LIGERO DE EQUIPAJE
Tony de Mello, un profeta para nuestro tiempo
Carlos G. Vallés S.J.
Ni
siquiera nos dio la oportunidad. Yo esperaba, y otros conmigo, que Tony
comenzaría la primera sesión con la pregunta de siempre: "¿Qué queréis que
hagamos en estos quince días?". Todos los hombres y mujeres que componían el
grupo conocían bien los métodos de Sádhana y estaban preparados para reaccionar
inmediatamente con sugerencias concretas y problemas personales, pensados ya de
antemano, de los cuales Tony sacaría líneas convergentes para enfocar el curso y
plantear las sesiones. Pero esta vez no hizo nada de eso. Es decir, sí, hizo la
pregunta como siempre, pero sólo por hacerla, como un mero "ejercicio" de los
que solía dar para que los hiciéramos entre nosotros, pero esta vez sin
intervenir él para nada. Nos dijo: "Que cada uno de vosotros se busque un
compañero de su gusto, agrupaos de dos en dos y contaos el uno al otro qué es lo
que esperáis de estos quince días. Tenéis cinco minutos para ello". Así lo
hicimos; pero luego no nos pidió que presentáramos nuestras conclusiones al
grupo o a él en público o en privado. Sencillamente, dejó a un lado el ejercicio
y pasó a darnos otro... no sin un toque de humor.
Llegó
la orden: "Dividíos en grupos de cinco de tal manera que los cinco de cada grupo
se conozcan y se arreglen bien entre ellos. ¡Pronto!". Empezó el revuelo que
seguía siempre a semejantes órdenes, a las que ya estábamos bien acostumbrados.
La ansiedad de no quedarse solo; la búsqueda rápida; el riesgo de pedir compañía
a alguien que podía decir que no con toda libertad; la divertida perplejidad al
sentir tirones opuestos por manos distintas, cada una en su dirección; los
últimos ajustes al encontrarse un grupo con seis miembros y otro con cuatro; y,
por fin, el resultado final de los cinco grupos de cinco en pie y por separado a
lo largo del salón. Todos a la expectativa de ver qué clase de juego nos iba a
proponer y qué consecuencias iba a sacar de él para enfocar la primera sesión
como gustaba hacerlo. "Que cada grupo se dé ahora un nombre para poderlo
llamar". Mi grupo me hizo el honor de ponerse a sí mismo mi nombre: Carlos. Poco
me duró el honor. Tony prosiguió con solemnidad afectada: "Estos grupos se
encargarán, por turno, de lavar los platos después de cada comida y de pelar las
patatas y las cebollas en la cocina por las mañanas". Se acabó el juego. Reímos
alegremente la broma y nos volvimos a sentar. Entonces Tony empezó en serio.
"Sé muy
bien qué es lo que quiero hacer esta vez con vosotros. He llegado a un momento
importante de mi vida en que muchas de mis ideas han cambiado, y siento la
necesidad de aclarármelas a mí mismo, probarlas y expresarlas. Para eso necesito
al grupo. Cada mañana propondré un tema, luego vosotros reaccionáis, preguntáis
todo lo que queráis, guarde relación con el tema o no, y ya veremos luego por
dónde tiramos. Ah, y preparaos, porque va a haber bombas. Os tengo varias
preparadas."
Yo me
alegré profundamente al oír hablar así a Tony. Que él cambiaba de ideas con
frecuencia no era ningún secreto para los que le conocíamos. Años antes, ya nos
había dicho bien claramente: "Si aceptáis lo que yo digo, lo hacéis enteramente
a vuestro riesgo, porque yo me reservo el derecho de cambiar de opinión sin
previo aviso." Había quienes le atacaban por eso, y él mismo citaba casos. En
años anteriores, durante su etapa de director de Ejercicios de mes, había
insistido en la pobreza total, no sólo espiritual, sino de hecho y en la
práctica más absoluta. Inspirados por su celo, hubo muchos que abandonaron toda
clase de comodidades y gustos y se entregaron a una vida de gran austeridad
exterior; y cuando Tony, más adelante, cambió de rumbo "Caí en la cuenta de que
mi 'pobreza' se había convertido en mi 'riqueza', es decir, que estaba orgulloso
de la imagen que había conseguido de religioso pobre, y apegado a ella, de modo
que la pobreza se había destruido a sí misma"), algunos de aquellos que lo
habían seguido en su pobreza creyeron que les había hecho una faena y se
volvieron contra él. Esas críticas no le importaban. Siempre defendió la vida
sencilla y el desprendimiento interno; y si alguien, debido a su anterior
influencia, había caído en extremos, allá él.
Tony conocía perfectamente sus propios poderes de persuasión, y nos ponía en guarda contra ellos. "No os dejéis hipnotizar por mí", nos repetía. A mí me recordaba a aquellos dialécticos de la escolástica medieval que, a falta de otros entretenimientos públicos, erigían un púlpito en mitad de la plaza del pueblo, defendían, contra todo aquel que quisiera objetar, una tesis durante todo el tiempo que quisieran, y luego cambiaban y defendían la tesis contraria con el mismo éxito. Tony hacía algo muy semejante en las sesiones de "puesta en escena" ("role-playing") que describiré más adelante, en las que, haciendo primero de cliente que venía a proponer un problema, lo conseguía presentar como totalmente insoluble, y luego, cambiando de papel y haciendo de terapeuta, lo hacía aparecer como fácil y sencillo y de solución inmediata.
Lo que
sí tenía Tony en todo caso era una mentalidad muy abierta y una gran libertad
interior que le permitían aceptar un nuevo punto de vista en cuanto se convencía
de su validez.
El mismo había comenzado a usar la terminología de "Sádhana I" para sus ideas de hacía diez o doce años, y "Sádhana II" para sus puntos de vista actuales. Claro que siempre había ido cambiando: no había sido un cambio brusco; pero ahora había llegado a ver una clara línea divisoria, y el mismo contraste le ayudaba a pensar mejor. Y la promesa que ahora nos acababa de hacer era nada más ni nada menos que la aventura de seguirle a él hasta la cumbre de "Sádhana II" desde la base de "Sádhana I " que todos teníamos bien conocida. Recorrer con él su íntima trayectoria de experiencia y pensamiento espiritual con todo el respeto y el interés que su persona despertaba en nosotros. No se trataba de descubrir "la última moda de Tony" por mera curiosidad, y menos "la última locura de Tony", como no faltaba quien dijera con desprecio a cada vuelta de la carrera de Tony. Para nosotros, al contrario, en aquella primera mañana de la convivencia de Lonaula (y desde luego para mí, que había seguido paso a paso los andares espirituales de Tony con admiración cariñosa y con provecho propio), aquella era una oportunidad valiosa para aprender en la misma fuente nuevos enfoques y experiencias recientes que, sin duda, serían serios y prácticos y aun, con gran probabilidad, tendrían gran alcance en sus consecuencias. Mis sentimientos personales en aquel momento eran como los que tiene el espectador después de oír la obertura a toda orquesta de una ópera clásica: expectación alegre y cosquilleo impaciente por el buen rato que se avecina.
Cuando
Tony había tomado una iniciativa tan clara y decidida, yo estaba seguro de que
respondería a ella. Me dije a mí mismo: "Tengo suerte de estar aquí."
Que
Tony necesitaba al grupo para aclararse a sí mismo sus propias ideas era cosa
que también sabíamos todos. Necesitaba el laboratorio, el eco, las reacciones
espontáneas, la crítica instantánea. Cuando mejor funcionaba era cuando
escuchaba con atención concentrada una objeción, miraba al techo unos instantes
que delataban la intensidad de su pensar, después se enfrentaba a la persona en
cuestión (a veces incluso físicamente, es decir, levantándose de su sitio,
arrastrando su silla y sentándose en frente mismo de la víctima, entre el apuro
de ésta y la diversión de los demás) y comenzaba un diálogo en "staccato" que
siempre acababa por aclarar el asunto a todos los presentes, incluido él mismo.
El sabía que donde mejor actuaba era en el grupo, y por eso, aunque siempre
estaba dispuesto a recibimos en privado y era generoso sin límites en darle
tiempo a cualquiera que lo necesitara, nos decía claramente desde el principio
que prefería le propusiéramos aun nuestros problemas personales en presencia del
grupo, ya que confiaba en tratarlos mucho mejor allí. Llamaba a eso "el efecto
del partido de fútbol". En un partido amistoso sin público no es probable que un
jugador se emplee a fondo, mientras que en un partido de campeonato, en un gran
estadio lleno de seguidores apasionados, se entrega al juego con toda su alma
aun más allá de sus fuerzas. Eso le pasaba claramente a Tony, y ahora que se
proponía revisar todo su aparato conceptual, quería hacerlo dentro del grupo y
con su ayuda, y de hecho había estado esperando a esta oportunidad para hacerlo.
Al final de la experiencia nos dijo públicamente que le había gustado mucho el
grupo y le había ayudado enormemente. No cabe duda de que esa interacción entre
Tony y todos nosotros fue el secreto del interés y la profundidad que aquel
intercambio de ideas, visiones e ideales tuvo para todos. El constante tráfico
de ida y vuelta era el que mantenía viva la circulación.
