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La salvación en su desarrollo histórico


La indagación que hemos hecho hasta ahora sobre la salvación cristiana nos ha llevado a establecer con suficiente claridad cuál es su proceso fundamental. Hemos rechazado decididamente la satisfacción como un mecanismo de intercambio indigno del Dios de Jesucristo y como una contaminación religiosa de la fe y de sus grandes síntesis neotestamentarias. Y, en su lugar, hemos descubierto en la revelación el proceso fundamental por el que Dios salva en Jesucristo.

A partir de este núcleo, recuperado por encima de todos los viejos esquemas tradicionales y todos los arcaicos fantasmas de la religión, resulta posible —y tal es el objeto de este capítulo— iluminar con una nueva luz todo el ámbito histórico en el que se desarrolla la salvación de Dios. En tomo a ese proceso fundamental que es la revelación, podemos ahora poner también de manifiesto los grandes ejes de la economía salvífica. Este concepto, en teología, designa la manera y las etapas concretas que Dios sigue para llevar a cabo su salvación entre los hombres.

Y lo primero que surge es el problema de los orígenes, que la tradición ha resuelto mediante su teología del pecado original. Sabido es lo profundamente unidos que van «satisfacción» y «pecado original»: el primer pecado por el que Dios exige y espera una reparación sangrienta es el de Adán, que transformó a la humanidad entera en una masa pecadora y réproba, hasta que vino un salvador a «borrar la mancha original y aplacar la ira de su Padre» (oficio de Navidad).

Ahora bien, desde el momento en que la salvación, tal como ya hemos establecido, no se realiza ya mediante una «satisfacción» compensatoria, sino mediante una «revelación» liberadora, es probable que también para el problema de los orígenes pueda adoptarse una nueva perspectiva que permita salir del atolladero teológico y catequético en que nos hallamos hoy con nuestro «pecado original».

Surge a continuación el problema del desarrollo histórico de esta salvación mediante la revelación. Y al hablar de «desarrollo histórico», nos referimos, por una parte, a la historia en general de la humanidad entera (y en este terreno topamos, bajo una nueva luz, con el problema de la universalidad de la salvación); y, por otra parte, al desarrollo concreto de cada vida humana y a la progresiva estructuración de su deseo, con o sin la revelación que libera y salva. La economía salvífica puede evidenciar ahora un funcionamiento y unas etapas muy diferentes, desde el momento en que ya no gira en tomo a un intercambio compensatorio cuyo valor supremo lo constituye el sufrimiento, sino más bien en tomo a una revelación cuyo auténtico sentido lo constituye la liberación del deseo del hombre.

 

1. EL PROBLEMA DE LOS ORÍGENES

1. La teología tradicional del pecado original

La idea imperante acerca de los orígenes del mundo no sufrió prácticamente ninguna evolución desde la época en que se elaboraron los viejos mitos del Génesis hasta la segunda mitad del siglo XIX. Según dicha idea, Dios, con su acto creador, había suscitado un mundo completo, con todos los elementos y todos los seres que lo componen. Esta visión «fixista» de los orígenes compagina perfectamente con la visión «monogénica» de los orígenes de la humanidad. En ese mundo completo, producido de la nada, de una vez por todas y en su totalidad, por el acto creador, surge de la misma manera un sola pareja humana, origen de toda la humanidad ulterior.

1.1. El estado paradisíaco

En el principio, dicho mundo era perfecto y, especialmente, no conocía la violencia, el dolor ni la muerte. Instalado en aquel paraíso terrenal y disfrutando de aquel jardín de las delicias, el hombre era la auténtica obra maestra. Su humanidad era perfecta: poseedor, ante todo, de todos los dones sobrenaturales, el hombre vivía en una profunda amistad y, consiguientemente, en una total santidad en presencia de Dios. Esta relación perfecta con Dios se reflejaba, en su naturaleza de hombre, en los dones preternaturales de la ciencia y la inmortalidad y en una existencia concreta definida por la integridad moral y física: perfecto dominio de sí y ausencia de todo sufrimiento.

Con el Concilio de Trento, la teología tradicional admite, de suyo, que el estado paradisíaco no fuera real, sino tan sólo virtual. «Real» significa que Adán habría tenido que merecer su conservación superando victoriosamente la prueba impuesta por Dios. «Virtual» significa que Adán habría tenido que merecer su acceso a él a través de esa misma prueba, pero que no lo habría conseguido.

El primer hombre se vio, pues, en la situación de tener que decidir por todos sus descendientes: según cuál fuera su opción ante la prueba, habría de legar a sus hijos y a todas las generaciones venideras la perfecta naturaleza humana que Dios deseaba para los hombres, o tan sólo unos maltrechos restos, unos jirones de dicha perfección originaria.

Así pues, en virtud de un decreto de Dios, la suerte de la humanidad entera se encuentra en las manos de Adán. Lo cual le constituye en cabeza y jefe de toda la humanidad, sobre la que ejerce una causalidad universal (nefasta, en este caso), semejante a la de Cristo, que, cual nuevo Adán, vendrá a restaurar la humanidad y a restablecerla en su perfección primera.

1.2. El pecado original de Adán

Adán pecó, y su pecado supuso para todos sus descendientes la pérdida del estado paradisíaco original.

El pecado de Adán fue un acto histórico acaecido algún tiempo después de la creación. Según la Biblia, consistió en una desobediencia a una prohibición concreta impuesta por Dios. Más tarde, y debido a la perfección moral que se le atribuía a Adán, hubo que ver en ello más bien un pecado de orgullo, el mismo orgullo que ya había resultado fatal para el ángel de luz, Lucifer, a quien su pecado convirtió en el diablo tentador del hombre que había de arrastrar a éste a una parecida perdición.

La ruptura de la amistad provocada por el pecado produjo inmediatamente la pérdida de los dones sobrenaturales y preternaturales: la ignorancia, la concupiscencia, el sufrimiento y la muerte hacen, pues, su entrada en el mundo. Por lo demás, éste era el castigo anunciado. Pero dicha pérdida no afecta únicamente a Adán, sino a todos sus descendientes, a los que ya no puede transmitir lo que él ha perdido. Así pues, y por culpa de él, sus descendientes nacerán con una naturaleza sobrenaturalmente despojada, herida y disociada en sus aptitudes naturales. Y este desorden, por lo demás, se refleja en toda la creación: el jardín de las delicias da paso a una naturaleza rebelde, plagada de violencia y de muerte y con la triste perspectiva de que la historia de los hombres habrá de funcionar aún peor que ella.

1.3. La situación de todo nacido

En adelante, todo hombre nacerá con lo único que Adán pudo transmitir: una naturaleza expoliada y herida. Y todavía podría admitirse la pérdida de aquella maravillosa integridad originaria; pero resulta, además, que, con la pérdida de la gracia, es la propia alma del niño la que nace muerta, atrayendo sobre sí la cólera y la indignación de Dios...

Por supuesto que el recién nacido no es personalmente culpable de nada; pero su estado original de ausencia de gracia es, sin embargo, pecaminoso por culpa de Adán, que lo causó voluntariamente para todos sus descendientes. El «pecado» original del niño no es, pues, un pecado personal, pero no por ello deja de ser una verdadero pecado.

Este estado pecaminoso del recién nacido no se transmite por simple imitación, por la nefasta influencia de un mundo extraviado, sino por generación: es un pecado de naturaleza por el que el niño se ve realmente privado de la gracia que debería poseer y resulta ser verdaderamente pecador delante de Dios y, por ello, entregado al poder de Satanás, del sufrimiento y de la muerte y, una vez adulto, a la esclavitud de sus pecados personales.

1.4. La salvación por Cristo

Bastantes siglos después del desastre original, Dios, en la persona de Jesús, su Hijo encarnado, pone en la humanidad a un inocente capaz —mediante su muerte no hipotecada por el castigo— de reparar la ofensa infinita hecha a Dios y liberar a la humanidad de aquella situación por la que se hallaba fatalmente bajo la cólera y la indignación de Dios.

Por la fe y el bautismo, el hombre pecador puede salir del ámbito de influencia del primer Adán y acceder al del nuevo Adán. De este modo se le devuelve al hombre la gracia, pero únicamente la gracia. Lo demás no experimenta cambio alguno, sino que su naturaleza sigue estando herida, sometida al sufrimiento y a la muerte, arrastrada por su concupiscencia; y es ahí donde se le ofrece al creyente la ocasión de librar un combate en el que la gracia, recobrada en Cristo, le ofrece la posibilidad de obrar, en lo sucesivo, según la justicia.

El niño que muere sin haber sido bautizado sigue, por tanto, privado de ese estado de gracia necesario para unirse a Dios en el cielo. Sin embargo, no se halla en ese estado de privación por causa de un pecado personal; consiguientemente, no podría ser castigado con el infierno. Por eso hay para él un lugar intermedio: el Limbo, donde no se recibe un castigo, como ocurre en el infierno, pero tampoco se goza de la visión beatífica de Dios. Lo que se obtiene allí es un estado de felicidad natural.

Por otra parte, nadie puede ser condenado por el solo pecado original. El niño que muere sin haber sido bautizado iría al Limbo, como hemos dicho; y en cuanto al adulto, o se convierte por la gracia de Cristo, conocido o no, o sanciona personalmente el pecado original con su propia vida, entregándose a su vez a la rebelión del pecado. Si al final se condena, será, pues, por sus propios pecados.


2.
El ataque de la crítica moderna

Esta síntesis teológica tradicional que acabamos de esbozar sumariamente no carece de lógica ni de grandeza. Sin embargo, con la aparición de las ciencias modernas, y en particular las ciencias paleontológicas, este perfecto sistema comenzó a resquebrajarse, para acabar saltando hecho pedazos. La Iglesia, responsable del Evangelio y de la fe en el mundo, se encuentra entonces ante un grave desafío. El problema de los orígenes ocupa un importante y decisivo lugar en la fe en Cristo Salvador; pero entonces, si se abandona el sistema de pensamientos y de imágenes con que hasta ahora se ha revestido la fe, ¿se habrá de abandonar la propia fe? Al dar con un nuevo lenguaje para expresar su fe, ¿podrá la Iglesia impedir que, «junto con el agua de la bañera, se arroje también al niño»?

2.1. El estado paradisíaco, negado por la evolución

Dentro del marco de la concepción fixista de los orígenes del mundo, resulta perfectamente posible imaginarse un estado original paradisíaco. Si el mundo surgió de buenas a primeras a impulsos de la palabra creadora de Dios, podría perfectamente haber sido un mundo maravilloso, sin erupciones volcánicas ni terremotos, en el que todos los animales serían herbívoros (aunque no parece que a la planta llamada «dientes de león» le hiciera demasiada ilusión ser triturada por la dentadura de un león) y los hombres estarían dotados de una ciencia ante la que el propio Einstein sería un simple párvulo.

A partir únicamente de los relatos del Génesis, y antes de que el hombre accediera a los conocimientos paleontológicos, era inevitable que el hombre tratara de historizar dichos relatos y transformar aquellos mitos sapienciales —aptos, por lo tanto, para transmitir una sabiduría al hombre en general— en un informe preciso y exacto que describiera los orígenes del mundo y de la humanidad.

Pero con el descubrimiento de la evolución del mundo, de la vida y de las especies, ya no resulta pensable el estado paradisíaco original, como también resulta impensable la hipótesis de una humanidad postadámica definitivamente instalada en el paraíso terrenal gracias al buen comportamiento de su antepasado, Si es cierto que el hombre aparece en una fase muy tardía de la inmensa trayectoria evolutiva; si es cierto que mucho antes de que apareciera el hombre ya abundaban las especies, y la vida ya era una lucha llena de violencia, de sufrimiento y de muerte, entonces ya no es posible pensar que todo esto sea consecuencia del pecado. La rebelión del primer hombre no pudo haber arrojado al hombre a un estado de lucha y de muerte que ya existía como tal desde hacía miles de años.

Y como no es posible pensar de otro modo que no sea el evolucionista, ni ha sido jamás posible creer verdaderamente sin pensar, será preciso aceptar estos nuevos conocimientos, abandonar las antiguas representaciones (incluido el monogenismo, si hace falta) y aprender a expresar la fe en Cristo Salvador de los hombres desde los orígenes desde dentro mismo de estas nuevas perspectivas.

2.2. El papel de Adán: una exageración perniciosa, pero clásica

En una concepción fixista del mundo es perfectamente concebible un primer hombre, obra maestra original, cuya aparición se produzca simultáneamente con la del conjunto del universo, y con una originaria perfección común. Que un decreto de Dios confíe a semejante superhombre, dotado de todos los conocimientos y de todas las virtudes, el papel realmente único de decidir acerca de la suerte de toda la humanidad, parece perfectamente concebible y conciliable con la sabiduría divina.

Sin embargo, una vez lanzada por esta senda, la reflexión no tarda en sufrir una serie de patinazos, el primero de los cuales sería el siguiente: un Adán tan perfecto no puede cometer el pecado de transgredir tan estúpidamente una prohibición. Y, a diferencia de la Biblia, será menester invocar el orgullo del hombre, el único defecto todavía posible en semejante perfección espiritual, intelectual y moral.

Un segundo patinazo, más pernicioso aún: si se acepta la hipótesis del orgullo, no puede impedirse —y así lo prueba inequívocamente la experiencia catequética en todas partes— el seguir haciendo preguntas. Y la pregunta inmediata es ésta: si Dios deseaba, como parece, que Adán superara la prueba e instalara definitivamente a sus descendientes en el estado de perfección que él poseía (o que iba a recibir), entonces ¿por qué no lo sostuvo Dios suficientemente con su omnipotente gracia para que no cediera a su orgullo?

