7. Conversión y esperanza
    (Seguimiento de la cruz)


En el momento presente, domina la «lejanía». Y «lejanía» significa : El yo. y el tú (naturaleza) están separados entre sí, pero, al mismo tiempo, también lo están de su mismo fondo originario, o sea, de la plenitud divina : están separados o lo que es lo mismo, alejados. Donde reina la lejanía queda muy lejos « el Todo» y resulta imposible la vibración conjunta en el Todo. único. La lejanía surge porque el yo (con sus pensamientos e ideas), los seres que nos rodean (hombres, comunidades, naturaleza, cultura, etc.) o una imagen de Dios, se proponen de un modo absoluto, e intentan llenar el horizonte total de la realidad. Lo concretamente condicionado es elevado a la categoría de lo infinitamente absoluto ; se coloca en el lugar del «Todo» incondicionado, en el lugar de la única realidad divina. Una magnitud que se propone así, de un modo. absoluto, se convierte en «un ídolo» que aspira a oprimir y eliminar a todo lo demás. La idolatrización y la lejanía que con eso se provoca llevan, por tanto, la tendencia a la aniquilación, la tendencia a la destrucción.

Contra la idolatrización del yo

La idolatrización del yo la conocemos bajo muy diversas formas más o menos intensas: como egoísmo, egocentrismo, tiranía, locura —todos estos fenómenos tienen una íntima y estrecha relación entre sí. Un hombre que sólo conoce su yo intenta (clara o confusa, expresa o implícitamente) hacer justicia en torno a su yo. Pero para eso tiene que someter todo lo que aparece como obstáculo o le ofrece alguna resistencia ; y eso significa, en definitiva, que tiene que someter «todo el mundo» y naturalmente también a Dios. El yo gira en torno a sí mismo y en ese autogirar constante describe cada vez curvas de mayor alcance con el manifiesto deseo (implícito o explícito) de abarcarlo todo. La experiencia de lo gratuito y la veneración que fluye del agradecimiento resultan imposibles. Ese giro constante en torno al yo hace imposible cualquier apertura hacia ; hace imposible una existencia en favor de; hace imposible un estar dispuesto para la plenitud divina, para lo otro o para el tú humano en general. Un hombre así sería incapaz a la larga de soportarse incluso a sí mismo; poco a poco va avanzando hacia el odio de sí mismo que culmina en la autodestrucción o, se manifiesta en una creciente y rabiosa voluntad de exterminio del mundo que le rodea.

Cuanto mayor es la curvatura, tanto mayor es la angustia : la angustia de perder el propio yo, la angustia de ser asesinado. Sin embargo, la angustia hace más intenso y febril ese giro constante y ese anhelo de someterlo todo. De esa manera, la angustia y la opresión, en su mutua rivalidad, empujan al yo absorbente y dominador de todo, cada vez más profundamente, hacia el «círculo diabólico». La locura (enfermiza) de creerse algo absoluto y divino, en y a pesar de toda la angustia, da al fenómeno de la idolatrización su carácter trágico y grotesco.

A. Solschenizyn, por ejemplo, resume el fenómeno de la autoidolatrización en una descripción interior de Stalin.

En su novela «El primer círculo del infierno» no sólo nos presenta a los presos de «Charaska» (una prisión en la que se obliga a los científicos a trabajar gratis para el Estado durante años y decenios), sino que presenta a Stalin mismo como un habitante de ese círculo infernal y demoníaco. Lo más fascinante de la narración consiste en que el poeta intenta sumergirse completamente en el mundo interior de Stalin y lo observa todo con la mirada del dictador. Vamos a reproducir aquí algunos detalles de este magnífico retrato.

El dueño de medio mundo, que tiene setenta años de edad, intenta leer en «su despacho. nocturno de trabajo». No se siente bien. Los dolores y la enfermedad se van adueñando poco. a poco de él. La sensación de vigor y la plenitud de espíritu se difuminan y decrecen visiblemente, al mismo tiempo que el sentimiento de soledad le amenaza cada vez más intensamente. La muerte «ha construido ya su nido en él». Durante toda su vida «no ha tenido un momento auténticamente feliz» ; ni un solo momento feliz a lo largo de toda su vida. Siempre ha existido algo que le ha molestado. Y cuando eliminaba a uno, le inquietaba ya el siguiente.

En 1937 se construyó, en diversos sitios, pisos y refugios ocultos. El intenso ajetreo de la ciudad le resultaba inquietante ; se retiraba a una villa de las afueras de la ciudad, un despacho nocturno diminuto, manteniendo constantemente junto a él su escolta policial. Ideó los sistemas de protección y alarma más costosos y más refinados. Hizo construir un laberinto indescifrable con tres cercos vallados en torno a su ducha (chalet en las afueras de una ciudad). Tenía innumerables habitaciones y sólo pocos minutos antes de irse a dormir indicaba qué habitación tenían que prepararle para esa noche. Trabajaba de noche y dormía durante el día ; dormía poco.

Su «concepción del mundo» se basaba en la desconfianza. No se fiaba de nadie. No se fiaba ni siquiera de su mujer y de sus hijos. Y siempre se había demostrado que tenía mucha razón en eso. Era contrario a cualquier cercanía espacial y mucho más a una cercanía o contacto personal (aun tratándose únicamente de preguntarle por su salud). Incluso su hija sólo, podía verle en determinados días de fiesta. Esta autoprotección no la consideraba él como cobardía, «sino como una medida razonable». Pues su personalidad era insustituible para la historia de la humanidad. Pero podía suceder que otros no lo entendieran así. Por eso tenía Stalin en el trato con sus más próximos subordinados siempre dos posturas distintas : La primera, ¿por cuánto tiempo se podría seguir confiando en aquel hombre? Y la segunda : ¿No ha llegado ya el momento de sacrificarlos? No sólo asesinaba a particulares por un cálculo frío e implacable, sino a multitudes inmensas, para hacerse consciente de su inmenso poder. Pero cuantos más hombres asesinaba, tanto más temía un atentado contra su vida.

