VII
TESTIGOS DE UNA IGLESIA
QUE ES EUCARISTÍA


CLAVE 43

La Iglesia es eucaristía

En un sermón a los nuevos bautizados durante la vigilia pascual, san Agustín resume la comprensión de lo que es la eucaristía con estas palabras: "debe quedaros claro lo que es esto que habéis recibido. Escuchad, pues, brevemente, lo que el apóstol o, aún mejor, Cristo por medio del apóstol dice sobre el sacramento del cuerpo de Cristo: «Todos formamos un solo cuerpo, un mismo pan» (1Cor 10,17)" (Tract. de dominica sanctae Paschae). No son muchas palabras, pero son de mucho peso.

La eucaristía es el acontecimiento a través del cual Cristo reedifica su cuerpo y nos incorpora a nosotros mismos a un único pan, a un único cuerpo. Somos reunidos en la unidad eucarístico-eclesial. Por la eucaristía la Iglesia renueva constantemente su ser Iglesia de la Pascua. La Iglesia es eucaristía: constituida por muchos pueblos se transforma en un solo pueblo gracias a una sola mesa, que el Señor ha preparado para nosotros. La Iglesia es, por así decirlo, una red de comunidades eucarísticas y permanece siempre unida a través de un solo cuerpo, el que todos comulgamos.

Una Iglesia desde el misterio de Dios

Sabemos que la Iglesia es el pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo y el templo del Espíritu. Pero debe ser comprendida y vivida desde una doble coordenada: es a Trinitate (a partir de la Trinidad) en cuanto que procede de la acción salvífica del Dios Trinidad. Y, a su vez, es ex hominibus (de seres humanos); es decir, surge de entre la humanidad como conjunto de hombres y mujeres que han sido llamados a una historia de alianza y que han respondido con alegría y responsabilidad. Por ello es por lo que se puede afirmar que la Iglesia es ante todo una realidad personal: los sujetos, protagonistas y responsables son personas, tanto las divinas (Padre, Hijo, Espíritu) como las humanas (los convertidos que en virtud de la fe participan en el bautismo y en la eucaristía).

Al tratarse de una vida entre personas se puede decir que la Iglesia es comunión: la iniciativa de las Personas divinas pretende ofrecer la propia comunión en el amor (eso es lo que constituye el ser más íntimo de Dios) a una humanidad peregrina y necesitada de redención, a la cual la relación con el Dios trinitario es capaz de renovar y de transformar, rescatándola de su soledad originaria y ofreciéndole la garantía de una esperanza. Y de una consumación que se puede ir ya pregustando desde nuestra historia contingente y finita. El "nosotros" que forma la Iglesia no existe en un espacio desencarnado o en un ámbito abstracto, sino en una historia concreta, penetrada a la vez por la gracia de la iniciativa trinitaria y por la disolución diabólica del pecado. La historia real es a la vez escenario del "misterio de la piedad" y del "misterio de la iniquidad".

La Iglesia, precisamente en cuanto realidad personal, debe ser contemplada dentro del misterio de Dios, como elemento fundamental de ese misterio, como condición imprescindible para que el misterio de Dios pueda irse abriendo camino en la historia humana. "Misterio" en el lenguaje bíblico designa esa iniciativa del Padre, a través del envío del Hijo y del Espíritu, que busca incorporar al ser humano y a su mundo en la plenitud del amor y de la vida que caracteriza a Dios. Lo decisivo del misterio es, por ello, su apertura a la experiencia humana precisamente para rescatarla del exilio fuera del paraíso y de la dura marcha fuera del hogar paterno.

La Iglesia es eucaristía

Hoy día se repite con mucha frecuencia una bella expresión de H. de Lubac: "la eucaristía hace a la Iglesia". Ahora bien, para comprenderla en toda su hondura, hemos de decir que "la Iglesia es eucaristía". Pero a fin de entenderlo bien es preciso considerar el dinamismo eucarístico desde una perspectiva trinitaria (como ya lo hicimos en la clave 30). Es lo que se llama la eclesiología eucarística, que han desarrollado primeramente algunos teólogos ortodoxos al hilo de sus plegarias eucarísticas. La eucaristía edifica a la Iglesia como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo. En ella, de hecho, se perfecciona la nueva y eterna alianza que constituye la Iglesia en pueblo de Dios; en ella, este pueblo del Padre es formado cuerpo de Cristo; y, siempre en la eucaristía, la Iglesia se encuentra reunida en la unidad del Espíritu. La celebración de la eucaristía es el misterio de la comunión trinitaria que se inserta en nuestra historia, congregando y modelando la comunidad de creyentes según su unidad.

Para los primeros cristianos esto era algo evidente. Por ello, pronto la designarán como «synaxis» (reunión, asamblea): el hecho de reunirse "en un mismo lugar" es característico de la incipiente Iglesia y fundamental para ella (cf. Hch 2,1.44.47). En Pablo, dicha expresión se convierte en sinónimo de reunirse como Iglesia para celebrar la eucaristía (1Cor 11,18.20). La eucaristía no funda esta comunidad a partir de cero; más bien presupone la comunión regalada por el bautismo; pero la actualiza, la renueva, la profundiza. Los padres de la Iglesia retoman repetidamente esta dimensión. Según san Agustín, la fuerza de la eucaristía une a la Iglesia (Sermo, 57,7); y para León Magno "la participación en el cuerpo y la sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos" (Sermo, 63,7, citado en LG 26).

Sacramento de unidad y vínculo de amor

La eucaristía es signo de unidad y vínculo de amor. San Agustín percibió y profundizó el vínculo entre eucaristía e Iglesia y a él se le debe esta expresión que se ha grabado a fuego en la memoria de la Iglesia. Pero las prácticas concretas y la propia teología hicieron que se pasara a una concepción eucarística meramente individualista, aspecto totalmente contrario tanto a lo que es la Iglesia como a lo que es la propia eucaristía. El siglo XX (y por una gran influencia de los cristianos ortodoxos) se va recuperando esta dimensión esencial. Allí donde se celebra la eucaristía, hay Iglesia. La eucaristía no es un sacramento más, es el sacramento por excelencia; es —como veremos enseguida— la fuente, el corazón y la cumbre de toda la vida de la Iglesia.

Por todo ello, toda comunidad que celebre la eucaristía nunca podrá aislarse y replegarse sobre sí misma como si fuera autosuficiente; al igual que cada cristiano. Sólo se puede celebrar la eucaristía en comunión con todas las demás comunidades que igualmente la celebran. Así las iglesias locales celebran una única eucaristía que las une a las demás iglesias diocesanas en la Católica. Y también por ello cada celebración integra en la unidad los diversos carismas, espiritualidades, movimientos y rompe las divisiones sociales (varones y mujeres, pobres y ricos, señores y esclavos, cultos e iletrados). Todos han de ser acogidos con amor y han de compartir todo. Por eso en los primerísimos tiempos entendieron que no se puede compartir el pan eucarístico sin hacerlo también con el pan cotidiano y en sus reuniones realizaban colectas para los pobres. El servicio de amor y comunión que se prestaba con las colectas lo designaban con el nombre de liturgia, la cual, a su vez, les movía de nuevo a dar gracias a Dios (cf. Rom 15,27; 2Cor 9,12s.).