Todavía
hubo otra circunstancia que contribuyó a hacer de aquel cursillo algo muy
especial, distinto de todos los demás. El profesorado de Sádhana lo integraban
Tony de Mello, José Javier Aizpún y Dick McHugh (junto con el hábil y eficiente
Mario Correa, que se encargaba de todo lo demás). Sin embargo, en aquella
ocasión Dick estaba todavía convaleciente de una penosa enfermedad, y Aizpún se
hallaba recorriendo conventos de Jesús y María por toda la India, en una gira de
renovación espiritual. El resultado fue que nos quedamos sólo con Tony aquellos
quince días. Por un lado, sentimos la pérdida, porque Aizpún y Dick, con sus
personalidadés tan distintas y complementarias, siempre contribuían grandemente
a enriquecer la experiencia de Sádhana. Pero, por otro lado, la situación en
exclusiva tenía también su aspecto positivo, que compensaba por la pérdida.
Estando a solas con Tony todo aquel tiempo, en aquella coyuntura tan importante,
nos podríamos concentrar con intensidad total en lo que él quería comunicarnos,
sin distracción alguna aun dentro de Sádhana, y esa concentración ayudaría a
crear una entrega y consagración en todos nosotros que, sin duda alguna, nos
haría entender más rápidamente y asimilar mejor todo lo que íbamos a recibir.
Así sucedió, en efecto. El contacto exclusivo con Tony veinticuatro horas al día
durante quince días seguidos creó una atmósfera en la que cada palabra reflejaba
el mismo tema y cada incidente recordaba el mismo propósito, y las sesiones del
grupo se prolongaban insensiblemente en cada conversación y en cada silencio. Al
despedirme le dije a Tony: "He sacado más fruto de estos quince días que de los
nueve meses de antes." Una exageración, desde luego, pero también una expresión
genuina de lo que yo sentía en aquel momento. Todo, en efecto, contribuyó a
convertir aquella experiencia en una ocasión memorable.
El
horario no presentó problemas. Por la mañana, sesiones de 9 a 12,30, con
pequeñas pausas; por la tarde, después de la siesta, Tony tenía entrevistas
privadas o salía de paseo con alguno del grupo, siempre tratando asuntos
personales; y antes de cenar, la Eucaristía concelebrada, en la que él mismo
ocupó todos los días el puesto de concelebrante principal. Para colmo, por la
noche, después de cenar, veíamos los "vídeos" de sus charlas en América, sobre
todo los de los "Ejercicios por satélite" que dio allí hablando desde Nueva York
y contestando preguntas en directo de todas partes de los Estados Unidos y
Canadá a través de satélite; eran sus mejores cintas, y las vimos varias veces a
petición popular. El mismo venía a ver sus propios "vídeos" y los animaba con
sus comentarios. "Fijaos qué cara de tonto pongo para despistar en esa pregunta
que es bien comprometida." "Pero ¿qué diablos hago yo con ese vaso de agua en la
mano sin dejarlo ni beberlo?" "Esa palabra... se me escapó. Es una de las ocho
palabras que tiene prohibida la televisión americana. Los técnicos se miraron
horrorizados cuando la dije, pero iba en directo, así es que ya no había nada
que hacer. Luego me explicaron que no habían creído necesario advertirme a mí de
la lista de palabras prohibidas. ¡Si supieran el lenguaje que uso! Desde
entonces tuve más cuidado." y así iba todo el día. Y en las comidas también, y
en todo momento, su ruidosa y alegre presencia, que hacía imposible que nos
olvidáramos ni por un instante que él estaba allí. Lo tuvimos de lleno entre
nosotros. Y al escribir esto me viene un pensamiento triste. Es posible que el
exceso de trabajo que le supuso llevar todo el curso él solo influyera de alguna
manera en su salud y acelerara el triste desenlace. Sea de eso lo que fuere,
quiero dejar aquí constancia de la generosidad sin límites con que se entregó a
nosotros en aquellos días de excepción. .
El era el único que hablaba durante la Eucaristía diaria, y cuando, al cabo de unos días, nos preguntó si queríamos cambiar, le contestamos unánimemente que no, que preferíamos seguir del mismo modo. No era pereza nuestra o negativa a participar, sino expresión de la satisfacción que experimentábamos al verlo acabar cada día en oración y Eucaristía los temas que había tratado durante la jornada. En rúbrica sencilla y reverente, leía dos meditaciones breves de un libro que estaba preparando y que resumían los pensamientos más salientes del día; y a cada lectura seguía un largo silencio, subrayado por melodías de la "flauta del dios Pan", instrumento favorito de Tony y que, con un fondo de órgano, acompañaba nuestras meditaciones eucarísticas desde "cassettes" cuidadosamente escogidas. Noté que una aplicada Hermana no cesaba de tomar notas solapadamente mientras Tony hablaba en la Misa, decidida a no perderse ni una palabra de Tony para su archivo personal.
Después
de la bendición me acerqué a ella, mientras aún estaba sentada con el cuaderno
en las rodillas y la pluma en la mano, y le pregunté con fingido asombro: "¿Tú
anotas todo lo que Tony dice en la Misa?" "Sí", me contestó recatadamente, "¡me
ayuda tanto!" Yo seguí: "y cuando dice: 'Bendito seas, Señor, Dios del
universo...', ¿también escribes eso?" Sonrió al verse cogida... pero siguió
escribiendo. Cada cual queria sacar el mayor partido a su manera. Y o no tomé
nota de esas meditaciones, y por ello no las incluiré aquí.
En la
introducción, aquella primera mañana, Tony volvió a repetir la palabra "bombas",
levantando la voz y moviendo la cabeza para mayor efecto. "Sí, sí..., bombas...;
preparaos... ¡que vienen!" Estaba claro que lo que Tony pensaba decimos esos
días, fuese lo que fuese, era algo muy importante para él.
"Antes
os decía yo siempre: '¡Cambiad! Cambiad aunque sólo sea por el gusto de cambiar.
Mientras no tengáis una razón fuerte y positiva para no cambiar, ¡cambiad!
Cambiar es desarrollarse y cambiar es vivir; por eso, si queréis seguir
viviendo, seguid cambiando'. Eso os decía yo antes, y lo sabéis muy bien. Pues
bien, ahora os digo lo contrario: No cambiéis. Cambiar no es ni posible ni
deseable. Dejadlo estar. Quedaos como estáis. Amaos a vosotros mismos tal como
sois. Y el cambio, si es que a fin de cuentas es posible, ya tendrá lugar por sí
mismo, cuando lo quiera y si lo quiere. Dejaos en paz."
Esto sí
que era un buen cambio en Tony, y valga la paradoja. Toda su vida había sido el
apóstol más ardiente del cambio, y lo ponía como base de todo avance y todo
progreso, tanto en la vida espiritual como en el desarrollo psicológico de la
persona. Y ahora, de repente, decía que no. Media vuelta. Es decir, cambiaba
para decimos que no cambiáramos. Y encima, decía que así era como el cambio
vendría por sí mismo, que es la única. manera sana de que venga. Un poco de lío.
Y Tony disfrutaba armando líos. La cosa es más sencilla de lo que parece y,
desde luego, es importante.
Si Tony
objetaba ahora al cambio, era por una raz6n fundamental: lo que nos mueve a
querer cambiarnos a nosotros mismos o a otros es la falta de tolerancia, y eso
es inaceptable. Queremos cambiar, sencillamente porque no nos aguantamos, y lo
que hay que atacar ahí no es la necesidad del cambio, sino la falta de aguante.
No toleramos en nosotros mismos un defecto, un fallo, una debilidad moral o
psicológica, y nos empeñamos en corregirla con verdadero autodesprecio y velada
violencia. Nos da verguenza de nosotros mismos, o rabia, o asco, o sencillamente
impaciencia, y nos imponemos el deber de cambiar para volver a ser personas
respetables ante nosotros mismos y ante la sociedad. Cambiamos para ser
aceptados, para responder a las expectativas que se tienen respecto de nosotros,
para ajustarnos a la imagen ideal que de nosotros mismos hemos concebido y
llevamos siempre dentro. Nos falta paciencia con nosotros mismos y nos forzamos
a cambiar. Y eso nunca resulta. La violencia nunca ayuda al crecimiento.
El
único cambio aceptable es el que viene del aceptarse a sí mismo. El cambio nunca
puede forzarse: el cambio sucede. La gran paradoja del cambio es que sólo
conseguimos alcanzarlo cuando nos olvidamos de él. La resistencia que oponemos a
nosotros mismos, o a cualquier tendencia dentro de nosotros, sirve sólo para
reforzar esa tendencia, y con eso hace imposible el cambio.
Me voy
a servir de mi propio caso para ilustrar este principio. Yo había ido a Lonaula
porque estaba demasiado tenso y quería relajarme y descansar. Varios factores en
la última temporada habían contribuido a sobrecargar mis nervios, ya de por sí
bien anudados de ordinario, y estaba nervioso, impaciente, inquieto, a disgusto
con todo el mundo y falto de sueño. Yo tenía pensado contarle todo esto a Tony
en detalle, en presencia del grupo, y luego me imaginaba que él se pondría a
trabajarme con terapia, ejercicios, diálogos o cualquiera de los mil recursos
que tenía a su disposición para irme tranquilizando y curando. Yo estaba muy
tenso, y confiaba en que Tony me iba a ayudar a dejar de estarlo. Por eso me
sorprendió cuando, después de que yo le conté mi situación ante todo el grupo,
me dijo tranquilamente: "¿De modo que estás tenso, Carlos? Vale. Sigue tenso.