Y la respuesta («Hijo mío..., Dios deseaba tanto un `sí' libre por parte de Adán que quiso correr el riesgo de que le dijera `no', que fue lo que, desgraciadamente, hizo...») es una respuesta definitivamente perniciosa, ruinosa para la fe y para la teología, porque opone la gracia de Dios y la libertad del hombre como dos valores contrapuestos. Si es cierto que con el aumento de la gracia disminuye la libertad del hombre, entonces tiene razón Sartre cuando dice: «Si Dios existe, el hombre es nada; y si el hombre existe...»

Otro pernicioso patinazo, inevitablemente contenido en esta respuesta: ya no podemos estar seguros de Dios y de su deseo de que Adán, y con él toda su descendencia, saliera airoso de la prueba. Su omnisciencia tenía que haberle hecho prever lo que iba a ocurrir; consiguientemente, ¿por qué tenía que someter al hombre a semejante prueba, a no ser que la desgracia de éste fuera de su agrado?

Resulta inevitable, por tanto, que esta reflexión nos lleve a pensar, y por partida doble, en un dios enemigo del hombre. Ahora bien, ¿es éste un lenguaje de la fe? ¿No será más bien su ruina, y ya desde abajo, puesto que se trata del problema de los orígenes?

¿Qué queda de todo el antiguo esquema, y qué vamos a pensar de Dios desde el momento en que pasemos —y no parece evitable en nuestros días— del fixismo al evolucionismo? Porque el Adán de la evolución —suponiendo que la evolución haya podido producirse a partir de una única pareja— no es ya el superhombre de la concepción fixista, sino un ser que apenas ha accedido a la conciencia de sí y a la libertad, por estar aún fuertemente condicionado por la animalidad de la que acaba de emerger. ¿Acaso iba Dios a encomendar, mediante un sabio y benevolente decreto, la decisiva tarea de procurar la felicidad o la desgracia de toda la humanidad a un prognato recién descendido del árbol?

Además, ¿en qué nos basamos para hablar de esa tarea decisiva y universal atribuida a Adán por decreto divino? En ningún lugar de la Revelación hay rastro alguno de semejante decreto. Pero es que, por otra parte, la tarea en cuanto tal no encaja en absoluto en los planes de Dios, al menos tal como Pablo nos lo presenta. Para el Apóstol, efectivamente, es impensable que la filiación divina —por la gracia y por la fe— pueda ser jamás un bien poseído, adquirido de una vez por todas por la humanidad o por un pueblo determinado, como puede ser el pueblo judío. La filiación sigue siendo, para cada generación, fruto de la llamada libre y personal de Dios y de la respuesta y la aceptación libre y personal del adulto que se ve atraído por Dios. Jamás podrá ser adquirida mediante derecho alguno, ni en virtud del nacimiento ni en virtud de las obras (cf. Rom 9,6-12).

Cuando un determinado lenguaje de la fe queda no sólo en evidencia frente a las adquisiciones científicas incontrovertibles, sino además en contradicción con lo mejor que la propia fe conoce acerca de Dios, a saber, su benevolencia y su libertad, entonces ha llegado el momento de buscar otro lenguaje, aun cuando para ello sea preciso moverse en terrenos peligrosos.

Es interesante observar también que todo ese conjunto de imágenes referidas a los orígenes, esa doble perfección del mundo y del hombre en sus remotos comienzos, procede de un arquetipo que es clásico, tanto en las culturas humanas como en los individuos. Se trata del arquetipo de la «edad de oro», según el cual tanto en la historia como en la propia vida los comienzos son vistos siempre como algo maravilloso y, cuanto más difícil de vivir resulte la situación, tanto mayor es la tentación de compensarla regresando a un pasado que es percibido como una «edad de oro».

En este sentido, y con respecto al tema de la salvación, parece muy claro que la tradición cristiana no ha sabido defenderse debidamente de esta reacción arquetípica. Edad de oro original / degradación progresiva a lo largo de la historia / restauración de la perfección primigenia por un salvador providencial: la historia de la salvación es pensada de una manera cíclica. Pero, como veremos más adelante, el Nuevo Testamento, a pesar de establecer el paralelismo entre Adán y Cristo, no sucumbe en modo alguno al arquetipo de la edad de oro original —aun cuando la literatura judía contemporánea le ofrecía un ejemplo perfecto al respecto— y concibe la historia que va de Adán a Cristo de una manera no cíclica, sino lineal y ascendente. En lugar de ensalzar al infinito el personaje de Adán, se le considera como el simple y humilde comienzo de una humanidad que posteriormente, en Cristo, accede a la plenitud de su desarrollo. Esta perspectiva, que perdurará todavía en los Santos Padres (y de modo especial en un san Ireneo o en un san Ambrosio), desaparecerá definitivamente con san Agustín.

El pensamiento evolucionista moderno excluye esta representación arquetípica: no hay en el pasado una edad de oro de la vida, sino una lucha constantemente renovada y que va gradualmente desarrollando formas de vida cada vez más complicadas. Es en esta línea ascendente —de la evolución natural y, más tarde, de la vida humana—donde el lenguaje de la fe ha de expresar el acontecimiento-Jesús como una revelación de sentido y de esperanza: no se trata de restaurar cueste lo que cueste, sino de progresar ininterrumpidamente hacia una meta que es posible, porque ya ha sido inaugurada.

2.3. Una «desviación» teológica

La finalidad de toda teología es hablar de Dios, de Cristo y del hombre desde la mayor cercanía posible a la luz de la Revelación. Pero, por desgracia —como ocurre con los aviones—, a veces también los teólogos se desvían de su meta primera y vuelan en sentido inverso al de su normal punto de destino.

Por lo que a Dios se refiere, la primera función de la teología de los orígenes consiste en reconciliar con Dios al mundo y su espectáculo de violencia, de sufrimiento y de muerte, y evitar, por ejemplo, la malevolencia o la indiferencia divina. En suma, se trata de justificar a Dios.

De hecho, la teología del pecado original produce el efecto contrario. Por supuesto que afirma haber justificado a Dios, porque toda la culpa se le atribuye al hombre, que no tenía más que respetar el decreto de Dios. Pero, como ya hemos visto, no hay necesidad de seguir demasiado tiempo en esta línea de reflexión para desembocar de hecho, e inevitablemente para cualquier hombre que piense, en un Dios con un comportamiento totalmente injusto, insoportablemente arbitrario o, simplemente, carente de sentido común. Por lo que a la teología de los orígenes se refiere, la «desviación» ha obtenido un rotundo éxito. Y lo mismo se diga de su función cristológica: en lugar de hacer resaltar a Cristo como Salvador del hombre, lo rebaja a la categoría de un simple «fontanero» al que se llama para que repare una instalación que había sido perfectamente diseñada y que debería haber funcionado a la perfección. Si todo hubiera marchado debidamente, nuestra Cabeza, nuestro Jefe, nuestro Bienhechor y Señor no habría sido Jesucristo, ¡sino Adán! Quien lo habría decidido todo por nosotros y de una sola vez no habría sido el Hijo de Dios hecho hombre en nuestra historia para unirse a nosotros, precedernos y atraernos, sino un lejano antepasado.

Así pues, en el plano antropológico, esta teología nos propone un ideal originario más propio de una concepción infantilista o del «mejor de los mundos» de Huxley. Y por lo que respecta a la humanidad real, la nuestra, esta teología, si la siguiéramos de veras, no podría producir más que fatalismo o rebelión, porque toda identidad personal quedaría diluida bajo el peso agobiante de nuestra dependencia directa del primer hombre, que lo decidió todo y todo lo estropeó.

¿Cómo pudo producirse semejante «desviación»? ¿Qué ocurrió para que tantos elementos, perfectamente sanos en sí mismos, se complicaran progresivamente en un sistema tan aberrante?

La respuesta es ciertamente compleja y debería tener en consideración una multitud de causas que han ido sumándose a lo largo de los siglos de nuestra tradición. Pero la llave maestra de esta vasta evolución ¿no se hallará, una vez más, en una contaminación de la fe por la religión?

La religión es la relación que el hombre establece y organiza con Dios, proyectando en él las relaciones que la sociedad desarrolla entre el débil y el poderoso, proyección que tan sólo puede cesar con la revelación del Dios diferente y con la fe que acoge y acepta esta relación nueva. Para la religión, por tanto, el hombre debe, ante todo, hacerse valer ante Dios y, de ese modo, merecer a su vez el favor del Poderoso.

Desde el momento en que este principio fundamental logró contaminar la teología de los orígenes, ésta comenzó a organizar en torno a este fundamental mecanismo todos los elementos que ella poseía de la Revelación. La creación, dado que, por definición, es un acto absolutamente primero, emanará entonces de la pura generosidad de Dios. Pero éste será también su último acto gratuito, porque, desde el momento en que el hombre hace su aparición en la tierra, estará en ella para merecer que Dios le conserve en su perfección original o, por el contrario, le castigue haciéndole desaparecer.

De este modo, la religión llevó a la teología (de la que, sin embargo, se pensaba que era un lenguaje de la fe en la Revelación) a alejarse una vez más y a organizarse totalmente en torno a un decreto divino que hace caer a toda la humanidad, ya desde sus orígenes, en una infelicidad universal bien merecida.

2.4. Un «test» significativo: el Limbo

La crítica a la teología del pecado original no procede únicamente de «fuera». También en el interior mismo del sistema pueden detectarse procesos de desarrollo muy significativos de un malestar inherente a este modo de pensar.

Por ejemplo, el Limbo. Al principio, en san Agustín, el Limbo es un «sector» del infierno donde el fuego quema menos, pero donde, con todo, los niños muertos sin haber sido bautizados reciben, como cualquier condenado, un doble castigo: el de no gozar de la visión beatífica y el de padecer las torturas eternas del fuego.

A partir de esta inicial severidad, no dejó de producirse una evolución hacia una visión más mitigada del Limbo. Primero se suprimió el fuego; pero siempre quedaba en pie el primer y más terrible castigo: la privación de Dios. Más tarde se suprimió también este castigo, para lo cual se inventó un «paraíso natural». El niño muerto sin haber recibido el bautismo no entraría ciertamente en la visión beatífica, pero tampoco sufriría lo más mínimo, sino que gozaría de una «felicidad natural», de una especie de paraíso idílico en el que disfrutaría del refrescante rocío de la mañana y del suntuoso movimiento de las estrellas.

Finalmente se cayó en la cuenta (y ésta es la situación actual del tema) de que esta última imagen del Limbo resultaba contradictoria en sí misma. Si todo hombre nace dotado de una vocación sobrenatural y de un deseo abierto al infinito de la plenitud divina, entonces el niño en el Limbo, al quedar privado por hipótesis de la visión beatífica de Dios, no puede dejar de sentirse horriblemente frustrado, privado, amputado de lo mejor de su deseo. Y como no es posible ser a la vez castigado y no castigado, es el concepto mismo del Limbo el que se revela contradictorio y, consiguientemente, insostenible. Por lo tanto, exit Limbus («desaparezca el Limbo»). Llegar a esta decisión requirió tiempo, pero acabó haciéndose.

Sin embargo, no podemos quedarnos ahí. El Limbo formaba parte lógica del sistema y expresaba la consecuencia inevitable de una causa; por eso no podemos ahora ignorar la consecuencia sin contar con que también del lado de la causa se produzca una serie de cambios.

Ahora bien, la causa era el estado del niño no bautizado, un estado de pecado que es merecedor de la cólera y la indignación de Dios. Pero, si ahora decimos que ya no merece el odio de Dios, sino que, por el contrario, ese niño, al morir, es acogido en el cielo, entonces hay que concluir que el estado del niño no bautizado es distinto del que se pensaba; probablemente no tan ruinoso, pervertido y pecaminoso como se creyó que había que afirmar y del que, con razón, se había llegado a concluir la existencia necesaria de un lugar especial de castigo. Si no hay Limbo, ¿no será, entonces, porque el niño no bautizado no se encuentra precisamente en estado de pecado? Y si no recibe ningún castigo, ¿no será porque no hay en él nada que castigar? Todo en él debe ser salvado, evidentemente; pero nada debe ser castigado.

2.5. Reabrir el «dossier»

Nos acercamos así a la tesis fundamental de esta parte del capítulo. Pero todavía es preciso hacer una observación de carácter histórico verdaderamente decisiva.

San Agustín desarrolló su teología del pecado original en su lucha contra el pelagianismo, una herejía que exaltaba las posibilidades morales del hombre hasta el punto de reducir de un modo inaceptable el papel salvador de Cristo y de su gracia. En contra de Pelagio, Agustín afirma que todos los hombres tienen estricta necesidad de ser salvados, incluso los niños recién nacidos, como lo demuestra el bautismo que, desde siempre, les ha sido administrado en la Iglesia «para la remisión de los pecados». Por consiguiente, ya desde su nacimiento —aunque aún no haya realizado un solo acto personal—, el hombre debe ser salvado de su pecado por la gracia de Cristo; y ese pecado no puede ser otro que el «pecado original».

¿Qué valor tiene esta argumentación? Sabemos que, ya desde la era apostólica, los adultos se hacían bautizar «con toda su casa» (Hch 10,2; 11,14; 16,15.31; 18,8; 1 Cor 1,16), en la cual, además de los familiares íntimos y los criados, había niños. Pero el bautismo, que se administraba a todo el mundo, era un bautismo de adultos, correspondiente a la trayectoria de conversión y de fe de los adultos. Los niños quedaban espontáneamente integrados en dicha trayectoria, sin jamás analizar los elementos constitutivos de su situación infantil.

Posteriormente se desarrolló el bautismo de los niños: los padres, cristianos desde su propia infancia, hacían bautizar a sus hijos. Pero tampoco entonces se reflexionó sobre el sentido propio de esta celebración sacramental infantil ni hubo, consiguientemente, adaptación litúrgica alguna a tal situación infantil. Se celebraba un solo y único bautismo para los adultos y para los niños: el bautismo «para la remisión de los pecados».

