incluso la moral de la "opción" se interpreta a otro nivel. El principio de doble efecto, afirman, se supera recurriendo a la doctrina sobre la "opción fundamental". Es decir, en el caso en que exista una "opción fundamental" por la vida, se justificaría la aceptación del fin malo. Pero esta doctrina tampoco salva el principio de que en ningún caso debe quererse el mal directamente.

En resumen, no cabe duda de que esta segunda condición presenta graves dificultades en la aplicación de este principio, pues se trata de una voluntariedad, al menos, in causa. Quizá se aclare con una interpretación más literal: el fin que se persigue con el acto es la curación; el efecto malo, el riesgo del aborto, es una consecuencia necesaria e inevitable y por lo mismo aceptada, pero en sí no querida ni intentada por el agente.

Algunos autores clásicos, por ejemplo Prümmer (I, n. 98), evitan toda esta temática reconduciendo esta condición a la primera, pues, si el efecto primero es el moralmente malo, entonces la misma acción que produce este efecto es también mala en sí, porque los actos se especifican por sus objetos, es decir, por el fin de la obra que es el primero que se produce.

Por otra parte, el problema de la simultaneidad de los efectos (bueno y malo) resulta imposible en la práctica, porque el efecto inmediato es el "finis operis" y el fin de la obra es uno y no doble. Para comprenderlo basta con recordar la doctrina de Santo Tomás que afirma que la forma esencial de cada cosa es una y no pueden ser dos.

c) Que el efecto primero o inmediato que se ha de seguir sea el bueno y no el malo

La razón de esta segunda condición es otro principio moral, reiteradamente invocado: "el fin no justifica los medios". En consecuencia, no debe ponerse una acción si de modo directo tiene un efecto malo. En el caso tipo se argumentaba: no es lícito matar al niño para salvar la vida de la madre, ni provocar el aborto para mantener la fama de una mujer violada.

También esta condición admite en los autores una interpretación diversa. Algunos requieren que haya una simultaneidad en el tiempo de los dos efectos. Tal sucederá en el caso tipo —si bien en la medicina actual hay solución para ambos casos—, pues la extirpación de la matriz cancerosa es coincidente con la acción que conlleva el aborto. Para otros, por el contrario, la simultaneidad puede no ser en el tiempo, basta con que sea en la causa. Tal podría ser el caso, de la bomba atómica sobre las ciudades de Japón para conseguir el final de la segunda guerra mundial.

Si esta fuese la interpretación correcta, posiblemente la casuística habría violentado la segunda condición, que algunos autores formulaban simplemente así: "que el efecto bueno no se produzca a través del efecto malo". Pero en tal caso, habría que aplicar el principio que justifica la primera condición: "no se puede hacer el mal para obtener el bien".

Nuevamente la casuística y una consideración excesivamente objetivista hace insuficiente la explicación de este principio.

Quizá la interpretación correcta sea más simple: se trata de un efecto que queda fuera de la decisión de la voluntad y, consiguientemente, no pertenece al ámbito moral.

Así explicado, queda patente que lo que directamente se excluye es que el efecto bueno sea la causa del efecto malo. De aquí la justificación de que no es lícito matar al feto para salvar la vida de la madre, pero sí procurar la salud de la madre mediante una operación necesaria que conlleva —puede tener como efecto— el riesgo del aborto.

d) Que exista causa proporcionalmente grave para actuar

Esta última condición es decisiva, pues el efecto malo es moralmente deshonesto y, en consecuencia, se requiere un motivo grave para permitirlo. En nuestro caso, la muerte de un inocente no nacido es algo muy grave, aunque se le denomine "aborto indirecto".

Esta condición tampoco es ajena a interpretaciones muy diversas, todas ellas centradas en la ponderación de cuál sea la causa proporcionada que justifique una acción que, junto al efecto bueno, ocasione también otro malo. No hay duda de que existen unos criterios más o menos claros que vienen dados:

* por la gravedad del efecto malo;

* según la urgencia de verificar la acción que conlleva los dos efectos;

* simplemente, la obligación de obtener el efecto bueno;

* por último se ha ponderado la relación más o menos directa, causa–efecto, que existe entre el autor y la consecuencia mala que de él se sigue.

