SEGUNDA PARTE

 

EN LUCHA CONTRA LA LOCURA

Introducción

«Dichoso es aquel que medita la sabiduría y discurre con inteligencia,
quien estudia sus caminos en su corazón, y se aplica a sus secretos.
Sale en pos de ella como el cazador, y la acecha en su ruta;
Dichoso el que se asoma por su ventana, y está a la escucha en su puerta.
El que se hospeda junto a su casa, que clava su arnés en su pared,
y despliega su tienda a su lado,
y habita en su dulce morada.
Pone sus hijos bajo su amparo
y bajo sus ramas descansa.
Así hará el que teme al Señor,
y quien abraza la ley alcanza la sabiduría.
La sabiduría le esperará como una madre, y le recibirá como una esposa.
Ella le dará a comer el pan del entendimiento, y beberá el cáliz de la sabiduría.
Se apoyará en ella y no vacilará.
Se confiará en ella y no será confundido.
Hallará en ella gozo y corona de alegría, y heredará nombre eterno».
(Eclo. 14, 20-27. 15, 1-6)

La sabiduría es lo que tenemos cuando elegimos lo mejor entre varias opciones. Lo contrario es la ignorancia, o aquello que tenemos cuando entre varias opciones no escogemos lo más adecuado. Pero el que no es ignorante, y aún así escoge lo peor, entonces es que está loco...

Las guerras de religión

Un amigo mío me comentaba recientemente al hablar de guerras como las de los Balcanes o Afganistán, que la causa de todas los conflictos estriba en la religión. La religión es, me decía, la fuente raíz de todas las guerras.

Es fácil constatar que este pensamiento le tiene mucha gente.

Lamento no haberle dado una contestación adecuada en ese momento. En cualquier caso, propongo hacerlo ahora.

La afirmación de que la causa de todas las guerras es la religión, es una afirmación gratuita. Pues si bien, muchos conflictos tienen un componente religioso-xenófobo, no hemos de generalizar de esa manera, pues hay y ha habido muchas guerras cuyo principal componente era y es de índole económico, como la guerra del Golfo Pérsico entre Estados Unidos e Irak, o las guerras expansionistas de las potencias de turno.

Pero restringiéndonos a aquellas contiendas en las que la religión es uno (o el único) componente de la causa raíz, no podemos tampoco decir como yo creo que pretendía decir mi amigo, que si las religiones se extirparan de la faz de la tierra no habría conflictos.

Como digo, es una afirmación gratuita e ingenua, que no se la creería ni un niño.

Pero es que es precisamente la falta de religión lo que hace a las personas entrar en guerra. ¿Quién duda de que si toda la humanidad fuera creyente, creyente de verdad, donde todos los hombres se considerasen hermanos, donde cada persona viera en el otro a su prójimo, quien duda digo, de que en esa utópica sociedad no habría guerras?

Lamentablemente la religiosidad no está esparcida uniformemente por el corazón de los hombres.

Pero ese no es motivo para eliminarla. Si nos encontrásemos una joya inacabada por el joyero, ¿la tiraríamos sólo por que no está completa? Es como si estamos en una ciudad donde el sistema de suministro de agua y cañerías está en mal estado y se producen frecuentes inundaciones. A nadie se le ocurriría, para evitar las anegaciones el cortar el suministro de agua en la ciudad, de forma que cada vecino se fuera a coger el agua al río. Por el contrario, se intentaría reparar o sustituir el entramado de tuberías y conducciones, de forma que ya no hubiera más problemas.

La religión es necesaria para saciar la inquietud del hombre por lo sobrenatural. Es algo intrínseco a la naturaleza humana, y no puede ni debe ser eliminado.

Pero en lo que todos estamos de acuerdo es en que no es lícito utilizar la religión como pretexto de la violencia. Se equivocan aquellos que invocando un determinado precepto religioso infringen daño a otras personas. Si hay algo común en todas las religiones de la tierra es la idea del bien, como finalidad. Y nunca el bien se puede conseguir a través del mal. Pues como bien se sabe, la violencia sólo engendra violencia.

Todas las creencias que en su seno albergan focos de fundamentalismo agresivo han de trabajar intensamente para erradicarlo, y concentrarse en lo que realmente es su verdadero fin: la búsqueda de lo trascendental a través de la oración, de la meditación y de la PAZ.

Esta es la actitud más razonable para afrontar el problema de las guerras de religión.

 

Fe y razón

No es mi intención entrar aquí en el antiguo debate escolástico sobre la preeminencia de la fe o de la razón.

Sólo añadiré algunos apuntes, como lo que alguien respondió cuando le preguntaron ¿Qué es la fe? Pues la fe es la actitud más razonable para aquello que está más allá de la razón.

Sin embargo, no hemos de separar la razón de la fe, sino descubrir más bien, que son complementarias.

En efecto, la razón nos sirve para demostrar con el peso de la lógica y de la certeza, lo que la fe nos enseña.

Por ejemplo, si la razón me dice, a través de argumentos convincentes que la suma felicidad consiste en amar a Dios y al prójimo, debo estar loco (haber perdido la razón) si no me dedico a ello en cuerpo y alma.

Uno de los campos en que la razón auxilia de forma contundente a la fe, es en el tema de las supersticiones.

El verdadero cristiano ha de permanecer al margen de toda superchería, y ahí es donde debe echar mano de la razón.

Mucha gente cree que pasar bajo una escalera trae mala suerte; o romper un espejo, o derramar no sé si el aceite o la sal, o pasar delante de un gato negro, o todo eso del número trece, etc. Quizá no lo crean del todo, pero no lo hacen «por si acaso». Creen que existe una fuerza maligna e invisible que se desencadena tras ejecutar el acto que se supone trae mala suerte y que traerá consecuencias negativas sobre ellos.

Sin embargo, aunque esta fuerza existiese, ¿Sería acaso más poderosa que Dios? ¿Sería acaso más poderosa que Jesucristo nuestro Señor, Hijo Unigénito de Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible?

