Qui pluribus

 

Encíclica de PÍO IX

Sobre la Fe y la Religión

Del 9 de noviembre de 1846

 

"Venerable Hermano, salud y bendición apostólica"

Desde hacía muchos años, ejercíamos el oficio pastoral, lleno de trabajo y cuidados solícitos, juntamente con vosotros, Venerables Hermanos, y nos empeñábamos en apacentar en los montes de Israel, en riberas y pastos ubérrimos la grey a Nos confiada; mas ahora, por la muerte de nuestro esclarecido predecesor, Gregorio XVI, cuya memoria y cuyos gloriosos y eximios hechos grabados en los anales de la Iglesia admirará siempre la posteridad, fuimos elegidos contra toda opinión y pensamiento Nuestro, por designio de la divina Providencia, y no sin gran temor y turbación Nuestra, para el Supremo Pontificado. Siempre se consideraba el peso del ministerio apostólico como una carga pesada, pero en estos tiempos lo es más. De modo que, conociendo nuestra debilidad y considerando los gravísimos problemas del supremo apostolado, sobre todo en circunstancias tan turbulentas como las actuales, Nos habríamos entregado a la tristeza y al llanto, si no hubiéramos puesto toda nuestra esperanza en Dios, Salvador nuestro, que nunca abandona a los que en El esperan, y que a fin de mostrar la virtud de su poder, echa mano de lo más débil para gobernar su Iglesia, y para que todos caigan más en la cuenta que es Dios mismo quien rige y defiende la Iglesia con su admirable Providencia. Nos sostiene grandemente el consuelo de pensar que tenemos como ayuda en procurar la salvación de las almas, a vosotros, Venerables Hermanos, que, llamados a laborar en una parte de lo que está confiado a Nuestra solicitud, os esforzáis en cumplir con vuestro ministerio y pelear el buen combate con todo cuidado y esmero.

 

2. Solicita colaboración para la magna empresa.

 

Por lo mismo, apenas hemos sido colocados en la Cátedra del Príncipe de los Apóstoles, sin merecerlo, y recibido el encargo, del mismo Príncipe de los Pastores, de hacer las veces de San Pedro, apacentando y guiando, no sólo corderos, es decir, todo el pueblo cristiano, sino también las ovejas, es decir, los Prelados, nada deseamos tan vivamente como hablaros con el afecto íntimo de caridad. No bien tomamos posesión del Sumo Pontificado, según es costumbre de Nuestros predecesores, en Nuestra Basílica Lateranense, en el acto os enviamos esta carta con la intención de excitar vuestro celo, a fin de que, con mayor vigilancia, esfuerzo y lucha, guardando y velando sobre vuestro rebaño, combatiendo con constancia y fortaleza episcopal al terrible enemigo del género humano, como buenos soldados de Jesucristo, opongáis un firme muro para la defensa de la casa de Israel.

 

3. Errores e insidias de estos tiempos.

 

Sabemos, Venerables Hermanos, que en los tiempos calamitosos que vivimos, hombres unidos en perversa sociedad e imbuidos de malsana doctrina, cerrando sus oídos a la verdad, han desencadenado una guerra cruel y temible contra todo lo católico, han esparcido y diseminado entre el pueblo toda clase de errores, brotado s de la falsía y de las tinieblas. Nos horroriza y nos duele en el alma considerar los monstruosos errores y los artificios varios que inventan para dañar; las insidias y maquinaciones con que estos enemigos de la luz, estos artífices astutos de la mentira se empeñan en apagar toda piedad, justicia y honestidad; en corromper las costumbres; en conculcar los derechos divinos y humanos, en perturbar la Religión católica y la sociedad civil, hasta, si pudieran arrancarlos de raíz.[1]

Porque sabéis, Venerables Hermanos, que estos enemigos del hombre cristiano, arrebatados de un ímpetu ciego de alocada impiedad, llegan en su temeridad hasta a enseñar en público, sin sentir vergüenza, con audacia inaudita abriendo su boca y blasfemando contra Dios[2], que son cuentos inventados por los hombres los misterios de nuestra Religión sacrosanta, que la Iglesia va contra el bienestar de la sociedad humana, y que aún se atreven a insultar al mismo Cristo y Señor. Y para reírse con mayor facilidad de los pueblos, engañar a los incautos y arrastrarlos con ellos al error, imaginándose estar ellos solos en el secreto de la prosperidad, se arrogan el nombre de filósofos, como si la filosofía, puesta para investigar la verdad natural, debiera rechazar todo lo que el supremo y clementísimo Autor de la naturaleza, Dios, se dignó, por singular beneficio y misericordia, manifestar a los hombres para que consigan la verdadera felicidad.

