V LA EUCARISTÍA REFLEXIONADA


CLAVE 29

El memorial de la Pascua

"Haced esto en conmemoración mía" / "Al celebrar ahora el memorial...". La secuencia de estas dos frases destaca la profunda relación que ha de darse entre la acción de Cristo y nuestra participación en la eucaristía: ponemos en práctica las palabras de Jesús. Como lo expresa muy bien la plegaria eucarística I para misas con niños: "lo que Jesús nos mandó que hiciéramos, ahora lo cumplimos en esta eucaristía". Celebramos el «memorial» (anámnesis). Es decir, nos unimos a la representación de la vida de Cristo en lo que tiene de más importante, su muerte y resurrección. Para esto presentamos a Dios el pan de vida (Jn 6,27) y el cáliz de salvación (Sal 115,3). Como anuncia de modo sorprendente la plegaria eucarística III, nosotros mismos somos parte de esa ofrenda: "dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia (nosotros!), y reconoce en ella la Víctima...".

El memorial de la historia de la alianza

La recuperación que hoy día se está dando sobre la noción bíblico-patrística de «memorial» nos ayuda a comprender mejor la eucaristía. Para los pueblos antiguos, el recuerdo o la memoria es más que la rememoración subjetiva de una realidad pasada. Este concepto va unido a la supervivencia del más allá. Ser recordado u olvidado por Dios es algo trascendental para la persona. Cuando el recuerdo va unido al nombre de Dios, comporta generalmente una acción eficaz: el recordar de Dios es un actuar, un hacerse presente junto al hombre con su fuerza salvadora.

El pueblo de Israel también recuerda a su Dios, hace memoria constante de su alianza con él, le hace presente en el culto y en la vida. Es lo que expresa con la palabra «zikkaron» o «memoria». Y es lo que le define como novedad ante los cultos de los pueblos colindantes. Éstos se centran en el morir y renacer, incesantemente repetido del cosmos (el mito del eterno retorno). Sin embargo, el culto de Israel dice relación a la obra histórica de Dios con sus padres y

con ellos mismos. Es una inserción en esta historia y, por ello, esencialmente una memoria que crea una presencia y abre al futuro. El zikkaron es una celebración ritual conmemorativa de un acontecimiento salvífico del pasado, que se hace presente en la celebración, y en el cual toma parte y protagonismo junto a Yahvé la comunidad que celebra el rito. Dice relación a un acontecimiento pasado, pero es esencialmente una categoría de actualización e incluso de anticipación.

De manera especial, esto se comprueba en la fiesta de la pascua judiá. Los judíos han de celebrarla de generación en generación, como "memorial" de aquel acontecimiento liberador: "éste será un día memorable, en recuerdo para vosotros, y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahvé de generación en generación" (Ex 12,14). La razón es clara: se trata de vivir de modo actual o de celebrar el memorial de la pascua de Yahvé, no sólo como acontecimiento que se recuerda, sino como realidad del presente que actualiza la liberación e incluso como anuncio del futuro escatológico de una nueva pascua (cf. Is 30,29). Expresamente lo afirma la Mishná:

"Con el correr del tiempo estamos obligados a considerarnos como si fuésemos nosotros mismos quienes salimos de Egipto. De hecho se dice: «En aquel día debes contar a tu hijo que esto se hace por lo que Yahvé hizo por mí con ocasión de mi salida de Egipto». De hecho, no sólo fueron liberados nuestros padres, sino nosotros mismos, como está escrito «él nos sacó de Egipto para llevarnos a la tierra prometida a nuestros padres» (Deut 6,26). Por eso estamos obligados también nosotros a dar gracias, glorificar, alabar a Aquel que en nuestros padres y en nosotros obró tales prodigios, al habernos sacado de la esclavitud a la libertad, de la tristeza al gozo, de las tinieblas a una gran luz, de la esclavitud a la redención" (Rabbí Gamaliel, Pesakhim 10,5).

El memorial de la nueva Pascua

Esta noción bíblica de memorial resuena en los relatos neotestamentarios de la institución de la eucaristía. No en los cuatro sino en la denominada fuente antioquena: dos veces en Pablo, después de las palabras sobre el pan y sobre el cáliz (1Cor 11,24s.) y una sola vez en Lucas, después de las palabras sobre el pan (Lc 22,19). ¿De qué quiere Jesús que se haga memoria? Pues, sencillamente, de él mismo, de sus palabras y obras, de su misión y ministerio, que quedan concentrados de forma única y culminante en su pasión, muerte y resurrección, en la nueva Pascua de liberación que en él y por él se realiza.

De la misma manera que la pascua judía era representación actualizadora (memorial) de la liberación de Egipto y de una salvación que seguía salvando y coimplicando al pueblo en esperanza, ahora la celebración de la eucaristía, por la fuerza del Espíritu, aparece como la representación y actualización de la nueva Pascua de liberación en la sangre de la nueva alianza que sigue salvando y co-implicando a la asamblea celebrante a la espera del banquete eterno.

El memorial eucarístico-existencial

El memorial eucarístico, el misterio que actualiza, se resume y concentra en el misterio pascual como el gran Acontecimiento-Cristo, en el que encuentran su sentido todas las promesas del pasado y todas las esperanzas del presente. Por su propio dinamismo, no sólo acoge el pasado de una historia antigua de salvación sino que nos invita a adentrarnos en el misterio de la Pascua y hacer de ella experiencia litúrgica de salvación. La Iglesia, en el memorial eucarístico, no sólo es mediación, sino también sujeto celebrante.

Ahora bien, la celebración del memorial igualmente nos proyecta hacia su fin histórico, hacia una plenitud de realización del Reino que está llegando, que está por llegar. Por eso, como resume el Catecismo de la Iglesia: "en la última cena, el Señor atrajo la atención a sus discípulos hacia el cumplimiento de la Pascua en el Reino de Dios... Cada vez que la Iglesia celebra la eucaristía recuerda esta promesa y su mirada se dirige hacia «el que viene» (Ap 1,4). En su oración implora su venida: «Marana tha» (1Cor 16,22), "Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20), «que tu gracia venga y que este mundo pase» (Didaché, 10,6)" (1403).

