CAPITULO II

EL HECHO MORAL. SU JUSTIFICACIÓN

 

ESQUEMA

INTRODUCCIÓN: Se pone de relieve la peculiar situación de cierto sector de la cultura actual que cuestiona la naturaleza misma de la ciencia ética. Por lo que la Ética tiene que acreditar su carácter científico.

I. ALGUNOS TESTIMONIOS QUE JUSTIFICAN LA CIENCIA ÉTICA. Se citan cuatro testimonios de autores muy cualificados, correspondientes a épocas diversas: Sócrates y Aristóteles, como representantes del pensamiento griego; Kant, cuya autoridad en el campo filosófico es indiscutible y, como representante de la ciencia moderna, se aduce el testimonio del físico Heisenberg. Todos ellos destacan que la vida humana precisa de la ciencia ética.

II. LA NEGACIÓN DEL HECHO MORAL. No es fácil hacer la relación de autores y corrientes de pensamiento que impugnan la ciencia ética. En este capítulo se esquematizan tres corrientes. Se mencionan las "escuelas" y los pensadores que más influyen en algunos sectores del mundo actual: los que niegan el sujeto ético, quienes afirman que no es posible justificar el "deber" moral y cuantos, de un modo u otro, se oponen a admitir la objetividad del "bien" y del "mal" morales.

1. Se recogen en este apartado una serie de corrientes que niegan o disminuyen notablemente la sustantividad del sujeto, por lo que es muy difícil —cuando no imposible— justificar la ciencia moral. Se estudian las siguientes: las antropologías reduccionistas que consideran al hombre como un objeto (L. Althusser, J. Monod); los antihumanismos que sitúan al hombre en la línea de los animales, si bien como un ser más perfecto (E. O. Wilson); los que niegan la libertad (B. F. Skinner) y la escuela sociológica francesa, defensora del relativismo ético, pues hacen depender la moralidad del ambiente social (E. Durkheim, Levy—Bruhl).

2. Se estudian aquí las dificultades que, desde Hume, despierta el "deber" como fundamento de las obligaciones morales. Frente al elogio al "deber" que formuló Kant, se levanta la filosofía analítica en sus más genuinos representantes. Se expone, asimismo, la respuesta de M. Scheler. Finalmente, se fundamenta el "deber" y se sale al paso de la contraposición entre "ser" y "deber": éste deriva de aquél.

3. El tercer grupo de dificultades surge de las corrientes filosóficas que tratan de negar valor objetivo a las realidades de "bien" y de "mal" morales. El grupo lo engrosan diversas corrientes que parten de supuestos bastante distintos, si bien coinciden en profesar el relativismo de los valores éticos. El "bien" y el "mal", afirman, son relativos, deforma que el juicio moral depende de las circunstancias históricas y de las situaciones en que se mueve cada persona.

El resultado de esta triple corriente es la negación de la vida moral: no se dan valores éticos permanentes.

Dada la trascendencia del tema, se trata de descubrir los errores que subyacen a todo relativismo moral. Se contemplan tres puntos principales:

a) Realidad objetiva del ser. Todo relativismo es negador de la metafísica que admite la existencia real del ser. Ontología y ética están íntimamente relacionadas. El relativismo ontológico es el presupuesto del relativismo ético.

b) "Verdad" y "error" son conceptos que responden a una realidad objetiva. El relativismo ontológico conlleva un relativismo gnoseológico, el cual, a su vez, conduce al relativismo moral.

c) Se hace imposible la existencia de normas objetivas si los conceptos de "bien" y de "mal" morales son relativos. Ahora bien, el ataque a una normativa universal seria la ruina de la ciencia ética.

d) Se argumenta a favor de la objetividad del "bien" y del "mal" a partir del ser de la persona. Se razona y se aducen pruebas y testimonios de autores que postulan la objetividad de los valores éticos y la necesidad de normas objetivas y universales de moralidad.

INTRODUCCIÓN

La existencia de la moral pertenece a esas grandes experiencias del hombre que encuentran en sí mismo el eco y la razón de su propio actuar. Es imposible que alguno no se sienta juez de sus actos y trate de orientarlos a unos fines determinados. En este sentido, el actuar moral no es un simple añadido, sino la propia existencia que el hombre vive como ser libre y responsable. Esta constatación es preciso subrayarla en nuestro tiempo en el que un importante sector de la ciencia apuesta por la "verificación" como único criterio válido. Pues bien, la experiencia moral es también susceptible de ser reflexionada científicamente.

No obstante, la ciencia ética es cuestionada desde diversas instancias culturales. Si exceptuamos la metafísica, ninguno otro saber recibe tantas invectivas como la moral, hasta el punto que se ve obligada a justificar su estatuto científico. Esta es la razón por la que los últimos tratados de Moral Fundamental incluyan un capítulo que legitima la existencia de la eticidad humana. La crisis actual que caracteriza la ciencia moral, tal como se expondrá en el Capítulo III, es tan profunda que atañe no sólo a los valores éticos, ni se limita a la quiebra de las normas morales, sino que toca el núcleo mismo de los postulados fundamentales de la moral.

Es cierto que el tema que aquí se estudia responde más bien al cometido de la Ética filosófica. Pero las dudas acerca de la vida moral son tan profundas y universales que salpican a todos los ambientes, sin excluir a los creyentes a quienes se dirige preferentemente la predicación de los sacerdotes. Por lo que éstos han de tener información de las ideas que suscitan la crisis. Por tal motivo, este Manual incluye un capítulo sobre la legitimación de la ética.

1. ALGUNOS TESTIMONIOS QUE JUSTIFICAN LA CIENCIA ÉTICA

Es superfluo recordar que la crisis es coyuntural, pues el hecho moral así como la ciencia que lo estudia e interpreta, son integrantes de la vida. En consecuencia, la Moral está llamada a ser permanente en la historia del hombre. Por este motivo ha sido considerado como esencial por los grandes pensadores de todos los tiempos. Citaré algunos testimonios que corresponden a épocas diversas, si bien son significativos para la historia y se avalan con la autoridad de sus autores.

1. Sócrates y la "ciencia del bien y del mal"

El primero corresponde a Sócrates, el iniciador de la ciencia ética en Occidente, que, en diálogo con Critias, afirma que la Ética supera a todas las demás ciencias:

"Sócrates. - Una pregunta aún: ¿cuál de estas ciencias es la que hace a este hombre dichoso, o son todas a la vez y en debida proporción?

Critias. - No, ciertamente; todas en proporción, no.

Sócrates. - Entonces ¿cuál contribuye más? ¿Es la ciencia de los sucesos presentes, pasados y futuros? ¿Es tal vez el ajedrez?

Critias. - ¡Ah! ¡El juego del ajedrez!

Sócrates. - ¿La de los números?

Critias. - Tampoco.

Sócrates. - ¿La de lo que es sano?

Critias. - Quizá.

Sócrates. - Pero, en fin, ¿cuál es la que más contribuye?

Critias. - La ciencia del bien y del mal.

Sócrates. - ¡Picaruelo! Después de tanto andar me haces girar en un círculo. ¡Ah! ¿Por qué desde el principio no me has dicho que vivir dichoso no es vivir según la ciencia general, ni según todas las ciencias reunidas, sino según la que conoce del bien y del mal? Pero, veamos, querido Critias, si separas esta ciencia de todas las demás, ¿nos veremos por eso menos curados por la medicina, calzados por un entendido zapatero, vestidos por un tejedor y libres de la muerte por mar o en campaña mediante un piloto y un experto general?

Critias. - No, sin duda.

Sócrates. — Faltándonos esta ciencia, ninguna de estas cosas llegará a tiempo y de manera que nos sea útil.

Critias. — Dices verdad.

Sócrates. — Y a esta ciencia, lo que parece, no es la sabiduría, sino aquella cuyo objeto es el sernos útil, porque no es la ciencia de la ciencia y de la ignorancia, sino del bien y del mal; de manera que si es ella la que nos es útil, la sabiduría debe ser para nosotros otra cosa que útil".

Este texto ha de ser leído a la luz de la doctrina de Aristóteles, que afirmó que el hombre se diferencia del animal porque sabe expresar los conceptos de "bien" y de "mal".

"Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los demás animales que viven en grey, es evidentemente, como he dicho muchas veces, porque la naturaleza no hace nada en vano. Pues bien, ella concede la palabra al hombre exclusivamente. Es verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a los demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos afecciones y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal, y, por consiguiente, lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre los animales: que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto".

2. Pregunta fundamental kantiana

Otro testimonio procede de Kant. También el filósofo alemán tuvo que justificar en su tiempo la existencia de la ciencia moral:

"Todo interés de mi razón —lo mismo especulativo que práctico— está contenido en estas tres preguntas:

1ª ¿Qué puedo saber?

2ª ¿Qué debo hacer?

3ª ¿Qué me es permitido esperar?

La primera pregunta es simplemente especulativa... La segunda cuestión es práctica... considera la libertad de un ser razonable en general y las condiciones necesarias sin las cuales no podrá haber armonía entre esta libertad y la distribución de la felicidad.... Los principios morales son necesarios según la razón... y cada uno tiene motivos para esperar la dicha en la misma medida en que se haya hecho digno por su conducta y, por consiguiente, el sistema de la moralidad está ligado inseparablemente al de la felicidad... Es necesario que toda nuestra forma de vivir esté subordinada a máximas morales; pues al mismo tiempo es imposible que esto suceda si la razón no une a la ley natural, una causa eficiente que determine nuestra conducta con relación a esta ley... Sin un Dios y sin un mundo actualmente invisible para nosotros, pero el cual esperamos, las magníficas ideas de la moral podrían ser muy bien objeto de asentimiento y de admiración, no son móviles de ejecución.... y no llamarían a la felicidad".

La pregunta moral es según, el filósofo de Königsberg, un presupuesto irrenunciable de la existencia humana.

3. El horror de una sociedad sin moral

El tercer testimonio pertenece a otro autor moderno que ha jugado un importante papel en el estudio de la ciencia física, Werner Heissenberg:

"La cuestión de los valores se identifica con la cuestión sobre lo que debemos hacer, lo que debemos intentar, el cómo debemos comportarnos. Por consiguiente, el problema está planteado por el hombre y se plantea con relación al hombre... Cuando se plantea la cuestión de los valores, debemos obviamente proclamar la necesidad de actuar de acuerdo con este orden central. La eficacia de ese "Uno" (Dios) se demuestra ya por el hecho de que concebimos lo ordenado como el bien, y lo confuso y caótico como mal... Cuando en el mundo accidental se pregunta por lo que es bueno o es malo, por lo que es deseable o lo que es condenable, siempre se halla inevitablemente la escala de los valores cristianos, incluso allí donde desde hace tiempo no se quiere contar con las imágenes y las parábolas de esta religión. Si algún día se extinguiera totalmente la fuerza magnética que ha movido esa brújula —y esta fuerza solamente puede derivarse del orden central del mundo— entonces me temo que pueden sobrevenir horribles atrocidades, peores aún que el terreno de los campos de concentración y la misma bomba atómica".

El conocido físico alemán sitúa las consecuencias de la regresión y declive moral en la misma línea de efectos de la catástrofe atómica.

Estos testimonios son de excepcional autoridad y manifiestan la importancia de la ética para la existencia del hombre y de la sociedad. No obstante, la crisis de la moral de nuestro tiempo cuestiona verdades fundamentales que, hasta fecha reciente, se consideraban como conquista eterna no sólo de la ciencia moral, sino del saber humano.

II. LA NEGACIÓN DEL HECHO MORAL

La negación de la dimensión ética del hombre es reciente, pero venía preparada por la crisis de la Filosofía a partir del Positivismo del siglo XIX. Es claro que, si se reduce el pensamiento a la interpretación de los fenómenos, se pierde perspectiva para enjuiciar todo lo que trasciende el inmediato dato positivo. En esta línea será preciso situar como prólogo de la crisis la sentencia de Nietzsche: "No existen fenómenos morales, sino solamente una interpretación moral de los fenómenos".

El proceso que ha seguido la negación del hecho moral no ha sido siempre rectilíneo ni lógico. Se han mezclado diversos factores que luego cristalizaron en tendencias distintas si bien comunes entre sí: la afirmación de que la moral es apenas un hecho emotivo e individual, carente de significación objetiva y motivado casi siempre por las costumbres y la vida trivial. Cabría reducir este proceso a tres tendencias:

1ª — Negación del sujeto ético capaz de llevar a cabo acciones que se denominen "morales".

2ª — La utopía de imponer el "deber". El salto del ser al deber, dicen, es un capricho que se ha impuesto la ciencia moral.

3ª — La afirmación de que los conceptos de "bien" y de "mal" son realidades puramente subjetivas, sin contenido objetivo alguno.

Estas tres "tendencias" o situaciones reales no son las únicas y cabría hacer otras clasificaciones. Pero esta catalogación que aquí hacemos no es caprichosa: responde a dificultades reales con las que debe contar la exposición de la moral cristiana.

