IV LA EUCARISTÍA CELEBRADA

 

CLAVE 22

La eucaristía, corazón de la celebración litúrgica

En realidad, la liturgia no resulta fácil de definir ya que lo trascendental no puede quedar encerrado entre palabras. Ahora bien, sí podemos acercarnos a sus grandes claves mostradas por el Vaticano II la constitución sobre la liturgia (SC). Dado que la liturgia es un acto profundamente eclesial y la Iglesia es constitutivamente litúrgica, no puede haber por tanto edificación de la Iglesia sin liturgia. Necesitamos, así pues, profundizar en el sentido y alcance de esta mutua implicación. Ello nos ayudará a comprender la peculiaridad cristiana y cómo la eucaristía es el «corazón» de todo el dinamismo celebrativo de la Iglesia. El auténtico culto radica en que "ofrezcamos a Dios sin cesar por medio de él un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que bendicen su nombre" (Heb 11,15).

Acción eclesial

El griego clásico designaba con el término «leitourgía» una acción realizada en favor del pueblo, como era pagar unas fiestas populares, o en general todo servicio público. Quedaba por ello reservado a los poderosos, a unos pocos que actuaban en favor de todos. Entre los judíos se limitaba al culto rendido a Dios, pero igualmente como acción que unos pocos (sacerdotes o levitas) hacían en beneficio de todos. Entre los cristianos se cambia la perspectiva: el pueblo no era objeto o destinatario de un acto benéfico realizado por una minoría sino el sujeto mismo de la acción.

Dado que Jesucristo es el "liturgo del verdadero tabernáculo" (Heb 8,12), quedan habilitados para el culto auténtico a Dios todos los que han sido incorporados a Cristo, pues en esa incorporación radica el sacerdocio cristiano. Si la Iglesia es asamblea, la comunidad cristiana concreta es el sujeto integral del acto litúrgico, la asamblea reunida para celebrar la historia de la salvación. La liturgia, así pues, es

epifanía de la Iglesia en lo concreto, tanto por lo que se refiere al lugar como por lo que se refiere al «nosotros» que ha sido convocado. La liturgia es la celebración cristiana realizada por la asamblea reunida en un lugar para dar gracias a Dios y, sobre todo, para acoger su salvación actualizada sacramentalmente.

Protagonismo trinitario

El protagonismo de la comunidad concreta vive del protagonismo del Dios trinitario que la ha congregado para prolongar y recapitular toda la historia de la salvación.

En la liturgia la eternidad encuentra el tiempo, incorporándolo desde una dimensión y unas perspectivas nuevas. Es, por tanto, acción escatológica en sentido pleno porque integra como protagonistas también a los miembros glorificados del cuerpo de Cristo. El memorial del pasado es a la vez apertura del futuro en esperanza: en la liturgia la Iglesia pide el retorno del Señor mientras recibe la prenda del Espíritu.

Proclamación doxológica

La fórmula "Jesús es Señor" —acuñada por algunas de las primeras comunidades cristianas— es ante todo una proclamación litúrgica. Es una proclamación, no de carácter especulativo o teórico, sino existencial y cúltico, en la que se exalta a Jesús como el primero, el fundamento de la esperanza suprema, el punto de referencia esencial de la vida creyente y del mundo entero. Decir sentidamente <Jesús, Señor» es llegar a una cima contemplativa, fruto del Espíritu Santo. Desde este punto de vista el anuncio es fin en sí mismo, no es instrumento de proselitismo. Colocar de este modo a Jesús «en el cielo», contemplarlo resucitado junto al Padre, declararlo Señor... significa asumir una actitud de ruptura sobre todo criterio mundano de valoración de las cosas: lo fundamental es, ciertamente, una persona, pero que está «en el cielo». El salto es radical.

La actitud de la Iglesia frente al mundo asume entonces un carácter impresionante de gratuidad: queda sacudido el criterio de lo útil y lo inútil. Así, la actividad eclesial aparece, bajo ciertos aspectos, completamente gratuita. La aclamación de Jesús, como único Señor, situada en el corazón de la Iglesia, está en la base de toda su experiencia contemplativa y de toda su actividad litúrgica. Existe una continuidad entre el momento litúrgico y todas las demás actividades que realiza la Iglesia, ya que todas las demás cosas tienen su principio inspirador y su gracia de origen en la llamada al Señor. Y todas ellas, en definitiva, encuentran su punto terminal en el único Señor.

Cantar alabanzas "al Padre, por el Hijo, en el Espíritu" no puede considerarse como un instrumento eficaz respecto a ningún fin históricamente determinable: la obra de Dios es gratuita e inútil respecto a las exigencias comerciales que dirigen la actividad mundana. Es obra del hombre lúdico, no del hombre trabajador. La liturgia es un momento de la actividad estética más que de la actividad técnica del hombre, es poesía y no cálculo, ocio y no trabajo ni negocio.

La celebración de la alabanza no tiene ninguna legitimación auténtica a nivel histórico, sociológico o político; y frente a la acusación que el mundo hace a la Iglesia de estar perdiendo el tiempo mientras canta salmos y realiza ritos, no existe ninguna respuesta convincente. La opción por la doxología es una provocación consciente: "te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos", es simplemente un sinsentido provocador en todos los espacios lingüísticos en los que no está inscrita la palabra de la fe. La liturgia comunitaria no es por su naturaleza medio para alcanzar otro fin. Es fin para la Iglesia misma: acto de doxología perfecta, porque canta y proclama gratuitamente la gloria de Dios manifestada en la historia. Sin liturgia, la Iglesia nada tendría que contar, o lo contaría como simple dato de erudición arqueológica.

Pero, por ser doxología, también es acto de referencia al mundo, envío y testimonio evangelizadores. Sin la liturgia de la Iglesia se disolvería la memoria de Dios en el mundo. En la liturgia la Iglesia mantiene viva esa memoria en favor del mundo. Como ella se considera llamada para ser protagonista de esa historia de salvación, no puede menos de narrarla, celebrarla y comprometerse para que se realice en la historia. Y la mejor manera que tenemos para ello es celebrar la Pascua eucarística en cuanto "asamblea reunida en un lugar".

