CAPITULO III

CRISIS DE LA VIDA MORAL

 

ESQUEMA

I. TESTIMONIO DE UNA CRISIS

INTRODUCCIÓN: Se considera la crisis que sufre la vida moral, fundamentalmente, en las viejas naciones cristianas. Esta crisis va acompañada de una falsa interpretación de la doctrina. En nuestro tema se mencionan solamente algunos testimonios magisteriales:

1. Pablo VI pone el énfasis en que la crisis afecta a los principios mismos de la vida moral, al oscurecimiento de la moral objetiva frente a una actitud ética subjetiva y a la pérdida de la conciencia moral.

2. Juan Pablo II insiste en la pérdida del sentido del pecado, afirma que se da un vuelco en la apreciación de los valores éticos y subraya que la crisis afecta a los fundamentos y a los criterios que comporta toda actitud moral.

3. En relación a España, la Conferencia Episcopal denuncia los males morales de la sociedad española, que afectan por igual a la ética personal y a la moralidad pública.

4. Sin embargo, los términos "ética" y "moral" son invocados continuamente por los hombres de nuestro tiempo. Pero su uso se sustrae de la conducta individual para trasladarlo a la política o a las ideologías. Esto supone una inflación en el uso, que contribuye a confundir su verdadero sentido.

5. Se enumeran una serie de consecuencias. La exposición no pretende ser exhaustiva. Bien puede ser objeto de diálogo en la clase de Teología Moral. Esta aportación será siempre valiosa, pues, además de ayudar a tomar conciencia de la crisis, estimularía a asumir compromisos para superarla.

II. CAUSAS DE LA CRISIS. Se trata de analizar las causas que han motivado la crisis, tanto de la vida como de la doctrina moral. Se señalan algunas más destacadas. Pero cabe una aportación en el Aula que enriquezca la lectura de la situación actual de la moral, tal como se entiende en el texto.

1. Se señalan en primer lugar algunos factores ajenos al cristianismo. Se mencionan los siguientes:

a) La crítica marxista a tres niveles: la influencia en la descristianización, la crítica de ciertos ambientes culturales a la religión católica y la acusación de su ineficacia en orden a conseguir la justicia social en la época moderna.

b) La psicología naturalista, en su versión freudiana, refuta la moral cristiana y la acusa de ocasionar ciertos traumatismos al insistir en el tema del pecado y porque no presta atención al subconsciente humano. Esta teoría ha sido superada por la crítica a que ha sido sometida. A este propósito, los estudios de Víctor Frankl son especialmente útiles para la moral católica.

c) La filosofía existencialista atea ha contribuido a crear la crisis debido —además de su crítica a la religión católica— a que niega la naturaleza del hombre, al cual reduce a pura existencia, y, en consecuencia, porque sobrevalora las circunstancias. De ella deriva la "ética de situación".

d) Casi todas las causas antes apuntadas han conducido a la cultura actual a un relativismo exagerado, lo cual da lugar a un pluralismo ilegítimo, que trata de conciliar la moral con cualquier forma de vida relativizando los conceptos de "bien" y de "mal" morales.

2. Otra serie de causas de la crisis moral tiene su origen en problemas intraeclesiales. Se apuntan algunos que parece que han contribuido más decididamente:

a) La necesidad sentida por amplios sectores de reformar los estudios y planteamientos de la ética teológica. Pero la reforma se entorpeció a causa de la precipitación y el apasionamiento entre algunos sectores de la Iglesia.

b) La necesidad de una exposición bíblica de la doctrina moral tropezó con algunas exégesis que se separan de las enseñanzas permanentes respecto de la vida moral. En ocasiones, algunas exégesis van al margen —cuando no en contra— de la doctrina moral expresada por el Magisterio.

c) La situación sociocultural de nuestro tiempo, tan pluralista, encuentra dificultades a la hora de aceptar unas normas universalmente válidas. Esto ha provocado una situación en contra del valor y aceptación de las normas y preceptos morales.

d) Uno de los temas más debatidos en el estudio de la ética teológica es la relación entre conciencia y norma moral. Si en alguna época se subrayó la importancia de las normas, hoy algunos defienden el interés exclusivo por la conciencia, en contraposición a la norma.

e) Se señala una causa en la que confluyen todas las anteriores: la secularización de la vida, que se presenta como ajena a cualquier instancia religiosa. El secularismo imperante en amplios sectores de la cultura actual, tiene diversas manifestaciones, todas ellas opuestas a la moral cristiana.

III. SUPERACIÓN DE LA CRISIS. La tercera parte del Capítulo está dedicada a explicar cómo se debe superar la crisis. Es el apartado más decisivo del tema. La teología moral de nuestros días padece un grave desprestigio y es necesario remontarlo con el fin de orientar la presentación de la doctrina moral católica. Como en las dos partes anteriores, el tema ofrece una excelente oportunidad para el diálogo enriquecedor en el Aula, de forma que se tome conciencia y se ideen proyectos que ayuden a superar la crisis de la vida y de la doctrina moral.

CONCLUSIÓN: Quiere ser una evaluación realista de la situación actual. Pretende no caer en el catastrofismo, pero no oculta lo grave de la crisis moral de nuestro tiempo y la urgencia de presentar en su totalidad el programa ético cristiano.

INTRODUCCIÓN

El término "crisis" referido a la vida moral resulta ya un tópico. Este juicio generalizado, que acusa de a—moral e in—moral a extensos ámbitos de la vida e instituciones de nuestro tiempo, se ha hecho sentencia común cuando se habla de la moral católica, pues desde casi todas las instancias de la Iglesia se afirma y subraya la gravedad de la crisis que afecta a las costumbres de los pueblos cristianos. La crisis de la moral atañe por igual a la "vida" y a la "doctrina", de forma que ambas se determinan entre sí en relación de causa—efecto.

No es posible recoger aquí los testimonios de denuncia hechos por las diversas corrientes ideológicas, políticas y religiosas. Los textos y razonamientos que se podrían reproducir constituyen una verdadera antología. Para nuestro intento haremos mención solamente de los juicios de valor de la jerarquía eclesiástica. Son documentos magisteriales, emanados desde la fe y ajenos a prejuicios ideológicos previos.

I. TESTIMONIOS DE UNA CRISIS

La colación de estos testimonios pretende ser selectiva, porque, llevarla a cabo en su totalidad, es tarea casi imposible a la vista de la repetida llamada de atención de los últimos Papas. He aquí algunos textos representativos del Magisterio:

1. Pablo VI

Apenas concluido el Concilio Vaticano II, fueron sorprendentes las llamadas de atención de Pablo VI. Respecto a la crisis moral, el Papa habla de una "cultura babélica" y describe así los males de aquella época:

"La exigencia que muestran (los jóvenes) de autenticidad ideal y moral ha tenido en estos últimos años una expresión de tal modo negativa, de contestación y de rebelión hacia una sociedad invadida por las hipocresías y por un escepticismo lógico y ético tan equivocado, que no podía dejar de aumentar el sufrimiento y la confusión del corazón de la juventud, de donde ella partía y hoy parece germinar una nueva espiritualidad".

Años más tarde, Pablo VI hacía este juicio ante la Comisión Teológica Internacional acerca de la situación moral en amplios sectores del mundo que están bajo la cultura cristiana:

"Hoy se discuten los mismos principios del orden moral objetivo. De lo cual deriva que el hombre de hoy se siente desconcertado. No se sabe dónde está el bien y dónde está el mal, ni en qué criterios puede apoyarse para juzgar rectamente. Un cierto número de cristianos participa en esta duda, por haber perdido la confianza tanto en un concepto de moral natural como en las enseñanzas positivas de la Revelación y del Magisterio. Se ha abandonado una filosofía pragmática para aceptar los argumentos del relativismo".

Al final de su vida, en el discurso con ocasión de la festividad de S. Pedro, que se ha denominado el "testamento de su pontificado", Pablo VI abundó en este mismo juicio. Pero algunos días antes, el Papa había lamentado la pérdida de la conciencia moral:

"Desgraciadamente, en la psicología moderna se han desencadenado las objeciones más numerosas y más graves contra el valor de la conciencia moral; se desearía abolir en la actividad espiritual del hombre este acto reflejo y decisivo, que es constituido justamente por la conciencia moral, es decir, por el juicio que un espíritu inteligente y sereno emite de sí mismo, comparándose con las exigencias de la ley moral".

2. Juan Pablo II

El Papa refrenda esos juicios sobre la crisis moral de nuestro tiempo en importantes documentos. Así, en su primera Encíclica Redemptor hominis fijaba su juicio en estas preguntas:,

"Todas las conquistas, hasta ahora logradas y las proyectadas por la técnica para el futuro ¿van de acuerdo con el progreso moral y espiritual del hombre?. En este contexto, el hombre en cuanto hombre, ¿se desarrolla y progresa o, por el contrario, retrocede y se degrada en su humanidad? ¿Prevalece entre los hombres, en el "mundo del hombre" que es en sí mismo un mundo de bien y de mal moral, el bien sobre el mal? ¿Crecen de veras en los hombres, entre los hombres, el amor social, el respeto de los derechos de los demás —para todo hombre, nación o pueblo—, o, por el contrario, crecen los egoísmos de varias dimensiones, los nacionalismos exagerados, al puesto del auténtico amor a la patria y también la tendencia a dominar a los otros más allá de los propios derechos y méritos legítimos y la tendencia a explotar todo el progreso material y técnico —productivo exclusivamente— con finalidad de dominar sobre los demás o en favor de tal o cual imperialismo?" Y el Papa responde: "En efecto, la situación del hombre en el mundo contemporáneo parece distante tanto de las exigencias objetivas del orden moral como de las exigencias de la justicia o aún más del amor social".

En la Encíclica Dives in misericordia —la Encíclica sobre el amor de Dios que perdona siempre—, Juan Pablo II emite el siguiente juicio acerca de la situación actual:

"Teniendo a la vista la imagen de la generación a la que pertenecemos, la Iglesia comparte la inquietud de tantos hombres contemporáneos. Por otra parte, debemos preocupamos también por el ocaso de tantos valores fundamentales que constituyen un bien indiscutible no sólo de la moral cristiana, sino simplemente de la moral humana, de la cultura moral, como el respeto a la vida humana desde el momento de la concepción, el respeto al matrimonio en su unidad indisoluble, el respeto a la estabilidad de la familia. El permisivismo moral afecta sobre todo a este ámbito tan sensible de la vida y de la convivencia humana. A él van unidas la crisis de la verdad en las relaciones interhumanas, la falta de responsabilidad al hablar, la relación meramente utilitaria del hombre con el hombre, la disminución del sentido del auténtico bien común y la facilidad con que éste es enajenado. Finalmente, existe la desacralización que a veces se transforma en "deshumanización": el hombre y la sociedad para quienes nada es "sacro" van cayendo moralmente, a pesar de las apariencias".

Pero el análisis más profundo sobre la situación de crisis moral de nuestra cultura, la hace Juan Pablo II en los amplios números de la Exhort Apost: Reconciliación y penitencia, en los que señala la raíz de esta crisis, así como los remedios para superarla. El Papa habla de un oscurecimiento de la conciencia en muchos hombres de nuestro tiempo:

"Sucede frecuentemente en la historia, durante períodos de tiempo más o menos largos y bajo influencias de múltiples factores, que se oscurece gravemente la conciencia moral en muchos hombres". ¿Tenemos una idea justa de la conciencia? —preguntaba yo hace dos años en un coloquio con los fieles—. "¿No vive el hombre contemporáneo bajo la amenaza de un eclipse de la conciencia, de una deformación de la conciencia, de un entorpecimiento o de una "anestesia" de la conciencia?". Muchas señales indican que en nuestro tiempo existe este eclipse, que es tanto más inquietante, en cuanto esta conciencia, está definida en el Concilio como el "núcleo más secreto y el sagrario del hombre... Por esto la conciencia, de modo principal se encuentra en la base de la dignidad interior del hombre y, a la vez, de su relación con Dios". Por lo tanto, es inevitable que en esta situación quede oscurecida también el sentido del pecado que está íntimamente unido a la conciencia moral, a la búsqueda de la verdad, a la voluntad de hacer un uso responsable de la libertad. Junto a la conciencia queda también oscurecido el sentido de Dios, y entonces, perdido este decisivo punto de referencia interior, se pierde el sentido del pecado. He aquí por qué mi predecesor Pío XII, con una frase que ha llegado a ser casi proverbial, pudo aclarar en una ocasión que "el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado".

