4. La imagen de Dios

La más amplia y profunda concreción de lo que es el hombre, en el Antiguo Testamento, podría muy bien cifrarse en la conocida fórmula : El hombre es «la imagen de Dios».

Ahora bien, la expresión de que el hombre es la imagen de Dios no, es de exclusivo origen bíblico. Ya antes, y simultáneamente al pensamiento bíblico, la encontramos con frecuencia en muy diversas culturas. Esta afirmación ni puede ni debe llevarnos, naturalmente, a negar que la afirmación de la semejanza del hombre con Dios haya encontrado su más auténtica y contagiosa expresión en el pensamiento teológico de la época del Antiguo Testamento. Pero, ¿qué quiere decir el teólogo del Antiguo Testamento cuando designa al hombre como ((imagen de Dios»? Para abordar con precisión esa cuestión, parece interesante y resultará significativo echar una rápida ojeada a las afirmaciones extrabíblicas de la semejanza del hombre con Dios.

La semejanza entre Dios y el hombre

Son muy conocidos los textos de los mitos egipcios y babilónicos ; vamos a fijarnos aquí sólo en un mito de los Winnenbagos, tribu india de Norteamérica, acerca de la creación. Allí se afirma que el «artífice de la creación de la tierra» ha creado, a su gusto, la luz, la tierra, los árboles, las piedras, los cuatro puntos cardinales y los cuatro vientos. Más adelante prosigue la narración : ((Y de nuevo pensó dentro de sí que las cosas habían salido tal como él lo había deseado. Entonces empezó a hablar en realidad él por primera vez y dijo: Ya que todo sale conforme a mis deseos, haré una criatura conforme a mi imagen. Entonces habló él a lo que había creado, pero no respondió». Sólo después de repetidos intentos fallidos por obtener una respuesta, «el artífice de la tierra sopló en su boca (en la de su imagen), le habló y ésta le respondió» (47).

F. J. Stendebach opina que este mito esclarece con precisión el sentido decisivo de la expresión de la semejanza con Dios y que consiste en que el hombre representa lo que está frente a Dios y puede responderle. Hay aquí, según este autor, una ayuda de la historia de las religiones que hay que agradecer para la interpretación más admitida actualmente del Génesis 1, 26 ss («Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza»), según la cual «la imagen» es entendida como (correspondencia» y la semejanza como «responsabilidad» (48). Así dice, por ejemplo, Leo Scheffczyk en una de sus últimas publicaciones: «La auténtica semejanza del hombre con Dios, el ser imagen suya («imagen» y «semejanza» pueden tomarse como conceptos idénticos) radica en ser una respuesta a Dios o, dicho de otro modo, en su capacidad de respuesta o en una «responsabilidad ético-religiosa profunda frente al absoluto» (49).

H. W. Wolff advierte en su «antropología del Antiguo Testamento» que la expresión (imagen de Dios», en el fondo' hace referencia sin duda a una semejanza de Dios con el hombre ; esto no quita, sin embargo, que el hombre tiene que ser comprendido a partir de la palabra de Dios y sus expresiones concretas. Dios y el hombre están, por tanto, en una mutua relación de semejanza : ésta podría ser la significación exacta de la metáfora ((imagen de Dios». Esta concepción de una semejanza mutua entre Dios y el hombre (juntamente con todas las criaturas) ha ocupado con razón, bajo el concepto de «analogía» (50) un lugar privilegiado en la teología cristiana.

47. Véase F. J. Stendebach, Die Menschheit und die SchS-pfung. en: Bibel und Kirche 2 (1973) 41.
48. Véase la nota anterior.
49. L. Scheffczyk, Einführung in die Schdpfungslehre, Darmstadt 1975, p. 83.

(50) Véase en la tercera parte de esta obra el apartado : "Contra la idolatrización de la imagen de Dios".