La Iglesia toda ella ha de ser memorial con su vida entera, convirtiéndose en memorial vivo de la nueva actuación del Cristo pascual por la fuerza del Espíritu. Estamos llamados a anunciar, desde nuestro encuentro con el Resucitado, la memoria de Jesús. La memoria subjetiva de Jesús deviene memorial sacramental, y éste a su vez reaviva la rememoración vital de la Iglesia y hace de ésta verdadero sacramento y memorial de Cristo.

La participación en el memorial y el hecho de sabernos comunidad de la memoria nos hace portadores en ocasiones de un memorial peligroso (J. B. Metz), pues no en vano nos alimentamos de la eucaristía como «memoria passionis». El memorial del Crucificado, que como recuerdo hacia adelante se nutre de la esperanza de la resurrección, debe estimular nuestras vidas en favor de un actuar liberador en un mundo injusto e insolidario. La memoria del lavatorio de los pies ha de conducirnos a la compasión, a la generosidad y, también, al perdón mutuo, porque -como decía el poeta argentino José Hernández- "aprender a olvidar es también tener memoria".

 

CLAVE 30

La comunión en el misterio de la Trinidad

En el mensaje de los Padres sinodales de 1985 se resume la propuesta del Vaticano II con estas palabras: "todos nosotros hemos sido llamados, mediante la fe y los sacramentos, a vivir en plenitud la comunión con Dios. En cuanto comunión, con el Dios vivo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, la Iglesia es en Cristo «misterio» del amor de Dios presente en la historia de los hombres... Las estructuras y las relaciones en el interior de la Iglesia deben reflejar y expresar esta comunión". Así pues, la comunión ante todo es don de Dios que se nos regala de manera primordial en cada celebración eucarística. De ahí que la Iglesia no deba primariamente celebrar la eucaristía de modo trinitario, sino que -si se nos permite- la celebración de la eucaristía acogida ha de ser icono trinitario permanente de todo el quehacer eclesial, como veremos en el último capítulo.

La comunión trinitaria

La comunión, en sentido propio, es una realidad y un acontecimiento personal, que se realiza de modo pleno en Dios, en la tri-personalidad divina. El resto de las aplicaciones será siempre posterior y derivada. "Nuestro Dios no es un Dios solitario", gustaba decir san Hilario. Es comunión personal por ser dinamismo de amor y donación: el Padre -fuente y manantial de toda generosidad- existe en cuanto que se entrega al Hijo; éste a su vez existe en cuanto que se recibe del Padre como su imagen e irradiación; el Espíritu es vínculo de los dos como gozo de la donación y júbilo de la acogida. Por su propia constitución el Dios Don es apertura, comunicación, referencia al otro.

El Dios Trinidad actúa como protagonista de la historia que se despliega en el mundo de las personas. Ese protagonismo, dado que es real y eficaz por la fuerza del Espíritu y que sostiene y acompaña a la historia hacia un diálogo cada vez más íntimo y profundo, es lo que en el lenguaje bíblico se denomina "misterio»: es el despliegue -en etapas que acontecen al ritmo de la historia- del designio personalizante de este Dios personal para hacer participar a todos y a todo de la felicidad que a él le caracteriza por su propia naturaleza.

La Iglesia de la Trinidad

En el desarrollo de ese misterio surge la Iglesia como el grupo de hombres y mujeres que responden a la invitación de esa comunión; pero para servir al dinamismo de esa comunión que, por vocación, no posee límites ni fronteras. La Iglesia recibe su identidad de la acción simultánea de la Trinidad. Por eso es pueblo de Dios (en cuanto grupo llamado por la iniciativa del Padre), cuerpo de Cristo (en cuanto que prolonga y celebra la entrega del Hijo), templo del Espíritu (en cuanto espacio en el que florece y se expresa el gozo del Espíritu).

La comunión, por su raíz trinitaria y por su apertura a la historia, reclama una realización eclesial. Según expresan los obispos italianos, la comunión es "áquel don del Espíritu por el cual el hombre no está ya solo ni alejado de Dios, sino llamado a participar de la misma comunión que une entre sí al Padre, al Hijo y al Espíritu y tiene el gozo de encontrar en todas partes, sobre todo en los creyentes en Cristo, hermanos con quienes comparte el misterio profundo de su relación con Dios" (Comunione e comunitá, 14).

El sello trinitario de la comunión se recibe primordialmente en los creyentes por el bautismo. Dios ofrece su salvación a través del diálogo iniciado por él y en relación amistosa con la libertad de la persona concreta. Quienes lo reciben entran a formar parte de la vida trinitaria y de la Iglesia. A partir de él surge la llamada o vocación de Dios para edificar su pueblo. El bautismo inicia a toda la historia de la salvación y es por ello la puerta de los sacramentos y de la vida cristiana. Convierte a quienes lo reciben en un nuevo pueblo de sacerdotes, profetas y reyes (cf. Ap 1 ,6). Es la dignidad común de todos los bautizados que nos coloca ante Dios como radicalmente iguales y nos convierte en fraternidad para la única misión evangelizadora, alimentando nuestra existencia en la celebración eucarística.

La eucaristía, misterio trinitario

La epifanía de la Iglesia-comunión se relaciona profundamente con el misterio eucarístico, que a su vez es misterio trinitario. Para comprenderlo basta observar la estructura clásica de las anáforas litúrgicas: «al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo». El Padre aparece siempre como el principio y el término de la acción litúrgico-sacramental; a él se dirigen tanto la plegaria inicial como la alabanza conclusiva. El Hijo encarnado se presenta como quien por medio de él se cumple la acción litúrgica. El Espíritu Santo es la divina Persona en cuya presencia se cumple lo celebrado aquí y ahora.

La eucaristía es sacrificio trinitario, sacramento de la muerte redentora del Hijo, ofrecimiento al Padre en un solo Espíritu. Cada vez que se celebra, la hora pascual -hora trinitaria por excelencia y supremo momento salvífico para nosotros- irrumpe en nuestra historia y la torna liberadora. En toda eucaristía se activa para el mundo la atracción universal de todos los hijos de Dios dispersos hacia los brazos y el corazón de Cristo crucificado.