 

CLAVE 44

La eucaristía, fuente y cumbre
de la evangelización

Las primeras comunidades cristianas eran asiduas a la celebración dominical de la eucaristía; para ellos resultaba algo connatural. Su actuar mostraba una vitalidad imprescindible para actualizar la alegría pascual de sentirse salvados como comunidad reunida y enviados a comunicar el gozo de la fe entre todos. Sin embargo, en virtud de una interpretación cada vez más subjetivista de la fe y de la vida eclesial, el precepto dominical acabó por significar la obligación individual que cada fiel tenía de "asistir" a una misa; de aquí que se multiplicaran las celebraciones eucarísticas. Desde el punto de vista evangelizador andamos lejos de los mandatos de Ignacio de Antioquia, para quien la pertenencia eclesial no tenía manifestación más decisiva que la participación en una sola eucaristía alrededor del obispo.

Por ello es preciso comprender que la eucaristía no es una realidad autónoma de la vida de Iglesia, ni de cada uno de sus miembros; "es fuente y cumbre de toda la evangelización" (PO 5). La acogida del evangelio introduce en la vida trinitaria; ésta viene sellada por el bautismo y la confirmación que hace de quienes lo reciben hijos de Dios, cuerpo de Cristo y templos del Espíritu. En la eucaristía toda la novedad bautismal encuentra su manifestación y plenitud. Somos bautizados en un sólo Espíritu para formar un solo cuerpo (cf. 1Cor 12,13).

La liturgia en la urdimbre evangelizadora

Tanto la evangelización como la liturgia —de la cual la eucaristía es su corazón— han de situarse en su punto de encuentro original que no es otro que Pascua / Pentecostés. Desde ahí resulta más comprensible entroncar la liturgia en su urdimbre evangelizadora. Para comprender este planteamiento es necesario conjugar un doble principio que el Concilio expresó con nitidez:

Desde aquí, Juan Pablo II reflexiona diciendo que "en efecto, la liturgia, por una parte, supone el anuncio del evangelio y, por otra, exige el testimonio cristiano en la historia. El misterio propuesto en la predicación y en la catequesis, acogido y celebrado en la liturgia, debe modelar toda la vida de los creyentes, que están llamados a ser sus heraldos en el mundo" (En el cuarenta aniversario de la «Sacrosanctum Concilium», 3). Veamos tanto la co-implicación como la correlación entre ambas.

La co-implicación con las acciones evangelizadoras

La eucaristía y la evangelización mantienen una relación co-implicativa. Esta relación ha de mostrarse en las diversas acciones que la evangelización reclama. Éstas, como es sabido, se resumen teóricamente en tres: misionera (dirigida a los que no conocen vitalmente a Jesucristo), catecumenal (orientada hacia aquellos que optan libremente por recorrer un camino de iniciación cristiana a través del catecumenado) y pastoral (pensada para los que sacramental y vitalmente ya son cristianos adultos y necesitan alimentar su vida de fe, esperanza y caridad en la comunidad cristiana edificada para comunicar cotidianamente las maravillas de Dios en el mundo).

Dichas acciones nacen no tanto de razones intrínsecas a la única misión evangelizadora; antes bien, son fruto de las diversas circunstancias en las que ésta se desarrolla. A veces no es fácil definir sus contornos ni tampoco es pensable crear barreras entre ellas. Sin embargo, sí parece necesario mantener su especificidad desde una real interdependencia (cf. RMi 33s.).

La correlación entre eucaristía y evangelización

Por todo esto, parece necesario hablar de una triple referencia entre eucaristía y evangelización, aspecto que conlleva exigencias pastorales y espirituales concretas:

-De un lado, la acción eucarística es el resultado de la evangelización, la «cumbre» hacia la que ha de tender todo el quehacer eclesial. No se puede pretender que alguien celebre la fe cristiana si antes no ha recorrido y asumido el proceso evangelizador. Sin ser rigoristas, es preciso situar toda acción litúrgica en una acción pastoral caracterizada por la misión compartida de todos los miembros de la Iglesia; éstos la favorecen junto con la opción libre de cada persona por el evangelio sellada en la iniciación cristiana (bautismo, confirmación y eucaristía).

Dicho aspecto conlleva que la evangelización ha de desarrollarse en todas sus dimensiones de acción y no prodigar en exceso las acciones litúrgicas. Además, es importante separar las distintas situaciones de la práctica pastoral, discernirlas y encauzarlas desde el proceso evangelizador. Igualmente, se ha de dinamizar la dimensión litúrgica de los periodos catecumenales y de los que vuelven a la fe. Todo ello sólo y principalmente será posible si cada cristiano adquiere la lógica de compartir esa historia existencial protagonizada por el Dios-Amar que quiere que todos encuentren motivos de esperanza y signos de salvación en sus vidas.

-Por otro lado, la liturgia ha de comprenderse como el principio de la evangelización. Esto es, hallar la «fuente» donde mana y se alimenta toda la vida personal y eclesial. La comunidad creyente es convocada a vivir el evangelio, llevarlo al mundo y encontrar en la celebración su hontanar y su razón de hacerlo. La Iglesia celebrante es la que ha de descubrirse enviada a comunicar el gozo de la fe a todos.

Por ello, la liturgia necesita mostrar su conexión con el resto de acciones eclesiales que en ella encuentran su plenitud y su fuente. Siempre, pero de un modo especial en nuestros días, la eucaristía ha de asumir el horizonte de la misión desde una relación más directa con la vida concreta y real de las personas y desde una perspectiva de universalidad.

-Es imprescindible un equilibrio entre ambas. Frente al antagonismo surgido de una vivencia empobrecida o de unas actuaciones pastorales limitadas, la eucaristía ha de situarse integrada en la misma acción evangelizadora: por una parte ha de ser su cumbre y, por otra, su origen. No podemos hablar de celebración eucarística sin evangelización, pero tampoco debemos hablar de evangelización sin eucaristía. Este equilibrio es preciso mostrarlo en la vida de los cristianos y en las diversas acciones eclesiales. La cena del Señor no se encuentra aislada de la vida eclesial y solamente es significativa cuando se sitúa en el corazón del resto de actividades.

Nadie puede llegar a la eucaristía si no ha sido llamado por Dios a la fe y a la conversión. Pero la eucaristía, siendo imprescindible, tampoco agota la vida espiritual de los creyentes (SC 9 y 12). Con ello no ha de minusvalorarse el puesto central que la celebración litúrgica tiene en la vida de la fe y de la Iglesia; antes bien, necesita mostrarse como plenitud eclesial gracias a cuatro razones de peso: es obra del Espíritu; está íntimamente relacionada con todas las acciones eclesiales; conlleva y exige una referencia diáfana a la vida y a la misión; y celebra el futuro pleno y eterno en esperanza.