Estos criterios no parece difícil detectarlos en el caso de la mujer embarazada, cuando per se obliga el cuidado de la propia vida y urge la operación; pero se vuelven más problemáticos en otros casos no tan evidentes relacionados con la virtud de la justicia. De aquí que den lugar a una casuística que, en lugar de esclarecer la doctrina, con frecuencia la oscurecen. Por ejemplo, era tradicional considerar el caso de "causa proporcional grave" el honor de la patria para provocar una guerra, a pesar de los grandes males que conllevaba. Criterio que hoy, conforme a la doctrina conciliar en torno a la "guerra justa", habría que revisar.

No obstante, este criterio es de excepcional importancia porque aúna la valoración objetiva de la acción y, al mismo tiempo, concede un amplio margen de decisión al sujeto, puesto que es sentencia común que es la conciencia de la persona que pone la acción, de la cual se sigue el efecto malo, la que tiene que juzgar sobre la consecuencia de actuar o de omitir el acto.

Naturalmente, el criterio de discernimiento ha de ser objetivo, es decir, ha de tener en cuenta el orden objetivo de los valores. Pero aquí levantan la voz de protesta algunos autores que reclaman la moral personalista, si bien tal "personalismo" no es aceptable.

Otros moralistas sostienen que la valoración moral ha de hacerse recurriendo al tema clásico de las "fuentes de la moralidad". Es decir, el juicio vendría dado por el estudio de la objetividad de las acciones, por el fin que se propone el sujeto y por las circunstancias que acompañan o motivan el acto.

Una última observación: las condiciones señaladas deben darse conjuntamente, a la vez, para que pueda aplicarse este principio. Regular la acción moral sólo por razones proporcionales, es caer en el "consecuencialismo", del que hablaremos en el capítulo siguiente. De hecho, los dos temas están relacionados entre sí. Así, por ejemplo, Knauer interpretó el principio de doble efecto en sentido proporcionalista, al sustituir la segunda condición (querido directa o indirectamente) por un fin proporcional: "Si el motivo de una acción es proporcionado, entonces determina el finis operis, de forma que la acción correspondiente es moralmente buena". Lo mismo lo interpreta Böckle: "La vieja norma "nunca directamente" ha de entenderse por la nueva versión "directamente por un motivo proporcionado".

3. Origen de la formulación del principio de doble efecto

A la comprensión acertada de este principio, así como a la debida acomodación a que puede ser sometido, ayuda conocer su origen, así como la historia de su aplicación y uso".

La formulación del principio de doble efecto es posiblemente una creación intelectual de la moral casuística que alcanzó a dar reglas de solución a problemas frecuentes de la vida moral, pues, como decíamos, la actividad humana tiene con frecuencia distintas derivaciones que simultanean el bien y el mal.

El fundamento se encuentra en la doctrina de Santo Tomás con ocasión de justificar la legítima defensa, de lo que puede seguirse la muerte del agresor injusto:

"Nada se opone a que un único acto tenga dos efectos, de los que sólo uno se lleva a cabo con intención y el otro al margen de la intención, que se sigue como per accidens... Por consiguiente, del acto de la propia defensa se puede seguir un doble efecto: la conservación de la propia vida y la muerte del agresor".

Esta doctrina justifica la moralidad de una acción que conlleva dos efectos el injusto agresor sufre la muerte derivada de una acción en sí buena, cual es la defensa de la propia vida.

Santo Tomás menciona el sintagma "duos effectus", de los que uno se sigue "per accidens". Pero no explicita las cuatro condiciones, si bien en el ejemplo elegido se cumplen perfectamente. La doctrina moral elaborada se encuentra en los Comentarios a la Suma de los autores de los siglos XVI–XVII. Y parece que fue Juan de Santo Tomás en 1630 quien la introdujo en el estudio de la teología moral.

El estudio del P. Mangan 101 muestra las discusiones que suscitaba esta doctrina entre los grandes comentaristas, especialmente los jesuitas, al tratar de fijar los elementos objetivos y subjetivos que se acentuaban en la exposición del principio. Así, mientras que unos ponían el acento en la intención con que se hacía el acto, otros subrayaban el elemento objetivo del bien que se alcanzaba o del mal que se seguía como efecto per accidens.

Tampoco los autores modernos se mantuvieron ajenos a la discusión y, en el fondo, subyacen la discordancia de opiniones en esas dos actitudes.