En efecto, se dan hoy tres teorías, que en ocasiones se formulan y otras veces quienes actúan de este modo no llegan a expresarlas de manera explícita, pero condicionan su comportamiento moral. Son las siguientes:

a) La actitud de quienes rechazan todo código de conducta, pues actúan guiados exclusivamente por la espontaneidad. Es lo que podríamos denominar hedonismo o amoralidad. El hombre orienta su existencia, vienen a decir, conducido únicamente por la utilidad del momento. Los autores que justifican esta actitud ética defienden que el hombre es pura biología y que apenas si se distingue del animal. Coincide en buena parte con lo que aquí denominamos "negación del sujeto ético".

Respecto de la moral cristiana no sólo la niegan, sino que desprecian sus exigencias y contenidos éticos. San Pablo escribe de los que así actúan, que "no solamente hacen obras malas, sino que aplauden a quienes las hacen" (Rom 1,32). Quienes se engloban en esta corriente, si bien desconocemos el grado de sinceridad de su actitud, afirman de palabra y con hechos una existencia ajena a imperativos éticos: apuestan por la espontaneidad biológica e instintiva, común con los animales. O sea, niegan el sujeto moral.

b) Otros aceptan un tipo de conducta ética; admiten ciertas valoraciones morales, pero se oponen a cualquier imposición ajena al sujeto. No hay nada ni nadie, suelen opinar, que pueda imponemos un tipo de conducta. El "deber moral" va contra la libertad y la autonomía de la persona. De aquí que no se acepte más "deber" que la decisión autónoma de cada individuo. Cualquier heteronomía es un atentado contra la libertad.

Con relación a la ética cristiana critican las imposiciones morales del Evangelio y de la Iglesia. En este capítulo trataremos de justificar el "deber" como algo que se le impone al hombre, y, sin embargo, no rompe la autonomía propia del ser libre. Pero un sector de nuestra cultura repite el error de Protágoras, pues erige al hombre como centro absoluto y norma única de conducta. "El hombre, definió Protágoras, es la medida de todas las cosas". San Pablo mencionaba ya en su tiempo a los que "cambiaron la verdad de Dios por la mentira", y por ello "son inexcusables porque oscurecieron su pensamiento" (Rom 1,20).

c) Finalmente, otra dificultad para la comprensión y aceptación de la ética cristiana es la resistencia a admitir la catalogación objetiva de los valores morales. Es común a una parte de nuestra generación negar que el "bien" y el mal" sean valoraciones objetivas de los actos humanos. El subjetivismo y el relativismo moral son hoy la gran dificultad a la hora de exponer la moral cristiana. Esta situación es la que en el texto denominamos "objetividad del bien y del mal morales".

Se precisa exponerla a los fieles de modo que, valorando las circunstancias tanto de la persona como de la cultura de la época, quede patente que existen valores morales permanentes a pesar de los cambios históricos y, en consecuencia, obligan a todos los hombres. Cabe también descubrir semejante situación en la condena de San Pablo a los gentiles de su tiempo: "Por lo cual eres inexcusable, ¡oh hombre!, quien quiera que seas... pues sabemos que el juicio de Dios es conforme a verdad, contra los que cometen tales cosas" (Rom 2,1—2).

Tema distinto es el de la fundamentación de la ética, que en su tiempo planteó Kant y que, sucesivamente, han seguido Hegel y los epígonos del neokantismo y del neohegelianismo para ser continuado, con independencia pero con nuevo vigor, entre otros, por Max Scheler y Nicolai Hartmann.

Como es sabido, este tema es una de las pasiones de los cultivadores de la ética actual. Por eso, diversas escuelas buscan una fundamentación ética, racional y última, que sea aceptada por todos los hombres de nuestro tiempo. Este objetivo se presenta como tarea casi imposible de alcanzar dado el pluralismo que a todos los niveles caracteriza a nuestra cultura. Sin embargo, los autores no desisten en este empeño. Los presupuestos kantianos, por ejemplo, han sido retomados por Jan Jonas, y la Escuela de Frankfurt lo ha convertido en uno de sus objetivos primarios a partir de sus presupuestos sociales".

Los últimos representantes de esta Escuela, en la actualidad todavía en magisterio, Jürgen Habermas y Karl Otto Apel se debaten en la búsqueda de un fundamento racional, último y universal para la conducta humana.

Estos autores buscan el principio filosófico de una moral que sirva para todos y cada uno de los hombres de nuestro tiempo. Por eso, desde los años 70, hablan de la "ética discursiva" o "ética solidaria" o "ética de la comunicación consensual" o "ética consensualista de la responsabilidad".

El tema de la fundamentación de la ética —distinto del de su justificación— no es banal ni siquiera inútil. ¿Cómo va a ser infructuoso tratar de buscar una fundamentación ética a una sociedad que se debate en continuas claudicaciones morales y que es "contestada" cada día a causa del riesgo que sufre la naturaleza, la convivencia social y el propio hombre? La sociedad actual está necesitada de que se le exija con autoridad un comportamiento ético. La respuesta cristiana no sólo tiene validez, sino que es la que ofrece un fundamento más sólido. De aquí que los creyentes deben proclamarla y ofrecerla, pero no podemos menos de agradecer esos intentos de construir un modelo moral, que defienda y fundamente la eticidad humana para todos aquellos que están lejos o que se separan del Credo cristiano.

1. Negación del sujeto ético

No es ésta una afirmación original, sino derivada de otra anterior: la negación del ser del hombre. A partir de tal negación se alinean diversos anti—humanismos que gustan de hablar del "yo residual", una especie de "substratum" psicológico que perdura después de negar la existencia de un "Yo". Por más que desde una concepción cristiana del hombre —más aún, a partir de cualquier metafísica— parezca una afirmación aberrante, sin embargo, algunas corrientes filosóficas, que gozan de cierta vigencia en estos últimos años, se sitúan en esta línea de pensamiento antimoral. Recogerlas en este Capítulo tiene la finalidad de conocer qué eco puede tener el mensaje moral cristiano en esos ámbitos culturales tan alejados de los presupuestos de la moral católica. Al mismo tiempo, se apunta a una de las causas de la crisis de la moral, dado que, si bien estos sistemas de pensamiento se mueven en ambientes de iniciados, sin embargo ejercen un influjo de forma inconsciente en no pocas capas de la sociedad. Ofrecemos una muestra y se mencionan los autores que más se citan en los ambientes culturales de España.

a) Antropologías reduccionistas: el hombre es un objeto

Cabe citar en este apartado algunos autores que no admiten una diferencia cualitativa entre el hombre y el animal y aquellos otros que profesan una antropología en la que el hombre es una simple "ficción", un objeto más en la línea de los seres existentes. Tales autores profesan no una antropología, sino, tal como ellos mismos afirman, una "antropología". Todos ellos renuncian a un humanismo y se declaran anti—humanistas. De aquí la reducción biologista de quienes piden que el estudio de la ética se traslade de la Filosofía a la Biología. Mencionaré sólo aquellos autores y corrientes de pensamiento que hacen relación más directa con nuestro tema.

Cabe iniciar este elenco por el filósofo marxista Louis Althusser. El filósofo francés no toca directamente esta temática, pero se sigue como consecuencia. Su tesis es el antihumanismo y deriva de la concepción marxista de la historia: el motor de la historia no es el individuo, sino la lucha de clases. Que el hombre sea el sujeto de la historia, escribe, "es un mito de la ideología burguesa":

"La historia es un proceso y un proceso sin sujeto... La teoría marxista lo arroja definitivamente a su lugar de origen, en la ideología burguesa. Esto no significa que el marxismo—leninismo no tenga en cuenta a los hombres reales, sino todo lo contrario. Precisamente con el fin de considerarlos tal cual son y para liberarlos de la explotación de clase, se promueve la revolución, que consiste en prescindir de la ideología burguesa que considera al hombre como sujeto de la historia, en deshacerse del fetichismo del hombre".

Althusser ha sido uno de los filósofos marxistas que con más furia reaccionó contra el intento de hacer de Marx un exponente humanista de nuestro tiempo. Para él, Marx es sólo el filósofo materialista y de la lucha de clases. El hombre no está por encima de la clase, sino subordinado a ella: es un simple epifenómeno.

"Sólo es posible conocer algo acerca del hombre si se reduce a ceniza el mito filosófico del hombre. Todo pensamiento que se reclame de Marx para restaurar, de una u otra forma, una antropología o un humanismo teóricamente sólo serían cenizas".

Si el sujeto de la historia no es el hombre, cabe deducir que el comportamiento moral del individuo queda supeditado en todo a su papel en la historia y, en concreto, en cuanto actúa en la clase social, que es la única que provoca los cambios históricos. Por consiguiente, según Althusser, no hay un sujeto de la historia, sino un sujeto en la historia:

"Los hombres (plural) concretos necesariamente sujetos (plural) en la historia, puesto que actúan en la historia en tanto sujetos (plural). Pero no hay sujeto (singular) de la historia. E iría más lejos: Los hombres no son "los sujetos" de la historia... Los agentes—sujetos no son activos en la historia más que bajo la denominación de elementos de producción y de reproducción".

Como escribe Simon:

"Se comprenderá que L. Althusser reserve un lugar a la ética en totalidad social. La ética se orienta orgánicamente como ideología, y en este aspecto es tan durable como la totalidad social. Desde otro punto de vista sin embargo cabe decir que la ética es siempre provisional y no posee sino un estatuto incierto... Lo que quiere decir a fin de cuentas que la ética saca sus principios de evaluación de las leyes del devenir histórico. Si ella no es eliminada (la ideología forma parte orgánicamente de la totalidad social), la ética está amenazada en la medida en que los conceptos de hombre, de persona, de derecho, de libertad no son más que conceptos en función de la ideología".

En Althusser es fácil descubrir el representante de una de las corrientes marxistas, cuya ideología ha contribuido al deterioro y a la crisis de la moral cristiana.

Desde el campo de la ciencia, si bien en proximidad ideológica con Althusser, es preciso mencionar la doctrina de J. Monod, pues, si bien es cierto que su obra El azar y la necesidad 15 no tiene la importancia que tuvo en los años 70, ha quedado como exponente de cómo la ciencia ética se desvanece cuando el hombre queda reducido a un simple producto natural, fruto del azar, sin referencia a un origen previsto y sin finalidad última alguna.

Para Monod el método científico es el único realmente válido: ningún otro es digno de tal si no responde al conocimiento científico, dado que es el único que goza de objetividad. Los demás saberes, incluida la ética, carecen de sentido, puesto que no parten de la realidad, sino que son fabulaciones de una época y de una mentalidad no científica:

"Las sociedades "liberales" de Occidente enseñan aún, con desdén, como base de su moral, una repugnante mezcla de religiosidad judeocristiana, de progresismo cientista, de creencia en los derechos "naturales" del hombre y de pragmatismo naturalista. Estos sistemas enraizados en el animismo están fuera del conocimiento objetivo, fuera de la verdad, extraños y en definitiva hostiles a la ciencia, que quieren utilizar, mas no respetar y servir. El divorcio es tan grande, la mentira tan flagrante que asedia y desgarra la convivencia de todo hombre provisto de alguna cultura, dotado de alguna inteligencia y habitado por esta ansiedad moral que es la fuente de toda creación".

Monod, conforme a su tesis fundamental, niega la existencia del alma: todo es materia, lo que llamamos vida y alma, es fruto del azar. De aquí que la ética deba medirse por estos mismos postulados:

"La ética del conocimiento difiere radicalmente de las éticas animistas que en su totalidad se consideran fundadas sobre el "conocimiento" de leyes inmanentes, religiosas o "naturales", que se impondrían al hombre. La ética del conocimiento no se impone al hombre; es él, al contrario quien se la impone haciendo de ella axiomáticamente la condición de autenticidad de todo discurso o de toda acción... Las sociedades modernas deben su poder material a esta ética fundadora del conocimiento y su debilidad moral a los sistemas de valores, arruinados por el mismo conocimiento, a los que intentan aún atenerse... La ética del conocimiento, creadora del mundo moderno, es la única compatible con él, la única capaz, una vez comprendida y aceptada, de guiar su evolución".

En consecuencia, para Monod no existe una ética orientadora de la conducta del "bien" y del "mal" morales. La ética es sustituida por la ciencia:

"La mayoría de los sistemas animistas han querido ignorar, envilecer o constreñir al hombre biológico, horrorizarle o aterrorizarle con ciertos rasgos inherentes a su condición animal. La ética del conocimiento, por el contrario, estimula al hombre a respetar y a asumir esta herencia, sabiendo, cuando es necesario, dominarla. En cuanto a las más altas cualidades humanas, el ánimo, el altruismo, la generosidad, la ambición creadora, la ética del conocimiento, reconociendo su origen socio—biológico, afirma también un valor trascendente al servicio del ideal que ella define".