 

CLAVE 45

De la misa a la misión

Uno de los nombres con los que denominamos comúnmente a la eucaristía es el de «misa» (procedente de mitto, missio), indicando el término de la celebración y el envío a llevar adelante la misión eclesial en la vida, nombre que se hará muy extenso y frecuente a partir del siglo IV. Porque la eucaristía ha de ser "principio y proyecto de misión", como nos recordaba Juan Pablo II al celebrar el año de la Eucaristía: "entrar en comunión con Cristo en el memorial de la Pascua significa, al mismo tiempo, experimentar el deber de hacerse misionero del acontecimiento que aquel rito actualiza. La despedida final de cada Misa constituye una consigna que impulsa al cristiano a comprometerse en la propagación del Evangelio y en la animación cristiana de la sociedad" (Mane nobiscum Domine, 24).

Vivir la lógica misionera de los orígenes

La celebración de la eucaristía ha de conducirnos a desear que la Iglesia en sus iglesias esté realmente extendida por toda la tierra para que pueda eucaristizar la vida y la historia de todos aquellos que libremente quieran vivir la alegría de la Pascua. A partir de Pentecostés aquella Iglesia inicial se va a ir realizando en distintos lugares y entre diversas razas y etnias. Así van a surgir las múltiples iglesias: tras el anuncio del evangelio, algunos se sienten convocados a ser Iglesia y responden afirmativamente; cuando existe un grupo suficiente, el ministerio apostólico preside la eucaristía en la asamblea.

Durante las primeras generaciones la memoria del origen misionero se mantiene como experiencia directa e inmediata. Es la misma experiencia de las iglesias de reciente fundación. El misionero fundador en el periodo neotestamentario ofrecía referencias a los apóstoles o a los primeros seguidores de Jesús. Ello adquiere más fuerza real y simbólica cuando los fundadores son los mismos apóstoles o algunos de sus más estrechos colaboradores.

Los apóstoles son considerados precisamente como "fundadores de iglesias". Y —también en la actualidad— la fundación de iglesias debe formar parte de la apostolicidad de la Iglesia y de cada una de las iglesias. Por eso la eucaristía presidida por el apóstol (en Éfeso, en Corinto, en Filipos...) sintetiza de modo máximo el origen misionero de cada iglesia y, por ello, el compromiso misionero que la debe caracterizar para que realmente la Iglesia se halle extendida por toda la tierra y en todas las nuevas fronteras de la historia. Cada iglesia neotestamentaria asume una responsabilidad universal y a la vez se siente necesitada de las otras iglesias para llevarla adelante. Así pues, resulta comprensible que vayan brotando relaciones y estructuras de cierta estabilidad o proyección de cara a la misión.

De la celebración a la responsabilidad universal

Cada una de nuestras iglesias y cada uno de nosotros necesitamos vivir ese dinamismo misionero que, procediendo de una misión previa por la que hemos sido iniciados a la fe eclesial, ha de llevarnos a la misión universal. ¿Puede considerarse exagerado afirmar que cada una de nuestras iglesias, si vive de la fe, ha de hacerse responsable del destino universal de la Iglesia y del mundo? Sin embargo, las prácticas concretas no ofrecen en el día a día esta lógica ni muestran demasiadas experiencias comunitarias, aunque haya honrosas excepciones (profetas anónimos de nuestros días) que vitalmente comunican —a pesar de tantas contradicciones e incertidumbres— esta solidaridad. A ello está llamada una pastoral eucarístico-misionera que se siente fuertemente interpelada por la injusticia y la insolidaridad ante tantos crucificados y orillados de la historia acá y más allá de las estrechas fronteras que vienen derribadas por la globalización (y que ésta misma reclama una «globalización de la solidaridad»).

La celebración de la eucaristía en clave misionera necesita, desde su raigambre profética y eclesial, un ministerio provocador: el hecho de introducir un elemento de desestabilización ante las seguridades adquiridas y las rutinas pastorales, pues cuando habla de la existencia de los pobres de las iglesias del sur, está denunciando el aburguesamiento y la comodidad de las iglesias ricas del norte; al ser altavoz del testimonio de los misioneros, está creando una brecha ante la obsesión por los problemas inmediatos; al ofrecernos el testimonio de otras iglesias, permite comprender las propias unilateralidades y parcialidades, enriqueciendo la propia experiencia eclesial.

Los retos actuales exigen un nuevo tipo de animación misionera y de celebración eucarística. Ello significa que los animadores misioneros están llamados a ayudar a percibir esas nuevas exigencias y posibilidades entre los creyentes que se reúnen a celebrar la misa. Además, la propia celebración debe llevar al compromiso misionero de quienes trabajan en los campos más significativos (periodistas, inmigrantes, colaboradores de organismos internacionales, miembros de ONGs., etc.); por otro lado, han de facilitar que se descubra el valor y alcance misionero de determinadas iniciativas sociales o de algunas cuestiones políticas y económicas (campañas del 0,7%, solidaridad global, apoyo para cambiar los acuerdos internacionales injustos, campañas en favor de la paz y de los derechos humanos, nuevos medios de comunicación social...). Así, la imagen del banquete eucarístico será expresión de la utopía del Reino y denuncia explícita del anti-Reino, pues el don del Resucitado ha de convertirse en semilla de una nueva tierra y unos nuevos cielos, no sólo litúrgica sino históricamente (GS 38s.).

Ya han sido enviados...

De cara al primer decenio del dos mil, las iglesias italianas se habían propuesto Comunicar el Evangelio en un mundo que cambia desde unas orientaciones pastorales precisas y a través de la conversión pastoral. Entre otras, destacan la importancia de "la celebración eucarística dominical, en cuyo centro está Cristo que ha muerto por todos y se muestra como el Señor de toda la humanidad"; ello conducirá a que crezca entre todos los fieles una clara actitud —mediante la escucha de la Palabra y la comunión en el cuerpo

de Cristo—: la salida "de los muros de la iglesia con ánimo apostólico, abierto a la compartición y pronto a dar razón de la esperanza que habita entre los creyentes (cf 1Pe 3,15). De este modo la celebración eucarística resultará lugar verdaderamente significativo de la educación misionera de la comunidad cristiana" (n° 48).

La despedida cotidiana de cada eucaristía así nos lo indica, quizá de una forma un poco sobria. Pero hay bastantes ocasiones en las que se realiza la bendición solemne sobre el pueblo de cara a la misión que han recibido y asumido en la actualización memorial de la Pascua. Ésta tiene un carácter trinitario-epiclético: se pide a Dios que bendiga a la asamblea por el Espíritu para que el don eucarístico permanezca y se prolongue en el tiempo y en el espacio, en la vida y en el culto espiritual, mediante una misión testimonial de los creyentes. Así, la celebración eucarística, corazón y latido de la vida de la Iglesia, realiza el movimiento de sístole y diástole, necesario para la buena salud de los creyentes y de la misma Iglesia en todas sus manifestaciones. La doble mesa (Palabra y comunión) es el ámbito trinitario del flujo y reflujo misionero, convocatoria y misión, siempre sostenida por la bendición que viene del Dios Trinidad.