«Por lo demás, medio, universo le estaba sometido, le resultaba claro y estaba bien configurado. Sólo la otra mitad, aquella realidad completamente objetiva, se convulsionaba subterráneamente envuelta en la niebla. Pero aquí, en el despacho nocturno de trabajo, protegido, vigilado, amurallado, no temía a ese otro medio universo, se sentía suficientemente fuerte para configurarlo conforme a su antojo Sólo cuando tenía que salir al mundo real (fiestas, representaciones)... se sentía molesto, completamente indefenso, entregado; no sabía siquiera qué es lo que tenía que hacer con las manos.. , Las entrelazaba sobre su cuerpo y sonreía. Todos pensaban que el todopoderoso sonreía por amabilidad y benevolencia hacia ellos, pero era por timidez y confusión». Uno de sus subordinados, Abakumov, se acerca a él por puertas especiales con dispositivos de seguridad. Su misión fundamental consiste en contarle cuántos atentados, revoluciones y maquinaciones han sido descubiertas y sofocadas de raíz. Stalin le escucha con alegría y satisfacción, aunque sabe muy bien que la mayor parte son pura invención. Abakumov le sugiere, sin embargo, a Stalin introducir la pena de muerte : « ¡ qué necesaria es la pena de muerte! Jossif Vissarionowisch, ¡implante de nuevo la pena de muerte ! », y él se lo pide «desde lo más profundo de su corazón» y contempla al jefe y mira su cara cetrina lleno de confianza. «Lo sé», dice Stalin sonriendo un poco, «ya había pensado en ello». —¡Sorprendente! Lo sabía siempre todo. Y siempre había pensado ya en ello. —Sí, incluso antes de que se le pidiese. Como una divinidad aleteadora se anticipaba él a cualquier pensamiento o proyecto humano. Abakumov podía irse. «Sí, ahora ya puede seguir viviendo aún un mes entero», hasta la próxima «visita» a Stalin.

Impulsado por sus elevados pensamientos pasea el inmortal con grandes zancadas por el despacho nocturno. En la estantería está su obra : «Allí estaban todos, todos en la estantería : los ahogados, los asesinados, los envenenados, los abrasados, los convertidos en pura basura en los campos de concentración... sí, todos». Todas las noches le hablan desde sus libros.. , le escupen, le gritan : «Ya te habíamos avisado». ¡El peligroso tiene que ser asesinado! «Sólo la muerte es un cálculo seguro, perfecto, una cuenta saldada». Así los había reunido a todos aquí, para poder saborearlo a gusto, de noche, cuando tomaba las decisiones. ¿Cómo es posible no trabajar de noche cuando todos intentan «engañar a su jefe»?

Las piernas y la columna vertebral le duelen, se niegan a prestar su servicio. El «dueño de medio mundo» se desliza por las estanterías, se agarra a ellas con sus dedos crispados y lucha «para abrirse paso por medio de sus enemigos». Espoleado por el pensamiento contra su enemigo Gomulka, se esfuerza por llegar arrastrando los pies a su escritorio. Vacila. Su vista opaca abarca todo el despacho ; pero no distingue si las paredes están próximas o lejanas. «Una edad maldita». Una edad sin alegría. Una edad sin amor. Una edad sin fe. Una edad sin necesidades. La «sensación paralizadora de la memoria que falla, del brío espiritual que desaparece ; la soledad pasó amenazante ante él, le hizo sentirse desamparado, le aterró. La muerte había construido ya su nido en él, ¡ pero él no quería creerlo! ».

Ante semejantes descripciones surge inmediatamente la idea de que se trata de un fenómeno extraordinario, que se da muy pocas veces. Sin duda que se trata de un caso extremo. Pero, ¿no se manifiesta en un caso extremo como éste, de un modo patente y radical, lo que de un modo latente se encuentra en todas partes?

G. Marcel llama a lo, contrario del amor y al vivir-con, «negarse», «no. estar disponible». En el mundo del «negarse», afirma él, se convierte cada uno de nosotros en el centro de algo así como un ámbito espiritual que se organiza en zonas concéntricas de dependencia y de interés decreciente. En el fondo es como si cada uno de nosotros segregase una costra que se vuelve cada vez más dura, una costra que le envuelve, y esta arteriosclerosis va unida al endurecimiento de las categorías con las que concebimos el mundo y empezamos a obligarle a girar en torno nuestro (65). Este autoencasillamiento, esta «arteriosclerosis» aumenta a medida que envejecemos, «a medida que nos aproximamos a la muerte. Así sucede, con frecuencia, que la angustia crece en nosotros hasta ahogarnos ; a medida que nos aproximamos a un supuesto fin, esta angustia tiene

(65) G. Marcel, Das ontologische Geheimnis. Stuttgart 1961, p. 51. (Trad. castellana, El misterio del ser, Barcelona 1971).

que poner en movimiento un sistema defensivo para protegerse a sí misma, sistema que se vuelva cada vez más pesado, más endeble e incluso diría que más vulnerable. La incapacidad para la esperanza se hace cada vez más amplia, a medida que un ser se convierte en un prisionero de su experiencia y del enclaustramiento en las categorías en las que le encarcela esta experiencia» (66).

En este texto reproduce, a mi modo de ver con exactitud, la situación en la que Solschenizyn nos presenta a Stalin. Pero, según G. Marcel, cualquier hombre puede llegar a esa situación; sí, con mucha frecuencia se encuentra ya en ella de un modo latente. Todos los hombres tienen la tendencia a considerarse como lo absoluto, a hacer girar al mundo conforme a sus propias ideas y, por eso mismo, a privar de poder a sus prójimos y a oprimirlos ; esta tendencia sólo llega a manifestarse en su plenitud en constelaciones extraordinarias (como, por ejemplo, en el caso de Hitler o Stalin o de otros grandes dictadores) y en casos normales se detiene en formas menos llamativas.

En su forma más amplia y tolerable conocemos la idolatrización como «tick» ; mucho peor que eso es la «idea fija», el permanecer anclado en determinadas cosas y acontecimientos ; la auténtica forma destructora es la ((posesión». Posesión significa estar plenamente dominado por lo finito, que se erige y se sitúa en el lugar del infinito. En el estado de posesión, opina Tillich, no está el espíritu humano «fuera de sí», sino que está en poder de elementos parciales de sí mismo que pugnan por situarse en el centro y, de ese modo, lo destruyen (67).

Por esa razón, la posesión siempre adopta también el carácter de lo trágico. Lo trágico radica en que los elementos finitos condicionados, elevados a lo infinito y absoluto, desencadenan, por así decirlo, un movimiento y después atropellan y esclavizan al hombre. Esto es válido no sólo para las personas particulares (locura enfermiza), sino también para las colectividades (locura de grupo), como, por ejemplo, el nacionalsocialismo o el comunismo soviético, los sindicatos y las asociaciones secretas religioso-sexuales.

66. Véase G. Marcel, op. cit., p. 54.
67. P. Tillich, obra citada en nota 20, p. 138; Wittschier en la obra citada en la nota 3, pp. 122, 78, 109.

La consecuencia de la posesión, sin embargo, no es sólo una creciente autodestrucción, sino al mismo tiempo lo que acabamos de designar con G. Marcel como «el negarse», «el no estar disponible», es decir, una destrucción más o menos fuerte de la naturaleza, la cultura y el prójimo.