Y puesto que tú eres hijo de Dios y hermano de Jesucristo que te compró con su sangre, ¿Qué puedes temer, teniendo semejantes protectores? ¿Quién se atreverá contra ti? ¿Tiene sentido temer la picadura del escorpión cuando se camina con botas de acero?

Ni el demonio mismo con todo su poder te podrá tocar siquiera un pelo de la cabeza si Dios no lo quiere.

Quedan pues, abolidas las supersticiones.

 

El pecado

La palabra pecado produce risa en el indiferente. Para el cristiano de supermercado, este término no está en su diccionario particular. No es un producto que hayan echado en su cesta de la compra. Su orgullo en muchos casos o su autosuficiencia en otros puede más que todo eso. Ahora se habla de conveniencia. «No hago esto porque no es conveniente, no hago aquello porque no es adecuado...» Pero la palabra pecado no se usa. Ni siquiera los cristianos medianamente serios se atreven a decir ante un grupo de indiferentes que se comete pecado haciendo esto ó aquello. Temen la mofa, la burla, el escarnio, que se les considere ignorantes, infantiles, inferiores... o locos.

Según Jesucristo, las ordenanzas de Dios se resumen en dos: amarás a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo (Lc 10, 27). Todo pecado es una ofensa a este principio. Es primar el egoísmo sobre el amor; es anteponer el yo al tú, y por tanto causa de infelicidad, como se demostró al principio.

El pecador es pues un egoísta que busca sólo su satisfacción personal en lugar de buscar la de Dios o la del prójimo.

No quiero enumerar aquí de qué forma se ofende a Dios o al prójimo con cada acción u omisión que hacemos. Hay mucha gente que piensa que todo lo que no compromete el bienestar ajeno no es un pecado; se olvidan de los actos de omisión y de los pecados contra uno mismo. La gula, la lujuria o los excesos, además de formar parte de la cotidianidad, son muchas veces el sustituto de Dios a la hora de buscar consuelo.

Pero no olvidemos que el hombre no es feliz si no le da sentido a la vida, un sentido religioso que supone una total entrega a Dios (en la medida de nuestras capacidades y debilidades), mediante el desprendimiento del lastre que nos impide ir a su paso y que nos esclaviza.

Pues no hay mayor esclavitud que la del pecado.

La gente piensa al contrario, creen que la sujeción a los mandamientos nos hace esclavos de ellos. Pero en realidad son la fuerza liberadora que nos desata del pecado.

En efecto, el pecador sin ley no tiene ideas propias, está mediatizado y alienado. El individuo es esclavo de sus propios vicios, que mandan sobre él y a quienes honra y se postra.

La ley de Dios le llega como liberación, como el instrumento mediante el cual recobra su libertad, y cuyos mandamientos se definen como garantes del éxito, como afianzadores de la voluntad, que la fortalecen y le impiden volver a sujetarse al yugo de la esclavitud.

Un pecado cometido por debilidad, por pura debilidad humana, es fácilmente perdonable. Un pecado o una forma de vida o de pensar pecaminosa que proviene de la autosuficiencia y del rechazo al primer mandamiento, no lo es tanto, pues se necesita no ya un arrepentimiento, sino más bien toda una conversión de la persona, un «cambio de chip».

Dios es infinitamente bueno y misericordioso. Jesús padeció un infierno de calamidades, de desdichas y de humillaciones por amor a nosotros. Se dejó matar «sólo» para librarnos del pecado.

Este comportamiento de Jesús, dejándose crucificar por nosotros demuestra dos cosas. La primera es la suma gravedad del pecado. Algo que necesita que todo un Dios realice semejante acto, ha de ser lógicamente algo muy serio. Pues si Dios se deja matar por algo como el pecado, ¿no será entonces esto, algo abominable?

La segunda demostración, es una vez más el amor infinito que nos tiene. Pues de la misma forma que una madre no duda en irse al fin del mundo y de jugarse la vida para encontrar un remedio para la enfermedad de su hijo, tampoco Dios escatimó esfuerzos para librarnos a nosotros, a sus hijos, del pecado.

Por el bautismo nacemos blancos e inmaculados, sin pecado para afrontar la vida. Y pecando estamos volviendo a crucificar al Señor.

Pero la grandeza de nuestra religión es que Él siempre está ahí, dispuesto a perdonarte. Aunque le hayas escupido a la cara y pisoteado su cuerpo, Él llorará de alegría cuando tu corazón contrito y humillado implore su perdón. Pero es necesario dar ese paso. ¡Y qué lejos de darlo está mucha gente!

 

Sobre la confesión

«¿Pero por qué tiene que servirse Dios de un hombre para perdonarme? ¿Por qué no me puedo yo comunicar con Él directamente y pedirle perdón?».

El sacramento de la reconciliación es el menos frecuentado de todos, aún por los cristianos medianamente serios.

El sentimiento de pudor y de vergüenza, la sensación de desnudez en nuestra más profunda intimidad, el rebajarse de manera tan servil ante quien muchas veces no goza de nuestro aprecio o de nuestra confianza, hace, en suma, que el hombre actual huya de los confesionarios como el medieval huía de la peste.

«Yo me confieso con Dios» se suele decir. Y efectivamente, con Dios te confiesas, pues quien está dentro del confesionario no es otro que Jesucristo nuestro Señor que aplica los méritos de su redención para perdonarte a ti los pecados.

Sí, es Jesús quien está en el confesionario, así lo debes creer, y confesarte como si estuvieras a punto de exhalar tu último suspiro.

Porque verdaderamente, Cristo instituyó este sacramento y se lo encomendó a los apóstoles por pura iniciativa suya. «A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Juan 20,23).