 

CLAVE 46

La eucaristía, meta del catecumenado

En los orígenes de la Iglesia, la comunidad nace de la palabra apostólica predicada y creída. Lucas insistirá en la constancia en esta enseñanza: "ni un solo día dejaban de enseñar en el templo, y por todas las casas, dando buena noticia de que Jesús es el Mesías" (Hch 5,42). Que esta enseñanza está en estrecha correlación con la eucaristía se confirma por tratarse de una reunión o asamblea litúrgica "por las casas", y por la explícita y significativa secuencia (palabra - rito de fracción del pan: "les explicó las escrituras" - "lo reconocieron al partir el pan") que nos transmite el relato de Emaús (Lc 24,13-32).

El horizonte misionero de las primeros cristianos hará que se establezca el catecumenado como proceso específico que la comunidad ofrece para aquellos que quieren iniciar un camino de incorporación eclesial; ahí será donde se centre primordialmente la iniciación cristiana. Con el paso de los años y desde unas condiciones socio-eclesiales diferentes, éste irá perdiendo importancia hasta desaparecer. Hoy urge recuperar este aliento desde nuestros contextos socio-eclesiales como paradigma de una vida eucarística que invita a otros a participar de la mesa del Señor; éstos se convertirán, a su vez, en testigos de la Pascua ante otros.

La misión orientada al catecumenado

Situémonos por un momento, probablemente, en la iglesia de Roma durante el siglo II... Lejos de dar lugar a la inventiva recurramos a un documento —atribuido hipotéticamente a san Hipólito— que condensa la experiencia concreta donde se dan armónicamente la mano misión y eucaristía a través de la iniciación cristiana: La Tradición Apostólica. En él se muestra qué significa en lo concreto la existencia de una comunidad en estado de misión, pues se relata el proceso iniciado a partir del momento en el que los nuevos convertidos se acercan por primera vez a la fe y se aproximan a la Iglesia. Se trata de un escrito con gran valor en la actualidad.

Los cristianos, en medio de sus circunstancias de trabajo o amistad, encuentran a personas paganas que nunca han oído hablar del evangelio y que, por ello, pueden recibir una interpelación y una invitación. Cada uno sabe que es prolongación de la Iglesia en la sociedad y vehículo de comunicación de los paganos con la comunidad eclesial. Así, el testimonio y la misión apuntan a la salvación de la persona, pero con la mirada puesta en el crecimiento y la edificación de la Iglesia.

Desde un ámbito eclesial y transformador

A partir de este momento se inicia un proceso de transformación personal y de inserción en la comunidad real. La comunidad se hace presente de dos modos:

El catecumenado conlleva una serie de condiciones; mencionamos dos que nos parecen fundamentales: -la formación constante, es decir, la catequesis, entendida como acto de oración y como esfuerzo por iluminar la propia vida a la luz de la buena nueva; -la adecuación de la propia vida a la novedad de vida que se va asumiendo; por eso se exige de modo claro y directo la renuncia a determinados oficios que parecen incompatibles con la existencia cristiana. El discernimiento que se realiza de cara a la solicitud y recepción del bautismo se centra en el examen de la vida de los candidatos: si han vivido devotamente, si han visitado a los enfermos, si han practicado obras buenas... Es la existencia cotidiana la que debe reflejar en signos la novedad experimentada.

En camino hacia la vigilia de Pascua

Desde esta experiencia resulta más fácil comprender que la vigilia pascual sea realmente la fiesta de la comunidad entera y el punto de referencia de toda la pastoral. La noche de Pascua —celebración litúrgica central de todo el año— es a la vez la celebración de un compromiso eclesial en virtud del cual las "piedras vivas" siguen edificando una iglesia que, como minoría en un contexto pagano, mantiene su identidad en la misión.

Es muy significativo que en la conclusión del relato de la iniciación cristiana se aluda al texto de Ap 2,17; "es la piedrecita blanca de la que Juan dijo: hay un nombre escrito en ella que nadie conoce sino el que habrá recibido la piedrecita". Al final del proceso y del itinerario realizado, el Espíritu otorga el nombre que nadie conoce más que aquel que ha pasado a experimentar los misterios de la fe y ya participa plenamente de la eucaristía.

Catequesis catecumenal y eucaristía

Dentro del proceso catecumenal, creemos necesario destacar la mutua implicación entre catequesis y eucaristía, por lo que afecta a la tarea evangelizadora de la Iglesia. Desde luego que el anuncio evangélico es más amplio y necesita modularse (primero, catecumenal, formativo, teológico, etc.), pero ahora nos centramos, dada su importancia, en la catequesis. Los Obispos españoles nos han recordado que "la catequesis es elemento fundamental de la iniciación cristiana y está estrechamente vinculada a los sacramentos de la iniciación... Además, la catequesis está intrínsecamente unida a toda la acción litúrgica y sacramental, porque es en los sacramentos, y sobre todo en la eucaristía, donde Jesucristo actúa en plenitud para la transformación de los hombres" (La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, 20).

Desde este principio es preciso desarrollar tres criterios de modo simultáneo: la eucaristía es en sí una forma eminente de catequesis; la eucaristía necesita de la catequesis; y la catequesis tiene necesidad de la eucaristía. Sólo así se podrá llevar adelante en armonía la celebración desde el dinamismo evangelizador.

Y nos referimos a una celebración que sea mistagógica; que, de verdad, inicie en los misterios de la fe comunitaria-mente, y no se quede tan sólo en sus aspectos memorísticos. Aunque la liturgia es en cierto modo catequética, éste no es su fin último, sino la actualización cultual del misterio de la salvación del Dios trinitario. Las dimensión mistagógica debe conducir a los ya iniciados a vivir en este misterio; y su meta es la comunión con el Padre, por Jesucristo, en el Espíritu desde una coherencia cotidiana de fe-vida, desde la experiencia de sentirse una nueva criatura que da gracias a Dios en cada eucaristía y en toda su existencia.

 

CLAVE 47

Una comunión eucarística-sinodal

Para san Pablo la koinonía (comunión) es la participación común en el Hijo (1Cor 1,9), en el Espíritu Santo (2Cor 13,13), en el evangelio (Fil 1,5), en los sufrimientos de Cristo (Fil 3,10), en la fe (Fil 1,5), en el reconocimiento recíproco de nuestro ser en Cristo (Gál 2,9). Pero su manifestación más plena se da en la asamblea litúrgica que se reúne para celebrar la eucaristía -máxima expresión donde acontece la comunión eclesial- y para participar del cuerpo y de la sangre de Cristo (cf. 1Cor 10,14-22; 14, 26-40).

