1. La conciencia del yo (el yo)


La conciencia del yo
a través del entendimiento y la voluntad

Vamos a tomar como punto de partida de nuestra exposición (11) la autoconciencia humana. Con la palabra «autoconciencia» no entendemos aquí el caer en la cuenta de algo, que destaca más el aspecto psicológico, sino el ser consciente de sí mismo. El hombre es consciente de sí mismo; sabe que él es precisamente este hombre y no otro. Incluso ante una perspectiva tan general como es la del hombre está siempre esta autoconciencia propia y en ella, en definitiva, el interrogante de quién o de qué soy yo. Pues este interrogante presupone que el que se lo formula se sabe y se reconoce como, algo separado de todo lo demás; no sólo de todo lo que no es su ser humano, sino también de los demás hombres. Pero nosotros no necesitamos siquiera plantearnos esta cuestión fundamental. Cuando el hombre dice, piensa o hace algo, cuando lo apetece o lo padece, sabe siempre que él, sólo él y ningún otro es el sujeto de esa palabra y de esa acción, de esa aspiración y de ese sufrimiento. Se sabe corno un algo, separado de todo lo demás; deslinda su yo de todo lo que no es yo, de la sociedad, de la naturaleza, de la historia ; en una palabra: es siempre consciente de sí mismo. Esta conciencia de sí mismo es un conocimiento implícito que precede a todo pensamiento, y acción concreta : es un a priori.

(11) En este tema, véanse las obras siguientes : G. Scherer, Strukturen des Menschen, Essen 1976; E. Coreth, Was ist der Mensch?, Innsbruk 1972.

Ahora bien, el hombre no sólo es consciente de sí, sino que se experimenta como sujeto de apetencias y deseos. Pues, en ese distinguirse y sentirse separado de todo lo demás, no se trata de un mero ser otra cosa como, por ejemplo, son cosas distintas una mesa de comer y una máquina de escribir. Más bien se trata de una actuación que como tal comporta necesariamente una tendencia volitiva. Yo me aparto —consciente de mí mismo– de todo lo demás y me sitúo frente a todo lo demás y quiero ser precisamente tal como me siento. Esta conciencia volitiva podemos designarla como «autoafirmación» ; pero con este concepto no designamos tanto la autosatisfacción psicológica cuanto la autoafirmación previa a cualquier acto tendencial, es decir, el substrato volitivo que está implícitamente a la base de todos los actos humanos.

El yo como lugar de origen de toda actividad humana

El hombre existe, pues, sólo en cuanto es consciente de sí y se afirma volitivamente. Por esta autoconciencia afirmante o esta autoafirmación consciente es el hombre un yo. Podemos formular esto mismo de otra manera : el conocimiento autoafirmante o la autoafirmación consciente es el yo. Este yo es el lugar de origen de toda actividad o realización humana, precisamente porque sólo en la distinción de todo lo demás se ofrece la posibilidad del conocimiento y la acción, y, por consiguiente, de cualquier existencia histórica (en general). ¿Cómo podría conocer yo algo, si no me experimentara como enfrentado a ello y no experimentase yo ese algo como enfrentado a mí mismo? ¿Cómo podría hacer yo algo, si no me experimentara a mí mismo como un centro del que surgen proyectos, planes, realidades que, al mismo tiempo, aparecen como distintas de mí, como puestas frente a mí? ¿Y cómo sería posible la existencia histórica en general sin un distanciarse del pasado, del presente y del futuro? Yo tengo que saber y afirmar que era yo mismo el que experimenté y viví el pasado ; yo tengo que saber y afirmar que soy yo aquel a quien le sucede esto o aquello en el momento presente ; y tengo que saber y afirmar que seré yo aquel a quien le sucederá algo que ahora conozco o desconozco. Especialmente claro aparece el yo como lugar de origen de las múltiples manifestaciones de la vida concreta precisamente en el fenómeno del sufrimiento humano. El hombre es un «yo encarnado». Presupuesto del sufrimiento es no sólo la materialidad vulnerable y sensible dada en la corporalidad, sino también y, de un modo especial, el propio yo: Es el propio yo el que experimenta como algo suyo el dolor corporal, la enfermedad, la inminencia de la muerte, el sufrimiento de la violencia y las privaciones de todo tipo.