Expresión de la semejanza en el amor al prójimo,
en el amor a la naturaleza y en la alabanza a Dios

Pero, ¿cómo se concretiza, según la concepción del Antiguo Testamento, esta relación de semejanza del hombre con Dios? Vamos a hacer referencia, en este contexto, especialmente a tres modos fundamentales:

1. «El hombre se asemeja a Dios sólo cuando se comporta y actúa de un modo interpersonal» : «..,como hombre y mujer le creó» (Gen 1, 27); este versículo sigue inmediatamente a la afirmación de la semejanza con Dios y ofrece, como afirma K. Barth, una explicación «casi con valor de definición» para explicar lo que significa semejanza : Los hombres pueden y deben completarse amándose. Son la imagen de Dios, precisamente en la medida en que son una sola cosa entre sí. Y esto no puede interpretarse con un sentido moral estrecho. Parece que se quiere expresar, más bien, que los hombres sólo pueden vivir y existir en la medida en que se ayudan y se apoyan y completan mutuamente, como lo hacen el marido y la mujer. En este trasfondo hay que comprender la entusiasta afirmación de Adán en la tradición yahvista que, frente a su compañera, exclama :

Esto sí que es ya hueso de mis huesos
y carne de mi carne.
Esta se llamará (isba : varona)
porque del varón ha sido tomada (Gen 2, 23)

La primera parte de esta sentencia encierra una fórmula expresiva de afinidad, propia del Antiguo Testamento ; la segunda, con su etimología popular, —el nombre de «isba» = mujer— indica la profunda solidaridad entre él y la mujer : la ingrata soledad queda superada por una comunidad solidaria, extensa y profunda ; y precisamente «en la medida en que ellos son una misma cosa, son imagen de Dios».

2. El hombre se asemeja a Dios sólo cuando se vuelve a la naturaleza : En relación inmediata con la afirmación de la semejanza de Dios, está no sólo la referencia a la constitución interpersonal del hombre, sino también «el encargo de someterla y dominarla (a la tierra)» (Gen 1, 26. 28). Esta misión hay que verla en el transfondo y a la luz del pensamiento oriental: «Del mismo modo que los reyes de la tierra más importantes colocan en las provincias de su reino a las que no pueden llegar personalmente, una imagen de sí mismos como símbolo del derecho de posesión, así también ha sido colocado el hombre, por su semejanza con Dios, como emblema de Dios. El está llamado justamente, como auténtico mandatario de Dios, a salvaguardar e imponer sobre la tierra el derecho de soberanía de Dios)). Si admitimos esto, entonces es realmente el hombre el portador de la bendición y la salvación para todo lo creado. La unión del encargo dado al hombre de cuidar el mundo con la bendición divina (Gen 1, 28) aclara esto plenamente. El hombre tiene que atender y tratar a la naturaleza (que integra también a la cultura creada por él) de tal modo que lo divino puede transparentarse a través de ella.

Esta es la actitud que aparece, por ejemplo, en el bellísimo salmo 104. En él, el salmista prorrumpe en gritos de júbilo a Dios por haber llamado a la vida a la naturaleza y al hombre ; por cuanto él se encarna, por así decirlo, en cada uno de los seres de la naturaleza : y no como si se volatizase en dichos seres ; al contrario, la naturaleza vive de y en la plenitud luminosamente divina y recibe de ella su privilegiada dignidad :

¡Dios mío, qué grande eres !
Te vistes de belleza y majestad,
la luz te envuelve como un manto,
despliegas el cielo como una tienda.

De los manantiales sacas los ríos,
para que fluyan entre montes;
en ellos beben las fieras agrestes,
el asno salvaje apaga su sed.

Haces brotar la hierba para los ganados
y forraje para las bestias de labor ;

Así saca el pan de los campos,
y vino que le alegra el corazón
y aceite que da brillo a su rostro,
y alimento que le da fuerza.

Cuántas son tus obras, Señor,
y todas las hiciste con maestría,
la tierra está llena de tus criaturas.

Única y exclusivamente cuando el hombre ve y trata a la naturaleza (y la cultura) de tal modo que en ella y a través de ella se transparenta lo divino, consigue que la naturaleza llegue a su auténtico sentido, a su esplendor y plenitud. Sólo así puede hacer justicia «al mandato dado por Dios» de dominarlo y someterlo, todo.

3. El hombre sólo se asemeja a Dios cuando se hace consciente de esta semejanza y la expresa en un himno concreto de alabanza a El: El salmo 8, por ejemplo, juntamente con la destacada dignidad del hombre en el verso 6 s («Lo hiciste poco menos que un dios, lo coronaste de gloria y dignidad. Le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies»), descubre que a Dios hay que tributarle cantos de amor y alabanza : «Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra» (Vers. 2 y 10). La consecuencia de la semejanza con Dios tiene que ser un diálogo agradecido con El y no la autosatisfacción de la propia grandeza. Precisamente la dignidad y grandeza del hombre dependen de Dios y necesitan constantemente y radicalmente de su apoyo: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él y el ser humano para que te ocupes de él»? Ese es el grito angustioso y dubitante del salmista en el verso quinto del mismo salmo.