Desde aquí, profundiza en la relación existente entre el cuerpo eclesial y el cuerpo eucarístico (cf. 1Cor 10,16s.; 11,27-29). Frente a las divisiones y fricciones comunitarias (cf. 1Cor 8,10), Pablo argumenta así: porque todos formamos un solo Cuerpo en la diversidad y riqueza de dones y carismas, la multiplicidad ha de conjugarse con el servicio al bien común y a la unidad. Refiriéndose en concreto a la eucaristía (1Cor 10,16s.) habla de la "copa de bendición" en primer lugar (v. 10) y del "pan compartido" en segundo lugar (v. 17), estableciendo una vinculación directa entre estos dones: el cuerpo-sangre de Jesús y la comunión eclesial en el cuerpo de Cristo; por eso, el término que utiliza es justamente el de «koinonía».

Superar el lastre del pasado

Han pasado los siglos y esta correlación entre eucaristía y comunión ha quedado muy herida. Por motivos diversos la misma eucaristía se fue convirtiendo en devoción privada y protagonizada casi exclusivamente por el clero, donde se incorporaban laicos piadosos para "oír misa" a "la carta": están los que van a la misa mayor, los que van a la misa del sábado por la tarde (para tener el domingo enteramente libre), los que prefieren la misa del domingo por la noche... El resultado es claro: ya no hay asamblea sacramental comunitaria.

Ahora bien, el Concilio retorna un principio de los orígenes y no deja lugar a dudas para comprender que la celebración litúrgica tiene por sujeto a todo el pueblo de Dios. Si la Iglesia es asamblea, la comunidad cristiana concreta es el sujeto integral del acto litúrgico: la asamblea reunida para celebrar la historia de la salvación; bien es cierto que desde una diferenciación de orden sacramental, aunque todo ella es "concelebrante". Este principio ha de propiciar un nuevo modo de vivir tanto la eucaristía como de realizar la evangelización: se nos exige una perspectiva comunional en todo el actuar que favorezca un estilo ministerial-sinodal de todos los bautizados. Dicho aspecto está llamado a integrar tanto la participación "consciente, piadosa y activa" (SC 48) como la imprescindible visibilización histórica de la comunión en los organismos y en las estructuras eclesiales y en la toma de decisiones.

Desarrollar criterios de sinodalidad eucarística

Tomar en serio estas precisiones (que hemos presentado en otras claves) conduce a perfilar algunos criterios fundamentales de corresponsabilidad eclesial que brotan de la eucaristía. Éstos ayudarán a una mejor vivencia de la misma.

-Todos los fieles, más allá de una catequesis simplificada y asumiendo de modo realista las tensiones y los conflictos que inevitablemente han de surgir, deben conocer la estructura ministerial de la Iglesia. Así se sabrá distinguir lo esencial de lo accesorio, lo permanente de lo que es configuración contingente de la Iglesia.

-Los presbíteros necesitan concebir su ministerio como servicio a la comunión. La labor de gestión y de gobierno debe dar preferencia a la lenta y a veces ingrata tarea de ir tejiendo la comunión desde la diversidad de carismas y ministerios. Si el dominio de la mentalidad democrática por parte de los laicos puede desnaturalizar la vida eclesial, la comprensión «clerical» de su poder por parte del presbítero puede bloquearla.

-Como punto común de referencia unos y otros deben considerar la eucaristía. Con y en ella se consuma la iniciación cristiana. En la eucaristía los bautizados no son asistentes o receptores pasivos sino protagonistas responsables de la Iglesia y de su misión. Y, por ello, la sinodalidad —o el ejercicio concreto de participación y corresponsabilidad— no puede entenderse al margen del contexto eucarístico. La sinodalidad deberá concebirse como la prolongación en la vida cotidiana y en las prácticas eclesiales de la celebración eucarística.

-Entre todos los carismas y ministerios de la celebración eucarística resulta imprescindible, como ya hemos subrayado, el de la presidencia. Pero la insistencia mostrada en la presencia y acción de Cristo no tiene como objetivo exaltar al sacerdote (que actúa en su nombre o lo representa) sino afirmar y salvaguardar la centralidad y la excelencia, única y suprema, de la eucaristía. Lo decisivo no es la identidad del ministro, sino la realidad de la presencia de Cristo: la eucaristía, por la presencia de Cristo, convoca a los creyentes y los hace partícipes de su mismo cuerpo.

-Así pues, la celebración de la eucaristía es con-celebración eucarística de todo el cuerpo eclesial, de todo el pueblo sacerdotal. En ella se comparten los diversos carismas, servicios y ministerios; se aportan las diversas espiritualidades y acentos para el bien común eclesial. La eucaristía se torna acontecimiento jubilar de alabanza al Dios Trinidad que nos llamó y bendijo, convocándonos en esa determinada iglesia, y que nos envía una vez más al mundo para anunciar la alegría de la buena noticia en esa porción de humanidad donde somos peregrinos hacia la eternidad.

Tomar decisiones con un aliento eucarístico

La toma de decisiones en los ámbitos eclesiales viene envuelta por dificultades. El mayor problema aparece a la hora de delimitar el dinamismo concreto de las decisiones, el valor efectivo de las mismas. Muchos se aferran a que el Código de Derecho Canónico expresa (aparentemente) de forma lapidaria que los consejos pastorales "tienen sólo voto consultivo" (c. 512 § 2). Sin embargo, el arzobispo y canonista, Francesco Coccopalmerio, nos ayuda a comprender el sentido del legislador desde la teología eucarística. Él lo refiere al consejo parroquial, pero debe ampliarse a todos los organismos sinodales. El autor, tras realizar una llamada a que se eviten concepciones civilísticas y sociologistas, plantea que en muchas ocasiones se parte de un concepto errado: contemplarlo desde un doble sujeto (el consultado y el deliberante), aspecto que hay que superar, pues sólo existe un único sujeto unitario -estructurado internamente de modo jerárquico- que es el protagonista de la decisión.

Para ello apela a lo que es la celebración eucarística: un único sujeto celebrante -todo el pueblo de Dios reunido en comunidad-, pero donde está el ministerio de la presidencia. Desde ahí concluye que los presbíteros y obispos tienen una obligación nueva y muy estricta que proviene de la habilitación sacramental de los fieles respecto a las decisiones tomadas (en su ámbito preciso), adquiriendo un compromiso tan fuerte que sólo se pueden establecer dudas en los casos en que realmente existan motivaciones fundadas y graves. Porque en la Iglesia no existen realidades separadas o autónomas de lo que es su fuente y cima, la eucaristía; y, por ello, ésta se convierte en aliento y paradigma hasta en los organismos de toma de decisiones.

 

CLAVE 48

El anhelo ecuménico de sentarnos
en la única mesa del Señor

El hecho de comprender la eucaristía como sacramento de unidad nos hace ver con dolor cómo la historia ha creado divisiones y cismas en la Iglesia que han afectado a la propia eucaristía. Es importante conocer y reflexionar sobre este tema desde el anhelo de trabajar a la espera de que un día, superadas las dificultades, todos los cristianos podamos sentarnos en la única mesa de la eucaristía.

