II
LOS SÍMBOLOS Y SIGNOS QUE NOS INTRODUCEN

 

CLAVE 8

La comensalidad, sacramento creacional-eucarístico

Dios ha querido comunicarse con las personas de forma humana. Es la lógica de la encarnación, según la cual la vida divina participada en comunión se organiza al modo humano e histórico. La eucaristía vive de esta misma lógica sacando de ella lo mejor de sí misma, desbordándola. En todas las culturas, la comensalidad, más allá del hecho físico de comer y beber, se convierte en un símbolo cargado de sentido.

Un sacramento de la creación

En ciertas ocasiones acontecen lo que podemos llamar «sacramentos de la creación» que brotan en momentos relevantes de la vida humana y se convierten en "hendiduras de lo cotidiano". A través de ellos se puede observar el misterio de la persona humana en su apertura a los otros y al Absoluto. Entre estos momentos existencialmente decisivos están: el nacimiento, la muerte y la comida. En estas experiencias rudimentarias, pero de una gran densidad existencial, la persona bordea sus propios límites, barrunta lo distante e inmenso (nacimiento y muerte) y, por otra parte, se percibe en constante renovación e interacción como ser biológico y propiamente humano (comida).

La existencia humana se apoya en la compañía de las cosas, se nutre en un mismo torrente de vida, se funda en esa comunión con el cosmos. Ese acto biológico fundamental del comer humano sustenta y condiciona otras actitudes más elevadas del espíritu humano. Se trata de una "poetización de lo biológico» por la que el alimento del cuerpo se convierte en alimento del espíritu y del universo en evolución. Lo ha descrito Teilhard de Chardin en una página admirable de su obra El medio divino:

"Si el más humilde y el más material de los alimentos es capaz de influir en nuestras facultades espirituales, qué decir de las energías infinitamente más penetrantes que trasmite la música de los matices, de los sonidos, de las palabras, de las ideas. No hay en nosotros un cuerpo que se alimente independientemente del alma... El trabajo del alga, que concentra en sus tejidos las sustancias esparcidas, en dosis infinitesimales, por las capas inmensas del océano —la industria de la abeja, que forma su miel con los jugos libados de tantas flores—, no es sino una pálida imagen de la elaboración continua que experimentan en nosotros todas las fuerzas del universo para convertirse en espíritu".

Una comunicación interpersonal

A partir de la «poetización de lo biológico», el alimento y la comida simbolizan la vida íntima y escondida que lucha contra la acción corrosiva del tiempo y del desgaste físico. Comer y beber significan, también, un proceso de interiorización, de incorporación, de intimación: el alimento lo digiero, lo asimilo, lo incorporo, pasando del orden de mi tener al orden de mi ser.

Esta misma categoría de «comida» puede ser aplicada a la comunicación interpersonal en el amor y en la amistad. El abrazo que mantiene al otro dentro de nuestro espacio corporal y el beso que es una "manducación mimética", pertenecen ambos al registro simbólico de la intimación. Pero una interiorización del otro meramente instintiva no será humana; tendrá que existir un aprendizaje que en realidad no termina nunca: reconocer al otro como un «tú» que desde su rostro y su mirada nos habla de libertad y originalidad, abriéndonos tácita o explícitamente al «tú Absoluto».

La comensalidad nos conduce al comer social. Comer con otros es esencialmente diferente del comer a solas. Allí se invita, se comparte, se vive... transformando los alimentos en dones significativos de acogida, amistad y hospitalidad desde claves de fraternidad. Entre la palabra, la mano y el rostro se efectúa una rica circulación de sentido. La mesa se transforma en ámbito de encuentro interpersonal: la acción de comer juntos constituye un momento absolutamente privilegiado de comunicación interhumana, donde los otros aparecen realmente como mis semejantes. Ello supone tiempo compartido, conversación prolongada, confidencias entre amigos, recuerdos memorables de vidas entrelazadas. Es convite, compañía y fiesta.

Esta comunicación interpersonal nos remite a la comunión con lo divino, como puede apreciarse en los banquetes sagrados de los griegos, o en la comida y bendición pascual de los judíos. El rito de la mesa ha llegado a alcanzar un sentido místico: a través de él las personas han experimentado la comunión con la divinidad y se han regocijado con él; han tenido acceso a la intimidad de los seres superiores, llegando a ser sus comensales; han establecido con ellos una relación estrecha y profunda, una comunidad de vida nutrida de la esperanza de la inmortalidad.

La eucaristía, símbolo de comensalidad

De todo lo dicho, se puede comprender porqué Cristo asume el símbolo del banquete y la comida fraterna. Ciertamente, la eucaristía cristiana surgió en un claro ámbito de comensalidad. Sin embargo, parece que sufrió una primera evolución ya cuando —según 1Cor 11— se ven juntos al final de la cena los dos gestos del pan y del vino, aunque manteniéndose todavía el marco general de la comida, con su sentido antropológico y religioso, que los cristianos en Corinto no parecen haber comprendido adecuadamente. Pero no tardará mucho en cambiar la situación, orientándose hacia la eliminación de la comida.

El banquete eucarístico es una incorporación mutua entre Cristo y el creyente en asamblea por medio del "pan de vida". Así, la comensalidad humana puede clarificar la eucaristía cristiana. Pero, también la eucaristía puede iluminar con un sentido nuevo, con una nueva luz, tantas y tantas comidas realizadas tanto en la rutina de nuestra vida diaria como en el esplendor del encuentro festivo.