Podría objetarse con razón que no se trata en realidad de una autoidolatrización, sino de una idolatrización de las realidades del mundo. A eso podemos responder con G. Marcel (68) : los elementos particulares, concretamente finitos, que pugnan por conquistar el centro del hombre pueden «variar infinitamente». El hombre puede «estar poseído» y —en sentido negativo— puede «estar totalmente lleno» de todo lo posible : de una herencia, de un capricho, de una idea, de una perfección falsamente entendida, de una profesión, de un ser humano, de unas formas determinadas, de una imagen de Dios, etc. No importa el «objeto concreto correspondiente» por el que el hombre se afana, sino el «modo concreto» de afanarse : En el afán por un determinado objeto concreto estoy totalmente ocupado conmigo mismo ; yo me sitúo como algo absoluto, en el objeto concreto al que yo aprecio como algo absoluto. El estar poseído por un objeto totalmente particular (=un ser, un elemento cualquiera) significa también, en el fondo, estar poseído y ocupado por sí mismo. Precisamente esta última reflexión ilumina la interna conexión que existe entre la idolatrización del yo y la idolatrización de lo otro.

68. G. Marcel, véase la obra citada en la nota 65, p. 53.

Contra la idolatrización de lo otro

La idolatrización de lo otro se manifiesta hoy de un modo especialmente claro en la absolutización de la sociedad. Ya en 1939 nos avisa M. Buber: «Multitudes ingentes de hombres han caído hoy, en todas partes, en la servidumbre de la colectividad y consideran esa colectividad como la suprema instancia : no hav ningún valor superior a esa colectividad ; las ideas, la fe, el espíritu también quedansometidos a esa colectividad ; los valores, las disposiciones y las decisiones de dicha colectividad son inapelables. Y esto no es algo exclusivo de los Estados totalitarios, sino también de los partidos y de los grupos parecidos a los partidos en las llamadas democracias. A los hombres que se han entregado, de ese modo, al Moloch colectivo, no se les puede rescatar de esa servidumbre con una referencia al absoluto por más elocuente que sea, ya que el Moloch se ha convertido en su dueño total». Este texto podría haber sido escrito ahora mismo. W. Seibel se queja en un artículo publicado hace poco y que lleva el título de «Mitos de un mundo adulto» : «La sociedad personifica un poder cuasi-personal al que están sometidos todos ; es la culpable de todo lo que se siente como, negativo, pero al mismo tiempo es la meta de todas las esperanzas de ayuda y salvación».

Buber y Seibel quieren sacarnos de nuestro letargo con sus profundos diagnósticos ; intentan patentizar la estructura de la idolatrización actual, una estructura que sólo la aprecia el que se mantiene alerta y vigilante. A mi modo de ver, es una tarea fundamental de la educación despertar una fina sensibilidad que sepa detectar la estructura de la idolatrización de la sociedad. E. Fromm, en su libro «Anatomía de la destrucción humana», ha llamado la atención diciendo que no es tanto el «narcisismo» de un individuo, sino especialmente «el narcisismo de los grupos», la absolutización de la sociedad lo que, en general, pero especialmente en nuestro tiempo, representa el mayor peligro. La absolutización del yo puede mantenerse a raya dentro de unos ciertos límites en un caso normal ; pero contra la absolutización de un «nosotros» dentro de la sociedad resulta imposible cualquier protesta. Una sociedad a la que una vez se le han tributado honores cuasi-divinos se parece a un sistema que gira dentro y en torno a sí mismo; en ese caso, interesa única y exclusivamente mantener el sistema en cuanto sistema cueste lo que cueste: «el círculo diabólico», el «infierno» es perfecto. Las consecuencias catastróficas que acarrea la idolatrización de la sociedad, aparecen claramente a nuestra vista en los Estados totalitarios. Pero nosotros estamos poco preparados, con frecuencia, para darnos cuenta de ello. Incluso un llamamiento tan estremecedor como el de Solschenizyn que, como auténtico poeta, no juzga sino que descubre las últimas dimensiones del ser humano, nos ha dejado indiferente, ¡por desgracia!

Pero no es sólo la sociedad, prosigue Seibel, la que experimenta una semejante idolatrización, sino las teorías de la evolución y del progreso, el cientifismo, la reforma y el consumo, la satisfacción de las necesidades naturales. Todas estas magnitudes —subrepticiamente, sin caer en la cuenta— son consideradas como algo absoluto, elevadas a la categoría de lo infinito, provistas y adornadas con un carácter cuasi-divino: reclaman para sí culto, veneración, consagración, esperanzas, expectativas. No necesitan una sola prueba. Se admiten y se aceptan como. algo evidente e indiscutible. El hombre encuentra en ellas una orientación dentro de la complicación de la realidad e incluso criterios para distinguir el bien del mal. Todas las discusiones se mueven dentro de este asentimiento general que no se efectúa por una reflexión racional que valora los pros y los contras, sino que se basa en reacciones contra aquellos que cuestionan este ámbito de realidades evidentes e intocables. Como antiguamente a un «herético» o a un «incrédulo», no se le considera como un defensor de una opinión distinta, sino como un enemigo de una comunidad de fe. La idolatrización sigue manteniendo, una posición privilegiada en nuestro «mundo» tan ilustrado y «adulto».

No podemos detenernos a examinar más detalladamente todas las magnitudes que se consideran como algo absoluto (=dioses). Pero sí que nos interesa examinar al menos una: la materia considerada como algo absoluto dentro de la concepción del mundo, tal a como es, mantenida por el «materialismo dialéctico» ; una concepción que domina más o menos conscientemente sobre un tercio de la humanidad.

Federico Engels explica claramente que para él la materia se mueve en un movimiento circular eterno, en una «corriente circular en la que todo modo finito de existencia de la materia, sea el sol o la niebla, sea un animal concreto o géneros de animales, un cuerpo químico compuesto o simple, son algo perecedero». Esta afirmación es también válida para el hombre. En la materia rige una «necesidad férrea que agostará en la tierra su máxima plenitud, el espíritu humano, y hará que surja de nuevo y en otra parte». Podría pensarse que la concepción del mundo de Engels es algo que ya está superado en Occidente. Pero no es cierto. Más bien, hay que decir que sigue intranquilizando, en una forma algo cambiada, a muchos hombres de nuestras latitudes: En defiintiva, se dice, todo se reduce a un proceso evolutivo que surge (más o menos casualmente), pero que en el curso del tiempo ha adoptado un carácter de necesidad. El pensamiento y el conocimiento son productos de procesos químico-biológicos que se desencadenan dentro del cerebro. Y, en general, hay que reducirlo, todo a tales procesos químico-biológicos. Estas o parecidas tesis (en parte contradictorias) no son una excepción ; incluso, a veces, se las presenta aureoladas con el nimbo de la ciencia como en el libro de J. Monod «El azar y la necesidad». Pero, ¿qué es lo que sucede en una perspectiva semejante? Nada menos que se dota a la materia, al proceso evolutivo, sí, a la casualidad misma de un poder «eterno» definitivo, al que hay que entregarse plenamente confiados. Desgraciadamente son muy pocos los representantes de esta concepción que tienen conciencia de que el hombre, siguiendo esas teorías, queda entregado a unos poderes ciegos, demoníacos, destructores y, en definitiva, a una existencia sin sentido.