En ella se recibe continuamente el amor del Padre y la efusión del Espíritu, que es Espíritu de filiación y de incorporación a Cristo. El Espíritu, enviado del Padre para transformar por su fuerza los dones consagrados en el cuerpo y la sangre de Cristo, introduce en la comunión con el cuerpo de Cristo a cuantos participan del mismo pan y del mismo cáliz, como veremos. En la eucaristía los bautizados participamos de la vida trinitaria y formamos el único cuerpo eclesial. Por ello, la Iglesia, «por Cristo, con él y en él» ofrece su alabanza a Dios Padre y se mueve filialmente hacia él. No es extraño que desde un principio la comunidad cristiana celebrara semanalmente la fracción del pan, porque actualizaba la alianza definitiva establecida por Dios en la entrega del cuerpo y sangre de Cristo. La participación / comunión en el cuerpo de Cristo hace de todos un solo cuerpo en comunión (1Cor 10,16s.), que es la Iglesia.

De la comunión eucarístico-trinitaria a la confesión de fe

Esta comunión se torna confesión de fe. La eucaristía, que es el sacramento de la comunión, constituye e/ acto litúrgico por excelencia de la confesión de fe. La proclamación de la fe se realiza delante de Dios, y por ello es doxología: alabanza dirigida a la gloria del Padre. No tiene ante todo un objetivo pragmático, sino que es memoria actualizadora y gratuita de las maravillas que Dios ha hecho y sigue realizando.

Pero en cuanto reunión de creyentes, en un lugar determinado, la eucaristía se convierte también, ante el mundo y para el mundo, confesionalmente en acto de la salvación realizada por Dios, en Jesucristo, gracias a la fuerza del Espíritu. Ello conlleva la vivencia de unas actitudes que conduzcan a la reconciliación del mundo desde la comunión y a ser testigos del Reino desde el +martirio / testimonio y desde el ágape fraterno que se orienta hacia los más pobres y excluidos.

 

CLAVE 31

El banquete fraterno-eclesial

La comunión con el Dios trinitario se hace presente como memorial de la Pascua en la Iglesia cuando celebra la eucaristía en cuanto banquete fraterno. No podemos olvidar que los primeros cristianos se referían a la eucaristía, según hemos visto, con los nombres de «fracción del pan» y «cena del Señor». Es sabido que si bien los cristianos de la Reforma han insistido en la eucaristía en cuanto «banquete» o «cena», los católicos han resaltado el carácter sacrificial. Nosotros hemos descuidado su necesario aspecto comensal y de convivencia. Por ello, se necesita equilibrar en armonía ambas dimensiones, a lo que nos invita el Catecismo de la Iglesia:

"La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el cuerpo y la sangre del Señor... El altar, en torno al cual la Iglesia se reúne en la celebración de la eucaristía, representa los dos aspectos de un mismo misterio: el altar del sacrificio y la mesa del Señor, y esto, tanto más cuanto el altar cristiano es símbolo de Cristo mismo, presente en medio de la asamblea de sus fieles, a la vez como víctima ofrecida por nuestra reconciliación y como alimento celestial que se nos da" (1382s.).

El banquete fraterno

La comida familiar o banquete fraterno se concentran en la eucaristía en el pan y el vino. Ya en su momento vimos cómo ambos elementos tienen una gran fuerza simbólica. Por ello, no es casual que Cristo los asumiera y que la Iglesia los haya mantenido a lo largo de los siglos. Aunque hay que resaltar que Jesús asume, más que los signos del pan y del vino aisladamente, el signo del banquete y de la comida fraterna. Celebrar un banquete significa algo más que saciar el hambre y la sed. El banquete no es un acto individual, es una fiesta en comunión que congrega a la familia, a los amigos, a la comunidad. Más allá de su sentido material, adquiere una función simbólica que tiende a expresar la unión y la comunión, la alegría y la amistad, el amor y la solidaridad.

La eucaristía cristiana es una comida fraterna simbólico-sacramental, donde lo importante es la capacidad y la actitud de fe por la que podemos unir el significante de la comida material (pan y vino) con el significado de la presencia memorial de la Pascua, según sucedió en la última cena del Señor. Y ello debe manifestarse en las actitudes y signos, en la participación activa, en el carácter festivo por la música y el canto, la comunicación y el diálogo, y, sobre todo, en la comunión.

El banquete pascual de la Iglesia

La eucaristía es una comida pascual. El signo fundamental (pan y vino, palabras y gestos) remite directamente, representa y actualiza, la Última Cena en su contexto y con su sentido pascual. Por otro lado, la eucaristía actualiza el misterio de la ofrenda sacrificial y el paso de Cristo de la muerte a la vida, haciéndonos participar de su misterio pascual total. Además, el mismo comer y beber el cuerpo y la sangre de Cristo por la comunión está expresando nuestra comunión con el Señor glorificado.

El banquete que ya se inauguró en las comidas del Jesús histórico, haciendo patente la llegada del Reino, se continúa de forma nueva en la eucaristía. El Reino, que es un banquete, se establece y consuma en torno a Jesús, y sigue realizándose en torno a la mesa eucarística, a la que invita a participar a la Iglesia entera. Por ello, participar en este banquete es entrar en comunión con Aquel que se nos da como alimento de vida eterna y con todos aquellos que se acercan al banquete. Es decir, se trata de comulgar con el cuerpo eucarístico de Cristo y con el cuerpo eclesial, con el Resucitado y con su Iglesia.

Un banquete abierto y solidario

En la eucaristía se nos da el cuerpo y la sangre de Cristo, pero no podemos olvidar que es un cuerpo «entregado» y una sangre «derramada». Así pues, se necesita una comunidad eclesial que sea capaz de tomar el pan y repartirlo equitativamente, con generosidad y amor. Éste ha de ser el signo de autodonación de todos los comensales a favor de todos, especialmente de los más necesitados. Sólo en el servicio y la diaconía de la Iglesia pueden hoy tomar «carne y sangre» la diaconía y el servicio de Jesús. Por esta razón los evangelios dan a la multiplicación de los panes un tono eucarístico. Jesús parte, reparte y comparte el pan; pero es ayudado por sus discípulos (diríamos hoy, la Iglesia), que son quienes distribuyen el alimento a la gente.