El símbolo de la comensalidad, subyacente a la eucaristía, es una realidad humana que la prepara y preludia. En ella se produce la armonía entre la creación y la salvación. Se acerca a nosotros la situación del Edén, el paraíso (o su ausencia ante el hambre y las catástrofes), que simboliza el árbol de la vida. Ahora bien, no es el paraíso del pasado, sino el reino actual y la anticipación del futuro lo que se nos da en el banquete eucarístico. No volvemos en él hacia el pasado sino que avanzamos con toda la creación y la historia hacia el porvenir eterno. El teólogo oriental de procedencia francesa, Oliver Clément, nos lo expone con su lenguaje poético cuando nos invita a vivir desde "la vía de la pobreza desnuda que permite a la belleza del mundo revestirnos de las delicias de la primera creación. Por esta vía no retornamos al Paraíso, pero sí nos encaminamos ciertamente al Reino, que es su mejor plenitud. El jardín de las delicias, el árbol de la vida, transformado ahora en manjar y bebida eucarísticos, nos abren de nuevo la puerta. Ya no estamos llorando a su entrada como Adán y Eva, según un bello icono oriental ... Según dice un himno de la liturgia navideña interpretando a Jn 1,51: «El ángel de la espada flamígera / se aleja del árbol de la vida / la eucaristía». La eucaristía, en la que el pan y el vino, y tras ellos el sol, el agua, la tierra, el aire, el trabajo humano, se transustancian en el cuerpo de Cristo; es decir, donde el cuerpo luminoso del Dios humanado, penetrándolo, hinchiéndolo, impregnándolo todo hasta la médula sustancial vuelve a trasparecer y hacerse traslúcido: he aquí el verdadero reencantamiento. Lo que en la eucaristía sucede como verdadero éxtasis y punto álgido de transfiguración, se prepara y se gesta en las demás realidades o experiencias".

 

CLAVE 9

El pan y el vino, símbolos humano-eucarísticos

En el corazón de la plegaria eucarística se nos recuerda y actualiza: "Tomad y comed... tomad y bebed". Estas palabras nos traen a la memoria a su vez el ofertorio: "Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre" y "por este vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre"; ambos "recibidos de tu generosidad y que ahora te presentamos". El suelo simbólico sobre el que se arraiga no nos resulta difícil de entender: somos invitados a comer y a beber juntos y gratis para festejar y elevar nuestros corazones a la acción de gracias en este banquete celestial.

El binomio pan-vino integra una «sacramentalidad natural» llena de sentido y fuerza expresiva: su procedencia cósmica nos relaciona con nuestras raíces naturales. El que estos dos elementos sean los básicos de nuestra eucaristía nos recuerda simbólicamente la cercanía de la misma a nuestro mundo, a nuestra historia de lucha por la subsistencia y de búsqueda de fraternidad. No son algo extraño y esotérico, sino entrañable y muy nuestro. Parece como si Cristo, al escogerlos, hubiera querido dar un «sí» a la naturaleza humana, a la alegría y a la solidaridad. En ese marco de banquete hay dos elementos primordiales: el pan y el vino.

El pan

El pan es un alimento que, además de ser el más expresivo de la comida humana, tiene en sí mismo una variedad de significados que nos ayudan a entender mejor la riqueza de la eucaristía. Es el alimento básico que resume todos los demás: tener pan es poder vivir, ganar el pan "con el sudor de la frente" retrata toda experiencia humana. El pan es la comida ordinaria del ser humano, pues satisface su hambre. En este sentido es símbolo de la vida misma. Es fruto de la tierra y don de Dios (cf. Sal 104,13-15; Job 28,5; Mc 4,27), a la vez que producto del trabajo humano, apareciendo así como símbolo de la civilización, de la cultura y de la imaginación humana. Actualmente, cuando se presentan los dones eucarísticos se unen ambos aspectos: "fruto de la tierra y del trabajo del hombre".

El pan es motivo y símbolo de alegría, convivencia y fraternidad: llamamos «compañero» al que «come el pan con nosotros». Comer con otros —simbólicamente «comer el pan con otros»— dice más de encuentro y de solidaridad humana que de mera alimentación. Por ello, el pan se convierte en la imagen de la alegría y la prosperidad, como don de Dios, que concede a los suyos el sustento: "anda, come con alegría tu pan y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras; lleva siempre vestidos blancos y no falte perfume en tu cabeza" (Ecl 9,7s.).

Además, es símbolo de todo otro alimento cultural o espiritual: "no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4; cf. Dt 8,3). Porque "no son las diversas especies de frutos los que alimentaruaLhombre, sino que es tu Palabra quien mantiene a los que creen en ti" (Sab 16,26). Por eso la Sabiduría podrá personificarse: "venid a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado" (Prv 9,5).

La población pobre, tan extensa en la historia, ha sobrevivido gracias al mendrugo de pan que recibía de limosna y a la «sopa boba» (plan reblandecido en agua) que se repartía en los conventos. El pan ha sido siempre algo santo que nunca se tira y si se cae, al recogerlo hay que darle un beso de desagravio. Bartolomé de las Casas, tras su conversión sincera en Cuba, lee el texto de Eclo 38,18-22 y queda paralizado; ya no se siente digno de celebrar la eucaristía y libera a los indios injustamente apresados, porque el pan ha de ser signo de la vida del pobre.

El vino

Igualmente, el vino tiene un rico simbolismo natural, además de su valor como bebida para saciar la sed. Es la bebida festiva, no tan primordial como el agua, pero sí más significativa de la vitalidad humana (cf. Sal 104; 13-15; Prov 31,6s.), de la alegría, de la inspiración, de la amistad, de la alianza. "¿A quién da vida el vino? Al que lo bebe con moderación. ¿Qué vida es cuando falta el vino que fue creado al principio para alegrar? Alegría, gozo y euforia es el vino bebido a su tiempo y con tiento" (Eclo 31,27s.).

El vino nos habla de amistad y comunión con los demás, porque crea una atmósfera de solidaridad y comunicación. Tomar un vino juntos, brindar por la alegría de los otros, servir un buen vino en honor del otro, serán siempre signos de sintonía y participación en el destino de la otra persona. Por eso las comparaciones se suceden: un buen amigo es como un vino añejo ("no deseches al amigo viejo, porque al nuevo no lo conoces; amigo nuevo es vino nuevo, deja que envejezca y lo beberás": Eclo 9,10); el amor queda simbolizado en un buen vino ("son mejores que el vino tus amores": Ct 1,3), así como la inspiración de la sabiduría. Por ello, en la cena pascual judía adquiere gran importancia simbólica: se toman cuatro copas de vino en un ambiente de alegría y de bendición de Dios.