Acepta el hecho de que estás tenso, y déjalo estar. Es posible que tu tensión
desaparezca durante estos días, y es posible que no. Si se va, se va; y si se
queda, se queda. Tú sigues siendo el mismo y estando bien en ambos casos. La
felicidad es algo más que el no sentir tensiones, así como la vida es algo más
que no estar enfermo. Es decir, son cosas distintas. Puedes ser feliz mientras
estás tenso, y puedes estar perfectamente relajado y ser desgraciado. Ni
siquiera sabes si te conviene o no para tu bien el estar tenso. De modo que
déjalo en paz. Métete de lleno en la vida, métete en las sesiones, en todo lo
que hagas estos días y siempre, y deja que tus nervios hagan lo que les dé la
gana. La naturaleza es sabia y puede cuidarse de sí misma, si es que la dejas.
Cuanto menos te entrometas, mejor."
No pude
menos de ver la sabiduría del consejo. Yo estaba tenso y quería forzarme a
relajarme. Y eso, desde luego, no hacía más que aumentar la tensión. ¿Cómo
conseguiré relajarme? ¿Cuánto tiempo me llevará? ¿Qué me pasará si no lo
consigo? ¿Por dónde empiezo? ¿Qué método sigo? Para volverse loco.
Paradójicamente, pero evidentemente, la única manera de relajarme era el dejarme
ser tenso. Sí, estoy tenso, y me va muy bien, gracias. Me he dado permiso a mí
mismo para estar todo lo tenso qué me dé la gana. Y ¿qué pasa? ¿Quién se queja
ahora? ¿Por qué no he de estar tenso? ¿Qué tiene de malo estar nervioso?
Nervioso he sido toda la vida, y no lo he pasado tan mal que digamos. Puedo
seguir así toda la vida con toda tranquilidad. ¡Nerviosos del mundo entero,
uníos! ¡Luchemos por nuestros derechos y defendamos nuestro modo de ser! Tenemos
derecho a un sitio en el mundo, y queremos ocupado con dignidad. ¡Vivan los
nervios!
Tony
llegó a decir de sí mismo, con una humildad que le caracterizaba y que en él era
simple expresión de la realidad tal y como la percibía: "Antes, al hacer de
terapeuta, yo comunicaba a las personas mi propia falta de tolerancia y las
llevaba a rechazarse a sí mismas." El urgente deseo de cambiar, de hacerlo
mejor, de imitar a aquellos en el grupo que "lo habían conseguido" y se alzaban
secretamente como modelos a imitar por los demás, la necesidad de llegar a poder
decir "ihe cambiado!" Y hacérselo reconocer al grupo... todo eso pesaba mucho
sobre la mente y podía hacer más mal que bien. Hacia el final de nuestro primer
curso de nueve meses de Sádhana, escribimos todos evaluaciones de unos y otros y
nos las intercambiamos mutuamente. La mayor alabanza a que uno podía aspirar en
aquellas evaluaciones era que le dijeran a uno: "Has cambiado muchísimo". Ese
era el espaldarazo, final, la calificación máxima, la meta suprema. Cambiar y
que se me note. Y eso podía ser contraproducente, como el mismo Tony lo vio más
tarde. La presión para cambiar, mientras que ningún cambio fundamental se
asomaba al horizonte, podía crear problemas e incluso, a veces, llevar a la
frustración y al autorrechazo.
Una cosa sí que había notado yo ya en el primer curso de Sádhana, y la había comentado en el grupo cuando la advertí. Al comienzo de los nueve meses, cada uno de nosotros iba presentando sus problemas personales en busca de solución. Por poner un ejemplo bien inocente, alguien podía decir que se ruborizaba siempre que le presentaban a otra persona, y quería acabar con los rubores. Tony se ponía a trabajar con él usando todo el arsenal de sus recursos psicológicos. Diálogo, terapia, ejercicios, escenificación. No dejaba tecla por tocar. Mientras tanto, el tiempo pasaba... y el sujeto seguía ruborizándose cada vez que le presentaban a otra persona. (No recuerdo un solo "problema" que fuera "resuelto" en todo el año). Luego, cuando los nueve meses tocaban a su fin, nuestro sujeto volvía a presentar su caso en un último esfuerzo de acabar con sus rubores. Entonces Tony cambiaba radicalmente de táctica y le decía sin ambajes: "¿Estás dispuesto a vivir con"tu problema?" Asunto concluido. Si no puedes cambiarlo, acéptalo. Y la aceptación misma es la que preparará el camino al cambio, si es que ha de producirse.
Lo que
había cambiado en Tony era que ahora comenzaba por donde entonces terminaba. En
vez de trabajar primero por hacer cambiar al sujeto y luego decirle que se
aceptase tal y como era, ahora comenzaba por decirle que se aceptase, y que de
ahí se seguiría el cambio, si es que se seguía. Acepta los hechos, amóldate a la
situación, reconcíliate contigo mismo... y el cambio se cuidará de sí mismo. Esa
era la nueva táctica.
El
ejemplo que sigue no procede directamente de Tony, pero lo leí yo en un libro de
psicología aquellos mismos días en Lonaula y esclarece el hecho psicológico de
que, al resistir a un rasgo negativo de nuestro carácter, no hacemos más que
agravarlo; por eso lo cuento brevemente. Un psiquiatra refiere el caso de un
cliente suyo que tartamudeaba y quería dejar de hacerlo. No podía abrir la boca
sin tartamudear como un descosido, y eso le había sucedido toda la vida, desde
que era capaz de recordar. El psiquiatra le preguntó: "¿Podría usted recordar al
menos una ocasión en su vida en la que usted haya hablado sin tartamudear?" Sí,
había habido una ocasión. El tartamudo contó cómo una vez, cuando era joven, se
había montado en un autobús a toda prisa, sin tiempo para sacar billete, y
estaba preocupado pensando qué pasaría cuando viniera el revisor y le pidiera el
billete. Pero se le ocurrió lo siguiente: cuando venga y me pida el billete, me
pondré a explicade lo que ha pasado, y, como tartamudeo tanto, le entrará
compasión y me dejará en paz. De hecho, pensaba exagerar el tartamudeo para que
su petición de misericordia resultara más eficaz. Se acercó el revisór, se
preparó el tartamudo, abrió la boca... y salieron las palabras con una claridad
nítida y una pronunciación exacta, sin titubeo ni defecto alguno. El revisor
sonrió irónicamente ante el "falso" tartamudo y le impuso la multa de rigor.
Nuestro hombre no pudo quedar más chafado. Para una vez en la vida en que su
tartamudeo le podía haber servido de algo... ¡le había fallado! y ahí estaba
precisamente el "quid" de la cuestión. Mientras él se oponía al tartamudeo,
seguía tartamudeando. ¿Por qué me ha de pasar esto a mí? ¿Cómo puedo vivir así?
¿Cómo puedo conseguir trabajo mientras hable así? ¿Hasta cuándo va a durar esto?
¿Cómo podré aguantar toda la vida? Protestaba con todo su ser contra la injusta
y dolorosa situación. Y eso sólo servía para acrecentar el mal. Tartamudeaba
cada vez más... y sufría por ello cada vez más. Círculo vicioso que no era fácil
romper. Sólo una vez en su vida se alegró de ser tartamudo, se felicitó por
serIo, creyó que su tartamudeo le iba a sacar del lío en que se había metido al
viajar sin billete, y aun quiso exagerar su defecto para hacerlo más evidente. Y
se desvaneció el tartamudeo. En la única ocasión de su vida en que aceptó el ser
tartamudo, dejó de serIo. Ese es un ejemplo evidente de cómo funciona la
naturaleza humana. Se resiste con toda su alma cuando alguien intenta cambiarla
directamente, mientras que cambia por sí misma cuando la dejan en paz o la
empujan en dirección contraria. Los burros hacen exactamente lo mismo.
Cuando
el prurito de cambiar nos entra no para cambiamos a nosotros mismos, sino para
cambiar a los demás, resulta mucho más dañoso, y Tony nos previno seriamente
contra él. Queremos hacer cambiar al otro... ¡por su propio bien, por supuesto!
¡Sería una persona tan completa y feliz si lo hiciera! Ahora no hace más que
fastidiar a todo el mundo, estropear su propio trabajo, no dejar que sus buenas
cualidades entren en juego... y todo por esos defectillos que todo el mundo le
ve y que sólo él parece no haber notado. Tengo que decírselo, tengo que urgirlo,
tengo que hacer que se enfrente con los hechos para que se corrija de una vez';
o, si no puedo hacer eso, al menos tengo que rogarle a Dios que, en su bondad y
misericordia, le haga cambiar para su propio bien y para bien de todos.
Por
favor, no le hagas a Dios esa petición. Esa oración es únicamente tu manera
velada, pero evidente, de rechazar a tu hermano. Reza por él, desde lluego, y
alaba al Señor por él y date gracias por él, pero no le pidas que lo cambie
según la imagen que tú has decretado para él. No te toca a ti juzgar, condenar,
ordenar el cambio. Deja a tu hermano en paz, no sólo en tus acciones, sino aun
en tus pensamientos, y acéptalo y ámalo tal como es. El deseo de cambiar a
otros, tanto como el deseo de cambiarse a sí mismo, viene fundamentalmente de la
intolerancia, y por eso viene torcido de raíz. Si el factor de intolerancia está
totalmente ausente, el cambio es sano y positivo; pero, de ordinario, hay
siempre una dosis de intolerancia en el deseo de cambiar, y eso lo hace
peligroso. Contra eso hay que guardarse.