 

CLAVE 23

La asamblea eclesial reunida en un lugar

Las acciones litúrgicas no son actos privados, sino celebraciones de la Iglesia, que es sacramento de unidad; es decir, pueblo santo estructurado carismática y ministerialmente. Todo ello se manifiesta cuando la comunidad se siente asamblea reunida en un lugar para cantar las maravillas del Señor con los acentos y peculiaridades propios de aquellos bautizados que han respondido a la invitación del Resucitado en ese lugar.

La Iglesia, sujeto integral de la acción litúrgica

La Iglesia, la comunidad cristiana orgánicamente estructurada, es el sujeto de los actos litúrgicos. La participación de los fieles brota en virtud de la pertenencia a la Iglesia por el bautismo (SC 14). Ello no es una concesión ni una medida pastoral para alimentar la piedad, sino algo que pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia, esposa de Cristo que habla al Esposo por la voz del Espíritu. Más aún, pertenece a la naturaleza misma de la liturgia que es oración de Cristo, con su cuerpo al Padre (SC 84). Las acciones litúrgicas ya no son privativas de los ministerios ordenados, sino actos de toda la Iglesia (SC 26), por lo cual ha de pretenderse siempre que sea una celebración comunitaria (SC 27), desempeñando cada cual todo y sólo lo que le corresponde.

La Iglesia es una comunidad con carácter sacerdotal en virtud de su naturaleza de esposa del Verbo y cuerpo de Cristo. Ahora bien, no encuentra su plenitud sacerdotal más que a través de los ministros ordenados que, dentro de ella y no fuera o por encima de ella, celebran los sacramentos y presiden la eucaristía en cuanto continuadores del ministerio apostólico por el sacramento del orden.

La asamblea litúrgica

La asamblea litúrgica muestra en acto el acontecimiento salvador que permanentemente se actualiza entre todo el pueblo bautismal. En cada eucaristía, la Pascua de Cristo se hace Pascua de la Iglesia como acontecimiento fundante que la congrega una y otra vez por el Espíritu en actitud esperanzada hasta que llegue a la Pascua plenamente consumada.

Se entiende así que la asamblea eucarística sea signo de la Iglesia en cuanto que ésta es "como un sacramento" (LG 1) asociado a Cristo para el culto "en Espíritu y verdad". Cada asamblea concreta se convierte en memorial de la gran convocación de Dios Padre; es «epifanía» (manifestación) de la Iglesia y anticipación de la eternidad. Como mantiene el Catecismo de la Iglesia, "es toda la comunidad, el cuerpo de Cristo unido a su Cabeza quien celebra ... La asamblea que celebra es la comunidad de los bautizados ... Pero «todos los miembros no tienen la misma función» (Rom 14,4)" (1140-1142).

Reunida en un lugar

Cuando en el epistolario paulino se encuentran indicados los destinatarios de las cartas, éstos deben entenderse, en líneas generales, colocados en una particular situación, que no podía ser más que en la synaxis (asamblea) eucarística. La primera carta a los Corintios utiliza frecuentemente una expresión: «en la casa de». Ésta puede entenderse simplemente como una reunión celebrada en una familia cristiana. Pero parece más preciso que quiera indicar la asamblea de los fieles reunida para celebrar la eucaristía. Por esta razón merece el título de «iglesia»: la iglesia reunida en un lugar. Un texto significativo es Rom 16: Pablo saluda a diversas personas; pero sólo cuando lo hace a Prisca y Aquila utiliza la expresión "a la iglesia que se reúne en su casa" (v. 5); el motivo de esta particularidad parece apuntar a que en este caso se trata de una asamblea eucarística.

Los cristianos, de forma plena en este rito central y común, desde el principio han vivenciado y mostrado su ser «Iglesia», la única Iglesia de Dios en Cristo Jesús que se manifiesta localmente en singulares comunidades. La Iglesia está peregrina en Tesalónica, en Corinto o en Roma..., pero es siempre la única Iglesia que se hace presente en cada comunidad. A esta comunión, que está situada localmente y tiene su fuente y su máxima expresión en la eucaristía, se le da el nombre de iglesia local.

El concilio Vaticano II ha tomado de nuevo esta perspectiva. Mantiene que —junto con el anuncio del evangelio— la celebración de la eucaristía (presidida por el obispo con su presbiterio) es la otra gran acción que, vitalizada por el Espíritu, edifica la iglesia en un «lugar» determinado (ChD 11). Así, en la comunión realizada en tomo a la mesa eucarística está verdaderamente presente el misterio de la única Iglesia de Cristo (cf. SC 41). Por ello, la celebración de la fracción del pan ha de llevarnos a ser iglesia local en permanente edificación:

"en toda comunidad que participa en el altar, bajo el sagrado ministerio del obispo, se manifiesta el símbolo de aquella caridad y «unidad del Cuerpo místico sin la cual no puede haber salvación». En estas comunidades, aunque sean frecuentemente pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, está presente Cristo, por cuya virtud se congrega la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Pues «la participación del cuerpo y sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos»" (LG 26).

La parroquia, comunidad eucarística

Ahora bien, nuestro ser Iglesia en una iglesia local (o diocesana) suele venir perfilado y orientado de múltiples formas. Su concreción más cotidiana es en la parroquia. Ésta ha de ser comprendida como "célula de la diócesis" (PA 10), en cuanto que en ella se da de forma plena la eclesialidad, aunque necesite intrínsecamente de esa realidad superior que es la iglesia local: por ser célula posee a escala genética todas las características del organismo superior. El Vaticano

II orientó su reflexión por esta línea, haciendo vivir a la parroquia de la lógica de la iglesia local e integrándola en torno a la tríada obispo-eucaristía-presbiterio: los presbíteros del único presbiterio hacen presente al obispo en las diversas comunidades, dado que a él le resulta imposible presidir en su iglesia toda la grey encomendada (cf. LG 28 y SC 42).