Aunque también se presta a abusos (cf. Prv 23,31s.) y a pesar de toda su ambigüedad, fue elegido por Cristo como símbolo sacramental de su comunión. El mismo Cristo anuncia los bienes del Reino bajo la figura del '<vino nuevo», ligándolo a la tradición profética de los tiempos mesiánicos: "un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera, manjares enjundiosos, vinos generosos" (Is 25,6); cuando vuelvan los deportados, "plantarán viñas y beberán su vino" (Am 9,14); "¡qué feliz, qué hermoso: el trigo hará florecer a los jóvenes y el mosto a las doncellas" (Za 9,17). Por eso en las bodas de Caná el vino bueno y nuevo, reservado para el final del banquete, simboliza claramente los tiempos mesiánicos ya inaugurados en Cristo. Y él mismo en la eucaristía anuncia que la comida del reino será con el vino nuevo (Mt 26,29), algo que ya nosotros podemos beber como anticipo de los tiempos definitivos.

El vino también nos recuerda la sangre, que para los judíos constituía lo más íntimo y sagrado de un viviente, y se identificaba con la vida (Dt 32,14; Mt 20,22; Lc 22,42). El mismo Cristo relaciona este vino con su sangre derramada en la cruz.

El pan y el vino

Aparte del simbolismo de cada elemento, el pan y el vino juntos forman un símbolo particularmente feliz para expresar la donación por amor y en alegría de Cristo a todos los comensales eucarísticos. La yuxtaposición de sus conceptos nos ayuda a comprenderlo. De todo ello se puede decir con verdad, juntando su sentido humano y eucarístico que "la tierra ha dado su fruto" (Sal 66).
 

El pan

El vino

Calma el hambre

apaga la sed

Apunta al trabajo

da alegría

Recuerda
la corporeidad humana

concede
la vitalidad anímica

Asegura la subsistencia

llena de inspiración

Compartido,
expresa fraternidad

compartido
sabe a amistad y alianza

Puede significar la entrega

puede significar el sacrificio

Subraya la cotidianeidad

resalta lo festivo

Cristo lo identifica
con su Cuerpo

Cristo lo identifica
con su sangre

Comiéndolo,
nos unimos a Cristo

bebiéndolo
nos unimos a Cristo

 

CLAVE 10

El pan y el vino, símbolos de la eucaristía

La «sacramentalidad creacional» que hemos comprobado en el pan y el vino nos está invitando a utilizarlos expresivamente. Ello será una clave más que nos ayude a celebrar y vivir mejor la eucaristía, con toda la fuerza y eficacia que hemos visto que tienen. Ahora vamos a introducirnos aún más en su sentido eucarístico.

El pan a bendecir

Las primeras comunidades cristianas vieron en el pan y en su composición un símbolo de la unidad de la Iglesia. El pan es el resultado de la unión de muchos granos, como el vino de múltiples uvas. Así, la Iglesia, desde la multitud de personas congregadas por todo el mundo, se convierte en comunidad/comunión: "Como este pan partido / que estaba disperso sobre los montes, / como una vez recogido se hizo uno, / así sea reunida tu Iglesia / desde los confines de la tierra en tu reino" (Didaché, 9).

Pero el simbolismo más trascendente se lo dio el mismo Cristo cuando dijo: "Yo soy el Pan de la vida" (Jn 6), el que da la verdadera fortaleza y subsistencia. Él se nos presenta como alimento de todo lo que sinceramente puede apetecer y anhelar el ser humano: la sabiduría, la fuerza, la salvación, la felicidad, la alegría, el amor, la esperanza, la verdad... Es el mejor Pan que Dios regala a la humanidad, y la eucaristía la mejor tierra "de pan llevar".

Los evangelios no parecen dar importancia al hecho de que el pan que usó Cristo (en el caso de que fuera cena pascual su cena de despedida) fuera ázimo, sin levadura que lo fermentara. Durante los primeros siglos la comunidad cristiana tampoco utilizó el pan ázimo, a pesar de su significado cercano a la pascua judía. Pensadores judíos como Filón lo interpretan así: pan no acabado de hacer, precipitado -aludiendo a la salida de Egipto-, pan de aflicción (Dt 16,3), pan más natural, sin artificio, pan de pobreza. Quizá los primeros cristianos celebraban con pan normal para subrayar precisamente la novedad cristiana y la superación de la promesa y la figura del antiguo testamento.

Fue durante el siglo IX, en territorio franco-germano, cuando empezó a emplearse el pan ázimo, no fermentado, para la eucaristía. No se sabe bien cuál era su motivo: ¿por deseo de imitar la pascua judía?; ¿un intento de mostrar una mayor diferencia entre eucaristía y comida natural?; ¿énfasis en la "pureza» del pan, sin fermento? Roma se resistió a la «novedad»; pero no tardó en asumirla para terminar imponiéndola. Los orientales no lo aceptaron y fue un motivo de fuerte controversia. En el concilio de Florencia se afirmará su doble uso en el decreto para los griegos: pan ázimo o fermentado (DS 1303). De hecho, hoy día los orientales siguen celebrando la eucaristía con pan fermentado, para expresar mejor su categoría de comida.

El vino a santificar

Veíamos anteriormente cómo el vino apuntaba a los tiempos mesiánicos inaugurados por Cristo. Pero hemos de dar un paso más. Todo lo dicho sobre el vino en su simbología puede verse concentrado y ampliamente superado cuando Cristo mismo se llama «Vid verdadera» (Jn 15); y, sobre todo, cuando en la Última Cena pronuncia las entrañables palabras que en cada eucaristía actualizamos: "tomad y bebed todos de él; esto es mi sangre derramada por muchos". Además de la bebida y de la alegría mesiánica y de la comunicación de su propia vida, aquí el vino de la eucaristía tiene ciertamente una expresividad profunda de la entrega sacrificial de Cristo en la cruz. Él es «vino-sangre» que sella la nueva alianza y para siempre entre Dios y la humanidad toda, como la sangre de los animales lo había rubricado en la antigua alianza del pueblo israelita en el monte Sinaí (Ex 24).