4. Razón y Fe.

De allí que, con torcido y falaz argumento, se esfuercen en proclamar la fuerza y excelencia de la razón humana, elevándola por encima de la fe de Cristo, y vociferan con audacia que la fe se opone a la razón humana. Nada tan insensato, ni tan impío, ni tan opuesto a la misma razón pudieron llegar a pensar; porque aun cuando la fe esté sobre la razón, no hay entre ellas oposición ni desacuerdo alguno, por cuanto ambos proceden de la misma fuente de la Verdad eterna e inmutable, Dios Optimo y Máximo: de tal manera se prestan mutua ayuda, que la recta razón demuestra, confirma y defiende las verdades de la fe; y la fe libra de errores a la razón, y la ilustra, la confirma y perfecciona con el conocimiento de las verdades divinas.

 

5. Progreso y Religión.

 

Con no menor atrevimiento y engaño, Venerables Hermanos, estos enemigos de la revelación, exaltan el humano progreso y, temeraria y sacrílegamente, quisieran enfrentarlo con la Religión católica como si la Religión no fuese obra de Dios sino de los hombres o algún invento filosófico que se perfecciona con métodos humanos. A los que tan miserablemente sueñan condena directamente lo que TERTULIANO echaba en cara a los filósofos de su tiempo, que hablaban de un cristianismo platónico, estoico, y dialéctico.[3]

6. Motivos de la fe

 

Y a la verdad, dado que nuestra santísima Religión no fue inventada por la razón humana sino clementísimamente manifestada a los hombres por Dios, se comprende con facilidad que esta Religión ha de sacar su fuerza de la autoridad del mismo Dios, y que, por lo tanto, no puede deducirse de la razón ni perfeccionarse por ella. La razón humana, para que no yerre ni se extravíe en negocio de tanta importancia, debe escrutar con diligencia el hecho de la divina revelación, para que le conste con certeza que Dios ha hablado, y le preste, como dice el Apóstol un razonable obsequio[4].

 

¿Quién puede ignorar que hay que prestar a Dios, cuando habla una fe plena, y que no hay nada tan conforme a la razón como asentir y adherirse firmemente a lo que conste que Dios que no puede engañarse ni engañar, ha revelado?   

 

7. La fe victoriosa, es prueba de su origen divino.

 

Pero hay, además, muchos argumentos maravillosos y espléndidos en que puede descansar tranquila la razón humana, argumentos con que se prueba la divinidad de la Religión de Cristo, y que todo el principio de nuestros dogmas tiene su origen en el mismo Señor de los cielos[5], y que, por lo mismo, nada hay más cierto, nada más seguro, nada más santo, nada que se apoye en principios más sólidos. Nuestra fe, maestra de la vida, norma de la salud, enemiga de todos los vicios y madre fecunda de las virtudes, confirmada con el nacimiento de su divino autor y consumador, Cristo Jesús; con su vida, muerte, resurrección, sabiduría, prodigios, vaticinios, refulgiendo por todas partes con la luz de eterna doctrina, y adornado con tesoros de celestiales riquezas, con los vaticinios de los profetas, con el esplendor de los milagros, con la constancia de los mártires, con la gloria de los , santos extraordinaria por dar a conocer las leyes de salvación en Cristo Nuestro Señor, tomando nuevas fuerzas cada , día con la crueldad de las persecuciones, invadió el mundo entero, recorriéndolo por mar y tierra, desde el nacimiento del sol hasta su ocaso, enarbolando, como única bandera la Cruz, echando por tierra los engañosos ídolos y rompiendo la espesura de las tinieblas; y, derrotados por doquier los enemigos que le salieron al paso, ilustró con la luz del conocimiento divino a los pueblos todos, a los gentiles, a las naciones de costumbres bárbaras en índole, leyes, instituciones diversas, y las sujetó al yugo de Cristo, anunciando a todos la paz y prometiéndoles el bien verdadero. y en todo esto brilla tan profusamente el fulgor del poder y sabiduría divinos, que la mente humana fácilmente comprende que la fe cristiana es obra de Dios. Y así la razón humana, sacando en conclusión de estos espléndidos y firmísimos argumentos, que Dios es el autor de la misma fe, no puede llegar más adentro; pero desechada cualquier dificultad y duda, aun remota, debe rendir plenamente el entendimiento, sabiendo con certeza que ha sido revelado por Dios todo cuanto la fe propone a los hombres para creer o hacer.