Esta situación proporcionó a Agustín una estupenda argumentación en una causa, por lo demás, sumamente justa y eminentemente vital para el cristianismo: la afirmación de la necesidad universal de la Salvación de Cristo. Sin embargo, la polémica contra el pelagianismo incidió en una precipitada reflexión sobre el bautismo y condujo al terreno de la univocidad lo que hasta entonces había permanecido ambiguo. En lo sucesivo, resultaría evidente que los niños eran bautizados en Cristo para ser salvados por él de un estado de pecado que no podía ser sino «original». Pero. ¿hay que ser verdaderamente pecador para ser salvado? Para salvar la vida de alguien, ¿es preciso que ese alguien haya muerto? No, sino que basta con que se encuentre en una situación de tal naturaleza que le resulte imposible salir de ella por sí solo.

El bautismo «para la remisión de los pecados» podría ser, pues, un acto sacramental que, como tal, sólo tendría sentido en el caso de los adultos que hubieran pecado personalmente. En cuanto a los niños, el bautismo les proporcionaría la salvación de Cristo, absolutamente necesaria no porque sean pecadores de nacimiento, sino simplemente porque el mero nacimiento no les proporciona todo lo que les es necesario para llegar a la Vida. Y entonces la liturgia debería haber empleado para los niños una fórmula diferente.

La polémica antipelagiana, al precipitar las cosas por causa del grave peligro que suponía la herejía, no permitió abordar con tranquilidad el problema de los orígenes. Y, llegados a este punto, me parece que debemos retomar la reflexión teológica si queremos libramos, al fin, de un malestar que ha durado demasiado.


3.
Los peligros de la «malcreencia»

Nadie ignora que el malestar existe. En 1966, Pablo VI reunía en Roma un «simposio» encargado de estudiar «el pecado original frente a la ciencia y el pensamiento contemporáneos», el cual no dio, sin embargo, fruto alguno, porque, tras haber animado vivamente a los participantes a encontrar «una definición y una presentación más modernas del pecado original» (Ecclesia 1966, n. 1302), el papa, en definitiva, establecía tales límites que no debían ser superados que toda innovación quedaba imposibilitada ya de entrada. Y desde entonces, la situación ha seguido pudriéndose.

3.1. Silencios violentos o establecidos

En la base —ya sea en la catequesis, en la preparación al bautismo o en la predicación—, dicho malestar se traduce frecuentemente en el silencio. Y no es que la gente haya olvidado, porque sigue bromeando acerca de la manzana, la costilla, la serpiente y la hoja de parra...

En un texto de la importancia del de la comisión ecuménica «Fe y Constitución» sobre el bautismo, se hace una sola alusión al problema de los orígenes: «El niño ha nacido en un mundo roto y comparte tal ruptura» (Bautismo, Eucaristía, Ministerios, Salamanca 1975, p. 19). Una alusión, como se ve, sumamente breve y de un contenido significativamente reducido.

El silencio puede ser únicamente parcial, en cuyo caso se conservan determinados elementos, pero ni siquiera se intenta pronunciarse sobre otros. Es el caso del documento de los obispos franceses titulado Il est grand le mystére de la foi, y que lleva el subtítulo de «Proposition de la foi aux catholiques de France» (DC 1754 [17.XII.1978], Les grandes textes, n. 23): «Nuestra condición innata ya no manifiesta en sí misma la amistad con Dios y la participación en su vida, porque desde los orígenes de la humanidad el pecado hizo su entrada en el mundo, afectando a todo hombre, y no ha dejado de proliferar» (p. 7).

De la gran síntesis tradicional se conserva el estado de justicia original, pero ha desaparecido el «paraíso terrenal» y ya no se sabe decir ni por quién surgió el pecado ni cómo afecta a todo hombre.

3.2. La reducción al pecado del mundo

La «malcreencia» (el modo incorrecto de creer) se manifiesta del modo más evidente en la reinterpretación del pecado original bajo la forma de pecado del mundo. Veamos un ejemplo en el que el «desliz» y la «escapatoria» resultan particularmente evidentes: «El pecado que contamina a los demás no fue cometido por un tal Adán al comienzo de la historia humana, sino que fue cometido por Adán, por el hombre, por todos los hombres. Es `el pecado del mundo', del que mis pecados forman parte. Yo no soy ningún cordero inocente al que corrompen los demás. También yo peco» (Une introduction á la foi catholique, Idoc-France 1968, p. 344).

El «desliz» es realmente explícito: se pasa resueltamente, del «pecado original», al «pecado del mundo». La escapatoria queda algo más camuflada: se elimina el problema del niño para preocuparse exclusivamente por el adulto, al que se hace a la vez partícipe activo y víctima del pecado del mundo. Pero, si pudiera hablar el niño, ¿no seguiría diciendo una y otra vez: «Yo, personalmente, soy un inocente cordero al que los demás corrompen. Probablemente deje de serlo cuando crezca, pero de momento lo soy»? No constituye precisamente un acierto silenciar el problema que justamente se pretende resolver.

Sin embargo, este «desliz» de la «malcreencia» nos presta un doble servicio. En primer lugar, añade a la reflexión teológica sobre el condicionamiento innato del niño una dimensión que durante demasiado tiempo se ha pasado por alto, en beneficio únicamente de Adán, y con el que la fe realmente se enriquece. El pecado del mundo, el entorno concreto de todo niño, es ciertamente un factor sumamente real (y con demasiada frecuencia realizado) de degradación moral desde el nacimiento.

En segundo lugar, y esta vez por contraste, el mencionado «desliz» delata su propia insuficiencia y, con ello, recuerda la gran intuición de fe que, a pesar de determinadas peripecias que habría que atribuir definitivamente al pasado, atraviesa toda la tradición cristiana. La teología de los orígenes ha vivido siempre de esta certeza verdaderamente central: Jesucristo es Salvador hasta tal punto que, fuera de él, nada humano puede ser santo. Jesús es salvador universal. Jesús le es necesario al hombre para llegar a la plenitud, pero no porque el hombre haya sufrido un accidente que necesite ser reparado, sino por la naturaleza misma del hombre. El hombre no deviene un ser necesitado de salvación —y es por esto por lo que la tradición cristiana ha insistido siempre en que el pecado original no se propaga «por imitación»—; el niño no se transforma en un menesteroso de salvación porque haya quedado atrapado en las redes del pecado, ese subproducto estadísticamente inevitable de la evolución. Nada de eso. El niño nace necesitado de salvación por su propia naturaleza. Hasta tal extremo es salvador Jesús, y la teología de los orígenes está ahí para ilustrarlo.

En el contexto de la mencionada reducción al «pecado del mundo» (reducción que puede ser una simple amenaza, pero puede ser también una realidad ampliamente generalizada), el recién nacido, suponiendo de nuevo que pudiera hablar, podría decir con toda verdad: «¡En mí todo es perfecto, y no me faltaría nada... si mi condicionamiento social fuera mejor»! Y nada impide plantear la hipótesis —perfectamente pensable y durante un cierto tiempo realizable— de un entorno perfecto que hiciera al niño totalmente independiente de Cristo, al menos mientras en el niño o en su entorno no se produjera el menor deterioro.

La insuficiencia consiste, pues, en no señalar la radical necesidad de salvación del recién nacido. Cristo sólo tendría importancia a la hora de reparar el pecado, que no sería más que un accidente social y estadísticamente inevitable. Pero, por hipótesis (una hipótesis perfectamente pensable y que, de hecho, no tardó en pensarse), se puede prescindir de Cristo: ¿por qué bautizar a un niño cuando la acción educativa, política y social responde mucho mejor al análisis de las necesidades que se ha realizado bajo la expresión de «pecado del mundo»?

La radical necesidad de un salvador que hay en todo hombre desde su nacimiento y la función salvífica fundamental de Jesús no son puestas ya de relieve, sino todo lo contrario. De este modo, es en el corazón mismo de la fe cristiana donde se produce una peligrosa pérdida de sustancia. Y hace ya demasiado tiempo que no se hace nada para remediarlo.

La «malcreencia» que supone la hipótesis del «pecado del mundo» nos recuerda, pues, que no es posible eludir el problema de la condición innata del hombre, y que el niño no es una mera víctima inocente a la que los demás corrompen, aun cuando sea dramáticamente cierto que esto forma parte de la realidad.

El problema está en que, a partir de Agustín, todo el pensamiento ha quedado bloqueado en la siguiente alternativa: o el niño es ya pecador (por el pecado original) y Jesús es ya su único salvador, o el niño es perfecto y no tiene necesidad de salvador alguno. Ha llegado el momento, pues, de renovar la reflexión introduciendo en ella un tercer elemento: el hombre puede estar necesitado de salvación por mera falta de medios.

Al proponer esta investigación acerca del pecado original, espero estar observando la advertencia de Pablo VI cuando pedía a los teólogos del «simposio» que no franquearan «imprudentemente» determinados límites. Mi personal propósito de ser prudente puede apoyarse en el marasmo generalizado de la fe de la Iglesia en relación a los orígenes (ha llegado verdaderamente el momento de hacer algo y de hacerlo a la luz del día, porque todo el mundo tiene necesidad de ello; cuanto más nos demoremos en hacer las necesarias reinterpretaciones, tanto más estaremos induciendo a la gente a caer en la «malcreencia» o en la indiferencia). Y se apoya también en una orientación que, a mi modo de ver, daba Pablo VI en su «profesión de fe» (Ecclesia 1968, n. 1397, pp. 1005ss.). Con respecto al pecado original, dicha profesión comienza, ante todo, evocando el Concilio de Trento, el cual se hacía eco, a su vez, del Concilio de Cartago (y debemos decir que estas constantes repeticiones desde el tiempo de san Agustín apenas nos permiten avanzar). Sin embargo, el papa añade con énfasis personal: «Sostenemos, pues, con el Concilio de Trento, que el pecado original se transmite con la naturaleza humana, `no por imitación, sino por propagación', y que, por tanto, es propio de cada uno». Este énfasis apunta ciertamente a desenmascarar la reducción al «pecado del mundo», y es en este mismo sentido en el que pretendemos orientar nuestro ensayo.


4. La condición innata del hombre: la carne original

El problema de los orígenes, ya se refiera a la condición innata de todo hombre o a la condición original de la humanidad entera, sólo puede abordarse como el reverso de una moneda cuyo anverso lo constituye la teología de la salvación por Cristo. Este fue ya el proceder del Nuevo Testamento: es a la luz de Cristo, de la plenitud y la perfecta consumación que él ha venido a traer a la humanidad, como se puede calibrar debidamente lo que es el hombre en sus humildes comienzos y, sobre todo, en sus sucesivos extravíos.

La teología de la salvación por revelación (y no por «satisfacción») que hemos desarrollado nos proporciona, pues, la llave que nos permite abrir de nuevo el «dossier» de los orígenes: el reverso de una salvación otorgada por revelación lo constituye, simplemente, una condición innata que, de por sí, no conlleva esa revelación liberadora: un infinito deseo humano que se abre a un horizonte que permanece aún cerrado. Tal situación innata no constituye un pecado, por lo que no podría ser objeto de castigo. Pero sí constituye una necesidad absoluta y radical de salvación, porque, si la revelación de Dios no viene algún día a liberar ese horizonte, el deseo del hombre no podrá dejar de enloquecer y acabar asfixiándose en ese callejón sin salida.

4.1. Grandeza y miseria del deseo humano infinito

Ya hemos analizado y estructurado en el capítulo anterior (pp. 153ss.) los datos fundamentales que constituyen la condición original del hombre según san Pablo (Rom 7,7-12).

Para definir el drama original, Pablo se limita a señalar en el hombre que despierta a la libertad dos únicas fuerzas: la «concupiscencia» y la «ley», que prohíbe terminantemente la concupiscencia. Bajo este descripción eminentemente abstracta hemos reconocido, de una parte, el deseo humano, y de otra la realidad global, con su absoluta incapacidad para satisfacer el deseo humano infinito. El deseo será inevitablemente negado por la realidad; sea de la manera que sea, y transcurra el tiempo que transcurra —porque cada vida es diferente—, la vida negará el deseo, y el hombre topará con la ley de la realidad, que necesariamente dice: «no». Hay, pues, una especie de doble bloqueo del deseo humano: por una parte, la realidad del mundo no tiene, ni tendrá jamás, manera de satisfacer la búsqueda infinita del deseo; por otra parte, sólo al contacto con dicha realidad puede el deseo despertar a sí mismo, desarrollarse y estar a la altura de su objeto.

4.1.1. Una tensión insoluble

Esta situación original —susceptible de adoptar tantas concreciones como seres humanos hay— provoca indefectiblemente la rebelión del pecado: «¡Sí, he de darme a la concupiscencia!», con el consiguiente desencadenamiento de insensateces, violencias y acumulaciones injustas de bienes para tratar de hacer realidad el deseo a toda costa. Y la misma situación provoca, con idéntica indefectibilidad, el desconocimiento de Dios: por detrás de esa ley de la vida que niega al hombre y su deseo, se oculta, sin duda alguna, un Dios hostil, por lo que la rebelión del hombre va a enconarse aún más. Pero, por más que se rebele, la ley sigue siendo más fuerte que él, y el Dios Enemigo sigue siendo también más fuerte que el hombre, el cual, cuanto más se rebele, más condenado se va a ver.