A este grupo se pueden sumar aquellos autores evolucionistas que no aceptan una novedad cualitativa en el hombre frente al animal y que sitúan a la ética como un producto derivado de la evolución. La eticidad, afirma Waddington, es una realidad más del proceso evolutivo del hombre: aparece en la historia del animal racional y cambia como él a lo largo de su historia. Interpretando esta doctrina, Daiches Raphael escribe:

"La teoría de la evolución se ha relacionado con la ética de tres modos distintos. La primera sugerencia es que la ética es un producto de la evolución. En segundo lugar hay quien ha pensado que la evolución debería guiar el curso futuro de las ideas éticas. Un tercer punto de vista, más reciente sugiere que las ideas éticas pueden afectar el curso futuro de la evolución". Y Raphael se apunta a esta última opinión.

b) Los antihumanismos. El hombre es sólo un animal

Pero los antihumanismos se repiten en otros autores. Aquí recogemos tan sólo uno: el etólogo norteamericano Edward O. Wilson, pues, en nuestra opinión, sus ideas encuentran eco en no pocos de nuestros contemporáneos no ilustrados. Wilson sitúa al hombre en la línea evolutiva del animal, sin cambio cualitativo. Entre el animal y el hombre no hay fronteras ni la tendencia asociativo, ni en la percepción de símbolos, ni en el lenguaje, ni siquiera en la autoconciencia que tienen también algunas especies. Entre el hombre y los animales solamente existe una jerarquía zoológica:

"Los chimpancés están suficientemente cerca de nosotros en los detalles de la vida social y propiedades mentales como para considerarse casi humanos en ciertos dominios donde antes se juzgaba inadecuado hacer cualquier comparación".

Si se equipara al hombre y al animal, ¿qué lugar queda en la ética?. La respuesta de Wilson es inequívoca: la ética es de carácter biológico, de aquí que su estudio debe pasar a la biología.

"Científicos y humanistas deberían considerar conjuntamente la posibilidad de que ha llegado el momento de retirar temporalmente la ética de las manos de los filósofos y biologizarla".

La ética, en opinión de nuestro autor, es el cumplimiento en la vida humana del título de esta obra: una sociobiología, o sea, la vida ordenada en la sociedad. Pero esa moral está grabada en los propios genes:

"La conducta social humana descansa sobre bases genéticas, la conducta humana está, para ser más precisos, organizada por ciertos genes que compartimos con las especies estrechamente relacionadas con la nuestra".

Situado en la zona biológica, todo comportamiento singular del hombre no obedece a lo que tradicionalmente se denominan "principios morales", sino que responde a la constitución genética singular del animal—hombre. Y Wilson aduce tres ejemplos: el "tabú del incesto", el socorrido "altruismo" humano y el reconocimiento de los derechos del hombre, que estudia en tres capítulos sucesivos.

— El incesto, tema socorrido para explicar ciertos principios éticos permanentes por los que el hombre se distinguiría del animal, para nuestro autor se fundamenta en los genes: la biología última ha demostrado cómo el apareamiento entre parientes conlleva una pérdida sensible de capacidad genética, de aquí que, en su opinión, no sea el principio moral, sino que es el instinto lo que ayuda al hombre a evitar el incesto: "Los seres humanos intuitivamente evitan el incesto mediante la ayuda simple y automática de la exclusión de relaciones".

— También el altruismo, cuya cúspide ocuparía la caridad, según Wilson, es de componente biológico. Wilson menciona la sentencia tradicional de que "el altruismo consiste en una cualidad trascendental que distingue a los seres humanos de los animales". Pero añade que nuevos datos científicos han demostrado que altruismos semejantes se descubren en las distintas especies animales, especialmente los chimpancés.

En el fondo, sentencia este autor, no es más que un egoísmo, demandado por los genes de cada individuo para la defensa de su propia vida. Además, algunas especies animales son modelos de semejante altruismo. No es, pues, ni propio ni exclusivo del hombre:

"El altruismo "blando" es definitivamente egoísta. El altruista espera una reciprocidad de la sociedad para sí mismo o para sus parientes más cercanos. La buena conducta es alabada, con frecuencia de un modo plenamente consciente, y sus maniobras están orquestadas por las complicadas sanciones y exigencias de la sociedad".

Wilson conduce su reflexión hasta las últimas consecuencias, por eso repara que algunas actitudes heroicas del hombre atraviesan la historia: en concreto, la biografía de los santos. Pero él no rechaza estos hechos, sino que se pregunta, por ejemplo, cómo explicar el caso de la Madre Teresa de Calcuta: "¿Y qué hay de la madre Teresa? ¿Cómo puede la biología explicar a los santos vivientes que hay entre nosotros"? "La madre Teresa, responde, es una persona extraordinaria, pero no debe olvidarse que ella está segura en el servicio de Cristo y el conocimiento de la inmortalidad de su Iglesia". Y añade esta incalificable explicación: "La santidad no es tanto la hipertrofia del altruismo humano como su osificación. Está alegremente subordinada a los imperativos biológicos por encima de los cuales se supone que debe colocarse".

— El tercer ejemplo, la formulación y defensa jurídica de los derechos humanos, lo fundamenta en la condición de que el hombre es "un ser mamífero" sometido a la competencia y constreñido a permanente lucha. La vida del mamífero resulta excesivamente precaria, en continuas rivalidades, con el riesgo de ser violentado por otros. De aquí la necesidad del pacto. Los derechos humanos son un pacto entre mamíferos que quieren protegerse ante el riesgo de su existencia:

"Nuestras sociedades están basadas en el plan mamífero: el individuo lucha ante todo por el éxito reproductivo personal y en segundo lugar por el de los parientes inmediatos; el resto de la cooperación representa un compromiso adquirido para disfrutar los beneficios de la membrecía del grupo. Una hormiga racional —imaginemos por un momento que hay hormigas y otros insectos sociales que han logrado desarrollar una inteligencia superior— encontraría dicho ordenamiento biológicamente flojo e intrínsecamente malo el concepto mismo de la libertad individual. Accederemos a los derechos universales porque el poder es demasiado temido en las sociedades tecnológicas avanzadas como para evitar este imperativo mamífero; las consecuencias a largo plazo de la desigualdad, siempre serán visiblemente peligrosas para sus beneficiarios temporales. Sugiero que esta es la verdadera razón del incremento de los derechos universales y que una comprensión de su causa biológica cruda será más obligatoria al final de cuentas que cualquier racionalización inventada por la cultura para reforzarla y enfermizarla".

Por eso, Wilson concluye de este modo toda su curiosa y de todo punto inadmisible reflexión:

"La conducta humana —como las capacidades más profundas para la respuesta emocional que la orientan y la guían— es la técnica tortuosa por medio de la cual el material genético humano ha sido y será conservado intacto. No es posible demostrar otra función definitiva de la moral".

A primera vista, podría parecer que estos razonamientos —si cabe llamarlos así— estaban condenados al fracaso. Sin embargo, son compartidos por cuantos niegan toda diferencia cualitativa entre el hombre y el animal. Si el hombre procede del animal y sólo se diferencia por la complejidad del cerebro, la existencia de la ética debe fundamentarse o en las conveniencias sociales o en las demandas biológicas. Este modo de razonar es frecuente, sobre todo en los seguidores de esa ciencia nueva, la Etología, cuando algunos de sus seguidores quieren conjuntar el estudio del animal y del hombre.

Es cierto que la refutación de estos sofismas no resulta difícil, dado que es, precisamente, el comportamiento ético del hombre, tan singular y tan arraigado, uno de los argumentos más decisivos para explicar la diferencia que existe entre el animal y el hombre. Pero hemos visto cómo algunos etólogos se esfuerzan en buscar en la vida animal comportamientos que, según sus explicaciones, compiten en la conducta humana que hasta ahora se denominaba "moral" o "ética",. El sacerdote ha de tener noticia de estas doctrinas para tenerlas en cuenta, pues tales errores pueden causar impacto en los oyentes poco ilustrados.

c) Más allá de la libertad. B. E Skinner

Un autor que ha logrado formular algunas sensibilidades que viven no pocos hombres de nuestro tiempo, es Skinner. Sus escritos, leídos por personas críticas al pensamiento católico, pueden encontrar en ellos justificación al rechazo de los principios de la moral. El título de su obra, Más allá de la libertad y la dignidad" resume el sentido moral de la persona que carece de sujeto: "Más allá" de las sensaciones y de los estímulos, en concreto del "placer y del dolor", no existe la libertad, de aquí la importancia de "liberar al hombre de la ilusión de libertad". En consecuencia, si la libertad no existe, es debido a que no existe sujeto. Este está configurado por un haz de sensaciones, todas ellas determinadas por las circunstancias: "Las personas son extraordinariamente diferentes en diferentes lugares" y, con toda probabilidad, justamente por causa de los lugares". El nómada a caballo en la Mongolia exterior y el astronauta en el espacio, son personas diferentes. Despojado el hombre de ese substratum del Yo, no es extraño que Skinner parece que hace suya la afirmación de Gilbert Sendes que define al hombre como "criatura de las circunstancias".

¿Qué queda entonces del hombre como sujeto de actos que llamamos "morales"? Nada, no existe un hombre autónomo que dirija y sea dueño de sus actos de forma que constituya un sujeto moral. En consecuencia, si enjuiciamos el valor de sus actos, es preciso estudiar su conducta conforme al control ambiental. De aquí que, según Skinner, la tarea "ética" más urgente sea la de descubrir ese simple soporte que tiene una conducta, pero que no se debe a la autonomía de un sujeto, sino a unas circunstancias:

"Pertenece a la propia naturaleza del análisis experimental de la conducta humana el hecho de sustituir al hombre autónomo en las funciones previamente adjudicadas a él, y transferirlas una por una al control ambiental. Este análisis deja cada vez menos papel que desempeñar al hombre autónomo. La identidad conferida a lo propio surge a partir de las contingencias responsables de la conducta. Dos o más repertorios, originados por diferentes conjuntos o contingencias, componen dos o más "identidades"... La imagen que surge del análisis científico no es la de un cuerpo con una persona dentro, sino la de un cuerpo que es persona, en el sentido de que es capaz de desplegar un complejo repertorio de conducta... El hombre así descrito resulta extraño, y, desde un punto de vista tradicional, puede que ni parezca hombre en absoluto. El hombre está abolido... Se nos dice que lo que queda amenazado es "el hombre en cuanto hombre", o "el hombre en su humanidad" o "el hombre como sujeto no como objeto", o "el hombre como persona", no como cosa. Estas expresiones no son muy útiles, que digamos, pero nos proporcionan una clave... Lo que queda sometido a proceso de abolición es el hombre autónomo, el hombre interior, el homúnculo, el demonio posesivo, el hombre defendido y propagado por las literaturas de la libertad y de la dignidad. La abolición ha sido diferida demasiado tiempo. El hombre autónomo es un truco utilizado para explicar lo que no podríamos explicarnos de ninguna otra forma. Lo ha construido nuestra ignorancia, y, conforme va aumentando nuestro conocimiento, va diluyéndose progresivamente la materia misma de que está hecho... Al hombre en cuanto hombre, gustosamente le abandonamos. Sólo desposeyéndole podremos concentrar nuestra atención en las causas verdaderas de la conducta humana".

Es cierto que Skinner rehuye un automatismo de máquina, por ello admite un "cierto control" del "sujeto", si bien es, propiamente, el "sujeto" quien es controlado por el ambiente. Pero eso es solamente una salida para no reducir al hombre a un simple robot, dado que, como él mismo escribe, "el ambiente de cada persona ha sido creado por el hombre". Y Skinner añade: "es cierto que se han cometido errores, y no tenemos seguridad de que el ambiente que el hombre ha construido continúe proporcionando ventajas capaces de superar los inconvenientes, pero el hombre, tal como lo conocemos, para bien o para mal, es lo que el hombre ha hecho del hombre".

No es posible matizar la expresión en ocasiones oscura de Skinner, pero, a lo sumo, su doctrina quizá permita hablar de "conducta humana". pero no de "conducta moral".

No es difícil encontrar esta doctrina —absurda y caprichosa, sin rigor— vivida y asumida por tantos hombres contemporáneos, aunque no alcancen a formularla. Tal actitud está representada por cuantos viven espontáneamente, sin autoconciencia y autorreflexión, adaptándose al ambiente, ajenos a todo juicio crítico y aceptando como "bien" o "mal" moral aquello que se vive en la calle o que se le ofrece a través de falsos slogans como medio para alcanzar la felicidad. Es el ambiente o la moda y no la libertad personal la que controla y dirige las conductas.

d) El sociologismo

La reducción de la ética a factores colectivos y ambientales es la tesis de la escuela sociológica francesa, fundada por Emile Durkheim (†1917) y continuada por Levy-Bruhl (†1939). A pesar de cierta lejanía de su origen, esto no impide que las secuelas perduren en amplios sectores de la vida actual. Los valores morales, afirmó Durkheim, no son objetivos, sino que vienen dados por la sociedad de cada época; no son válidos por sí mismos, sino que son circunstancialmente aceptados en virtud de que estén o no imperantes en la convivencia social. Y esta afirmación es repetida por cuantos enjuician la pérdida de valores morales en la vida social como un simple "cambio de costumbres" o como exigencias de "un modo nuevo de entender la vida".

Este relativismo ético, unido al análisis superficial de ciertas costumbres sociales, influye notablemente en la concepción moral de no pocos contemporáneos.