8. La Iglesia, maestra infalible.

 

De aquí aparece claramente cuán errados están los que, abusando de la razón y tomando como obra humana lo que Dios ha comunicado, se atreven a explicarlo según su arbitrio y a interpretarlo temerariamente, siendo así que Dios mismo ha constituido una autoridad viva para enseñar el verdadero y legítimo sentido de su celestial revelación, para establecerlo sólidamente, y para dirimir toda controversia en cosas de fe y costumbres con juicio infalible, para que los hombres no sean empujados hacia el error por cualquier viento de doctrina. Esta viva e infalible autoridad solamente existe en la Iglesia fundada por Cristo Nuestro Señor sobre Pedro, como cabeza de toda la Iglesia, Príncipe y Pastor; prometió que su fe nunca había de faltar, y que tiene y ha tenido siempre legítimos sucesores en los Pontífices, que traen su origen del mismo Pedro sin interrupción, sentados en su misma Cátedra, y herederos también de su doctrina, dignidad, honor y potestad. Y como donde está Pedro allí está la Iglesia[6], y Pedro habla por el Romano Pontífice[7], y vive siempre en sus sucesores, y ejerce su jurisdicción[8] y da, a los que la buscan, la verdad de la fe[9]. Por esto, las palabras divinas han de ser recibidas en aquel sentido en que las tuvo y tiene esta Cátedra de San Pedro, la cual, siendo madre y maestra de las Iglesias[10], siempre ha conservado la fe de Cristo Nuestro Señor, íntegra, intacta. La misma se la enseñó a los fieles mostrándoles a todos la senda de la salvación y la doctrina de la verdad incorruptible.

 

Y puesto que ésta es la principal Iglesia de la que nace la unidad sacerdotal[11], ésta la metrópoli de la piedad en la cual radica la solidez íntegra y perfecta, de la Religión cristiana[12], en la que siempre floreció el principado de la Cátedra apostólica[13], a la cual es necesario que por su eminente primacía acuda toda la Iglesia, es decir, los fieles que están diseminados por todo el mundo[14], con la cual el que no recoge, desparrama[15], Nos, que por inescrutable juicio de Dios hemos sido colocados en esta Cátedra de la verdad, excitamos con vehemencia en el Señor, vuestro celo, Venerables Hermanos, para que exhortéis con solícita asiduidad a los fieles encomendados a vuestro cuidado, de tal manera que, adhiriéndose con firmeza a estos principios, no se dejen inducir al error por aquellos que, hechos abominables en sus enseñanzas, pretenden destruir la fe con el resultado de sus progresos, y quieren someter impíamente esa misma fe a la razón, falsear la palabra divina, y de esa manera injuriar gravemente a Dios, que se ha dignado atender clementemente al bien y salvación de los hombres con su Religión celestial.

 

9. Otras clases de errores.

 

Conocéis también, Venerables Hermanos, otra clase de errores y engaños monstruosos, con los cuales los hijos de este siglo atacan a la Religión cristiana y a la autoridad divina de la Iglesia con sus leyes, y se esfuerzan en pisotear los derechos del poder sagrado y el civil. Tales son los nefandos conatos contra esta Cátedra Romana de San Pedro, en la que Cristo puso el fundamento inexpugnable de su Iglesia. Tales son las sectas clandestinas salidas de las tinieblas para ruina y destrucción de la Iglesia y del Estado, condenadas por Nuestros antecesores, los Romanos Pontífices, con repetidos anatemas en sus letras apostólicas[16], las cuales Nos, con toda potestad, confirmamos, y mandamos que se observen con toda diligencia[17]. Tales son las astutas Sociedades Bíblicas, que, renovando los modos viejos de los herejes, no cesan de adulterar el significado de los libros sagrados, y, traducidos a cualquier lengua vulgar contra las reglas santísimas de la Iglesia, e interpretados con frecuencia con falsas explicaciones, los reparten gratuitamente, en gran número de ejemplares y con enormes gastos, a los hombres de cualquier condición, aun a los más rudos, para que, dejando a un lado la divina tradición, la doctrina de los Padres y la autoridad de la Iglesia Católica, cada cual interprete a su gusto lo que Dios ha revelado, pervirtiendo su genuino sentido y cayendo en gravísimos errores. A tales Sociedades, Gregorio XVI, a quien, sin merecerlo, hemos sucedido en el cargo, siguiendo el ejemplo de los predecesores, reprobó con sus letras apostólicas[18], y Nos asimismo las reprobamos.