A diferencia de algunos banquetes judíos, el banquete cristiano no es un lugar de separación protectora y de pureza ritual, sino un ámbito de comunión plena con todos los miembros del grupo. A él están invitados todos aquellos que se conviertan. La eucaristía es una comensalidad abierta y comprometedora. Si en el judaísmo, culto y limosna iban separados, el banquete cristiano une en la misma celebración la comida festiva del grupo y la ayuda mutua. La eucaristía es el lugar de la «comunión en Cristo» y de la «comunicación de bienes».

Más tarde esto se concretará en un signo: las ofrendas de los fieles para los más necesitados, vinculadas desde antiguo a la celebración eucarística. Estas ofrendas comprendían muy diversos dones en especie, y a partir del siglo XI también en metálico. Iban destinadas en su mayor parte para ayudar a los necesitados, otra pequeña parte se dedicaba a la sustentación del clero, y una mínima parte —un poco de pan y de vino— a la eucaristía. El ofertorio de aquellas ofrendas de los fieles pronto entró a formar parte de la celebración eucarística como un elemento esencial. Y muy pronto fueron designadas «sacrificio» o «sacrificios», por ser auténtica ofrenda a Dios al serio para los pobres.

Un banquete más expresivo

No se puede comprender del mismo modo la eucaristía si el pan no aparece como verdadero alimento, se parte y se comparte o si aparece como una mistificación esquematizada, suficiente para el rito, pero insuficiente para expresar toda su riqueza simbólica. Las ofrendas de los fieles quedan reducidas a su mínima expresión si se convierten en rutina y no adquieren la profundidad de la diaconía eucarística, en cuanto verdadera actitud de «comunicación de bienes» para los más desfavorecidos. Una práctica buena es realizar, al menos en algunas ocasiones especiales si no se puede en todas, la colecta de forma pausada y consciente para la comunidad, y no proseguir con el ofertorio hasta que ésta no haya finalizado, incorporándola también como ofrenda -junto con el pan y el vino- en el altar y para Dios.

La eucaristía es un banquete para participar plenamente. El concilio de Trento aprobó la comunión bajo la sola especie del pan; esto posteriormente se ha visto como un planteamiento no ideal. Por ello, ahora el nuevo misal romano insiste en la importancia de recuperar también el vino para los laicos "por razón del signo". Recordando la decisión de Trento y la autoridad que sigue teniendo la Iglesia en lo que toca a los sacramentos, se quiere volver a la costumbre de los primeros siglos, "en la forma en que más perfectamente se manifiesta el signo del banquete eucarístico", porque "la comunión tiene una expresión más plena por razón del signo cuando se hace bajo las dos especies" (OGMR 281).

 

CLAVE 32

El sacramento de la oblación/sacrificio

Una de las dimensiones esenciales de la eucaristía es su carácter sacrificial. La concepción heredada sobre la redención -aún presente en las imágenes de muchos cristianos- podría ser resumida así: Dios, airado por el pecado del hombre, que había establecido una situación de enemistad entre ambos, necesitaba una compensación y una satisfacción; como los hombres eran incapaces de ello, el Padre envía y entrega a su Hijo a fin de que pueda ofrecer un sacrificio adecuado que restablezca una situación nueva. Esta construcción teológica ha alimentado una espiritualidad y una relación con Dios que ha sido sometida a una violenta crítica. Hoy día varias son las interpretaciones respecto al sentido que el propio Jesús dio a su muerte. Para algunos, no tuvo conciencia de ello; otros la sitúan desde la experiencia veterotestamentaria del profeta; y otros aluden a la línea de interpretación martirial judía.

La entrega profética de Cristo

La segunda fórmula de los relatos institucionales de la eucaristía ("esta es mi sangre") -recogida de forma bastante similar por los cuatro relatos eucarísticos- es paralela a la primera ("esto es mi cuerpo"). Las dos fórmulas no son diferentes en cuanto al sentido. Cada una expresa la totalidad del ser humano; la primera a través del simbolismo del cuerpo frágil (partido), quizás del cadáver; la segunda a través del simbolismo de la sangre derramada.

Los gestos y las palabras que Jesús realiza en esa atmósfera pascual han de ser considerados como una acción profética. En efecto, hay toda una serie de textos del antiguo testamento que inducen a pensar que la situación del profeta tiene como trasfondo natural y contiene en su horizonte interpretativo una posible muerte violenta. El profeta puede ser llamado «mártir», aunque todavía estemos lejos de la teología del martirio como se la interpretará sucesivamente. Los ejemplos del profeta asesinado son bastante frecuentes (Jeremías: Jer 26,8-11; Urías: Jer 26,20-23; Zacarías: 2Cron 24,17-22; los lamentos de Elías: 1Re 19,10-12). El profeta es testigo de la palabra que le ha dirigido el Señor y tiene que seguirla fielmente hasta el fin; su muerte será vengada sólo por Yahvé: "yo tomaré venganza de la sangre de mis siervos, los profetas, y de todos los siervos del Señor" (2Re 9,7).

Desde este horizonte, en la Última Cena hay que destacar ante todo una originalidad de Jesús que va más allá del marco de la pascua judía, su gesto simbólico inédito: entrega un único cáliz del que beben todos los comensales. Queda así patente la comunicación de un don único en el que todos participan. Que el don entregado simboliza la oblación misma de Jesús se expresa en las palabras pronunciadas sobre el pan y sobre el vino. En el caso del pan se establece una vinculación entre quien entrega el pan partido y su cuerpo que va a ser destruido en su concreción existencial. El vino bebido y la sangre derramada esconden una vinculación equivalente.

Una muerte redentora por amor

La tradición religiosa judía en la que Jesús vive inmerso le va haciendo comprender su destino martirial desde las claves que le ofreciá el antiguo testamento. Los enviados de la Sabiduría son siempre perseguidos (cf. Lc 1,33) y los profetas asesinados (cf. Mt 5,11s.; Lc 6,22s.). La figura del justo doliente le impone la evidencia de que el justo debe sufrir por su justicia, es decir, porque su justicia solivianta a los que se sienten denunciados por él (Sal 34,20; Sab 5,1-7). No obstante, la fidelidad de Yahvé suscita la esperanza en el triunfo y la exaltación del justo que se mantiene en su justicia a pesar de la persecución. Los mártires, que habían sido experiencia real (2Mac 7,37s.) y el Siervo de Yahvé (Is 49,3.6; 52,23), aun en sus perfiles enigmáticos, insinúan incluso la idea de vicariedad o representación: los sufrimientos, la entrega de la propia vida, representan en cierto modo a una colectividad, porque se realiza en nombre de todos ellos, porque redunda en su beneficio salvífico.