"Una de las formas más difundidas del relativismo ético es la tesis de la escuela sociológica francesa. De acuerdo con esta teoría, el concepto de bondad y maldad moral, es en realidad la objetivación de las convicciones y de la voluntad de una sociedad. Para Anatole France, el asesinato no es castigado porque sea malo, sino que, más bien, lo llamamos malo porque es perseguido por el Estado. La "objetividad" de las normas morales, su innegable diferencia con nuestras inclinaciones arbitrarias, se explica, según esta teoría, por el hecho de que el individuo encuentra las convicciones y creencias de una sociedad como algo dado ya de antemano e impuesto por la tradición".

Hildebrand alude a los idola tribus de Bacon, o sea, a los "ídolos de la tribu" o errores colectivos, que, sin razón imperan en algunas épocas. A este respecto, Durkheim y sus seguidores apelan a los cambios de costumbres que ha sufrido la humanidad y que fueron siempre acompañados de valoraciones éticas positivas: por ejemplo, los hábitos sociales que imperaron en épocas anteriores entre el hombre y la mujer o el modo concreto de acceder al matrimonio; las costumbres marcadamente distintas según las clases sociales: lo que hoy se denomina con desprecio como "moral burguesa". También algunos hechos que en otras épocas se señalaba como prototipo de moralidad, como las relaciones entre las distintas clases sociales o los diversos mecanismos de la vida política: por ejemplo, la sumisión de los siervos a los señores, la situación injusta de las masas obreras frente al poder de la clase dominante en el mundo laboral, etc. En consecuencia, lo que una época llama "bueno" o condena como "malo", afirman estos autores, es fruto de una convención social y no consecuencia de una objetividad de los valores éticos.

Es evidente que estas afirmaciones no se repiten hoy sin acompañarlas de alguna explicación. De hecho, tampoco eran reales cuando fueron propuestas, pues los mismos hechos las contradicen, dado que casi todo lo que hoy juzgamos defectos y males morales de esas épocas ya fueron denunciados en su tiempo. Un simple recorrido por los "sermonarios" o la lectura de los Documentos de los Papas y de los obispos confirma que, en general, los vicios de cada época no fueron aceptados, sino condenados. No son, pues, los defensores de esta falsa interpretación moral los primeros que descubrieran que había costumbres sociológicamente imperantes que carecían de valor ético. Pero, el hecho mismo de que ellos protesten contra los defectos morales de la sociedad de su tiempo, demuestra la falsedad de la teoría. Como escribe Hildebrand:

"Los seguidores de la Escuela sociológica francesa se escandalizan ante las atrocidades y el racismo de Hitler, a pesar de que, según su teoría, no había motivo para tal indignación. Y, si para ser consecuentes con su teoría, negaban estar indignados, en el primer momento en que la olvidaban, se mostraban realmente indignados. Todos los días se ofrecían multitud de ocasiones en las que sus respuestas espontáneas desmentían su teoría".

Algunos cambios en la valoración moral de ciertas costumbres hay que explicarlos más bien como pérdida del sentido moral, incluso por parte de aquellos que dirigían la comunidad. El error también tiene historia, y no faltaron épocas en las que se acusa la ausencia de rigor moral para denunciar los defectos de la sociedad de su tiempo. Otros errores obedecen al conocimiento imperfecto por parte del hombre de la norma moral, que va descubriendo a lo largo de la historia. Como escribe García de Haro:

"El reconocimiento de la historicidad del hombre y de su acceso a la verdad no puede poner en entredicho la universalidad de normas. Ciertamente, el hombre se desarrolla en su conocimiento y sus costumbres; su historicidad no permite remitir sin más a una formulación fija de concepciones precedentes, aplicando sin matiz a las variables circunstancias de la historia. Pero eso no debe entenderse en modo que limite la capacidad de todo hombre de buena voluntad, para saber las exigencias mínimas y esenciales de la ley moral".

En consecuencia, las influencias sociales en la valoración moral de las costumbres, aún reconociendo su importancia, no pueden considerarse como decisivas. Sin negar su influjo, es preciso mencionar otras causas que las explican y sobre todo que muestran que no se debe al influjo social imperante la valoración moral de las costumbres de cada época.

Ciertos rasgos del sociologismo han sido asumidos por los estructuralistas, que han tenido tanta vigencia hasta el año 70, pero cuyas críticas a la moral perduran. Las ideas del estructuralismo han supuesto una impugnación del sujeto ético: "el hombre ha muerto", afirmó Foucault, pero la subjetividad del individuo está atrapada por la "estructura", una realidad colectiva e inconsciente que hace imposible la subjetividad.

Conclusión. Es evidente que estas doctrinas, tan alejadas del pensamiento tradicional, afectan más al campo de la Ética filosófica que a la Moral cristiana. No obstante, también la Ética Teológica tiene que hacerse eco de ellas, porque no se mueven en círculos de iniciados, sino que influyen notablemente en la vida de no pocos hombres de nuestro tiempo.

Por ello, el sacerdote ha de tener presente esta situación "ambiental" al proclamar las exigencias morales contenidas en el Evangelio. En la exposición y proclamación del mensaje moral cristiano, se ha de tener en cuenta la necesidad de justificar la existencia del sujeto ético; es decir, que será preciso subrayar y hacer una llamada a la propia interioridad del hombre, de modo que el oyente detecte en sí mismo el eco de la voz de la conciencia. Habrá que ayudarle a la autorreflexión y a que descubra en su misma subjetividad la llamada a actuar conforme a su dignidad de hombre, o sea, a encontrarse como persona singular y única que actúa y es responsable de sus propios actos. Y, una vez descubierto el sujeto, podrá asomarse a su vida y analizar sus actos para ver si realmente construyen su personalidad o, por el contrario, actúan de modo tal, que resulta seriamente averiada.

No será fácil llevar a cabo esta tarea de encuentro consigo mismo, pero se presenta como un quehacer simultáneo a la valoración moral de sus actos personales. Para ello, no será suficiente secundar ese "encuentro consigo mismo", sino ayudarle a descubrir que su propio ser demanda la existencia de un ser superior, por lo que debe abrirse a la trascendencia. En concreto, a quienes niegan el ser del hombre hay que descubrirles la existencia de Dios. La existencia humana no tiene sentido sin un origen divino. Es Dios el que da sentido a la vida humana y, desde El, cabe plantearse un enfoque a su existencia, que armonice su origen y su fin, según el querer de Dios.

2. La utopía de imponer el "deber"

Algunas corrientes de pensamiento, a partir de Hume, han contrapuesto el "ser" y el "deber ser". El juicio de Hume ha sido atendido, fundamentalmente, por los autores modernos del positivismo lógico. Para ellos es preciso distinguir entre el "lenguaje descriptivo" y el "lenguaje prescriptivo".

Como decíamos, el origen se encuentra en esta llamada de atención de Hume:

"En los sistemas de moralidad con que hasta la fecha me he tropezado, he observado invariablemente que el autor procede durante un cierto tiempo razonando a la usanza ordinaria (estableciendo por ejemplo la existencia de Dios, o haciendo observaciones relativas a los asuntos humanos); pero, de pronto, me encuentro sorprendido al comprobar que, en lugar de la cópula ,les" que casualmente interviene en las proposiciones, apenas hay lugar para otras proposiciones que aquellas en que el verbo "es" ha dejado paso al verbo "debe". El cambio es casi imperceptible, pero reviste, sin embargo, la máxima importancia. Porque dado que dicho "debe" expresa una relación de nuevo cuño, es menester tomar nota del mismo y explicarlo; y, al mismo tiempo, es necesario dar razón de algo que a primera vista resulta inconcebible, a saber: cómo aquella nueva relación pudo surgir por deducción a partir de otras de cuño enteramente diferente. Más, ya que los autores no toman de ordinario tales precauciones, me arrogaré la atribución de recomendarlas a los lectores. Por mi parte estoy persuadido de que un poco de atención en este punto acabaría por subvertir todos los sistemas de moral al uso".

En resumen, el filósofo escocés descubre algo real: que el campo de la ontología es distinto de la experiencia moral. Pero no está acertado en afirmar la dificultad del salto del ser al deber, dado que el hombre que descubre su ser, se pregunta seguidamente qué debe hacer. O de otro modo, cuando la persona humana tenga conciencia profunda de su ser, ha de plantearse con rigor el deber de actuar conforme a lo que es. Este ha sido el camino lógico que siguió al pensamiento griego desde la física y la psicología a la ciencia ética proclamada por Sócrates.

a) El elogio al "deber" de Kant

Esta aporía de Hume no fue de inmediato acogida por los filósofos. Cincuenta años más tarde, Kant hacía el elogio máximo del deber:

"¡Deber! Nombre sublime y grande, tú que no encierras nada amable que lleve consigo insinuante lisonja, sino que pides sumisión, sin amenazar, sin embargo, con nada que despierte aversión natural en el ánimo y lo asuste para mover la voluntad, tú que sólo exiges una ley que halla por sí misma acceso en el ánimo, y que se conquista, sin embargo y aún contra nuestra voluntad, veneración por sí misma; tú, ante quien todas las inclinaciones enmudecen, aun cuando en secreto obran contra ti, ¿cuál es el origen digno de ti? ¿dónde se halla la raíz de tu noble ascendencia que reduzca orgullosamente todo parentesco con las inclinaciones, esa raíz, de la cual es condición necesaria que proceda aquel valor que sólo los hombres pueden darse a sí mismos?

No puede ser nada menos que lo que eleva al hombre por encima de sí mismo (como una parte del mundo de los sentidos), lo que le enlaza con un orden de cosas que sólo el entendimiento puede pensar y que, al mismo tiempo, tiene bajo sí todo el mundo de los sentidos y con él la existencia empíricamente determinable del hombre en el tiempo y el todo de todos los fines... No es ninguna otra cosa que la personalidad, es decir, la libertad e independencia del mecanismo de toda la naturaleza, considerada esa libertad, sin embargo, al mismo tiempo como una facultad de un ser que está sometida a leyes puras prácticas peculiares, es decir, dadas por su propia razón, la persona, pues, como perteneciente al mundo de los sentidos, sometida a su propia personalidad, en cuanto pertenece al mismo tiempo al mundo inteligible; y entonces no es de admirar que el hombre, como perteneciente a ambos mundos, tenga que considerar su propio ser, en relación con su segunda y más elevada determinación, no de otro modo que con veneración y las leyes de la misma con el sumo respeto".

Después de este elogio, no es extraño que Kant asiente la moral sobre el deber: "Ordenar la moralidad bajo el nombre del deber es enteramente razonable, pues a su precepto no quiere primeramente obedecer cada cual de buena gana, cuando está en pugna con las inclinaciones".

A partir de este presupuesto, es sabido cómo se ha acusado a la ética kantiana de "moralismo del deber", a cuyo "imperativo categórico" se le ha imputado el rigorismo más duro —la heteronomía— que se impone al actuar libre del hombre.

Esta crítica se generalizó desde distintos ángulos del pensamiento actual, si bien para nuestro propósito lo esquematizamos en tres grandes corrientes: la filosofía analítica inglesa, la peculiaridad del pensamiento tan influyente de Wittgenstein y la filosofía de los valores representada, fundamentalmente, por la axiología de Max Scheler.

b) La filosofía analítica

Los filósofos del lenguaje intentaron explicar cómo todo lenguaje moral es un lenguaje narrativo: enuncia simples valores morales, pero no incluye nunca obligación alguna. Se enuncian los términos "bueno" o "malo", pero es puro nominalismo, simples enunciados, sin fuerza de valor y, en consecuencia, carentes de toda vinculación sobre la conducta. Incluso aquellas afirmaciones que se presentan como prescriptivas no vinculan ni exigen su realización. Es cierto que algunos postulados orientan hacia su cumplimiento y, en este sentido, esa prescripción se supone que debe orientar la conducta. Tal concepción hace imposible la ciencia ética:

"Característica común entre los analistas del lenguaje moral es la negación de la posibilidad de hablar de la moral en términos de propiedades naturales, y de ahí la reducción de ese lenguaje a intuiciones individuales, emotivismo, prescripciones, subjetivismos todos de imposible traducción racional; el "debe", para esta filosofía, no se puede deducir del "es", y la moral resulta, cuando posible, no comunicable. Todo recuerda a Protágoras en su afirmación de que "nada existe", y si algo existiera sería "incognoscible", y si existiera y fuera cognoscible resultaría "incomunicable". Lo propio se asegura ahora de lo moral: lo moral no existe, si existiera sería incognoscible, y si existiera y fuera cognoscible sería incomunicable... Kant hacía imposible el paso del "debe" al "es", y ahora se hace imposible el tránsito del "es" al "debe".

La filosofía analítica enmarca una corriente de pensamiento compleja y amplia. En su mismo origen se presenta de forma lenta. Se inicia con el idealismo británico de finales del siglo XIX y se enriquece con filosofías que habían tenido un origen bien distinto, como el Neopositivismo de la Escuela de Viena. Los problemas que suscita esta corriente filosófica han tenido una gran influencia en la ética".

El fundador del Círculo de Viena, Mauricio Schlick contribuyó no poco a reducir la ciencia ética al campo exclusivamente teórico. Schlick comienza su libro, Preguntas sobre la Ética, con esta afirmación:

"La ética busca sólo el conocimiento... La ciencia ética no es sino un sistema de conocimiento: su objetivo único es la verdad. Todas las ciencias en cuanto tales son puramente teóricas... dado que pretenden solamente entender. En consecuencia, los problemas de la ética son puramente teóricos... No hay mayor riesgo que el de quien pasa de filósofo a moralista, de investigador a predicador... pues quien mezcla los problemas no resolverá ninguno".