 

Tal es el sistema perverso y opuesto a la luz natural de la razón que propugna la indiferencia en materia de religión, con el cual estos inveterados enemigos de la Religión, quitando todo discrimen entre la virtud y el vicio, entre la verdad y el error, entre la honestidad y vileza, aseguran que en cualquier religión se puede conseguir la salvación eterna, como si alguna vez pudieran entrar en consorcio la justicia con la iniquidad, la luz con las tinieblas, Cristo con Belial18bTal es la vil conspiración contra el sagrado celibato clerical, que, ¡oh dolor! algunas personas eclesiásticas apoyan quienes, olvidadas lamentablemente de su propia dignidad, dejan vencerse y seducirse por los halagos de la sensualidad; tal la enseñanza perversa, sobre todo en materias filosóficas, que a la incauta juventud engaña y corrompe lamentablemente, y le da a beber hiel de dragón18c en cáliz de Babilionia18d tal la nefanda doctrina del comunismo[19], contraria al derecho natural, que, una vez admitida, echa por tierra los derechos de todos, la propiedad, la misma sociedad humana; tales las insidias tenebrosas de aquellos que, en piel de ovejas, siendo lobos rapaces, se insinúan fraudulentamente, con especie de piedad sincera, de virtud y disciplina, penetran humildemente, captan con blandura, atan delicadamente, matan a ocultas, apartan de toda Religión a los hombres y sacrifican y destrozan las ovejas del Señor; tal, por fin, para omitir todo lo demás, muy conocido de todos vosotros, la propaganda infame, tan esparcida, de libros y libelos que vuelan por todas partes y que enseñan a pecar a los hombres; escritos que, compuestos con arte, y llenos de engaño y artificio, esparcidos con profusión para ruina del pueblo cristiano, siembran doctrinas pestíferas, depravan las mentes y las almas, sobre todo de los más incautos, y causan perjuicios graves a la Religión.

 

10. Los efectos perniciosos.

 

De toda esta combinación de errores y licencias desenfrenadas en el pensar, hablar y escribir, quedan relajadas las costumbres, despreciada la santísima Religión de Cristo, atacada la majestad del culto divino, vejada la potestad de esta Sede Apostólica, combatida y reducida a torpe servidumbre la autoridad de la Iglesia, conculcados los derechos de los Obispos, violada la santidad del matrimonio, socavado el régimen de toda potestad, y todos los demás males que nos vemos obligados a llorar, Venerables Hermanos, con común llanto, referentes ya a la Iglesia, ya al Estado.

 

11. Los Obispos, defensores de la Religión y de la Iglesia.

 

En tal vicisitud de la Religión y contingencia de tiempo y de hechos, Nos, encargados de la salvación del rebaño del Señor, no omitiremos nada de cuanto esté a nuestro alcance, dada la obligación de Nuestro ministerio apostólico; haremos cuantos esfuerzos podamos para fomentar el bien de la familia cristiana.

 

Y también acudimos a vuestro celo, virtud y prudencia, Venerables Hermanos, para que, ayudados del auxilio divino, defendáis, juntamente con Nos, con valentía, la causa de la Iglesia católica, según el puesto que ocupáis y la dignidad de que estáis investidos. Sabéis que os está reservado la lucha, no ignorando con cuántas heridas se injuria la santa Esposa de Cristo Jesús, y con cuánta saña los enemigos la atacan. En primer lugar sabéis muy bien que os incumbe a vosotros defender y proteger la fe católica con valentía episcopal y vigilar, con sumo cuidado, porque el rebaño a vos encomendado permanezca a ella firme e inamovible, porque todo aquel que no la guardare íntegra e inviolable, perecerá, sin duda, eternamente[20]. Esforzaos, pues, en defender y conservar con diligencia pastoral esa fe, y no dejéis de instruir en ella a todos, de confirmar a los dudosos, rebatir a los que contradicen; robustecer a los enfermos en la fe, no disimulando nunca nada ni permitiendo que se viole en lo más mínimo la puridad de esa misma fe. Con no menor firmeza fomentad en todos la unión con la Iglesia Católica, fuera de la cual no hay salvación, y la obediencia a la Cátedra de Pedro sobre la cual, como sobre firmísimo fundamento, se basa la mole de nuestra Religión. Con igual constancia procurad guardar las leyes santísimas de la Iglesia, con las cuales florecen y tienen vida la virtud, la piedad y la Religión. Y como es gran piedad exponer a la luz del día los escondrijos de los impíos y vencer en ellos al mismo diablo a quien sirven[21], os rogamos que con todo empeño pongáis de manifiesto sus insidias, errores, engaños, maquinaciones, ante el pueblo fiel, le impidáis leer libros perniciosos, y le exhortéis con asiduidad a que, huyendo de la compañía de los impíos y sus sectas como de la vista de la serpiente, evite con sumo cuidado todo aquello que vaya contra la fe, la Religión, y la integridad de costumbres. En procura de esto, no omitáis jamás la predicación del santo Evangelio, para que el pueblo cristiano, cada día mejor instruido en las santísimas obligaciones de la cristiana ley, crezca de este modo en la ciencia de Dios, se aparte del mal, practique el bien y camine por los senderos del Señor.