Es evidente que Jesús realizó el rito del pan y del vino y que no cambió lo que hacían los judíos en su comidas festivas y pascuales. Lo que cambia es el contenido y el sentido del mismo rito, expresándolo con las palabras que lo esclarecen ("esto es mi cuerpo... ésta es mi sangre") e incluso cambia la forma de participar. Según la costumbre judía el padre come y bebe primero, y luego lo da a los comensales. Parece que Jesús ni comió ni bebió, sino que sólo dio a comer y beber a sus discípulos su propio cuerpo y sangre; esto es, él mismo se da como vida entregada por amor para la salvación.

Durante los primeros siglos algunas corrientes ascéticas intentaron prescindir del vino en la eucaristía. Lo hacían por austeridad, ascesis, peligros de abusos, ideología gnóstica, economía... Pero la comunidad cristiana defendió el vino como elemento lleno de significado en la celebración eucarística. El vino a usar y del que comulgar ha de ser, como recuerda la propia Iglesia, "fruto de la vid"; es decir, natural y puro, sin mezcla de sustancias extrañas, que no éste corrompido. A la hora de elegirlo a lo largo de la historia, no se han hecho demasiados problemas de otra índole. Algunas veces se ha preferido el vino tinto, como en oriente; y otras veces el vino blanco, sobre todo en occidente a partir de que se introdujeran los purificadores en el siglo X\/1. Ahora, normalmente, se suelen utilizar los denominados "vinos de misa".

La mezcla de un poco de agua con el vino

En el momento del ofertorio o preparación de los dones, varios son los gestos simbólicos que quieren introducirnos en la comprensión del sentido de lo que allí se celebra. Entre ellos está un gesto, muchas veces apenas notado, que tiene su sentido: mezclar un poco de agua con el vino al preparar el cáliz eucarístico. Es un gesto sencillo que con el tiempo adquirió múltiples interpretaciones simbólicas y la actual reforma litúrgica posconciliar lo ha mantenido. Conocerlo puede ayudarnos a vivir mejor nuestra existencia eucarística.

En tiempos de Cristo (y no sólo en Palestina, sino también en Grecia y Roma) normalmente no se tomaba el vino sin mezclarlo con agua, pues era demasiado fuerte. Por eso parece que Jesús, en la Última Cena, así como en sus demás comidas, tomó el vino mezclado con agua, aunque los relatos no lo mencionen, precisamente por su evidencia. La misma costumbre se siguió desde el principio, y en todos los ritos de la Iglesia oriental y occidental (excepto entre los monofisitas armenios). Ya san Justino (en el siglo II) da testimonio de ello. Y san Cipriano, frente a los rigoristas y ascetas (los «acuarios») que pretendían cambiar el vino por agua, habla de esta mezcla, dándole un significado que será muy acogido. Entre las diversas interpretaciones dadas, podemos destacar estos sentidos:

 

CLAVE 11

Entonar un cántico nuevo

Todavía hoy se oye decir que nuestras celebraciones eucarísticas resultan frías y aburridas. La participación es generalmente pasiva y deja que desear respecto al nivel de encuentro con Dios, con los otros miembros de la asamblea y a la incidencia en las preocupaciones vitales de la humanidad. La audacia del Vaticano II al sustituir el latín por las lenguas modernas fue sólo el primer paso en esta dirección. El hecho de entrar en diálogo con Dios como el pueblo de los liberados que entona un cántico nuevo, aunque procede de Cristo y es acción del Espíritu, necesita apoyarse en la mediación humana de los signos, de la palabra en armonía, como ya hemos visto, con los elementos simbólicos del cosmos, de la sociedad y de la Iglesia

La comunicación verbal hablada

Ésta es la forma más noble de la comunicación humana y, a la vez, la más eficiente. Por eso, la Iglesia, como "Iglesia de la Palabra", la ha introducido abundantemente en sus ritos. Celebrar es: decir, proclamar, confesar, alabar, antes que hacer. Así pues, la comunicación por medio de la palabra hablada ocupa un puesto importante en la eucaristía. La liturgia exige la proclamación pública y en voz alta de los textos bíblicos y de la mayoría de los textos prescritos (oraciones, prefacio, etc.).

De este modo, la palabra en la celebración está llamada a crear las situaciones siguientes: establece el contacto entre Dios y su pueblo en su nivel más profundo mediante los diálogos y saludos; informa del motivo de la celebración o del acontecimiento central que se celebra, evocando los hechos y las palabras de la salvación, avivando la memoria, provocando unas emociones... en las lecturas y homilía; invita a expresar la alabanza, la súplica, el agradecimiento... en las invitaciones y aclamaciones; embellece la acción en algunos momentos con piezas líricas, como el prefacio y las bendiciones; explica el significado de los gestos y de los ritos en las moniciones y otras fórmulas; introduce en el misterio eucarístico por las fórmulas sacramentales.

Gracias a la comunicación verbal la asamblea se constituye, alimenta su fe, responde a Dios y celebra su Palabra, ora, actúa y vive el acontecimiento pascual. Por ello es necesario cuidar los diversos códigos lingüísticos que hacen que sea posible este diálogo de salvación en el aquí y ahora de cada eucaristía. Además hay que tener en cuenta que existen otros códigos que van más allá y que contribuyen a reforzar, matizar o insinuar el diálogo: entonación, pronunciación, ritmo, enfasis...; a través de ellos se comunica un estilo y una espiritualidad.

La comunicación por el canto y la música

El canto da relieve, ritmo, melodía y profundidad a las palabras. A la vez, expresa sentimientos, cohesiona el grupo, crea comunidad, introduce un elemento de estética y contribuye al carácter festivo-pascual de la celebración (cf. Sant 5,13). Va más allá de sí mismo pues abre a los participantes a un campo mucho más allá de las ideas y conceptos. Mientras que en la palabra el sentimiento va envuelto en la idea, en el canto los sentimientos se manifiestan en un estado más puro y no se difuminan tan rápidamente. En este sentido el canto es una forma de rito y en determinados momentos de la celebración tiene una función sacramental al servicio de la participación en la misma.