Tony
nos dijo: "¿Os imagináis qué felices serían nuestras comunidades, nuestras
familias, nuestra sociedad, si cada uno de sus miembros dejara de tratar de
cambiar a los demás, incluso de desear que cambiasen? Sería el cielo en la
tierra. Pero la triste realidad es que nos estamos quejando constantemente por
dentro, y con excesiva frecuencia también por fuera, de la conducta de todos los
demás, y esa intolerancia destruye la armonía del grupo." Entre mis compañeros
de Lonaula aquellos quince días, había un Provincial jesuita que me dijo:
"Cuando mis súbditos vienen a hablar conmigo, se pasan casi todo el rato
diciéndome qué es lo que tengo que hacer con otros súbditos, cómo los he de
reprender, corregir, prohibirles que hagan esto o mandarles que hagan aquello.
Cada uno parece conocer a la perfección lo que todos los demás han de hacer; y
cada uno quiere que se aplique la ley con toda su fuerza... a los demás, no
precisamente a él, que es una excepción justificada." El deseo de perfección
espiritual que se nos ha inculcado desde el principio de nuestra formación
religiosa ha aguzado peligrosamente nuestro sentido de crítica, autocrítica
primero y crítica universal después, y ese mismo sentido crítico es el que ahora
nos impide avanzar y que les dejemos avanzar a otros. Es hora de que ensanchemos
nuestras miras y hagamos de la aceptación, no de la crítica, la base de nuestra
conducta con los demás. .. y con nosotros mismos.
En el
fondo de esta actitud práctica hay una profunda verdad religiosa. Dios es quien
me ha hecho, a mí, a los demás y al mundo entero; y, por consiguiente, aceptar
la realidad que aparece en mí y en lo que me rodea es aceptar la voluntad de
Dios y adorar a su Divina Majestad. A través de todo el dolor y el sufrimiento
de la humanidad, a pesar del pecado del hombre y las catástrofes de la
naturaleza, es un hecho de fe que todo este universo, conmigo en él, es la obra
de Dios; y en consecuencia, la mejor y única manera como yo puedo entrar en ese
universo y llevar a cabo mi salvación en él y a través de él es aceptarlo como
don de Dios, verlo a él en todos los hombres y en todas las cosas, y dejar que
obren en mí su poder y su gracia, con mi gratitud y mi cooperación. La opinión
que Dios mismo tenía del mundo cuando lo hizo fue que "era bueno de veras", y la
presencia en él, más adelante, de su Pueblo, su Hijo y su Iglesia lo hace aún
más bello y adorable. "Mirabiliter creasti et mirabilius reformasti": una
creación admirable y una redención aún más admirable. En cambio, nosotros nos
hemos olvidado de la maravilla y nos hemos quedado con la miseria. Tenemos que
recobrar la visión completa del mundo en fe, que incluye, sí, la Cruz, pero
también la Resurrección. Somos miembros de Cristo Resucitado y hemos de aprender
a alegramos con nuestra Cabeza. Mirar la vida con los ojos de Dios es aceptarla,
y ése es el primer paso de salvación espiritual y de salud mental. Pisamos
tierra firme.
Aceptar
la realidad no quiere decir, en manera alguna, tolerar cualquier tipo de
conformismo, pasividad o apatía. Para cualquiera que conociera a Tony sería
imposible asociar con su recuerdo ninguna de estas palabras. Aceptamos la
realidad como el pájaro acepta sus alas: para volar. Lo importante es no empezar
a quejarse del tipo de alas que a uno le ha tocado, a compararlas con las de los
demás... para quedarse al fin en el suelo. Aceptar no es frenarse, y el sentido
de la realidad no es la inercia; al contrario, es un abrazar gozosamente a todo
lo que existe para sacar el mayor partido a las cosas tal como son y a la vida
tal como es. Una tal actitud lleva a la iniciativa ya la acción para provocar
decisiones y cambiar circunstancias. Reconocer a una semilla como semilla quiere
decir prepararme a regarla; reconocer una enfermedad como enfermedad quiere
decir prepararme a ir al médico para que me cure; reconocer la injusticia como
injusticia quiere decir prepararme y lanzarme a luchar contra la opresión y
hacer triunfar la justicia. Reconocer la realidad, aceptar los hechos y caer en
la cuenta de toda situación no es inivitar a la pereza y a la inacción, sino
lanzar el reto del desarrollo personal y el cambio social. La psicología no se
opone, sino que ayuda a la sociología.
El
libro de Thomas Harris, "YO SOY UN AS; TU ERES UN AS", ejerció bastante
influencia en las primeras etapas de Sádhana, y su terminología pasó al lenguaje
diario de Sádhana. Nuestra meta final era llegar a "ser un as" en el terreno
psicológico, es decir, encontrarse bien, tener equilibrio, estar de buen humor,
controlar la situación, dominarse a sí mismo y mantener contacto satisfactorio
con todos los demás. Parte de "ser yo un as" era reconocer que "tú también eres
un as", es decir, no despreciar a nadie ni compararse con nadie, sino aprender a
ver lo bueno en todos, empezando por uno mismo. Y, paralelamente, la mayor
desgracia era "no ser un as", es decir, andar alicaído, desganado,
desequilibrado, confuso y con complejos de inferioridad. Por eso había que
esforzarse valientemente por "ser un as", y quedábamos hechos polvo cuando, a
pesar de todos nuestros heroicos esfuerzos, no conseguíamos el título. Admitir
que "no soy un as" era como la confesión contrita de un pecador público ante la
asamblea de los justos. Una llamada a la compasión y a la penitencia. La tiranía
de tener que "ser un as" fue, vista ahora de lejos, una de las cargas
desafortunadas de nuestro primer Sádhana.
Por eso fue un gran descanso oírle a Tony decir ahora: "La teoría del 'YO SOY UN
AS; TU ERES UN AS' es un error fatal. Te impone la obligación de "ser un as", de
sentirte bien, de estar siempre en forma, de pasarlo en grande... y, si no lo
logras, andas mal y se te condena. A eso no hay derecho. Yo soy lo que sea y
siento lo que siento y me encuentro como me encuentro... y vale. No tengo que
'ser un as' para ser un as, si es que me explico; no me encuentro bien... y eso
me va perfectamente. Hay que liberarse de la trampa del as. De hecho, yo pienso
escribir algún día un libro que se titulará 'YO SOY UN ASNO; TU ERES UN ASNO', y
que será el antídoto perfecto a la doctrina de los ases. Hay alguien que me ha
propuesto ya un subtítulo para ese libro: 'El libro de las coces'. ¡Veréis cosa
buena cuando salga!"
Humor
lleno de sabiduría. Una vez que acepto alegremente el hecho de que soy un burro,
ya no me sorprenden ni me apenan los errores y estupideces que sigo cometiendo a
pesar de tantos años de formación y tantos y tan nobles esfuerzos. A fin de
cuentas, soy un burro; y si hago burradas, eso es precisamente lo que me
corresponde. Que no se asombre nadie, y menos yo mismo. Y de la mismísima
manera, todas las personas que tienen el honor de rodearme y vivir conmigo son
también burros, y, en consecuencia, todos se comportan como los burros que son y
seguirán siendo, y tienen perfecto derecho a hacerlo así. Esa es la actitud
perfecta para conseguir la paz del alma consigo mismo y con los demás. La
aceptación plena de mí mismo y de todos los demás acaba con todas las tensiones
y siembra la paz y la felicidad. Es una pena que Tony ya nunca escribirá ese
libro.
Otro
eje esencial de Sádhana eran las relaciones personales. El lado afectivo de
nuestra personalidad no había recibido mucha atención en nuestra primera
formación religiosa; más bien había quedado reprimido bajo sospechas y peligros,
reales sin duda, pero que, al evitarlos, nos llevaban con frecuencia al otro
extremo de frialdad e indiferencia. Lo que importaba entre nosotros era la
inteligencia, las ideas, la razón, mientras los sentimientos quedaban relegados
a muy segundo plano. Con eso perdíamos una buena parte de la personalidad
humana, del calor, la emoción, la intimidad, que son parte esencial del ser
humano y objeto también de la gracia y la redención para dar gloria a Dios con
el afecto como se la damos con la inteligencia. Tony sabía que había que
despertar en nosotros los sentimientos dormidos, animarlos y encauzarlos para
formar a la persona completa, y a eso se dedicaba con toda su fuerza desde el
principio de Sádhana. Esa fue una de las razones que le llevaron a admitir en su
cursos a religiosos de ambos sexos, a pesar de la oposición que ese gesto
levantó en un principio. Era una innovación y era un peligro, pero era también
una invitación a cultivar ese aspecto latente de la afectividad en nuestras
vidas bajo el control cuidadoso de un grupo responsable y una dirección
vigilante. En esa atmósfera protegida aprendíamos a enfrentarnos con nuestros
sentimientos, expresarlos, dominarlos, hacerla s salir a flote sin dejarnos
arrastrar por ellos, y aprender en todo ese proceso cómo se crece y se vive al
aceptar todo lo que llevamos dentro con dominio y con cariño. El sentir no sólo
se refería a personas, sino a cosas y a sucesos; es decir que se revalorizaban
los sentimientos frente a la razón, el sentir frente al pensar. Decir "yo pienso
que..." era palabra proscrita en aquel ambiente, mientras que decir "yo siento
que..." era la manera legal de comenzar una frase..., aunque a veces eso era
sólo una sustitución verbal, y la actividad cerebral continuaba intacta bajo la
cubierta de los sentimientos.