 

12. Proceder con mansedumbre.

 

Y como sabéis que sois legados de Cristo, que se proclamó manso y humilde de corazón, y que no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores, dándonos ejemplo para seguir sus pisadas, a los que encontréis faltando a los preceptos de Dios y apartados de los caminos de la justicia y la verdad, tratadlos con blandura y mansedumbre paternal, aconsejadlos, corregidlos, rogadlos e increpadlos con bondad, paciencia y doctrina, porque muchas veces más hace para corregir la benevolencia que la aspereza, más la exhortación que la amenaza, más la caridad que el poder[22]. Procurad también con todas las fuerzas, Venerables Hermanos, que los fieles practiquen la caridad, busquen la paz y lleven a la práctica con diligencia, lo que la caridad y la paz piden. De este modo, extinguidas de raíz todas las disensiones, enemistades, envidias, contiendas, se amen todos con mutua caridad, y todos, buscando la perfección del mismo modo, tengan el mismo sentir, el mismo hablar y el mismo querer en Cristo Nuestro Señor.

 

13. Obediencia al poder civil.

 

Inculcad al pueblo cristiano la obediencia y sujeción debidas a los príncipes y poderes constituidos, enseñando, conforme a la doctrina del Apóstol[23] que toda potestad viene de Dios, y que los que no obedecen al poder constituido resisten a la ordenación de Dios y se atraen su propia condenación, y que, por lo mismo, el precepto de obedecer a esa potestad no puede ser violado por nadie sin falta, a no ser que mande algo contra la ley de Dios y de la Iglesia23b.

 

14. El buen ejemplo de los sacerdotes.

 

Mas como no haya nada tan eficaz para mover a otros a la piedad y culto de Dios como la vida de los que se dedican al divino ministerio[24], y cuales sean los sacerdotes tal será de ordinario el pueblo, bien veis, Venerables Hermanos, que habéis de trabajar con sumo cuidado y diligencia para que brille en el Clero la gravedad de costumbres, la integridad de vida, la santidad y doctrina, para que se guarde la disciplina eclesiástica con diligencia, según las prescripciones del Derecho Canónico, y vuelva, donde se relajó, a su primitivo esplendor. Por lo cual, bien lo sabéis, habéis de andar con cuidado de admitir, según el precepto del Apóstol, al Sacerdocio a cualquiera, sino que únicamente iniciéis en las sagradas órdenes y promováis para tratar los sagrados misterios a aquellos que, examinados diligente y cuidadosamente y adornados con la belleza de todas las virtudes y la ciencia, puedan servir de ornamento y utilidad a vuestras diócesis, y que, apartándose de todo cuanto a los clérigos les está prohibido y atendiendo a la lectura, exhortación, doctrina, sean ejemplo a sus fieles en la palabra, en el trato, en la caridad, en la fe, en la castidad[25], y se granjeen la veneración de todos, y lleven al pueblo cristiano a la instrucción y le animen. Porque mucho mejor es -como muy sabiamente amonesta Benedicto XIV, Nuestro predecesor de feliz memoria- tener pocos ministros, pero buenos, idóneos y útiles, que muchos que no han de servir para nada en la edificación del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia[26].

 

15. Examen de Párrocos.

 

No ignoráis que debéis poner la mayor diligencia en averiguar las costumbres y la ciencia de aquellos a quienes confiáis el cuidado y la dirección de las almas, para que ellos, como buenos dispensadores de la gracia de Dios, apacienten al pueblo confiado a su cuidado con la administración de los sacramentos, con la predicación de la palabra divina y el ejemplo de las buenas obras, los ayuden, instruyan en todo lo referente a la Religión, los conduzcan por la senda de la salvación.

 

Comprendéis, en efecto, que con párrocos desconocedores de su cargo, o que lo atienden con negligencia, continuamente van decayendo las costumbres de los pueblos, va relajándose la disciplina cristiana, arruinándose, extinguiéndose el culto católico e introduciéndose en la Iglesia fácilmente todos los vicios y depravaciones.