¿Por qué este fenómeno en nuestra época? Una mirada a determinados elementos de la cultura actual puede ayudamos a entender la progresiva atenuación del sentido del pecado, debido precisamente a la crisis de la conciencia y del sentido de Dios antes indicada".

En este mismo Documento, Juan Pablo II habla de "un verdadero vuelco o de una caída de valores morales". Pero su diagnóstico es aún más grave, pues añade: "el problema no es sólo de ignorancia de la ética cristiana, sino más bien del sentido de los fundamentos y los criterios de la actitud moral".

3. Conferencia Episcopal de España

En relación a España, también la Conferencia Episcopal Española ha hecho su juicio de valor respecto a la vida moral de los españoles. El balance es ciertamente negativo: Los obispos hablan de "alarmante y progresiva decadencia moral" y escriben que la "relajación moral" se refleja en hechos, más o menos extendidos, como los que siguen:

— Disminución o falta de sentido religioso de la vida.

— Menosprecio de la ley natural y positiva.

— Depreciación del orden moral matrimonial y, en no pocos casos, de la institución familiar.

— Escándalo y provocación del dinero, ansia de lucro y de lujo.

— Materialismo y hedonismo ideológico o práctico.

— Creciente erotización ambiental.

— Amoralidad profesional, manifestada en el incumplimiento del deber y en la acepción de personas.

— Clima de violencia, aumento de la delincuencia juvenil, tendencia a la evasión ante los problemas reales.

— Crisis de autoridad y de obediencia.

— Falta de veracidad y cordialidad en la convivencia humana.

Estos juicios sobre el deterioro moral en España se han repetido en otras ocasiones. Recientemente, en cinco grandes Documentos sobre la vida católica en España se repiten este mismo veredicto. En ellos se habla de "pérdida de sentido moral", de "desánimo ante la caída de valores éticos", de "depreciación de la vida y de las costumbres". Tal situación de "crisis moral" es lo que da lugar a una situación generalizada de "desmoralización" en toda la gama de significaciones que encierra este término.

4. Desvalorización del término "moral"

A la vista de estos juicios negativos sobre la crisis moral de la época actual, no es lícito replicar que nunca como en nuestros días se ha hecho más uso de la palabra "moral" referida a la vida. Es cierto que nuestro tiempo evoca constantemente las exigencias éticas; pero esas llamadas a la moral se hacen en ámbitos distintos y tienen diverso eco. Se repiten, fundamentalmente, en el marco de las ideologías, y con más frecuencia en la vida política.

Es evidente que en la historia del pensamiento y de la vida humana, el término "moral" ensalzaba el comportamiento que merecía alabanza y elogio porque se conducía conforme a unos imperativos éticos. Por el contrario, "in—moral" era el calificativo que merecían conductas desarregladas que desdecían de una vida digna del hombre. De ordinario, tales imperativos eran religiosos y, en ambientes de Occidente, casi siempre estaban inspirados en la ética cristiana.

Pero en nuestros días, lo "moral" parece un tópico común que no siempre obedece a un modelo fijo de conducta personal, sino que cabe aplicarlo a comportamientos que quieren ser coherentes con los principios de una ideología profesada sin tener en cuenta la moralización de la persona. En este nuevo ámbito, "moral" o "inmoral" frecuentemente no significan conductas conforme a unos principios estables; son más bien denominaciones que responden a tesis doctrinales ajenas al proceder moral de la persona. Las ideologías políticas lo emplean en relación a los postulados de su propio partido. De este modo, los términos "moral" o "ética", que debían calificar la conducta individual, han sufrido un evidente cambio: se trasladan del campo de la vida personal al mundo de la política, de forma que es posible distinguir entre "moral política" y "moral de costumbres". La primera parece significar coherencia con la ideología y el programa del partido político, siempre en orden a la "eficacia", mientras que la segunda sugiere un tipo de conducta conforme a principios que orientan la existencia a una vida digna de la persona humana.

5. Alcance de una crisis

Pero este trasvase del sentido moral desde la conducta individual a la vida política y desde la religión a las ideologías, no es el más grave. La crisis es más profunda, hasta el punto que la pregunta se formula del siguiente modo y con esta radicalidad: ¿Esta crisis de la vida moral de nuestro tiempo y en los ambientes cristianos es sólo una crisis de valores o afecta también a las valoraciones morales?

Es evidente que quienes formulan la crisis actual denuncian no sólo la pérdida de los contenidos morales, sino, fundamentalmente, la falta y alteración de los juicios sobre la vida moral. Más aún, como se señalaba en el capítulo anterior, la crisis afecta a los mismos presupuestos morales, de forma que cabría señalar esta triple caída y derrumbe de la moral: de la inmoralidad, se ha descendido a la a—moralidad hasta desembocar en la desmoralización. O con otras palabras: sobre las ruinas de la moral practicada hasta nuestros días, se intenta construir otra moral opuesta a aquella, de modo que se proclama y se divulga una moral heterodoxo que niega las evidencias éticas. Es decir, algunos proponen un estilo de vida que no sólo niega los valores hasta ahora vigentes, sino que proponen como ideal todos los contravalores morales. Ciertos sectores de la vida social profesan doctrinalmente y en ocasiones viven aquella afirmación de Nietzsche: "Hay que negar valor a todos los valores y dar vigencia a todos los contravalores".

Tal actitud encierra ciertamente la negación de la ética, pero sobre todo profesa la exaltación de la contra—moral, o sea, se combate la moral, y se trata de profesar un estilo de vida que la niegue. En consecuencia, parece que zozobra el mismo sentido moral y cunde la desmoralización [13. La alarma ante esta crisis moral es reiteradamente repetida por los pensadores que pertenecen a los más opuestos campos de la cultura. En relación a España baste citar estos dos testimonios, nada sospechosos. Ortega escribía ya en 1929: "Europa se ha quedado sin moral. No es que el hombre—masa menosprecie una anticuada en beneficio de otra emergente, sino que el centro de su régimen vital consiste precisamente en la aspiración a vivir sin supeditarse a moral ninguna. No creáis una palabra cuando oigáis a los jóvenes hablar de "nueva moral". Niego rotundamente que exista hoy, en algún rincón del continente grupo alguno informado por un nuevo ethos que tenga visos de una moral. Cuando se habla de la "nueva" no se hace sino cometer una inmoralidad más y buscar el medio más cómodo para meter contrabando". J. ORTEGA y GASSET, La rebelión de las masas, en Obras completas. Rev. de Occid. Madrid 1966, IV, 276. En época más reciente, Aranguren escribe: "Se ve que estamos atravesando un periodo difícil de crisis de la moral. La evacuación de los contenidos morales ha conducido a la pérdida del sentido moral y a zozobrar en la desmoralización: he aquí el problema, nuestro problema, bajo una segunda formación. Es solamente desde el interior de este problema total de recuperación de la responsabilidad personal, y de esta situación envolvente de problematización de todos los temas morales, como el hombre contemporáneo tiene que plantearse la cuestión para tratar de salir adelante". J. L. ARANGUREN, Moralidades de hoy y de mañana. Taurus. Madrid 1973, 151.]

6. Consecuencias de la crisis moral

No es fácil enumerar las consecuencias que se siguen a esta situación. Primero, porque la crisis no siempre se formula con la radicalidad con que aquí se ha propuesto; y segundo, porque aún no tenemos perspectiva histórica suficiente para evaluar los efectos que se siguen a tal desequilibrio. Pero he aquí algunas posibles consecuencias que es viable adelantar.

a) Existe una clara mutación de valores. Las evidencias éticas de otros tiempos no sólo no se aceptan, sino que son negadas. Hoy se presenta como tarea ineludible fundamentar las que en la época inmediata anterior eran consideradas como certezas absolutas de la ciencia moral.

b) Ello conduce a una verdadera involución de valores. La escala de valores morales profesados por el cristianismo o por cuantos aceptaban los imperativos de la ley natural se pretende esquematizarlos conforme a una jerarquización caprichosa. O, como se dijo más arriba, se profesa como ideal ético la verificación de los contravalores que niegan e impugnan valores reales y auténticos.

c) En esta línea se clasifican los valores en orden a la utilidad o al disfrute del máximo placer posible. Es lo que se viene denominando la moral hedonista, que despierta y excita el consumismo. En esta circunstancia, el código de comportamiento no es ya el "bien" y el "mal" morales, sino lo que satisface los apetitos y tendencias humanas.

d) En amplios sectores de nuestra cultura se dan momentos de verdadera anomia o desprecio de las normas. En ocasiones se niega la existencia de normas objetivas morales, lo que permite la extensión del permisivismo ético: todo está permitido. Con mayor o menor aceptación, se dan hoy dos fenómenos con tendencia marcada a extenderse: la despreocupación moral y el rechazo a toda normativa ética. Esta oposición a las exigencias morales se presenta en algunos sectores cada día con mayor agresividad y en la masa se acepta con indiferencia.

e) La alteración de valores y del rechazo de las normas es aún más grave por cuanto se llega a negar la capacidad de todo juicio moral. La misión de la razón, se dice, no es dar un juicio ético, sino elaborar un criterio de los valores útiles. En consecuencia, el utilitarismo sustituye a la exigencia de los imperativos morales.

f) Con ello se trastoca la doctrina acerca de los fines: el fin del hombre no es ya último, sino inmediato, o sea, alcanzar el grado máximo de disfrute y goce en cada momento de la vida. Tampoco es posible poner un fin religioso absoluto a la existencia humana, sino tan sólo una finalidad útil y placentera, siempre cercana y relativa.

g) Desaparecen, como explica la Encíclica Redemptor hominis, las "preguntas esenciales", y se formulan sólo preguntas inmediatas y de inmediata utilidad. La consecuencia ineludible es que la ciencia ética no se ocupa del fin, sino de los medios para alcanzar ese fin que busca la utilidad.

h) Finalmente, no cabe hablar de deber—ser, por cuanto el "deber" no viene urgido por normas vinculantes, sino por el capricho y en orden a la utilidad del momento de cada individuo. La reivindicación del "deber" conlleva la desaparición de toda obligación moral: la acción depende tan sólo del criterio de utilidad personal o de las consecuencias que se siguen:

"La consecuencia es el rechazo puro y simple de la moral. Obsérvese que no se trata de contraponer moralidad e inmoralidad en el nivel del comportamiento, afanando el rechazo práctico de la moralidad y cayendo en la segunda. La cosa es más grave: es la afirmación de que carece de significación hablar del deber—ser, porque la razón ha sido privada de la posibilidad de elaborar el juicio ético... No se trata de un desorden coyuntural, corregible con modificaciones oportunas. Se trata de una crisis estructural en el sentido más profundo del término. De una crisis, que tiene la raíz en el corazón de la persona humana: en el pecado, en la decisión de no fundamentarse más en Dios, de tener, diría S. Pablo, esclava la verdad en la injusticia (cfr. Rom 1, 18). Lo que viene a ser la esencia misma del paganismo".