Tony
establecía así la necesidad de los sentimientos, el cariño y el amor: lo que
todos necesitamos y deseamos, en último término, es libertad en nuestra conducta
y en nuestra vida; no nos podemos aventurar por los caminos de la libertad si no
poseemos un buen grado de seguridad dentro de nosotros mismos; para alcanzar
seguridad tenemos que llegar a sentir nuestra propia valía; y la única manera de
sentir honda y eficazmente nuestra propia valía es vernos y sentirnos aceptados
y amados como personas. Argumento largo de premisas encadenadas que merece la
pena repasar y pensar, y que se desarrollaba en Sádhana, día a día y sesión a
sesión, en las mil peripecias de un grupo alegre y consagrado al desarrollo
total para bien de todos. Como resultado de ese argumento se buscaba el sentirse
aceptado y querido por los demás. La contraseña era: "Déjate querer." Y la
práctica, entre la timidez y el ridículo, aliviaba los rigores del intenso
curso.
Seguía
Tony: la esencia del cristianismo es poder decir de todo corazón: "Dios me ama."
Pablo resumió así su vida: "(Jesús) me amó"; y Juan se definió a sí mismo como
"el discípulo a quien amaba Jesús". Un cristiano es quien puede decir en verdad:
"Jesús me ama". Y luego, acomodando ligeramente y no sin verdad profunda las
palabras de Juan: "Si no siento el amor de mi hermano a quien veo, ¿cómo podré
sentir el amor de Dios a quien no veo?"
Los
éxitos y logros en la vida no dan seguridad interior; al contrario, la debilitan
y engendran ansiedad. Cuanto más éxito tengo, más necesidad siento de seguir
teniendo éxito para responder a la expectación que los anteriores éxitos han
despertado; así es como la ansiedad se fragua, se endurece y llega a hacerse
insoportable. Exito en el trabajo sin base afectiva que lo equilibre es peligro
inminente de depresión para el trabajador incansable. ¡Cuánto sufrió Beethoven,
porque apreciaban su música, pero no su persona! El éxito me dice que mi trabajo
es valioso, mientras que el amor me dice que yo soy valioso, y eso es lo que me
da satisfacción y sosiego. Quiero que me quieran por mí mismo, no por mi música
ni por mis libros ni por mis obras ni por mis organizaciones. Quiero recibir
cariño, sentir afecto, merecer amor. El verdadero amor es sin condiciones; y
cuando me veo amado así por un amigo verdadero, siento la seguridad, la
garantía, la satisfacción de ser amado por mí mismo, y entonces no dependo ya de
mis éxitos ni de mis trabajos para ser feliz. De ahí venía el consejo: ama de
todo corazón, recibe en respuesta el amor de los demás y... "¡déjate querer! ".
Esa experiencia traerá alegría, equilibrio y paz a tu vida.
Todo
eso era doctrina profunda y bella, sin duda. Sin embargo, aun allí introducía
Tony ahora modificaciones importantes. Ante todo, rebajó la importancia del ser
amado y aumentó la del amar efectivamente a los demás. Lo importante no es que
yo me sienta aceptado y amado por otros, sino que yo los acepte y los ame.
Esperar a que otros me quieran me hace depender de ellos, lo cual pone en
peligro mi seguridad afectiva; mientras que el amarlos yo por mi cuenta está
siempre en mi mano, y así quedo siempre libre e independiente. Claro que el amar
y el ser amado van de ordinario juntos, pero tiene importancia dónde se pone el
primer acento.
Un
miembro del grupo de Lonaula sacó a relucir su problema: "A mí no me acepta mi
comunidad." Tony le cortó: "¿Y para qué necesitas que te acepten? Si te aceptan,
está bien; y si no, también. Aprecia el hecho de que te acepten, si es que
lohacen; pero no se lo ruegues de rodillas si no lo hacen. Que te acepten o no,
tú eres el mismo, y eres una gran persona. Y la paradoja es, una vez más, que
ésta es la única manera de que al fin te acepten, si es que llegan a hacerlo."
Doctrina tan clara como práctica en un punto de importancia diaria. Ama y acepta
a los demás, y no dependas de lo que los demás te hagan a ti.
Luego
vino una reflexión más profunda: en realidad, nunca amamos a la persona, sino a
la imagen de la persona que nosotros mismos nos hemos formado en la mente. Tan
verdadero como desazonante. Yo tengo una gran amistad con un compañero mío
jesuita, y muchas veces me pregunto a mí mismo con auténtica sorpresa: ¿cómo es
que mis demás compañeros no aprecian y quieren a este hombre como yo lo quiero,
siendo como es una persona tan magnífica? La respuesta es que sí que es una
persona magnífica, sin duda, pero otros no lo perciben así; mientras que yo no
puedo menos de asombrarme e impresionarme ante sus evidentes cualidades, que no
son tan evidentes para los demás. Yo lo he idealizado en mi mente, y ahora amo y
venero esa imagen adorable... que a los demás no les parece tan adorable después
de todo. Si yo amase a ese hombre tal como es en realidad y como todos los demás
lo ven, todos lo amarían de la misma manera; es decir, que si yo amase a la
persona como tal, todos la amarían igualmente, porque la persona es la misma.
Pero no es ése el caso; los demás no lo quieren como yo lo quiero, lo cual
prueba que lo que yo en realidad estoy amando es la imagen, no la persona.
Entonces llega la crisis. Cuando esa persona a la que yo había idealizado en mi mente pierde, por la edad, la rutina o el contacto diario, las cualidades que me habían atraído a ella, me quedo trastornado y confuso. ¿La quiero todavía? ¿No la quiero? Desde luego, considero mi deber seguir queriéndola, porque un amigo ha de ser leal y, el amor es eterno, y trato de revivir la antigua imagen atesorada en mi mente mientras cierro a la fuerza los ojos a la realidad rebajada de ahora y sigo repitiéndome a mí mismo, en fútil ejercicio, que claro que lo quiero como siempre lo he querido, y lo seguiré queriendo por toda la eternidad.
Tony
comentó la situación con lograda ironía que, por una vez, se avecinó al cinismo,
en el que no le dejó llegar a caer su infalible sentido del humor: "La gente
casada averigua esto mucho antes que nosotros los religiosos. Un hombre y una
mujer se enamoran (de sus respectivas imágenes, como queda dicho), se casan y,
como pasan a vivir juntos todo el día, pronto descubren la realidad que había
tras el hechizo y se preguntan qué es lo que han hecho. Están ya unidos por el
vínculo, y la familia y la sociedad les ayudan a permanecer juntos (al menos en
algunas culturas), pero ambos saben muy bien que su mutuo amor no es, ni con
mucho, lo que había parecido ser al principio y prometía ser para siempre.
Nosotros los religiosos, sobre todo cuando se trata de una amistad entre hombre
y mujer, nos vemos, por necesidad, con mucha menor frecuencia, y por eso la
ilusión dura más tiempo. Pero, a la larga, también nosotros averiguamos la
realidad, y lo que había comenzado por ser una dicha acaba por ser una carga. El
folklore universal del amor, el romance y la fidelidad, que también nosotros nos
hemos tragado, nos impide ver esto y admitírnoslo a nosotros mismos, pero ése es
el hecho. La emoción se ha hecho aburrimiento. Eso no quiere decir que la
amistad sea imposible, pero sí que hay que purificarla de raíz."
Citó
casos. De joven, él se había sentido muy atraído por una persona. Incluso nos
dijo su nombre, lo que nos hizo aún más gracia, porque varios de nosotros la
conocíamos. Volvieron a encontrarse sólo muchos años más tarde, y Tony se dijo a
sí mismo con verdadera sorpresa: ¿Cómo puedo yo haber sentido nada especial por
una persona tan rara, gruñona y poco atractiva? El contraste entre la imagen
ideal que él se había formado y preservado en su memoria y la marchita realidad
con que hoy se encontraba cara a cara le hizo reflexionar, como siempre lo hacía
después de cada experiencia, sobre las realidades de la vida y la verdadera
naturaleza del amor humano. En otra ocasión había iniciado una amistad especial
con un compañero jesuita, cuando se enteró de que no era sacerdote, sino hermano
coadjutor (con los mismos derechos y privilegios que cualquier miembro de la
orden, pero sin estudios teológicos ni ordenación sacerdotal). Saber eso y
sentir que desaparecía su interés por él fue todo uno, y Tony se reprochó a sí
mismo y se enfadó consigo mismo por ello. Tenía un gran aprecio por los hermanos
coadjutores, y algunos de ellos eran amigos personales suyos; y, sin embargo,
esa diferencia de puro rango exterior había estropeado una amistad incipiente.
¿Cómo podía ser eso? A mí, ese caso me recordó el de otro jesuita que me contó
cómo había progresado en una amistad íntima con un compañero jesuita... hasta el
día en que se enteró de que pertenecía a una casta inferior. ¿A quién amamos: a
la persona o a la imagen?