La situación original del hombre, definida exclusivamente por el enfrentamiento entre el deseo y la realidad, produce indefectiblemente la muerte, es decir, esta existencia actual totalmente cegada, definida por la rebelión del pecado, el desconocimiento de Dios (al que se considera un Dios hostil) y la certeza enfermiza de estar condenado. De este modo queda perfectamente demostrado, por una parte, que esta condición original es absolutamente normal (el hombre es, en principio, la mencionada tensión, insoluble con sus solas fuerzas, entre un deseo infinito y una realidad que le es necesaria y que, sin embargo, no es capaz de satisfacerle plenamente); y por otra parte, y a pesar de ser normal, crea en el hombre, desde su mismo origen, una necesidad absoluta de salvación. Mientras la tercera fuerza (la de la revelación) no haya logrado dar salida al «impasse» de su enloquecido o empedernido deseo, el hombre no podrá evitar perderse. «¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de esta existencia de muerte»? (Rom 7,24). La condición original del hombre es, pues, la necesidad de salvación, sin necesidad de ser pecado.

4.1.2. Una vieja sabiduría sobre el hombre

Distintos detalles de Rom 7,7ss. hacen ver que su autor se inspira, teologizándolo, en el pintoresco mito de Génesis 3. Este mito sapiencial ha de ser leído como tal. No se trata ni de un texto científico (capaz, por lo tanto, de transmitir conocimientos a la paleontología moderna) ni de un texto histórico, en el sentido periodístico de la expresión (capaz, por lo tanto, de aportar informaciones sobre acontecimientos concretos que hubieran tenido lugar en el momento en que la evolución franqueaba el umbral de la hominización).

En el lenguaje corriente, «mito» es sinónimo de leyenda o de historia falsa y falaz, capaz de engañar a espíritus crédulos. En realidad, y en cualquier literatura seria, el mito es un relato que, mediante una escenificación concreta y situada en los tiempos originarios, se esfuerza por expresar una sabiduría acerca de (y para) el hombre de todos los tiempos.

Más allá de la escenificación (el jardín, los árboles —sobre todo el del conocimiento y el de la vida—, la serpiente tentadora, etc.), a la que Pablo renuncia en su reelaboración más teológica, el mito posee exactamente el mismo modo de percibir la condición originaria del hombre: un enfrentamiento, insoluble para el propio hombre, entre del deseo y la realidad, la cual niega dicho deseo. La relación entre el deseo y el jardín, al comienzo del mito, es aún una relación apacible, como aletargada. El despertar lo provoca el tentador: la serpiente es experta en transformar la prohibición objetiva en una mutilación hostil del deseo y de su plena satisfacción. Por detrás de la ley negativa se esconde un Dios enemigo del hombre: es todo lo que hace falta para desencadenar la rebelión. El hombre toma el fruto, tratando de realizar personalmente su propio deseo sirviéndose del mundo. Pero al final del mito se desvela la inutilidad de semejante intento, y el hombre se descubre a sí mismo absolutamente privado de la plenitud del conocimiento y de la vida; se descubre desnudo, siente miedo y se oculta: la muerte está presente, tal como lo había anunciado la palabra de Dios. La situación originaria, por muy normal que sea —y el primer relato de la creación llega incluso a decir que estaba «muy bien»—, ha producido indefectiblemente el extravío y el pecado. Por el hecho mismo de que dicha situación no cuenta más que con las dos fuerzas del deseo y del jardín, el deseo va, inevitablemente, a despertarse y a transformarse en rebelión: se querrá tomar el fruto, que se ve como altamente deseable, y sólo se atrapará el vacío; se querrá realizar uno a sí mismo, y se descubrirá desnudo.

Pero ese mito es también una palabra inspirada: se inicia en este antiguo texto una revelación que habrá de conducir al creyente hasta Cristo, nuevo Adán. Al final del mito, Dios es Aquel que, a pesar de no ser debidamente conocido por el hombre, no abandona a éste: «Hombre, ¿dónde estás?». Pero habrá que esperar a Jesús para encontrar al fin al hombre nuevo que, ante esta pregunta de Dios, en lugar de ocultarse entre los árboles movido por el miedo y el desconocimiento, podrá responder finalmente: «He aquí que vengo, oh Dios, a hacer tu voluntad» (Heb 10,9).

4.1.3. De Harpagón a Jesús

«El Avaro» de Moliere y el himno cristológico de Flp 2,6ss. Este emparejamiento es algo más que un juego de palabras con trasfondo griego («Harpagón» viene de un verbo griego que significa «aferrar», «asir como una presa»). Con esta palabra, la Biblia nos ofrece un eje antropológico fundamental para pasar de Adán a Cristo y calibrar la novedad de éste: «Jesús no consideró como una presa a la que aferrarse (harpagmos) el ser igual a Dios».

Por lo tanto, si no es una «presa a la que aferrarse», es un don que hay que recibir, y Dios es para Jesús el que colma el deseo infinito del hombre. Para Jesús no hay desconocimiento posible ni horizonte obstruido por un enloquecido o desesperado deseo, sino tan sólo el grande y perfecto conocimiento de Dios como Aquel que le atrae, le acoge y le hace nacer a la plenitud del deseo que El mismo ha puesto en el corazón del hombre. Desde que la triple tentación aparece por primera vez hasta que reaparece en la cruz, Jesús no es más que deseo liberado por ese conocimiento de Dios; liberación que se manifiesta en su praxis y que el propio Dios autentifica y consuma en la Resurrección.

Es a través de esta trayectoria global de su vida, a través de su sacrificio, como finalmente se realiza el nuevo Adán, la verdadera cabeza de la humanidad, a la que salva trayéndole al fin la tercera fuerza que aún faltaba, el conocimiento de Dios: una fuerza que no forma parte de la condición innata del hombre; una revelación que, a continuación, no puede dejar de incidir en un deseo ya despierto y más o menos extraviado.

De nacimiento, lo único que hay es la naturaleza humana, el mero e insoluble enfrentamiento entre el deseo infinito y la realidad, que constituye, evidentemente, el ámbito al que despierta el deseo, pero también el lugar de su extravío mientras no le llegue de arriba una nueva luz que le permita superar la normativa y necesaria negatividad de la vida y descubrir la Benevolencia del Padre. «No te des a la concupiscencia, sino déjate engendrar»; no trates de apresar: lo único que acabarás atrapando será el vacío; aprende más bien a reservar tu deseo para Dios, que aguarda a poder colmarlo.

Empleando la terminología de Juan, la condición innata del hombre es su «carne»: «lo nacido de la carne es carne» (Jn 3,6). Lo cual es algo normal, no consecuencia de una catástrofe anterior; sin embargo, es una situación que exige absolutamente un nuevo nacimiento que cree en el hombre la necesidad radical de remontarse a otro origen situado más arriba, el Espíritu: «Lo nacido del Espíritu es espíritu».

El hombre nace «carne», y esta «carne originaria» expresa esencialmente una condición de fragilidad; pero una fragilidad habitada, sin embargo, por un deseo infinito. Esta tensión, en sí misma insoluble, lo primero que va a producir, y de modo necesario, es un intento por parte del hombre de autorrealizarse (lo que la Escritura llama la «carne de pecado y de muerte»). Y no puede realizarse de otro modo mientras el Espíritu, don de Jesús resucitado que transforma la relación entre el hombre frágil y el Dios poderoso, no le haga renacer y acceder a la existencia nueva y liberada: la «carne» se convierte entonces en «espíritu».

Así pues, todo niño que nace es un niño «perdido», y perdido incluso físicamente. Lo cual no significa que carezca de algún órgano vital que debería poseer; aun cuando esté perfectamente constituido, estará perdido a no ser que alguien le cuide y le alimente. Pero perdido también psíquicamente, y no porque su cerebro se encuentre atrofiado, sino porque, aun cuando esté perfectamente constituido, jamás logrará desarrollarse a no ser que alguien le ame y le hable. No es de extrañar, por tanto, que también se encuentre sobrenaturalmente perdido, y no porque esté contaminado, desmembrado o corrompido por una falta que se remonte a la noche de los tiempos, sino simplemente porque también en este terreno (y sobre todo en este terreno) es incapaz —por muy perfecto que sea su desarrollo humano, físico y psíquico— de acceder a la gloria que constituye, sin embargo, la culminación última de su deseo y de todo su ser. Esta gloria sólo puede recibirla de Aquel a quien deberá aprender a descubrir como su Salvador.

En la teoría tradicional del «pecado original» descubríamos una auténtica exageración provocada fundamentalmente por la perspectiva religiosa, cuyos motores esenciales son la relación «meritoria» y la compensación del pasado. En la moderna y extendidísima teoría del «pecado del mundo» detectábamos una reacción característica de la «malcreencia» frente a la religión, una peligrosa reducción de la sustancia misma de la fe.

Nuestro intento de reinterpretación, que se resume en el concepto de «carne original», se sitúa a medio camino —que es donde dicen que se encuentra la virtud— entre ambas teorías, de la primera de las cuales evita la exageración religiosa, pero manteniendo íntegramente su verdad de fe: la necesidad radical del Salvador Jesús; de la segunda, acepta, por una parte, la crítica que hace a la primera y, por otra, acepta también, como elemento enriquecedor, la atención que presta al «pecado del mundo», que es ciertamente un elemento importante de la condición innata del hombre; pero evita su reducción, al descubrir no ya en la religión, sino en la fe, las razones profundas de la necesidad radical de salvación.

La solución fundamental, que hemos dejado esbozada en un interesante equilibrio, puede ser completada ahora con una serie de cuestiones conexas.

4.2. El pecado y la muerte

Y la primera cuestión conexa que debemos abordar es la del estado paradisíaco original. ¿Qué ocurre con dicho estado desde esta nueva perspectiva? ¿Hubo un maravilloso y perfecto estado primigenio caracterizado, sobre todo, por la ausencia de muerte? ¿Se hizo mortal el hombre como consecuencia y castigo del pecado de Adán? En la perspectiva que hemos dado en llamar de la «carne original» no hay, evidentemente, relación alguna de causa y efecto entre el pecado y la muerte; ahora bien, ¿es conforme semejante afirmación con los textos bíblicos pertinentes?

Tenemos, ante todo, el capítulo 15 de la Primera Carta a los Corintios, donde aparece una frase que parece ser decisiva: «Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (vv. 21-22).

4.2.1. Evitar los mitos

Ciertamente que «por un hombre vino la muerte»; fue el primer hombre, Adán, quien la inauguró. Pero en ningún lugar se afirma que aquel Adán no habría tenido que morir, sino que había sido creado inmortal, pero que su pecado le precipitó (a él y a todos sus descendientes) en la muerte. El contexto inmediato no sólo no dice tal cosa, sino que afirma positivamente lo contrario. La primera humanidad, inaugurada en Adán, es definida con las siguientes características naturales: «corruptible, sin gloria y débil» (1 Cor 15,42-43). Adán fue creado «cuerpo animal» (mortal, por lo tanto); sólo con Cristo, nuevo Adán, se inaugura una «humanidad nueva», «cuerpo espiritual» (por consiguiente, inmortal, participante de la vida de Dios).

Al establecer explícitamente esta sucesión normal («No es lo espiritual lo que primero aparece, sino lo animal; lo espiritual viene luego»: 15,46), Pablo se apoya, también explícitamente, en la palabra de Dios que él mismo cita (Gn 2,7): «Así está escrito: fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida» (15,45). «Alma viviente» («esta expresión se aplica tanto al hombre como a los animales»: nota de la Traduction Oecuménique de la Bible): «un ser dotado de vida por su psyjé, pero de una vida puramente natural, y sometido a las leyes del desgaste y de la corrupción» (nota de la Biblia de Jerusalén). Así es como fue hecho Adán, según lo que dice el Génesis e interpreta Pablo: «El primer hombre, salido de la tierra, es terreno —Pablo comenta aquí el segundo relato de la creación—; el segundo viene del cielo» (15,47).

Apelando a la palabra de Dios, Pablo se sitúa, pues, en el polo opuesto a las exageraciones en que posteriormente se fue incurriendo en relación a la forma originaria de Adán. Y la discreción de Pablo es tanto más notable cuanto que, en la literatura judía de su tiempo, ya era moneda corriente considerar a Adán un superhombre, un ser originariamente dotado de una excelencia tal que le hacía estar por encima de los propios ángeles. Pablo, indudablemente, conoce aquella literatura y sus exageraciones; sin embargo, él prefiere retornar a la serenidad y la sencillez de la auténtica palabra de Dios. Y sobre todo —y es su fe en Cristo como único Señor de toda la historia lo que le mueve a hacerlo—, describe el plan de Dios no sucumbiendo a los pesimismos naturales o históricos que dan pábulo a los mitos de la «edad de oro original» y de la evolución cíclica de la historia, sino ateniéndose a la sabiduría misma de Dios, que consiste en atraer a una humanidad primeramente carnal, por los caminos de la historia y de la existencia, hasta la plenitud de la vida.

Adán es, pues, un humilde comienzo que inaugura una humilde humanidad mortal. Pero el humilde comienzo tiene prometida la gloria, y esta promesa se inaugura y se revela en Cristo resucitado. El soberbio Adán de los orígenes es rechazado por Pablo, porque no es así como lo describe la palabra de Dios y, sobre todo, porque semejante gloria pertenece únicamente a Cristo. Jesús no es el restaurador de una desaparecida «edad de oro» ni está al servicio del retomo cíclico de una historia que gira sobre sí misma. El es, y sólo él, el que inaugura la plenitud futura, el que hace que la historia se eleve por encima de sí misma, en esa progresión lineal en la que Dios es el único que atrae, revela y colma.

4.2.2. Abstenerse de los «a priori»

El pensamiento de Pablo se profunduzaría en la Carta a los Romanos, donde, con la célebre frase de 5,12, afirmaría claramente la relación de causa y efecto entre el pecado y la muerte: «Como por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron».