En la eucaristía el canto adopta varias situaciones. A veces se trata de un himno ejecutado a una por toda la asamblea; en él palabra y música tienen la misma importancia; el ejemplo más claro es el canto eucarístico del Gloria. La aclamación es otra situación como expresión concisa, intensa, cargada de emoción; el canto del amén y del aleluya son los ejemplos más notables. La meditación, en cuanto interiorización y apropiación personal de unas palabras -la palabra de Dios que se ha proclamado- o de unos sentimientos o actitudes litúrgicas, expresa una situación diferente a la del himno; la salmodia en general y el salmo responsorial en concreto son testimonio de ello. La proclamación lírica o canto de algunos ministros para toda la asamblea -como el prefacio, el pregón pascual, etc.- contribuyen a reforzar determinados momentos de la celebración y a consolidar vivencias y actitudes.

La música sola como medio de comunicación sonora tiene peculiaridades propias en la liturgia. Ésta puede llenar los espacios de pausa y silencio en la celebración, por ejemplo después de la comunión, y acompañar algunos ritos, por ejemplo durante la presentación de los dones y, naturalmente, antes y después de la eucaristía. Así se puede ayudar al recogimiento a la vez que está siendo estímulo y manifestación de una participación más plena.

El silencio como soledad sonora

De hecho, la asamblea celebrante permanece en silencio durante bastantes ocasiones; pero no está muda. Una gran posibilidad lingüística de acceso a Dios -aunque pueda parecer paradójico- es el silencio. Lógicamente no nos referimos al silencio como mera negatividad, como ausencia de sonido o de palabras; eso sería, más bien, mutismo. Nos referimos al silencio como lenguaje, como expresión, como capacidad de escucha que se convierte en capacidad de apertura al misterio, hacia su grandeza y, consecuentemente, la incapacidad humana para traducirlo en palabras.

La liturgia nos educa en la escucha. Escuchar es hacer propio lo que se proclama. No es algo pasivo; es una actitud positiva y activa. Es atender, ir asimilando lo que se oye, reconstruir interiormente el diálogo íntimo. El silencio es un viaje al interior y a la realidad más profunda del Misterio de nuestra fe. Es nuestro gesto de respuesta a Dios porque ahí hallamos la fuente y el alimento de nuestra fe. Al que sabe callar y hacer silencio, todo le habla, todo le resulta elocuente. Dios se hace encuentro y comunión. Sólo el silencio activo y compartido con la comunidad, en armonía con la comunicación sonora y gestual, hacen posible que nos introduzcamos en la celebración. Porque el silencio es parte integrante de la celebración; es espacio humano y espiritual para la interiorización y la contemplación.

Hablamos del silencio de los místicos, el silencio convertido en adoración y respeto del misterio. Es la "música callada" y la "soledad sonora" de san Juan de la Cruz: "mi Amado, las montañas / los valles solitarios nemorosos, / las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos, / la noche sosegada / en par de los levantes de la aurora, / la música callada, / la soledad sonora, / la cena que recrea y enamora". El silencio es, en definitiva, una profunda actitud espiritual que expresa una gran densidad humana: dejar a Dios ser Dios, más allá de nuestras categorías siempre estrechas y tendentes a la idolatría que pretenden fabricar dioses a la medida de nuestros deseos infantiles. Por eso el silencio —a veces exterior, siempre interior— es algo connatural a la oración. Precisamente porque nuestras celebraciones constan de muchas palabras, han de valorar y potenciar también "el silencio sonoro". Así se favorece el encuentro profundo con Cristo presente y las actitudes propias de toda eucaristía: alabanza, petición, acción de gracias... Y todo ello "en Espíritu y verdad", entonando el cántico nuevo desde el susurro silencioso del corazón agradecido y agraciante.

 

CLAVE 12

Glorificar a Dios con nuestro cuerpo

En nuestras celebraciones predomina demasiado lo racional y lo discursivo sobre la expresión corporal en todas sus manifestaciones. Ello ha empobrecido toda la liturgia; y, sin embargo, en ella los gestos ocupan un puesto esencial, no sólo como apoyo de la palabra (por ejemplo, cuando el presidente que ora extiende las manos) sino también como movimiento corporal expresivo por sí mismo (por ejemplo, el beso o saludo de la paz).

Por medio de los gestos nos podemos introducir más en lo que celebramos. Con ellos se expresa la adoración, la escucha, el ofrecimiento...; y por medio de ellos el presidente pone de manifiesto que Dios acoge, habla, perdona, santifica, bendice... Estamos llamados a celebrar desde la totalidad de nuestro ser. Nuestro cuerpo no sólo oye o ve o hace gestos; también tiende a moverse y caminar, más o menos con ritmo, expresando la alegría, la comunión y la fiesta. Deberíamos hacer más común la recomendación que el Directorio de la misa con niños indica: "entre las acciones que se entienden como gestos, merecen especial mención las procesiones y otras acciones que llevan consigo la participación del cuerpo" (n° 34). En definitiva, ya que somos templos del Espíritu, Pablo nos recomienda: "Glorificad a Dios con vuestro cuerpo" (1Cor 6,20).

Caminar y danzar

Caminar es símbolo de la vida. Cuando lo hacemos con otros manifestamos la común voluntad de avanzar hacia una meta. Los cristianos caminamos en procesión en fiestas especiales (Semana Santa, Corpus, fiestas patronales y populares, rogativas...). Aunque a veces se mezclan con expresiones meramente folklóricas, suelen ser vivencias profundas de densidad humana y cristiana. De modo más extraordinario, realizamos peregrinaciones hacia algún santuario de renombre. Ello es expresión de un pueblo en marcha, de metas soñadas, de propósitos decididos. El peregrino experimenta normalmente un cambio interior: sale de su ritmo habitual, se toma tiempo, sufre no pocas veces las penalidades del camino, rompe con algo, se abre a horizontes nuevos, se reencuentra consigo mismo y orienta su vida desde los valores que buscaba en la meta.

Lo normal es que las procesiones y las peregrinaciones encaminen a sus protagonistas hacia la celebración de la eucaristía. Incluso en su ritmo más cotidiano, hay dos gestos de marcha que no hemos de olvidar: "entramos» en la iglesia al principio, acudiendo cada uno porque hemos sido invitados a la Pascua como Iglesia peregrina; y todos (‹salimos» al final, cada uno a sus ocupaciones con una dispersión en medio del mundo que tiene mucho de envío y misión. Pero dentro de la propia celebración cabe destacar cuatro procesiones con una pedagogía y un ritmo propios. La entrada de los ministros al comienzo, mientras la asamblea canta: el que preside significa a Cristo y así, se va constituyendo toda la asamblea celebrante. La procesión antes del evangelio, para significar la densidad del momento: Cristo mismo nos va a dirigir su propia Palabra liberadora. La procesión con los dones, donde expresamos mediante los dones que queremos ofrecer nuestra vida al servicio de los demás, en especial, con los más pobres. Y finalmente, la procesión a la comunión: avanzamos fraternalmente para participar del mejor don de Cristo, su cuerpo y sangre.