En la actualidad los autores confrontan y debaten en este principio sus propias posturas intelectuales. Los partidarios de una moral más subjetiva se emplean a fondo en la crítica del principio porque en él se ventilan algunas tesis muy decisivas, cuales son la no existencia de actos intrínsecamente malos, la defensa de una moral integradora de la persona humana, la jerarquía de valores que puede decidir ante prioridades en favor del hombre e incluso algunos en sus derribos aprovechan materiales para edificar el "consecuencialismo ético". A continuación exponemos nuestro punto de vista sobre este tema.

4. Hacia una comprensión del problema

El principio de doble efecto, correctamente interpretado y aplicado, continúa siendo válido, dado que las verdades morales que quiere expresar se presentan como irrenunciables dentro de la doctrina moral profesada por la ética teológica. Así, por ejemplo, los dos principios de que "el fin no justifica los medios" y "no se ha de hacer el mal para alcanzar el bien" (Rom 3,8), explicados con rigor, avalan la recta aplicación del principio de doble efecto en el caso de que una acción concreta ordenada a hacer un bien connote un efecto malo previsto, que se sigue necesariamente. Y, sin embargo, ambos principios en este caso concreto no son absolutos, sino que dejan paso a actitudes personales, en las que unas circunstancias pueden variar ciertas situaciones. La moral clásica aceptaba que unos valores inferiores podían sacrificarse para conseguir otros superiores.

Igualmente, la doctrina que sostiene el principio de doble efecto acepta que se da el mal intrínseco. No obstante, de su aplicación se deduce que ese "intrinsece malum", en ciertos casos, es más aparente que real, dado que cabe la excepción, por ejemplo, la muerte del injusto agresor. Ahora bien no es aceptable la interpretación de que es lícito hacer una acción intrínsecamente mala cuando se trata de obtener un bien, si existe causa proporcionada. Como afirmamos en otro lugar, existen actos intrínsecamente malos, independientemente de sus circunstancias.

De modo semejante, sí es cierto que en su aplicación se destaca en todo momento el elemento objetivo. Pero la excepción de permitir el efecto malo es una prueba de que se atienden también las diversas situaciones personales; es el bien superior de la persona concreta el que decide que se tolere el efecto malo. Como afirma Mausbach:

"A causa de la limitación de sus propios actos, muchas veces el hombre no puede realizar a la vez varios valores. Por esta razón, cuando intenta conseguir uno de ellos, se ve obligado a permitir la pérdida del otro".

En conjunto, casi todas las críticas que se hacen no contemplan el principio en sí, sino más bien la aplicación casuísta que se ha hecho en algunos Manuales. Y cabe decir más, los juicios críticos, más que a la doctrina en esos Manuales, se refieren a la casuística que exponían para esclarecer la doctrina.

Cabría, pues, defender que el "principio de doble efecto" es válido en sentido afirmativo; es decir, que la doctrina que expone sigue teniendo vigencia; no obstante, es posible que pueda explicarse esa misma doctrina acudiendo a otras categorías morales más de acuerdo con la sensibilidad actual y aún con los hallazgos de la antropología. Por ejemplo, para la justificación del efecto malo, cabe apelar no a la primera condición, o sea a la bondad o indiferencia del acto en sí, sino al primado de la persona que, ante la imposibilidad de alcanzar un bien absoluto, cual es la propia vida, sin evitar otro malo, lo asume como un mal que no puede evitar, dado que cae fuera del ámbito de la voluntad.

De modo semejante, la segunda condición, que trata de fijar el fin honesto, cabría justificar su aplicación como decisión absoluta de toda la persona. De este modo, nuestro caso tipo, la mujer que se encuentra ante esa disyuntiva, haría un juicio de su actuar moral y, dentro de la finalidad propuesta a sus actos, se encontraría con que su actuar conlleva un efecto malo, que ella no puede asumir frente al fin que persigue su conducta moral: la salud que se encuentra en grave peligro sería la "circunstancia" verdaderamente original que le permitiría actuar así.

Lo mismo cabría referir del orden en que se producen los dos efectos, tal como trata de explicar la tercera condición del principio. A este respecto cabría aplicar —si bien, sólo de modo analógico— el "principio de totalidad". Este principio, formulado ya por Pío XII y reconocido por el Magisterio posterior, si bien tiene plena validez sólo referido al cuerpo humano, no obstante cabría aplicarlo con medida a estas situaciones, pues explicaría esa condición: el mal que cae fuera del poder de la voluntad y, por lo mismo, no puede evitarse, es el sacrificio de una parte en favor del todo.