Los obispos, como sucesores de los apóstoles, y los sacerdotes en delegación suya tienen la misión de ejercer este ministerio. Y para perdonar o retener los pecados, es necesario conocerlos primero. No vale por tanto la absolución general, como muchos quisieran, y el motivo es el siguiente:

El pecado es la enfermedad del alma, y el sacerdote es el médico. Igual que a los pacientes de una sala de espera no les gustaría que saliera el médico y les diera a todos la misma medicina, sino que les atendiera en privado, personalizadamente, administrándole a cada uno lo que precisara, pues igualmente digo ha de ocurrir en el sacramento de la reconciliación.

Por otra parte, la inconveniencia extrema que supone la confesión, como ya se escenificó anteriormente, ejerce muchas veces de disuasivo para el pecado, so pena de manchar la conciencia.

En cualquier caso, no es tan fiero el león como lo pintan y ni los sacerdotes son unos curiosos ni unos chismosos, ni están ávidos de conocer asuntos íntimos. Por el contrario, están ya acostumbrados a todo tipo de confesiones, pues las han oído de todas las formas y colores. Y seguramente tu confesión no tendrá comparación con otras que hayan oído, probablemente más «espeluznantes».

Además la sensación de sosiego y tranquilidad con que abandonamos el confesionario, nos hace olvidar las reticencias con las que entramos en él.

Pero aún así, mucha gente sigue objetando y dice «¡Pero es que a ese señor no le importa lo que yo haya hecho o dejado de hacer!» Pues bien, a él quizá no, pero a Dios sí, y sólo te escuchará si se lo dices por medio del sacerdote, que por otra parte te aconsejará y orientará sabia y prudentemente.

No hay que olvidar que el pecado es la enfermedad del alma, y si el alma está enferma con pecado mortal, y nos acaece la muerte sin confesarnos, corremos el grave riesgo de nuestra perdición eterna. Y esto no es ninguna tontería.

Ya dice Jesús en el Evangelio que estemos preparados y vigilantes, ya que no sabemos cuando, pero lo cierto es que hemos de morir. Igual que uno no duerme en toda la noche si sabe que un ladrón va a entrar en su casa, y no sabe la hora, (Lc 12, 37-40 y 1Tes 5, 2), tampoco nosotros nos hemos de confiar y pensar que la muerte está aún lejos.

Cuando una persona tiene una enfermedad mortal, ¿acaso no recorre el mundo entero si hace falta en busca del remedio que le sane? ¿acaso no gasta toda su fortuna si es necesario en librarse de su mal? ¿Le da acaso miedo o vergüenza relatarle al médico todos los pormenores de su enfermedad y de sus síntomas, si se está jugando la vida? ¿Pues entonces qué? ¿Acaso no es infinitamente más importante para un cristiano el alma que el cuerpo? ¿No son pues infinitamente peores las consecuencias de perder el alma que las de perder el cuerpo?

Además se da la paradoja de que para obtener un bien tan enorme como es el perdón de los pecados, no hace falta irse al fin del mundo. ¡En realidad está al alcance de la mano, al lado de casa! A la vuelta de la esquina tenemos una parroquia donde nos está esperando Jesús. Tan sólo con ir andando unas calles, y en unos minutos, obtendremos la sanación completa, y sin efectos colaterales, que nos garantiza un billete de entrada en el paraíso. Solamente es preciso que le cuentes con sinceridad tus fallos y que no desees volver a cometerlos ¡Es tan fácil! ¡Cómo no valorar un bien tan inmenso! ¡Cómo menospreciar semejante regalo de la Providencia!

Anda, corre y ve sin demora al encuentro y la reconciliación con el Padre, pues te está esperando desde hace tiempo con los brazos abiertos.

 

La clausura

Mucha gente piensa que los monjes (y monjas) de clausura están locos. Que recluirse de una manera tan absurda no es de estar bien de la cabeza. Los más benévolos, afirman que es mejor estar ayudando a los necesitados «in situ», y no simplemente rezando por ellos. Creen que esto es mejor que permanecer entre cuatro paredes, «donde no hacen bien a nadie».

La gente que afirma esto, olvida como siempre, que hay algo más allá de esta dimensión. Se circunscriben, como siempre, al plano físico, donde no hay nada más que lo que ven. No quieren admitir el ámbito trascendental, esa dimensión sobrenatural que está por encima de nosotros, y a la que todos tendemos, querámoslo o no.

Y es que realmente debiéramos pensar que los locos somos nosotros por no estar con esos hombres y mujeres que han puesto su vida incondicionalmente al servicio de Aquel que está por encima de nosotros, de aquello que es lo más grande.

Pues efectivamente, si mi razón y los argumentos que uso para discernir lo verdadero de lo falso, me dicen que existe Dios, y que existe en una forma y condiciones específicas, y me dicen igualmente que los años de esta vida son simplemente una gotita de agua en comparación con el mar de la eternidad en el que me sumergiré en presencia del Altísimo, ¿qué hago todavía que no estoy corriendo a abrazar una vida dedicada a Dios? ¿Y que mejor forma de dedicársela que ofreciéndosela en exclusiva, sin apego a nada ni a nadie sino sólo a Dios en plenitud?

Donde no hay nada material a lo que poder aferrarse, donde los placeres terrenales no existen, donde las condiciones de vida son austeras (sin rayar en aberraciones que hoy por hoy ya no existen), allí es en suma donde más conecta el alma con ese Ser trascendente que está sobre nosotros, con esa dimensión escatológica a la que todos desembocaremos más pronto que tarde.

Es decir, olvidándome de lo visible, percibo lo invisible.

La soledad de los monjes más austeros como los cartujos, es sólo aparente, pues ¿qué mejor compañía se puede tener que la de Dios? Y para conseguir esa intimidad es preciso el alejamiento de los otros seres. Estando con Dios no existe la soledad, y al igual que con un amigo, se pueden desplegar todas las afinidades. Se está con la suma bondad, a quien se puede amar. Con la suma omnipotencia, en quien se puede confiar. Con la soberana sabiduría, con quien se puede conversar y discurrir; y con la infinita alegría, con quien poder regocijarse infinitamente.