A no ser que se haga una interpretación a priori de este texto, no es posible ver en él relación alguna entre el pecado y la muerte en el sentido físico de la palabra. En efecto, si el pecado de Adán hubiera hecho pasar de la inmortalidad primigenia a la condición mortal a toda la humanidad, éste sería un hecho que nos vendría dado a todos por nacimiento, y Pablo no tendría que añadir que la muerte alcanza a todos los hombres «por cuanto todos pecaron» personalmente. Si se trata de la muerte física, ésta es ya una condición natural que afecta a todos, independientemente de que sean o no personalmente pecadores. Por el contrario, si se trata de la «muerte» en el sentido actual y existencial —esa existencia sin sentido, carente de esperanza y de vida por estar encerrada en la rebelión, el desconocimiento y la condenación—, entonces se comprende perfectamente que esta «muerte», inaugurada por el pecado del primer hombre, no afecte al resto de los hombres sino en la medida en que cada uno de ellos peque personalmente.

¿Aparece en el texto en cuestión alguna confirmación de este sentido actual de la «muerte»? No es cosa de abordar aquí una exégesis pormenorizada de Rom 5,12-21; sería demasiado prolijo. Limitémonos, pues, a lo esencial, a la argumentación global que Pablo desarrolla.

La perícopa de Rom 5,12-21 constituye una polémica contra la teología judía, la cual pretendía que, en la historia de la humanidad, el momento crucial de la salvación lo constituyen Moisés y la entrega de la Ley, de la que aquél fue mediador. Esta es la razón por la que aparece Moisés en nuestro texto:

«Hasta que llegó la ley, había pecado en el mundo, pero el pecado no se imputa no habiendo ley; con todo, reinó la muerte desde Adán hasta Moisés aun sobre aquellos que no pecaron con una transgresión semejante a la de Adán» (vv. 13-14).

Para la teología de la salvación, es la ley mosaica la que supone novedad en la humanidad. A partir de ella, el mundo entero quedaría dividido en dos categorías: de un lado, los judíos, observantes de la Ley y que, gracias a su observancia, son salvados de la condenación divina; del otro, todos los paganos, que, al no observar la Ley divina, incurren en dicha condenación.

Pablo, seguro de que es Jesús, y no Moisés, quien trae la novedad de la salvación, corta las alas a esta pretensión judía. La Ley mosaica no es el momento crucial de la historia de la salvación: por una parte, antes de que llegara la ley («desde Adán hasta Moisés») ya pecaban los hombres —contra la ley de su conciencia, a falta de una ley positiva (cf. 2,14ss.)—, y este pecado, aun sin merecer la cualificación de la transgresión positiva de Adán, les acarreaba de todos modos la condenación de Dios («la muerte [en sentido actual] reinaba); y por otra parte, en lo que respecta a los judíos, la Ley, lejos de traerles la salvación, les ha condenado aún más: «la Ley intervino para que abundara el delito» (5,20).

Para admitir el sentido físico de la palabra «muerte» en el v. 14 sería preciso que los judíos hubieran pretendido que la observancia de la Ley podía salvarles de ella. Pero jamás creyó judío alguno poder ser inmortal gracias a la Ley. La argumentación paulina, por lo tanto, sólo es válida si se entiende la palabra «muerte» en su sentido actual.

Y éste es precisamente el sentido que se detecta en el versículo final, donde el pensamiento de Pablo, tras numerosos zigzagueos, encuentra al fin su formulación definitiva. El paralelismo de los términos resulta suficientemente expresivo del mencionado sentido de «actualidad»:

«lo mismo que el pecado reinó en la muerte  
así también reinará la gracia en virtud de la justicia para vida eterna» (5,21).

Y aún podríamos ampliar esta argumentación bíblica. Rom 5,12 se inspira en Gn 2,17 («el día que comieres de él, morirás sin remedio»); pero el nexo se establece por medio de Sab 2,23-24, donde, efectivamente, aparece una formulación muy parecida a la de Rom 5,12:

23 Porque Dios creó al hombre

  incorruptible,

      (para la incorruptibilidad)

    le hizo imagen de su misma naturaleza;

   24mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo,

y la experimentarán los que le pertenecen.

 

(experimentan)

   
     

He citado la primera traducción de la Biblia de Jerusalén (1957), subrayando los dos errores de traducción que contiene y poniendo entre paréntesis la nueva traducción. Aquella primera traducción es un ejemplo característico (y significativo) de una interpretación apriorística y susceptible de alterar abiertamente el texto original. El a priori de la teología del pecado original (estado paradisíaco de inmortalidad y posterior caída en la muerte física) ha funcionado aquí de manera evidente. Donde el texto griego dice «para la incorruptibilidad», el traductor introduce un estado absoluto, ya adquirido, otorgado al hombre desde el principio: «incorruptible». Y donde el texto griego pone clarísimamente el verbo en presente («experimentan»), aludiendo a una experiencia actual de la muerte —que no es, por lo tanto, la defunción futura—, el traductor pasa al futuro («experimentarán»), reintroduciendo en el texto una tesis que le es ajena.

De hecho, todo el contexto de los tres primeros capítulos del libro de la Sabiduría subraya la actualidad tanto de la «muerte» para los impíos como de la «inmortalidad» o «incorruptibilidad» para los justos. Los impíos experimentan ya la muerte, porque su existencia, falta de la alianza con Dios, se extravía en el sinsentido, con todas las violencias que éste produce. El justo, por su parte, ya ha alcanzado la inmortalidad para la que Dios le ha creado, porque «la justicia es inmortal» (1,15). Esta vida que aún permanece escondida, de suerte que también ella es sometida a prueba y agredida por el impío (2,10ss. ), se revelará, sin embargo, después de la muerte; pero se revelará como poseída ya desde siempre: «su esperanza estaba llena de inmortalidad» (3,4).

Para quien conozca a Pablo y sus desarrollos acerca de la gloria que habita ya en nosotros, pero que aún no se ha manifestado (8,18), y acerca de la creación entera que «gime y sufre dolores de parto» (8,22), la profunda afinidad de imagen y de pensamiento con el libro de la Sabiduría le resultará absolutamente evidente.

Ciertamente la «muerte» actual y la defunción futura no dejan de tener relación en el hombre concreto. Considerada, pues, en un contexto de sinsentido, de condenación y de rebelión, la defunción representa, en el horizonte amenazador de esta existencia, el punto álgido de cada uno de estos datos: la muerte física constituye la máxima expresión del sinsentido, la culminación de la condenación y el motor principal de la rebelión. Todo esto es cierto, y es esta situación la que la revelación de la Justicia viene a invertir, con objeto de liberar de la misma al hombre. Todos estos lazos son, pues, evidentes. Sin embargo, también sigue siendo cierto que la «muerte» actual y la defunción física son dos cosas diferentes: la primera se deriva ciertamente del pecado, un pecado que entró en el mundo con el primer hombre y que cada uno comete personalmente. Sin pecado personal, lógicamente, no hay «muerte». Pero la condición mortal del hombre, la muerte física, no se deriva en absoluto del pecado ni constituye en modo alguno un estado diferente del «estado original». «El primer hombre fue hecho (simplemente) alma viviente» (1 Cor 15,45).

No es en modo alguno necesario, por consiguiente, oponerse —en nombre de la fe y de la palabra de Dios que la fundamenta— a las perspectivas modernas del evolucionismo y obstinarse en las viejas representaciones del «paraíso terrenal». Ahora ya es posible dejar la palabra de Dios y la fe a la Iglesia, y la investigación científica a los paleontólogos.

4.3. Adán, mera figura inaugural y revelatoria

Esta misma libertad, en un inequívoco reparto de atribuciones entre la teología y la ciencia, se extiende también a los problemas relacionados con Adán y su papel: si, en el origen de la humanidad, Adán desempeña el decisivo papel que se le ha atribuido, entonces el monogenismo forma parte de la fe. Pero también entonces el científico (y con él cualquier hombre moderno), que no puede ya pensar desde otra instancia que no sea la del poligenismo, sea cual sea la forma que éste adopte, o ya no podrá ser creyente o, en todo caso, tendrá que hacer cohabitar en su mente dos distintas imágenes de la realidad.

Por lo que se refiere al papel de Adán, ya hemos puesto seriamente en entredicho el carácter supuestamente espectacular de su protagonismo al determinar que la palabra de Dios no alude a él ni como al superhombre originario ni como aquel cuyo pecado habría servido para degradar la condición humana, al menos en el plano físico. Ahora bien, ¿desempeñaría tal vez ese papel en el plano de la gracia? Al pecar, ¿habría perdido Adán la justicia original y se habría hecho, consiguientemente, incapaz de transmitir, junto a la naturaleza humana, una justicia que ya no poseía? En suma: ¿existe entre Adán y su descendencia un vínculo de causalidad nefasta en el plano de la gracia?

La teología del pecado original ha afirmado siempre esta causalidad nefasta, pero también ha experimentado constantes dificultades y ha evolucionado incesantemente a la hora de explicar esa solidaridad universal en Adán. Desde la explicación dada por los Santos Padres, que buscaban el fundamento de dicha solidaridad en una «mancha» carnal contraída por Adán y que afecta a la estirpe humana de generación en generación, y pasando por todo tipo de explicaciones jurídicas, se ha llegado en nuestros días a la explicación que ha dado en llamarse de la «personalidad corporativa», una expresión con la que se designa un concepto bastante habitual en los viejos textos del Antiguo Testamento: un grupo humano o un clan se identifica con su antepasado, o con su primer rey, y reconoce que lo sucedido a dicho personaje afecta y condiciona a todos los miembros del clan. Esta sería la estructura mental que habría que adoptar para comprender en el siglo XX la solidaridad, tan universal como nefasta, de todos los hombres con Adán.

A mi modo de ver, esta argumentación supone una auténtica duplicidad teológica. ¿Cómo es posible, por un lado, entonar las alabanzas a la revelación por el Espíritu, que supo hacer percibir a su pueblo la responsabilidad personal, desterrando la antigua mentalidad de clan —y esto se produce, seis siglos antes de Cristo, en el capítulo 18 de Ezequiel— y, por otra parte, pretender hacemos volver a dicha mentalidad en asunto tan importante como es el de los orígenes? No hay dificultad en reconocer que antes del siglo VI el Antiguo Testamento pensara con mentalidad de clan; también puede admitirse que esa argumentación sea un astuto ardid para desembarazarse de los problemas adámicos y hasta para pasar, en teología, del monogenismo al poligenismo. Pero que en ese retomo a la mentalidad de clan se dé algún tipo de avance que permita al hombre moderno una mejor comprensión del pecado original no parece evidente, sino todo lo contrario. De hecho, el resultado concreto de esta teoría es que confirma en su postura a quienes piensan que, por lo que se refiere a los orígenes, toda la fe cristiana es un montón de mitos y leyendas, producto de una mentalidad arcaica y residual. ¡Bonito avance para la fe de hoy en el Cristo Salvador de siempre...!

4.3.1. Una simple aproximación tipológica

Si hace ya quince siglos que se busca inútilmente el fundamento de la solidaridad universal en Adán, tal vez haya llegado el momento de pensar que quizá se trate de un falso problema.

Aun sin haber hallado la explicación del «cómo», la teología tradicional ha creído deber afirmar el hecho de esa inserción de todos en Adán a causa del paralelismo que el Nuevo Testamento establece en Cristo: todos estábamos, para nuestra desdicha, insertos en el primer Adán; pero sólo así podemos estar también insertos, para nuestra salvación, en el segundo. He aquí el texto fundamental: «Así como por la desobediencia de un solo hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos» (Rom 5,19).

Examinándolo con detenimiento, se detecta perfectamente que este texto constituye una simplificación que responde a una finalidad polémica: se trata de convencer a los judíos de que no sigan pretendiendo hacer «rancho aparte», porque también ellos pertenecen a la única multitud, que es pecadora a partir de Adán y que sólo puede acceder a la salvación a través de Cristo: la ley —prosigue el texto inmediatamente en 5,20—, lejos de arrancarlos de la multitud pecadora, les ha hecho aún más pecadores y, consiguientemente, más necesitados aún de Cristo.

El texto es una simplificación tipológica, porque no menciona las mediaciones: del lado de Adán, sólo nos hacemos víctimas del pecado y de la muerte personalmente, «por cuanto todos pecaron» (5,12), no automáticamente; y del lado de Cristo tampoco la inserción es automática, pues sólo se hace realidad personal por medio de la fe.

Si no existe, pues, relación causal automática entre Adán y sus descendientes, ¿qué es lo que queda? Pues queda el simple papel de mera figura inaugural y revelatoria.

Inaugural, porque fue en Adán en quien dio comienzo la aventura humana, dado que, por definición, él es el primero. Revelatoria, porque al hablar de él primeramente como del primer hombre (Génesis), y luego en contraste con «el que debía venir» (Rom 5,14), con Cristo, la Biblia revela la situación de todo hombre en cuanto tal. Para Pablo, Adán no es un ser único que ejerza una maléfica causalidad universal, sino que es el hombre, todo hombre, el «Yo-hombre» que Pablo pone en escena en 7,7-24, el hombre tal como la Biblia —valiéndose de esa figura llamada Adán— lo revela a todo aquel a quien le interese saber en qué consisten las fuerzas que actúan en su vida y lo que se halla en juego en su existencia.

«Personalidad corporativa», si se quiere, pero en el sentido tipológico y no en el sentido causal. Por lo demás, esta estructura mental aparece varias veces en la Carta a los Romanos. En primer lugar, Abraham —también él figura inaugural y revelatoria de la economía de la fe (Rom 4,13-25)— es explícitamente calificado por Pablo como «nuestro padre en la fe» (4,16.17.18), pero no para atribuirle un papel causal de engendramiento en la fe. Abraham no es más que aquel en quien ha sido inaugurada y revelada la economía de la fe: lo que es eficaz para la fe es lo que ha sido escrito a propósito de él «para él y para nosotros» (4,23.24). La misma estructura de pensamiento puede observarse en Rom 9 en relación a Isaac (9,7.9) y en relación a Esaú y Jacob (9,12.13).