Puede añadirse aún que la experiencia del yo es doble. En ella se manifiesta, por una parte la grandeza y por otra, la pequeñez del hombre : «su grandeza en cuanto que este único e irrepetible yo no puede ser sustituido ni representado por nada ni por nadie, sino que afincado sólo en sí mismo, posee una cierta incondicionalidad que le pertenece sólo porque es él; esa es la sublime y grandiosa dignidad del yo incomunicado. Pero al mismo tiempo es su propia pequeñez, ya que este yo no es más que un punto en el conjunto de la inabarcable totalidad del ser y de la acción, del mundo y de la historia. Esta existencia única, limitada espacial y temporalmente, se encuentra, por expresarlo de algún modo, perdida dentro de la realidad total que le supera y abruma. De ahí brota la profunda y definitiva soledad que a veces experimentan los hombres en lo más profundo de su ser» (12).

En resumen : El hombre es siempre consciente de sí mismo y quiere su propia identidad y precisamente por eso es un yo. El yo, como autoafirmación consciente de sí mismo, es el centro de toda vivencia y sufrimiento humanos: «es el sujeto deseoso de su propia autoconservación, de la ilusión por poder existir; es el punto de partida de toda aspiración, el punto de convergencia de la angustia, el foco de una posible autorrealización o de un posible autofracaso, de una identidad conseguida, pero también de un posible naufragio». Más concisamente : El yo es el punto central de toda acción vital, es la «condición de posibilidad de las múltiples situaciones y relaciones concretas con las que el hombre se encuentra» (13). Todo esto nada

12. Véase la obra de Coreth citada en la nota 11, p. 82 s.
13. G. Scherer, véase la obra citada en la nota 10, p. 268; v. asimismo la citada en la nota 11, p. 46 s.

tiene que ver con una postura egoísta o egocéntrica. Se trata de una determinación ineludible del hombre. Sólo en la medida en que el hombre se sabe y se quiere siempre como tal centro, puede experimentar la realidad del mundo que le rodea como «su mundo)) y vivir en él. La experiencia del yo revela tanto la grandeza y dignidad insustituible del hombre como su propia pequeñez y abandono.

La incaptabilidad del yo

Aunque el yo (como propia autoconciencia y autoafirmación del hombre que es) sea siempre una realidad previamente dada, eso no significa, en modo alguno, que se le pueda comprender y captar de un modo pleno y total. Desde Kant hay que distinguir además, entre un yo «empírico» y un yo «transcendental». El yo empírico o concreto es el hombre en su individualidad inmutable, histórica, pero al mismo tiempo condicionada. El «yo transcendental» es algo previo a cualquier actuación del yo concreto, es como la posibilidad condicionante y como la conciencia inmediata que el hombre tiene de el mismo (14). Toda ac-

14. El Fichte de la primera época (borrando un poco la diferencia entre el yo empírico y el yo transcendental) concretizó, por así decirlo, la "apercepción transcendental" y remontó, de ese modo, el yo hasta el Absoluto : El yo no sólo se piensa a sí mismo, sino que se pone también. A la pregunta sobre la relación existente entre la naturaleza y el yo, responde Fichte que también ella es puesta como el "no-yo" por el yo mismo; el yo se opone al "no-yo" como lo otro; sin esa distensión del yo hacia lo otro no podría ser una realidad viviente. El ponerse a sí mismo del yo y el oponerse del "no yo" son, pues, para Fichte dos actos fundamentales, indeducibles, del hombre. Ambos son. sin embargo, abarcados en un tercer momento, una vez más, por el yo : El yo se opone al "no-yo" en el yo. De ese modo, no hay para Fichte ninguna cosa en sí fuera del yo; todo lo que es "no-yo", es lo otro del yo; la naturaleza queda convertida en un momento del yo y, de ese modo, anulada. "El idealismo de la libertad", tal como lo entiende M. Heidegger, se convierte en Fichte en un sistema. Todo ser que existe, tiene su ser a partir del yo, el cual en cuanto "yo pensante" es originariamente posición, acción, y en cuanto acción, acción real, libertad. La yoidad (Die Ichheit) en cuanto libertad lo es todo ; también el "no-yo" es en cuanto que es "no-yo", luego adherido al yo, es decir, un yo (Ich-haft)... También la naturaleza y precisamente ella es sólo el "no-yo", es decir : También ella es yoidad (Ichheit), lo que equivale a afirmar que es sólo la frontera y límite del yo; en sí no tiene ser alguno.

ción y conocimiento van acompañados y afirmados plenamente («apercepción transcendental») (15), por el último principio del «yo pienso». De esto hemos tratado hasta ahora. Si quiero reflexionar sobre el yo transcendental (y de ese modo realizar un acto concreto) se presupone ya aquello sobre lo que reflexiono, a saber, mi propio yo. El yo no se puede abarcar con conceptos, no se puede objetivar, no constituye una parte concreta del hombre, precisamente porque es algo previo a todos los conceptos, a todas las objetivaciones, a cualquier acción del hombre. Podemos también fundamentar la imposibilidad de la comprensión del yo del modo siguiente: El yo es la conciencia permanente de sí mismo, la reflexión incesante sobre sí mismo. Si yo reflexiono sobre eso, entonces se trata ya de una reflexión sobre algo que ya reflexiona sobre sí mismo. El hombre, al realizar esta segunda reflexión (la reflexión sobre el yo) llega siempre con un poco de retraso sobre sí mismo. Ciertamente puede contemplar el yo, porque él mismo es un acto de contemplación ; pero no puede nunca llegar hasta el fondo del yo: ((El yo, aunque en sí mismo es una luz, se escapa a su propia captación» (16).