Llegados a este punto, muchos argumentarán que puede ser hasta cierto punto cómodo para estos monjes recluirse en esta jaula de oro, donde das un portazo y te olvidas del mundo sin querer saber nada de las miserias por las que pasa gran parte de la humanidad. Dirán que más les valdría estar allí, en la arena, sirviendo verdaderamente a Dios.

Aquí tenemos que echar mano del tema de los carismas. Y es que Dios no da a todos los hombres las mismas facultades ni los mismos ánimos. Unas personas tienen vocación y arte para unas cosas y otros para otras. Además, el que diga que los monjes y monjas no hacen nada por el prójimo, se equivoca en grado sumo, pues desestima el valor incalculable de la oración.

Dios no desoye las súplicas de esas personas consagradas a Él en cuerpo y alma, sino que al contrario, las tiene en gran estima.

No en vano la Iglesia ha declarado co-patrona universal de las misiones precisamente a una monja de clausura, Santa Teresita, al lado de la ingente figura de San Francisco Javier, evangelizador de Asia. Incluso muchos han llegado a escribir que Sta. Teresita hizo tanto o más en pos de la evangelización del mundo, que San Francisco Javier en todos sus numerosos viajes.

 

La oración

Así pues, la oración nunca está de más, sino que por el contrario, es utilísima.

Pero mucha gente se queja amargamente de la inutilidad de la oración cuando ésta, aparentemente, no es escuchada.

Sin embargo, la divina providencia de Dios nos asegura que nos concederá lo que le pidamos y Él es todopoderoso para concedérnoslo.

Entonces, ¿por qué a veces parece no escuchar nuestras súplicas?

Para hablar con Dios no es necesaria la retórica. Para rezar no hace falta hablar bien, ni ser una persona cultivada. Basta con hacerse desde el corazón. Y eso lo puede hacer desde un mendigo a un potentado.

Dios siempre escucha, aunque a veces nos parezca que no lo hace. Muchas veces no nos concede lo que le pedimos, quizá por que no nos conviene. Un niño diabético puede tener (a su juicio) razones muy justificadas para pedirle a su padre un dulce de confitería, y también para quejarse amargamente cuando este último se lo niega. Pero lo cierto es que sólo el padre sabe lo que le conviene aunque el hijo no lo entienda.

De todas formas Jesús nos dijo: «Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Porque el que pide recibe; el que busca halla y al que llama se le abre. ¿Qué padre de entre vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra? Y si le pide un pez, ¿le dará en lugar de un pez una serpiente? O si le pide un huevo, ¿le dará un escorpión? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden?» (Lc11 9-13).

Lo cierto es que a veces hemos de hacerlo con insistencia: «Si uno de vosotros tiene un amigo y va a él a media noche y le dice, amigo, préstame tres panes, pues un amigo mío ha venido de camino a mi casa y no tengo que darle. No me molestes, dice el otro, la puerta está cerrada y yo y mis hijos acostados; no puedo levantarme a dártelos. Pero yo os aseguro que si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite» (Lc11 5-8).

Pero, ¿por qué tiene que ser así? ¿Por qué hay que insistir tanto? ¿Por qué no nos concede nuestros deseos cuando se los pedimos la primera vez? Pues sencillamente para movernos más en la oración y en la piedad, para crear en nosotros un espíritu mayor de oración y de ahondamiento en la persona de Dios, para estar más cerca de Él, para que no todo quede en una mera superficialidad, en una mera formulación vocal. Para que haya una íntima conexión divina entre Él y nosotros, que no se consigue sino por la vía de la reiteración, y la continuidad en la oración, que a la postre nos beneficia y nos hace más felices.

¿Y si Dios no nos hace caso?

En una ocasión un confesor me habló de que su asesor espiritual en los tiempos del seminario le dijo ante esta misma pregunta: «Dios no ayuda a holgazanes». Y efectivamente es así. Siempre hemos de hacer todo lo que podamos por nuestra parte, y después, solo después dejar actuar a Dios. Es como una barca que tuviera dos remos. Uno sería el «ora», y otro el «labora». La barca con un sólo remo nunca podría llegar a ninguna parte, sino que daría vueltas y vueltas sobre sí misma. Pero la oración «con dos remos», es infalible.

A veces puede que no lleguemos al puerto que deseamos, pero que llegaremos a un buen puerto, es seguro.

Es la convicción de que lo que pedimos nos conviene en aras de nuestra felicidad presente, futura y eterna. Y la convicción también de que Él me lo dará. «Pide con la seguridad de que ya te lo han concedido».

Ya sé que es difícil experimentar esta seguridad, sobre todo si se han tenido situaciones de desaliento en el pasado, pero al menos intentémoslo. Recordemos que la voluntad y la intención le vale a Dios mucho más que nuestras consecuciones y logros.

Aún así, habrá ocasiones en que no tendremos respuestas como quisiéramos. Muchas veces su negativa nos sirve como prueba para perseverar y fortalecer la fe, como sucede en la enfermedad. Otras veces es simplemente dilación, pues como padre, sabe perfectamente el momento idóneo para concedernos las peticiones. Igual que el padre terreno no le dejaría al hijo hacer ciertas cosas cuando es pequeño, que sí le consentiría cuando es mayor, también Dios se hace esperar y nos concede las cosas en el momento más idóneo. ¡Cuantos de nosotros hemos experimentado esta realidad divina!

Puede que nosotros veamos nuestra petición justa y buena y digna de toda concesión, y sin embargo Dios nos desoye... También el niño diabético es desoído por su padre.

Me diréis: Claro, es que el niño no sabe lo que hace, no es consciente de lo que pide, sólo ve su pequeño mundo, y el padre ve más allá.

Pues claro, ¿y nosotros? ¿Sabemos lo que pedimos? Nos parecerá que sí, pero, ¿acaso no ve más allá nuestro padre celestial? ¿Acaso no es Él más apto, más listo, más maduro, más aventajado, más sabio infinitamente que nosotros?