4.3.2. Al servicio de una antropología cristiana

La figura de Adán ha quedado, pues, «desinflada»: no queda de él más que el humilde personaje de los comienzos. El que la ciencia paleontólógica establezca ahora que la hominización no puede producirse sino en un grupo, o en varios grupos paralelos, le es indiferente a la fe, no es de su competencia. Uno o varios, ¿qué más da?: en cada hombre se tratará siempre de la misma naturaleza, definida por la misma tensión —insoluble para las solas posibilidades del hombre—entre el deseo infinito y la única realidad mundana en que le sitúa su nacimiento.

Transmitida por generación, es la misma naturaleza humana —inaugurada en «Adán» (cualquiera que sea su nombre) y revelada para nuestra instrucción por la Biblia— la que el recién nacido recibe en su nacimiento. El niño, pues, no es pecador bajo ningún concepto. Lo cual no significa que sea un ser perfecto al que el mundo se va a encargar de corromper rápidamente. Entre uno y otro extremo, el niño es un ser necesitado de salvación. Por el simple hecho de su nacimiento humano, todo niño se encuentra en la misma situación original que Adán, a partir de la cual emprenderá inevitablemente, por sí solo, el mismo camino que Adán el pecador: se apoderará de los frutos del Jardín, exigirá al mundo que haga realidad su deseo al precio que sea y se perderá en él... hasta que descubra que este mundo, a pesar de ser el primer interlocutor de su deseo, no es más que el trampolín necesario para que ese mismo deseo despierte y se estructure. Tal descubrimiento le proporcionará entonces la ocasión de abrirse a la salvación, a esa salvación que únicamente viene del encuentro histórico, en algún momento de su vida, con la revelación que libera su deseo. Y es este encuentro el que se produce en el bautismo, cuyo sentido consiste en insertar al niño en la Iglesia y en una comunidad concreta de creyentes: ahí es donde Cristo otorga incesantemente su revelación y ejerce su atracción; y es también ahí donde el niño aprenderá a estructurar progresivamente su deseo, hasta hacer de su propia vida un continuo caminar en compañía de Cristo.

La tipología Adán-Cristo, lejos de establecer una estructura fatal en la existencia del hombre, para su desgracia o para su salvación, le lleva, por el contrario, a autopercibirse e insertarse personalmente en una aventura cuyo sentido global comprende perfectamente, puesto que se encuentra como «balizada» tanto en su comienzo como en su término.

Esta preocupación antropológica de Pablo resulta aún más evidente si se observa un detalle sumamente significativo en nuestro contexto. Allí donde el viejo mito del Génesis hablaba de la tentación de la serpiente, una serpiente que los textos ulteriores identificaban con Satanás («por envidia del diablo entró la muerte en el mundo»: Sab 2,24), allí mismo corrige Pablo el texto introduciendo al hombre, y al hombre solo: «por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte...» (Rom 5,12). Y en 7,11, allí donde el Génesis (3,13) decía que la serpiente «sedujo» a la mujer, Pablo afirma que quien «sedujo» al hombre fue el pecado: la rebelión del deseo contra la ley que lo niega.

En ambos e importantes casos, Pablo elimina toda referencia a fuerzas fatales y exteriores al hombre concreto, con lo cual reintroduce en el hombre y en los datos de su existencia real tanto el mecanismo de sus propios extravíos como el de su conversión a una existencia libre y constructiva. Según esta antropología paulina, el hombre no es la palestra en la que se enfrentan determinadas fuerzas procedentes del exterior al propio hombre. El hombre, por el contrario, es capacidad de escucha de una palabra, capacidad de comprensión de las fuerzas de su naturaleza, capacidad de conversión y de progresivo dominio de su deseo, desde el momento en que Cristo le muestra el camino, precediéndolo y atrayéndolo a él.

 

II. LA SALVACIÓN EN LA HISTORIA

La última cuestión conexa, en esta teología de los orígenes, es la de la sabiduría de Dios. La tradición siempre ha pensado que Dios sólo podía crear un hombre perfecto: de ese modo, Dios quedaba plenamente justificado frente a toda la iniquidad y toda la miseria del mundo presente, cuya responsabilidad sería de la total incumbencia del hombre.

Es cierto que hace ya siglos que estamos habituados a pensar de esta manera; pero también es verdad que no siempre ha sido así. Ya hemos visto cómo Pablo no duda en atribuir a Adán, tal como Dios lo crea, no la perfección original que en su tiempo ya se le atribuía ampliamente, sino la humilde estatura de un ser sacado de la tierra y apenas superior a los restantes seres vivos.

Ireneo, obispo de Lyon (135-202), piensa todavía de la misma manera: al principio no existe la perfección, sino un humilde comienzo; sin embargo, Dios es perfectamente sabio al respecto y no hace más que plegarse a una necesidad objetiva: «Por su parte, Dios podía haber concedido al hombre la perfección desde el primer momento, pero el hombre era incapaz de recibirla, porque no era mas que un niño pequeño». O, como también dice el mismo Ireneo: «Así pues, desde el principio tenía Dios el poder de conceder la perfección al hombre, pero éste, recientemente creado, era incapaz de recibirla o, si la hubiera recibido, de conservarla».

Dado que el plan de Dios consiste en que los hombres, esos seres del mundo, lleguen a ser hijos de Dios, es esta dimensión histórica la que hace imposible cualquier otro modo de lograrlo. «Tal es la dinámica por la que el hombre, creado y modelado, se hace imagen y semejanza del Dios increado» (textos citados por H. Rondet, Le Péché originel, p. 52).


1.
Una economía en dos tiempos

Como ya veíamos más arriba, la justificación tradicional de Dios se convierte, de hecho, en todo lo contrario. Advertido por su omnisciencia de que el pecado de Adán iba a arruinarlo todo, Dios, de todos modos, crea; consiguientemente, su creación perfecta se reduce a un ejercicio formal, y uno se ve irresistiblemente llevado a pensar que Dios no ama demasiado a la humanidad, puesto que no ha impedido el drama.

El mencionado intento de justificar a Dios no puede desembocar más que en el fracaso: nos engañamos con respecto a sus planes, embarcamos a Dios en una lógica que jamás ha sido suya y no podemos evitar incurrir en contradicciones. El plan de Dios no consiste en hacer un hombre perfecto, maravillosamente acabado: un espléndido «robot», por así decirlo. Nada de eso; Dios desea que la vida crezca, que a continuación produzca a los hombres y que, finalmente, éstos se hagan hijos de Dios, primero en la fe y más tarde en la gloria. Y al decir «hacerse», estamos diciendo, simultánea y necesariamente, que hay una etapa anterior en la que aún no se es lo que se debe llegar a ser.

Por supuesto que, si cosificamos la gracia y la imaginamos al modo de un «marcapasos» para cardíacos, o como un implante que proporciona energía a las virtudes y regula las pasiones humanas, entonces no hay razón alguna para pensar que Dios no otorga su gracia a todos los hombres en el momento de nacer, y nuestra explicación de la condición innata se convierte en una injuria a la bondad salvífica y a la sabiduría de Dios.

Por el contrario, si concebimos la gracia como una relación interpersonal, entonces la cosa cambia. La gracia es, ante todo, la sonrisa y la benevolencia de Dios. Para que esta gracia me alcance, me ilumine, me llene de gozo y me transforme, tengo que poder ver esa sonrisa, percibir esa benevolencia y eliminar todo cuanto pueda velarlas. En suma, es preciso que el deseo de hombre primeramente se despierte, a continuación se estructure en unas relaciones problemáticas con el mundo y, finalmente, deje ver su verdadera dimensión absoluta: sólo entonces se convierte el deseo en el órgano capaz de percibir y recibir la «gracia» de Dios.

Según Apoc. 3,20, Dios es el que está a la puerta y llama: «si alguien oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo». El hombre, que es un ser «en devenir», en formación psicológica y mental a partir de un punto cero, necesita tiempo, así como abundantes experiencias, extravíos y rectificaciones para conseguir, al fin, ser capaz de «oír su voz». Necesita haber descubierto la insuficiencia de los diversos ruidos del mundo para llegar a tener un oído capaz de escuchar la Voz. Necesita haber descubierto también la insuficiencia de las compañías mundanas y su propia soledad para acceder al placer que supone permitir la entrada al que llama a la puerta. Pero necesita, sobre todo, que el Espíritu le revele la benevolencia del que aguarda ante la puerta, con el fin de no cerrarla con todos los cerrojos de la propia rebelión, el propio miedo y el propio resentimiento. Entonces, y sólo entonces, podrá entrar el que está llamando a la puerta y, tal vez para asombro del que abre, Dios no se manifestará como alguien en competencia con un mundo que le hace el vacío, sino más bien como alguien que valora a los seres y las cosas y que, al fin, concede al deseo del hombre la posibilidad de experimentar a esos seres y esas cosas con serenidad y ternura, con simplicidad y desprendimiento, con talante de pobreza y de entrega generosa.

Cuando el Nuevo Testamento habla de la economía salvífica, del plan de Dios para la historia en su conjunto, propone siempre una perspectiva totalmente unificada. Jamás se imagina la hipótesis de un mundo primigenio creado en toda su perfección y que debería haberse mantenido así gracias a una decisión acertada de Adán, y posteriormente una segunda etapa, improvisada sobre la marcha, en la que habría venido Jesucristo para restaurar aquella primera. Muy al contrario: desde el principio, todo está pensado por Dios en Cristo, en quien la aventura humana llega a su término y comienza a percibir su propio sentido. Y esto que decimos es aplicable tanto a Pablo como a Juan, los dos grandes teólogos del Nuevo Testamento.

En cambio, del mismo modo que Pablo insiste incesantemente en esta unicidad en Cristo del plan de Dios, así también supo descubrir, dentro de dicho plan, una estructura binaria a la hora de su realización. Y esta estructura responde plenamente al plan de Dios, que fundamentalmente desea que los hombres lleguen a ser hijos suyos. Este plan único se realiza forzosamente de acuerdo con un ritmo binario: una primera etapa en la que el deseo del hombre sigue aún extraviado en el pecado, y una segunda etapa, que comienza por la conversión gracias al Espíritu y a la revelación, en la que el deseo del hombre se abre, al fin, a su interlocutor auténtico: Dios.

Este ritmo constituye el eje fundamental de la exposición teológica de la Carta a los Romanos. La acción de Dios para con el mundo (y también su sabiduría, consiguientemente) se manifiesta, ante todo, en la revelación de su Cólera (Rom 1,18), y posteriormente en la revelación de su Justicia (3,21). El desarrollo teológico de la Carta a lo largo de once capítulos culmina en esta tesis capital (11,32), más allá de la cual no queda más que la alabanza y la adoración (11,33-36): «Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia».

¡Horror y escándalo! ¿Es posible que Dios haya encerrado a todos los hombres en la rebeldía? Para una mentalidad acostumbrada a ver

a Dios atrincherado tras la perfección primigenia de su creación y fingiendo ignorar lo que iba a ser de ella al día siguiente de su labor creadora, semejante afirmación resulta intolerable. Por eso no se tardará en edulcorarla con una explicación «adecuada»: fueron los propios hombres quienes acudieron «por su propio pie» a ese lugar de la rebeldía; y, como nadie puede burlarse de él, Dios se limitó a dar una vuelta a la llave y encerrarlos en esa situación, que de este modo quedó sin salida.

1.1. La sabiduría divina, comprometida en el «devenir» humano

Pero el texto se resiste a tal explicación, porque, al atribuir al verbo «encerrar» un complemento con acusativo de movimiento, afirma claramente que, en un primer momento, fue Dios ciertamente quien condujo a los hombres a la prisión de la rebeldía, y allí los encerró. ¿Qué significa esto?

Señalemos, ante todo, que la «rebeldía» o «desobediencia» es el pecado por excelencia de Adán (y de todo hombre, por lo tanto) y contrasta abiertamente con la obediencia de Cristo. Además, en la traducción griega del Antiguo Testamento, «encerrar» es sinónimo del famoso verbo «entregar», al que ya nos hemos referido.

Nos hallamos, pues, en el primer tiempo de la única economía salvífica: el tiempo de la «Cólera», durante el cual «Dios encierra a los hombres en la rebeldía». Pero ¿cómo lo hace?

En primer lugar, atreviéndose a emprender la aventura humana y a «marcar» al hombre con el deseo de la gloria de Dios; lo cual supone necesariamente poner al hombre en una situación original de tensión insoluble, con lo que se «encierra» necesariamente al hombre, en un primer tiempo, en la rebeldía y el desconocimiento; y esta situación se prolongará mientras el deseo siga siendo negado por la realidad.

En segundo lugar, atreviéndose a proseguir la citada aventura humana, «entregando» al hombre a sus locuras y violencias, dejándolo errar por los caminos cerrados de la rebeldía o la desobediencia, porque únicamente recorriendo dichos caminos aprenderá el hombre que se trata de auténticos callejones sin salida, y comenzará entonces a desear ser liberado de esta prisión y acceder a una nueva morada.

En esta misma visión de Dios es preciso situar otra afirmación de Pablo a propósito de la sabiduría divina: «El mundo, mediante su propia sabiduría, no conoció a Dios» (1 Cor 1,21). En efecto, al no ser aún capaz de comprender en absoluto el propósito de Dios de conducir el deseo humano a la gloria divina, el mundo orientó su deseo a la posesión actual del poder: «los judíos, pidiendo signos; los griegos, buscando la filosofía» (Rom 1,22). Pero Pablo no duda en atribuir a la Sabiduría de Dios toda esta primera etapa, en la que el mundo, ante todo, se extravía y se pierde en objetos de deseo que no son más que vacío y división. Todo esto no se produce a pesar de la Sabiduría divina, como si se derogara un plan originario perfectamente aséptico. Nada de eso, sino que «fue por disposición de la sabiduría divina por lo que el mundo no consiguió con su propia sabiduría conocer a Dios» (cf. 1 Cor 1,21).