Marciano Vidal hace esta clasificación de la crisis moral de nuestro tiempo:

"El fenómeno de la desmoralización es atendido en tres capas diferentes de profundidad: viendo la desmoralización como un aumento cuantitativo de mal moral; entendiendo la desmoralización a partir del carácter "permisivo" de la sociedad; valorando la desmoralización a partir del tipo de hombre que está creando la sociedad actual. En el primer nivel se identifica desmoralización con inmoralidad; en el segundo, se identifica con permisividad; en el tercero, con amoralidad".

En efecto, "inmoralidad", "permisividad" y "amoralidad" son fenómenos de nuestro tiempo, denunciados por incontables autores a todos los niveles y a instancias diversas. No obstante, como diremos más adelante, este juicio debe ser matizado, si no se quiere caer en la desmoralización.

Es evidente que la historia humana ha coincidido con los anales de las debilidades del hombre y que todas las épocas históricas han lamentado el bajo nivel de la vida moral de su tiempo. Pero se da una diferencia cualitativa notable, pues tales situaciones eran juzgadas como pecaminosas e inmorales a partir de unas normas que se consideraban por todos como universalmente válidas. Tales normas se deducían de la comprensión nocional de la naturaleza humana y eran urgidas por el Magisterio de la Iglesia. La actual crisis parece que toca por igual ambos fundamentos: se rechaza la universalidad de las normas objetivas y se somete a crítica las orientaciones morales del Magisterio. De aquí la novedad de la crisis moral de nuestro tiempo, que algunos han llegado a compararla con la situación que precedió a la caída del Imperio Romano [16. "Creemos que la sociedad occidental se está suicidando moralmente. No es que pretendamos implantar una moral pública de carácter puritano, pero tampoco tenemos por qué aceptar una contaminación moral, que, unida a la contaminación física de nuestras grandes ciudades y zonas industriales, está destrozando al hombre y convirtiéndolo en basura". A. HORTELANO, Problemas actuales de la moral. Sígueme. Salamanca 1979, 1, 535. Y en otro lugar: "Lo que yo llamaría la involución de la moral en los viejos países occidentales y cristianos, Europa Occidental y el mundo anglosajón. En vez de una evolución moral estamos asistiendo a una involución moral. Hay algo de parecido entre esta época y la decadencia grecorromana". ID., Visión sintética del mundo de la moral, en AA.VV., Renovación de la Teología Moral. Ed. PS. Madrid 1967, 41.].

II. CAUSAS DE LA CRISIS

Si no es fácil diseñar la fisonomía moral de nuestro tiempo, lo es menos especificar las causas que motivan la situación de la crisis. Casi todos los autores se detienen en el análisis de su origen, y, al final, se cae en la cuenta de que la radiografía no es exacta. Una crisis tan universal y compleja debe tener también en su origen un conjunto muy amplio de razones. Algunas de ellas son claras, pero otras se ocultan o están al menos latentes. No obstante, el estudio e interpretación de las causas facilitaría encontrar los oportunos remedios. De aquí la necesidad de detenerse en el análisis de este proceso.

Existen posiblemente causas próximas y remotas, directas e indirectas, algunas patentes y otras que se ocultan al primer análisis. He aquí algunas que han contribuido a crear esta situación. Haremos dos grandes apartados: el ataque de las ideologías ajenas al cristianismo y las situaciones intraeclesiales, más próximas a la ética teológica.

1. El influjo de las ideologías no cristianas

Es evidente que, a lo largo de este siglo, la moral cristiana ha sido sometida a profundas críticas desde cuatro grandes frentes: el campo socioeconómico, la psicología psicoanalista, la filosofía existencial y la actitud combativa del pluralismo doctrinal.

a) La crítica marxista

Desde el campo social, la crítica marxista ha tenido un fuerte impacto sobre los presupuestos de la moral cristiana [18. El marxismo ha defendido siempre una ética, pero ha puesto el mismo empeño en negar la moral cristiana. He aquí una explicación de Lenin: "¿Existe una moral comunista? Ciertamente, sí. La burguesía nos reprocha frecuentemente a los comunistas el negar toda moral. Pero ¿en qué sentido negamos la moral y la moralidad? Las negamos en el sentido en que las entienden los burgueses, o sea, que la moralidad deriva de los ordenamientos divinos o de principios idealistas o semiidealistas, los cuales, al fin, se parecen muchísimo a los preceptos de la divinidad... Nosotros negamos esta moral tomada de conceptos exteriores a la clase social y aún a la humanidad... Por el contrario, nuestra moral está enteramente subordinada al interés del proletariado y a las exigencias de la lucha de clases. Nosotros decimos que la moral es lo que sirve para destruir la antigua sociedad de explotación y a agrupar a todos los trabajadores en torno al proletariado para la creación de la nueva sociedad comunista... La moral es lo que agrupa a todos los trabajadores contra toda clase de explotación". LENIN, Les taches des unions de la jeunesse, en Oeuvres, XI, 300—304. Cfr. mi artículo, Moral marxista, en GER, VI, 154—155.]. El desarrollo de la vida económica ha puesto a prueba la eficacia de la moral católica para alcanzar el bienestar de los pueblos y la realización de la justicia. La crítica marxiana de que la religión "es el opio del pueblo" ha servido para que se dudase de la moral practicada en las viejas naciones de Europa, dado que aquellos principios morales habían sido compatibles con las grandes injusticias que se originaron en la sociedad industrial.

Según las denuncias marxistas, la explotación y la miseria surgen en los países que profesan la religión cristiana. Más aún, en su opinión, algunos preceptos morales hacen de adormidera de la lucha por obtener una más justa distribución de los bienes.

El planteamiento marxista fue aún más lejos, pues cuestionaba el campo moral no sólo en la doctrina, sino en la praxis. El cristianismo acentúa en exceso, venían a decir, la ortodoxia de las verdades, pero se presenta como incapaz de resolver los problemas de la vida. En consecuencia, ¿qué valor se ha de conceder a una doctrina que ha certificado su ineficacia en la vida social? De aquí la necesidad de Plantear la ética no tanto en la doctrina cuanto en la eficacia social, pues no son las verdades las que salvan, sino las reformas que se llevan a cabo en los órganos de producción de bienes y en la sociedad que ha de distribuirlos con justicia. A su vez, el hecho de que en las naciones de mayoría cristiana se hayan cometido tantas injusticias obliga a preguntarse sobre la verdad de esos principios morales. Como escribe Yanguas:

"La validez de la fe se cuestiona en función de un problema práctico: ¿Cómo es posible que en países de vieja tradición cristiana y de mayoría católica, puedan darse contrastes económicos tan fuertes, desigualdades sociales que ofenden cualquier conciencia, barreras de separación racial, social, etc? La existencia de una praxis tan defectuosa hace necesario formularse preguntas que parecen hacer tambalear la ortodoxia".

En consecuencia, para los partidarios de esa crítica, los sistemas de valores éticos no son los profesados por la ortodoxia cristiana, sino por la praxis de la eficacia. Esta crítica a los presupuestos doctrinales de la moral católica ha producido fuerte impacto en amplios sectores del catolicismo. Baste recordar la simpatía del método marxista que se ha sentido en las corrientes de la Teología de la Liberación.

Pero esta crítica no tiene razón de ser a la luz de las enseñanzas de la Doctrina Social de la Iglesia, menos aún después de la doctrina del Vaticano II, que propone la reforma social como uno de los cometidos de la actividad cristiana:

"La Iglesia, . en el transcurso de los siglos, a la luz del Evangelio ha concretado los principios de justicia y equidad, exigidos por la recta razón, tanto en orden a la vida individual y social como en orden a la vida sobrenatural, y los ha manifestado especialmente en estos últimos tiempos. El Concilio quiere robustecer estos principios de acuerdo con las circunstancias actuales y dar algunas orientaciones referentes sobre todo a las exigencias del desarrollo económico" (GS, 63).

Sin aceptar los presupuestos de la ética marxista, la teología moral católica ha destacado en estos últimos años el que la actividad del creyente se traduzca en la reforma de las estructuras sociales. Como afirma la Declaración Libertatis humanae:

"Un reto sin precedentes es lanzado hoy a los cristianos que trabajan en la realización de esta civilización del amor que condensa toda la herencia ético—cultural del Evangelio. Esta tarea requiere una nueva reflexión sobre lo que constituye la relación del mandamiento supremo del amor y el orden social considerado en toda su complejidad.

El fin directo de esta reflexión en profundidad es la elaboración y la puesta en marcha de programas de acción audaces con miras a la liberación socio—económica de millones de hombres y mujeres cuya situación de opresión económica, social y política es intolerable.

Esta acción debe comenzar por un gran esfuerzo de educación: educación a la civilización del trabajo, educación a la solidaridad, acceso de todos a la cultura".

b) Las denuncias del psicoanálisis

El estudio del acto humano ha sido siempre un capítulo destacado de la teología moral. De hecho, las condiciones para que un acto sea moralmente "bueno" o "malo" presuponen el estudio racional del actuar del hombre. Sin embargo, estos estudios se enriquecieron con las investigaciones de estos últimos años que han puesto de relieve aspectos muy importantes del subconsciente y su rol en la actividad moral del hombre. De este modo, la ética teológica se ha puesto a la escucha de los resultados del estudio de la Psicología. Pero, como es sabido, grandes sectores de la psicología de este siglo cayeron en la heterodoxia del psicoanálisis.

Freud denunció desde sus inicios los efectos perniciosos que sobre la psicología humana ejercían los imperativos de la moral cristiana. Según su teoría, el subconsciente juega un papel decisivo en la actividad humana y, cuando no se encuentra una salida normal a esas fuerzas y motivaciones ocultas, la actividad del hombre asume comportamientos dudosos que incluso pueden dañar la vida psicológica del individuo. Aquí se despertó la crítica a la moral tradicional, no sólo a sus normas, sino y sobre todo a la verdadera motivación del actuar moral. Este estaría causado por elementos inconscientes a los que es preciso dar salida, con el fin de que una serie de represiones desaparezcan y el hombre descubra los motivos reales y profundos de su actuar.

"El ideal sería naturalmente una sociedad de hombres que asumieran la vida pulsional y la dictadura de la razón. Nada podrá alcanzar una misión tan perfecta y durable entre los hombres aún en el caso de que se renunciase a vínculos "emotivos".

El moralista Simon comenta:

"La crítica freudiana de la moral religiosa es una hermenéutica reductora, que de las motivaciones conscientes de la racionalización segunda, remite al juego de las pulsaciones y de los deseos y a su economía que remonta a una historia individual y colectiva, donde la constitución y la "solución" del complejo de Edipo y la prohibición del incesto constituyente forman el nudo de la formación del sujeto".

Desde otra vertiente, la moral católica fue atacada en su valoración del pecado. Dos obras de Hesnard: El universo mórbido de la falta (París 1949) y Moral sin pecado (París 1954) acusaban a la moral cristiana de traumatizar las conciencias con la insistencia en el tema del pecado.

Ciertamente, el "pecado" ocupó un lugar destacado en la moral casuísta; y, si bien la moral se orienta hacia la perfección del hombre, no lo es menos que el otro polo, aunque sea negativo, es el pecado. De aquí que, cuando el concepto del pecado entra en crisis, lleva consigo la caída de los valores éticos, y con ello un grave riesgo invade el campo moral. Tampoco este hecho es ajeno a la crisis.

Es cierto que los estudios del psicoanálisis en la línea freudiana han sido en buena medida superados. Las frustraciones de tipo sexual, tan denunciadas por los defensores del psicoanálisis, han sido negadas por otras corrientes psicologistas posteriores. Lo mismo cabría decir de los complejos subrayados por Adler y Jung. En esta línea se sitúan los estudios del fundador de la tercera Escuela de Viena e iniciador de la logoterapia, Victor Frankl, que sustituye el subconsciente sexual por un subconsciente espiritual de origen religioso. Así escribe:

"Nos vemos ahora en la necesidad de englobar lo espiritual dentro también de lo inconsciente, lo que precisamente llamamos el inconsciente espiritual".