Apenas necesitamos una exposición más minuciosa para aclarar en qué medida la absolutización de la ciencia, de la satisfacción de las necesidades naturales, del consumo y la reforma, de la materia y los procesos de evolución, pero, sobre todo, la absolutización de la sociedad, impide y obstaculiza la relación a lo otro, especialmente la relación a lo «completamente otro» y para ver cómo finalmente oprime al yo y lo destruye. Todo se reduce al punto de vista de lo absolutizado, es decir, todo se convierte en medio para un fin. El hombre particular sirve más o menos como una rueda cambiable en este sistema circular, expuesto necesariamente a un poder ciego dominador, en el que es usado, arrojado y rechazado. Lo trágico de la idolatrización se manifiesta aquí claramente : Los sujetos libres particulares que elevan lo otro (cosas finitas, ideas, estructuras, sociedades, etc.) a lo absoluto, se sojuzgan también a sí mismos, al mismo tiempo que a los demás, al poder demoníaco de la realidad absolutizada. Naturalmente que sólo, en muy pocos casos el poder destructor demoníaco muestra plenamente su eficacia. Pero, en definitiva, la idolatrización de las cosas finitas, de los acontecimientos, estructuras y demás y, por consiguiente, el poder demoníaco destructor, está oculto y escondido en todo lo humano, mejor dicho, está fatídicamente presente. Precisamente lo que hay que descubrir y desenmascarar es esta idolatrización subterránea y latente : en uno mismo, en los otros, en la sociedad, en cada una de las comunidades, también en una comunidad religiosa. Y así hemos llegado al punto tercero del que nos vamos a ocupar ahora mismo.

Contra la idolatrización de la imagen de Dios

Ya hemos indicado más arriba la necesidad de distinguir entre el Dios absoluto, entendido como. el misterio indescifrable, y cualquier imagen concreta de Dios. «Imagen de Dios» significa cualquier realidad finitamente concreta de nuestro mundo en la que el hombre, de un modo consciente, contempla, expresa y se representa el misterio divino. Interesarse por la imagen de Dios es, en el fondo, la continuación del interés por lo otro bajo un aspecto totalmente determinado; bajo el aspecto de que el hombre mediante esa imagen, contempla, expresa y se representa en lo otro (el tú, las realidades naturales y culturales), el misterio divino de un modo consciente. El problema básico de la realización religiosa, ya lo hemos dicho, consiste en que sólo podemos encontrar al Dios absoluto, incomprensible e inefable en una imagen concreta de Dios y en que, por tanto, hay que tener constantemente el coraje de romper esta imagen concreta de Dios para dejarla abierta a la plenitud absoluta, para poder «saborear» (sapere) el misterio.

Ahora bien, las imágenes de Dios tienen una tendencia especialmente marcada (precisamente porque y en la medida en que son entendidas y consideradas como imágenes del Absoluto), a identificarse con la realidad absoluta misma. Y en este punto es donde debe alzarse siempre el espíritu crítico :

Todas las representaciones de Dios, todas las afirmaciones sobre Dios, todos los objetos, acontecimientos y personas en los que nosotros (consciente o inconscientemente) vemos la presencia de lo divino, deben permanecer abiertos a lo inefable, a lo incomprensible, al misterio.

Vamos a discutir el problema de la absolutización de la imagen de Dios en el ejemplo de la representación de Dios (una subespecie especialmente importante de la imagen de Dios). Lo que vale para la representación de Dios, vale también para los demás tipos de imagen de Dios. Cuando, por ejemplo, hablamos de Dios como persona y no intentamos palpar, bajo esta representación de persona, el misterio inefable, es decir, si no estamos dispuestos a comprender esta expresión de «un modo análogo», entonces nos encontramos con unas representaciones de Dios absurdas, tales como, las representaciones destruidas con razón por la llamada «teología de la muerte de Dios». Se le ha convertido a Dios, así se expresa el teólogo protestante Paul Tillich, en una «persona celeste, completamente perfecta, que gobierna sobre el mundo y la humanidad». Pero un Dios así es «un Dios débil» en quien no puede creer nadie. Precisamente porque toda actitud auténticamente religiosa y vital tiene que ser consciente de que todos los nombres y representaciones de Dios son inadecuados, exige Tillich, con una formulación que puede parecer un poco provocadora, que en toda religión tiene que existir un «elemento ateo». Quiere decir con eso que hay que estar siempre dispuestos a prescindir de la imagen correspondiente de Dios y que el hombre, frente al misterio sin más, lo único que tiene que hacer realmente es cerrar («myein») la boca. Naturalmente —y aquí Tillich, mediante la doctrina clásica de la analogía, va más allá que «la teología de la muerte de Dios»— que se necesita constantemente de otras imágenes nuevas en las que se pueda expresar una y otra vez, de una manera moderna y adaptada a los constantes cambios históricos, lo indescriptible e inefable : sea que se trate de esperar «al Dios que llega» (M. Heidegger) o de buscar al «nuevo Dios» (W. Bochert). Es perceptible la seriedad de la intención de P. Tillich, cuando, en una homilía sobre «el nombre de Dios», propone como guía las palabras del segundo mandamiento : «No abusarás del nombre de tu Dios y Señor», y al final pregunta a sus oyentes si Dios no estará castigando ahora el abuso de su nombre al condenarnos al silencio sobre El.

Actuamos en seguida cuando se trata de desenmascarar en otras religiones y culturas determinadas representaciones de Dios como poderes demoníacos esclavizadores del hombre. Eso está bien. Pero, por desgracia, sólo raras veces y demasiado tarde advertimos que nosotros mismos, naturalmente de un modo mucho más sutil, rendimos «un culto idolátrico», es decir, identificamos una imagen de Dios con la realidad divina misma y, de ese modo, nos estorbamos a nosotros mismos y nos oponemos a Dios. La cuestión de cómo es posible una acción libre, si admitimos una fe en Dios, de cómo pueden relacionarse el amor de Dios y el amor del prójimo, de cómo Dios puede comunicarse y hacerse hombre; todas estas preguntas y otras semejantes sólo se muestran insolubles y contrarias a la razón, si se entiende a Dios no como el misterio. inefable, sino corno el ser más grande, es decir, si identificamos una determinada imagen finita de Dios con Dios mismo.