Ello se explicita más al afirmar que "la parroquia está fundada sobre una realidad teológica, porque ella es una comunidad eucarística" (ChL 26). Entre las numerosas actividades que ella desarrolla, ninguna es tan vital para la comunidad parroquial como la celebración dominical del día del Señor con su eucaristía. Desde esta perspectiva, el concilio Vaticano II ha recordado la necesidad de "trabajar para que florezca el sentido de la comunidad parroquial, sobre todo en la celebración común de la misa dominical" (SC 42). Como expresa Juan Pablo II,

"en las misas dominicales de la parroquia, como «comunidad eucarística», es normal que se encuentren los grupos, movimientos, asociaciones y pequeñas comunidades religiosas presentes en ella. Esto les permite experimentar lo que es más profundamente común para ellos, más allá de las orientaciones espirituales específicas que legítimamente les caracterizan, con obediencia al discernimiento de la autoridad eclesial. Por tanto, durante el domingo, día de la asamblea, no se han de fomentar las misas de los grupos pequeños: no se trata únicamente de evitar que a las asambleas parroquiales les falte el necesario ministerio de los sacerdotes, sino que se ha de procurar salvaguardar y promover plenamente la unidad de la comunidad eclesial" (Dies Domine, 36).

 

CLAVE 24

El ministerio/servicio de la presidencia

Cabe recordar que la Iglesia es una comunidad con carácter sacerdotal en virtud de su naturaleza de esposa del Verbo y cuerpo de Cristo. Ahora bien, no encuentra su plenitud sacerdotal más que a través de los ministros ordenados que —dentro y no fuera o por encima de ella— presiden la eucaristía en cuanto continuadores del ministerio apostólico por el sacramento del orden.

Al servicio del pueblo de Dios

Este hecho sitúa el sacerdocio ministerial al servicio de la Iglesia, pueblo de Dios ordenado y estructurado. Dicho de otro modo, el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles —expresiones ambas de una Iglesia pueblo sacerdotal (1 Pe 2,9)— se necesitan y se complementan recíprocamente para realizar el culto verdadero (LG 10). Más aún, "algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos" (LG 13).

Juan Pablo II en su exhortación sobre los laicos manifiesta que esto es así "para asegurar y acrecentar la comunión en la Iglesia, y concretamente en el ámbito de los distintos y complementarios ministerios, los pastores deben reconocer que su ministerio está radicalmente ordenado al servicio de todo el pueblo de Dios (Heb 5,1); y los fieles laicos han de reconocer, a su vez, que el sacerdocio ministerial es enteramente necesario para su vida y para su participación en la misión de la Iglesia" (ChL 22). Este enfoque, desde una eclesiología de comunión, clarifica y sitúa la actitud de servicio del ministerio ordenado: siempre en favor del desarrollo del sacerdocio común, para la edificación de la Iglesia en el mundo.

La presidencia de la eucaristía

El ministerio de presidir la eucaristía corresponde al ministro ordenado, obispo y/o presbítero. Pero la comunidad es la forma histórica y social de la comunión. Sólo desde ahí es posible entender la necesidad del ministerio ordenado en su servicio a la comunión, comprendida en su realidad comunitaria, testimonial y misionera. El ministerio ordenado ha entenderse desde este punto de vista como <‹ministerio de la comunidad para la comunión». Esta orientación es la que muestra el concilio Vaticano II: "entre los diversos ministerios que existen en la Iglesia ocupa el primer lugar el ministerio de los obispos... Los obispos, junto con sus colaboradores, los presbíteros y los diáconos, recibieron el ministerio de la comunidad" (LG 20).

Ahora bien, ni el obispo ni los presbíteros pueden ser comprendidos de modo aislado. Los presbíteros forman con su obispo un único presbiterio (LG 28). Uno y otros participan del "mismo y único sacerdocio de Cristo" (PO 7). Ello conduce a pensar que el presbiterio es también portador, protagonista y responsable a su modo del ministerio apostólico. El obispo es el centro de la unidad del presbiterio y, en este sentido, el presidente de la eucaristía de su iglesia. Ni obispo ni presbiterio deben ser considerados como magnitudes distintas o separadas, sino integradas en el ministerio apostólico. Así pues, el presbítero no debe ser comprendido desde el obispo, sino ambos desde el ministerio apostólico y desde la episkopé. Por eso, el presbítero es siempre co-presbítero y en cuanto tal está insertado en el ministerio apostólico.

La eucaristía, el sacramento de la comunión, no es algo «hecho» por la Iglesia. La eucaristía es la que hace surgir la Iglesia, la que hace que sea lo que es y que pueda seguir siendo lo que es. El papel del presbítero en cuanto presidente de la eucaristía se sitúa en el momento en que se cruzan las dos líneas dinámicas de la comunión: la dimensión vertical (en cuanto iniciativa del Dios trinitario que se revela) y la dimensión horizontal (en cuanto convocatoria ofrecida a hombres y mujeres concretos que responden libremente a la fe).

Cristo consagra los dones por la voz del presbítero

Se suele decir que la identidad del sacerdote radica en su actuación in persona Christi, precisando ulteriormente que representa a Cristo como Cabeza y Esposo de la Iglesia. Ahí radica consiguientemente su tarea como pastor. Conviene matizar, ahora bien, que el presbítero no actúa de modo estrictamente homogéneo. Exceptuando el acto de la consagración, todo lo que el sacerdote hace en la celebración de la eucaristía lo realiza in persona Ecclesiae. Así lo subrayaba ya santo Tomás: "el presbítero, al recitar las oraciones de la misa, habla en lugar de la Iglesia, en la unidad de la cual permanece. Pero al consagrar el sacramento habla como en la persona de Cristo, cuyo lugar ocupa en virtud del poder del orden" (STh III, 82, 7 ad 3).