Y en relación con los estados neuróticos, provocados por un inconsciente de tipo sexual reprimido por disposiciones morales, tal como afirmaba Freud, descubre un sentimiento religioso liberador. Frankl escribe:

"En una tercera etapa de su desarrollo, el análisis existencial descubre dentro de la espiritualidad inconsciente del hombre algo así como una religiosidad inconsciente en el sentido de un estado inconsciente de relación a Dios, que aparece como una relación a lo trascendental inmanente al propio hombre, aunque a menudo latente a él. De este modo, mientras que con el descubrimiento de la espiritualidad inconsciente aparece el yo (lo espiritual) detrás de ello (el inconsciente) detrás del yo inmanente, el tú trascendente. Esta especie de "fe" inconsciente en el hombre, que aquí se nos revela significaría que hay siempre en nosotros una tendencia inconsciente pero intencional a Dios Y precisamente por ello hablamos de la presencia ignorada de Dios".

Este descubrimiento de religiosidad en lo profundo del ser humano está de acuerdo con la teología católica y tiene, por supuesto, aplicaciones inmediatas para el actuar moral del hombre.

De hecho, el prof. V. Frankl, además de limitar el alcance de la doctrina de los psicólogos del psicoanálisis freudiano, apunta a los fundamentos del actuar moral, pues el hombre descubrirá en la intimidad de su ser la razón del deber ser. Así escribe:

"En razón de la autotrascendencia, el hombre es una esencia en busca de sentido. En el fondo, está dominado por una voluntad de sentido. Pero hoy esta voluntad de sentido está ampliamente frustrada. Son cada vez más numerosos los pacientes que acuden a nosotros, los psiquiatras, aquejados de un complejo de vacuidad. Este complejo ha llegado a convertirse en neurosis masiva. Hoy ya no sufre el hombre (tanto como en tiempo de Freud) bajo la frustración sexual, sino bajo la frustración existencial. Hoy no le aflige tanto como en la época de Alfred Adler el complejo de inferioridad, sino más bien un complejo de falta de sentido, acompañado de un sentido de vacuidad, de un vacío existencial. Si me preguntan cómo explico la génesis de este complejo de vacuidad, sólo puedo decir que, a diferencia del animal, al hombre no le dicta ningún instinto lo que tiene que ser y, a diferencia de los animales de épocas pasadas, tampoco tiene tradiciones que le enseñan lo qué debe ser. Al parecer, ya ni siquiera sabe lo que quiere ser. Y ocurre así que o bien sólo quiere lo que los otros hacen, y entonces nos hallamos ante el conformismo, o bien sólo hace lo que los otros quieren de él, y entonces nos enfrentamos con el totalitarismo".

Estas afirmaciones del profesor Frankl no invalidan la importancia del estudio de la psicología para el estudio del actuar humano, sólo lo trasladan del inconsciente exclusivo de orden sexual a otro mundo rico y apasionante del subconsciente, donde influyen múltiples elementos religiosos y, en consecuencia, morales. Este inconsciente puede ser una ayuda para fundamentar el deber moral. De lo contrario, se explica el que bastantes conductas humanas muestren vacilaciones y en ocasiones pongan en juego el valor de la responsabilidad en el actuar. Es evidente que el comportamiento humano es misterioso y rico. En él confluyen muchos elementos conscientes e inconscientes que es preciso tener en cuenta. Esa riqueza, no suficientemente desarrollada, puede dar lugar a que psicologías averiadas manifiesten tendencias morales de cierta anormalidad. La tarea del moralista será ayudar a que cada hombre descubra en su interior los imperativos éticos que brotan de la riqueza de su propio ser y le ayuden a practicar la que debe ser.

c) Planteamientos existencialistas

El pluralismo de doctrinas que se encubrían bajo la etiqueta "existencialismo" ha sido tan variado que, para discernir su influencia sobre la moral, es necesario diferenciar las diversas corrientes existencialistas. De este modo, es diversa la crítica que ha hecho a la moral la filosofía atea de Sartre, por ejemplo, de las aportaciones de G. Marcel o Peter Wust. Asimismo, será preciso distinguir las doctrinas morales resultantes según el concepto que cada una de ellas tengan acerca de la libertad. Es evidente que la negación de la libertad, tal como fue propuesta por Sartre, deja poco lugar para la moral cristiana.

No obstante, a partir de la insistencia sobre la singularidad de la persona y la atención a la existencia concreta de cada individuo, el impacto del existencialismo sobre la moral católica consistió, principalmente, en la valoración desmedida de la circunstancia y, en consecuencia, en limitar extraordinariamente la moral basada en la naturaleza del hombre y en la obligación de cumplir las normas objetivas y universales.

Igualmente, la filosofía existencialista destacó la realidad del hombre como ser histórico, empeñado en llevar a término su propia existencia. En este sentido, concebir el hombre como proyecto descentró el planteamiento sobre el papel de la libertad humana. En ocasiones, la libertad se entendió como una apertura total a las posibilidades que encierra la existencia, sin límite alguno y sin sentido del "deber": la libertad se da a sí misma el fin y por ello pasa a ser la norma suprema y fundamental de la moral.

Todos estos factores cabría resumirlos en uno solo: la filosofía existencialista ha supuesto el trasvase desde la moral objetiva, asentada fundamentalmente en el cumplimiento de unas normas, hacia la existencia moral concreta en la cual lo que determina la acción —y, en consecuencia, los conceptos de "bien" y de "mal"— son las condiciones personales y las circunstancias del momento histórico de cada individuo.

El resultado ha sido el exagerado circunstancialismo ético, que, aplicado a los autores católicos, se denominó "moral de situación", y que, como tal, mereció la condena del Magisterio. Sobre el tema volveremos más adelante. Ahora sólo cabe adelantar que las sombras de aquella moral se proyectan en la actualidad sobre ese subjetivismo exagerado de algunas sensibilidades morales de nuestro tiempo, que atienden sólo a la decisión personal como único criterio ético. Si bien será preciso añadir que tales exageraciones, corregidas, han permitido a la teología moral volver sobre la importancia subjetiva del actuar y construir una teología moral más personalista, que atiende a las singulares circunstancias de cada individuo.

d) Pluralismo relativista

La cultura en Occidente nunca ha sido tan plural como en nuestro tiempo. Cuando se analiza la historia de la filosofía occidental, se constata que las dos grandes corrientes de pensamiento filosófico europeo —empirismo y racionalismo—, desde el siglo VIII hasta el siglo XIX (si exceptuamos la fisura que se inicia en el siglo XIV entre aristotelismo y agustinismo), tenían un inmenso acerbo de pensamiento común: las diferencias no eran excesivamente notables, si bien el encono con que defendían sus propias ideas fraguó con el tiempo concepciones distintas sobre el problema del conocer y algunos otros temas colaterales.

Pero, con la ruptura del positivismo a finales del siglo XIX, el siglo XX se inicia con una pluralidad de sistemas de pensamiento bastante diferenciados, de forma que, a mediados del presente siglo, cabía enumerar hasta ocho corrientes distintas de sistemas filosóficos. Y, a partir de esta fecha, se inicia la crisis de las ideologías y desaparecen en buena parte los sistemas filosóficos. Todos los "neo" que tratan de actualizar las antiguas teorías se agotan y cunde por doquier la libertad de opinión que asume de las diversas corrientes de pensamiento lo que mejor se adecúa a cada actitud y momento.

En consecuencia, a los sistemas les sustituye la falta de fijación objetiva e irrumpe el pluralismo intelectual que se basa en la interpretación subjetiva de cualquier realidad. Con ello el relativismo adquiere en la cultura Atlántica carta de naturaleza y pretende ser la única actitud válida frente a la verdad y la vida.

A ese pluralismo ideológico se adhiere el pluralismo ético. Cada uno de los sistemas apuntaba hacia horizontes morales bien definidos y distintos entre sí. A ello se añadió el descubrimiento de otras culturas, con unas pautas morales diversas en cada una de ellas. De aquí que la llamada "antropología cultural" postulase una pluralidad de estilos de vida, cada uno conforme a modelos diversos en torno al hombre.

Esta amplia gama de pluralismos —filosóficos, culturales, religiosos, etc.— ha conducido a relativizar no sólo las normas éticas, sino los conceptos mismos de "bien" y de "mal" morales. El pluralismo relativiza la verdad a nivel de individuo o de circunstancia social. Como consecuencia, la norma moral no es ya universal, sino que se mide por datos sociológicos: la norma imperante según la mayoría democrática, o bien se evalúa por un canon puramente subjetivo, conforme a las necesidades y utilidades de cada momento. De este modo se originan dos tipos de relativismo ético: quienes profesan que el "bien" y el "mal" morales se corresponden con la valoración ética que impera en la sociedad en cada época —"lo que se vive"—, o quienes propugnan que cada uno debe orientar su conducta de acuerdo con lo que le venga en gana en cada momento.

Esta doble actitud existía ya en el siglo V antes de Cristo, de forma que la ciencia ética se originó en Grecia precisamente para dar respuesta a este problema: ¿El bien y el mal dependen de la cultura de cada época y de cada pueblo? ¿El hombre puede conducirse espontáneamente o, por el contrario, 1 4 ser hombre" exige un comportamiento adecuado? Los filósofos griegos, desde Sócrates encuentran una medida de la conducta humana y la denominaron "physis"; o sea, el "bien" y el "mal" se corresponden con la naturaleza del hombre: no son conceptos arbitrarios, sino pautas fijas que hacen que el hombre viva de acuerdo con lo que realmente es.

Este ha de ser nuestro nítido punto de partida. Como en todas las exageraciones, las corrientes de pensamiento apuntan siempre a zonas de verdad. Un sano pluralismo evitará que los sistemas morales se cierren sobre sí mismos con el riesgo de ahogar la espontaneidad de la existencia de cada hombre. Pero a condición de que se acepten las exigencias fundamentales que son comunes a la naturaleza humana. Esto es lo que, no sólo referido a la moral cristiana sino a toda actitud ética, destaca el informe de la Comisión Teológica Internacional:

"El pluralismo en materia moral aparece ante todo en la aplicación de los principios generales a circunstancias concretas. Y se amplifica al producirse contactos entre culturas que se ignoraban o en el curso de mutaciones rápidas en el seno de la sociedad. Sin embargo, una unidad básica se manifiesta a través de la común estimación de la dignidad humana, la que implica imperativos para la conducción de la vida. La conciencia de todo hombre expresa un cierto número de exigencias fundamentales (cf. Rom 2,14), que han sido reconocidas en nuestra época en afirmaciones públicas sobre los derechos esenciales del hombre.

La unidad de la moral cristiana se funda sobre principios constantes, contenidos en las Escrituras, iluminados por la Tradición y presentados a cada generación por el Magisterio. Recordemos como principales líneas de fuerza: las enseñanzas y los ejemplos del Hijo de Dios que revela el corazón de su Padre, la conformación con su muerte y con su resurrección, la vida según el Espíritu en el seno de la Iglesia, en la fe, la esperanza y la caridad, a fin de renovamos según la imagen de Dios".

Aceptada esta fundamentación, la moral cristiana apuesta por la atención preferencial a la persona, y tiene en cuenta su circunstancia histórica. Pero el circunstancialismo ético se hace inadmisible cuando prescinde de esos "principios constantes" que enumera la Comisión Internacional de Teología.