La necesidad de desarrollar el ecumenismo

La unidad es una categoría fundamental en la biblia y un encargo explícito de Jesús, el cual quiso que hubiera una sola Iglesia y, en las vísperas de la Pascua, nos dejó como legado suyo la oración y la preocupación por la unidad (Jn 17,21). Por eso, el desarrollo del ecumenismo es un encargo del Señor al que debemos entregarnos sin pretender éxitos inmediatos. Juan Pablo II decía que "creer en Cristo implica desear la unidad". Ello constituye el camino de la Iglesia y se trata, ante todo, de un propósito espiritual. Su objetivo es que todos podamos sentarnos juntos en la única mesa del Señor, participando del único cuerpo eucarístico de Cristo y bebiendo del único cáliz.

Ya el Vaticano II estableció dos principios (UR 8). El primero es que eucaristía y unidad se implican mutuamente; principio muy vigente en la Iglesia primitiva y que nosotros no podemos modificarlo a discreción. Y en segundo lugar, que la salvación de las personas es la ley suprema: el individuo es tomado en serio en su situación personal; de ahí que la Iglesia, supuestas determinadas circunstancias, acepte soluciones individuales. No basta con fijar la vista y conocer aquello que, por desgracia, todavía no podemos hacer; hemos de plantearnos qué es lo que podríamos y deberíamos hacer -guiados por el Espíritu Santo que es el que crea y posibilita la unidad en la diversidad- para alcanzar la plena

comunión eucarística. En esta línea hay que situar los acuerdos ecuménicos que se van logrando en torno a la eucaristía. Desde ellos conviene reseñar las perspectivas que se van dando en torno al misterio y al ministerio eucarísticos.

Las perspectivas ecuménicas a nivel de misterio

Puede decirse que a este nivel hay una notable convergencia desde la doctrina que los documentos ecuménicos manifiestan.

-Se insiste en la unidad que la eucaristía supone, manifiesta y realiza, al participar todos del mismo cuerpo de Cristo, en el mismo Espíritu: "La eucaristía es simultáneamente la fuente y la cumbre de la vida de la Iglesia. Sin la comunión en la eucaristía no hay plena comunión eclesial; sin la comunión eclesial no hay verdadera comunión en la eucaristía" (La Cena del Señor, 26).

-Se subraya que la eucaristía manifiesta y es acción de la Iglesia universal, por lo que también está exigiendo esa unidad interna, intereclesial y universal, que se expresa por la comunión que nos une a Cristo y al cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Según el documento de Lima, "las celebraciones eucarísticas siempre tienen que referirse a la Iglesia total, y la Iglesia total está implicada en cada celebración eucarística local".

-Se expresa que la celebración de la eucaristía desarrolla lo que ya habíamos venido a ser por el bautismo y la confirmación. El Documento de Diálogo entre la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa dice: "Por el bautismo y la unción, en efecto, los miembros de Cristo son alcanzados por el Espíritu, incorporados a Cristo, pero por la eucaristía el acontecimiento pascual se dilata, haciéndose Iglesia. La Iglesia se convierte en lo que está llamada a ser por el bautismo y la unción" (n° 4).

-Esta eclesialidad trinitaria de la eucaristía se expresa de forma concreta en la synaxis o reunión eucarística, por la que no sólo se actualiza o renueva la comunión eclesial, sino también por la que se pide y empeña en la unidad, la reconciliación y la paz, a imagen de la Trinidad.

Las perspectivas a nivel de ministerio

Todos los cristianos (católicos, luteranos, ortodoxos) están de acuerdo en que la eucaristía es expresión de la ministerialidad de la Iglesia, pues "en la celebración eucarística es cuando el ministro ordenado es el foco visible de la comunión profunda que une a Cristo y los miembros de su cuerpo", como se dice en algunos de estos documentos. Pero, mientras que con los ortodoxos no hay dificultad respecto al ministerio ordenado (obispo, presbíteros), en cuanto sucesores de los apóstoles, en relación con la Iglesia luterana permanecen algunas divergencias importantes en la manera de concebir el origen y la función del ministerio, así como en su transmisión.

Otro punto de divergencia se encuentra en la posibilidad de una celebración y comunión eucarística común (communicatio in sacris). Es evidente que una plena comunión eucarística supone una plena unidad o comunión eclesial. Las iglesias protestantes ponen más el acento en la comunión en Cristo que en la comunión con la Iglesia, y por ello encuentran menos dificultad en esta participación. Las iglesias orientales, por el contrario, ponen el acento en la necesidad de la comunión eclesial y en los sacramentos, y por ello algunas encuentran más dificultad que los católicos en la comunión sacramental. Estamos llamados a avanzar en la comunión, sin ignorar las divergencias, pero también facilitando el camino y el encuentro entre todos los cristianos.

La renovación desde el diálogo ecuménico y la misión

La Iglesia siempre es guiada a la verdad plena por el Espíritu Santo (Jn 16,13). Él es quien la mantiene joven y sumamente vital; pero en su camino por la historia está siempre necesitada de purificación y renovación en el Espíritu Santo (LG 8). Tal renovación tiene lugar de múltiples formas. El diálogo ecuménico es una de ellas; pero no puede ser confundido con un relativismo dogmático a precio de saldo. No se trata de renunciar a la propia identidad, sino de purificarla y dejarla crecer y madurar. El diálogo ecuménico significa simultáneamente un examen de conciencia y un intercambio de dones, en los que aprendemos de los bienes que el Espíritu ha concedido a las otras iglesias y comunidades eclesiales (LG 5; UR 3), para pasar así de la todavía imperfecta comunión a la comunión plena. De los hermanos ortodoxos, como ya hemos señalado, hemos aprendido mucho sobre la profunda unidad entre Iglesia y eucaristía. Nuestros hermanos evangélicos nos han ayudado a valorar y apreciar más la palabra de Dios. Ambos también han aprendido de nosotros, los católicos.

La unidad de la Iglesia no es un fin en sí misma, sino que está al servicio del único gran objetivo: "para que el mundo crea" (Jn 17,21). De ahí que el ecumenismo y la misión universal se hallen estrechamente relacionados e incluso compartan destino. El mismo nombre, ecumenismo, procede de «ekuméne», significando originariamente "todo el mundo habitado". El vínculo profundo se encuentra en la eucaristía. De igual manera que el ecumenismo tiene por objetivo la comunión de la mesa eucarística, así también la misión tiene su fundamento profundo e íntimo -según hemos visto- en el misterio de la eucaristía, en la entrega que Jesús hace de su vida por muchos/todos. Tanto en el ecumenismo como en la misión, la Iglesia crece para alcanzar la edad adulta del Mesías (Ef 4,13). Ambos anhelan anticipar la asamblea escatológica de todos los pueblos, lenguas y culturas en la acción de gracias común a Dios.