Algo
más duro aún: "El amor es egocentrismo refinado." Tony dijo eso no una, sino
muchas veces. Al amarte a ti, no es que te ame a ti, sino a las ventajas de
compañerismo, afecto, placer, ayuda y apoyo que mi amistad contigo me trae. El
amor desinteresado no existe; al contrario, todo amor humano lleva en sí un
elemento de interés propio. No es que Tony pretendiera con eso reírse de la
amistad o invalidar el amor, pero sí aclarar conceptos y llamar a las cosas por
su nombre. "Podéis hacer todo lo que queráis, con tal de que sepáis lo que
hacéis y lo llaméis por su nombre." Tampoco quería decir eso que haya que ir por
ahí diciéndole a todo el mundo: "Amo la imagen que de ti me he formado" o "Al
quererte a ti me quiero a mí mismo"; podemos seguir usando el lenguaje de
siempre y de la manera de siempre, con tal de que nosotros lo tengamos bien
claro y estemos al tanto de nuestros verdaderos motivos e intenciones. "Sé muy
bien que al amarte a ti estoy amando a la imagen que nuestra historia común ha
labrado dentro de mí y que otros no comparten"; "Caigo en la cuenta
perfectamente de que mi cariño hacia ti tiene una gran parte de egoísmo, por la
satisfacción que me proporciona a mí". Esa actitud ayuda a templar emociones y
puede contribuir, a la larga, a que la amistad sea más sana y más duradera. La
transparencia interna es condición esencial de todo contacto humano en
profundidad.
Y éste es ahora el dicho más duro que jamás oí yo de labios de Tony, y que consigno aquí con exactitud y respeto, sin pretender sondear el fondo y el sentido que esas palabras tuvieron para él cuando las dijo. Pues sí que las dijo en el transcurso de una sesión en medio de todo el grupo: "He descubierto que yo no he amado a nadie en la vida." Las pronunció en un tono reflexivo de introspección, y permaneció callado unos instantes antes de pasar a decir otra cosa. Ni yo ni nadie de los presentes rompió el silencio para preguntarle qué quería decir exactamente con aquello, y sus palabras se deslizaron, sin más, bajo el velo de su misterio personal. Sea lo que fuere lo que quería decir con ellas, ciertamente no era que él fuera en manera alguna cerrado, adusto, falto de sentimientos o de afecto. Sabía de cariño y conocía la intimidad.
Tenía
amistad íntima con algunos hombres y mujeres, y trato cercano y cariñoso con
muchísimos más. Quizá quería decir -en el contexto de la ilusión del "yo" que
ocupaba el centro de sus pensamientos aquellos días y que anotaré más adelante-
que, mientras hubiera algún resto del "yo", no podía haber amor verpadero. Quizá
pensaba en la definición de Krishnamurti que nos citó repetidas veces aquellos
días: "Amar es percibir con claridad y responder con exactitud." O quizá había
llegado a valorar el aspecto positivo de la soledad en la vida, de lo cual
también nos habló con frecuencia en Lonaula: la soledad por miedo, timidez o
debilidad era y seguía siendo negativa; pero la soledad que nace de la plenitud
y libertad propias es positiva y valiosa. Habló encantadoramente de la soledad
del pastor que pasa la vida en los campos sin necesitar conversación ni echar de
menos la compañía. Yo, por mi parte, creo que, a pesar de su risa destapada y
sus ruidosas bromas, quedaba en él siempre un fondo sumergido de soledad intacta
que nunca afloraba, y que guardó para siempre el secreto íntimo de su vida
afectiva. Quizá. En todo caso, sus palabras, tal como las he transcrito,
permanecen.
El colega de Tony, José Javier Aizpún, escribió en una sentida nota necrológica: "Recordaré a Tony, más que nada, como a un amigo. No he conocido a muchos que disfrutaran tanto con la amistad como él. Se sentía orgulloso de sus amigos, incluso presumía triunfalmente de ellos. Compartía de lleno los gozos de sus amigos y, cuando nos llegábamos a él en momentos de apuro, nos ofrecía una comprensión, un apoyo y un consejo que eran característica y exclusivamente suyos. Y, sin embargo, para muchos de nosotros, sus amigos, Tony fue y permaneció un misterio. ¿Era tímido en el fondo? ¿Nos apoyábamos tanto en él como guía y consejero que no, podía sentirse libre y vulnerable ante sus amigos? El hablaba abiertamente de su vulnerabilidad, pero rara vez la mostraba. Y eso le hacía aparecer distante. Sí, era popular, era el centro de la fiesta, era descaradamente divertido, tenía una capacidad increíble, casi sobrehumana, de ponerse a disposición de los que le necesitaban. Pero, a pesar de todo eso, uno no podía menos de sentir que con frecuencia él se retiraba a un fondo privado en el que pocos entraban, si es que alguien lo hizo. ¿Se debía a su entrega incondicional a ser fiel a su propia visión? ¿Se debía a que su vida fue una búsqueda tan personal que, en último término, sólo se podía llevar a cabo en soledad? Para muchos de nosotros, Tony, además de ser amigo, era también sabio, guru y profeta.
El
sentía hondamente la necesidad de compartir su visión. Muchos alcanzaron algún
destello de esa visión, y con ello cobraron nuevas fuerzas, sentido de la vida y
esperanza. Pero sospecho que fueron pocos los que, de hecho, vieron lo que Tony
veía, y en el fondo Tony lo sabía. Sin embargo, nunca apareció amargado o
frustrado, y tampoco adoptó nunca una actitud condescendiente, como si él
estuviera por encima de los demás. Lo que sí creo es que él no pudo menos de
sentirse con frecuencia solo en su búsqueda. Siguió adelante porque estaba
poseído por una sagrada necesidad de saber y averiguar por sí mismo. Su
recompensa fue un sentido excepcional del éxtasis de la vida y, aun antes de
morir, también del éxtasis de la muerte".
Hablando de relaciones mutuas y de cómo tratamos siempre a otros del mismo modo
que nos tratamos a nosotros mismos, Tony, para ilustrar ese principio, descubrió
un episodio de su propia biografía que no quiero pasar por alto aquí. Nos dijo:
"Cuando yo era novicio, el Provincial, que era el Padre Casasayas, nos dio una
charla en la que nos dijo: 'Aquí en el noviciado sois todos vosotros muy
fervorosos y muy santos, pero luego, con los estudios y las distracciones y los
largos años, muchos pierden el fervor inicial y descuidan la vida espiritual. Os
voy a dar una señal para que, cuando os llegue ese momento del final de la
carrera, después de todos esos años, sepáis si habéis conservado el fervor
inicial o no. Cuando, acabados los estudios, estéis a punto de salir a trabajar
y vayáis a ver al Provincial para fijar con él vuestro primer destino, si le
decís entonces que queréis qué os envíe a las misiones (es decir, a un puesto de
misión en los pueblos, por contraposición a los colegios y las universidades en
las ciudades), eso querrá decir que habéis conservado el fervor; y si no, lo
habéis perdido.' Esas fueron las palabras del Provincial, y es curioso que,
aunque me olvidé de todo lo demás que dijo en su larga charla, aquello se me
quedó grabado; y cuando me llegó el tiempo, al final de la carrera, estaba yo
dispuesto a responder a aquel reto y pasar el examen. El Provincial era entonces
el Padre Mann, y a él me fui a discutir mi primer destino de sacerdote, y le
dije con orgullo y dándome importancia: 'Quiero ir a las misiones.' Ahí estaba
la prueba de mi fervor. El Padre Mann, sin embargo, tenía otros planes sobre mí
y me mandó a América a estudiar psicología.
Cuando
volví, el Provincial era el Padre Correia Afonso, el cual me dijo, antes de que
yo pudiera abrir la boca: 'Veo por los archivos del Provincial que usted había
pedido ser enviado a las misiones. Necesito una persona de sus características
en un puesto de misión, y he decidido enviarlo a usted allí.' Aquello me supo
malísimo. Era a mí a quien me tocaba pronunciar las palabras sagradas sobre ser
enviado a las misiones, no a él el mandarme por su cuenta. Me había robado mi
momento de gloria. De todos modos, fui a las misiones... y no me gustaron en
absoluto. Entonces me vengué a mi manera. Lancé una campaña para que los Padres
indios fueran también enviados a puestos de misión, que hasta entonces ocupaban
casi exclusiva y heroicamente jesuitas españoles. Así como yo había ido a parar
a un puesto de misión, en vez de los más cómodos colegios o universidades, así
quise ahora hacer que fueeran a parar allí mis compañeros indios. Es decir, les
estaba haciendo a los demás lo que me habían hecho a mí mismo; y que todos
pagasen por mi tontería. Siempre hacemos lo mismo."
Otro
destello sobre el lugar que el amor ocupaba en su vida. El año que yo pasé en De
Nobili College, Poona, haciendo el curso largo de Sádhana, el 15 de agosto,
fiesta de la Asunción de la Virgen y de la independencia de la India, Tony
presidió la solemne Eucaristía concelebrada ante todo el alumnado y predicó una
preciosa homilía que muchos de los allí presentes recordarán como yo recuerdo.