Es importante observar la centralidad de Cristo mismo: "son las palabras de Cristo las que realizan el sacramento" (STh III, 78, 7c). Se trata de poner de relieve que no es el sacerdote, ni siquiera actuando en nombre de Cristo, sino Cristo mismo el que habla en persona. Es Cristo mismo el que habla en persona por la voz del sacerdote, que recoge las voces de la Iglesia. De hecho, las palabras de la consagración no tendrían poder alguno si no fuera Cristo el que las pronunciara. El presbítero las proclama de forma recitativa, como si fueran dichas por Cristo; son dichas en cuanto procedentes del mismo Cristo que habla a sus discípulos.

Al servicio de la comunidad para la comunión

El ministerio de la presidencia es constitutivo para la celebración de la eucaristía. Es cierto que el sacerdote, en cuanto destinatario de la salvación, forma parte de la asamblea como cualquier otro bautizado. Él depende a diario, como todos y siempre, de nuevo del perdón y de la misericordia de Dios, de su ayuda y su gracia. Pero en el ejercicio de su ministerio presbiteral se halla frente a la comunidad como representante de Cristo, Cabeza de la Iglesia y verdadero Presidente, de aquel que, en la eucaristía, es el verdadero Convocante y Anfitrión. Así se da una tensión entre el "en» la comunidad y e/ «frente a» de la asamblea que caracteriza el vínculo entre el presbítero y la asamblea; es esencial tanto para el ministerio presbiteral como para el ser-comunión de la comunidad.

La insistencia en la presencia y acción del mismo Cristo no tiene como objetivo exaltar al sacerdote (por actuar en su nombre o representarle) sino afirmar y salvaguardar la centralidad y excelencia, única y suprema, de la eucaristía. Lo decisivo -aunque necesario- no es la identidad del ministro de la presidencia sino la realidad de la presencia de Cristo; la eucaristía, por la presencia de Cristo, convoca a los creyentes y los hace partícipes de su mismo cuerpo glorificado.

La conversión de los dones eucarísticos no puede entenderse de modo aislado, sino como momento, por la acción del Espíritu, del acontecimiento en el que Cristo ofrece la participación en la comunión trinitaria dando origen a la comunidad, a una comunidad eclesial donde la comunión es vivida por personas concretas y en un lugar determinado. Por ello, las personas que acuden a la celebración eucarística no son simplemente un grupo de gente que se han reunido por azar o porque voluntariamente han decidido congregarse; es asamblea invitada a participar en un acontecimiento del que se convierten en protagonistas: aceptan convertirse en cuerpo/sangre de Cristo entregado por todos para la comunión del mundo todo.

 

CLAVE 25

Los ritos de entrada: somos una asamblea celebrante

La finalidad de los varios elementos que en la celebración preceden a la liturgia de la palabra, y que llamamos ritos de entrada, la especifica claramente el mismo misal: "su finalidad es hacer que los fieles reunidos constituyan una comunión y se dispongan a oír como conviene la palabra de Dios y a celebrar dignamente la eucaristía" (OGMR 46). Se trata de una pedagogía, que se ha ido formando a lo largo de los siglos, para conseguir que los fieles reunidos nos sintamos motivados para la celebración (palabra y sacramento): ¡somos una asamblea celebrante!

Una asamblea reunida

La asamblea cristiana es la primera realidad litúrgica de la celebración: una Iglesia que se hace acontecimiento local ("reunidos aquí para celebrar..."). Se trata de una comunidad que celebra convocada por el Padre, y, en medio de la cual, ya desde el primer momento, están presentes Cristo y su Espíritu. Es la primera y más insistente noticia que el nuevo testamento y los testimonios de los primeros siglos nos han dado sobre la eucaristía: la reunión de la comunidad.

La asamblea del pueblo de Dios es la primera realidad sacramental de la eucaristía: más allá de aspecto externo concreto (número, edad, etc.), hay que considerarla como una obra de Dios. Porque los participantes están invitados a la celebración; más aún, son convocados a ella. «Convocación» es el nombre de la Iglesia, que, en su raíz griega, significa "la convocada por la llamada de Dios". Los bautizados reciben en el bautismo su vocación; su convocación resuena cada domingo.

Todos los elementos que llamamos ritos de entrada tienen esta finalidad: ayudar a madurar la propia conciencia de una comunidad que va a celebrar la acción de gracias a su Señor. Por ello, hemos de pasar del yo al nosotros eclesial para que el Señor resucitado pueda pasar transformando a su Iglesia y nuestras vidas. La protagonista global es la asamblea situada ante su Señor. Aunque ello no obsta, sino todo lo contrario, para que en ella haya unos ministros (servidores) que la ayuden en su celebración, sobre todo el presidente o ministro ordenado. Todo esto viene dinamizado por diversos momentos que remarcan un aspecto que ha de ser entendido en la globalidad.

Fomentar la unidad

Reunida la asamblea, mientras entra en presbítero con el diácono y los ministros, se comienza el canto de entrada. La entrada y el canto que la acompaña tiene su razón de ser en lo que el nuevo misal señala: "fomentar la unión de quienes se han reunido e introducirles en el misterio del tiempo litúrgico o de la fiesta y acompañar la procesión del sacerdote y los ministros" (OGMR 47). El canto siempre apela a la alegría del corazón y a la fiesta; incluso cuando la pena nos invade, deseamos cantar para liberar la tensión y la angustia. Así se da el toque adecuado a lo que vamos a celebrar: es nuestra fiesta de acción de gracias primordial.

La procesión de entrada desemboca en e/ saludo al altar y a la comunidad. Los signos de veneración hacia el altar son el beso y el incienso en días de gran fiesta. El beso es uno de los gestos de la vida humana que también en la liturgia tiene su eficacia comunicativa. Ante todo se besa porque el altar es la mesa donde todos vamos a ser invitados (recordemos que el altar de la palabra en el evangelio también es besado por el presidente). Además, éste representa a Cristo como altar y como piedra angular. Por ello, es perfumado -gesto también muy humano- con el incienso para que se derrame en nosotros y nosotros derramemos en la vida "el buen olor de Cristo".