Y no pensemos que si Él nos niega las cosas lo hace fríamente, calculadamente, pensando simplemente la mera conveniencia. No olvidemos que Dios es amor, más que ninguna otra cosa. Y también padre, un padre tal, que a su lado no merecen los otros padres el nombre de padres.

Conformémonos con la Voluntad de Dios. Tampoco Dios pareció oír a Jesús en la cruz, hasta el punto que Éste dijo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34). Pues ¿entonces qué?, ¿Merecemos acaso nosotros mejor suerte que el Hijo unigénito de Dios Padre? ¿Hemos hecho más méritos que Él? ¿Somos nosotros más importantes que Él para que nos escuche y se avengue a nuestros deseos?

Vuelve a surgir aquí la máxima de Santa Teresa: «Lo que Dios quiera, como Dios quiera, cuando Dios quiera, pues sólo Dios basta, y quien a Dios tiene nada le falta».

 

La humildad

El egoísmo es la raíz de todos los males. Es el mal capital por excelencia. Del egoísmo nacen todas las variantes del mal que hay en las personas y en el mundo.

Como ya dije antes, el concepto contrario al egoísmo es el amor. Por que el amor es en definitiva, desprendimiento.

El amor tiene su máximo exponente en Dios, que por tanto ocupa una posición diametralmente opuesta al mal.

De entre todas las ramificaciones del egoísmo, ocupan un lugar destacado el orgullo, el rencor y la envidia. El concepto opuesto a estas variantes es a su vez una ramificación del amor: la humildad.

En la sociedad moderna, la humildad es un concepto desfasado. El orgullo es un valor muchas veces apreciado, y la venganza un derecho. Del concepto tradicional de humildad ha quedado en la actualidad lo que se llama modestia, que viene a ser una humildad de palabra, de valoración de uno mismo.

Pero la humildad de actos o el rebajarse más allá del nivel que legítimamente nos corresponde es algo que ha quedado relegado casi al olvido, a tiempos de austeridad monacal del pasado.

Hoy en día al humilde se le llama tonto. El no aprovecharse de situaciones que incrementarían nuestra posición económica o nuestra valoración social es de ser tonto. El no hacer frente a quien te avasalla ilegítimamente es de ser tonto. Muchos insultos se toleran mejor que aquel de «tonto». El tonto es un rechazado por la sociedad, un discriminado, no cuenta para nada ni para nadie y se le margina dentro de su grupo social. Muchos son tontos por naturaleza, otros, los menos, lo son por elección. Pero con ningún ser de la creación está Dios tan próximo como con el «tonto», con el excluido, con el rechazado.

La humildad es en muchos casos la principal virtud de estas personas; una virtud ensalzada tradicionalmente en todos los manuales de ascética. En esos manuales se establecían diferentes grados de humildad, algunos de los cuales rayaban con el paroxismo.

Sin llegar a esos extremos, ¡cuantas luchas y disputas se evitarían hoy en día con sólo un poco de humildad!

Sin embargo, nuestra autosuficiencia y nuestra sobrevaloración de uno mismo nos impiden desnudarnos ante el otro. Nos impiden reconocer nuestra ignominia y nuestra miseria como seres imperfectos, como «viles gusanillos que habitan la tierra» como decían los místicos de siglos anteriores.

Nadie se acuerda ya de Jesús, que siendo quien era, el primogénito de Dios, compartiendo con Él todos sus atributos, se rebajó haciéndose hombre y se sometió a toda clase de insultos y vejaciones sin hacer frente a nadie, y para finalizar en la muerte más ignominiosa, la muerte de cruz.

¿De qué podemos nosotros enorgullecernos ante semejante ejemplo de humildad? ¿Qué son nuestros presuntos logros materiales en comparación con esto?

«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mt 11, 29). ¡Todo un Dios Creador del universo nos dice que es humilde! Y no sólo lo dice, sino que lo demuestra con los actos de toda su vida.

Pues entonces, ¿como nosotros podemos arrogarnos ese orgullo, esa pretendida superioridad ante todo y ante todos, esa vanidad, esas ínfulas de grandeza, cuando nuestro Dios y Señor se nos está ofreciendo como esclavo y siervo ante nosotros?

Aprendamos esta lección inmensa de Dios, e imitemos a Áquel que vino al mundo para dársenos como modelo, para enseñarnos, para guiarnos, para reconducirnos. Aceptémosle haciendo nuestras sus palabras, que están llenas de sabiduría.

 

Contra el pensamiento retrógrado

No hace mucho, una persona muy allegada a mí, me dijo que no había ido a la boda de una sobrina debido a que se casó «por lo civil».

Entre otras razones menos disculpables, me dijo que el ir a esa boda significaría aceptar, aplaudir, estar en conformidad con ese acto pecaminoso.

Lo primero que se me vino a la cabeza fue ver a Jesús, relacionándose con los pecadores, con los publicanos, con las prostitutas… «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos» (Lc 5, 31).

Efectivamente, si Él está siempre detrás de los pecadores, a los que sigue incesantemente, esperando que se conviertan, ¿quién eres tú para alejarte de ellos? Debes alejarte de seguir su actitud, pero no de su persona, pues son tan hijos de Dios y tan hermanos como el más santo de entre los santos.

Esto vale igualmente para todas esas actitudes de rechazo, de desencuentro, que muchos que se consideran muy católicos, practican sin cesar. No se dan cuenta que van en contra del espíritu del Evangelio.

Asistir a esa boda no implica «comulgar» con ese razonamiento. Dejemos siempre muy clara cual es nuestra posición y a partir de ahí, estemos siempre al lado de ellos, esperando una señal, un resquicio en el que poder insertar una semilla, que luego Dios haga madurar.

Otra situación que me encontré recientemente fue el caso de una señora, defensora de una pretendida «moral católica», la cual vilipendiaba abiertamente a una jovencita que practicaba el «piercing» y que, entre otras cosas «indecentes» vestía de forma muy atrevida.