 

16. Los predicadores del Evangelio en espíritu y verdad.

 

Para que la palabra de Dios, viva y eficaz y más penetrante que espada de dos filos[27], instituida para la salvación de las almas no resulte infructuosa por culpa de los ministros, no ceséis de inculcarles a esos predicadores de la palabra divina, y de obligarles, Venerables Hermanos, a que, cayendo en la cuenta de lo gravísimo de su cargo, no pongan el ministerio evangélico en formas elegantes de humana sabiduría, ni en el aparato y encanto profanos de vana y ambiciosa elocuencia, sino en la manifestación del espíritu y de la virtud con fervor religioso, para que, exponiendo la palabra de la verdad y no predicándose a sí mismos, sino a Cristo Crucificado, anuncien con claridad y abiertamente los dogmas de nuestra santísima Religión, los preceptos según las normas de la Iglesia y la doctrina de los Santos Padres con gravedad y dignidad de estilo; expliquen con exactitud las obligaciones de cada oficio; aparten a todos de los vicios; induzcan a la piedad de tal manera, que, imbuidos los fieles saludablemente de la palabra de Dios, se alejen de los vicios, practiquen las virtudes, y así eviten las penas eternas y consigan la gloria celestial.

 

17. Espíritu sacerdotal.

 

Con pastoral solicitud amonestad a todos los eclesiásticos, con prudencia y asiduidad animadlos a que, pensando seriamente en la vocación que recibieron del Señor, cumplan con ella con toda diligencia, amen intensamente el esplendor de la casa de Dios, y oren continuamente con espíritu de piedad, reciten debidamente las horas canónicas, según el precepto de la Iglesia, con lo cual podrán impetrar para sí el auxilio divino para cumplir con sus gravísimas obligaciones, y tener propicio a Dios para con el pueblo a ellos encomendado.

 

18. Seminarios. - Formación de los Seminaristas.

 

Y como no se os oculta, Venerables Hermanos, que los ministros aptos de la Iglesia no pueden salir sino de clérigos bien formados, y que esta recta formación de los mismos tiene una gran fuerza en el restante curso de la vida, esforzaos con todo vuestro celo episcopal en procurar que los clérigos adolescentes, ya desde los primeros años se formen dignamente tanto en la piedad y sólida virtud como en las letras y serias disciplinas, sobre todo sagradas. Por lo cual nada debéis tomar tan a pecho, nada ha de preocuparos tanto como esto: fundar seminarios de clérigos según el mandato de los Padres de Trento[28], si es que aun no existen; y ya instituidos, ampliar los si necesario fue re, dotarlos de óptimo.. directores y maestros, velar con constante estudio para que en ellos los jóvenes clérigos se eduquen en el temor de Dios, vivan santa y religiosamente la disciplina eclesiástica, se formen según la doctrina católica, alejados de todo error y peligro, según la tradición de la Iglesia y escritos de los Santos Padres, en las ceremonias sagradas y los ritos eclesiásticos, con lo cual dispondréis de idóneos y aptos operarios que, dotados de espíritu eclesiástico y preparados en los estudios, sean capaces de cultivar el campo del Señor y pelear las batallas de Cristo.

 

19. Ejercicios Espirituales.

 

Y como. sabéis que la práctica de los Ejercicios espirituales ayuda extraordinariamente para conservar la dignidad del orden eclesiástico y fijar y aumentar la santidad, urgid con santo celo tan saludable obra, y no ceséis de exhortar a todos los llamados a servir al Señor a que se retiren con frecuencia a algún sitio a propósito para practicarlos libres de ocupaciones exteriores, y dándose con más intenso estudio a la meditación de las cosas eternas y divinas, puedan purificarse de las manchas contraídas en el mundo, renovar el espíritu eclesiástico, y con sus actos despojándose del hombre viejo, revestirse del nuevo que fue creado en justicia y santidad. No os parezca que Nos hemos detenido demasiado en la formación y disciplina del Clero. Porque hay muchos que, hastiados de la multitud de errores, de su inconstancia y mutabilidad, y sintiendo la necesidad de profesar nuestra Religión, con mayor facilidad abrazan la Religión con su doctrina y sus preceptos e institutos, con la ayuda de Dios, cuando ven que los clérigos aventajan a los demás en piedad, integridad, sabiduría, ejemplo y esplendor de todas las virtudes.

 

20. Celo de los Obispos.

 