Como ersultado de lo dicho nos encontramos ante una última y decisiva afirmación : El yo se manifiesta como algo que está fuera de lo captable o comprensible. Encierra por tanto en sí mismo una cierta absolutez, pero no es el Absoluto (o el yo absoluto) mismo. Esta cierta absolutez la posee por su participación en el Absoluto (o Yo absoluto). Un fragmento de la obra de Schelling sobre «La esencia de la libertad humana» publicada en 1809 quizá pueda ayudarnos a aclarar lo que estamos diciendo (17). En ese texto los conceptos «absolutez» y «libertad» aparecen como intercambiables. La absolutez y la libertad no son sólo propios de Dios, sino también del hombre. ¿Existen, pues, dos absolutos irreconciliablemente enfrentados entre sí? ¡En modo alguno! La creación, razona Schelling, hay que entenderla como una autorrevelación, como una autocomuni-

15. Para las distintas matizaciones del "yo pensante" en los diversos pensadores del Idealismo, véase E. Coreth, obra citada en la nota 11, p. 84.
16. G. Scherer, véase la obra citada en la nota 10, p. 271.
17. F. W. Schelling, véase la obra citada en la nota 6, páginas 35, 42 s.

cación de Dios. Si eso es así, entonces existe en la creación la característica fundamental de Dios, a saber, (su) libertad. Las criaturas de Dios sólo pueden por consiguiente «ser seres independientes, precisamente porque proceden de Dios, porque dependen de El. Esta dependencia precisamente —así es la formulación que propone M. Heidegger en su interpretación al tratado de Schelling— significa ser dependiente de, estar pendiente de: «Lo dependiente de Dios tiene que estar colgado o pendiente de El de tal modo que llegue a resultar algo independiente en sí mismo». Esto vale en principio, es decir inicialmente, para todas las criaturas pero sólo se manifiesta en el hombre. Por eso, el hombre (y en el auténtico sentido de la palabra sólo él) es una libertad dependiente, «una absolutez o divinidad derivada», deducida. El concepto «absolutez derivada» constituye para Schelling «la idea medular» de toda la filosofía (18).

Intentemos —siguiendo hacia atrás el curso del pensamiento de Schelling— abordar, desde el concepto, de finitud, la imposibilidad de comprensión del yo. Precisamente en el hecho de que el hombre nunca puede captar plenamente su propio yo, se evidencia su finitud, su derivabilidad. Finitud puede significar, en primer lugar, un acabamiento, un término en el tiempo ; en segundo lugar, puede significar una dependencia de los más diversos condicionamientos materiales y del encuentro con lo demás y (de esto vamos a tratar en seguida), en tercer lugar, la finitud puede significar que mi existencia no es necesaria, que yo no he sido consultado sobre si quiero existir (como un yo). El yo es algo con lo que nos encontramos como dado previamente y que, muchas veces con admiración pero también algunas con acritud, se topa con su propia yoidad. No se ha formado espontáneamente, no se ha originado a sí mismo consciente y libremente. Admitido esto, el yo, si es que quiere portarse realmente bien consigo mismo, tiene que comportarse necesariamente bien también con aquello por lo que él es un yo. Pero, ¿por qué es un yo? ¿Debido a la evolución biológica? ¿Debido a la casualidad? ¿No tiene que ser por una realidad que me dé la vida y me haga comprensible en mi absolutez deducida? ¿No, tiene que ser por esa realidad absoluta, incluso por el Absoluto mismo? La cuestión que aquí se debate es la cuestión del sentido del ser último en general y la relación que nosotros tenemos con El (19). Antes de pasar a un estudio más profundo de esta cuestión, parece más acertado considerar el segundo principio fundamental de la existencia humana : el encontrarse en lo otro (realizarse).

18. W. J. Schelling, véase la obra citada en la nota 6, p. 43.
(19) G. Scherer, véase la obra citada en la nota 10, pp. 271 s.; consúltese también la obra del mismo autor citada en la nota 11, pp. 55 ss., 173 ss.