Un lenguaje muy cercano a éste es el de la danza. Siempre condensa grandes sentimientos humanos y religiosos. En algunas ocasiones celebrativas puede ser una expresión de nuestros sentimientos ante Dios y de nuestra fraternidad festiva. "Bailar para Dios" o ante la imagen de la Virgen o del Santo, gestualizar el padrenuestro o una parábola, acompañar con palmas un canto rítmico -hay cantos que piden movimiento y ritmo-, puede ser, no una profanación, sino una expresión más rica de la fe.

Rezar con el cuerpo

La expresividad de la persona humana engloba toda su unidad: espíritu y corporeidad. La persona, toda ella, con su identidad entera, está en relación con los demás, y está, igualmente, en la presencia de Dios. Expresamos nuestros sentimientos interiores no sólo de palabra sino también con nuestra gestualidad. Con ella y en ella, por una parte, se expresa la actitud de la fe, y por otra alimentan y favorecen esa actitud. Y lo mismo sucede a nivel comunitario. Aparte de otras, tres son las clásicas y principales posturas corporales de los cristianos que participan en la celebración:

  1. De pie: como pueblo sacerdotal y familia de Dios. Estar de pie es característico del hombre, frente a la mayoría de animales, en cuanto rey de la creación. Ha sido la postura más común entre los judíos y los cristianos de los primeros siglos. Oramos de pie en la entrada procesional, en la escucha del evangelio, en la oración universal, siempre que el presidente -en nombre de toda la asamblea- eleva a Dios su oración y en todo el proceso de preparación a la comunión. Esta es la mejor expresión corporal de aquella actitud de redimidos que mostramos en el diálogo inicial del prefacio: "Levantemos el corazón. Lo tenemos levantado hacia el Señor".


  2.  
  3. De rodillas: penitencia y adoración. Esta postura es muy expresiva de algunas actitudes interiores. En la eucaristía ha quedado disminuida: nos arrodillamos durante la consagración. Así entendemos y expresamos la adoración y admiración ante el misterio eucarístico. Al rezar individualmente, cuando estamos ante el Santísimo o pasamos por el sagrario, queremos vivir sintiéndonos pequeños y pecadores y nos dirigimos a Dios que tiene preferencia por los pequeños y los pecadores.


  4.  
  5. Sentados: receptividad y escucha. Sentados estamos en paz, distendidos, aspectos que favorecen la concentración y la meditación. "Estarán sentados durante las lecturas que preceden al evangelio, con su salmo responsorial, durante la homilía y mientras se hace la preparación de los dones en el ofertorio; también, según la oportunidad, a lo largo del sagrado silencio que se observa después de la comunión" (OGMR 42).

Oler y contemplar

El sentido olfativo también es otro elemento que nos ha de ayudar a introducirnos más en lo que celebramos. El incienso —símbolo de las oraciones de los santos (Ap 5,8;83s.; Sal 141,2)— es un elemento comunicativo multisensorial, sobre todo en las liturgias de oriente, al que no sólo se ve y se huele, sino que se oye, porque los incensarios llevan campanillas y cascabeles. Lo usamos no sólo en la eucaristía, sino también, acompañado de fuego, en el rito de la dedicación del altar, y de manera muy expresiva en los funerales. Es importante que no sólo se vea, sino que huela. El bálsamo usado para la elaboración del crisma llena con su fragancia el lugar (cf. Jn 12,3), cuando se derrama sobre el altar y se ungen las paredes de la iglesia. Pero cuando se unge la frente del confirmando, las manos del neopresbítero o la cabeza del nuevo obispo es para que transmitan a los demás con sus vidas "el buen olor de Cristo" (cf. 2Cor 2,15).

Junto a ello, la celebración eucarística está rodeada de imágenes sagradas, de iconos, elementos figurativos u ornamentales. Esto nos ha de ayudar a verlas para llegar a contemplar al sólo Santo, Dios. Todo ello "habla" y transmite un mensaje comprensible para todos.

 

CLAVE 13

La fiesta y el domingo en clave humano-cristiana

La dimensión festiva de la eucaristía debe ser abordada desde una perspectiva más amplia que la estrictamente litúrgica. Lo cristiano nunca puede prescindir de los elementos antropológicos sobre los que se asienta. No basta con analizar o reivindicar los aspectos festivos del culto cristiano. Ello constituye una dimensión importante. Pero, para que se muestre así, primero hay que descubrir y potenciar la dimensión festiva de toda la vida cristiana. Sólo cuando la vida cristiana se desenvuelve en un clima de alegría festiva y de gozo evangélico en la presencia del Espíritu es posible hacer fiesta y celebrar una liturgia dominical gozosa y exultante.

Ruptura del tiempo cronológico

Las vivencias religiosas siempre se desenvuelven en una plataforma temporal. El hombre construye la historia y, sobre todo, mediante celebraciones rituales, conecta con los grandes acontecimientos salvíficos, realizados por los dioses y héroes en el tiempo primordial. Gracias a la celebración del rito el tiempo cronológico se rompe para transformarse en tiempo sagrado.

La celebración del ritual en las comunidades arcaicas está constituida por una enorme gama de gestos y acciones simbólicas: danza, canto, baños lustrales, comidas sagradas, etc., indicando siempre una ruptura con lo cotidiano. Ahora bien, todo ello no queda reducido al momento puntual de la celebración del rito, indicando cierta sacralización de la vida misma: entonces la celebración ritual se convierte en punto culminante y máxima expresión de la experiencia humana. La fiesta supone una ruptura del tiempo cronológico para transformarlo en tiempo sagrado.
 