Por lo demás, Hermanos carísimos, no dudamos que todos vosotros, inflamados en caridad ardiente para con Dios y los hombres, en amor apasionado de la Iglesia, instruidos en las virtudes angélicas, adornados de fortaleza episcopal revestidos de prudencia, animados únicamente del deseo de la voluntad divina, siguiendo las huellas de los apóstoles e imitando al modelo de todos los pastores, Cristo Jesús, cuya legación ejercéis, como conviene a los Obispos, iluminando con el esplendor de vuestra santidad al Clero y pueblo fiel e imbuidos de entrañas de misericordia, y compadeciéndoos de los que yerran y son ignorantes, buscaréis con amor a ejemplo del Pastor evangélico, a las ovejas descarriadas y perdidas, las seguiréis, y, poniéndolas con afecto paternal sobre vuestros hombros, las volveréis al redil, y no cesaréis de atenderlas con vuestros cuidados, consejos y trabajos, para que, cumpliendo como debéis con vuestro oficio pastoral, todas nuestras queridas ovejas redimidas con la sangre preciosísima de Cristo y confiadas a vuestro cuidado, las defendéis de la rabia, el ímpetu y la rapacidad de lobos hambrientos, las separéis de pastos venenosos, y las llevéis a los saludables, y con la palabra, o la obra, o el ejemplo, logréis conducirlas al puerto de la eterna salvación. Tratad varonilmente de procurar la gloria de Dios y de la Iglesia, Venerables Hermanos, y trabajad a la vez con toda prontitud, solicitud, y vigilancia a que la Religión, y la piedad, y la virtud, desechados los errores, y arrancados de raíz los vicios, tomen incremento de día en día, y todos los fieles, arrojando de sí las obras de las tinieblas, caminen como hijos de la luz agradando en todo a Dios y fructificando en todo género de buenas obras.

 

21. Visita Episcopal a Roma.

 

No os acobardéis, pese a las graves angustias, dificultades y peligros que os han de rodear necesariamente en estos tiempos en vuestro ministerio episcopal; confortaos en el Señor y en el poder de su virtud, el cual mirándonos constituidos en la unión de su nombre, prueba a los que quiere, ayuda a los que luchan y corona a los que vencen[29]. y como nada hay más grato, ni agradable, ni deseable para Nos, que ayudaros a todos vosotros, a quienes amamos en las entrañas de Jesucristo, con todo afecto, cariño, consejo y obra, y trabajar a una con vosotros en defender y propagar con todo ahínco la gloria de Dios y la fe católica, y salvar las almas, por las cuales estamos dispuestos, si fuere necesario, a dar la misma vida, venid, Hermanos, os lo rogamos y pedimos, venid con grande ánimo y gran confianza a esta Sede del Beatísimo Príncipe de los Apóstoles, centro de la unidad católica y ápice del Episcopado, de donde el mismo Episcopado y toda autoridad brota, venid a Nos siempre que creáis necesitar el auxilio, la ayuda, y la defensa de Nuestra Sede.

 

22. Deber de los príncipes. Defensa de la Iglesia.[30]

Abrigamos también la esperanza de que Nuestros amadísimos hijos en Cristo los Príncipes, trayendo a la memoria, en su piedad y religión, que la potestad regia se les ha concedido no sólo para el gobierno del mundo, sino principalmente para defensa de la Iglesia[31], y que Nosotros, cuando defendemos la causa de la Iglesia, defendemos la de su gobierno y salvación, para que gocen con tranquilo derecho de sus provincias, favorecerán con su apoyo y autoridad nuestros comunes votos, consejos y esfuerzos, y defenderán la libertad e incolumidad de la misma Iglesia para que también su imperio (el de los príncipes) reciba amparo y defensa de la diestra de Cristo[32].

 

23. Epílogo. - Plegaria y Bendición Apostólica.[33]

Para que todo esto se realice próspera y felizmente, acudamos, Venerables Hermanos, al trono de la gracia, roguemos unánimemente con férvidas preces, con humildad de corazón al Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que por los méritos de su Hijo se digne colmar de carismas celestiales nuestra debilidad, y que con la omnipotencia de su virtud derrote a quienes nos acometen, y en todas partes aumente la fe, la piedad, la devoción, la paz, con lo cual su Iglesia santa, desterrados todos los errores y adversidades, goce de la deseadísima libertad, y se haga un solo rebaño bajo un solo pastor. Y para que el Señor se muestre más propicio a nuestros ruegos y atienda a nuestras súplicas, roguemos a la intercesora para con El, la Santísima Madre de Dios, la Inmaculada Virgen MARÍA, que es Nuestra madre dulcísima, medianera, abogada y esperanza fidelisima, y cuyo patrocinio tiene el mayor valimiento ante Dios. Invoquemos también al Príncipe de los Apóstoles, a quien el mismo Cristo entregó las llaves del reino de los cielos y le constituyó en piedra de su Iglesia contra la que nada podrán nunca las puertas del infierno, y a su Coapóstol Pablo, a todos los santos de la corte celestial, que ya coronados poseen la palma, para que impetren del Señor la abundancia deseada de la divina propiciación para todo el pueblo cristiano.

 

Por fin, recibid la bendición apostólica, henchida de todas las bendiciones celestiales y prenda de Nuestro amor hacia vosotros, la cual os damos salida de lo íntimo del corazón, a vosotros, Venerables Hermanos, y a todos los clérigos y fieles todos encomendados a vuestro cuidado.