La muerte de Cristo ha de comprenderse en cuanto muerte redentora. El destino de la muerte que padeció Jesús responde a un Amor originario, que rompe desde dentro el círculo diabólico del odio y de la violencia. Jesús no muere contra los hombres sino contra la violencia que han descargado contra él y que, por ello, imposibilita o dificulta la comunicación. Por eso es un acto de reconciliación. Aunque ésta sólo podrá ser plena en la parusía, ya que desde ahora Jesús muere como acto de oposición a todo lo que bloquea la reconciliación. En el proceso que conduce a la cruz, el Padre está presente, compadeciendo con el Hijo desde el apasionamiento de su amor. Así, el carácter redentor de la muerte de Jesús no puede ser comprendido más que desde el Don previo del Amor. Como escribía Isaac de Nínive, Dios murió "para hacer conocer la caridad que tiene, para hacernos prisioneros de la caridad... La muerte de nuestro Señor no fue para salvarnos de los pecados, de ningún modo, no por otro motivo, sino sólo para que el mundo pudiese darse cuenta del amor que Dios tiene por la creación" (Cuarto discurso a los Gnósticos, 78).

El sacrificio eucarístico y la participación eclesial

Ahora nos es más fácil comprender el carácter sacrificiál de la eucaristía. El sacrificio de Cristo abarca toda la acción salvífica de Jesús, desde la encarnación hasta su culmen en la cruz y resurrección (Pascua); supone la abolición de los sacrificios antiguos (cf. Carta a los Hebreos) y, según los diversos textos, implica la donación de sí mismo, la entrega martirial, junto con la representación cultual. Por eso puede decirse que el sacrificio de Cristo es la entrega total que hace de su persona por amor y como hombre-para-los-de-más, en orden a manifestar el gran amor redentor de Dios.

La Iglesia participa también de ese sacrificio de Cristo. Es la entrega que, en unión con Cristo, hace de sí misma, participando de este modo en la ofrenda de amor al Padre y a la humanidad, con la donación de la propia vida, y con la actualización permanente del sacrificio de Cristo, a cuyo acto sacerdotal ha sido asociada por el mismo Señor. No se trata de un sacrificio distinto al de Cristo, sino del mismo sacrificio de Cristo al que es asociada y se une la misma Iglesia con su entrega de amor y fidelidad, lo que se expresa de modo especial en la eucaristía.

La eucaristía es representación memorial del sacrificio de Cristo; es decir, sacramento del sacrificio de Cristo, en cuanto representación y actualización memorial y dinámica del mismo e irrepetible sacrificio. La Iglesia es asociada a él para su edificación. Y en él la Iglesia entera está convocada a participar por su entrega y fidelidad a la misma dinámica de amor, hecho sacrificio en Cristo. La eucaristía es, pues, presencia activa y memorial del sacrificio de Cristo, en la mediación sacrificial de la Iglesia. El sacrificio de Cristo se actualiza memorialmente por el Espíritu porque todavía no ha terminado: toda la Iglesia, en su historia, se está sumando a él. Lo hace sacramentalmente en el gesto eucarístico, pero lo hace simultáneamente en su vida entera. Al comer al Cristo «entregado por», la comunidad y cada uno de los presentes recibimos el impulso para vivir y ofrecernos amorosamente «por Cristo» y «por muchos / por todos».

 

CLAVE 33

La presencia del Glorificado

En la eucaristía Cristo mismo se hace nuestro alimento para comunicarnos su propia vida, su nueva alianza, a fin de edificar su comunidad como su propio cuerpo al servicio del reino en el mundo. No se puede comprender ni vivir plenamente la eucaristía si no se cree que Cristo se hace presente, se identifica y asume el pan y vino. Su presencia es real, corporal; pero desde su existencia de Glorificado, que es el que puede llevar a la comunión total. El modo de explicar este misterio es una pregunta legítima, pero que no preocupó a las generaciones cristianas de los primeros siglos. Más adelante, cuando se formuló, tuvo varias respuestas.

Una presencia múltiple

La presencia real de Cristo no debe limitarse simplemente a su presencia eucarística. El concilio Vaticano II ha afirmado explícitamente la presencia múltiple de Cristo en la liturgia, o sea, en la palabra proclamada, en la persona del ministro, en la asamblea reunida, en los sacramentos y, sobre todo, en las especies eucarísticas (SC 7).

Años más tarde, Pablo VI hablaba en el mismo sentido pero con mayor amplitud, ya que esta múltiple presencia -calificada como «real»-, no se reduce al ámbito de lo sagrado de la liturgia, sino que se extiende más allá de los límites del templo. La encíclica afirma que Cristo está realmente presente en su Iglesia orante, en la comunidad reunida (Mt 18,20); está presente en el sacramento del hermano, en toda persona necesitada de nuestro amor y de nuestra ayuda (Mt 25,40); está presente en nuestros corazones por la fe y el amor (Ef 3,17; Rom 5,5); está presente en la palabra de Dios anunciada y proclamada por su Iglesia; está presente en los pastores, signos de Cristo; finalmente, está presente en la eucaristía. Y añade: "tal presencia se llama real no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por antonomasia" (Mysterium fidei, 35-39).