Textualmente, es ésta la traducción que se impone. Pero, teológicamente, resulta insostenible para el pensamiento tradicional. Por eso, tanto en la Biblia de Jerusalén como en la Traduction Oecuménique de la Bible, esta traducción únicamente se menciona en nota a pie de página.

De hecho, el que el pensamiento tradicional se empeñe en justificar a Dios por la perfección primigenia de su creación original es, en muy buena parte, consecuencia de su manera fixista de representar el mundo: si el mundo es un todo que ha sido hecho realidad con un solo acto, entonces ese acto tiene que ser perfecto; de lo contrario, sería una obra indigna de Dios.

Si, por el contrario, tanto en la realidad como en el plan de Dios, el mundo deviene, entonces la sabiduría creadora se aviene gustosa y necesariamente con unos comienzos humildes, insertándose sin dificultad en todos los avatares de ese «devenir». La obra digna de Dios y que debe justificar su sabiduría divina no es ya únicamente el comienzo, sino el todo, que alcanza su plena realización en la Resurrección.

1.2. Una teología devuelta a su auténtico cauce

Después de tantas condenas pronunciadas contra la ciencia en nbmbre de la fe, ¿no resulta agradable descubrir las ventajas que para la fe supone la ciencia? Desde una mentalidad globalmente evolucionista —consciente, por lo tanto, del carácter evolutivo de toda la realidad, incluido el hombre— se aborda mucho mejor la propia palabra de Dios y se pueden discernir en ella determinadas perspectivas que, de otro modo, serían absolutamente impensables.

Pero, a diferencia de lo que ocurre con la Biblia, ¿no es entonces la Tradición, y en particular la enseñanza definida por los concilios, la que sale bastante malparada?

Concretamente, son dos los concilios involucrados en el asunto: el concilio de Cartago, del año 418, y la sesión V del concilio de Trento, del año 1546.

Una doctrina conciliar no es automáticamente infalible en toda su integridad, Entre el conjunto de textos que un concilio produce, cabe distinguir diferentes niveles de afirmación. El problema es muy complejo, pero vamos a limitarnos a un principio que resulta importante para el tema que nos ocupa. Aunque produzca una doctrina muy extensa, un concilio tan sólo adopta postura formalmente sobre la cuestión concreta que provoca su reunión y su decisión: éste es el espacio de su autoridad propia en materia de fe.

El concilio de Cartago fue provocado por el pelagianismo, que puede ser definido como una concepción excesivamente optimista del hombre y que minimiza la necesidad de la gracia y de la salvación por Cristo. Consiguientemente, es esta necesidad de la gracia la que es definida por el concilio, pero no toda la argumentación agustiniana, más o menos afortunada, que se organizó en su tiempo para hacer frente al grave peligro pelagiano.

Nuestro intento de reinterpretación mantiene inequívocamente esa necesidad de la gracia y hasta se inspira en ella para reaccionar, siguiendo la indicación de Pablo VI, frente a la generalizada y exclusiva reducción al «pecado del mundo». Frente al pelagianismo, que no aceptaba la necesidad de la gracia más que accidentalmente, el concilio afirmó su necesidad radical: es la naturaleza misma del hombre, no sólo su historia, la que tiene necesidad de un salvador. Todo esto lo hemos mantenido fielmente. Lo que no hemos mantenido —aunque es un paso que nos hemos esforzado en dar de un modo argumentado y prudente, según el consejo de Pablo VI— es la argumentación de Agustín, que se basa en una alternativa excesivamente rigurosa. El niño no es necesariamente o perfecto o pecador; también puede, simplemente, estar constituido de tal manera que no sea capaz de librarse de su situación por sí solo y que su primer grito, en el fondo, sea un grito dirigido al Salvador.

El concilio de Trento, por su parte, tuvo que tomar postura frente al protestantismo, y más exactamente (sesión VI) acerca de su teología de la justificación. El protestantismo se había ido al otro extremo en el problema de la gracia: el pecado original habría destruido al hombre de tal manera que no le habría quedado a éste ni siquiera el libre arbitrio. La gracia de Cristo, por consiguiente, no vendría a salvarle más que por imputación externa, dejándole internamente tan pecador como antes. Tras el optimismo pelagiano, el pesimismo protestante desembocaba, ciertamente, en una enérgica afirmación de la necesidad de la gracia, pero a riesgo de hacer de ella una simple vestimenta que envolvería al hombre, pero sin transformarlo en sí mismo.

Si el concilio, en su sesión V, comenzó formulando un enseñanza global acerca del pecado original, fue por voluntad de síntesis y para introducir el problema siguiente, referido a la justificación. Pero nadie ponía en tela de juicio la doctrina tradicional acerca del pecado original; simplemente, había diferentes escuelas, en torno a las cuales se esforzó el concilio por elaborar una síntesis común. Y es importante hacer notar que las objeciones provenientes de la ciencia moderna no existían en absoluto, ni existirían durante varios siglos. La doctrina del concilio de Trento a propósito de los orígenes representa, pues, una importante elaboración que llegó a convertirse en la teología que, a raíz del concilio, habría de predominar mientras no vinieran nuevos problemas a provocar nuevas elaboraciones. Pero el concilio únicamente emite definición, en el sentido formal del término, acerca del problema que se trataba de resolver y que era, en relación con la justificación, el de la condición innata del hombre: ¿es la condición de un ser privado del libre arbitrio, incapaz de acceder personalmente a un proceso de conversión y de transformación bajo la gracia de Dios? Nosotros, a una con el concilio, hemos afirmado esencialmente lo contrario: en su sabiduría, Dios desea atraer el deseo del hombre para que, a lo largo de su propia historia y existencia, se transforme progresivamente en la instancia capaz de la gloria de Dios.

Al asumir de este modo lo esencial de la Tradición al respecto, creemos haber logrado también devolver a la teología de los orígenes a sus auténticas funciones.

Y la primera de ellas es la función teológica: la gracia de Dios y la libertad del hombre ya no se oponen. Es ésta una adquisición verdaderamente esencial.

Dios desea una historia, un «devenir». Una libertad humana que inicia su estructuración a partir de cero y debe aprender a desprenderse de la naturaleza y del mundo para acceder y reconocer a Dios, a través de toda esta negatividad, como el auténtico interlocutor de su deseo; una libertad humana semejante tiene necesariamente que quedarse atascada mientras esa misma experiencia, iluminada por la atracción de Dios, no la instruya acerca de ese más allá que le pertenece. La gracia de Dios no se opone, pues, a la libertad del hombre, sino que, por el contrario, crece con ella. Si, al principio, Dios no pudo conceder a Adán la gracia suficiente para que no pecara, no es porque dicha gracia hubiera suprimido su libertad, sino más bien porque esta libertad, apenas nacida a sí misma y al mundo, era incapaz aún de recibir la mencionada gracia «y, si la hubiera recibido —decía Ireneo—, de conservarla». Y esto, que podermos afirmarlo de Adán, podemos también afirmarlo acerca de cualquier niño que viene a este mundo.

Función antropológica: en lugar de ser fuente de fatalismo, de rebelión o de increencia, la teología de la «carne original» proporciona al creyente la posibilidad de comprender las fuerzas que actúan en su libertad y lo que se ventila en ella, a la vez que le orienta y le estimula hacia el futuro al que Dios le atrae en Jesucristo. La naturaleza del hombre no es, ciertamente, un «palacio». Pero, mientras que la tradición cree deber mostrarla como una ruina que es preciso restaurar a toda costa, nosotros preferimos verla como una obra en construcción, y pensamos que así es también como la ve Dios: el sentido se encuentra en el futuro, no en el pasado.

En cuanto a la función cristológica, nuestra síntesis no reduce a Cristo al papel de necesario restaurador tras el accidente sufrido en el recorrido: tras el gran accidente cósmico de Adán, o tras cualquiera de los pequeños accidentes históricos, cada vez que el mundo, con su pecado, corrompe a los inocentes. Nada de eso; Cristo es salvador de un modo radical, porque es propio de la naturaleza misma del hombre, de todo hombre, ser «finalizada» por un valor inasequible: la gloria de Dios, que en modo alguno se puede conquistar, sino únicamente recibir. Y «recibir» significa realmente «dejarse salvar».


2.
Cristo, Salvador universal

La teología de los orígenes culmina, pues, dando a Cristo el título de «nuevo Adán». Ningún hombre puede aducir coartada alguna en relación a la condición adámica, sino que todo hombre debe reconocerse afectado por lo que la Biblia revela sobre el hombre cuando habla del primero de todos; todo hombre puede llegar a una mejor comprensión de su existencia, y de lo que en ella está en juego, a la luz de la manera en que la palabra de Dios hace que dicha existencia se inicie en Adán. Pues bien, del mismo modo, a todo hombre le concierne también el «nuevo Adán», y tiene que llegar a reconocerlo.

Pero ¿puede verdaderamente decirse: «del mismo modo»? El propio Pablo nos advierte que se da ciertamente semejanza tipológica, pero no igualdad: «Adán es figura del que había de venir; pero con el don no sucede como con el delito» (Rom 5,14-15). Allí donde Adán es tan sólo figura inaugural y revelatoria, Cristo, nuevo Adán, es además el hombre consumado en la gloria de Dios, cabeza de la nueva humanidad, que al fin llega a su consumación definitiva. Allí donde Adán no pasa de ser realidad instructiva, ciertamente, pero pasada, Cristo, nuevo Adán, es una realidad también instructiva, pero, sobre todo, definitiva, radiante y atrayente. Es el Salvador universal. Y es precisamente en este punto donde podemos retomar el hilo de los anteriores capítulos y acabar de elaborar con la mayor claridad posible estas dimensiones de universalidad de Cristo Salvador.

Nuestra línea argumental a propósito de la salvación realizada por Cristo ha utilizado constantemente el registro de la «novedad»: Cristo es el nuevo Adán; ha inaugurado un camino nuevo hacia Dios y su cálida y acogedora gloria; etc. ¿Cómo debe entenderse esta novedad? ¿Cuál era la situación de los hombres antes de Cristo? ¿Puede Cristo ser Salvador universal si únicamente hay salvación a partir del momento en que ésta fue inaugurada por él?

En el marco de las teorías de la «satisfacción», la historia de la humanidad postadámica se divide en dos partes. Durante la primera, la humanidad no sólo es incapaz de reparar la infinita ofensa hecha a Dios en la persona de Adán, sino que además incrementa dicha ofensa con los innumerables pecados de cada generación: masa condenada sobre la que gravita la cólera y la indignación de Dios.

En medio de semejante océano de perdición no había más remedio que admitir la presencia de algunos «islotes» de salvación; pero ello sólo era posible gracias a un «astuto truco» divino —sobre el que, por lo demás, surge la angustiada pregunta de por qué no se generalizó más— consistente en salvar «en previsión de los futuros méritos de Cristo».

El sacrificio de Cristo, que compensa las ofensas con su muerte inocente, habría inaugurado la segunda parte de la historia, al haber quedado tranformada la relación entre Dios y la humanidad una vez que ésta puede ampararse en los méritos de Cristo. La salvación habría sido ya universalmente ofrecida, y todo hombre podría acceder, a través de la fe y del bautismo, al «refugio» inaugurado por la muerte de Cristo.

Para el Nuevo Testamento, por el contrario —y justamente porque su referencia central no es la «satisfacción», sino la «revelación»—, la historia constituye una unidad que, simplemente, se subdivide en dos etapas: la humanidad entera, desde el primero hasta el último de los hombres, es beneficiaria de la única salvación de Dios, que abarca la totalidad de los tiempos; pero dicha salvación se subdivide, en relación a la historia, en una primera etapa, en la que todavía permanece oculta en el misterio,y una segunda etapa, en la que la salvación se revela en la historia.

Así lo da a entender la magistral conclusión de la Carta a los Romanos:

«A Aquel que puede consolidaron conforme al Evangelio mío y la predicación de Jesucristo —revelación de un Misterio mantenido en secreto durante siglos eternos, pero manifestado al presente por las Escrituras que lo predicen y, por disposición del Dios eterno, dado a conocer a todos los gentiles para obediencia de la fe—, a Dios, el único sabio, por Jesucristo, ¡a él la gloria por los siglos de los siglos! Amén» (16,25-27).

2.1. El Hijo hecho perfecto

Esta perspectiva es común al lenguaje del sacrificio y al lenguaje de la justicia. En la Carta a los Hebreos, la novedad la constituye la «perfección» a la que Jesús orienta y conduce su vida, inaugurando así un camino nuevo a través de la carne. Sin embargo, el autor no ignora que, ya antes de Cristo, era efectiva la «voluntad» de Dios (10,9-10) de «llevar a la perfección a una multitud de hijos» (2,10). Esta es la razón de que el capítulo 11 se dedique a enumerar una larga serie de personajes anteriores a Cristo a los que el autor agrupa finalmente bajo el título de «justos llegados a su consumación» (12,23). Consiguientemente, ésta ya esta posible: Dios no tuvo que esperar a Cristo para ser quien conduce al hombre, a través de la carne de su condición originaria, hasta la perfección de su propia condición divina.

Con Jesús, sin embargo, a este profundo y único estrato viene a añadirse algo nuevo. De los creyentes anteriores a Cristo dice también el autor que «no consiguieron el objeto de las promesas. Dios tenía ya dispuesto algo mejor para nosotros, de modo que no llegaran ellos sin nosotros a la perfección» (11,39-40). ¿En qué consiste ese «algo mejor»? ¿Dónde se encuentra la novedad?