Tal teoría, presupuesta ya por estos filósofos ingleses, se convierte en tema de discusión y cae en la órbita de la filosofía del lenguaje. En este caso, los problemas que plantea la ética deben resolverse no en la vida, sino a nivel de enunciados y de significados lógicos; es decir, la ciencia ética se reduce a preguntar por el significado de los juicios morales, con la pérdida de su carácter práctico. Su objeto no son ya los problemas acerca del bien y del mal objetivos, ni el estudio de normas de conducta, ni el comportamiento moral. La filosofía analítica constituye para la moral un nuevo giro copernicano, si bien en otro sentido, bien distinto del kantiano.

Situados los términos de la discusión a estos extremos, no preocupa ya el tema del "deber" ni siquiera la relación "ser—deber", sino que se cuestiona el ser mismo de la ética como ciencia. Se reduce a un discurso lógico–ético que prescinde de la ética personal en la vida práctica. De aquí la devaluación que ha experimentado en los últimos años.

Pero es preciso recordar que no es reciente la crítica que se hace a la filosofía analítica de reducir la ciencia ética a una filosofía acerca de la significación ética de los enunciados. Ya en 1971, G. J. Warnock, profesor de Filosofía Moral de Oxford, quiso reconquistar para el lenguaje moral un contenido real, de lo contrario, afirma, resulta un lenguaje como otro cualquiera.

"En mi opinión, la filosofía moral de nuestros días ha sido objeto de una ofuscación sustancial por causa de las confusiones muy complejas de la filosofía del lenguaje... Estudiar el lenguaje de la moralidad es estudiar el lenguaje, no la moralidad; y aún así, no hay interés especial en el lenguaje de la moralidad. O tal vez, se podría decir, no es directamente filosófico; es indudablemente interesante histórica, etimológica o sociológicamente, y, por consiguiente, en ciertos aspectos, tal vez también de interés para los filósofos indirectamente".

El propio Bertran Russell, tan poco sospechoso, escribe:

"La filosofía, tal como la concibe la escuela que estoy discutiendo, me parece una ocupación trivial y falta de interés. Discutir incesantemente lo que las personas bobas quieren decir cuando dicen cosas bobas, podrá ser divertido, pero difícilmente se puede considerar importante".

Y Russell pone el ejemplo de la inmortalidad, que nosotros podríamos sustituir por "moralidad":

"Pongamos la cuestión de la inmortalidad. La cristiandad ortodoxa afirma que sobrevivimos a la muerte. ¿Qué quiere decir con esta afirmación? Y si la afirmación es de algún modo cierta, ¿en qué sentido lo es? Los filósofos de quienes estoy hablando atenderán a la primera pregunta; pero dirán que la segunda no tiene nada que ver con ellos. Estoy plenamente de acuerdo en que, en este caso una discusión en cuanto a lo que se quiere decir es muy importante y necesaria, como esfuerzo preliminar, antes de pasar a estudiar la pregunta sustancial; pero si sobre la pregunta sustancial no se puede decir nada, me parece una pérdida de tiempo discutir su significado".

Esta temática es lo que ha hecho derivar los problemas éticos a una ciencia anterior que denominan "Metaética", la cual, en última instancia, es ajena al bien y al mal morales concretos en la vida diaria del hombre:

"Nadie podría negar que la analítica del lenguaje moral se ha llevado a veces con tal minucia en el seno de los formalistas, que se ha desembocado en puro esperpento, rechazándose cuestiones fundamentales para picotear menudencias. Sea como fuese, lo cierto es que el análisis del lenguaje moral ha estado en el centro, si bien, como dijera Wittgenstein, la discusión de un lenguaje no puede hacerse en los propios términos de ese lenguaje, siendo preciso elaborar un lenguaje situado en un nivel lógico superior, es decir, un metalenguaje, respecto del cual la clase lógica del lenguaje moral fuese un lenguaje—objeto. Tal es el proceder de la metaética".

Estas afirmaciones son muy certeras. En efecto, la filosofía analítica se propuso una filosofía del lenguaje ético, o sea una metaética, más que una ciencia acerca de las proposiciones éticas del comportamiento humano.

Sin embargo, a pesar de lo concluyente de estas críticas, sobre el tema del deber moral sigue pesando el planteamiento de la filosofía analítica. No obstante, en los últimos años asistimos a ciertas revisiones entre los analistas del lenguaje que se acercan a la postura que profesa la ética objetiva, pues se acepta la existencia de una serie de normas y leyes que vinculan la existencia del hombre, sin que por ello pierda su autonomía. De este modo, se acorta la distancia entre el "debe" y el "es". Este ha de estar abierto a las exigencias del "deber", con lo que el actuar no es un simple "hacer físico", sino que comporta el actuar moral. Tal es el caso de los pensadores dependientes de Wittgenstein.

c) Ludwig Wittgenstein (1889—1951)

Por la influencia decisiva que ha jugado —y aún sigue ejerciendo— habría que citar a Wittgenstein, si bien su temática no se concreta en la relación ser—deber.

L. Wittgenstein ha demostrado a lo largo de sus años de magisterio una noble preocupación por el sentido de la vida. Aquí no podemos ocuparnos de su discurso filosófico, sino de sus visiones acerca de la ética. Y lo haremos tan sólo con la cita de algunos testimonios casi autobiográficos.

Se ha hecho común hablar del Primero y Segundo Wittgenstein, por el cambio que experimentó su pensamiento, que marcan sus dos obras: Tratado lógico—philosophicus (1919) e Investigaciones filosóficas (1953). La publicación del Tractatus coincide con una época de evidente interés por los problemas éticos del autor. El contenido de esta obra se facilita con la lectura de sus Notas (Notebooks), que responden a anotaciones que el autor ponía por escrito con fechas concretas, entre los años 1914—1919, año en que se edita el Tractatus. Pues bien, en esas Notas se lee:

"¿Qué es Dios y cuál es el fin de la vida? Sé que el mundo existe... y que en él hay algo problemático que llamamos sentido. Sé que este sentido no está dentro del mundo sino fuera, que mi voluntad es buena o mala, y que así el bien y el mal pertenecen de algún modo al sentido del mundo. El sentido de la vida es como el sentido del mundo, y lo podemos llamar Dios" (11—6—1916).

Y por la misma fecha, en relación con la Ética, escribe:

"El mundo y la vida son lo mismo. La vida fisiológica es, ciertamente "la vida" y también lo es la psicológica. La vida es el mundo. La ética no trata del mundo, pero la Ética debe ser una conducta del mundo, como la lógica. La Ética y la Estética son lo mismo" (24—7—1916).

"El primer pensamiento ante la formulación de una ley ética general con la forma "tu debes..." es: Y ¿qué pasa si no lo hago? Pero es claro que la Ética en nada tiene que ver con el castigo y el premio... Sin embargo debe darse algún premio y castigo ético.... pero yo siempre tiendo a lo mismo: la vida feliz es buena y la desgraciada es mala. Pero si yo me pregunto ahora: pero ¿por qué debo yo vivir feliz? me encuentro con una tautología... La Ética es trascendental" (30—7—1916).

"Solamente yo, y no el mundo, soy en realidad "bueno y "malo". Pero este yo está lleno de misterio" (4—8—16). "Yo no soy un objeto" (7—8—16).

Podríamos transcribir otros pensamientos—sentimientos que muestran el estado de inquietud en que se encuentra Wittgenstein. Pero el desarrollo de estas anotaciones tan lúcidas se quiebra en el 2º Wittgenstein. ¿Qué ha sucedido en el pensamiento de nuestro autor en los años (1919—1953) que separan la publicación de estas dos obras? .

En mi opinión, el cambio se explica —además de su dislocada psicología— por esta triple razón:

— Sus preocupaciones religiosas eran reales, pero demuestran una falta notable de lo que es el pensamiento cristiano.

— Su propia psicología le traiciona. Wittgenstein tiene arrebatos de cierto misticismo. Después del éxito de su primer libro, se retira de la enseñanza a una pequeña aldea de Austria y en 1926 piensa hacerse benedictino. Desiste por consejo del Padre Abad. El problema de Dios y de la Ética es, pues, para él un problema personal más que intelectual.

— Aquí se presenta la razón determinante: en su planteamiento filosófico no cabe ni la religión ni la ética. Así se deduce de la tesis fundamental que estampa al comienzo del Prólogo al Tractatus:

"El libro trata de problemas de filosofía y muestra al menos así lo creo, que la formulación de este problema descansa en la falta de comprensión de la lógica de nuestro lenguaje. Todo el significado del libro puede resumirse en cierto modo en lo siguiente: Todo aquello que puede ser dicho puede decirse con claridad: y de lo que no se puede hablar, mejor es callarse. Este libro quiere, pues, trazar unos límites al pensamiento, o mejor, no al pensamiento, sino a la expresión de los pensamientos".

Estas palabras, tan repetidas desde esta fecha por los neopositivistas, señalan los límites de la filosofía: el lenguaje lo es todo y de lo que trasciende lo expresado por el lenguaje ni se puede ni se debe hablar. Pues bien, el problema religioso y el campo de la ciencia ética, en su opinión, trasciende el ámbito del lenguaje. De ahí que, en pura lógica, Wittgenstein no puede ni debe hablar. Así lo reconoce años más tarde cuando afirma:

"Mi tendencia, y, a mi parecer, la tendencia de cuantos han intentado escribir o hablar de ética y de la religión ha sido la de arrojarse contra los límites del lenguaje. Este arrojarse contra las murallas de nuestra prisión es totalmente desesperada. La ética en cuanto surge del deseo de decir algo sobre el sentido último de la vida, el bien absoluto, el valor absoluto, no puede ser una ciencia: lo que dice no añade nada a nuestro conocimiento, pero es un documento de una tendencia interior al hombre, que yo no quiero poner en ridículo jamás, ni a costa de la vida".

Este respeto a la existencia moral y religiosa brota de ese sentimiento que parece que le acompañó toda su vida: el enigma del hombre y su preocupación por el sentido de la existencia. Según la correspondencia epistolar con su antiguo discípulo Malcolm, a quien escribe hasta el fin de su vida, sus cartas delatan esos sentimientos. He aquí un testimonio expreso después de que su médico le comunicase que padecía un cáncer de próstata:

"Mi cabeza trabaja muy despacio en estos días leo diversas cosas ya no escribo casi nada porque mis pensamientos no son nada claros Mi espíritu está totalmente muerto. Esto no es una queja, pues de hecho yo no sufro por esto. Yo sé que la vida un día tendrá su fin y que la vida del espíritu sobre todas las cosas puede terminar".

En esta correspondencia se repite el tema de Dios y del sentido de la existencia humana. Pero lo que en Wittgenstein se traduce en imposibilidad teórica de la ciencia ética (que él a nivel de vida respeta), se convierte para la filosofía analítica en una ciencia no sólo imposible, sino en ocasiones inútil. Wittgenstein ha puesto los cimientos y es como el mentor espiritual de esta corriente de opinión que tanto ha contribuido a la crisis de la vida moral y del estudio de la ciencia ética.

d) La axiología de Max Scheler

Desde otra perspectiva, la filosofía de los valores de Max Scheler refuta el "deber" exaltado por Kant. El filósofo alemán se opone al "deber" kantiano, como factor definitivo del actuar moral. Según Scheler, el "deber" es solamente el origen del actuar negativo, y la ética ha de preocuparse, por igual, del bien y del mal morales. El "deber" entra en juego cuando se trata de los valores negativos, pero no en los valores positivos, según la conocida división axiológica introducida por el fundador de la filosofía de los valores". Como escribe Scheler, "toda proposición de deber—ser va "fundamentada" sobre un valor positivo, mas nunca puede contener este valor mismo. Pues lo "debido" en general nunca es, originariamente, el ser de lo bueno, sino tan sólo el no ser de lo malo".

La crítica de Scheler no incluye la negación del concepto de "deber", sino tan sólo la pretensión de Kant de convertir el "deber" en origen único del acto moral. Lo que legitima la acción moral no es el "deber" en sí mismo, sino los valores que subyacen al deber moral. De este modo, Scheler sitúa el "deber" en la exigencia de elección que supone la objetividad de los valores morales.

e) Síntesis entre el "ser" y el "deber"

En todo este tema acerca de la relación del "deber" con la eticidad de los actos humanos se va llegando a la síntesis entre "es" y "debe". Es cierto que la existencia es distinta de la moralidad, de forma que es preciso distinguir lo que realmente somos de lo que debemos ser. No obstante, el "deber" tiene dos fuentes que emplazan al hombre para que actúe conforme a un estadio más elevado de lo que demanda su propia satisfacción inmediata. Por una parte, la objetividad de los valores, y, por otra, la libertad misma que se mueve no en la línea del poder físico, sino del deber moral. El hombre en su conducta no ha de guiarse por el "poder", sino por el "debe". Situar la libertad en la fuerza es caer en la libertad del poder, proclamada por Nietzsche que conduce a la tiranía; la libertad, por el contrario, se sitúa en lo que se "debe hacer".