Presencia como «transustanciación»

A partir de la escolástica, en los siglos XII y siguientes, la propuesta más generalizada, y posteriormente asumida por el concilio de Trento, para explicar la presencia eucarística fue la de la «transustanciación». Puede resultarnos útil comprobar que los Padres de la Iglesia ilustran tanto el realismo de la presencia como el simbolismo de las especies sacramentales. Cirilo de Jerusalén, en su Catequesis sobre la eucaristía, se expresa así:

"Jesús mismo se ha manifestado diciendo del pan «Éste es mi cuerpo». ¿Quién tendría el coraje de dudar? Él mismo lo ha declarado: «Ésta es mi sangre». ¿Quién es el que lo pondría en duda diciendo que no es su sangre? Él, por su voluntad, transformó en Caná de Galilea el agua en vino, y ¿no es digno de fe si cambia el vino en sangre?... Con toda seguridad participamos en el cuerpo y en la sangre de Cristo. Bajo la especie del pan te ha dado el cuerpo, y bajo la especie del vino te he dado la sangre, para que tú te hagas, participando en el cuerpo y en la sangre de Cristo un solo cuerpo y una sola sangre con Cristo... No hay que considerar como simples y naturales dicho pan y dicho vino: son, por el contrario, según la declaración del Señor, el cuerpo y la sangre. Aunque los sentidos te lleven a esto, la fe, sin embargo, te sea firme" (Catequesis Mistagógicas,

Para la Iglesia siempre ha sido importante afirmar que aquí tiene lugar realmente una transformación: hay algo que antes no existía. Pero no se trata de un acuerdo que la propia Iglesia ha realizado para decirse a sí misma. La eucaristía sobrepasa el terreno de lo funcional y de lo fantasioso. Por ello, mantiene la expresión «transubstanciación» para vivir y proclamar una realidad que la desborda; incluso que la resulta difícil de explicar si no es desde el memorial de la fe. En la eucaristía encontramos aquella Realidad personal de Dios con la que debemos aprender a medir toda otra realidad.

El regalo de su presencia personal

En nuestra vida diaria sabemos bien lo que significa un encuentro profundo con otra persona. Éste sólo se da cuando la otra persona es percibida, no como objeto o con interés, sino cuando se basa en la comunicación profunda entre ambos. Los signos que la mantienen siempre son mediaciones: una foto, una llamada, una carta, un regalo. Así, el regalo (cuando parte de la gratuidad y quiere ser muestra del amor profundo) llega a ser signo realizador de mi presencia. Pero necesita no sólo ser ofrecido, sino también acogido y aceptado como regalo. Regalar un ramo de rosas va más allá del precio, del tipo o de la calidad de las rosas; quien las regala se regala a sí mismo y quien las acoge, acoge al otro en su totalidad y, sin decirlo verbalmente, se ofrece personalmente a él.

Cristo se encuentra presente de modo real en el pan y vino; pero como presencia ofrecida, que debe ser aceptada por los creyentes en la Iglesia. Sólo así la presencia se convierte en mutua, recíproca, personal en su sentido más profundo. La presencia eucarística es como la mano de Cristo tendida a cada persona en el espacio de la comunidad de fe, mano que permanece tendida, más allá de la actitud de recepción de los hombres. El pan consagrado hace de mediador entre el Señor (que está en su Iglesia) y yo (que estoy en la misma Iglesia). Su presencia es la característica presencia del donante de un regalo; regalo no de un hombre cualquiera, sino de Cristo glorificado. En este intercambio entre Cristo y su Iglesia los dones reciben una nueva significación y una nueva finalidad. Los dones reciben un nuevo y definitivo significado: son el mismo Cristo que se nos da. Pero hemos de acogerlos por la fe ya que ahora son el mismo Cristo para nosotros a favor del mundo.

Presencia que transforma desde la parusía

El Cristo pascual que viene a la Iglesia es el Cristo, muerto y resucitado; pero también el que desde la parusía está viniendo. Ese Cristo pascual, que rebasa los límites del espacio y del tiempo, es el mismo Cristo glorioso que sigue hoy viniendo a la Iglesia en la celebración eucarística. La eucaristía es, ante todo, la venida personal del Glorificado a la Iglesia. Ahora bien, ha sido constituido en Kyrios de todo lo creado para llevar a plenitud todo como realidad escatológica y profunda de este mundo.

En la transformación del pan y del vino, estos dones no son violentados ni aniquilados, sino que son orientados hacia la plenitud. Por la santificación del Espíritu, las ofrendas adquieren una nueva dimensión escatológica. El pan y el vino son convertidos en el Espíritu por una total concentración en Cristo. De este modo, son asumidos en la dimensión de eternidad, en una proximidad tal que Cristo resulta la sustancia inmediata, la realidad profunda en la que estas especies subsisten. Los Santos Padres hablaban del pan y del vino como dones que son asumidos por el Cristo glorioso que está viniendo para dársenos como Pan de vida y alimento de inmortalidad. Pero estos dones eucaristizados necesitan una reciprocidad por la fe de aquellos que ya pertenecemos al Reino de Dios, a aquellos que creemos y aceptamos sus planes de salvación. Cristo está presente, pero sólo para aquel que acoge este ofrecimiento resulta realmente presente.

 

CLAVE 34

La comunión que nos hace cuerpo histórico

La presencia del Glorificado en la eucaristía es, sobre todo, «presencia para», con una intención que termina en la incorporación de las personas a su Vida glorificada. Pablo no habla tanto de presencia, sino ya directamente de unión, de comunión, de koinonía, que supone la presencia y la supera en su intención dinámica interpersonal (1Cor 10,16). Juan afirma que "el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él", "el que me come vivirá por mí como yo vivo por el Padre" (Jn 6,56s.).

Santo Tomás de Aquino para el sermón del día del Corpus tomó el texto en el que se expresa la alegría de Israel por su elección, por el misterio de la alianza: "¿Qué nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos a ella como lo está de nosotros nuestro Dios?" (Deut 4,7). Así Tomás convoca a una alegría plena porque estas palabras del antiguo testamento solamente han encontrado su pleno cumplimiento en la Iglesia, particularmente cada vez que celebra, comulga, testifica y adora la presencia eucarística del Resucitado-Glorificado.

Una presencia «para nosotros»

Cristo se identifica de modo misterioso con el pan y el vino, que por el Espíritu son convertidos en su cuerpo y su sangre (presencia objetiva u ontológica): es el "esto es mi cuerpo" hecho realidad por la fuerza del Resucitado y su Espíritu. Pero esta presencia no termina en los elementos materiales, pues su presencia tiene una intención interpersonal: Cristo nos está presente a nosotros, para hacernos entrar en comunión con él, edificando así el cuerpo eclesial. La invitación al banquete fraterno del Kyrios —símbolo de encuentro festivo interpersonal— nos adentra en la dinámica de su Pascua y de su vida definitiva; nos alimenta para nuestra andadura por la historia pretendiendo en ella y en cada acontecimiento un nuevo Pentecostés.