Una tarea importantísima de la educación religiosa podría consistir en despertar y mantener viva la percepción del carácter propio de las imágenes y la inadecuación, más exactamente la intrínseca analogía como veremos más adelante, de todo nuestro lenguaje y pensamiento sobre Dios ; y, al mismo tiempo, alimentar una fina sensibilidad para captar la amplitud infinitamente absoluta de Dios, una amplitud dentro de la cual no podemos en definitiva, más que distendernos y relajarnos (también ampliaremos este punto). Si no, conseguimos esto, y nos aferramos a representaciones de Dios de carácter más o menos absoluto, nos cerramos a nosotros mismos y cerramos a los demás el camino hacia Dios y su Reino.

Por «analogía» —aquí no podemos más que esbozarlo— se entiende generalmente una semejanza acompañada al mismo tiempo de desemejanza. Especialmente en el ámbito filosófico-teológico designa la semejanza al mismo tiempo que la desemejanza entre la criatura y el creador, entre lo finitamente condicionado, y lo infinitamente incondicionado. Esto es válido tanto en relación al ser como en relación al pensamiento y al lenguaje. La analogía entre Dios y la creación no sólo se da en determinados lugares y ocasiones; es, más bien, una estructura primera y originaria : la referencia originaria y permanente (en el ser y en el decir) de lo, condicionado a lo absoluto, que no es una característica más junto a otras semejantes, sino que inunda y soporta todas las determinaciones del ser y del conocer. Vamos a poner un ejemplo, de analogía en el hablar, que presupone la analogía en el ser. Cuando yo afirmo: «Dios es amor», tomo las experiencias de mi mundo finitamente condicionado y se las aplico a Dios. El concepto «amor» corresponde a lo divino : Dios es realmente amor ; pero el modo del amor de Dios es infinitamente distinto, de tal modo que el concepto «amor», a pesar de toda semejanza, no corresponde a lo divino. Ya el concilio Lateranense IV ha aplicado esta idea a la fórmula clásica : «inter creatorem et creaturam non potest tanta similitudo notan, quin inter eos major sit dissimilitudo. notanda», es decir : «Entre el creador y la criatura no puede afirmarse una semejanza tan grande, que nos impida sostener que es mayor la desemejanza». Sólo en el marco de la analogía, que constituye ciertamente una estructura de lo finitamente condicionado, puede designársele a Dios como el misterio inefable. Pero, cualquier nombre que se le dé es inapropiado, no, es su nombre auténtico.

Todo lo que hemos dicho acerca de la representación de Dios puede aplicarse a los otros tipos de imágenes de Dios: a los acontecimientos, a los objetos, a los hombres, en los que vemos presente lo divino de un modo consciente. En el ámbito cristiano se les llama «realidades sacramentales». Dios se manifiesta en ellas como el misterio sin nombre, pero nunca puede quedar delimitado en ellas, sino solamente ser contemplado a través de ellas.

Sirva una breve indicación para mostrar que las imágenes de Dios que se consideran como algo absoluto, tienen un influjo demoledor. Vamos a poner un ejemplo actual. En la isla Flores (Indonesia) existe hasta hoy día la representación y la adoración de «Adat». Adat es una ley personificada que determina la vida del hombre desde tiempos inmemoriales. Sus ayudantes son poderes y autoridades misteriosos y fatídicos. Cuando muere alguien, abandonan todos la casa y la pegan fuego. Así lo exigen los espíritus. Si siembran el maíz según la costumbre de los europeos, si arrancan la cizaña y las yerbas dañinas, actúan en contra de «Adat». Mejor sin casa y hambrientos que provocar la ira del ser fatídico. Una superstición tan crasa es poco frecuente en nuestras latitudes. Sólo, de vez en cuando, nos topamos con un fanatismo religioso. que adopta formas ridículas y devastadoras. Mucho más extendido está, por el contrario, el fenómeno, de que los hombres se creen problemas a sí mismos y a los demás, de que desfiguren su propio camino y el de los otros hacia la vida en plenitud, al absolutizar subrepticiamente ideas religiosas, fórmulas, acciones y normas muy apreciadas. El «mundo entero amenaza derrumbarse» si se despoja a estos objetos religiosos de su falso carácter absoluto y se los considera en su verdadera condicionalidad. La idolatrización es un peligro al que están expuestas todas las religiones, también el cristianismo ; en el ámbito cristiano este peligro sólo queda superado, en principio, por la cruz. Colocarse bajo la cruz significa lo siguiente : oponerse a toda absolutización de lo finito en beneficio de lo absoluto..

Idolatrización y pecado

Antes de acercarnos más a la cruz y, por tanto, a Jesucristo mismo, nos permitimos afirmar como «resultado» de lo anterior: Cualquier absolutización del yo y de lo otro (sean hombres, realidades naturales o culturales, sociedades o estructuras, pensamientos o concepciones del mundo) o de una imagen de Dios, conduce necesariamente a la destrucción de la realidad, a la lejanía. Una de las tres magnitudes (separándose y distanciándose de las otras) intenta llenar todo el horizonte de la realidad misma y conduce consecuentemente a las otras dos y, en definitiva, se conduce también a sí mismo, a la destrucción y a la nada. Naturalmente que no podemos olvidar el papel central del yo humano. Pues en la exaltación del mundo y de la imagen de Dios se trata también de una acción del hombre consciente de sí mismo. No sólo la absolutización del yo, sino igualmente la absolutización de lo otro y de la imagen de Dios van siempre unidas a la conciencia y a la acción libre del hombre. La mayor parte de las veces se descubre después que los llamados «espíritus» arrollan, esclavizan y destruyen al que obra libremente y a sus semejantes. Ahí radica precisamente la tragedia de la idolatrización.