De nuevo me pregunté de qué lado se hubiera puesto Jesús ante esta situación.

Y la respuesta es obvia: yo creo que a Él le da igual la vestimenta o la indumentaria, que lleves un pendiente o que lleves veinte, que lleves el pelo largo o corto. Lo que a Él verdaderamente le importa y le interesa son los sentimientos del corazón, las actitudes frente a los demás, el desprendimiento del alma, el saber ver el rostro de Jesús en el rostro de los necesitados.

Él verá eso, y sólo eso a la hora de juzgarnos. Y si no lo encuentra en la señora recatada, de recias vestiduras, de nada le habrán servido todas sus ropas y su apariencia decente.

 

Contra las preocupaciones y la depresión

¿Quién está libre de cruz? Quien esté libre de preocupaciones que alce la primera copa.

«Sí, pero ya quisiera yo tener las preocupaciones que tienen los ricos, o los que tienen trabajo, o los que sólo trabajan ocho horas, o los que no están enfermos, o las que tienen un marido normal o los que duermen de un tirón, o los que no tienen a un vecino como éste, o los que no viven en este barrio…» La lista es interminable.

Ciertamente, no hay nadie que no esté libre de cruz. La cruz es consubstancial a nuestra naturaleza humana. No podemos estar sin ella. Cuando una se nos quita nos viene otra. Todos llevamos siempre alguna cruz. Y el que no la tiene, se la inventa, y la sufre como el que la tiene de verdad. Así somos.

¿Qué podemos hacer ante este panorama?

Lo primero, hay que dar a cada cosa su importancia justa, y no hacer de una mota una montaña. Muchas veces la inhibición es la mejor terapia contra las preocupaciones.

También hay que tener en cuenta que la cruz es más pesada siempre al principio, cuando nos la cargan, pues nuestros hombros no están acostumbrados al peso. Después, nuestros músculos se fortalecen y ya no pesa tanto.

Y no nos olvidemos de echar la vista atrás. Ciertamente, nuestros problemillas no son nada comparados con los de muchos otros millones de seres humanos que pasan calamidades, hambre y miseria en el Tercer Mundo; o sin ir tan lejos, con los de cualquier vecino o familiar que tiene un hijo enfermo, por ejemplo. La vida es un valle de lágrimas, como dice la oración. Pero no hay que ahogarse en ellas; sobre todo los que nos llamamos cristianos, ya que ¿cómo estar triste ante la recompensa que nos tiene preparada Dios? Es un contrasentido. ¿Acaso el niño está triste la víspera del día de los Reyes Magos? ¿Acaso no está, por el contrario, exultante de alegría y de expectación, tanto que apenas puede dormir? ¿Y no es la vida una simple víspera de la eternidad inconmensurablemente feliz y bienaventurada, tanto más feliz cuanto mayor haya sido el sufrimiento?

Hagámonos partícipes de los sufrimientos de Cristo, imitándole no solamente en la caridad, bondad, humildad, sino también en la cruz. Es inútil huir de ella, pues ella nos perseguirá. Y más nos persigue a los que llevamos grabada su señal en la frente. Hay que estar preparados para recibirla cuando llegue. Así su impacto no será tan terrible.

Los trabajos duran un día, y el descanso es eterno. Hay que conformarse con la voluntad de Dios, pues todo lo que me acontece, no me ocurre sin su consentimiento. Dios mío, aquí estoy para lo que tú me mandes. Si tú lo quieres, cuando tú lo quieras, como tú quieras, por que sólo Dios basta, y quien a Dios tiene nada le falta.

Ciertamente, ¿qué puede temer un caballero cristiano que pelea con Jesucristo a su lado? Teniendo semejante escudo y adalid, ¿quién se atreverá a hacernos frente? ¿Qué poder tienen las viles criaturillas contra todo un Dios? ¿Cómo no estar seguros de la victoria?

«El Señor es mi luz y mi salvación. ¿A quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida. ¿Quién me hará temblar?
El Señor está a tu derecha. No temas. Ten fe, confía en el Señor. El día del
peligro Él te socorrerá.
De día el sol no te hará daño, ni la luna de noche,
No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme.
No duerme ni descansa el guardián de Israel.
El Señor es mi roca, mi salvación, mi alcázar, baluarte donde me pongo a salvo. Me envolvían redes de muerte. Me alcanzaron los lazos del abismo. Caí en tristeza y angustia. Invoqué el nombre del Señor. Yo dije, Señor salva mi vida. Líbrame de mis enemigos, que son más fuertes que yo.
El Señor está conmigo; no temo. ¿Qué podrá hacerme el hombre? El Señor está conmigo y me auxilia; veré la derrota de mis adversarios». (Sal 27,1. 16,8. 121,3-8. 18,2-6. 54,7)

«El Señor es mi pastor, nada me falta. En verdes praderas me hace recostar. Me conduce hacia las fuentes tranquilas y repara mis fuerzas.
Una cosa pido al Señor, eso buscaré, habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida. Habitar en su monte santo contemplando su rostro.
Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Gozar de la dulzura del señor contemplando su templo.
El Señor me conducirá a los eternos collados. En ellos moraré por días sin término».
(Sal 23,1-2. 27, 4. 23, 6)

 

Lo importante en la vida

¿Qué es lo más importante de esta vida? Es una pregunta que se puede contestar de muchas formas.

Podemos decir que lo más importante es pasar por la vida haciendo el bien, teniendo fe en Dios, y así conseguir primero la felicidad en la tierra, y después la gloria eterna como recompensa.

Es una definición breve, pero a la vez yo creo que completa. Sin embargo se podría objetar que no es sino una mero objetivo egoísta e individualista cuyo propósito es básicamente hacer aquellas cosas que nos garanticen la salvación. Es decir, lo importante en la vida es, según esto, conseguir la salvación.