Decimos "esto es mi cuerpo". El lenguaje bíblico usa cuerpo no en oposición al espíritu. Significa, más bien, la totalidad de la persona, en la cual lo corporal y lo espiritual son inseparables. Por eso, "esto es mi cuerpo" significa: esto es la totalidad de mi persona en la medida en que se actualiza en la corporalidad. Es un cuerpo que "se entrega por vosotros"; esto es, la identidad de esa persona es ser-para-los-demás. Su esencia más íntima la constituye el entregarse. Y, por ser entrega y donación, puede y debe ser compartida.

Comulgar al Resucitado-Glorificado

Lo que se nos ofrece y se nos da en la eucaristía no es una cosa material. Es Cristo mismo, el Resucitado-Glorificado, la persona que se nos ha entregado a través de su amor, un amor atravesado por la cruz. Por ello, comulgar en su cuerpo / sangre ha de ser un acontecimiento personal. Los ritos previos a la comunión pasan del «nosotros» litúrgico-eclesial al «yo en Iglesia». Ahora se me pide a mí mismo, soy yo quien ahora tengo que ponerme en marcha, soy yo a quien me sale al paso, a quien me llama.

A quien recibimos es, y así lo decimos, una Persona. Y esta persona es e/ Señor Jesucristo, a la vez Dios y hombre. La antigua devoción a la comunión de siglos pasados probablemente olvidaba en exceso al hombre Jesús y pensaba demasiado en Dios. Pero no hemos de caer en el peligro contrario: considerar tan sólo al hombre Jesús. Tampoco hemos de olvidar que en él -que se nos ha entregado como cuerpo partido y repartido- palpamos también al Dios vivo. Por ello, comulgar es siempre una profunda oración. Resulta especialmente conmovedor lo que se nos cuenta de los monjes de Cluny en los alrededores del año 1000. Cuando iban a comulgar se descalzaban; sabían que aquí está la zarza ardiente, el misterio ante el cual Moisés cayó de rodillas, pues Dios estaba allí (cf. Ex 3,1-15). Las formas cambian; pero hemos de despojarnos sinceramente de nosotros mismos, entrar en comunión con él, liberándonos de otras ataduras para así encontrar también realmente a la comunidad humana.

«Hacernos» cuerpo de Cristo

El verdadero regalo de la eucaristía no está sólo en «hacer» (de los dones) el cuerpo de Cristo, sino sobre todo en «hacemos» (a nosotros mismos) el cuerpo de Cristo. No basta tener ante nosotros el cuerpo de Cristo si a la vez no llegamos a «serio». San León Magno habla de "la verdad del cuerpo y la sangre en el sacramento de la comunión", del que participamos, "para que recibiendo la virtud del manjar celestial, nos transformemos en la carne de aquel que se hizo carne nuestra"; "pues no hace otra cosa la participación en el cuerpo y sangre de Cristo que el convertirnos en aquello que comemos" (Ep., 59,2; Sermo, 63).

La interpretación de la tradición eclesial nos ayuda a comprenderlo mejor: los Padres griegos acentúan la vertiente óntica (mística) de nuestra transformación personal, la vida nueva de la resurrección o la vida eterna, ya anticipada, y que origina el ser una nueva criatura. Los Padres latinos destacan la vertiente ética de nuestra transformación personal y comunitaria: el comportamiento nuevo y la superación del pecado, así como la necesidad del amor y de la paz. En ambas líneas hay una coincidencia fundamental: el cristiano tiene que transformarse en aquello de lo que participa, el cuerpo de Cristo glorificado, que se concreta en la Iglesia, tanto celeste -comunión de los Santos- como peregrina entre los gozos y desalientos de la humanidad.

El alimento para el camino

La comunión eucarística no nos asegura la presencia de Cristo en nuestras vidas. Su presencia personal es siempre humilde, escondida, sencilla, promesa de un futuro siempre mayor de plenitud escatológica, definitiva. Por eso la eucaristía es a su vez, «epifanía» o manifestación de Dios y también "promesa y anuncio», prenda de ese mismo futuro escatológico. Conviene resaltar ambas dimensiones, ya que las dos tendrán que formar parte de una adecuada integración existencial del misterio de nuestra fe.

Esta vitrina celestial con rayos claro-oscuros de una presencia aún imperfecta que, por ser tal, nos empuja y nos remite hacia el futuro de una presencia real, plena y consumada, no velada, es la que da paso a la prolongación sacramental en el quehacer histórico. Es lo que los orientales llaman "la liturgia después de la liturgia". Así brota la exigencia de transformar el mundo hasta que en el universo entero llegue a realizarse aquella presencia real futura que el creyente afirma ya prefigurada en las primicias del misterio eucarístico: la presencia de Dios que a través y por el Espíritu Cristo será "todo en todas las cosas" (1Cor 15,28). Sólo así la eucaristía comulgada es semilla de una vida eucarística total.

No sólo el pan y el vino tienen que sufrir una «conversión» que les transforma en Cristo. La comunión eucarística conlleva una transformación que afecte a la Iglesia, a la humanidad y, aún más, a la realidad cósmica entera. Así la comunión se abre y tiende a algo más profundo y querido por Dios: a hacer o a ser el cuerpo (frágil) eclesial y universal de Cristo; es decir, a la realización de la gran eucaristía universal. Por ello, la eucaristía también es viático, alimento y fortaleza para los peregrinos; especialmente para aquellos que se encaminan de manera herida y débil hacia la plenitud del banquete eterno.

 

CLAVE 35

El que está viniendo: la parusía

La eucaristía reflexionada nos hacer ver cómo la espera y la esperanza ocupan, aunque transformadas y transfiguradas, la misma centralidad bíblica que tenían en los orígenes de la revelación bíblica. Así aparece una nueva tensión en la fe: entre el Resucitado y el Esperado, entre el que ha venido en la gloria del Padre y el que vendrá a juzgar a vivos y muertos. En esa tensión es donde tiene lugar la experiencia salvífica real y actual, si bien en «esperanza», cada vez que celebramos la eucaristía.