Tal relativismo fue condenado, como veremos en el cap. X, por el Papa Pío XII, y más recientemente ha sido rechazado por Pablo VI:

"Será preciso, que volvamos a algunas certezas morales inspiradoras de nuestra conducta, que no sean freno para la intensidad de acción reclamada por nuestro tiempo, sino eje fijo para un movimiento seguro. Debemos superar el gran peligro de un relativismo infiel a nuestros saludables principios humanos y cristianos, y esclavo de las ideas triunfantes en un estadio determinado cultural y político... Deberemos hacemos idea de la llamada "moral" de la situación"; ver sus insidias, cuando erige en norma moral dominante el instinto subjetivo, utilitarista de ordinario, de cómo adaptar de diversas formas el propio comportamiento a ésta o a aquella situación, sin tener debida cuenta de la obligación moral objetiva y de las exigencias subjetivas y una noble coherencia propia".

2. Causas intraeclesiales que provocan la crisis moral

Todas estas causas desfavorables de un sector en crisis de la cultura moderna repercuten en la doctrina moral, pero esta crisis tiene otras motivaciones no ajenas a la vida cristiana y a los planteamientos de los estudios de la moral católica. He aquí algunos factores más destacados que aquí desarrollamos brevemente, dado que este diagnóstico estará presente en otros apartados de este Manual.

a) La necesidad de reforma sentida en los estudios de la teología moral

Desde los años 30, diversos autores se plantearon la reforma de los estudios de la teología moral. La demanda de renovación venía reclamada por distintas instancias. He aquí algunas más destacadas:

La primera y más reiteradamente invocada ha sido la necesidad de superar la moral casuística vigente desde hacía varios siglos. Aparte de la desestimación de la casuística cabría enumerar las siguientes causas: la superación de una moral basada exclusivamente sobre el concepto de naturaleza y de los postulados de la ley natural; el deseo generalizado de una vuelta a las fuentes bíblicas y la necesidad de tener en cuenta las llamadas "Ciencias del hombre", etc. De hecho, esa aspiración de reforma tuvo reconocimiento en algunas aclaraciones del Magisterio, con refrendo en los textos del Vaticano II.

Pero ni la urgencia de la reforma, ni los criterios a seguir fueron los mismos en todos los autores, de modo que muy pronto aparecieron entre los estudiosos de la teología moral dos tendencias, con frecuencia irreconciliables entre sí: los sectores llamados "progresistas" y "conservadores" se enfrentaron hasta límites que superaron las fuertes tensiones que se generaron entre los demás ámbitos de la teología a partir de los años cincuenta.

La fascinación por lo "nuevo" se apoderó de no pocos moralistas que apostaron por lo novedoso, sin pararse a pensar si estaban o no de acuerdo con las enseñanzas irrenunciables del cristianismo. El P. Häring, testigo cualificado de este tiempo, afirma que esta oposición es muy similar, —si bien más aguda— a la que se suscitó en los siglos XVI—XVIII entre tucioristas y probabilistas, hasta el punto de exigir la intervención de la jerarquía.

Es conocido cómo tal confrontación responde a postulados doctrinales diversos y muy diferenciados, pero tiene también su razón de ser en dos psicologías distintas. Algunos espíritus apuestan visceralmente por el futuro, mientras que otros sienten el riesgo de las consecuencias que conlleva desligarse del pasado. De hecho, la lucha por repartiese la escala del campo moral está todavía hoy dividida en esos dos sectores, a los cuales, en la medida en que radicalizan sus posturas, no les asiste la razón. La solución parece inclinarse por espíritus nuevos que se alejen del fragor de esa lucha que resulta estéril y que apuesten por el rigor científico. Esta actitud ayudará sin duda a abrirse a los nuevos tiempos y a las exigencias que plantea la conducta moral de los hombres de nuestra época; pero, al mismo tiempo, les exige ser fieles a los valores morales que han descubierto y defendido los hombres que nos precedieron. Por supuesto, tampoco se trata de alcanzar un sincretismo centrista —otra de las tentaciones estériles de un tercer sector de teólogos actuales—, sino de fidelidad a la verdad allí donde se encuentre, sin miedo a ingenuas clasificaciones de "derecha" o "izquierda" doctrinales, que sólo en el campo de la política tienen su razón de ser. Esta actitud lo exigen de modo prioritario el tratado de Moral Fundamental, que, a la vista de la situación actual, debe ser reajustado.

b) La influencia de los estudios bíblicos

La necesidad de una moral más bíblica era sentida por amplios sectores del mundo católico, pues en ocasiones la exposición de la moral cristiana en algunos Manuales tenía más puntos de coincidencia con la Ética a Nicómaco que con el mensaje moral predicado por Jesús de Nazaret. Esa aspiración recibió el refrendo en los Documentos del Vaticano II (cfr. DV, 22; OT, 16). Ahora bien, mientras algunos iniciaban una carrera por un biblismo literalista con acumulación de citas y sin exégesis, otros eligieron el camino de una hermeneútica tan singular que no tiene en cuenta el sentido de la tradición y se aparta de la interpretación del Magisterio. El resultado es una disociación entre teólogos y exégetas. Para un sector de biblistas y de moralistas que les siguen, el mensaje moral bíblico se presenta como un "ideal", y las normas del N.T. no son vinculantes, dado que, en su opinión, obedecen a respuestas coyunturales de una época y para ambientes determinados.

De este modo, el recurso a la Biblia ha llegado a ser entre algunos autores como una confirmación de que no existe un tipo de conducta que refleje el mensaje moral predicado por Jesús. La tesis de Schürmann sobre la ética cristiana contenida en el Nuevo Testamento ha supuesto la desaprobación más contundente de esta tendencia". Así, el recurso a la Biblia, que ofrecía tantas esperanzas, ha sido, paradójicamente, una fuente más de crisis en el ámbito del saber moral. Pero, a pesar de tales equívocos, la fundamentación bíblica es el camino irrenunciable que han de seguir los estudios de la teología moral.

c) Pluralismo de las normas morales

La "particularización" que caracteriza a la cultura actual, tal como decíamos en páginas anteriores, también ha ejercido su efecto en el campo ético. Es evidente que los criterios morales en la actualidad no son unívocos y que la irrupción de corrientes morales nuevas influyeron notablemente en la concepción ética de la vida de Occidente.

Este pluralismo de las normas tiene orígenes muy diversos. Por una parte, es preciso mencionar la difusión de otras culturas con sus valores morales hasta ahora no tenidas en cuenta en las viejas naciones cristianas. En segundo lugar, el pluralismo legal que caracteriza a las distintas corrientes ideológicas y políticas de las naciones de Occidente. Finalmente, la diversidad de circunstancias sociales, políticas y económicas que se han sucedido en los últimos años han dado lugar a una situación de cambio que, bien sea de manera implícita y en ocasiones como doctrina formulada, contradice la moral universal y única que dominó durante largos siglos en los países de cultura cristiana.

Todas estas situaciones se agravan ante el pluralismo doctrinal que se ha generado entre los autores católicos de teología moral. El resultado es una situación de confusión que frecuentemente lamentan sectores no pequeños de la Iglesia Católica.

Nadie niega la licitud de un sano pluralismo moral, derivado de las diversas culturas y de las variadas situaciones históricas; pero es preciso afirmar que no toda cultura garantiza la escala de los auténticos valores morales. Es evidente que en todas las épocas ciertos valores imperantes en determinada culturas han sido fuertemente fustigados por la moral cristiana. También Jesús condenó con dureza algunas expresiones morales vividas por la sociedad judía de su tiempo. Lo mismo cabría decir de la actitud que mantiene el Magisterio en relación con las llamadas "moral burguesa" o "moral proletaria", las cuales suelen constituir en norma moral los defectos —cuando no verdaderos vicios— que esas mismas clases sociales practican.

Asimismo, es claro que no todas las expresiones culturales deben ser admitidas como éticamente válidas, pues, si bien es cierto que la moral cristiana no se identifica con una determinada cultura, no lo es menos que algunas formas de vida contradicen a las normas de la ética cristiana: tal es el caso, por ejemplo, de la sociedad marxista o del materialismo práctico a que da lugar la cultura consumiste de Occidente.

Finalmente, se ha de tener a la vista, que aún las situaciones socioculturales válidas pueden crear costumbres y hábitos de comportamiento opuestos a los postulados de las normas éticas derivadas de la naturaleza humana y más aún que se opongan al estilo de vida inaugurado por Jesucristo.

d) La falta de síntesis doctrinal entre conciencia y norma

Las doctrinas morales de todos los tiempos se han esforzado por armonizar las normas éticas con las exigencias de la conciencia individual de cada hombre. La inviolabilidad de la conciencia ha sido en los grandes moralistas un postulado irrenunciable de la imputación ética. A este respecto, cabe señalar esas dos grandes corrientes en las que se reparten las escuelas morales a favor de la autonomía o de la heteronomía: moral autónoma y moral heterónoma es el punto focal que orienta las diversas corrientes.

Pues bien, es evidente que el período inmediato anterior se ha caracterizado por la importancia que se ha dado a las normas. En efecto, la moral casuística destacó el imperativo de la ley y con ello se esforzó por medir la moralidad de cada acto en orden a las exigencias de lo que estaba prescrito. El final de este proceso extremoso es que una vez más se cumple la ley del péndulo: a una época que subrayó la importancia de la norma, sigue inexorablemente otra que sobrevalora el papel de la conciencia, con menoscabo de los imperativos de la ley. Y es claro que algunos sectores de la teología moral padecen el exceso pendular.

Esta situación constituye sin duda una de las razones fundamentales de la crisis actual en el ámbito de la teología moral católica. Efectivamente, el subjetivismo moral, tan extendido en el campo ético, tiene su origen en una moral que no sólo no valora las normas, sino que en ocasiones las devalúa hasta el desprecio, constituyendo a la conciencia como instancia única del actuar moral. Tal subjetivismo conduce al relativismo moral, el cual, a su vez, lleva en sí el germen del capricho moral que sustituye a toda normativa ética.

En el campo católico, tal preponderancia de la conciencia en detrimento de la norma conduce a relativizar los principios morales que se destacan en el Nuevo Testamento y es, igualmente, la razón del escaso aprecio que se hace a las intervenciones que en el campo moral lleva a cabo la autoridad del Magisterio. Es aquí donde se trata de contraponer "autoridad" y "norma". Aún cabe decir más, algunas corrientes revisionistas de la moral católica quieren contraponer las doctrinas de Santo Tomás de Aquino y de San Alfonso Mª. de Ligorio como opuestas entre sí, precisamente en esta dialéctica: representante de la ética normativa sería la moral de Santo Tomás y, por su parte, San Alfonso iniciaría la escuela moral acerca de la heteronomía de la conciencia.

Esta misma discusión llevada al extremo muestra que es la pasión y no el rigor científico lo que ha motivado semejante polémica, dado que los dos santos han mantenido un esfuerzo intelectual por valorar ambos elementos. Más aún, si cabe decir de Tomás de Aquino que ha sido el teólogo que subraya la importancia de la ley, no lo es menos que a él se debe la doctrina acerca de esa ley interior del Espíritu, tan cercana al ser mismo de la conciencia. Y, por el contrario, cuando se pretende situar la doctrina de San Alfonso de parte casi exclusiva de la conciencia individual, no se cae en la cuenta o se silencia que el patrono de la Moral es el representante más cualificado del casuísmo, y que él mismo se esfuerza en armonizar los postulados de la conciencia con los imperativos de la ley. Sobre esta discusión volveremos al tratar por separado estos temas, en la segunda parte de la Moral Fundamental.

Una vez más se constata que el rigor intelectual demanda que el actuar moral recupere el sentido de la ley y busque el modo de armonizarla con las exigencias de la conciencia. Autonomía y heteronomía representan dos corrientes de pensamiento ético que no se adecúan ajustadamente con la moral católica. La tensión entre libertad y autoridad que subyace a esa alternativa moral queda superada en la concepción cristiana del hombre. Para el creyente, que se siente injertado en Cristo y descubre la Ley Nueva escrita por el Espíritu en su corazón, la norma brota de su interior —o al menos la asume interiormente— y le conduce a llevar a cabo lo que verdaderamente es debido. Es decir, la conciencia siente en sí el eco del imperativo de la ley. De aquí que debe querer lo que realmente debe ser.