La idea central fue ésta: "Si en los primeros años de mi carrera espiritual me
hubiesen preguntado qué querría yo que la gente dijera en alabanza mía, yo
hubiera contestado: 'Que digan que soy un santo.' Algunos años más adelante
habría contestado, 'Que digan que soy un hombre de gran corazón.' Y ahora lo que
quiero que digan de mí es... que soy un hombre libre." Aquel mismo día me dijo
que había preparado aquella homilía con mucho esmero, y aun la había ensayado
con un compañero para asegurarse de que las ideas quedaban claras y las
expresaría con efecto. Esa progresión de valores de la santidad a la libertad,
pasando por el amor, puede tomarse como resumen aproximado de tres etapas claras
de su vida. Faltaba aún entonces la etapa final de Lonaula, ciertamente
distinta, marcada, definitiva, y queda en el aire imaginar qué nombre hubiera
escogido para ella.
También
dijo: "El amor es la ausencia del miedo", eco claro de san Juan: "El amor
perfecto destierra el temor". Asimismo: "El amor es sensibilidad ante la
realidad." Explicó esto último con el caso de una alumna de Sádhana que se
sintió atraída por uno de los hombres del grupo y le pidió su amistad. Este le
contestó delicadamente que ya tenía una amistad especial con otra de las mujeres
del grupo, y no deseaba otra. Ella se sintió rechazada y lloró. Pero, cuando
volvió al grupo, tuvo una nueva experiencia que le abrió los ojos y la vida:
cayó en la cuenta, de repente, de lo bellas y atractivas que eran todas las
personas del grupo, cosa que se le habíá escapado hasta entonces. Al
concentrarse exclusivamente en una persona, se había cegado al valor de todas
las demás.
Quizá
lo más importante que Tony dijo sobre el amor, y que puede ser la clave para
resolver las contradicciones aparentes que aquí he reflejado, fue que el
verdadero amor es posible sólo cuando no existe apego ninguno. Ahí va otra buena
paradoja (a Tony le gustaba repetir que "la verdad está en la coincidencia de
las cosas opuestas"), y esa paradoja necesita el contexto del capítulo siguiente
para aclararse.
"El
mundo está lleno de sufrimiento. La raíz del sufrimiento es el apego a las
cosas. El remedio está en dejar caer el apego a las cosas." No era Buda quien
así hablaba, sino Tony de Mello. Conocía bien el budismo, y usaba con efecto sus
conceptos válidos en sus libros y charlas. Cuando, al volver de Lonaula, me
preguntó un amigo: "¿Qué os ha dado Tony en Lonaula?", le contesté bromeando:
"¡Un curso de budismo!" Exageraba, desde luego, pero también había un elemento
de verdad en esa precipitada sinopsis. Tony usaba con frecuencia citas y cuentos
budistas para aclarar ideas o remachar argumentos. Al hacerlo así, no hacía más
que cumplir con la instrucción del Vaticano II que nos manda "reconocer, aceptar
y propagar los valores espirituales verdaderos de otras religiones". Lo que la
mayor parte de sus oyentes no captaban eran los cambios sutiles que introducía
en las citas. Las palabras que acabo de citar son un buen ejemplo. Las palabras
originales de Buda suelen darse como sigue: "El mundo está lleno de sufrimiento.
La raíz del sufrimiento es el deseo. El remedio está en desarraigar todo deseo."
Tony cambiaba "desarraigar" por "dejar caer", y "deseo" por "apego". El primer
cambio lo notarán y apreciarán enseguida los que recuerden el capítulo anterior
y lo que allí quedó claro sobre la posibilidad y la naturaleza del cambio. En el
terreno espiritual no se consigue nada con "desarraigar" hábitos por la fuerza
(cosa imposible y contraproducente), sino permitiendo que maduren y sazonen, y
así "dejarlos caer" cuando llegue su tiempo. El segundo cambio es aún más
importante. Si es que de verdad vamos a quedar libres de todo "deseo", pasaremos
a ser totalmente pasivos, neutrales, inertes, inhumanos. Una persona sin deseos
no es un ser humano, y querer evitar el sufrimiento suprimiendo todos los deseos
es como curar los dolores de cabeza cortándose la cabeza. Remedio efectivo, qué
duda cabe, pero algo demasiado radical. De hecho, yo creo que no era ésa la
intención del propio Buda, y que la palabra que él empleó (trishaná = sed,
ansia, deseo desordenado) ha sido mal interpretada y mal traducida. Tony la
cambió sencillamente por "apego", y luego basó en esa cita su doctrina
fundamental para la paz y la felicidad del alma. En castellano clásico tenemos
la palabra "asimiento", que es la que mejor traduce el espíritu de esta doctrina
tan importante.
El
deseo como pura preferencia es perfectamente aceptable e incluso necesario para
la vida humana. Sé lo que prefiero, y ejerzo mis opciones dentro de límites
legales, con lo cual defino mi carácter y dirijo mi vida.
Escoger
es la base misma de la personalidad humana, y el deseo que lleva a escoger lleva
al ser humano a desarrollarse como tal. Lo que resulta dañoso es el deseo como
"asimiento", como apego, como gancho. Ese es el mayor obstáculo a la felicidad
del hombre. Ese apego quiere decir: "no puedo pasar sin eso"; o, en el caso de
las relaciones humanas: "no puedo pasar sin ti". Esa actitud lleva a depender,
anhelar, agarrarse, a la ansiedad por 'poseer y al temor de perder. Método
infalible de perder la paz del alma sin remedio. Tony repetía sin cansarse: "La
única causa del sufrimiento humano (aparte del dolor puramente físico) es el
apegarse a las cosas y a las personas. Soltad las amarras y encontraréis la
paz."
La
felicidad no consiste en la satisfacción de deseo. Satisfacer el deseo no nos
libera de él, sino que engendra un nuevo deseo de que vuelva a repetirse la
experiencia placentera. El ciclo se repite; la dosis de placer necesaria aumenta
cada vez, ya que todo placer terreno está sujeto a la ley del interés
disminuido...; y la frustración hace su aparición. Hay que romper el ciclo, y
eso se hace desprendiéndose del asimiento. Hay que aprender el arte de disfrutar
de las cosas en libertad: si lo tengo, magnífico; y si no lo tengo... ¡magnífico
también! La única manera de disfrutar de todo es no agarrarse a nada.
Tony se
inventó una palabra: "Felicidad es bastantidad." El sentido de lo "bastante".
Saber contentarse con lo que nos llega, no rechazar nada y no suspirar por nada.
El arte de saber encontrar satisfacción en la realidad, sea ésta de abundancia o
de carencia. La actitud de Pablo, que él mismo describe a los filipenses: "Sé
disfrutar de una buena comida y sé pasar hambre." Una vez más, esto es fe en la
Providencia, sumisión a 'la voluntad de Dios y amistad con la creación. Tomar
las cosas como vienen, imitando a los pájaros del cielo y a los lirios del
campo. Aceptar lo que viene y despedir a lo que se va. Que venga lo que haya de
venir, y que se vaya lo que se ha de ir. El Señor lo dio y el Señor se lo llevó.
¡Sea su santo nombre bendito!
Si el
arquero tensa el arco para ganar el premio en un concurso, sus músculos se ponen
rígidos, sus nervios se excitan y su mano tiembla. En cambio, si practica la
arquería sólo por divertirse, el arco le parecerá ligero, y la flecha volará
recta al blanco. El apego al premio estropea el juego. El apego a la vida
estropea la vida.
Tony le había tomado verdadero cariño a un verso del Gita que citaba con mucha frecuencia: "Lánzate al centro de la batalla... con tu corazón siempre junto a los pies de loto del Señor." La batalla del Bhágavad Gita no fue una batalla cualquiera. Cuando Arjun, héroe y guerrero, escudriña el campo de batalla y ve de lejos las filas del enemigo, reconoce a sus propios parientes entre sus adversarios. Sus primos, sus tios, sus amigos se alinean en el campo contrario y empuñan las armas dispuestos a luchar hasta la muerte. ¿Cómo va a luchar contra su familia? ¿Cómo puede matar a sus hermanos? ¿Cómo meterse en esa matanza sin sentido? Arjun se desanima, deja caer su enorme arco, terror de ejércitos, y se niega a luchar. Entonces Shri Krishna, Dios hecho auriga para conducir al hombre por las batallas de la vida, le recuerda su obligación como guerrero, la realidad imparcial de la vida y la muerte, la generosidad de actuar sin reclamar el fruto de la acción, y así lo conduce a la acción más dura con el desprendimiento más absoluto. El ardor de la batalla... y los pies de loto del Señor.
En la India, la flor de loto es símbolo de belleza, simetría, blancura y, en especial, de la habilidad que tiene, real y mítica, de reposar sobre las aguas sin mojarse nunca ella misma. Este fenómeno de la naturaleza queda bellamente expresado en un compuesto lingüístico que adorna a todas las lenguas indias. En sánscrito, la palabra 'yal' (agua) rima con 'kamal' (loto), y la expresión 'yal-kamal' es el breve resumen y permanente recuerdo, en todo libro religioso y en todo sermón devoto, de esa actitud fundamental de desprendimiento en medio de las aguas de la vida. Expresión poética de lo que nosotros también queremos decir con nuestra sabida frase, "estar en el mundo sin ser del mundo".
La flor
de loto, pues, es símbolo de desprendimiento interior; y cuando se une como
adjetivo a los sagrados pies del Señor, realza poéticamente la verdad suprema
del desprendimiento total que logra el alma en comunión íntima con su Dios. Paz
del alma en medio de la batalla de la vida. No es extraño que a Tony le gustara
tanto ese texto.