Si, ciertamente, pero… ¿Hemos de plantearnos la salvación como una carrera hacia el cielo, donde basamos nuestros avances en según como vamos quedando conforme a las posiciones de los demás?

Yo creo que no debemos focalizarnos y obsesionarnos con este asunto de manera consciente. Me explicaré.

Las actitudes en la vida han de ser siempre abiertas y no cerradas; no se puede ser perfeccionista en el sentido de catalogar las cosas como prohibidas y permitidas, por ejemplo. Si así lo hacemos, nuestra imperfección nos sumirá en el desasosiego y en la incertidumbre constante, al no poder alcanzar nunca el objetivo.

Sin embargo no por esto debemos renunciar a los límites y por tanto carecer de ellos. Hemos de tener siempre unas balizas que si bien no nos impiden traspasarlas, sí al menos nos marcan un camino. Es lo que llamamos pautas.

Pautas, y no límites es lo que un cristiano se ha de marcar a la hora de enfocar los comportamientos y las actitudes ante la vida.

Basta querer salvarse para salvarse. Pero no en el sentido del estudiante que, lógicamente quiere aprobar un examen, aunque luego a la hora de la verdad no estudia. El querer al que me refiero es un querer consciente, centrado en actitudes, en «pautas» y en obras. El que quiere salvarse de esta manera, ya está salvado. Al menos así lo veo yo. Y lo está precisamente por que avanza por un camino que le conduce a la salvación. Así que, siempre y cuando no abandone ese camino y no deje de avanzar, llegará inexorablemente a su destino.

De forma que con el objetivo conseguido, entonces ¿cuál es la misión de la vida? Pues afanarse en ayudar a los demás, en dar ejemplo, en llevar la cruz que cada uno tiene de forma cristiana, en conseguir que cada vez más personas conozcan a Jesús… En definitiva EN SER FELIZ, pues estas actitudes son las que generan la auténtica, genuina y perpetua felicidad.

Hay personas que viven en esta pauta, y que no lo saben. Que son potencialmente salvas por ello, y sin embargo no son conscientes de semejante situación. Van por el camino correcto, pero al no reconocer a Dios, corren el riesgo de no reconocer la Puerta cuando lleguen a ella, y por tanto pasarán de largo hacia la nada.

Las oraciones de miles de religiosos y religiosas, en la soledad de una vida olvidada del mundo imploran a Dios que no se olvide de ellas. Le piden que en última instancia les haga descubrir su infinita bondad y que le pongan el nombre de Jesús a su pauta vital. Será entonces cuando en el lecho de muerte la inefable bondad divina interceda por ellas y con corazón compungido digan: «Señor, mi vida se acaba; he vivido de espaldas a tu Persona, pero ahora me doy cuenta de que sólo Tú tienes sentido, pues eres el que da sentido a las cosas. Admíteme pues a contemplar tu rostro y gozar en tu presencia por toda la eternidad».

Y Jesús correrá en busca y rescate del pecador arrepentido. Correrá como un chiquillo perdido que loco de alegría encuentra a su madre y sale a su encuentro, para fundirse ambos en un abrazo eterno lleno de dulzura y felicidad.

 

La cruz del sufrimiento

Yo no quiero la cruz. Y le ruego todos los días a Dios que no me la dé. Jesús tampoco la quiso y le pidió al Padre no beber de su cáliz. Pero Él ya la llevó, y con creces, por todos nosotros ofreciéndose en sacrificio como víctima propiciatoria.

Es precisamente por esto que la cruz nunca será pesada al verdadero cristiano. Pues Cristo ya recorrió el camino primero, y es nuestro consejero y asesor en nuestro particular camino del calvario. De suerte que es como si Él nos dijese, afloja aquí, no pases por allí, descansa acá, etc.

Sin embargo, la cruz es el símbolo de nuestra religión y de nuestro Dios. Ciertamente, cuando se representa simbólicamente al islamismo se hace con una media luna, al judaísmo con una estrella, y al cristianismo se le representa con una cruz.

Si Dios nos envía la cruz, hemos de llevarla con valentía, y aceptarla como parte integrante de nuestra imitación de Cristo. Es esta imitación el esfuerzo de perfección de todo cristiano, y nunca será completa si no imitamos a Jesús, también en la cruz.

Difícil tarea es hablar de estas cosas a una persona atea, y enferma, quizá enferma desde hace tiempo. Es muy difícil convencerle de la existencia de Dios. Es un tema tabú. Enseguida reniegan de Él, pues no les cura, pues no les alivia... «Al principio rezaba; rezaba de todo corazón; y nada sucedía. Acabé harto, renegué de Dios...»

Igual dicen los pobres, los miserables, los deshauciados.

No se dan cuenta de que no están aún en el cielo, y de que en la tierra hay, indefectiblemente, sufrimiento.

Si en el mundo no hubiera sufrimientos, la tierra ya no sería tierra, sino cielo. Y Él quiso que hubiera ambas cosas.

Precisamente para recompensar en el cielo a todos los que han sufrido en la tierra. Por que más se valora, se aprecia y disfruta lo bueno cuando se ha conocido lo malo.

Ciertamente que es el sufrimiento la puerta de entrada en el paraíso, la llave que nos abre las puertas de la eternidad feliz, donde gozaremos para siempre de los consuelos y recompensas que sólo Dios sabe dar a los que junto a su Hijo atravesaron la Puerta por el umbral del sufrimiento.

En cualquier caso, el sufrimiento de los hombres no tiene su raíz en Dios, sino que es la libertad del hombre la que provoca los males del hombre. La libertad mal usada, me refiero. Y Dios no puede oponerse a la libertad del hombre, pues entonces lo despersonalizaría...

Dios «no hizo nada» para evitar que su Hijo, nuestro señor Jesucristo sufriera toda clase de humillaciones e ignominias para, finalmente morir en una cruz, castigo reservado a los más infames.