 

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el día 9 de Noviembre del año 1846, primer año de Nuestro Pontificado. Pío IX.

 


[1] Gregorio XVI se extendió sobre este tema en la Encíclica Mirari vos 15-Vill-1832; Pío IX hablará más tarde de él en Cuanta Cura, 8-XII- 1864,  luego Pío X en la Encicl. Pascendi, 8-IX-1907 y Pío XI en la Encicl. Mil brennender Sorge, 14-III-1937.

[2] Apocalipsis 13, 6.

[3] Tertuliano, De prrescript. contra hrer., cap. 8.

[4] Romanos 13, 2.

[5] Crisóslomo Interpretatio in Isaiam cap. 1, 1 (Migne PG. 56, col. 14)

[6] S. Ambrosio, in Ps. 40, 30 (Migne PL. 14, Colec. Conc. 6, col. 971-A 1134-B).

[7] Concilio de Calcedonia.. Actio 2 (Mansi Collec. Gonc. 6, col. 971-A). 

[8] Concilio de Efeso Actio 3 (Mans. Collec. Canco 4, col. 1295-C).

[9] S. Pedro Crisólogo Epist. ad Eutychen (Migne PL. 52, col. 71-D).

[10] Concilio de Trento sesión 7ª, De baptismo. canon III (Mansi. Callo Canco 33, col. 53). 

[11] S. Cipriano Epist. 55 al Pontíce Cornelio (Migne PL. 3, Epist. 12 Corn., col. 844-845).

[12] Cartas sinod. de Juan de Constantinopla al Pontífice Hormisdas y Sozom. Historia lib. 3, cap. 8.

[13] San Agustín. Epist. 162 (Migne PL. [Epist. 43, 7] 33, col. 163).

[14] San Ireneo. lib. 3, Contra hrerejes, cap. 3 (Migne PG. 7-A, col. 849-A). 

[15] S. Jerónimo, Epist. 15, 2, al Papa Dámaso (Migne PL. 22, col. 356).

[16] Clemenle XII, Const. In eminenti, 28-IV- 1738. (Gasparri, Fontes 1, 656); Benedicto XIV, Const. Providas, 18-V-1751 (Gasparri, Fontes II, 315); Pío VII, Const. Ecclesiam a Jesu Christo, 13-IX-1821 (Fontes, II, 721); León XII, Const. Quo  graviora 13-III-1825 (Fontes, II, 727).

[17] Ver León XIII, Encicl. Humanum Genus, 20-IV-1884, contra las sectas, espec. la masónica.

[18] Gregorio XVI, Encicl. a todos los Obispos Inter Praecipuas, 6-V-1844

18b II Corint. 6, 15.

18c Deut. 32, 33.

18d Jerem. 51, 7.

[19] Ver a propósito de este tema a León XIII,, Encicl. Quod apostolici, 28-XII-1878; ASS. 11, 369. Rerum Novarum, 15-V-1891; ASS. 23 (1890-91) I641; Pío XI, Encicl. Quadragesimo Anno, 15-V-1931 y Divini Redemptoris, 19-III-1937.

[20] Del Simbolo Atanasiano, Quicumque. 

[21] S. León Magno, Sermón 8, cap. 4 (Migne PL. [Sermón 9, c. 7J 54, col. 159-A).

[22] Concilio de Trento, sesión 13, Cap. 1, de Reforma (Mansi Coll. Conc. 33, col. 86-B).

[23] Romanos 12, 1-2.

23b Romanos 12, 1-2.

[24] Concilio de Trento sesión 22, cap. 1, de Reforma (Mansi Coll. Conc. 33, col. 133-D). 

[25] 1 Timoteo 4, 12. 

[26] Benedicto XIV, Epist. Encicl. Ubi primum. 3-XII-1740 (Gasparri, Fontes 1, 670).

[27] Hebreos 4, 12.

[28] Concilio de Trento sesión 23, cap. 18 de Reforma (Mansi Coll. Conc. 33, col. 146-149)

[29] S. Cipriano, Epist. 77 a Nemesiano y los demás mártires (Migne PL. 4, col. 431-A)

[30] El tema se desarrollará a fondo en las Enciclicas de León XIII sobre el poder Diuturnum illud, 29-VI-1881; e Immortale Dei, 1-XI-1885.

[31] S. León Magno Epist. 156 (alias 125) a León Augusto (Migne PL. 54, col. 1130-A).

[32] León Magno, Epist. 43 (alias 34) ,. Teo- dosio Emperador (Migne PL. 54, col. 826-B).

[33] S. León Magno, Epist. 43 (alias 34) a Teo dosio, Emperador (Migne PL. 54, col. 826-B).