En consecuencia, la moral cristiana acentúa por igual la norma y la conciencia, hasta el punto de que cabe afirmar que es tanto autónoma como heterónoma, si bien, en este nuevo contexto, ambos significados requieren una explicación. De aquí la sentencia común entre los autores en afirmar la teonomía como distintivo de la moral cristiana. Es decir, es posible atestiguar contra aquel esquematismo bipolar, que la ética cristiana se corresponde con una teonomía autónoma, o una teonomía heterónoma. Ambas denominaciones se identifican. Y las dos destacan y señalan el papel específico de la conciencia y de la norma moral.

e) La crisis de la vida cristiana. Secularización de la moral

Finalizamos este sumario de la crisis con el análisis de otra causa que, a nivel más inmediato, juega un decisivo papel: el descenso de la vida religiosa. La praxis de la vida cristiana ha sufrido en los últimos tiempos un notable retroceso. En efecto, las estadísticas muestran que la presencia de los creyentes en los actos de culto ha experimentado una caída considerable. En consecuencia, la vida moral padece los efectos de esa falta de práctica religiosa, pues es evidente la íntima relación que existe entre experiencia de la fe y vida moral. La historia muestra que es imposible entender las exigencias doctrinales de la moral cristiana sin una vida de piedad. El carácter "religioso" de la moral católica postula, a su vez, el cumplimiento de la práctica religiosa, sin la cual es imposible alcanzar la altura moral que comporta la vida cristiana.

La falta de práctica religiosa produce otro efecto: lentamente disminuye la preocupación por la vida moral, y ésta, a su vez, origina la ignorancia. Cuando la vida no es correcta, se enturbia la inteligencia y, al contrario, cuando se vive con ardor la fe, se alumbra la razón. Sto. Tomás lo expresó con una frase cincelada: "Por el fuego de la caridad se llega al conocimiento de la verdad".

Pero, si cabe diagnosticar como causa del descenso de prácticas religiosas la disminución de la fe, sin embargo es necesario destacar otro elemento que menoscaba la fe y deteriora la existencia cristiana: el secularismo como fenómeno cultural de nuestro tiempo.

Como es sabido, la secularidad admite diversas acepciones e incluye realidades distintas. El Concilio Vaticano II subrayó la importancia de una sana secularidad, que supone la autonomía relativa del orden temporal, pero rechazó lo que cabría denominar secularización:

"Si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada no depende de Dios y que el hombre puede disponer de todo sin relacionarlo con Dios, no hay creyente alguno a quien se escape la falsedad envuelta en tales palabras" (GS, 36).

Ahora bien, el "secularismo" es esa secularidad exagerada que condena el Concilio, y, de un modo más o menos encubierto, se ha introducido en el campo de la moral a niveles muy diversos. He aquí algunas muestras:

— En ocasiones el secularismo surge cuando se trata de igualar, situando en el mismo plano, los postulados de la moral católica con las morales religiosas y aún con las morales "laicas" o "civiles".

— Otras veces sitúa al hombre y su realización plena por encima de las exigencias divinas: el hombre sustituye los derechos de Dios sobre sí mismo. Estamos ante los humanismos que no quieren ser "teocéntricos".

— Frecuentemente el secularismo contrapone la moral social frente a los imperativos éticos de la vida singular del hombre. Lo que propugna esa moral es la construcción de un mundo más justo, antes que ocuparse de la superación y perfección moral de la persona.

— Algunas tendencias más o menos secularistas en el ámbito moral tienden a sobrevalorar la acción de la libre decisión del hombre sobre el querer de Dios y a hacer valer el poder creador de la voluntad por encima de la acción divina: el esfuerzo humano es más decisivo que los auxilios divinos para la recta comprensión y ejecución de los actos morales. Tal autonomía se muestra celosa del poder de Dios; por eso no siente la necesidad de demandar su auxilio, lo cual se expresa en la ausencia y lejanía de las prácticas religiosas.

— El secularismo radicalizado en el campo de la moral tampoco toma en cuenta la dimensión escatológico de la existencia humana. El hombre cumple su vocación en la salvación de este mundo. Esta actitud conlleva la quiebra de la esperanza escatológico en favor de las esperanzas intramundanas, basadas en la reforma social de la sociedad.

— Finalmente, las ideas secularistas en la doctrina moral afirman la privatización de la ética, que se ha de mantener ajena a las decisiones del Magisterio y en ciertos casos también de las determinaciones legislativas humanas. Al llegar a este extremo, la moral que se consideraba como 4 1 secular", o sea que pretendía llevar a cabo una profunda reforma social en oposición a la perfección de la persona, descuida también las exigencias sociales de la conducta y se encierra en un privatismo moral ajeno a toda influencia extraña.

En resumen, el secularismo, en mayor o menor medida, aleja la vida religiosa de las dimensiones verticales y no tiene en cuenta la trascendencia de Dios. Todo lo cual repercute de forma directa en la vida moral, despojándola de sus instancias religiosas:

"La actitud radicalizada de la secularización o secularismo ético expresa la conducta del hombre secular al margen de la fe. El secularismo es la actitud de quien exalta las posibilidades de la razón sobre la fe, la ciencia sobre la revelación, la ética sobre la Teología Moral, la vocación terrena sobre la vocación escatológica, el esfuerzo humano sobre el auxilio de Dios, la independencia del hombre sobre la soberanía divina, al hombre sobre Dios".

Es evidente que tal radicalidad equivale a negar los presupuestos de la moral católica. Y, si bien es cierto que no se presenta en la vida moral con semejante extremismo, es claro que algunos síntomas salpican amplios ambientes de la existencia cristiana, sin excluir a algunos cultivadores de la ciencia teológica. Cuando los católicos tratan de convivir con tales secularismos, se cumple la sentencia de San Pablo: "Las malas amistades estragan las buenas costumbres" (1 Cor 15,33). Este peligro fue denunciado por el Papa Pablo VI:

"Tenemos que considerar un problema importante: la relación entre la vida natural, profana, secular y la vida cristiana. Asistimos hoy a un esfuerzo gigantesco para eliminar de la forma ordinaria de vivir toda señal, todo criterio, todo compromiso con matiz religioso. Se busca frecuentemente incluso en el ámbito del mundo cristiano, reivindicar para el laicismo de la conducta, especialmente en sus manifestaciones públicas y exteriores un dominio exclusivo y absoluto".

III. SUPERACIÓN DE LA CRISIS

Ante la persistente crítica sobre la situación moral de nuestro tiempo, se corre el riesgo de crear una desmoralización generalizada que afiance la convicción de impotencia para remontar la crisis. Tal estado de desánimo se está apoderando de algunos espíritus dentro de la Iglesia, de forma que en amplios sectores se siente la tentación o bien de rebajar las exigencias de la moral cristiana o de refugiarse en una minoría capaz de entender este mensaje, dado que de facto, —se piensa— ya no es modelo de conducta para todos los hombres.

La superación de la crisis, como es lógico, consistirá en eliminar las causas que la motivan. La enumeración que hemos hecho en el apartado anterior va acompañada de algunos juicios de valor y se insinúan soluciones. En este apartado trataremos de indicar algunos principios que pueden resultar útiles en orden a presentar el mensaje moral cristiano, aún supuesta la crisis de los valores morales de nuestro tiempo. He aquí algunas observaciones, que, en mi opinión, conviene recordar:

1. La "crisis" convertida en tópico

De "crisis" se ha hablado siempre y todas las épocas se han caracterizado por un pesimismo moral. Tanto los filósofos 11 como los moralistas católicos —autores, predicadores y Pontífices 41— han sido pródigos en todas las épocas históricas en fustigar los vicios e impugnar la decadencia de los valores éticos de su tiempo.

Es cierto que en nuestra época el deterioro de la vida moral no es juzgado sólo por los moralistas, lo cual descarta cualquier estimación clerical; de aquí que ofrezca la garantía de que se trata de un dictamen objetivo e imparcial. Pero tampoco es un suceso que ha tenido lugar de súbito e inesperadamente. El inicio de esta crisis no es un fenómeno posconciliar, sino que viene de lejos. Así, por ejemplo, la reforma de la teología moral de comienzos de siglo partía ya de este estado de crisis 41 . Todavía en la etapa anterior al Concilio, en el prólogo a una obra que intentaba ser una gran síntesis de teología moral, M. Reding escribía:

"El sentido actual de una crisis de la moral cristiana, a veces tal vez ligeramente expresada, pero en parte justificada en sus motivos, pone en evidencia la apremiante necesidad de una revisión de la ética moral en su conexión con la tradición".

Esta perspectiva en el tiempo del inicio de la crisis aleja el pasmo y confusión de los hechos que se presentan por sorpresa. Además la "crisis" actual ha de juzgarse en clave de un mundo en cambio: estamos no al final de un proceso, sino en el vértigo que produce toda transformación acelerada y profunda al comienzo de una nueva época. Si bien este dato, más que aminorar el riesgo, se ha de tomar como un síntoma alarmante de la gravedad de la presente crisis, por lo que urge prestarle la atención debida.

2. Las curvas de un proceso

A su vez, la historia muestra que la moral baja y sube, crece y decrece, aumenta y disminuye. Estos vaivenes pertenecen a la propia estructura de la vida moral. Respecto a la ética cristiana, C. Spicq escribe:

"Bajo cualquier metáfora que se evoque, la vida cristiana se presenta como susceptible de disminución o de progreso: la sal debe dar sabor, pero también puede volverse insípida; el fuego tiende a ser incandescente, pero puede extinguirse, o quedar reducido a brasas que habrá que reavivar; la luz puede brillar e iluminar, o por el contrario dar paso a las tinieblas; el edificio puede seguir firme o agrietarse y venirse abajo; el árbol produce frutos o se seca y muere; el sarmiento es estéril o produce hermosos racimos, según reciba o no la savia de la cepa; normalmente el cuerpo debe desarrollarse y el ejercicio aumenta sus fuerzas y previene la anquilosis y la parálisis".

El moralista debe constatar esas bajadas y subidas de la vida moral y, sin dejarse arrastrar por el pesimismo, siempre ha de valorar esos flujos de la conducta ética: todo es reversible y mutable. En las épocas de altura moral debe estar atento ante el posible riesgo de una crisis, y en las etapas de declive ha de ser consciente de que tales caídas pueden y deben ser remontadas.

3. Discernimiento de la crisis

Ante la persistente afirmación de la "crisis moral", no conviene poner excesivo énfasis en formular ese juicio. En ocasiones, el estado de crisis significa que una serie de valores han perdido vigencia y deben ser sustituidos por otros. Algo de esto ocurre respecto de los postulados éticos que tienen origen en la costumbre o son reclamados por leyes positivas. El riesgo está cuando no se ofrecen otros valores de repuesto o los valores en crisis no pueden ni deben ser sustituidos. Este es el caso de la presente crisis. De hecho, en amplios sectores de la cultura actual, la palabra "crisis" evoca la significación original del término, es decir, se trata de un verdadero discernimiento, dado que se pone en cuestión el sentido mismo de la vida moral y en cierta manera el valor de la moral cristiana. No obstante, sin negar dicha situación de crisis —más aún, reconociéndola tal como se subraya en las más altas instancias—, la proclamación de la moral cristiana ha de ir acompañada de una nueva presentación de sus contenidos, de modo que tenga en cuenta los cambios profundos y la sensibilidad que estos cambios han producido. Es lo que certifica a la letra la Constitución Gaudium et spes:

"Las instituciones, las leyes, las maneras de pensar y de sentir, heredadas del pasado, no siempre se adaptan bien al estado actual de cosas. De ahí una grave perturbación en el comportamiento y aún en las mismas normas reguladores de éste" (GS, 7).