Fiesta, celebración, gratuidad y fantasía

Celebrar es en primer lugar proyectar nuestra mirada hacia el pasado; dirigir nuestros ojos y nuestra memoria hacia e/ acontecimiento primordial salvador, que constituye precisamente el objeto y el motivo de la celebración. La celebración festiva presupone, además, una convocatoria: la comunidad necesita ser convocada formalmente para celebrar fiesta. Esta convocatoria se interpreta en términos de pregón gozoso, de buena noticia, de anuncio solemne. La comunidad convocada se reúne en asamblea para celebrar el acontecimiento que da origen a la fiesta. A través de la celebración festiva se conmemora la salvación por el rito y la comunidad reunida se incorpora al acontecimiento para experimentarlo y compartirlo.

La fiesta precisa tener sentido por sí misma, liberada de toda utilización, desde la gratuidad. Es una afirmación gozosa de la vida y del mundo. Celebrar una fiesta, en este sentido, es reconocer que la vida es radicalmente buena, que el mundo es bueno. Pero proclamar la bondad radical de la creación es celebrar la bondad original e inédita del Creador. De esta afirmación gozosa del mundo y de Dios surge la actitud de alabanza y de acción de gracias como expresión de la alegría profunda que embarga a quienes celebran la fiesta.

Por ser gratuita, la fiesta está dotada de un sentido lúdico. Entendida la fiesta en esta clave, debe ser vivida como pura expresión; expresión gozosa, alegre, exultante. Expresión de una vida que se sabe salvada y redimida en su misma raíz. Uno de los ingredientes esenciales de la fiesta es la fantasía. Ésta permite al hombre soñar, proyectar nuevas formas de existencia humana, nuevos estilos de convivencia, estructuras sociales nuevas, nuevos modos de entender la vida, la historia y el mundo. Así, la celebración festiva, además de ser memoria agradecida del pasado, se proyecta hacia el mañana, haciéndonos soñar un futuro nuevo como contrapartida del presente. Mediante el rito festivo, el futuro no sólo se proyecta y se anuncia, sino que se anticipa y experimenta como una nueva creación anhelante del «sábado eterno».

La fiesta primordial cristiana: el domingo

Indudablemente la eucaristía constituye el eje central de toda la vida cristiana y de toda la experiencia celebrativa de la Iglesia. La razón radica en que a través de la eucaristía la comunidad cristiana conecta con el acontecimiento salvador, que en este caso es el misterio pascual de Cristo, y anticipa el futuro de la promesa. Por ello, cada vez que la comunidad cristiana celebra la cena del Señor experimenta el gozo de su presencia. Ahí se halla la grandeza de la eucaristía.

La cena del Señor ha sido celebrada siempre en la Iglesia con regularidad, cada semana, con un ritmo mantenido celosamente, con perseverancia, cada primer día de la semana. Es importante entender la eucaristía dentro del discurrir del tiempo, celebrada en días determinados, que vuelven periódicamente y marcan un ritmo. El primer día de la semana -denominado por los romanos «día del sol— será llamado por los cristianos ‹día del Señor», o más exactamente «señorial». Este día es denominado «señorial» no porque sea un día especial, sino por ser el día en que la comunidad cristiana se reúne para celebrar la eucaristía. Al celebrar este memorial, la comunidad cristiana se incorpora mistérica y sacramentalmente a la victoria del Señor. Por eso, el domingo, «día señorial» -día en que la comunidad cristiana celebra en la eucaristía el Señorío de Cristo- ha sido denominado por el concilio "fiesta primordial" (SC 106).

La dimensión festiva del domingo aparece evidenciada desde los tiempos constantinianos, al ser considerado como un día de descanso. La Iglesia entendió siempre el descanso dominical como una forma simbólica de expresar la libertad de los hijos de Dios y la alegría de los redimidos. El tiempo libre o tiempo del descanso ha de permitir experimentar con cierta espontaneidad la libertad, la existencia redimida, la paz, la alegría, la redención, la familiaridad, de suerte que la comunidad cristiana tenga en ese tiempo libre una referencia clara para descubrir la cercanía de Dios, su reconciliación, fraternidad y solidaridad.

¡Sin la celebración dominical no podemos vivir!

Volvamos la mirada al año 304, cuando el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos reunirse los domingos para celebrar la eucaristía y construir locales para sus asambleas. En Abitene, pequeña localidad del actual Túnez, cuarenta y nueve cristianos fueron sorprendidos un domingo cuando reunidos celebraban la eucaristía, desafiando las prohibiciones imperiales. Arrestados fueron llevados a Cartago para que los interrogara el procónsul. Fue significativa la respuesta que Emérito dio al procónsul, que le preguntaba por qué razón habían inflingido la severa orden del Emperador. Respondió: «Sine dominico non possumus»; es decir, sin reunirnos en asamblea los domingos para celebrar la eucaristía, sin la cual no podemos vivir.

Resulta interesante esta narración situada en los primeros años misioneros de la Iglesia. Dichos cristianos fueron torturados y martirizados; murieron, pero vencieron. Esta experiencia ha de llevar a reflexionar a los cristianos del siglo XXI. Nos ha de conducir hacia una vivencia de la eucaristía como una necesidad gozosa y festiva para el cristiano; así, se puede encontrar la energía necesaria para el camino que se ha de recorrer cada semana. Se precisa redescubrir la alegría del domingo cristiano, en cuanto que la eucaristía es el "sacramento del mundo renovado", desde la resurrección de Cristo, el primer día de la semana.

 

CLAVE 14

Una participación activa y significativa

Tras haber expuesto la múltiple simbología que nos introduce como Iglesia en la celebración eucarística y su carácter festivo, ahora llega el momento de recapitular todo ello. El objetivo pretendido es lo que en el Vaticano II denominó "participación activa de los fieles". Con ello se busca que la acción litúrgica sea significativa entre las personas y comunidades que celebran. Ciertamente la celebración es ante todo acontecimiento agraciado del Dios trinitario que inserta gratuitamente su salvación en el entramado personal, histórico y comunitario. Pero, por eso mismo, hemos de esforzarnos para que esa acción agraciada sea significativa en nuestras vidas, en la Iglesia y en la historia.