 

CLAVE 49

Celebrar sobre el altar del pobre

La correlación entre diaconía y liturgia aparece clara y explícita a través de la eucaristía desde los primeros tiempos de la Iglesia, como hemos tenido ocasión de comprobar reiteradamente. Es probable que Juan, conociendo ciertamente la institución de la eucaristía (cf. Jn 6), quisiera poner en relación el lavatorio de los pies y la eucaristía. El fin perseguido era profundizar en su carácter diacónico y de amor fraterno a partir de la misma actitud de pro-existencia que Jesús mostró en favor de todos, pero con preferencia hacia los más pobres y excluidos.

La comunidad primitiva unía de una forma muy estrecha la "fracción del pan" con el servicio de solidaridad, no sólo en el interior de la comunidad, sino también más allá de las fronteras eclesiales. Su vinculación será un elemento permanente en la tradición de la Iglesia. Actualmente viene urgida desde muchos planteamientos, pretendiendo recuperar el «único altar» eucarístico desde donde dimanan tanto la acción de gracias a Dios como el servicio solidario a los crucificados de la historia.

El cisma entre el sacramento del altar y del hermano

El ya citado O. Clément habla de "el cisma entre el sacramento del altar y el sacramento del hermano" y pide que no sigamos así, sino que hemos de procurar poner fin "a la esquizofrenia de tantos cristianos que los domingos se entregan al éxtasis (oriente) o a las buenas intenciones (occidente), para abandonarse durante la semana a los caminos de este mundo". Corremos el riesgo de compartir el pan eucarístico, en la más estricta individualidad, sin preocuparnos de millones de personas privados de pan, justicia y paz. Una y otra vez los creyentes corremos el riesgo de caer en la tentación de disociar el culto y la solidaridad, olvidando que donde no hay justicia, misericordia y amor, no hay verdadero culto al Dios cristiano.

La eucaristía, en cuanto celebración de la Pascua, nos ha de introducir en una existencia nueva que adora a Dios en Espíritu y verdad desde la dinámica de la resurrección del crucificado, poniéndose de parte de los crucificados de la historia. Una vida crucificada en el servicio a los últimos y en defensa de los crucificados es la mejor expresión de una celebración que es "memorial de la muerte y resurrección" de Jesús.

De altar eucarístico al altar del pobre

El criterio de discernimiento y uno de los mayores testimonios que podemos aportar hoy ante el mundo y en su favor es una vida eucaristizada que descubre entre tanta tragedia, sufrimiento y exclusión a Jesucristo en el "altar de pobre". Durante el siglo IV san Juan Crisóstomo no se privaba de lanzar palabras proféticas desde la exégesis con un fin eminentemente espiritual; según su pensamiento, a Cristo lo encontramos en el hermano pobre y oprimido, que nos remite y revela al Señor:

Cristo "anda errante y peregrino, necesitado del techo; y tú, que no le acoges, te entretienes en adornar el pavimento, las paredes y los capiteles de las columnas, y en colgar lámparas con cadenas de oro... Mientras adornas, pues, la casa, no abandones a tu hermano en la tribulación, pues él es templo más precioso que el otro... Tú que honras el altar sobre el que se posa el Cuerpo de Cristo, ultrajas y desprecias después en su indigencia al que es el mismo Cuerpo de Cristo. Este altar lo puedes encontrar por todas partes, en todas las calles, en todas las plazas, y puedes en todo momento ofrecer sobre él mismo un verdadero sacrificio. Lo mismo que el sacerdote, de pie ante el altar, invoca al Espíritu Santo, así tú también invócalo inclinado ante el altar [del pobre], no con palabras sino con hechos, porque no hay nada que atraiga y aliente más el fuego del Espíritu que la abundante efusión del óleo de la caridad" (In Math., Hom. 50,3s.).

Hoy el magisterio retorna la osadía de los Padres de la Iglesia y nos sigue invitando a recobrar la intrínseca unidad entre el altar del pobre y el altar eucarístico. Los obispos españoles, percibiendo el déficit personal y comunitario respecto a esta cuestión, decían el año 1994 que "el ser y el actuar de la Iglesia se juegan en el mundo de la pobreza y del dolor, de la marginación y de la opresión, de la debilidad y del sufrimiento" (La Iglesia y los pobres, 10). Y años más tarde —2005— mantienen que la eucaristía "imprime en quienes la celebran con verdad una auténtica solidaridad y comunión con los más pobres", y puesto que es "comunión con el Cristo total, el que se acerca al banquete sagrado se compromete a recrear la fraternidad entre los hombres. Fraternidad imposible, si cada uno permanece encerrado en sus cosas e intereses... Comporta darse y acoger al otro como el hermano que me enriquece. Los comensales de la cena del Señor estamos llamados a vivir y actuar de acuerdo con lo que celebramos" (La caridad de Cristo nos apremia, 8s.).

Celebrar la eucaristía en solidaridad y amor

La propia celebración eucarística y su modo de celebrarla ha de integrar y resaltar la solidaridad y el amor de Dios hacia el mundo que actualizamos en este sacramento. Recordemos algunos momentos que nos pueden ayudar a vivir esta dimensión:

-La liturgia del perdón puede y debe ser un momento importante que nos hace reconocer nuestra vida pecadora, injusta e insolidaria. Hacemos presente nuestro egoísmo y concretamos nuestro compromiso cristiano a favor de los más necesitados.

-La liturgia de la Palabra nos descentra de nuestros intereses para acoger la interpelación que Dios nos hace por su Espíritu. Nos alienta y anima, pero también nos espolea: ¿a qué nos urge?; ¿qué esperanza puede despertar hoy entre los pobres y desheredados de la tierra?

-La oración de los fieles ha de tener presente al mundo en sus intercesiones. Pedimos a Dios que se acuerde y bendiga a quienes más lo necesitan. Pero Dios no "necesita ser informado" de todo el sufrimiento; somos nosotros los que tenemos que tomar conciencia del mismo. Este momento obliga a la comunidad cristiana a adoptar una actitud hospitalaria y generosa, impidiendo que se transforme casi en una secta exclusivamente preocupada de sí misma y de su salvación ultramundana.

-La presentación de las ofrendas, siguiendo la tradición más primigenia de la Iglesia, es un momento denso desde esta clave. Ofrecemos el pan y el vino para que se conviertan en "pan de vida" y en "bebida de salvación" para nosotros y para nuestro mundo. Compartimos la colecta (hecha ofrenda cultual para el Dios de los pobres y necesitados), realizando un gesto que ha de replantearnos nuestro nivel de vida y una mayor comunicación de nuestros bienes.

-La plegaria eucarística nos hace comprender de muchas maneras que actualizar la memoria de Dios en toda su historia de la salvación es comprometerse como Iglesia: "danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano sólo y desamparado; ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido..." (Plegaria Vb).

-Y ya la comunión nos invita a sentirnos todos hijos de un mismo Padre (padrenuestro) a darnos y trabajar por la paz (rito de la paz), para que al comulgar nos sintamos invitados a construir una humanidad nueva desde el altar del pobre.