Tal situación plantea la cuestión moral con la radicalidad de estas preguntas: ¿Qué significa hoy para muchos hombres alejados de las prácticas religiosas la palabra "moral"? ¿Qué exigencias de comportamiento despierta en ellos la mención de los preceptos morales? La compleja reacción humana que exige un comportamiento determinado ¿se presenta en nuestro tiempo para muchos hombres como un imperativo ético? En una palabra, ¿qué eco despierta en los espíritus la palabra moral? Todos estos interrogantes tan primitivos y originarios deben ser tenidos en cuenta en la proclamación del mensaje moral cristiano, dado que las raíces de la crisis son tan profundas que tocan al sentido mismo de la eticidad.

4. No vale la simple repetición de la temática anterior

Parece que la solución no es un simple volver a planteamientos éticos de un pasado inmediato. Los cambios habidos en la sociedad y en la sensibilidad de los hombres de nuestro tiempo no son todos negativos. Por el contrario, el proemio de la Constitución Gaudium et spes sigue vigente, por lo que es preciso mirar con esperanza el futuro. De aquí que todo involucionismo en la historia —y más en el campo moral— puede llevar consigo una falta de audacia para ahondar en el porvenir. Consecuentemente, sin perder la confianza en los valores perennes de la moral católica, no cabe volver al desarrollo doctrinal que se contiene en bastantes Manuales anteriores al Concilio Vaticano II. Algunos desarrollos doctrinales posteriores han puesto ya las bases para llevar a cabo un planteamiento más lúcido y evangélico que pueda subrayar los valores que están de acuerdo con sensibilidades del hombre actual, por ejemplo, los relacionados con la virtud de la justicia. Un juicio serio y cristiano ayudarán a descubrir las valoraciones éticas de algunas aspiraciones de nuestro tiempo (cfr. GS, 4—9).

5. Presentación adecuada del mensaje moral cristiano

Será conveniente prestar atención a las objeciones más frecuentes que se hacen a la moral católica con el fin de que le ayuden a informarse en lo que es corregible y afianzarse o justificar todo lo que constituye su patrimonio irrenunciable.

Se habla de una alienación del hombre debida a heteronomias que impiden su realización plena. En consecuencia, la exposición del mensaje moral cristiano ha de ser convincente, de forma que muestre precisamente lo contrario: Jesucristo presenta su mensaje como una tarea liberadora del hombre y sólo el Evangelio proclama la verdadera libertad.

Otros acusan a la moral de ser responsable de no pocos males sociales. El intimismo moralista y ciertas obsesivas preocupaciones por la "perfección personal", se dice, restaron fuerzas para una reforma de la vida social. En este caso, la respuesta viene dada por la doctrina del Vaticano II, al condenar la ética individualista:

"La profunda y rápida transformación de la vida exige con suma urgencia que no haya nadie que, por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se conforme con una ética meramente individualista. El deber de justicia y caridad se cumple cada vez más contribuyendo cada uno al bien común según la propia capacidad y la necesidad ajena, promoviendo y ayudando a las instituciones, así públicas como privadas, que sirven para mejorar las condiciones de la vida del hombre. Hay quienes profesan amplias y generosas opiniones, pero en realidad viven siempre como si nunca tuvieran cuidado alguno de las necesidades sociales... La aceptación de las relaciones sociales y su observancia deben ser consideradas por todos como uno de los principales deberes del hombre contemporáneo" (GS, 30; cfr. n. 39).

Esta doctrina no es nueva en los documentos del Magisterio y ha de tenerse en cuenta y ha de ser subrayada en el momento de exponer el mensaje moral cristiano. Es la respuesta a la objeción de que la moral católica es una alienación para el progreso social.

6. La ayuda que ofrecen las "Ciencias del hombre"

El campo de la vida moral es hoy inmensamente amplio. Esa extensión abarca zonas nuevas tanto de la vida individual como de la existencia social. Los estudios psicológicos y, en general, los resultados alcanzados por las llamadas "Ciencias del hombre" han descubierto zonas hasta ahora poco conocidas de la actividad humana. Asimismo, las nuevas ciencias sociales aportan datos valiosos para el estudio de las exigencias éticas de la vida comunitaria y la convivencia política. En general, la teología moral ha de tener en cuenta los resultados obtenidos por la Antropología científica, tanto humana como cristiana. En algunas de estas nuevas aportaciones subyacen aspectos del hombre que no eran tenidos en cuenta en tiempos inmediatamente pasados. En este sentido, el "personalismo" —con todo lo que este término evoca— es irrenunciable. No obstante, se ha de evitar un riesgo: subordinar las exigencias morales a ciertos imperativos de las ciencias. Para prevenirlo, cabría señalar tres principios:

a) Las ciencias auxiliares están subordinadas a la doctrina ética. Es preciso salvar el principio de "subordinación" y "jerarquización".

b) Los hallazgos científicos que descubran zonas desconocidas del hombre deben ser tenidos en cuenta por la moral con la seguridad de que "Dios no se contradice".

c) Los resultados de la ciencia no son siempre morales: "no todo lo que es físicamente posible, es necesariamente moral".

Al mismo tiempo, la ética teológica ha de estar atenta a las peculiaridades del mundo actual que condicionan fuertemente la vida humana.

En consecuencia, la exposición de la moral católica no ha de presentarse de forma exclusiva a partir de una concepción metafísica del hombre, pero tampoco en consideración exclusiva a los cambios sociales de nuestra cultura. La profundidad de la crisis hace pensar que toma origen no sólo ni principalmente en los condicionamientos exteriores, sino que procede de un fallo en el ser mismo de la persona.

7. Recuperar valores permanentes y prestar atención a otros valores primarios

El balance de los valores morales es verdaderamente negativo en algunas zonas de la vida, tal como los relativos a la sexualidad y a la familia, pero en otros campos se ha sentido un evidente progreso. A este respecto conviene resaltar que una generación o una cultura que atestigua la dignidad de la persona humana, que defiende los derechos fundamentales del hombre, que subraya la igualdad radical de todos, que siente especial sensibilidad cuando se conculca la libertad y las libertades reales del individuo o de la vida social, que proclama la solidaridad con los pobres y los socialmente marginados y que quiere ser factora de la paz y de la reconciliación entre todos los pueblos, ha de ser juzgada como una generación o una cultura moralmente rica.

Será preciso tener en cuenta estos progresos, así como las sensibilidades éticas que evoca nuestra época. Y esto por dos motivos: para no dejarse llevar por un juicio negativo que abarque todo el espectro de la conducta moral del hombre y también para destacar estos valores y, en torno a ellos, presentar las otras exigencias morales que se sienten hoy más conculcadas. El "bonum ex integra causa" tiene en el campo de la ética su cabal cumplimiento. Asimismo, la dignidad de la persona y la práctica de la justicia tienen también aplicación a la sexualidad y a la familia, pues se las lesiona cuando no se respetan sus exigencias naturales o se instrumentaliza a una de las partes.

Es cierto que, aún en ese campo de sensibilidades éticas de nuestro tiempo, es preciso señalar la distinción entre doctrina y vida y que, precisamente en el campo de los derechos y de las libertades, no siempre que una época histórica ha descubierto unos valores ha sido capaz de llevarlos a la práctica. Esto sucede siempre que faltan los valores morales individuales y, en sustitución, privan los imperativos éticos colectivos. Pero no es poco que se mantenga la ortodoxia doctrinal y se exija el reconocimiento jurídico. Resta exigir la coherencia en la vida, de forma que se practiquen esos valores doctrinal y jurídicamente proclamados, lo cual tendrá lugar cuando se incorporen a la propia moral individual y dejen de ser unos ideales sociales o comunitarios.

8. Prioridad de la identidad cristiana

Se cuestiona sobre la "racionalidad de la moral" y los autores se preguntan si es posible justificar en nuestro tiempo una ética teológica o simplemente religiosa. Las respuestas son, como indicamos en el Capítulo VII, muy numerosas y casi todas ellas excesivamente problematizadas.

En el caso de la moral católica, sin entrar en el tema de su "especificidad" (cfr. Cap. IV), será menester partir de un planteamiento simple y lúcido: Jesús de Nazaret se presenta con unas exigencias morales que predica a lo largo de su vida. El impone al hombre una conducta de acuerdo con las creencias asumidas. En consecuencia, el Bautismo exige al cristiano un nuevo tipo de comportamiento.

El caso se presentó ya de forma lógica en los primeros creyentes. Después del bautismo de los convertidos, éstos, de forma espontánea, preguntaron: "¿Qué hemos de hacer, hermanos?" (Hech 2,37).

Como se señalará en el Capítulo IV, la antropología condiciona la teología moral. En consecuencia, se ha de mantener el siguiente principio: el tipo de existencia que se ha de llevar a cabo viene determinado por la calidad de lo que el hombre realmente es. Esta simple afirmación garantiza la realidad de un estilo de vida moral conforme a los postulados de la fe cristiana".

9. Moral evangélica y moral natural

La presentación de la moral católica ha de experimentar un cambio notable. Se impone una revisión metodológica a fondo. Parece que ha de ser la siguiente: se ha de empezar por la fe que, como iniciativa divina, exige una apertura a Dios. Seguidamente esa fe interpreta con facilidad la palabra de Dios y las exigencias morales que ésta conlleva. La comprensión de la palabra de Dios, a su vez, ilumina la interpretación del ser del hombre hasta el punto de que descubre en sí mismo la existencia de una ley que hace referencia a lo que el hombre en realidad es. Finalmente, tal ley confronta la propia existencia con lo que inexorablemente debería ser su actitud ética ante la vida. Es decir, el punto de partida no es la razón ni la ley natural, sino que parece que esas realidades constituyen postulados derivados:

"La dificultad de la tendencia de los moralistas católicos estriba en dejarse arrastrar demasiado por las consideraciones de razón, en la esfera de la ley natural, para acceder real y plenamente a la enseñanza evangélica, en una esfera propiamente teológico. En ellos se da incluso la tentación, que parece además especialmente intensa en nuestros días, de reducir la moral cristiana a los preceptos de la ley natural".

La línea marcada por el Vaticano II parece ser justamente lo contrario: a partir de la fe y del mensaje predicado por Jesús se accede al ser del hombre de modo que los postulados morales que presenta su vocación son exigencias de su propia naturaleza. Pero este cambio metodológico no se alcanza sólo con arreglos parciales, sino con actitud intelectual nueva. El punto de partida es la consideración bíblica del hombre llamado por Cristo, no la naturaleza humana en sí misma; si bien, como es lógico, la ley natural mantiene todo su valor en el ámbito de la moral cristiana como "momento segundo".

10. Fidelidad al mensaje moral cristiano

Dado que la Iglesia ha de ser fiel en presentar el mensaje moral del Nuevo Testamento, también debe ser exigente en demandar su cumplimiento. Sólo así adquirirá una autoridad moral frente a un mundo que lentamente se ha ido deslizando hacia afirmaciones menos comprometidas en la vida moral.

En ocasiones puede parecer que ésta sea una tarea casi imposible, dado que las exigencias morales del Nuevo Testamento chocan frontalmente con los valores y las categorías de pensamiento que profesa la sociedad permisiva, secularizada y consumiste. Es cierto que una sociedad del placer no parece apta para la aceptación del mensaje moral de las Bienaventuranzas. Esta dificultad se agrava cuando se trata de ofrecer este estilo de vida a las personas individuales y a la sociedad, que parece impermeable a las exigencias morales del Evangelio. No obstante, los últimos documentos del Magisterio, incluido el Vaticano II, están dirigidos a todos los hombres de buena voluntad. La Iglesia al ofrecer estos valores morales, piensa que presta una gran ayuda a los hombres de todos los tiempos, pues está convencida de su valor permanente.