No obstante, conviene estar precavido para no hacer un uso indiscriminado de este principio fuera del ámbito del cuerpo humano considerado como organismo físico. De lo contrario, se justificaría cualquier "orden" de los efectos, lo cual lleva a no tener en cuenta que el fin no justifica los medios, al menos en el supuesto de que el efecto malo fuera el inmediato o primero.

Finalmente, la proporcionalidad de la causa que permite poner la acción de doble efecto, sería también atendible con una rigurosa aplicación del principio del derecho prevalente: en un conflicto de derechos, prevalece aquél que viene avalado por una causa más justa y proporcionalmente más grave.

Tampoco es ajeno a esta solución, afirman algunos autores, un adecuado y medido uso de la "epiqueya" que tantas aplicaciones tiene en el campo moral. Se trataría de observar el orden moral, pero se tendría en cuenta el valor de la persona que en la mente del legislador, incluido Dios, contempla la posibilidad de que el hombre en un momento concreto no pueda ni deba someterse a esa norma. Más decisivo sería aún el recurso a la "gnome" que para Santo Tomás tiene una interpretación más elevada y correcta de la ley.

No obstante, tanto el uso de la epiqueya como la gnome no es aplicable a semejantes situaciones. Bastaría señalar que las malas consecuencias —las no queridas directamente— se permiten a causa de las limitaciones de los propios actos, pues en ocasiones el hombre no puede realizar a la vez varios valores, y, cuando intenta conseguir uno, se ve obligado a permitir la pérdida de otro. Esto no tiene nada que ver con el derecho prevalente. Tampoco parece adecuado el recurso a la epiqueya para explicar la proporcionalidad de la causa, pues supondría que la obligación de evitar un efecto intrínsecamente malo, cesaba "ab intrinsece".

CONCLUSIÓN

Al final de estas amplias observaciones, uno no puede menos de sentir la impresión de que, además de la unilateralidad en que cabe entender estas razones, apenas si hemos dicho más de lo que los buenos autores han entendido al explicar este principio. El contenido doctrinal en ambas interpretaciones es el mismo, si bien se enfoca bajo una óptica nueva. Surge sin embargo otra sospecha: la explicación tradicional, en cuanto se la despoja de la curiosa casuística, parece intelectualmente más precisa y se presta menos a la interpretación subjetiva y variable. El intento de someterla a una exégesis con categorías de pensamiento más personalistas y menos objetivas, además del peligro de una interpretación más caprichosa con el riesgo de ceder a la adaptación subjetiva de cada momento, se presta a que la aplicación del principio pueda ser injusta.

En resumen, parece que se debe mantener el contenido doctrinal que enseña el principio, tantas veces ratificado por el Magisterio, pero cabe interpretarlo con módulos nuevos, más afines a la sensibilidad del hombre moderno.

Si logro interpretarlos bien, a esta misma conclusión llegan dos autores modernos que empiezan con actitud muy crítica el análisis de este principio y concluyen así:

"Sin embargo, no hay que contraponer con exceso ambas teorías, pues tanto una como otra poseen elementos bastante comunes y con frecuencia llegan a las mismas conclusiones, aunque por caminos y con terminologías diferentes".

"El hecho de que el principio de doble efecto esté entrando en crisis es providencial, porque de seguro llevará a la preparación de nuevos instrumentos de análisis y alcanzar nuevas verdades. Los intentos de solución son válidos como intentos, pero todos ellos necesitan ulteriores verificaciones y reflexiones".

Lo cual confirma que esta discusión, como en tantas otras de teología moral, está condicionada por un presupuesto psicológico de crítica a la doctrina tradicional y de apuntarse sin reserva a todas las reformas.