Congregados por Dios

Después, el presbítero "y toda la asamblea hacen la señal de la cruz; a continuación el sacerdote, por medio del saludo, manifiesta a la asamblea reunida la presencia del Señor. Con este saludo y con la respuesta del pueblo queda de manifiesto el misterio de la Iglesia congregada" (OGMR 50).

Se pide a la comunidad que realice un acto penitencial. Éste es un gesto educador de la comunidad que debe pedir perdón a los hermanos antes de acercarse al altar para llenarse de la gracia de la palabra y de la eucaristía. Acto para realizarse desde una actitud interna -con un momento de silencio- y externa con la manifestación pública de que nos consideramos necesitados de la misericordia entrañable de Dios Padre y de la reconciliación comunitaria.

Proseguimos con el Kyrie (Señor, Cristo, Señor... ten piedad). Éste no tiene un sentido propio penitencial. Más bien se trata de una aclamación a Cristo pidiéndole misericordia. La biblia lo recoge como una de las actitudes más fundamentales de fe: pedir a Dios su misericordia desde nuestra pequeñez. Es la súplica de tantos enfermos en el evangelio (cf. Bartimeo, los ciegos, la cananea: Mt 9,27; 15,22; Mc 10,47) y es nuestra "confesión creyente" desde nuestras enfermedades y egoísmos a nuestro Dios y Señor.

Desde esta aclamación a Dios brota espontáneamente nuestra alabanza: Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz. Este himno recoge una plegaria de los primeros siglos que fue compuesta, no para la eucaristía, sino para la oración de la mañana, como el himno "Oh luz gozosa" lo fue para la vespertina. Es un himno trinitario, aunque centrado sobre todo en el Padre y el Hijo. Los orientales lo llaman "la gran doxología", en comparación con la menor ("gloria al Padre y al Hijo...").

Es en verdad un cántico completo: alabanza, entusiasmo, doxología y súplica. Se trata de canto que rezuma alegría, confianza, humildad, y que nos da al inicio de la eucaristía su tono propio de festividad: la mirada de la ya constituida -interna y externamente- asamblea celebrante está puesta en la gloria de Dios. La asamblea se abre al Espíritu, la gloria divina, para que actúe en todos y en cada uno con la palabra y la eucaristía.

Reunión que recoge y amplia

Antes de pasar a la mesa de la palabra el presidente hace la oración colecta. Ésta expresa tanto la reunión de la comunidad como la «recolección» de las intenciones de todos los allí presentes expresadas en silencio ante Dios. Por ello, el presidente invita a todos a orar ("Oremos"). Y todos, a una con él, permanecen un rato en silencio para hacerse conscientes de que están presentes ante Dios y para formular interiormente sus plegarias. Después, el presbítero recita la oración colecta que expresa el motivo de esa celebración eucarística concreta, aspecto que amplia nuestras intenciones para abrirnos al sentido de la fiesta concreta celebrada.

La estructura de estas oraciones es clara: a la invocación con el nombre de Dios le sigue una ampliación que expresa o el tono de la fiesta o algún aspecto de la iniciativa salvadora de Dios, a modo de memorial de alabanza y contemplación, para pasar a expresar la súplica, y concluir con la doxología. Y lo hacemos siguiendo el dinamismo litúrgico: la oración que recoge las intenciones de cada uno de nosotros y que nos expresa como asamblea reunida la dirigimos a Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo. Lo cual lo afirmamos haciéndolo nuestro con la aclamación: "Amén"; esto es, "así sea".

 

CLAVE 26

La mesa de la palabra: Dios se hace diálogo

La celebración de la mesa de la palabra la realizamos con una estructura que quiere ayudarnos a que, como pueblo cristiano reunido, lleguemos a un encuentro personal con él, con su palabra hoy y aquí, que nos dirige por Cristo y su Espíritu. Las lecturas bíblicas constituyen la parte principal de la liturgia de la palabra:

.. en las lecturas, que luego explica la homilía, Dios habla a su pueblo, le descubre el misterio de la redención y salvación, y le ofrece alimento espiritual; y el mismo Cristo, por su palabra, se hace presente en medio de los fieles. Esta palabra divina la hace suya el pueblo con el silencio y los cantos, y muestra su adhesión a ella con la profesión de fe; y una vez nutrido con ella, en la oración universal hace súplicas por las necesidades de la Iglesia entera y por la salvación de todo el mundo" (OGMR 55).

Una sola celebración en dos mesas

El espíritu de la Iglesia nos hace comprender que la liturgia de la palabra forma parte integrante de la eucaristía: Dios anuncia a su nuevo pueblo su designio salvador, que se realiza en la acción eucarística de Cristo. La palabra no se reduce a una «ante-misa», ni a meros preparativos. La palabra de Dios nos introduce en lo que la eucaristía ofrecerá para ser vivido, a la par que reanima la fe necesaria para dar este paso.

La mesa de la palabra ha de estar profundamente ligada de modo dinámico a la mesa eucarística. La eucaristía es una doble mesa. Se trata de un encuentro único y progresivo con el mismo Cristo resucitado; éste se nos hace presente como donación en cuanto palabra viva de Dios y, luego, nos hace partícipes de su entrega en la cruz en forma de alimento eucarístico. Es una única presencia de Cristo, en su palabra y en las especies eucarísticas. La historia de salvación es proclamada por la palabra y actualizada memorialmente como Pascua del Kyrios. Por ella se nos invita a adherirnos con nuestras vidas como Iglesia de la Pascua para la reconciliación del mundo.

Esta estructura fundamental comprende dos grandes momentos que forman una unidad básica: la reunión ante la mesa de la palabra -la liturgia de la palabra como tal- y la liturgia o mesa eucarística. Ambas constituyen juntas una sola celebración. La mesa preparada para nosotros en la eucaristía es a la vez la mesa de la palabra y la mesa del cuerpo del Señor. Aquí aparece el mismo dinamismo del banquete pascual del Resucitado: en el camino les explicaba las escrituras y, luego, sentándose a la mesa con ellos, "tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio" (cf. Lc 24,13-35).