En este sentido, parece que la formulación kantiana no es tan formalista, si no es por la fuerza y exclusividad con que acentúa el "deber". Como escribe Strobl:

"El imperativo categórico, en su última formulación, dice así: "Todos los seres racionales están bajo la ley de que cada uno de ellos trate a sí mismo y a todos los otros nunca solamente como medio, sino en cada momento e igualmente como un fin en sí mismo". Si se siguiese en la práctica este imperativo categórico puramente filosófico, pero de procedencia cristiana, no se podría registrar más ni un secuestro de una persona, ni un homicidio, el asesinato o solamente la herida de un ser humano para lograr un fin político. El fin nunca justifica los medios. La ética de Kant no es tan formal como suele creerse... Además de la oposición entre ética formal y ética material de los valores, entre deber y amor, hay que superar y conciliar también el contraste entre autonomía y heteronomía. La ética de Franz Brentano nos da la clave con la palabra "ortonomía", en la que se une la rectitud de la conciencia moral con la rectitud del mandamiento de Dios".

No pretendemos entrar en las filigranas en las que se mueven las discusiones en torno al "deber": en este tema se agotan los autores que se mueven en la órbita del positivismo lógico. Aquí quisiéramos apuntar sólo algunos hechos que parecen incuestionables:

1º La distinción entre rectitud moral y deber. Ambos son conceptos distintos, pues en ocasiones el hombre puede decidirse por un bien concreto, frente a otras realidades también buenas. En consecuencia, lo "bueno" se distingue de lo "debido", pues del hecho de que algo sea bueno en sí mismo no se deduce que deba hacerse, si bien, cuando lo hace, afirmamos: "es como debe ser".

2º De aquí que en la noción misma de "bien" se incluye de algún modo la razón del "deber". Si un juez es justo decimos, "es como debe ser" y de un soldado valiente, afirmamos "es como debe ser". Consecuentemente, cabría deducir que cierto deber se incluye en la naturaleza de bien. Nicolai Hartmann habla de una "axiológica determinación".

3º En realidad, el "deber" no es siempre impuesto desde fuera, no es necesariamente heterónomo. Ya los griegos identificaban el "deber" con el 61 querer"; pero no con el "querer" trivial, periférico, caprichoso, sino con el querer profundo, con aquello que el hombre realmente quiere, siempre que no es mediatizado por pasiones instintivas. Por eso Aristóteles inicia sus éticas con un capítulo dedicado a la felicidad. Esta actitud es aún más clara en la teoría intelectualista de la moral socrático.

4º La dificultad se suscita cuando no se distingue convenientemente "deber" y 11 obligación". El "deber" se levanta como una exigencia de la bondad del "ser", pero el hombre es libre para no sentirse constreñido a ejecutarlo: no se trata de una "obligación" que se ha de cumplir necesariamente. El "deber" obliga moralmente, pero no anula la libertad.

Zubiri considera al hombre como "realidad debitoria" y la raíz del deber es la vocación a la felicidad inserta en su misma naturaleza. De aquí que el "deber" no le viene al hombre de fuera, sino de su propio interior:

"El deber, el carácter debitorio de la realidad, y aún los deberes, no son una imposición externa. Al hombre se le pueden imponer deberes precisamente porque es sujeto de ellos, porque es realidad debitoria".

Posiblemente, el "deber" se ha entendido más en la línea del "tener que hacer" que se presenta por la fuerza, que frente al "deber moral" que se origina en la objetividad de los valores y en la razón de ser de la libertad responsable que contiene en sí misma el concepto del "deber moral". Se rechaza el "tener que" por la fuerza o la coacción; el "deber", por el contrario, obedece tan sólo a la invitación al ejercicio inteligente y libre de la voluntad. El "deber" es luz y, al mismo tiempo, estímulo y acicate por vivir como realmente somos, para convertir en existencia lo que encierra nuestro ser, y que debemos serio, sin alcanzarlo nunca plenamente. El "deber" es un reto a llegar a ser el hombre que en verdad somos. Como decía el hijo de Don Diego: "el honor es un deber".

Finalmente, el tema del "deber" nunca constituyó dificultad hasta que se planteó por Hume desde la interpretación del empirismo, ajeno, cuando no negador, de la existencia de la naturaleza y, por supuesto, sin relación alguna con la doctrina católica. En efecto, el empirismo de Hume ha dado lugar a la dialéctica ser—deber. Pero una filosofía que acepte la existencia de la naturaleza humana y de la ley natural —llámese así o de otro modo— no tendrá dificultad enojosa para la aceptación de un "deber" que toma origen en la misma naturaleza del hombre. Es un ser —el ser hombre— quien demanda una conducta que le permita alcanzar lo que realmente es y, al mismo tiempo, evite lo que es contrario a su dignidad humana. Y tal actitud no es "esencializar" al hombre, sino descubrir su proyecto más profundo: más que lo que es, se trata de conducirlo a lo que debe ser. Este "deber ser" no es una pura imposición a la conciencia individual, sino un deseo imperativo —en consecuencia, para el bien del hombre— de Dios:

"La conciencia obliga no por su propia virtud, sino por la virtud del precepto divino: no dice que hay que hacer algo porque a ella le parece, sino porque así lo manda Dios".

Es, pues, el querer de Dios que para el hombre se convierte en "deber". Pero no cabe decir lo mismo de cualquier querer humano traducido en deber, pues, frente al "deber" de los imperativos de los hombres tiene prioridad la propia conciencia. Así lo afirma también Santo Tomás:

"El dictamen de la conciencia obliga por encima de los preceptos del prelado, puesto que la ley de Dios —por cuya virtud obliga la conciencia— está por encima de los mandatos de los hombres".

Esta argumentación es aún más rigurosa en la moral cristiana: es la naturaleza sobrenatural del hombre la que demanda la adecuación entre lo que ,les" y lo que "debe ser", mejor, entre lo que "debe ser" y lo que realmente "es": una existencia tantas veces rebajada en relación a las exigencias de su vocación cristiana. Es en relación a la "vida en Cristo" comunicada en el bautismo, donde se descubre la existencia de una nueva ley divina que demanda su cumplimiento, como medio para alcanzar la dignidad de que está dotada por la vocación divina que recibió. Como escribe Delhaye:

"El fundamento sobre el que se apoyan los imperativos morales es real, intrínseco al sujeto alcanzado por la obligación moral. Es el estado mismo del cristiano, su participación en la resurrección, la transformación interior que afecta al bautizado, lo que determina la naturaleza y la dirección de su situación. Precisamente porque es cristiano es por lo que debe vivir en cristiano, por estar transformado ontológicamente debe transformarse psicológicamente; porque es otro en el plano del ser, debe actuar de otra manera en el plano moral".

Por una vez no disiente Nietzsche cuando sentencia: "¿Qué dice tu conciencia? Debes llegar a ser lo que eres".

3. La objetividad de las realidades de "bien" y de "mal" morales

Desde Sócrates hasta Santo Tomás y desde que adquirió vigencia el sistema tomista hasta muy avanzado el siglo XVIII, se había aceptado como presupuesto incuestionable la objetividad de los juicios éticos. Las acciones del hombre eran "buenas" cuando se ajustaban al orden real que regía la vida, independiente de la apreciación subjetiva. Con idéntico criterio se juzgaba el "mal". Es evidente que quien hacía el "bien" era la persona concreta y, en consecuencia, se valoraba la conciencia subjetiva. Pero la conciencia debía regirse siempre por un orden objetivo de valores. En caso contrario, se cometía el "mal", que también debía mensurarse en orden a unas normas de objetividad.

Pues bien, este esquema se ha roto en favor del sujeto que actúa. De ahí deriva la valoración historicista de estos dos conceptos. El "bien" y el mal", se dice, son variables y carecen de entidad moral fija. Conforme a este criterio, cabe afirmar que lo que "hoy es bueno" puede ser "malo" en un futuro próximo y, al contrario, y que, aún en el presente, lo que merece el calificativo de "bueno" para una persona, en las mismas circunstancias es "malo" para otra. Lo afirmó con desenfado Nietzsche. El resultado de tal apreciación es el relativismo moral: el "bien" y el "mal" existen, pero no es fácil mostrarlos y más difícil aún señalar a quiénes se les han de imputar.

Cuando estas afirmaciones se llevan al extremo, dan lugar a sistemas éticos relativistas tan comunes hoy, en unos, formulados de modo expreso y en muchos vitalmente asumidos. Pero el origen del relativismo moral es preciso buscarlo en razones más profundas: tiene su raíz en la teoría del conocimiento que elaboran los conceptos de "verdad" y de "error", y éste, a su vez, depende del modelo metafísico que se prefiera. El concepto metafísico del ser condiciona la teoría en torno a las ideas de "verdad" y "error" y las teorías del conocimiento condicionan los juicios acerca de los valores morales de "bien" y de "mal". Como escribe Sartre "la ontología no puede separarse de la ética".

En efecto, a partir del siglo XVIII, los sistemas filosóficos comenzaron a sobrevalorar la acción del sujeto en la actividad del conocer. Y del subjetivismo gnoseológico se pasó a la valoración personalista de la conducta ética, pues es evidente la íntima relación que existe entre los conceptos de "verdad" y "error" y las categorías morales de "bien" y de "mal". Estas son en el orden ético lo que a aquellos corresponde en la zona del conocer. Como resultado de este proceso, los diversos subjetivismos iniciados en el idealismo trascendental se impusieron a las doctrinas realistas que aceptan todos los hombres en la espontaneidad de su vida diaria y que, enriquecidos y profundizados, constituyeron el subsuelo de los grandes sistemas del pensamiento occidental desde Sócrates hasta nuestros días.

Este cambio desde el objeto al sujeto que contorsionó las teorías del conocer, se agravó con la crisis de la metafísica que llega hasta la negación del ser objetivo y real. En cierto sentido se ha vuelto a tratar la realidad del ser en términos que recuerdan los planteamientos presocráticos entre las corrientes que mantuvieron Parménides y Heráclito: el ser es estable y no se dan en él más que cambios aparentes (tal era la concepción de Parménides). O, por el contrario, la realidad es puro cambio, sin que haya un ser que subsista durante el proceso del movimiento, conforme sostenía Heráclito.

Como es sabido, la solución justa vino de manos de Aristóteles, y fue mantenida y perfeccionada por la filosofía de Santo Tomás de Aquino, que sostiene la estabilidad y el cambio. Ahora bien, tal interpretación perdió este equilibrio en sectores importantes del pensamiento de nuestro tiempo que apuestan por la movilidad absoluta. Esta postura metafísica aplicada a la ética da como resultado que los conceptos de "bien" y de "mal" son nociones variables, sometidos a mutabilidad permanente, hasta el punto que carecen de entidad objetiva.

A nadie se le oculta que tales teorías cuestionan profundamente los presupuestos éticos y que, en consecuencia, la ciencia moral tiene que justificar lo que constituye el objeto de su estudio. Esto es lo que proponemos seguidamente y lo hacemos desde los presupuestos que condicionan la crisis.

a) Realidad objetiva del ser

Es conveniente perder todo complejo para hablar de la metafísica. Primero, porque el positivismo del siglo pasado que intentó romper con el saber metafísico no tiene ya vigencia intelectual. Además los ambientes culturales más cercanos al positivismo del siglo XIX usan la partícula "meta" para otros saberes racionales. Así hablan de "meta—historia", "meta—lógica", "meta—ética", "meta—lenguaje", etc. Y parece un contrasentido no mencionar la "meta—física" precisamente en una época en la que los grandes adelantos de la física moderna propugnan la insuficiencia de las teorías físicas y demandan explicaciones metafísicas. Tal es el caso, por ejemplo, de Heisenberg, Pauli, De Broghie, Grasse, d'Españat, Prigogine, etc. .

Es evidente que la ética no postula un modelo único de metafísica, pero no es menos claro que no toda concepción metafísica es igualmente apta para explicar el valor de los juicios morales. En este sentido, cabe afirmar que la metafísica condiciona el saber ético y que los diversos sistemas morales dependen de la concepción metafísica que se profese. De este modo, se comprueba que una metafísica materialista, cerrada a las exigencias del espíritu, formulará unos juicios morales en orden a valores puramente materiales. Por el contrario, las concepciones filosóficas que destacan la realidad espiritual están abiertas a juicios morales que tienen en cuenta la acción libre y elevadora del espíritu. Esta afirmación se constata con la simple comparación de la tabla de valores éticos que formulan las corrientes filosóficas marxistas y la axiología propuesta, por ejemplo, por Max Scheler. De aquí las distintas clasificaciones de los valores que distinguen las teorías axiológicas de los últimos sistemas éticos.

De modo semejante, se comprueba que una concepción fijista e inmune al cambio, dará lugar a una concepción moral que se resiste a aceptar circunstancia alguna que determine el "bien" o el "mal". Por el contrario, el sistema metafísico que apueste por la movilidad continua no prestará la atención debida a lo permanente que subsiste bajo todo cambio y que es, precisamente, lo que permite que "algo" cambie". Tal interpretación metafísica será proclive al relativismo moral.