La idea de que el yo actúa libremente ocupa un puesto central y privilegiado, como puede manifestarse y patentizarse a través de las perspectivas teológicas. Lo que hasta ahora hemos denominado «absolutización» e «idolatrización», en el lenguaje teológico recibe el nombre de «pecado». Lo hemos expuesto antes al tratar de la idea paulina acerca de la «carne» y «el espíritu». La teología de la Edad Media intentó expresar la idea de (pecado» con estos tres conceptos: «incredulidad», «soberbia» y «concupiscencia», un planteamiento aceptable todavía hoy, presuponiendo naturalmente que se tomen los términos en su sentido primitivo y profundo. Estos tres conceptos iluminan la totalidad del pecado desde tres ángulos. «Incredulidad» es el acto por el cual el hombre en su totalidad, se aparta de Dios en cuanto misterio absoluto, abandona a Dios que es su último fundamento ; es la oposición al «Todo», a Dios que es «todo en todo y para todo en él», y es también la oposición al «Reino de Dios». Esta actitud es el a priori, la condición previa de la idolatrización. Y una vez que se ha apartado el hombre de Dios por su incredulidad, por la soberbia trata de constituirse a sí mismo o a cualquier otra cosa como algo absoluto, colocándolos en lugar del «Todo», es decir, en lugar de Dios. Este es el acto de la idolatrización. Y una vez que el hombre se considera como el centro del cosmos, entonces el amor al mundo que es algo, justo en sí mismo, se transforma en «concupiscencia», en aquella aspiración ilimitada a someter toda la realidad al centro del yo; lo cual significa que se obliga al mundo a girar en torno a sí mismo según las propias categorías y se destruye, de ese modo, toda auténtica relación interhumana e incluso —a largo plazo— se destruye el propio yo. Esa es la consecuencia de la idolatrización.

Ahora, bajo la expresión «seguimiento de la cruz», vamos a considerar la dimensión típicamente cristológica. Así podemos profundizar en lo que hemos dicho hasta ahora y especialmente relacionarlo con la actitud ejemplar de Jesús (69). Como compendio nos va a servir el texto de la carta a los Gálatas citado más arriba (al final de la segunda parte), donde se dice que los que «obedecen a Cristo» han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias y «no están sometidos a la ley» (Gal 5, 18.24). Preguntémonos, en primer lugar, qué significa la cruz en la vida de Cristo, para poder sacar las consecuencias que nos permitan vivir la vida cristiana y conseguir una educación que esté animada por un verdadero espíritu cristiano.

(69) Con la palabra "ejemplar" entendemos con Rahner en Curso fundamental sobre la fe, no sólo lo modélico, sino también y, de un modo especial, "lo que se extiende a toda la historia de la humanidad".

«A tus manos»

En primer lugar, hay que afirmar que la cruz impregnó y modeló toda la vida de Jesús, no, sólo porque comprendió casi desde el comienzo de su vida pública que la catástrofe y la muerte violenta eran inevitables ; ni tampoco, porque durante su actuación pública fuese burlado, escarnecido, abandonado, y tenido por loco; es verdad que todas estas cosas son, como lo veremos más detenidamente, formas decisivas de la cruz. Sin embargo, el auténtico significado de la cruz es más profundo. «La cruz» significa en definitiva : abandonarse a sí mismo al terrible y fascinante misterio. Este abandonarse a sí mismo que encierra, al mismo tiempo, un abandonarse al misterio divino, impregna toda la vida de Jesús, pero encuentra su punto, culminante y su radicalización suprema al final de su vida en la muerte en cruz : «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Le 23, 46). Sin la muerte no sería pensable una visibilización definitiva de lo divinamente infinito. Dios, en cuanto tal, en el espacio de lo categorial, sólo puede estar presente revelándose a sí mismo bajo el modo de la muerte como el acontecimiento más radical de aquella negación que pertenece a la esencia de toda revelación acontecida en una mediación histórica ; esa negación llega a hacerse absoluta en la muerte, porque en ella no puede esperarse nada categorial y no queda, por consiguiente, más que la esperanza en el (Todo» o la mera desesperación» (70).

(70) K. Rahner, obra citada en nota 1, pp. 209 ss.

Acerquémonos un poco más a la cruz presente y actuante en la vida de Jesús en la forma que hemos expuesto. Jesús tenía una especial unión con Dios; pero precisamente eso es lo que permitía la halagadora tentación de aprovechar esta unión en beneficio de su propia persona. Según los evangelios estuvo siempre expuesto a la tentación. No es una casualidad que «el relato de las tentaciones» aparezca ya —como una parte de la introducción— al comienzo de la tradición sinóptica en una secuencia inmediata al bautismo del Jordán. Plenificado por el Espíritu de Dios y tentado (por Satanás) : según la tradición cristiana primitiva son las dos características inseparables de la vida de Jesús. «Satanás» acompaña a Jesús desde el principio. «E inmediatamente (a saber, después del bautismo y de la ratificación recibida de Dios) el Espíritu le impulsó al desierto. Permaneció durante cuarenta días en el desierto y fue tentado por Satanás» (Mc 1, 12). Esta breve alusión de Marcos aparece después en Mateo y Lucas, en una narración más amplia que consta de tres partes distintas (Mt 4, 1-11; Le 4, 1-13).

A primera vista, las propuestas que se le hacen a Jesús aparecen como, lo más natural: cuidar de su bienestar corporal, hacer felices a los demás con su poder y confiar en Dios. Pero si examinamos más detalladamente cómo se intenta conseguir eso que es totalmente natural, entonces es cuando se manifiesta lo «satánico» o «demoníaco»: Las cosas naturales, las estructuras, se le proponen, subrepticiamente, como lo único, verdadero e irrevocable : Jesús tiene que demostrar que El es un hombre extraordinario, una personalidad destacadísima. Pero el resiste a esta tentación y da a conocer con su respuesta y a través de toda su vida que la verdadera grandeza sólo se da en el ámbito de Dios, y que sólo puede manifestarse en el hombre cuando éste está dispuesto a abandonarse, «a negarse» (Mc 8, 34 s) y a no ser «algo prodigioso» ; «... sea como un vaso tintineante, que se quiebra en el momento que suena», se dice en un soneto de R. M. Rilke. Sonar, brillar, ser algo extraordinario, sólo es posible cuando uno se abandona, sabiendo que este abandonarse incluye tanto prescindir de sí como entregarse al misterio del «Todo» e introducirse dentro de él. Es justo, sin duda, preocuparse de uno mismo, poseer algo, hacer felices a los demás y cuidar determinadas representaciones de Dios ; pero, todo esto hay que hacerlo como si no se hiciese nada (v. 1 Cor 7, 29-31), es decir, se trata de ascender «a la pura relación» (Rilke). Y esto significa «morir y llegar a ser» al mismo tiempo: Sólo si yo no me agarro a lo finito, bien sea al propio yo, a lo otro que está en mi entorno o a una imagen de Dios, sino, más bien, si yo estoy dispuesto a entregar todo esto «como un fragmento de mí mismo» («muerte» o «cruz»), sólo entonces existe la posibilidad de alcanzar la vida verdadera («llegar a ser» o «resurrección»).