Salvados en esperanza

Pablo, después de haber proclamado con gozo la renovación operada por el Espíritu, se ve obligado a reconocer los sufrimientos de la creación entera, que no pueden dejar de modular la experiencia de lo ya recibido: "sabemos que la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto, y no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo. Porque hemos sido salvados en esperanza" (Rom 8,22-24). No se trata de una espera de la salvación sino de que la esperanza es característica y constitutivo esencial de la salvación. Tit 2,11-13 expresa con claridad que en esa tensión se desenvuelve la vida cristiana: "se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres... para que vivamos sobria, justa y piadosamente este siglo, con la dichosa esperanza en la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro Cristo Jesús".

Esa esperanza es la que debe ser testimoniada y explicada a quienes se sientan interpelados por el modo de vida cristiano (cf. 1Pe 3,15). La novedad de la fe y del amor cristiano se alimentan de esa esperanza. Ello no se refiere solamente a la experiencia subjetiva creyente, sino que hace ver también lo que falta al despliegue del misterio de Cristo. La carta a los Colosenses, que tan fuertemente destaca la participación del bautizado en la resurrección de Cristo, no deja de manifestar esa carencia cuando hace decir a Pablo: "me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia" (1,24).

Caminar entre la Pascua y la eternidad

La parusía es un elemento constitutivo del acontecimiento pascual; es la conclusión del evento pascual. Por eso, refleja la acción del Padre, a quien todo retorna; del Espíritu que suscita el aliento del proceso por el gozo del encuentro; y del Hijo, que sale al encuentro de la humanidad dolorida y de la creación amenazada. Pero a la vez es también acontecimiento que cuenta con el protagonismo de los creyentes, que se han de convertir en heraldos de una salvación que ya se gusta y saborea en la forma de la esperanza, de la fe, del amor. Es la garantía de que la historia y el universo tienen un sentido y una meta.

La parusía tendrá lugar al final como el último regalo de la Trinidad Santa. En la parusía, Jesús, el protagonista, pronunciará su último "Heme aquí" para hacerse presente en la última encrucijada de la historia. Parusía significa "estoy presente", "estoy aquí". "He aquí que estoy a la puerta y llamo" (Ap 3,20) para conducir a los hermanos al hogar del Padre. Esa es en definitiva la meta de la historia. Por eso Jesús, el Hijo del hombre y el nuevo Adán, "vendrá con gloria". El ser humano en plenitud que se realiza en Jesús es ámbito de acogida de todos los hombres, cansados o avergonzados de su difícil y, a veces, cruel caminar. Jesús, el Hombre, acogerá en el seno del Padre a todos sus hermanos. Por eso será el momento del descanso, del sábado eterno, del paraíso. El Señor que viene es el Hijo. Y por eso en el momento de la gloria y del descanso no podrá más que expresar su filiación. El "Hijo del amor" (Col 1,13) mostrará en el día del Señor su filiación como encuentro y acogida plena e ilimitada.

El último día será ciertamente acto de juicio y de discernimiento. Pero el Juez será el Hijo y no podrá más que juzgar como Hijo ante hermanos. El mismo Jesús, que fue tan sensible ante los más necesitados, y que llegó a morir sin levantar su voz contra los perseguidores, es el que juzgará el proceso de la historia y las debilidades de sus protagonistas. Desvelará la injusticia de los perversos y la indiferencia de los satisfechos. Pero no podrá excluir el reflejo de la imagen del Padre impresa en los hombres, porque esa imagen es el Hijo. Cristo está presente, sí, en medio de nosotros; pero su presencia aún no es total ni definitiva. Hasta la reconciliación universal, al final de los tiempos, la esperanza del adviento seguirá mostrando un sentido y podremos seguir orando: "venga a nosotros tu Reino".

La eucaristía, anticipación de la dulzura del paraíso

Cada vez que celebramos la eucaristía, en cuanto actualización del misterio de Cristo, ésta nos abre a un porvenir: proclama que es posible un futuro en el que el Hijo encuentra a la humanidad y a la creación entera para depositarla en el seno del Padre. Por ello, hemos de sentirnos prontos para llevar adelante una misión universal como servicio a la reconciliación de todo y a la transformación de la realidad entera. Hemos de ser solidarios contra lo que amenaza a la persona y a la creación; hemos de esperar con todos y en favor de todos para ir manifestando la comunión trinitaria.

Nuestra espera no es una ficción auto-engañosa. Esperamos realmente su venida porque tenemos conciencia de la realidad indiscutible de su venida y de su presencia pascual en la celebración eucarística: él es el que está viniendo. A nivel del misterio litúrgico se aúnan y actualizan el acontecimiento histórico de la venida de Cristo y su futura parusía, cuya realidad plena sólo tendrá lugar al final de los tiempos. Nuestra espera tiene un sentido. La liturgia siempre ha tenido presente todas estas dimensiones. De modo particular el rito hispano-mozárabe lo recoge en una oración del tercer domingo de adviento. Dicho texto asume el advenimiento desde unos ecos parecidos a los signos que Jesús mostraba a los discípulos del Bautista cuando le preguntaron si era él el Mesías o debían esperar a otro (cf. Lc 7,18-23):

"Te pedimos, Señor Jesús, que se fortifiquen los corazones de tus fieles por tu venida, que se fortalezcan las rodillas de los que son débiles. Que por tu visita sean curadas las llagas de los enfermos; por el toque de tu mano sean iluminados los ojos de los ciegos; por tu poderosa ayuda se afirme el paso de los vacilantes; que por tu misericordia sean desatados de la esclavitud de los pecados. Haz que puedan alcanzarte con el alma llena de gozo en la segunda venida de tu juicio los que ahora ves que acogen con gran devoción tu venida en la mística encarnación ya cumplida, y llévalos a la dulzura del paraíso".

En la parusía todos y todo podrán gozar de una reconciliación sin fisuras y sin violencias. La Trinidad y las personas humanas se habrán abrazado en una comunión de gozo y felicidad. La esperanza no será ya más que alegría y dulzura. Esto es lo que el prefacio propuesto para Adviento en la plegaria III de la misa con niños nos invita ya a pregustar: "cuando él vuelva al fin del mundo nos invitará a la fiesta de la vida en la felicidad de su casa".