Es lógico —de ello nos ocuparemos más adelante— que tal concepción del ser influye directamente en la interpretación del ser del hombre. Esta es la razón del cambio tan profundo entre la antropología basada en la concepción de "naturaleza humana" y la interpretación que hizo del hombre una rama importante del existencialismo. Mientras que para los filósofos del ser, el hombre es una naturaleza con cierta estabilidad, para los filósofos más adictos a la filosofía de la existencia, el hombre no tiene esencia, es un ser "inesencial": la esencia del hombre es su existencia. El hombre es un puro hacerse sin esencia, no es más que lo que se hace a sí mismo.

La respuesta del sentido común, que es la tesis que profesan los distintos modelos de metafísica realista, mantiene que es necesario afirmar la existencia de algo que perdure a través de todo cambio y que éste, para que se dé como tal, debe ser "cambio de algo", que de modo permanente subyace al "cambio". Es decir, como afirmó Aristóteles, "hay algo que cambia". De este modo, "estabilidad" y "cambio" han de armonizarse de forma que se supere el fijismo de la concepción de Parménides, pero, al mismo tiempo, se rebase la doctrina defendida por Heráclito que profesaba el cambio del ser sin realidad alguna estable.

b) "Verdad" y "error" son conceptos que responden a una realidad objetiva

La metafísica del ser fundamenta, a su vez, la doctrina sobre la verdad y el error como interpretación objetiva de la realidad. El más radical subjetivismo gnoseológico mantiene que las cosas son en cuanto son conocidas por el sujeto. Tal explicación del conocimiento se sitúa al extremo de lo que normal y espontáneamente se entiende por conocer, es decir, aprehender nocionalmente las cosas, pues el entendimiento alcanza a entender lo que realmente son. En este sentido, un sano realismo es el patrimonio común de las doctrinas que aceptan la realidad del ser. Esta es la creencia espontánea de todos los hombres y así la han profundizado los filósofos del realismo.

Las doctrinas que exageran el papel del entendimiento humano en el conocimiento de lo que realmente las cosas son, están expuestas a relativizar la verdad, de forma que se puede llegar a negar la verdad en si misma y sostener que la "verdad" y el "error" carecen de entidad, no son una lectura intelectual de la realidad, sino construcción del entendimiento. En este caso, el conocimiento está sujeto al cambio de cada persona en su circunstancia concreta, y ésta, a su vez, depende de múltiples y plurales situaciones ambientales y hasta de su propia psicología. Lo que conduciría a la afirmación de que no existe la "verdad" ni el "error", sino que ambos son relativos. Y, en el caso de que tal relatividad se universalice, la conclusión inmediata es la negación del concepto mismo de verdad.

El relativismo en la doctrina del conocimiento ha traído como secuela la pérdida del amor a la verdad que había sido patrimonio de Occidente y que es un deber de cada hombre. A partir del idealismo trascendental, una buena parte del pensamiento rehuye la búsqueda de la verdad, bien sea porque como tal no existe, o porque se supone que el hombre no está capacitado para conocerla. Los efectos de tal actitud se hace sentir de inmediato en la ética. Dado que, si la verdad no alcanza a los valores en sí mismos, éstos quedan sujetos a la apreciación subjetiva o ambiental, pero sin cuantía universal y permanente.

"El relativismo ético no es más que una subespecie del relativismo o escepticismo universal. Desde el momento en que se niegue que el hombre es capaz de un conocimiento objetivamente válido, desde el momento en que se afirme que no existe verdad objetiva alguna, se niega también necesariamente la existencia de todo valor objetivo. Es de la esencia del relativismo universal el extenderse a todos los campos...

El relativismo universal ha sido refutado muchas veces de un modo contundente, comenzando por el Gorgias de Platón, continuando con el Contra Academicos de San Agustín... y todas las clásicas reductiones ad absurdum, la última de las cuales, pero no la menos importante, se halla en las Investigaciones Lógicas de Edmundo Husserl.

Dado que todo relativismo universal es insostenible a causa de su contradicción interna, todo relativismo ético que es sólo una variedad del anterior, y que se defiende con parecidos argumentos, también lo es".

Pero la condena del relativismo ético que conlleva el pluralismo moral no es patrimonio sólo de la moral católica, sino que es rechazado también por los seguidores de la ética sociológica de la Escuela de Frankfurt. Así lo expresa el último representante, Apel:

"Tampoco la ética discursiva puede ni quiere —en tanto que ética crítico–universalista— aceptar, junto con el necesario reconocimiento de formas perfectas de vida, una pluralidad de "morales" en el sentido de diversos principios de la justicia, tal como hacen el relativismo de moda o el neoaristotelismo relativista. Por el contrario, recurriendo al discurso que las diversas formas de vida pueden y tienen que mantener, la ética discursiva puede mostrar que en casos de conflicto las diversas formas de vida (inconmensurables incluso, en cuanto totalidades) han de subordinar sus proyectos de vida en competencia a condiciones restrictivas y universales, en el sentido de la ética discursiva".

Cabe aún decir más. Aparte de los subjetivimos lógicos, la ética demanda por sí misma la existencia de un bien y un mal en sí, independiente de la valoración humana. Es lo que entrevió Wittgenstein, si bien él niega la ciencia ética:

"Debo decir que si considero lo que la ética habría de ser si existiera tal ciencia,... sería supranatural, la ciencia de "lo bueno absoluto"... sería lo que toda persona, independientemente de sus gustos e inclinaciones, necesariamente habría de realizar o se viera culpable de no hacerlo".

Otra consecuencia inmediata a la negación de la verdad objetiva es que ésta se sustituye o bien por la verdad de cada uno, (lo cual puede identificarse con el capricho individual), o por la verdad democrática de la mayoría. En ambos casos, las realidades del "bien" y del "mal" no son entidades en sí, sino lo que decida la estadística de los números. En consecuencia, el comportamiento social se constituiría en norma de conducta que sustituye a los valores objetivos de "bien" y de "mal". Al llegar a estos límites, se ha superado incluso el subjetivismo ético. Este queda suplantado por un "objetivismo" cambiable y sometido a todas las manipulaciones: el sociologismo.

Así es como la huida o negación de la objetividad del conocimiento conduce a la valoración sociológica, ausente de toda crítica de la verdad y del error y sus correlativas "bien" y "mal". Tal socialización coincide casi siempre con los tópicos de la generación imperante, que la que le sucede se encargará de negarla por insuficiente, cuando no por declararla errónea. En esta situación, si la verdad se hace desde la sociología, también la ética se construirá sobre los datos que aporta la vida social de cada época.

Como es lógico, estas afirmaciones no pretenden negar los grandes condicionamientos de la historia. La historicidad del hombre es también un presupuesto de la teología moral. Pero de ello se dejará constancia más adelante al tratar otros temas.

c) La objetividad del "bien" y del "mal" a partir de la existencia de normas objetivas

Hemos querido mantener la objetividad de los conceptos de "bien" y de "mal" morales a partir de los criterios metafísicos y gnoseológicos, pero cabe hacerlo también desde otro punto de vista: la existencia de normas objetivas de valor universal.

También en el campo jurídico se encuentran dos concepciones contradictorias: los defensores de un fundamento legal a partir de valores éticos permanentes y aquellos que profesan un relativismo de las leyes civiles que, con criterio historicista, pretenden negar toda convicción axiológica estable y universal.

En este caso, el historicismo moral se origina no sólo en el relativismo metafísico y gnoseológico, sino también en la fundamentación del Derecho positivo. El historicismo en el Derecho parte de la existencia de normas que dependen exclusivamente de las condiciones históricas de las comunidades, sin relación alguna con valores sociales permanentes. Tal historicismo legal devalúa o niega cualquier exigencia ética legal que brote de la existencia de valores estables.

A este respecto cabe afirmar que también el derecho positivo cuenta en ocasiones con un fundamento objetivo que contradice la concepción historicista, que afirme que el "bien" y el "mal" dependen de criterios puramente históricos, culturales o geográficos. De aquí que juristas eminentes defiendan la necesidad de un derecho natural:

"Pese a las diferencias, hay un denominador común. Toda concepción del derecho natural tiende a sustraer del puro arbitrio individual o convencional los criterios básicos reguladores de las relaciones de convivencia entre los hombres, buscando la justicia como expresión ontológico—metafísica del ser, como expresión lógica de la razón o como expresión ética del bien.

El problema del derecho natural no es el meramente teorético de los juristas y los filósofos... sino el problema, profundamente ontológico y social, de que, habiendo un derecho prefigurado por la naturaleza o encarnado en el hombre, su realización en la práctica es irremisiblemente una cuestión pendiente.

El pensamiento del derecho natural... se manifiesta en tres puntos principales:

1. La posibilidad de adoptar una posición crítica respecto a los derechos positivos.

2. Mantener la esperanza abierta hacia un derecho justo.

3. Y erigir en centro de la protección jurídica la persona".

Esta doctrina tiene el refrendo de la historia: El derecho positivo de todos los pueblos prohíbe algunas acciones y prescribe el cumplimiento de ciertos hechos que son comunes a todos los hombres. Esto muestra la existencia de una conciencia básica común. También es cierto que esas leyes admiten múltiples variables, según el desarrollo cultural de cada pueblo, como es el caso, por ejemplo, de la prescripción legal, de la muerte injusta del enemigo o ciertas leyes sobre la propiedad. Pero esto sólo muestra que la conciencia moral de ese pueblo o de esa época histórica padece lagunas. Tal relatividad supone en algunos casos la ignorancia y el conocimiento deficiente de ciertos valores objetivos. En otras ocasiones, la corrupción de costumbres juega un destacado papel en la aplicación justa de las leyes, etc. En tales casos, más que desconocimiento de un fundamento ético permanente, lo que sale a superficie es la maldad de los hombres, bien sea personal o colectiva.

En nuestros días, parece que toda legislación que no respete los derechos fundamentales del hombre ha de considerarse como injusta. En consecuencia, es la objetividad de los derechos de la persona lo que fundamenta la legitimidad de un Derecho positivo universal, lo cual descalifique el relativismo moral.

Este orden moral objetivo es urgido por el Concilio Vaticano II, con el fin de evitar los riesgos de una falsa libertad de conciencia:

"Como la sociedad civil tiene derecho a protegerse contra los abusos que puedan darse so pretexto de libertad religiosa, corresponde principalmente al poder civil el prestar esta protección. Sin embargo, esto no debe hacerse de forma arbitraria o favoreciendo injustamente a una parte, sino conforme a normas jurídicas conformes con el orden moral objetivo, normas que son requeridas por la tutela eficaz, en favor de todos los ciudadanos, de estos derechos y por la pacífica composición de tales derechos; por la adecuada promoción de esta honesta paz pública, que es la ordenada convivencia en la verdadera justicia, y por la debida custodia de la moralidad pública" (DH, 7).

Como escribe Delhaye, "cuando el Vaticano II habla del orden moral objetivo, se refiere, desde luego, a que dicho orden está compuesto por los derechos y deberes objetivos de las personas humanas".

d) La objetividad del "bien" y del "mal" se fundamenta en el ser de la persona

Tanto se ha subrayado la dimensión histórica del hombre y se ha censurado la consideración de la naturaleza humana como algo sustantivo y cerrado sobre sí mismo, que una de las tareas más urgentes es alcanzar la síntesis entre la afirmación de la naturaleza humana y, al mismo tiempo, valorar su existencia concreta, abierta a las condiciones corrientes de la historia.

Es evidente que la consideración del hombre como inesencial, carente de realidad permanente, está ya suficientemente superada. En el otro extremo, la afirmación del ser humano como algo impersonalizado y fijo, ajeno a la circunstancia histórica, tampoco merece aval alguno ni por la filosofía, ni por la teología actual. Por el contrario, exigencias de rigor doctrinal postulan que se estudie el hombre concreto, en su realidad histórica, pero sin que la "circunstancia" disminuya su "ser", sino que lo explique y lo enriquezca.

Frecuentemente, se ha afirmado que la moral "personalista", que parte de la concepción cristiana de "persona", suponía una ruptura total con la moral tradicional que partía más bien del hombre, considerado como sustancia. Esta tesis se ha querido verla confirmada en los textos del Vaticano II. Pues bien, en los Documentos del último Concilio se encuentran las afirmaciones fundamentales para describir a la persona concreta en circunstancia, pero, al mismo tiempo, descubren en lo más profundo de su ser personal una realidad estable que sirve de fundamento para una valoración objetiva de los conceptos de "bien" y de "mal".

En efecto, según la doctrina del Concilio, es el hombre, su dignidad, el criterio moral válido, pues esa dignidad se encuentra en todos los hombres. No obstante, no se oponen la moral de la "naturaleza" humana y la moral fundada en la persona. Desde la doctrina del Evangelio, la naturaleza no se queda en el plano físico, sino que, en su condición espiritual, está abierta al mundo y a los hombres, con el encargo de perfeccionarse y colaborar en la misión redentiva de todas las realidades creadas. En consecuencia, no cabe oposición entre naturaleza y gracia, entre naturaleza y persona, entre ser e historia.