Participación activa

El concilio Vaticano II —deseoso de devolver a los fieles el protagonismo efectivo que les corresponde en las acciones litúrgicas— sancionó la expresión "participación activa de los fieles". El ideal conciliar radica en que sea plena, consciente, activa y fructuosa (SC 11, 14), interna y externa (SC 19, 110). Participación en acto (SC 26), propia de los fieles (SC 114), comunitaria (SC 27), en asamblea (SC 121), ordenada y sinfónica (SC 28s.). Señala el origen del derecho y del deber de la participación en el sacerdocio bautismal (cf. SC 14; LG 10s.). La razón última de esta participación está en la naturaleza de la liturgia (SC 2, 11, 14, 41; LG 26). Igualmente, ha urgido la puesta en práctica de los medios que la hacen posible: la formación litúrgica (SC 14-19), la catequesis mistagógica (SC 35), la homilía (SC 35, 53; DV 25; PO 4), los cantos y respuestas, los gestos y posturas corporales (SC 30), las moniciones (SC 35).

Pero el concilio no se contentó con esto. Para animar a la participación esbozó la más amplia reforma litúrgica que ha conocido la historia, yendo más lejos de lo que el movimiento de renovación de la vida litúrgica venía propugnando desde el siglo XVI. Respecto a las opciones asumidas de orientación general conviene recordar algunos aspectos fundamentales recogidos en la constitución sobre la liturgia (SC) y que aún necesitan ser puestos en acción durante las celebraciones eucarísticas: sencillez, brevedad y claridad en los ritos (21, 34, 38 y 50); tradición y creatividad (23); supresión y cambio en lo accesorio (21, 50, 62 y 88); recuperación, innovación y desarrollo orgánico a partir de lo ya existente (23; 50; 106s.); enriquecimiento bíblico (24, 35, 51 y 91), acomodación al tiempo natural (88s.); legislación y rúbricas adecuadas (22, 31 y 126); ediciones litúrgicas aptas (25 y 117); lenguas modernas (36, 54, 63, 1001y 113); adaptación (37-40 y 63); canto y música (118-120); arte moderno (122, 125 y 130); etc.

La participación activa, por tanto, no es algo accesorio o extrínseco a la finalidad cultual y santificadora de la liturgia. Es un elemento, en sí mismo, directamente santificador y cultual. Tiene como meta la vida cristiana o vida de los hijos de Dios que, bajo la acción del Espíritu, se transforman en ofrenda permanente y sacrificio espiritual (Rom 12,1), dando al Padre culto en Espíritu y verdad (Jn 4,23s.). La participación en las celebraciones litúrgicas -particularmente en la eucaristía- lleva a cabo el encuentro entre la existencia cristiana concebida y realizada como culto agradable a Dios (cf. 1Pe 2,5) y la celebración como momento ritual, simbólico y eficazmente sacramental.

Participación comunicativa

La eucaristía constituye el acontecimiento privilegiado del diálogo de salvación que Dios ha establecido como oferta desde la libertad de las personas. Por ser diálogo entre divinas Personas y hombres y mujeres concretos, de carne y sangre, también necesita comprenderse como comunicación. No cabe duda que el lenguaje litúrgico en su dimensión humana actualmente resulta problemático en su comprensión. Por un lado, es extraño al hombre contemporáneo. Por otro, la recuperación lingüística es abordada en muchas ocasiones como una nueva propuesta arqueológica de antiguos monumentos litúrgicos. De hecho, la acción litúrgica no resulta comunicativa en su sentido amplio. El cambio de paradigma epocal ha creado un profundo olvido de la precomprensión cristiana, agudizado particularmente en las celebraciones sacramentales. Por todo ello, se deben cuidar algunas dimensiones que en principio faciliten el hecho comunicativo que se requiere.

Participación simbólica

El símbolo es vital para la comunicación, no tanto como formalización convencional de signos sino como figuración que radica en el originario de las personas. La palabra no es simplemente vestidura fonética de un concepto, sino su carne, su presencia viva y operativa. Cuando el símbolo litúrgico se anquilosa en el inmovilismo reiterativo y cuando la palabra se atrofia en las fórmulas el riesgo de incomunicación es más que hipotético: el silencio de los gestos produce hipertrofia de palabras y reduce la formula a verbalismo; mientras que el silencio de las palabras produce gestos de magia y reduce el rito a ejecución rubricista. Por ello, se necesita integrar en la eucaristía e/ dinamismo simbólico-narrativo.

Participación antropológica

Las personas concretas son el sujeto litúrgico y, por tanto, sus vidas se convierten en interlocutores; a ellos no basta con comunicarles cuestiones vitales (aun siendo muy necesario) sino en considerarles protagonistas de un diálogo originario y creativo. Para ello, la celebración litúrgica ha de propiciar una auténtica experiencia de Dios inserta en los propios dinamismos existenciales. Es cierto que la Iglesia capta y enuncia a través de su liturgia la experiencia de Dios dada por Cristo en el Espíritu; pero también lo es que por la tradición genuina en nombre de Dios la Iglesia es captada y envuelta en un misterio que está más allá. El mismo lenguaje en el cual expresa su experiencia le precede como experiencia. Entretejida con la vida, la historia y la cultura a través de la liturgia, la acción salvadora de Dios no es una oferta de gracia ultramundana que invite a los cristianos a trascender este mundo y a entrar en un ámbito sagrado de existencia, sino un acontecimiento enclavado en el presente de la historia que se relaciona con el particular ser cultural, social e histórico de las personas y pueblos.

Participación performativa-pragmática

La dimensión comunicativa de la liturgia conlleva una dimensión pragmática: se trata de un encuentro, de un intercambio, que transforme el corazón y las praxis de la vida por medio de la conversión y lleve a un compromiso existencial activo. Sólo así será posible que la implicación lingüística del símbolo desarrolle la propia eficacia (en especial desde la dimensión de encuentro con Dios) y que no se limite a una ilustración nocional o a una solicitud de emociones. Desde ahí es posible nutrir el acto de fe como acto de «inteligencia emocional»; esto es, que no se mantenga puramente en niveles racionales ni tampoco en sensibleras emociones, sino que conjugue con sabiduría razón y sentimiento de cara a vivir continuamente una existencia eucarística.