El esfuerzo por presentarlo exige una colosal fortaleza. Pero, como se decía más arriba, no se parte de cero, sino que el conjunto de la ética cristiana no toma origen en principios morales humanos, sino revelados. Además ha sido nocionalmente estructurado por la ciencia teológica, está avalada por la Tradición y constituye una fuente inagotable de eticidad para la vida del hombre en cualquier circunstancia de la historia.

Dos factores pueden contribuir a facilitar esta urgente tarea: la nueva valoración de la persona humana, a la que tan sensible es la nueva cultura y las consecuencias que se han seguido para el hombre del error de no querer someter su conducta a los principios éticos. El hombre actual sufre en sí mismo las consecuencias de una vida moralmente desarreglada, que le está pasando una factura desorbitado. Y no pocas denuncias le hacen caer en la cuenta de esta lastimosa situación.

Igualmente, se debe aprovechar el convencimiento —común en estos sectores— acerca de la importancia decisiva de la actividad humana. Se ha de mostrar que la "praxis" merece una especial atención en orden a constituir al hombre como persona. Y esto no es posible si no ajusta la actividad a una normativa que le ayude a vivir como tal.

11. Necesidad de un testimonio de vida moral por parte de los creyentes

No se presenta en la enumeración anterior como motivador de la crisis, pero sí la presupone y por ello necesita ser aquí mencionada: la crisis de la moral se agrava por la falta de testimonio de los cristianos. Por eso, en la superación de la crisis moral de nuestro tiempo jugará un papel decisivo la actitud moral de los creyentes. No cabe una ética sin convicciones. La vida moral demanda unas exigencias que sólo se acometen cuando se observa que otros las han superado.

La moral cristiana no es reducible a una pura ideología, surge como experiencia vivida, primero en Israel a lo largo de su historia y más tarde por los Apóstoles que fueron testigos de su vida y de su doctrina". De aquí la importancia que en el Nuevo Testamento adquiere la categoría teológica del "testimonio". Pues bien, será el testimonio de la vida cristiana vivida, en ocasiones con heroicidad, lo que contribuya a elevar la altura moral de una época escasa en valores morales:

"Una ética como ésta los cristianos no tienen que predicarla, sino ante todo tienen que vivir conforme a ella (Mt 7,21—27; Rom 2,13; Sant 1,22; Lc 4,16—19; Mt 25,31—46). Su existencia se convierte entonces en una real provocación, porque sin demandar nada suscitarán en el corazón de sus contemporáneos una adhesión o un rechazo, a través de los cuales se manifestará que algo vibra necesariamente en el corazón del hombre ante los valores cristianos, cuando estos son vividos en plenitud y ofrecidos en gratitud".

Esta actitud exige fortaleza y valentía, sin excluir una buena dosis de intrepidez y de audacia, que no tiene por qué ser ofensiva. El cristiano sabe que en momentos difíciles su conducta más que inclinarse hacia la violencia, debe abrirse a la posibilidad del martirio. Así lo sintieron y profesaron los primeros cristianos. He aquí un testimonio de primera hora, cuando el creyente se enfrentaba con un mundo hostil a los nuevos valores del Evangelio:

"Cuando el cristianismo es odiado por el mundo, la hazaña que le cumple realizar no es mostrar elocuencia de palabra, sino grandeza de alma".

La invocación al martirio no es una salida de los débiles que se creen injustamente tratados, es una posibilidad netamente cristiana. Por eso no sorprende que los últimos Papas hayan evocado la vocación martirial que se le puede ofrecer al cristiano como exigencia ética de su vida". Por otra parte, nuestro tiempo ha reconocido la altura moral alcanzada por no pocos testigos de la fe que dieron su vida gozosa en favor y en defensa de los valores cristianos.

CONCLUSIÓN

Es necesario valorar la pluralidad de causas que han ocasionado la situación actual de la doctrina moral y, al mismo tiempo, ofrecer los remedios oportunos. No obstante, en el terreno práctico y en busca de una inmediata eficacia, quizá sea conveniente afirmar que el proceso de clarificación se llevaría acabo si desaparecen las disputas que conducen a los moralistas hacia extremos proclives —¡la "rabia teológica"!— y a soluciones incompletas, cuando no falsas. En este sentido, las dos tendencias —conservadoras y progresistas— harían un gran servicio a la ciencia moral si no extremasen sus propios planteamientos, dado que ambos inciden en un pecado de origen que hace ineficaz toda búsqueda rigurosa de la verdad.

A este respecto, me parece exacto el juicio que hace el P. Häring, que, en su primera época de profesor, ha desempeñado su papel en la renovación de los estudios de teología moral y que fustigó por igual a ambas tendencias:

"Muchas de las personas que viven actualmente no son contemporáneas de los demás. Hay quienes acosados por el complejo de seguridad, viven totalmente en el pasado. Existen también personas que desean con impaciencia anticipar el futuro desenraizándolo totalmente del pasado y sin trabajar pacientemente en favor de un cambio orgánico. Por una parte tenemos a los tradicionalistas que necesitan aceptar las enseñanzas de Jesús, de Pablo y de la Iglesia del Concilio Vaticano II. En el extremo opuesto se encuentran aquellos que están totalmente desenraizados de todas las tradiciones, costumbres y leyes.

Podemos y debemos hablar contra los tradicionalistas, como Pablo lo hizo; pero debemos también recordar que nuestras palabras serán escuchadas, y posiblemente mal interpretadas, por todos aquellos que siguen las modas y sendas en boga y sucumben a la sociedad Taxista. Para muchos contemporáneos nuestros no existe ya una tradición a la que debamos seguir. Hay únicamente las voces más chillonas y las modas más recientes. No están enraizados en la historia y aceptan lo moderno sin crítica alguna. Las costumbres y la tradición han sucumbido a las modas pasajeras y al legalismo presente. Esto indica que existen demasiadas personas que ni disciernen las tradiciones pasadas ni las modas presentes. Simplemente aceptan como bueno lo que las leyes actuales prohiben.

Los cristianos deberían no sólo criticar las tradiciones y costumbres pasadas sino, con especial intensidad, las modas e innovaciones actuales. Deberían también poner todo su esfuerzo en incorporar su respuesta crítica e informada a los signos de los tiempos en las nuevas costumbres, nuevos hábitos y formas nuevas de pensar, en una tradición vital de comunidad y de sociedad. No deberían conformarse con ser transmisores de la tradición; les compete ser creadores de la cultura. Es misión de la comunidad de fe ayudar a las personas para que vivan de acuerdo con su conciencia en reciprocidad de conciencias. Entonces serán sensibles a la riqueza acumulada de tradición histórica y a su luz serán capaces de discernir los signos de los tiempos. De esta forma vivirán en plenitud su propia vida y serán elementos activos en una tradición viviente".

Pero semejante síntesis de abrazo entre el pasado y el futuro sólo es posible en el caso de que el moralista sea, a su vez, un fiel discípulo. Es decir, un oyente humilde de la palabra de Dios que se esfuerza por encarnar en su vida el mensaje moral del Nuevo Testamento y lucha ascéticamente por imitar la vida de Cristo, viviendo como El vivió, pues nos "dejó un ejemplo para que sigamos sus pasos" (1 Ped 2,21), de modo que se preste a "andar como El anduvo" (1 Jn 2,6), hasta identificarse con El (Gál 2,20).

Pero ser discípulo en la Iglesia, es también ser oyente de la enseñanza autorizada del Magisterio, que es la instancia última de la verdad (Lc 22, 32).

Es claro que la misma interpretación de la Escritura puede dar lugar a un sano pluralismo. Del estilo de vida inaugurado por Jesús de Nazaret han surgido diversos modelos de existencia cristiana. Todos los santos y las plurales instituciones de la Iglesia han encarnado valores evangélicos idénticos, pero con acento distinto, siempre con el intento expreso de imitar la vida de Jesús.

De modo semejante, la historia es pródiga en presentar casos de pluralismo doctrinal en las diversas etapas de la enseñanza magisterial. También es plural —ciertamente, dentro de unos límites— la teoría acerca de la relación entre Teología y Magisterio e incluso cabe invocar algunos hechos en los que las tensiones teología—magisterio fueron fecundas para la verdad. No obstante, el recurso a esos casos límite encubre casi siempre la defensa de una postura crítica ante el Magisterio, previamente asumida. Además se opera con la pereza de no traer a la memoria los múltiples problemas que han originado en la vida de la Iglesia los casos de desobediencia y confrontación entre los teólogos y la jerarquía. Aducir los primeros y silenciar los segundos es olvidar que el balance final es positivo a favor de la aceptación y cooperación de los bienes previsibles que se siguen a la resistencia".

A pesar de que este tema necesita alguna precisión, tal como se hace en el Capítulo XI, el moralista, más que hablar de una "ascética de la contestación", como se repite actualmente, debería hacer suya una ascética de servicio y de obediencia al Magisterio. Ante la confusión originada por la crítica a documentos doctrinales romanos, todo moralista debería suscribir y practicar estas enseñanzas de Juan Pablo II a los teólogos españoles:

"La conexión esencial de la teología con la fe, fundada y custodiada en Cristo, ilumina con toda claridad la vinculación de la Teología con la Iglesia y con su magisterio. No se puede creer en Cristo sin creer en la Iglesia "Cuerpo de Cristo", no se puede creer con fe católica en la Iglesia sin creer en su irrenunciable magisterio. La fidelidad a Cristo implica, pues, fidelidad a la Iglesia, y la fidelidad a la Iglesia conlleva a su vez la fidelidad al magisterio. Es preciso, por consiguiente, darse cuenta de que con la misma libertad radical de la fe con que el teólogo católico se adhiere a Cristo, se adhiere también a la Iglesia y a su magisterio.

Por eso, el magisterio eclesial no es una instancia ajena a la teología, sino intrínseca y esencial en ella. Si el teólogo es ante todo y radicalmente un creyente, y si su fe en la Iglesia de Cristo y en el magisterio, su labor teológica no podría menos que permanecer fielmente vinculada a su fe eclesial, cuyo intérprete auténtico y vigilante es el magisterio".

En definitiva, el moralista de cualquier tendencia debe aceptar el reto que le han hecho los obispos alemanes:

"Quien juzgue que puede tener ideas personales y que posee ya desde ahora los futuros conocimientos más profundos de la Iglesia, debe preguntarse —con fría crítica de sí mismo— ante Dios y ante su conciencia, si, en ese determinado punto de doctrina teológica, tiene verdaderamente la amplitud y la profundidad de doctrina necesarias para poderse apartar en la teoría y en la práctica de la enseñanza del magisterio eclesiástico. Un caso tal es concebible, pero el presuntuoso y arrogante que cree saberlo todo mejor, tendrá que dar cuenta un día ante el tribunal de Dios".

Una última consideración. A pesar de la profunda crisis moral de nuestra época, como decimos más arriba, si se compara con otras, el balance no es negativo en todas sus áreas: El reconocimiento jurídico de los derechos fundamentales del hombre, aceptado prácticamente por todos los países, supone un avance considerable ante tanto horror del que fue testigo la historia del pasado. Este esclarecimiento doctrinal y jurídico va unido a una sensibilidad ética bastante generalizada.

Sin embargo, este fenómeno en sí positivo va acompañado de otro que arruina la dignidad humana, como es el vuelco moral de los valores relacionado con la familia y la sexualidad. Además es preciso poner de relieve que el mal moral se ha cuantificado a niveles no imaginables en otras épocas, dominadas más por el valor cualitativo.

Finalmente, la gravedad de la crisis moral de nuestro tiempo se agrava porque lo que hace quiebra es la moral cristiana, que es la que da fundamento a toda actitud verdaderamente ética y con ello sobreviene el oscurecimiento de los conceptos mismos de "bien" y de "mal". Mientras el hombre contemporáneo protesta por el mal que "otros" cometen, él mismo no acusa su propia conducta, que va al margen de las exigencias morales predicadas por Jesucristo.