Pero en el tema del principio de doble efecto se juegan bastantes presupuestos morales, por lo que conviene dejar a un lado las controversias que alejan de la pasión por alcanzar la verdad. Pues, como escribe Abelardo del Vigo al comentar este principio:

"Resulta fácil vislumbrar las funestas consecuencias, que, para el individuo y especialmente la sociedad, acarrearían la sola posibilidad de admitir que el fin justifica los medios empleados o el nuevo hecho de negar la existencia de acciones malas en sí mismas y por tanto no justificables moralmente en ningún caso. Con ello quedaría abierta ipso facto la puerta al terrorismo, a la agresión injustificada, al aborto, etc., etc. Y lo que es peor, entraríamos en una zona totalmente subjetiva, que terminaría en un absoluto relativismo moral. Una zona, en la que decidiría unilateralmente la conciencia personal, como sucede en la llamada "moral de situación".

DEFINICIONES Y PRINCIPIOS

1. DEFINICIÓN:

Actus hominis (acto del hombre): Es el que el hombre lleva a cabo sin deliberación.

Actus humanus (acto humano): Es el que se realiza con deliberación; o sea, con conocimiento y libremente.

PRINCIPIO:

Sólo los "actos humanos" son imputables. Por el contrario, los "actos del hombre", por ejemplo, los que tienen lugar durante el sueño o semisueño, las acciones del niño antes de tener uso de razón, los actos del que está en estado de embriaguez o de drogadicción, los que proceden de alguna coacción externa o interna, etc. no se imputan al que los realiza, pues, propiamente, no son "morales", dado que no son deliberados y libres. Cabe hacer una clasificación múltiple. El acto humano puede ser:

— interno: el que se consuma en el entendimiento o en la voluntad;

— externo: el que se ejecuta con los sentidos externos;

— natural: el que realiza el hombre con sus fuerzas naturales;

— sobrenatural: es el que se hace con ayuda de la gracia;

— bueno: si está de acuerdo con la recta razón y las normas de la moralidad;

— malo: si no se conforma con el recto orden moral;

— indiferente: cuando no tiene relación con la moralidad;

— válido: el que adquiere eficacia porque cumple las condiciones esenciales;

— inválido: el que carece de validez, porque incumple algo esencial;

— lícito: el que se lleva a cabo con las condiciones morales debidas;

— ilícito: si se realiza, pero sin las condiciones morales requeridas.

PRINCIPIOS:

1. Tanto los actos internos como los externos pueden ser moralmente buenos y malos, si son deliberados.

2. Un acto puede ser válido, pero ilícito. Por el contrario, existen actos lícitos, pero inválidos porque no cumplen los requisitos que marcan la ley para su validez.

II. VOLUNTARIO E INVOLUNTARIO:

Acto voluntario: Es el que procede de la voluntad con conocimiento previo del fin.

Acto involuntario: Es el que procede de algo extrínseco o sin conocimiento del fin. Puede hacerse la siguiente división:

Clasificación:

— In se: si el efecto que se sigue se quiere en sí mismo y de modo directo;

— In causa: cuando no se quiere el efecto, pero sí la causa que lo produce;

— perfecto: si se lleva a cabo con conocimiento y consentimiento pleno;

— imperfecto: cuando el conocimiento o el consentimiento no son completos;

— actual: si la voluntariedad existe en el momento en que se realiza;

— virtual: si el agente tuvo voluntariedad y su influjo de algún modo perdura;

— habitual: cuando la voluntariedad no es retractada y por eso permanece, pero no influye ya en el acto que realiza;

— interpretativa: cuando se presume que se tendría, si se pensara en ello.

PRINCIPIOS:

1. Al agente se le imputa el. voluntario in se (voluntario en si) o voluntario directo.

2. Si se prevé que se seguirá el efecto, el agente es responsable de él: es voluntario no in se, sino in causa (en la causa) o voluntario indirecto.

3. El voluntario actual y virtual constituyen un acto "bueno" o "malo", "válido" o "inválido".

4. El voluntario habitual y el interpretativo no se tienen en cuenta en el orden moral.

5. Los casos fortuitos y de fuerza mayor, previstos o no, pero no remediables, no son imputables al agente.

6. Para que el efecto pueda imputarse a un sujeto que pone la causa, se requieren estas condiciones:

a) que prevea el efecto malo, al menos confusamente;

b) que, para que no se siga el efecto, esté obligado a no poner la causa, o, puesta, a quitarla;

c) que no haya puesto los medios para que no se siga tal efecto malo.