La objetividad de la moral se ha de buscar en la persona. Es la persona la que es real. Tal objetividad se encuentra a diversos niveles. Por ejemplo, el cuerpo humano es objetivo, y como tal debe ser aceptado y respetado. El cuerpo, como es sabido, no es un "añadido" a la persona que es cuerpo. De aquí que, cuando la realidad corporal no es respetada o es utilizada caprichosamente, se resiente su salud y se corre el riesgo de que se deteriore la persona.

También es real el elemento subjetivo. La subjetividad del hombre no es un añadido que le viene "de fuera", sino desde su propia mismidad. De aquí que no cabe jugar con las veleidades de los caprichos y sería injusto no tomar en cuenta los sentimientos propios y de los demás.

Cabría añadir que la "objetividad" abarca también la dimensión espiritual: la apertura a la trascendencia y la transformación sobrenatural operada por el bautismo es una realidad sobrenatural,

Pero la "objetividad" de la persona no es la de la materia, ni la de la especie animal. Se trata de la "objetividad personal", que comporta siempre una fuerte carga de subjetividad. Es ese substratum común y universal que caracteriza al ser personal, es una objetividad "tran-subjetiva".

En resumen, "objetivo" es el yo personal, unidad radical de cuerpo y alma, de naturaleza y gracia, negada cualquier sombra de dualismo. Todo es real en la mismidad de la persona. Es la persona humana la que es objetiva, si bien desarrolla su existencia en el tiempo y, por lo mismo, también ella es historia. La historicidad del hombre es la tensión entre la estabilidad y el cambio, entre lo permanente y lo variable, entre el ser y el devenir. Pero es preciso quitar énfasis cuando se describen estas dos dimensiones reales del ser humano, pues el hombre las asume y verifica con espontaneidad en su propia existencia. El filósofo cumple su deber cuando lo formula, pero falsea su misión cuando las opone dialécticamente.

En consecuencia, no cabe hablar de una moral "personalista" opuesta a otra moral "objetiva", "impersonal" y "fija". Lo que sí cabe es distinguir claramente entre moral "subjetiva" y "moral personal". Lo que se rechaza es una moral "subjetivista", frente a la aceptación "personalista" y, por ello, real, objetiva y personal. La confusión nace de un error de fondo: confundir ser con existencia. Aquel permanece, ésta está sujeta al cambio; pero, si la existencia quiere ser fiel a sí misma, ha de hacer referencia a su propio ser.

Sin embargo, esta verdad sólo se alcanza si la Ética se fundamenta sobre el ser del hombre y sobre el Ser de Dios:

"El intento kantiano de fundar una ética, después de negar la posibilidad de una metafísica del ser, se ha revelado, contra la intención del propio autor, como ya ha había notado agudamente Kierkegaard, de la misma seriedad que los golpes que a sí mismo se daba Sancho Panza. A mi parecer, el camino de la redención no podrá ser comenzado por el hombre de hoy, si no recupera la posibilidad de trascender, más aún después de Hegel, es decir, la posibilidad de un saber del Absoluto que no sea la construcción de un saber absoluto".

O como atestigua por experiencia personal Strobl:

"La conclusión última de mis experiencias en los diez lustros pasados de mi vida es la siguiente: No es posible fundar una ética, esto es, una ciencia exacta de los buenos pensamientos, sentimientos y actos del hombre en el clima envenenado de las ideologías, sino tan sólo en el aire fresco y libre de la filosofía y teología, sobre todo en su cumbre y cima de la metafísica trascendental.

El sentido de esta relación entre ética, filosofía y teología y el rechazo de las ideologías es también claro y transparente: Si el hombre no fuese más que un trozo de materia, o un trozo de biología o un trozo de sociedad, entonces nunca podría ser libre; y la libertad de la persona humana, de la persona espiritual en cuanto tal, es el fundamento de la ética. Es verdad que yo poseo un cuerpo como instrumento de mis acciones, pero yo no soy mi cuerpo, sino que debo dominarlo, y esto es uno de los principios de la ética humana. Todas las moléculas y todas las células de mi cuerpo y, especialmente, de mi sistema nervioso central y todas las conexiones y computaciones están rigurosamente determinadas por las leyes físicas y fisiológicas. Por tanto, si no existiese una instancia independiente, una realidad superior capaz de intervenir en estos procesos físicos y fisiológicos con una superdeterminación, no sería posible la libertad, que en su primera evidencia es autoiniciativa, la certeza innegable de que yo mismo soy autor y principio de mis actos. Esta instancia independiente, el "yo soy" mismo, desde los comienzos de la filosofía se llama alma espiritual".

En definitiva, el "yo soy" persiste a lo largo de nuestra existencia, y los cambios no logran borrar esa identidad. El pasado, el presente y el futuro requieren un sujeto único: la realidad del Yo. Más aún, el esfuerzo del hombre, tanto en el campo psicológico como ético, es alcanzar la fidelidad a su propio ser, de modo que no se diluya, sino que alcance su plenitud. Zubiri lo afirma en su último libro:

"Solamente por su referencia a que el hombre es sustantividad tiene sentido hablar de esos cambios de la idea de la perfección humana. Lo cual pone en claro que en toda moralidad no hay solamente un elemento concreto, sino un elemento concreto que en tanto es moral en cuanto que un principio puede ser universalizado. Una moral que no resista la prueba de la universalidad, está minada radicalmente por su base. El aparente relativismo no es sino un desarrollo de posibilidades, algo que no hace sino desplazar las posibilidades que inactivamente están en la propia sustantividad humana".

Una de las tareas más urgentes en el campo de la moral es la recuperación de la dimensión objetiva de la moral. Así la presenta el Papa Juan Pablo II a los obispos:

"El deber del obispo de anunciar la verdad objetiva es más necesario que nunca en el mundo actual caracterizado por el "subjetivismo desenfrenado de las conciencias y por el relativismo fuertemente facilitado por los medios de comunicación social y por la mezcla de las poblaciones". Y ello precisamente para formar la conciencia, que no puede huir del error, sino está guiada por el criterio objetivo de la revelación divina propuesta e interpretada de forma auténtica por el Magisterio eclesiástico y para conducir al hombre al uso correcto de su libertad".

CONCLUSIÓN

No resulta fácil el diálogo con estas ideologías que en ocasiones evocan el absurdo. De hecho, ese triple campo de dificultades, que se levantan contra el planteamiento moral cristiano, se desvanece ante los argumentos de la ética racional. La ciencia ética da razón de que la "eticidad" es una realidad incuestionable que acompaña al ser humano. Asimismo, el "deber" se presenta al individuo como un requerimiento a que desarrolle de modo humano su propio ser. Finalmente, la razón muestra que los valores tienen una fuerte carga de objetividad y que, a través de la historia, subsisten principios morales que alaban el "bien" y condenan el "mal": "bien" y "mal" objetivos que atraviesan la historia con esa misma valoración ética.

No obstante, esas dificultades pesan más de lo debido sobre la sensibilidad de no pocos hombre de nuestro tiempo, tan dominado por una cultura subjetivista. Por ello, aunque estos temas pertenecen de suyo a la ética filosófica, también el sacerdote ha de tenerlos a la vista al momento de exponer el mensaje moral cristiano.

Sin embargo, toda esta serie de objeciones no tienen razón de ser en una concepción teista del mundo y menos aún en la moral cristiana, que supone el orden sobrenatural. De aquí que la explicación y exposición de la ética teológica, aunque las tenga en cuenta, su punto de partida es distinto. Ella explica y testimonia la actitud de Dios—Padre sobre la existencia concreta del hombre. Y este hecho justifica por sí mismo la naturaleza y las exigencias de la vida moral.

DEFINICIONES Y PRINCIPIOS

El tema del "fin último" del hombre es clásico en la teología moral cristiana. En esta obra está subyacente a lo largo de los diversos capítulos, pero no tiene un tratamiento por separado. Suplimos esta ausencia con este Apéndice.

Tomás de Aquino inicia así su teología moral: "Lo primero que aquí se presenta a nuestra consideración es el último fin del hombre, y después, los medios por los cuales puede el hombre llegar a este fin o apartarse de él. Porque del fin se derivan las reglas acerca de los medios que al fin se ordenan. Y, admitiéndose que la bienaventuranza es el fin último de la vida humana, debemos estudiar primero el fin último en común y después la bienaventuranza" (I—II, q. l).

Sobre el primer punto examina ocho cuestiones:

Primera: si el hombre debe obrar por un fin (a. l);

Segunda: si esto es propio de la naturaleza racional (a. 2);

Tercera: si los actos del hombre se especifican por el fin (a. 3);

Cuarta: si hay un fin último de la vida humana (a. 4);

Quinta: si el mismo hombre puede tener varios fines últimos (a. 5);

Sexta: si el hombre ordena todas las cosas al último fin (a. 6);

Séptima: si es el mismo el fin último de todos los hombres (a. 7);

Octava: si ese último fin es común a todos los cristianos (a. 8).

PRINCIPIOS

1. El problema del fin, tal como lo presenta la moral tomista, responde al sentido de la vida humana. Este es, en efecto, el problema decisivo de la existencia. El pensamiento moderno, sin proponérselo expresamente, está orientado en esta dirección: no formula el tema del fin último, pero, cuando es coherente, tampoco puede prescindir de él.

2. La impresión más inmediata, avalada por la reflexión metafísica, constata este hecho: toda la actividad humana está orientada a un fin. El hombre, siempre que actúa, busca una finalidad y como tal, consciente o inconscientemente, se lo propone.

3. El tema del "fin último" remite a otro, que es, en verdad, último: la salvación eterna del hombre, tal como enseña la fe. Este fin sobrenatural es el centro primordial de la moral cristiana, que es silenciado y, en ocasiones, negado por las éticas laicas o asociadas a la increencia.

4. "No hay tema más urgente para el que estudia la moral que la de ejercer una crítica severa de los fines que se proponen las acciones humanas y practicar entre ellas in juicioso discernimiento" (Gilson).

FIN: Es aquello por lo que se hace una cosa; aquello por lo que actúa el agente.

División: Cabe hacer diversas divisiones. He aquí las más importantes:

1. En relación al término, puede ser: "próximo", "remoto" y "último", según el modo que tienda a él la voluntad del que actúa.

2. Por razón del sujeto se divide en "fin del agente" (finis operantis) y "fin de la obra" (finis operis).

3. Por razón de la intención: "fin primario" y "fin secundario".

PRINCIPIOS

1. Todo agente actúa por un fin (omnis agens agit propter finem).

2. El fin es lo primero que se propone el agente y lo último que se alcanza (finis est primus in intentione et postremus in executione).

3. "Es imposible que la voluntad del hombre tienda a la vez a objetos diversos en calidad de últimos" (I—II, q. 1, a. 5).

4. La moral cristiana propone como fin último la bienaventuranza objetiva, el mismo Dios.

5. La bienaventuranza perfecta es sobrenatural, por lo que el hombre no puede alcanzarla sin la gracia sobrenatural.

6. Todo lo que el hombre quiere o desea es necesario que sea por el fin último (q. 1, a. 6).

7. Normalmente, el "fin primario" define la moralidad de un acto.

8. El "fin del agente" constituye la razón moral dela acción. En consecuencia, la finalidad que se propone el agente puede modificar la moralidad de un acto.

9. El "fin de la obra" constituye el objeto moral de la acción, que será buena o mala según lo sea la obra realizada.

10. El hombre, cuando actúa deliberadamente, obra siempre. al menos de modo implícito, por un fin último.

11. "En cuanto a la noción abstracta del fin último, todos concuerdan en desear el fin, porque todos apetecen el cumplimiento de su perfección. Pero respecto a la realidad concreta en que se encuentran, no están de acuerdo todos los hombres; porque unos apetecen las riquezas, otros desean los placeres, y otros otras cosas diversas" (a. 7).

FELICIDAD: Es el estado del hombre que disfruta de gozo y de paz por la posesión estable de un bien.

División: La bienaventuranza humana puede ser:

1. En general o en abstracto, bajo la razón común de último fin de la vida humana (q. l).

2. En especial, o sea, en el concepto propio de bienaventuranza. Esta, a su vez, cabe estudiarla en cuanto:

— la naturaleza o esencia metafísica, en su objeto, o sea, la "beatitud objetiva" (q. 2);

— la esencia propia en sí misma (q. 3);

— la esencia física o bienaventuranza integral (q. 4);

— la obtención de la bienaventuranza (q. 5). (Cfr. S. RAMÍREZ, De homine beatitudine, 1, 98).

PRINCIPIOS

1. — Todos los seres racionales tienden naturalmente a alcanzar y poseer la felicidad.

2. — La felicidad subjetiva del hombre consiste en la visión y goce de Dios poseído eternamente en el Cielo.

3. — La felicidad del hombre no consiste en ningún bien creado (I—II, q. 2): no en las riquezas (a. l); no en los honores (a. 2); no en la faena (a. 3); no en el poder (a. 4); no en un bien corporal (a. 5); no en el placer (a. 6); ni en algún bien del alma (a. 7).

4. — "Para la perfecta beatitud se requiere que el entendimiento alcance la misma esencia de la causa primera. De esta suerte logrará la perfección por la unión con Dios, como su objeto, en el cual únicamente está la bienaventuranza del hombre" (q. 3, a. 8).