Por eso Jesús no accedió al deseo de sus contemporáneos de ser un Mesías prodigioso. Con una dureza incomprensible a primera vista rechaza la proposición de Pedro cuando le insinúa que sea «razonable» y que evite la muerte en cruz. Jesús considera esto como diabólico: «Apártate de mí, Satanás, porque tu idea no, es de Dios, sino una idea humana» (Mc 8, 33). El pensamiento de Pedro es satánico, porque equivoca lo finito, Jesús, con lo infinito mismo y no comprende que Jesús tiene que entregarse para que lo infinito de la realidad divina se haga visible en El y a través de El. En el momento decisivo en que Pedro le proclama como Mesías, crucifica Jesús toda esperanza en un mesianismo o cristianismo normal: nada de triunfos, ni honras, sino una entrega y abandono radicales. Lo que importa es «cumplir la voluntad del Padre», «ser su voluntad entre los hombres»; sólo así es Jesús el verdadero Mesías, el Cristo verdadero. Que esta postura fundamental no era algo evidente, sino una realidad amarga y que le conmovía hasta las fibras más profundas de su existencia, es algo que aparece plásticamente tanto en la escena del huerto de los Olivos como en el momento de la muerte.

Jesús no sólo «sacrificaba su vida» como lo han hecho muchos mártires y muchos hombres, normales, sino que sacrificaba todo lo que en El y en torno a El podría atraer a El a los hombres «por ser una personalidad prodigiosa». Precisamente esta renuncia positiva, este abandonarse a sí mismo, que significa al mismo tiempo un aventurarse en el misterio divino, lo manifiesta como Cristo, como portador del Espíritu divino, como el Espíritu mismo como hemos visto anteriormente. Todo esto se evidencia definitivamente en la muerte y la resurrección. Así vemos que el himno de la carta a los Filipenses relaciona la figura de Cristo con la figura del siervo : Jesucristo no se aferró a su categoría de Dios, sino que renunció a poseerla como una herencia personal (Fil 2, 6 ss). Jesús mismo une y relaciona su misión con la muerte y el Cristo que nos presenta Juan en su evangelio afirma : «El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado» (Jn 12, 44). P. Tillich ha interpretado este versículo del modo siguiente : «El Jesús que es Jesús se sacrifica constantemente al Jesús que es Cristo».

Las consecuencias para la vida «en Cristo» son claras: El hombre es «un ser para la muerte». Sólo el que avanza conscientemente hacia la muerte, el que no la rechaza y no se aferra a lo finitamente representable y asible, sino que recuerda agradecido al que todo lo abarca y en el que como en un horizonte se visibiliza y se palpa todo lo finito, solamente ése es el que llega a lo auténtico, a su propia realidad, a la vida verdadera. Ser realmente hombre consiste en sumergirse en las entrañas del misterio absoluto que conocemos con el nombre de Dios (71); provisionalmente lo hacemos sumergiéndonos «en la pequeña muerte de cada día» durante la vida, y de un modo definitivo, al final de ella. La tentación del hombre consiste en reconcentrarse continuamente en lo concreto y factible. El constante ajetreo en «la búsqueda de alimento» día tras día ; el constante girar «en el mundo de lo problemático» ; la exaltación de un mundo, en el que triunfa «la categoría de lo completamente natural» y se arroga el valor de lo auténtico y absoluto; el despojar a los otros sometiéndolos a estructuras, ideas y leyes finitas ; el juzgarse y considerarse a sí mismo como algo definitivo: todo esto son «las pasiones y deseos de la carne» (72) o los poderes alienantes que tiene que crucificar el cristiano. Sólo hay que considerar una cosa como importante : «El Reino de Dios» que lo contiene todo; es decir, el «Todo» o «el Reino de Dios que no es algo finito, asible o factible, sino. que es el absoluto e infinito «en dónde» (73) de todo. A partir de esto aparece clara, por ejemplo, la exigencia radical de Jesús de que nos comportemos como las «flores del campo» o como «los pájaros del cielo» ; es decir, no hay que agobiarse ni emperrarse, ni querer conseguir algo afanándonos febrilmente, sino florecer por florecer, vivir por vivir: Buscad primero, mejor: únicamente y por principio, el Reino de Dios y todo, lo demás se os dará por añadidura (Mt 6, 25-34). En el mismo sentido apunta el conocido «logion» en el que se nos exhorta a perder nuestra vida para conse-

71. K. Rahner, obra citada en nota 1, p. 216. "En su sentido (el de la naturaleza humana) —no una mera dedicación casual, marginal, que incluso podría omitirse— el distanciarse de sí, el entregarse a otro, es decir, aquello que hace que esa naturaleza humana se realice y llegue a sí misma y desaparezca constantemente en lo incomprensible".
72. Para una mejor comprensión del concepto "carne" en Pablo, véase la II parte de este libro.
73. Respecto al concepto "en dónde" véase en la segunda parte de este libro : "El espíritu como contextura...".

guir la vida eterna (Mt 16, 25 par). Con esto se quiere indicar la necesidad de «un abandono» rectamente entendido; un abandono que elimina el girar en torno a sí mismo y el hacer girar a los demás según las propias ideas y categorías y que nos lanza al interior del «Reino de Dios», a la armonía del «Todo» que es la vida eterna. Esto, en el momento presente, sólo es posible de un modo fragmentario, pero llegará a nosotros —así lo esperamos— de un modo definitivo con la muerte.

Estar preparados

Pero la cruz tiene aún una segunda dimensión. Pues la lucha contra la idolatrización en la propia vida repercute también en los demás hombres, en las estructuras, en las cosas que nos rodean ; se convierte, querámoslo o no, en una lucha contra la idolatrización del ambiente. Esto acarrea, a veces, consecuencias dolorosas que hay que sobrellevar. También aquí nos sirve de orientación «ejemplar» la conducta de Jesús. En primer lugar, podemos recordar en este momento la lucha de Jesús contra la absolutización de la ley religioso-social judía. En este punto «el programa» de Jesús es el siguiente : «No es el hombre para la ley, sino la ley para el hombre» —una variante de las palabras : «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27). Siempre que ve que los hombres se han encasillado, más o menos fuertemente, a sí mismos, a los demás y a Dios en una concepción determinada de la ley, intenta Jesús abrir brecha en los muros y derribarlos ; no por el placer de destruir, sino para salvar, para librar de una cárcel cuyos muros ha construido el hombre mismo. La ley exige, por ejemplo, la muerte de la adúltera ; pero no hay que salvar la ley, sino al hombre y Jesús consigue esa salvación al desenmascarar la absolutización de la ley introducida subrepticiamente (Jn 8, 2-11). La ley prohibe juntarse con los publicanos y meretrices y celebrar banquetes en su compañía. Jesús rompe esas limitaciones que separan a unos hombres de otros y disfruta, libre de prejuicios, con el liberado (Mc 2, 15-17; Le 7, 36-50). Por eso precisamente, y de un modo especial, le interesan a Jesús los «celosos de la ley» que se han dejado atrapar y enredar en la ley absolutizada por ellos mismos. Jesús lucha por ellos y hace todo lo posible (Lc 7, 36-50; Lc 11, 37-12, 1) por ganarlos y entusiasmarlos con el Reino de los cielos, utilizando unas veces un lenguaje duro y otras, amable. También calla o habla a la conciencia de los poderosos que abusan de su autoridad y se consideran como algo más o menos absoluto (Jn 19, 10 s ; Lc 23, 6-12). Evidentemente su cariño se inclina también hacia aquellos que, impulsados por el destino y, al mismo tiempo, responsablemente libres, giran en torno a sí mismos. Así, por ejemplo, se realiza la maravilla realmente extraordinaria de Zaqueo que se ve liberado por Jesús de su vida desorientada y así se libera, en beneficio de sí mismo, para los demás y para Dios que es «todo en todo y para todo» (Lc 19, 1-10). En breves palabras : En cualquier parte en la que encuentra Jesús la absolutización del yo, de las estructuras sociales o de una imagen de Dios, intenta desenmascararla, romper el endurecimiento que va unido a ella y preparar al hombre haciéndole sensible y disponible para el «Todo». Su grito: «metanoeite» = «arrepentíos» (Mc 1, 15) es una invitación a eliminar al ajetreante girar en torno a sí mismo, a mantenerse despiertos y vigilantes ante el «Todo» y a integrarse plenamente en él.