Palabra viva que vivifica

Este momento nos sumerge en la presencia real de Cristo resucitado. Cristo está presente y activo en la proclamación de la palabra, porque él es la palabra definitiva de Dios y, desde su existencia gloriosa, se nos da en cada celebración. Ahora bien, e/ Espíritu Santo, el "dador de vida", el mismo que actuó como protagonista en la encarnación, en la resurrección de Cristo, en Pentecostés, es el que ahora, en la eucaristía, no sólo actúa sobre los dones eucarísticos o sobre la comunidad que participamos en ella, sino ya en la proclamación de la palabra, es el que hace realidad la palabra y nos abre el corazón para que la acojamos de corazón.

Así se realiza un verdadero acontecimiento, nuevo y salvífico, siempre actual y esperanzador a iniciativa del Dios Trinidad. La comunidad, ante don tan grande e inmerecido, está invitada a dar una respuesta de fe, que está hecha de audición y adoración, de adhesión al plan salvador y liberador de Dios que se presencializa en cada eucaristía. La palabra, sobre todo cuando es proclamada dentro de la celebración sacramental, va construyendo a la propia comunidad, a la vez que la estimula a ser testimonio viviente de la misma en el mundo: la Iglesia, evangelizada y evangelizadora, recibe en la palabra viva y eficaz de Dios su impulso y su manantial.

Palabra proclamada

La lecturas nos disponen la mesa de la palabra de Dios y nos abren los tesoros bíblicos. De ahí la importancia que tiene su proclamación y su acogida. La lectura del evangelio constituye el punto culminante de esta liturgia. Las demás lecturas, que, según su orden tradicional, hacen la transición desde el antiguo testamento al nuevo, preparan a la asamblea reunida para esta proclamación evangélica. Pero es preciso adquirir una serenidad contemplativa. El salmo prolonga poéticamente el mensaje de la primera lectura, que es así profundizado, entre las estrofas del salmista y la respuesta -muchas veces cantada- por la comunidad.

Reservar un lugar específico para la proclamación de la palabra hace que la asamblea comprenda la peculiaridad del mensaje que allí se proclama. Esto queda destacado más todavía; la liturgia muestra la cumbre del evangelio con una serie de signos: llevar procesionalmente el evangeliario, acompañado de ciriales, la incensación, la señal de la cruz, el beso, la mostración elevada ante la asamblea, el canto del título y su conclusión... Y, por ello, la asamblea lo acoge puesta en pie.

Palabra interiorizada y profesada

La homilía sucede siempre dentro de una celebración. Es una exhortación a llevar a nuestra vida la Vida que las lecturas bíblicas nos han anunciado, así como a iluminar con él el rito sacramental que sigue. Tres han de ser las direcciones fundamentales por donde debe discurrir: es una sabrosa comprensión de la sagrada escritura; es una preparación para una fructífera comunión; y es una invitación a asumir el dinamismo cristiano desde nuestra situación existencial e histórica concreta, pues ha de ayudar a que se acoja el contenido de la palabra de Dios en nuestra vida.

Después pasamos a realizar la profesión de fe o a recitar el credo. Éste surgió en el ámbito bautismal. Fue en oriente, hacia el siglo V o VI cuando se introdujo en la liturgia eucarística. En Roma no entró en la eucaristía antes del siglo IX. La fórmula que se adoptó fue la que había redactado el concilio de Nicea (año 325). Su razón de ser es que tienda a que el pueblo dé su asentimiento y su respuesta a la palabra de Dios oída en las lecturas y en la homilía, y traiga a la memoria, antes de empezar la celebración eucarística, la norma de nuestra fe.

La conclusión de la liturgia de la palabra en la estructura eucarística del misal romano se hace con la oración universal. Después que Dios ha dirigido su palabra a la asamblea reunida —hablándonos y haciéndosenos presente por ella—, y ésta la ha acogido, los cristianos nos ponemos a orar para que la salvación que las lecturas han anunciado y actualizado a su modo se haga eficaz y se cumpla para todos: tanto en Iglesia como en humanidad entera desde su existencia y sus problemas. Por ella el pueblo cristiano, ejercitando su dignidad sacerdotal, ruega por todos los hombres. Es un noble ejercicio del sacerdocio bautismal de todos los cristianos que, puestos en pie, nos dirigimos confiadamente a Dios, mostrando a la vez la sintonía con lo que él nos ha comunicado y nuestra solidaridad con los todos los hombres, nuestros hermanos.

 

CLAVE 27

La mesa eucarística:
comulgamos agradecidos a Cristo

Una vez actualizada la palabra de Dios y compartida para la salvación de mundo se nos convoca a sentarnos a la mesa propiamente eucarística. Ahora mostramos plenamente que nos hallamos para eucaristizar (dando gracias a Dios) y comulgar en el mismo destino de Cristo: ser para todos y por todos. Esta es la dinámica interna de la mesa eucarística:

"Cristo, en efecto, tomó en sus manos el pan y el cáliz, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos: Tomad, comed, bebed; esto es mi Cuerpo; éste es el cáliz de mi sangre. Haced esto en conmemoración mía. De aquí que la Iglesia haya ordenado toda la celebración de la liturgia eucarística según estas mismas partes que corresponden a las palabras y gestos de Cristo. En efecto:

  1. En la preparación de las ofrendas se llevan al altar el pan y el vino con el agua; es decir, los mismos elementos que Cristo tomó en sus manos.

  2. En la plegaria eucarística se dan gracias a Dios por toda la obra de la salvación y las ofrendas se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

  3. Por la fracción del pan y por la Comunión, los fieles, aun siendo muchos, reciben de un solo cáliz la Sangre del Señor, del mismo modo que los Apóstoles lo recibieron de manos de Cristo" (OGMR 72).

La preparación de los dones

La preparación de los dones (llamada comúnmente ofertorio) nos muestra el símbolo de nuestra vida humana, de nuestra historia diaria y de nuestra auto-ofrenda a Dios. En el pan y en el vino ofrecemos algo de nosotros mismos, nos ofrecemos a nosotros mismos; y con nosotros presentamos al mundo concreto. Las gotas de agua añadidas en el cáliz al vino son signo de nuestra incorporación como humanidad a la naturaleza divina (representada en la simbología festiva y amorosa del vino). Es, según recogen las diversas fórmulas, la ofrenda "de un sacrificio agradable a Dios", "de toda la Iglesia" en el que se llevan "al altar los gozos y las fatigas de cada día".