El hombre está llamado a alabar a Dios. En presencia de los portentos divinos (tanto de la creación en general, como de un modo especial por su intervención en la historia) el hombre se estremece, y fascinado y aterrado, no puede menos de componer cánticos e himnos de alabanza al Señor:

Yo alabo tus maravillas.
Encarecen ellos tus temibles hazañas
y yo narro tus grandes proezas (Sal. 145, 5 s)

En esta alabanza están incluidos y unificados no sólo las cosas de la naturaleza («que todo ser viviente te alabe»), sino, de un modo especial, los hombres de todas las naciones y de todas las épocas. La alabanza se convierte en una manifestación anticipada, previa a la gloria futura, de toda la humanidad (Cfr. Vaticano II, GS 32).

Reyes y pueblos del orbe,
príncipes y jefes del mundo,
los jóvenes y también las doncellas,
los ancianos junto con los niños:
alabad el nombre del Señor,
el único nombre sublime (Sal 148, 11-13).

En esta glorificación y alabanza, encuentra la concreción del sombre su plenitud verdaderamente humana para vivir en este mundo, para amar al prójimo y para dominar a todos los seres carentes de razón. En caso contrario, el hombre, como ídolo de sí mismo, se convierte en un tirano y pierde su libertad, enmudeciendo su capacidad de comunicación.

Resumamos: Esta rápida ojeada al Antiguo Testamento nos ha mostrado que la semejanza del hombre con Dios hay que entenderla como una existencia fundamental, como una determinación dada desde siempre y que le es concedida al hombre, desde el principio, por el mero hecho de existir. (Es justamente aquella determinación fundamental de la que hemos hablado en la primera parte destinada a la reflexión filosófica, y que intentamos designar con K. Rahner «como la referencia al misterio divino»). El hombre sólo puede existir como hombre en la medida en que se asemeja a lo divino y en la medida en que esta semejanza se testimonie concretamente en una interpersonalidad impregnada de amor, en un esfuerzo significativo por la naturaleza (y la cultura) y en un acto concreto de veneración religiosa a Dios.

En esta determinación del hombre va implícito, en primer lugar, el llevar un yo propio, no intercambiable, un yo responsablemente libre y un yo consciente de su propia dignidad. En segundo lugar, que el hombre tiene una constitución interpersonal, es decir, abierta siempre a lo otro, especialmente al tú. No encontramos, pues, en el Antiguo Testamento ninguna contradicción con nuestras consideraciones filosóficas, sino, más bien, su confirmación. El hombre llega, según la concepción del Antiguo Testamento, a la verdadera realidad cuando y en la medida en que, como yo libre que es, se pone en armonía con los demás seres humanos (comprendiendo también naturaleza y cultura), como una imagen concreta de Dios y de ese modo, englobándolo todo, asemeja a Dios, es decir, vibra en el ámbito de Dios.

Jesucristo como la imagen de Dios

En el Nuevo Testamento topamos con el hecho destacable de que el predicado «eikon» (=imagen/retrato) se aplica en primer lugar y básicamente a Cristo elevado al cielo. El sólo es «la imagen de Dios invisible» (Col. 1, 5 ; 2 Cor 3, 18; 4, 4). Naturalmente que al hombre también se le designa como «eikon» ; pero la imagen del hombre, con una única excepción (1 Cor 11, 7) (51), es la imagen de la imagen fundamental que es Cristo elevado al cielo (Rom 8, 29; 1 Cor 15, 49 ; Col 3, 10; cfr. Fil 3, 21; Ef 4, 24). El hombre es justificado sólo porque está «en Cristo» o mejor porque «Cristo está en nosotros». Sólo la semejanza con Cristo eleva al nivel de hombre «nuevo», ((interior)), «espiritual», es decir, al nivel de, hombre perfecto: sólo el que se reviste de Cristo, que es el hombre nuevo, alcanza «la filiación divina», se convierte en «una nueva creación)), recibe «el Espíritu» : en el momento presente sólo de un modo fragmentario, pero de un modo perfecto en «el esjaton» esperado y que ha irrumpido ya. Así, según la concepción del Nuevo Testamento, Cristo como «eikon» es, al mismo tiempo, imagen respecto a Dios y prototipo respecto al hombre. El hombre debe convertirse en imagen del prototipo que es Cristo.