La novedad consiste, ante todo, en el absoluto grado de perfección que se hace realidad en Jesús resucitado. Los anteriores a él alcanzaban ya una cierta perfección; pero la perfección total, que consiste en que un hombre «se siente a la diestra de la Majestad en las alturas» (1,3), sólo se hizo realidad con Jesús, dando sentido y razón de ser, a la vez, a todo cuanto de parcial se realiza antes y después de él. La plenitud única, al fin realizada, es «el Hijo hecho perfecto para siempre» (7,28); un hombre «semejante a todos sus hermanos» (7,28), que ha soportado la condición común de «la carne y la sangre» (2,14), se ha convertido en el ser glorioso al que corresponden los títulos de «resplandor de la gloria de Dios» e «impronta de su esencia» (1,3). Desde siempre había conducido Dios a los hombres a la perfección, que es comunión con El; pero sólo con Jesús realiza la obra maestra y fontal de dicha perfección: la perfección de la unidad total.

Recordemos que, en el lenguaje sacrificial, «salvar» significa inaugurar, revelar y, finalmente, atraer. En cuanto a la realidad inaugurada, la novedad que acabamos de ver se refleja ciertamente, ante todo, en la revelación: en la buena noticia de Cristo resucitado pueden ahora los hombres aprender que ha quedado abierto el camino, y pueden emprenderlo con confianza. Ya no deben contentarse con promesas, con ritos proféticos, con fe implícita, con una esperanza todavía oscura, porque ahora tienen «un sumo sacerdote al frente de la casa de Dios» (10,21).

Pero este sumo sacerdote —y aquí reside la función de atracción personal— es también un guía: ahora ya es posible avanzar teniendo ante los ojos no ya un difuso programa, «una patria» (11,14) que es preciso buscar, sino un hombre real en el que todos pueden fijar su mirada para aprender con él a acceder a su nueva praxis (12,2).

La novedad de Jesús pertenece totalmente, pues, al orden de la revelación, porque, de hecho, el único plan divino de llevar a la humanidad a la perfección se manifiesta, al fin, en la realización de su obra maestra, y haciendo de este hombre el que puede activar a la humanidad en la comprensión de Dios y en la colaboración con El en su obra de vida. No hay, pues, nada nuevo de parte de Dios; sencillamente, su único misterio salvífico se ha revelado en la historia, produciendo su obra definitiva (el Hijo hecho perfecto a través de esa misma historia) y produciendo, a la vez, una nueva dinámica y un nuevo modo de acompañamiento en la historia.

2.2. El Primogénito de una multitud de hermanos

El lenguaje de la justicia de la Carta a los Romanos es mucho más universal que el lenguaje del sacrificio. Como se habrá observado, los personajes citados en Heb 11 para ejemplificar la perfección adquirida antes de Cristo pertenecen todos ellos al Antiguo Testamento: Abel, Henoc, Noé, Abraham, José, Moisés, etc. La cuestión sacrificial circunscribe necesariamente la reflexión al ámbito de las promesas y lo ritos proféticos del Antiguo Testamento y de su perfecta realización con Jesús.

Por su parte, el lenguaje de la justicia —gracias también al genio universalista de Pablo— no conoce ya límite alguno y se abre a la existencia humana en cuanto tal. Recordemos, sin embargo, que la Carta a los Hebreos también practica esta abertura: el paso del velo del templo al velo de la carne y la transposición de la expiación ritual a la liberación respecto del miedo y de la muerte constituyen las pruebas principales en este sentido. Pero el lenguaje de la justicia tiene la ventaja de que, prescindiendo de todo rito concreto, se circunscribe a Dios mismo y a su «juicio» sobre el conjunto de la historia, resultando así perfectamente apto para expresar la universalidad de la salvación.

El «juicio» es el poder de Dios en ejercicio sobre el mundo y sobre la vida de cada uno de los hombres. La «justicia» de Dios es ese mismo juicio, ese mismo poder, ejerciéndose en favor de la vida del hombre, para conducirlo a la gloria para la que ha sido hecho.

Hechas estas precisiones, la tesis de la Carta a los Romanos aparece con toda claridad: el juicio de Dios ha sido siempre justicia —éste es el estrato fundamental—; pero en Jesús resucitado se ha revelado además como justicia, se ha manifestado, se ha dado al fin a conocer tal como siempre ha sido: fuerza de Dios para la vida del hombre. «Dios quiso mostrar su justicia pasando por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de su paciencia; quiso mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que cree en Jesús» (Rom 3,25-26).

La novedad no es, pues, absoluta; lo único nuevo es la revelación y el grado de realización. Dios ha sido siempre el que justifica al hombre; aquel cuyo poder, en su benevolencia para con el hombre, conduce a éste a la plena realización de su deseo: la gloria de la resurrección.

Benevolencia de Dios es, efectivamente, crear al hombre en una condición innata hecha de deseo ilimitado. Es ciertamente una formidable audacia por parte de Dios el iniciar semejante aventura; pero es éste el más hermoso regalo que el Creador deposita en la cuna de su criatura, porque es el que promueve a ésta, en el centro de la evolución cósmica, a un destino infinito.

Benevolencia de Dios es también el que, según lo previsto, el deseo del hombre se despierte, y posteriormente se estructure, orientándose necesaria y espontáneamente, ante todo, a sus objetos naturales, a lo que el mundo ofrece al deseo del hombre. Despertar y estructurarse es, efectivamente, algo bueno: es una etapa necesaria para un deseo que, partiendo de la nada, debe hacerse deseo de Dios y deseo colmado por Dios.

Benevolencia de Dios es, además, el hecho de que éste permita al hombre extraviarse en su deseo y, de este modo, lo «entregue» o lo «encierre» en la desobediencia y la rebeldía. A esta benevolencia la denomina Pablo «bondad, paciencia y longanimidad», porque «impulsa al hombre a la conversión» (Rom 2,4). Ahí, por lo tanto, hay ya benevolencia y «justicia», aun cuando al mismo tiempo el hombre siga sin conocer a Dios, al que todavía percibe como hostilidad y condena de su deseo.

Y benevolencia de Dios es, finalmente, el que —sin intervenir en la historia, sino dejando que ésta siga su propio curso— «entregue» tanto al hombre individual como las grandes realizaciones de la historia a la vanidad y a la muerte, porque, al «entregar», Dios «libera»; al condenar a la carne y su vanagloria a una muerte que él no hace nada por impedir, Dios salva al hombre y lo libera para la verdadera gloria que sólo Dios puede otorgar.

El «Juicio» de Dios sobre el hombre y sobre la historia ha sido siempre «justicia»; pero era preciso, de cara a la historia, que todo ello saliera de las sombras del misterio y fuera dado a conocer a los hombres en un Acontecimiento que viniera a «revelar la justicia de Dios» (3,21) y hacer que el desconocimiento se trocara en conocimiento y confianza. Y esto lo hizo Dios en Jesús, con su vida «entregada» hasta la muerte y consumada en la gloria. Esta es la primera novedad, la de la revelación.

La segunda novedad, inseparable de la primera, consiste en que dicha revelación se produjo en un grado perfecto de realización. Ya con anterioridad conducía Dios a los hombres a la gloria al otro lado de la muerte, aun cuando los hombres aún no sabían nada al respecto, o no sabían nada con demasiada precisión.

Pero en Jesús Dios realizó la Imagen, el Icono perfecto de su gloria. Primogénito de la multitud de hermanos (8,29) —primogénito no en un sentido numérico o histórico, sino ontológico—, Jesús resucitado es la Imagen perfecta de Dios, de la cual los demás hombres son una faceta, en la medida en que hayan «reproducido» su gloria plena (8,29). Al constituir a Jesús como «Hijo de Dios con poder, por su resurrección de entre los muertos» (1,4), Dios se reveló, al fin, tal como siempre había sido y tal como venía actuando desde siempre. Una vez que su Misterio se ha hecho Acontecimiento y Obra maestra, le es posible al hombre, en el Espíritu, «leer» la verdad plenaria de su destino y el sentido global de su existencia: Dios le entrega a un mundo que niega su deseo precisamente para permitirle llegar a ser infinito. La última novedad obtenida en Jesús es, pues, la existencia del hombre, y un hombre capaz de decir con respecto a su pasado: «Ya no pesa ninguna condenación sobre los que están en Cristo Jesús» (8,1); y con respecto a su futuro: «Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro... ni criatura alguna podrá separarme del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (8,38). Todo capítulo 8 de la Carta a los Romanos, que es un canto a la existencia cristiana, se resume en estos dos versículos.

«Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» (11,32): Jesús entregado y resucitado es la manifestación universal de dicha misericordia.

2.3. El futuro y el sentido

Así pues, la naturaleza humana —la que «Adán» recibió y transmitió, la que constituye la condición innata de todo niño— es buena.

Es buena..., pero no perfecta. La perfección habrá de llegar, y es el más profundo objeto del deseo; pero la condición innata no es más que un humilde y frágil comienzo.

Es buena..., pero no en el sentido de que podría garantizar un desarrollo perfectamente armónico si no fuera porque su funesto entorno, el pecado del mundo, va a corromperla inevitablemente.

Es buena como punto de partida de un formidable «devenir»; y es precisamente esta tensión infinita entre lo que el niño es y lo que debe llegar a ser, tensión igualmente buena, la que permite localizar la necesidad radical de salvación en la naturaleza misma del niño, y no únicamente en su entorno.

Por supuesto que el «pecado del mundo» existe; y por supuesto, también, que dicho pecado viene a añadirse a la mera consideración de la «carne original» para formar con ella la condición innata de todo niño. «Carne original» y «pecado del mundo» son inseparables: no hay naturaleza humana si no es en individuos concretos y localizados en un determinado lugar de la historia. Pero sólo la consideración de la «carne original» permite verdaderamente acceder al corazón mismo del destino del hombre, revelando su verdadera fragilidad, pero también su dignidad infinita, así como la tierna y paciente benevolencia de Dios revelada en Jesús, el Primogénito.

En cuanto al «pecado del mundo», pertenece a la mejor tradición apologética hacer de él un argumento, supuestamente irresistible, en favor de un pecado original. «Fijaos en el mundo y en el comportamiento de los hombres y de los pueblos: ¡es obligado llegar a la conclusión de que algo no funciona en la naturaleza humana»!

La hipótesis de un deterioro original de la naturaleza no es en modo alguno necesaria: en lugar de recurrir a un pasado hipotético, ¿por qué no buscar la comprensión del pecado del mundo en su presente y en función de su futuro? Cuando algo no funciona, puede pensarse que la máquina se ha estropeado; pero también cabe pensar que no se sabe hacerla funcionar.

Mientras sigamos representándonos la vidá humana a base de datos abstractos —de un lado, el hombre y su libertad; del otro, Dios con su ley y su gracia—, no podremos explicar satisfactoriamente el pecado del mundo si no es recurriendo a una catástrofe original.

Pero la vida humana debe pensarse en devenir. No hay seres humanos si no es en el «devenir». No hay pensamiento ni libertad ni deseo si no es en una lenta estructuración que, partiendo de cero, de una capacidad aún vacía de contenidos, se constituya progresivamente (y no libremente, sino en medio de una inverosímil maraña de influencias y coyunturas difícilmente controlables). La psicología moderna sabe perfectamente que la personalidad de cualquier ser humano se estructura en su primera infancia, a una edad en la que todavía no se domina absolutamente nada.

Además, este frágil «devenir» sólo puede producirse en un entorno social en el que se va a topar con otras fragilidades igualmente «en devenir», en fases de estructuración más o menos avanzadas, más o menos superadas. ¡Qué formidable aventura!

Y hay que contar, finalmente —y me limitaré a indicar algunos grandes parámetros—, con el enorme peso que adquiere esta evolución a partir del momento en que se produce la agrupación de todo el planeta, con la infinidad de deseos que coordinar y organizar para que la vida se realice y progrese cueste lo que cueste...

Y por encima de todo ello, que constituye una masa evolutiva sumamente problemática, está la apertura al infinito del deseo humano: ¡auténtica dinamita! El deseo de la gloria es, ciertamente, lo mejor del hombre; pero ¡cuánta violencia va a desencadenar este deseo infinito, tanto en la posesión de su objeto como en la frustracción que supone el no conseguirlo, mientras no haya logrado estructurarse como actitud receptiva ante Dios, sino que siga manteniéndose como relación exclusiva con un mundo que es preciso poseer y dominar...!

Por otra parte, tampoco la gracia de Dios es un dato abstracto, sino que es, y muy concretamente, conocimiento y percepción de Dios como benevolencia, amor supremo e interlocutor del deseo humano; un conocimiento que no es posible adquirir en cualquier momento, sino que primero tiene que arraigar, y después crecer lentamente, en el corazón mismo de la experiencia humana.

Evidentemente, el presente del hombre, que se halla en función de su futuro infinito, contiene en sí mismo cuanto hace falta para comprender el pecado del mundo y para no vivirlo como una fatalidad heredada de los orígenes; para no considerarlo ya como el ámbito normal de la dinámica animal: la victoria de los violentos.

Junto a este pecado del mundo o, mejor, en el centro mismo del pecado del mundo, íntimamente unido a él, con la ambigüedad de todo lo que es humano, se encuentra también el maravilloso amor del mundo. La historia querida por Dios —ese aterrador recorrido en el que sólo Dios puede atreverse a llamar a la nada a la existencia hasta conducirla hasta su propia gloria— es el camino de un «hacerse-divino» en el que necesariamente han de afrontarse las más crueles violencias y las más altas generosidades, según el grado de estructuración del deseo al que haya logrado acceder cada persona o cada grupo humano en particular.

Sólo quien ha accedido al fin a la revelación y al conocimiento del Dios que resucita puede abordar el drama del mundo estimando «que (dicho drama) no es comparable a la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (cf. Rom 8,18). No ha de entenderse el mundo actual como el residuo deteriorado de una perfección original, sino más bien como el formidable éxodo de la vida entre la nada y el Infinito.