Junto con el pan y el vino, los cristianos presentan también sus dones para compartirlos solidariamente con los que pasan necesidad. Esta costumbre de la colecta (cf. 1Cor 16,1) se inspira en el ejemplo de Cristo que se hizo pobre para enriquecernos (cf. 2Cor 8,9). Ya hacia el año 150 san Justino lo narraba: "lo que es recogido es entregado al que preside, y él atiende a huérfanos y viudas, a los que la enfermedad u otra causa los priva de recursos, los presos, los inmigrantes y, en una palabra, socorre a todos que están en necesidad" (Apologiá 1,67,6).

Este momento concluye con la oración sobre las ofrendas, que recoge el sentido del mismo y adelanta el destino que nuestra ofrenda —en cuanto ofrenda de la Iglesia— va a tener. Muchas de estas oraciones, a la vez que dan gracias a Dios por sus dones, piden nuestra purificación y la santificación de los dones materiales por el Espíritu.

La plegaria eucarística

Ahora nos situamos en el corazón de la eucaristía con su plegaria eucarística. Ésta es un entramado de múltiples aspectos, símbolos y signos. Tras el diálogo inicial entre la asamblea y el presidente de la misma, el prefacio nos invita a dar gracias al Padre, por el Hijo, en el Espíritu. Y lo hacemos por todas sus obras: por la creación, la redención y la santificación. Como asamblea celebrante somos incorporados a la alabanza incesante que la Iglesia celestial, los ángeles y los santos, cantan a Dios tres veces santo.

Con la epiclesis, pedimos al Padre que envíe su Espíritu Santo sobre el pan y el vino, para que se transformen, por su fuerza, en el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Igualmente le suplicamos que a quienes tomamos parte en la eucaristía seamos un solo cuerpo y un solo espíritu. En e/ relato de la institución, la fuerza de las palabras, la acción de Cristo y el rocío del Espíritu hacen memorial y sacramentalmente presentes bajo las especies del pan y del vino su cuerpo y su sangre, su donación pascual ofrecida de una vez para siempre en favor de todos.

La anámnesis convoca a la Iglesia para hacer memoria de la Pascua (pasión, muerte, resurrección y Pentecostés) y del retorno glorioso del Kyrios como el que está viniendo. Por ello, presentamos al Padre la mejor ofrenda que tenemos: a su propio Hijo que nos reconcilia con Él y nos invita a ser colaboradores de la reconciliación cósmica. Finalmente, las intercesiones expresan que la eucaristía celebrada está en comunión con toda la Iglesia del cielo y de la tierra, de los vivos y de los difuntos, y en comunión con todos los bautizados en su catolicidad (obispos, Papa, presbíteros, diáconos), incluso con los hombres y mujeres de buena voluntad.

Los ritos de comunión

Después del «amén», con el que concluye la plegaria eucarística, llegan los ritos de la comunión. El primer elemento de preparación es la oración del Padrenuestro. Una oración que, desde el principio del cristianismo, es la preferida de los seguidores de Cristo. La familia cristiana se dispone a recibir el alimento verdadero, pero antes se reconoce a sí misma como familia de los hijos, que se atreven a llamar a Dios Padre ("Abba") y, por tanto, se sienten hermanos los unos de los otros. Es la oración familiar ante la mesa eucarística que muestra un sentido claro de reconciliación mutua antes de acercarse al altar (cf. Mt 5,24).

Posteriormente viene el gesto de la paz. Con él la Iglesia implora la paz y la unidad para sí misma y para toda la familia humana. Se habla de "mi paz os dejo, mi paz os doy"; no es una mera paz ya conquistada o relacionada simplemente con la amistad humana, sino procedente de Cristo resucitado, que es nuestra verdadera paz (cf. Ef 2,13-18; Fil 2,5). Pero un don tan grande no puede ser para que nos lo quedemos: hemos de trabajar para que vaya creciendo en nuestro mundo tan belicoso y dividido. El tercer gesto que prepara a la comunión no sólo es práctico, sino también simbólico: la fracción del pan. Su significado es profundo: manifiesta la unidad de la asamblea reunida, pues siendo muchos al comulgar nos hacemos un solo cuerpo. «Partimos» el pan para «repartirlo» entre nosotros y «compartirlo» con toda la humanidad.

Así llegamos al rito de la comunión. Antes de ella, decimos la oración evangélica del "Señor, no soy digno...". Le precede una invitación llena de sentido: la presentación del pan como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, y la bienaventuranza de los invitados al banquete (de bodas) del Cordero (Ap 19,9): un banquete que nos lleva más allá de nosotros mismos, pues somos introducidos en primicia a la parusía. Ahora degustamos el cielo en la tierra para hacer de la tierra cielo.

Toda la celebración de la eucaristía se concluye con el saludo del presidente a la asamblea, la bendición final y la fórmula de despedida. Son los ritos de conclusión que nos envían al mundo como misioneros de la eternidad para hacer del mundo Reino. La despedida como tal no es propiamente despedida, sino que nos emplaza a volver a nuestra vida diaria en actitud de alabanza y de acción de gracias. "Ite, missa est", "ya han sido enviados". ¿A qué somos enviados? A comunicar al mundo la alegría de la Pascua con nuestras vidas.

 

CLAVE 28

La pastoral eucarística al servicio de la celebración

Entendemos por pastoral eucarística todas aquellas acciones que se desarrollan en la comunidad cristiana para que ella participe en la eucaristía poniendo de su parte todo lo que le corresponde. Ésta comporta diversos niveles, todos ellos imprescindibles y co-implicados mutuamente, aunque de manera modulada según el proceso evangelizador. Por un lado, reclama de forma remota todas las acciones encaminadas a favorecer que las personas vayan madurando la opción cristiana en vistas a la participación plena en la eucaristía. Por otro, y de modo específico, ha de desarrollar la participación expresa de la comunidad eclesial en las celebraciones litúrgicas de modo pleno, consciente y activo. Consecuentemente, ha de dinamizar la extensión del Reino desde la edificación eclesial en medio del mundo (tanto personal, comunitaria, como estructuralmente).