Pero en su vivencia del «Todo» choca necesariamente Jesús con una resistencia, cargada de odio, en aquellos hombres que se han instalado en el mundo «normal» y han situado en el lugar del «Todo» que llega, bien su propio yo (hombres poderosos) o determinados elementos o estructuras (ideólogos) o una imagen concreta de Dios (fanáticos religiosos); choca de tal modo que Jesús no puede ganarles para el «Todo». Precisamente este no poder ganarles, evoca su muerte violenta. Aunque la aparición del «Todo» divino en Jesús logró colmar y llenar a muchos de un sagrado estremecimiento y de una profunda fascinación ante sus signos salvíficos, en cambio, de «los escribas y fariseos» que se habían atrincherado en su Dios y no soportaban ninguna curación en sábado, se apoderó una rabia incontenible cuando Jesús curó en sábado la mano paralítica de un hombre «y se pusieron a planear con los partidarios de Herodes el modo de acabar con Jesús» (Mc 3, 1-6 par). Triunfa el poder del mundo «normal», el poder del «pecado», el poder de las ideologías, el poder de la razón instrumental, unida con el fanatismo religioso: «Es mejor que muera un hombre por el pueblo» (Jn 18, 14). Puesto que la vida del «Todo» y la lucha en ella encerrada contra la idolatrización, sólo es posible en el momento, presente en condiciones alienantes, aparece la muerte como algo completamente necesario (tanto en ,su forma provisional de renuncia, escarnio y opresión como también en su forma radical final). La preparación para la muerte pertenece a la lucha contra la idolatrización.

Esperar en el fracaso

Dicho esto, nos encontramos con una tercera y última dimensión de la cruz. Jesús vive el «Todo» sometido a las condiciones del alejamiento y la finitud. Su vida, sus actos, sus palabras, todo parece haber sido en vano. El pueblo, que El se había propuesto conquistar para el «Reino», le crucifica en la cruz como a un malhechor. Sus ilusiones, su vida del «Todo» parece haber fracasado totalmente : En esta situación, la cruz significa : soportar el fracaso radical en la esperanza de que ésa es la voluntad de Dios y, en esa misma medida, es también una acción salvífica. Jesús se encuentra, por así decirlo, al borde de la desesperación, pero, a pesar de todos los fracasos, mantiene la esperanza en Dios y su «Reino». Precisamente por haber esperado contra toda esperanza, es confirmado por la resurrección. Jesús superó la crisis radical por fidelidad a sí mismo y a Dios. El himno de la carta a los Filipenses llama a esa fidelidad «obediencia hasta la muerte en cruz» ; pero exactamente por eso, se sigue diciendo más adelante, le ha elevado Dios y le «ha dado un nombre que está sobre todo nombre» (Fil 2, 8 s). El seguimiento de la cruz significa, por tanto, también : esperar a pesar de cualquier fracaso.

Resumamos mencionando dos tareas fundamentales para una educación vivida con verdadera responsabilidad cristiana :

1. La vida animada por el espíritu cristiano encierra una permanente conversión o una lucha rectamente entendida contra la idolatrización. Esta lucha es un acontecimiento extraordinariamente «delicado» ; exige una sensibilidad despierta y vigilante, una sensibilidad especial, para los fenómenos de absolutización que ,se desarrollan con frecuencia de un modo oculto y latente. Por eso, es misión del educador fomentar y cultivar en sí mismo y en los demás una formación especialmente intensa de la conciencia que sea capaz de examinar a fondo todas las posturas del propio yo. Igualmente tiene que procurar conseguir una formación que haga posible cuestionar todas las posturas sociales, científico-naturales y las diversas concepciones del mundo. Por fin, tiene que trabajar con decisión y tenacidad para que todas las normas religiosas sean contempladas en su condicionalidad (siguiendo el principio: El sábado ha sido creado para el hombre), para que todas las acciones y objetos religiosos sean vistos en su propia relatividad y para que toda reflexión y afirmación de Dios sean consideradas con una óptica auténticamente analógica. En pocas palabras : Tiene que ver e imaginarse toda la realidad a la luz del incondicionado mismo, a la luz del misterio que se nos regala y entrega, a la luz del «Reino de Dios» que llega a nosotros.

2. La conversión o lucha contra la idolatrización es, al mismo tiempo, «el seguimiento de la cruz». La cruz tiene, tal corno hemos dicho, tres dimensiones : en primer lugar, la superación dolorosa de la propia idolatrización en la propia vida ; en segundo lugar, el cargar sobre sí las desagradables consecuencias, cuando se intenta superar la más posible, la idolatrización en el medio en que se vive y en el que se encuentran una terquedad y un odio aparentemente insuperables ; y en tercer lugar, la persistencia en la esperanza, a pesar de las crisis y los fracasos incluso radicales. Si compendiamos las tres dimensiones, una existencia desde la perspectiva cristiana sería la «preparación» para la muerte rectamente entendida y la disposición a abandonarse en la esperanza. El tema de la «renuncia» o «abnegación» podría despojarse, desde este momento, de su alienación moralizante y recibir un nuevo contenido. Sería la renuncia a la cavilación en el «mundo de lo problemático», la renuncia al predominio del pensamiento imaginativo y conceptual en favor de una expectativa vigilante, llena de esperanza, «hacia el Todo». Ahora vamos a examinar más detenidamente esa expectativa vigilante en relación a lo otro (tú y naturaleza) y a la adoración de Dios.