III. EL ACTO LIBRE:

— Libertad: Es la propiedad de la voluntad para decidirse por el bien que le ofrece la razón. Entre la diversas clasificaciones, destaca la siguiente división:

— libertad de necesidad ("libertas a necessitate"): Es la inmunidad de cualquier coacción antecedente, interna o externa, para actuar o no actuar;

— libertad de contradicción ("libertas a contradictione"): Es la decisión de elegir algo o su contrario;

— libertad de especificidad ("libertas a specificatione"): Es la capacidad de elegir entre diversas posibilidades.

PRINCIPIOS:

1. Un acto —bueno o malo— es imputable, si se lleva a cabo con libertad de necesidad intrínseca y extrínseca.

2. Todo lo que disminuye la libertad, disminuye también la moralidad de una acción.

IV. LA IGNORANCIA, LA CONCUPISCENCIA, EL MIEDO Y LA VIOLENCIA

Al acto voluntario y libre se oponen la ignorancia, la concupiscencia, el miedo y la violencia.

IGNORANCIA: Es la carencia de conocimiento. La ignorancia puede ser:

— antecedente: precede al acto de la voluntad;

— concomitante: acompaña al acto voluntario;

— consiguiente: sigue a la decisión de la voluntad;

— positiva: si carece de la ciencia debida;

— negativa: carencia de la ciencia no obligatoria;

— de derecho (de jure): si se desconoce la existencia de la ley;

— de hecho (de facto): si se desconoce que tal hecho se incluye en la ley;

— vencible: cuando es posible salir de la ignorancia;

— invencible: si, puestas las diligencias, no se puede salir de la ignorancia;

— crasa o supina: si no se pone esfuerzo alguno por vencer la ignorancia;

— afectada: cuando no se quiere poner los medios para salir de ella.

PRINCIPIOS:

1. La ignorancia invencible no hace imputable la acción, no así la vencible, que obliga a poner los medios para salir de esa ignorancia.

2. La ignorancia vencible disminuye la voluntariedad de un acto, pero en ocasiones puede aplicársela la doctrina del voluntario in causa.

3. La ignorancia crasa o supina y afectada no quitan el voluntario de un acto y, en consecuencia, a quien actúa con ella, se le imputa el pecado.

CONCUPISCENCIA: Es la inclinación del apetito sensitivo (de las pasiones) que demanda y busca el bien sensible. Se distinguen diversos tipos:

— antecedente: la que precede a la acción y en parte la motiva y causa;

— concomitante: es la que acompaña a la acción;

— consiguiente: es el movimiento del apetito que sigue el acto realizado.

PRINCIPIOS:

1. La concupiscencia antecedente y concomitante pueden disminuir la lucidez de la razón y de la voluntariedad; por consiguiente, pueden disminuir e incluso quitar la libertad de un acto.

2. La concupiscencia consiguiente no quita ni disminuye la voluntariedad; por el contrario, puede aumentar el voluntario si se excita de modo directo.

3. Los movimientos "primo primi" (indeliberados), carecen de valor moral.

4. Los "secundi primi", que suponen poca o imperfecta advertencia, pueden ser pecado venial, sobre todo en materia de suyo grave.

EL MIEDO: Es el temor fundado ante el mal que puede sobrevenirle al sujeto, a sus allegados o a los bienes de ambos. Se dan distintas clases de miedo:

— interno: si procede del interior, de la psicología, de la misma persona;

— externo: cuando proviene de motivos externos;

—justo: cuando la causa que lo provoca es justa;

— injusto: si procede de una causa injusta;

— reverenciar: si se origina del temor a los padres, superiores, ambiente, etc.

PRINCIPIOS:

1. El miedo no hace imputable un acto, en el caso de que quite la libertad. Si sólo la disminuye, aminora también la responsabilidad.

2. El miedo leve, interno o externo, en general, no quita la libertad, y por ello no disminuye la voluntariedad de un acto.

3. El miedo injusto puede invalidar ciertos contratos, en los casos concretos que exprese el Derecho.

LA VIOLENCIA: Es la coacción contra la propia voluntad de una fuerza exterior y libre. Sólo existe coacción cuando se la resiste. La violencia puede ser:

— absoluta: cuando, a pesar de la resistencia, quita la propia libertad;

— relativa: si la coacción no es total y sólo disminuye la libertad.

PRINCIPIOS:

1. Los actos llevados a cabo con violencia absoluta no son imputables.

2. En caso de consentimiento interno, aunque se resista exteriormente, no se suprime la responsabilidad, pero sí se la disminuye.