La asamblea reunida

No puede olvidarse el protagonismo del grupo mayoritario de los fieles, los cuales constituyen —junto con los ministros— la asamblea cristiana reunida en virtud del carácter bautismal de todos sus miembros, factor unificador del pueblo de Dios allí reunido. Uno de los objetivos fundamentales de la pastoral eucarística es conducir la participación activa a una auténtica «celebración» de todos y cada uno. No se trata sólo de que haya algunos que ejercen ministerios sino de ofrecer unas condiciones por las cuales las personas reunidas —a través de los diversos elementos en juego— puedan acceder más fácilmente a la celebración agradecida, actualizada y transformante de la Pascua. Por ello, la participación activa busca la acogida mistérica de la Trinidad y el protagonismo sacramental de los allí convocados; así pues, está al servicio de una experiencia litúrgica que concierne a la persona en su globalidad: en todas sus capacidades corporales y sensoriales, afectivas y emocionales, artísticas e intelectuales, biográficas e históricas...

Para ello, es imprescindible atender al "antes" evangelizador. Si importante es la formación litúrgico-eucarística, más aún es el hecho de educar sobre el sentido, misterio, verdad y globalidad de la eucaristía que capacite y ayude a la asamblea entera en cada uno de sus miembros a celebrar plenamente el misterio y la acción eucarística. Por otro lado, deben potenciarse con sencillez y vitalidad los elementos que la misma celebración despliega con una importante fuerza pedagógica y catequética. Los diversos recursos del "antes" y del "durante" favorecerán la adquisición de una actitud de fondo que redundará en bien de la misma celebración como alegría salvífica y del compromiso evangelizador que encuentra en ella su fuente y su cumbre.

El ministro de la presidencia

El que preside debe conocer el sentido profundo de la liturgia, además de respetar la forma propia (mistagógica) de evangelizar que tiene la eucaristía desarrollando el «arte de presidir / celebrar» no tanto como un cúmulo de técnicas sino como un estilo peculiar. Esto significa que ha de valorar de forma adecuada los gestos, signos, símbolos y el mismo silencio; además de mantener la armonía y la proporcionalidad de las diversas partes así como la dinámica interna que las anima.

Ello requiere que asuma su función propia: presidir en nombre de Cristo cabeza y de la Iglesia entera con actitud de servicio. Condición imprescindible es su preparación antecedente, tanto espiritual como pastoral, proveniente de los textos bíblicos y eucológicos, el encuadre litúrgico, la elección creativa de los diversos elementos rituales, el acompañamiento de los preparativos de los ministerios litúrgicos, la situación concreta socio-eclesial, etc.

Los ministerios litúrgicos

La asamblea litúrgica no es un grupo amorfo, sino que está dotada de carismas, ministerios y funciones. Junto al ministerio de la presidencia, existen otros ministerios litúrgicos que han de desplegarse en la celebración eucarística. Su desarrollo ha sido amplio y enriquecedor: acogida, monitor, lector, salmista, organista, cantores, ministro extraordinario de la comunión, acólito, animador litúrgico, equipo de liturgia... Todos y cada uno de ellos, haciendo todo y sólo lo que les corresponde, permiten unas celebraciones eucarísticas más dignas y participativas. Ha de tenderse a que estos ministerios sean instituidos, tengan una adecuada educación y actúen en favor de la misma celebración al servicio de la asamblea reunida.

El ritmo celebrativo y sus contextos

El ritmo celebrativo de la eucaristía está secuenciado por diversos elementos y partes, y su objetivo fundamental es que todos, "ministros y fieles, participando cada uno según su condición, saquen de ella con más plenitud los frutos para cuya consecución instituyó Cristo nuestro Señor el sacrificio eucarístico" (OGMR 17). Esta estructura, lejos de ser algo muerto y estático, quiere ser una realidad rica y dinámica al servicio de la celebración. Se trata de una ordenación fundamental que debe disponerse y adaptarse a las peculiaridades contextuales de cada asamblea. Ello supone que "sean seleccionadas y ordenadas las formas y elementos que la Iglesia propone y que, según las circunstancias de personas y lugares, favorezcan más directamente la activa y plena participación de los fieles, y respondan mejor a su aprovechamiento espiritual" (OGMR 20). Para que esta selección sea realizada debidamente, es preciso conocer bien cada una de las partes de la eucaristía, su función y valor, de modo que a cada una se la dé la importancia y el relieve que le corresponde.

El equipo de animación litúrgica

La animación litúrgica consiste en ayudar a dar vida, hacer participar, crear dinamismo y ambiente festivo en las celebraciones para que la asamblea reunida ofrezca a Dios un culto en Espíritu y verdad (cf. Jn 4,23). No puede olvidarse que el alma de toda animación litúrgica es el Espíritu Santo, presente y operante, que lleva a término la obra iniciada por Jesucristo. Tampoco puede pretender este equipo infundir un alma a la asamblea, puesto que ya la posee por el sacramento del bautismo. Pero debe buscar que aflore y se manifieste, que vibre y experimente el misterio celebrado.

El equipo de animación litúrgica es un auténtico «servicio» litúrgico. Debe estar formado por un grupo de cristianos que asumen y ejercitan con responsabilidad vocacional unos ministerios o funciones en las celebraciones de la comunidad cristiana. Su creación o potenciación no es una moda pasajera, sino una urgencia y una necesidad. Sin la presencia del equipo se hace muchas veces difícil la participación activa y decae el ritmo y el nivel celebrativo en detrimento de la asamblea. La experiencia enseña que la calidad de la participación y el fruto de la celebración dependen en gran parte de la preparación y animación de las diversas acciones litúrgicas.