Podría añadirse aún que el concepto «eikon», con el significado apuntado antes, sólo se encuentra en Pablo y en las cartas deuteropaulinas ; pero, fijándonos en su auténtico fondo, el concepto «eikon» como lo expone P. Schwanz, se encuentra también en Juan, y concretamente bajo, palabras como : «Espíritu vivificante», «Espíritu en», «gloria», «en Dios», «el Padre que me ha enviado», «el Logos», «el Hijo del Hombre».

La expresión de la semejanza de Dios en el Antiguo Testamento y la expresión «eikon» del Nuevo Testamento, por tanto, no se pueden fundir ni intercambiar entre sí. La semejanza de Dios, tanto según la concepción del Antiguo Testamento como según la del Nuevo, es una determinación divina que no se ha perdido nunca ni se puede perder (Gen 1, 26; 5, 3 ; 9, 6). El ser «eikon» del hombre es, por el contrario, algo creado, es «algo creado de nuevo». Y significa la participación en la perfección que sólo es posible en Jesucristo. En el Nuevo Testamento no se habla nunca, en ninguna parte, expresamente de una pérdida o restauración de la semejanza divina del hombre. Precisa-mente en esta cuestión se distancian los autores del Nuevo Testamento claramente de la concepción gnóstica del «eikon» de Platón (cfr. las discusiones de San Pablo en la comunidad de Corinto: 2 Cor 3, 16-18) (52): Por la nueva creación en Cristo no son rehabilitados los hombres una vez más, sino que son elevados globalmente sin más (Rom 3, 23).

(51) Se dice allí que el hombre es "la semejanza y la gloria de Dios". El autor (quizá Pablo) está tratando el problema del uso del velo por parte de la mujer en actos de culto. Y propone la siguiente escala: Dios-hombre-mujer; cada uno de estos miembros está sometido al anterior. El hombre no necesita cubrir su cabeza, porque él es la imagen y el esplendor de Dios. La mujer, en cambio, es el esplendor del hombre, ya que no procede el hombre de la mujer, sino la mujer del hombre. Pues el hombre no ha sido creado a causa de la mujer, sino que la mujer ha sido creada a causa del hombre. Se trata aquí, sin embargo, de una concepción que no encuentra analogía ni en el Antiguo Testamento, ni en el judaísmo ni en el helenismo pagano y que, además, va contra la mentalidad expresada por S. Pablo en sus cartas (así en Gal 3, 28 o en Col 3, 9-11 donde se propone y se defiende la supresión tanto de las diferencias sociales como de las biológicas).

(52) Los de Corinto que se enfrentan a Pablo ven realizado el "esjaton" en una contemplación directa de Dios y de la doxa. A través de esta contemplación directa de Dios y de la doxa creen experimentar en sí mismos una transformación cada vez más lograda en la imagen que ellos contemplan. Pablo corrige esta interpretación introduciendo el Espíritu como el hecho salvífico más decisivo. Lo que sus contrarios quieren significar "con una transformación en la imagen semejante de Dios" lo designa S. Pablo como "llegar a ser una nueva criatura a través del Espíritu" (Ef. 4, 23).

Con la ayuda y matizada distinción de la semejanza de Dios del Antiguo Testamento y su transformación en «eikon» según el Nuevo, no se pretende negar, en modo alguno, una interna conexión entre ambas. Si Jesucristo es la imagen de Dios y si el hombre, asumido por El, tiene que ser configurado según Cristo, es que se ha convertido objetivamente en «eikon» de Dios, es decir, en imagen de Dios. Con el transfondo de las reflexiones filosóficas deberíamos formular : asemejarse a Cristo, imagen de Dios y convertirse en su imagen significa : corresponder en el espacio y en el tiempo («categorialmente») a la determinación fundamental dada ya desde siempre previa y conjuntamente («transcendentalmente»); es decir, corresponder en el espacio y en el tiempo a la semejanza de Dios como (referencia al misterio absoluto». Aunque en el Nuevo Testamento se atisba este pensamiento (especialmente en Pablo), hay que decir, sin embargo, que no se formula expresamente en ninguna parte.

Pero, ¿qué es lo que constituye a Jesucristo como prototipo en relación al Dios invisible y que nos hace a nosotros imagen en relación al mismo Jesucristo? Responder ampliamente a esta pregunta significaría desarrollar una Teología Sistemática completa. Pero, según nuestro' propósito, sólo podemos esbozar dos perspectivas fundamentales: «el estar en Cristo» y «la vida en el Espíritu».