 

CLAVE 50

Celebrar en el mundo
a la espera de la eternidad

La eucaristía, en cuanto cuerpo y sangre del Señor resucitado, es ya el anuncio de la «Pascua del universo», de aquella transformación misteriosa de "los cielos nuevos y la tierra nueva". El Vaticano II pone de relieve la continuidad de nuestra actividad humana con el misterio de la gloria y la espera de las promesas escatológicas (cf. GS 38s.). Cristo, dándose a su Iglesia, parece decir: "te doy mi cuerpo para que tú seas mi Cuerpo; te doy mi sangre para que vivas de mí y como yo". A su vez, la Iglesia, entregándose a Cristo en la comunión, parece decir: "te ofrezco mi vida, toda mi corporeidad, para que tú puedas vivir en mí. ¡Gracias!".

El cosmos, un retablo del cielo

Hoy día, si penetramos en la parte interior del santuario de una iglesia bizantina —por ejemplo, en uno de los monasterios del Monte Athos— veremos que, una vez traspasado el iconostasio, el santuario aparece recubierto de pintura que representa el cielo: el Pantocrator, los santos... Es un modo visual que ayuda a comprender cómo la celebración eucarística conlleva abrir una ventana a la eternidad: la liturgia es el cielo en la tierra.

Todo el cosmos debe convertirse en un retablo integrado en toda celebración eclesial para que el Reino vaya creciendo y anticipándose "por los siglos de los siglos". La eucaristía convoca a la entera creación, a todo el cosmos, el cual pregusta anticipadamente en ella la liberación escatológica de su esclavitud a fin de participar de la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cf. Rom 8,20s.). En la plegaria eucarística todas las criaturas visibles e invisibles, y en particular las personas, bendicen a Dios como Creador y Padre; y lo bendicen, en el Espíritu, con las palabras y la acción del Hijo de Dios. Cristo, con su entrega sacrificial, reconcilia a los ojos del Padre a toda la humanidad; y, con ella, a toda la creación.

Celebrar sobre el altar del mundo

La petición de que acontezca la parusía y la esperanzada expectativa de que así será confieren a la eucaristía una dimensión cósmico-universal. En cada celebración el mundo celestial penetra y se hace presente en nuestro mundo. La Carta a los Hebreos lo enuncia de manera convincente: "Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte de Sión, ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne, y a la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo" (Heb 12,22s.). Hemos olvidado que culto y cultura están estrechamente vinculadas entre sí y que la eucaristía anticipa el canto de alabanza eterno de la realidad toda. La eucaristía es «misa del mundo», porque es actualización de la «misa del cielo»; es anticipación de la glorificación celestial de Dios y de la consumación escatológica del mundo. En ella, alabando al Creador, el mundo vuelve a ser uno; esto es, «redimido».

La asamblea celebrante de la eucaristía ha de ir penetrando más y más en este misterio gozoso. Ha de celebrar la eucaristía sobre el altar del mundo. Juan Pablo II lo ha expresado con estas palabras:

"He podido celebrar la Santa Misa en capillas situadas en senderos de montaña, a orillas de los lagos, en las riberas del mar; la he celebrado sobre altares construidos en estadios, en las plazas de las ciudades... Estos escenarios tan variados de mis celebraciones eucarísticas me hacen experimentar intensamente su carácter universal y, por así decir, cósmico. ¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación" (Ecclesia de eucharistia, 8).

La eucaristía es la celebración festiva que adelanta la transfiguración total y definitiva de todas las cosas. Es la presencia en la ausencia de Cristo resucitado que acompaña nuestro caminar histórico y cumple así su promesa, por el Espíritu: "y sabed que yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el final del mundo" (Mt 28,20).

En la escuela de María, mujer eucarística

Para vivirlo podemos adentramos en la «escuela de María» contemplando y asumiendo sus actitudes. Se nos muestra como Virgen oyente; modelo, por tanto, para la Iglesia que medita, escucha, acoge, vive y proclama aquella misma Palabra que se encarnó en María. Cual Virgen orante, conviene recordar, ya sea su actitud orante, ya sean aquellos sentimientos que el Espíritu suscitaba en su corazón y que coinciden con las grandes dimensiones de la oración eclesial. Es Virgen oferente en el templo de Jerusalén y en el Calvario, experiencia que en su aspecto activo (María ofrece) y pasivo (María se ofrece) se torna ejemplar para la Iglesia. Cual Virgen Madre, es el modelo de aquella cooperación activa con la cual la Iglesia también colabora mediante la predicación y los sacramentos a comunicar a las personas la buena nueva del Espíritu.

Pero hay algo más. Si la liturgia se traduce en compromiso y la celebración eucarística ha de conducirnos a ser eucaristía como culto espiritual en la vida, la ejemplaridad de María ofrece la mejor síntesis de lo que ha de ser la vida del cristiano: bien pronto los fieles comenzaron a fijarse en María, para, como ella, hacer de la propia vida un culto a Dios y de su culto un compromiso de vida. María es, sobre todo, modelo de aquel culto que consiste en hacer de la propia vida una ofrenda a Dios. El Sí de María es para todos los cristianos una lección y un ejemplo para convertir la obediencia a la voluntad del Padre en camino y en medio de santificación propia. Se ha hablado de María como mujer eucarística. Cuando contemplamos a la Madre desde esta vertiente también hemos de hacerlo en la escuela de María. Estamos invitados a imitar las actitudes marianas respecto al misterio de la encarnación. Seguro que éstas nos ayudarán a entender, gustar y comunicar mejor el misterio de la eucaristía.

A la espera del octavo día

Unidos a María y a todos los santos, celebrando como iglesia diocesana en la catolicidad de la Iglesia, nos hallamos a la espera de la eternidad. El domingo, día del Señor debe ser contemplado, además del día primero de la semana, el «octavo día». Así evocamos no sólo el inicio del tiempo, sino también su final en el "siglo futuro", en la eternidad. San Basilio explica que el domingo significa el día verdaderamente único que seguirá al tiempo actual, el día sin término que no conocerá ni tarde ni mañana, el siglo imperecedero que no podrá envejecer; el domingo es el preanuncio incesante de la vida sin fin que reanima la esperanza de los cristianos y los alienta en su camino (cf. Sobre el Espíritu Santo, 27,66).

En la eucaristía, el Espíritu, don escatológico del Señor resucitado, penetra la realidad histórica y nuestras vidas, transformándolas, anticipando aquí y ahora la salvación. Por eso la eucaristía es también un "alimento espiritual", que nos hace suspirar por la venida del Señor en su Reino y que lo manifestamos unidos a las asambleas litúrgicas de las primeras comunidades: "El Espíritu y la Esposa [la Iglesia] dicen: ¡Ven! Diga también el que escucha: ¡Ven! Dice el que atestigua todo esto: «Sí. Estoy a punto de llegar». ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!" (Ap 22,17.20).