También
le tenía Tony especial cariño a un proverbio japonés que nos repetía casi a
diario, y siempre lo decía despacio, con una pausa en el medio y con una
expresión muy comunicativa en su rostro, que parecía decir que, si entendíamos
eso, ya no había más que entender. El proverbio era: "Si las entiendes, las
cosas son lo que son; y si no las entiendes... (pausa)... las cosas son lo que
son." No te alborotes por nada. Las cosas son lo que son, la vida es la que es,
tú eres lo que eres, el cielo y la tierra son lo que son, y lo seguirán siendo,
sea cual sea tu opinión sobre el particular. Si te rebelas y protestas, tú sales
perdiendo. Eso es "dar coces contra el aguijón", darte de cabezazos contra la
pared, estrellarte contra la dura roca de la realidad. Mientras que, si
entiendes y aceptas la realidad tal y como es, te pones a tono con la vida,
entras en la corriente, cabalgas sobre la tormenta, te reconcilias con el mundo
entero y, en consecuencia, contigo mismo.
Aquí la
palabra clave era "entender". Cuando le preguntamos a Tony: "Estamos de acuerdo
en que son nuestros asimientos los que nos impiden progresar, y queremos
librarnos de ellos, pero ¿cómo lograrlo?", nos contestó: "Entendiendo. Es el
único camino. Nunca lograréis acabar con ningún asimiento a fuerza de trabajo,
esfuerzo, fuerza de voluntad, firmes propósitos o heroicos sacrificios. Eso no
funciona. La única manera de desentenderse de un asimiento es verlo como tal,
caer en la cuenta de que eso es lo que es, entender que es un asimiento. No os
opongáis a él como a un enemigo personal; sencillamente, dejadlo caer como un
peso muerto. Cuando caes en la cuenta de que lo que tú habías tomado por una
valiosa joya era una piedra sin valor, la tiras al instante, sin más. Eso es
todo. Entiende que el asimiento es asimiento. No es una maravilla, no es un
placer objetivo, no es un encanto. Es, sencilla y puramente, eso: un apego que
tienes a algo y que te hace verlo como una maravilla. Es un gancho, una atadura,
una cadena. Abre los ojos y ve. Cae en la cuenta. Mira la realidad tal como es.
Y no hay más que hacer. Eso sí, no te enfades, no te avergüences, no te
impacientes. No consigues nada con enfadarte y preocuparte y darte prisa. Al
contrario, mira con bondad y comprensión a tus propios apegos, sé amable con
ellos, y así verás cómo su importancia disminuye y se hacen más tratables y
razonables; si los atacas de frente, no harán más que crecerse y darte más
guerra. Tómatelos a la ligera. Entiéndelos con cariño. Y luego los verás
despegarse por su cuenta... cuando les llegue su tiempo."
Su
cuento favorito: un monje andariego se encontró, en uno de sus viajes, una
piedra preciosa, y la guardó en su talega. Un día se encontró con un viajero y,
al abrir su talega para compartir con él sus provisiones, el viajero vio la joya
y se la pidió. El monje se la dio sin más. El viajero le dio las gracias y
marchó lleno de gozo con aquel regalo inesperado de la piedra preciosa que
bastaría para darle riqueza y seguridad todo el resto de sus días. Sin embargo,
pocos días después volvió en busca del monje mendicante, lo encontró, le
devolvió la joya y le suplicó: "Ahora te ruego que me des algo de mucho más
valor que esta joya, valiosa como es. Dame, por favor, lo que te permitió
dármela a mí."
Eso no
es tan fácil de dar como la joya. Por eso precisamente vale más. No es algo que
se pueda dar o tomar, ni siquiera definir o expresar. Es algo que hay que
aprender, aceptar, entender. Es la mirada de la fe, que ve a través del valor
aparente de las cosas y descubre su nulidad intrínseca. Es Pablo cayendo en la
cuenta de que todo lo que antes había valorado tanto era puro estiércol. Cuando
eso sucede, el desprendimiento se sigue sin más. Tony sabía también ser
perfectamente clásico y acogerse, en línea con los mejores predicadores de todos
los tiempos, al hecho inevitable de la muerte y a la luz que arroja sobre la
naturaleza perecedera de todas las cosas de este mundo. Le gustaba repetir: "Es
mi esqueleto el que escucha", y dramatizaba el gesto con efecto: "Estoy acostado
en mi ataúd, bien sellado y enterrado; han pasado meses desde mi muerte y soy
sólo huesos. Alguien llama con los nudillos a la tapa del ataúd. ¡Tan, tan! 'Tony,
¿estás ahí?' -'Sí, para servirte.' -'¿Sabes lo que andan diciendo de ti por aquí
arriba en la tierra?' -'Ni lo sé ni me importa. Déjame en paz, por favor. ¡Se
está tan bien y tranquilo aquí abajo! Por favor, no me molestes.' Una vez que es
mi esqueleto el que escucha, el insulto y la alabanza me tienen sin cuidado, y
ya nada me importa nada. Todos los apegos se han despegado de mis alegres
huesos. Si queréis adquirir la verdadera sabiduría, haceos amigos de vuestro
esqueleto."
Otro de
los ejemplos de Tony. El cirujano. Lo llamaba el modelo perfecto. El cirujano
pone en juego toda su habilidad, su poder y su interés en la operación que está
llevando a cabo, y al mismo tiempo está tranquilo, sereno, sin emoción,
parcialidad o apego, que precisamente pondrían en peligro su trabajo. Cumple con
tu deber, y hazlo con toda calma. Así se salvan vidas.
Ni
apegarse ni rechazar. Dejar que las cosas vengan y dejar que se marchen. Dejar
que corra el agua y que sople el viento. Dejar que la melodía fluya sin
obstáculo. Tony era amante de la música clásica, y hablaba de ella con interés y
sentimiento. "Una sinfonía clásica. La experiencia perfecta. Una sinfonía no
tiene propósito, no tiene finalidad, no tiene sentido. No se trata de üferrarse
a un pasaje o de apresurarse a oír otro. No hay que esperar al final de la
sinfonía para disfrutar el principio, sino que a cada acorde y a cada nota se la
deja llevar y se la deja marcharse para dar paso a la siguiente sin romper el
ritmo. Cualquier intento de parar el concierto, cualquier "asimiento" a una nota
concreta, echaría a perder toda la sinfonía. ¿Sabéis el cuento de Mulla
Nasruddín? Estaba una vez tocando el violín en la plaza del pueblo, y la gente
se reunió a su alrededor para oírIo tocar. Pero él no hacía más que tocar una
sola nota, siempre la misma, sin variar ni parar. Por fin le hicieron parar y le
preguntaron: "¿Por qué tocas todo el rato una sola nota? ¿Es que tu violín no da
para más? ¿Para qué quieres las cuatro cuerdas y todos tus dedos? Mira a esos
otros músicos callejeros; todos ellos le sacan cantidad de notas al violín, y
tocan muchas melodías y tonadas diferentes, lo cual es mucho más divertido."
Nasruddín contestó: "¡Pobres desgraciados! Todavía andan todos ellos buscando la
nota perfecta...; ¡yo ya la encontré!" ¿Disfrutaríais con ese concierto? No es
extraño que la gente no disfrute de la vida.
Esta
insistencia en el desprendimiento puede aclarar algo el concepto que Tony tenía
del amor, como he anunciado a su tiempo. Según él, y una vez más en plena
paradoja, como era su estilo, nadie puede amar a otra persona mientras sienta
apego por ella. Llegó a definir al amor como el desprenderse de todo apego a la
persona. Sólo cuando dejo de necesitarte, de poseerte, de acapararte... puedo
comenzar a amarte. Mientras estaba aferrado a ti, no hacía más que manifestar en
mí y fomentar en ti la mutua dependencia, exigencia, indigencia. Eso es lo
opuesto al amor. El amor se basa en la libertad, y la libertad se pierde en el
apego mutuo. Tony, con una naturalidad característica en él que nunca hería a
los oyentes, aun cuando hablase de cosas personales suyas, explicó la situación
con su propio ejemplo, contando su propia experiencia con su mejor amistad
femenina, que estaba presente en el grupo, y de quien dijo mirándola a ella y
refiriéndose a ella: "Antes, cuando nos veíamos, yo me preocupaba de que cada
reunión fuera un éxito ininterrumpido, y al despedimos sentía la necesidad de
dejar fijado bien claro cuándo y dónde nos volveríamos a ver. Ahora la cosa ha
cambiado. Disfruto de su compañía plenamente cuando nos vemos; pero, al
separamos, ni ella ni yo decimos una palabra sobre cuándo nos volveremos a ver.
Contentos si nos vemos, y contentos si nos dejamos de ver. No dejamos de vermos
y estar juntos cuando las circunstancias nos llevan a ello, pero sin la
obligación y la compulsión de antes. Cuanto menos apego, más 'amor." También
contó otra experiencia parecida y emocionante sobre la muerte de su padre. Tony
se había preocupado mucho de él y de que pasara los últimos años de su vida de
la mejor manera posible. Cuando al fin falleció, Tony aceptó su partida con una
serenidad absoluta, que a algunos incluso les pareció frialdad: no permitió luto
de ninguna clase, y declaró definitiva y cariñosamente cerrado un capítulo de su
vida, importante como pasado, pero inexistente ya como realidad. Sin cicatrices
en la memoria.
"¿Es
posible desprenderse de todos los asimientos?", le preguntó alguien durante el
curso. "No lo sé", contestó Tony, "pero cuantos más se desprendan, mejor."