Toda la vida de Jesús fue un continuo sufrimiento ¡y era Dios mismo! Desde su nacimiento, donde no le dieron siquiera sitio en una humilde posada, y tuvo que nacer en una cuadra... ¡y era Dios mismo! Cuándo con sus padres tuvo que huir a Egipto, pues le perseguían para matarle, ¡y era Dios mismo! Y todo el sufrimiento derivado de su pasión y muerte... ¡y era Dios mismo!

¿Pues entonces qué? ¿Con qué derecho pedimos la salud? ¡Si el propio Dios no fue en su vida terrenal sino una continua llaga!

Quiero venir a decir con esto que el sufrimiento es consustancial a nuestra naturaleza terrenal y que en vano podemos huir de él. Antes bien éste nos asemeja más a Jesús, y nos lleva a identificarnos más con Él (¡Qué cosa más hermosa, identificarse con Dios!).

Pero las palabras no siempre son suficientes ante el sufrimiento del enfermo. Éste demanda desesperadamente consuelos materiales, no espirituales.

El duro, durísimo camino de la enfermedad. Y especialmente el de la enfermedad crónica, sin expectativas, el de las personas inmovilizadas, el de las que ni siquiera pueden hablar o hacer algo aparte de sufrir.

Pero cuando no hay remedio material que ofrecer, es el remedio espiritual el que se erige como bálsamo que al menos alivie el sufrimiento, y le dé un sentido.

Hay que hacer comprender al enfermo, que no está solo, que Dios está ciertamente con él, más que con cualquier otro ser, por muy dificil que sea entender esto.

Y él a su vez, ha de estar también con Él. Mejor hacer este camino con Jesús que hacerlo sólo. Las penas acompañadas son menos penas, pues las compartimos con el otro. Y qué alivio más grande, qué bálsamo más suave, que lilimento más gratificante el de la compañía de nuestro Jesús, adalid del sufrimiento, campeón de dolores.

Pues ciertamente que el enfermo está solo. Muy pocos son los agraciados que tienen junto a ellos de forma continuada a alguien que les ame y les quiera. Y aunque sea así, seguramente a ellos no les parece de esa manera. ¡Dales Dios mío perseverancia y amor a todos esos cuidadores! y sobre todo, ¡Dales fe a todos esos enfermos!

Cuando se habla de enfermedad, hemos de hablar de fe, y de esperanza. Un enfermo ateo, ¡qué tristeza más grande!, ¡Qué masoquismo tan insoportable! Ciertamente que son dignos de lástima, pues están solos ante la enfermedad. No sólo no tienen la compañía inestimable de Jesús, sino que además tampoco tienen ante sí la vida eterna. El sufrimiento se duplica, la muerte es deseada en si misma. ¡Horror de horrores!

Pues ciertamente que los enfermos son los más pobres de entre los pobres, ya que la salud es la mayor riqueza de todas las materiales.

Muchos archimillonarios enfermos preferirían verse en harapos pero con salud, antes que continuar en su situación.

Acerquémonos pues a esos sufrientes, pues de ninguna otra forma podemos hacer mejor servicio a nuestro Dios.

Pues Dios está más cerca de ellos que de cualquier otro, pues son los más necesitados. Podemos ver su rostro en el rostro doliente del enfermo, podemos ver su cuerpo y sus llagas en el cuerpo maltrecho del enfermo. Podemos en definitiva servirle y acogerle de manera formidable en la acogida y la atención al enfermo. Y no sólo en sus cuidados materiales, sino también en la dicotomía de la fe.

Pero Dios no puede interponerse en la libertad de los hombres. Han de ser estos los que inventen los remedios, descubran las vacunas, y se sirvan de la enfermedad para santificarse, tanto los cuidadores como los enfermos.

Para el antiguo Israel, los pecados se pagaban en este mundo. Al estar poco desarrollada la escatología, la satisfacción inherente a las malas obras (al incumplimiento de la ley), tenía su reflejo inmediato en las calamidades que le acontecían al sujeto, o a la nación (la ira de Yahvé).

Las enfermedades (epidemias al nivel nacional) eran uno de los «castigos» más frecuentes.

Desde el advenimiento de la era mesiánica, el concepto de enfermo ya no se asocia al de pecador. Aunque en muchos casos sirva la enfermedad para reconducirnos y recapacitar sobre nuestra vida, lo cierto es que la mayoría de las veces le acontece al cristiano como medio a través del cual se forja y templa la voluntad de fe que la divinidad pone en cada hombre.

Hemos de aceptar la enfermedad tal y como viene y no dudar de Dios, ya que como dice Job, si tan alegremente recibimos de Él los bienes ¿por qué no recibir los males? (Job 10, 2). Ten en cuenta que los trabajos duran un momento y el descanso es eterno. Mientras no se pierda a Dios, cualquier otra pérdida, como la salud, es una minucia. Y a Dios le tienes en la pequeña cruz de tu enfermedad. La verdadera salud es la del alma; la verdadera enfermedad, el pecado.

«Al justo no le entristecerá cualquier cosa que le suceda, porque sabe que todo viene trazado por la providencia de su Padre celestial» (Prov 12,21).

Libres de todo lo material, estaremos más cerca de lo espiritual. «Hijo mío, no quiero que ninguna cosa se interponga entre tú y Yo. Líbrate de todo lo material para que, desnudo, estés más cerca de Mi». Estas palabras se las ha confiado Jesús a muchos santos y santas en la intimidad del éxtasis. No nos asustemos, si incluso ese desprendimiento incluye también desprenderse de la salud.

Pero no nos confundamos; Dios no quiere nuestra infelicidad. El enamorado sufre por su amada, pero no es infeliz. Son conceptos diferentes. Dios sufre con el sufrimiento de sus hijos, pero les espera a éstos para darles toda una eternidad bienaventurada de placeres y consuelos en la morada perpetua de la felicidad.

 

Contra la desesperanza.

Hay muchas personas que no quieren ni oir hablar de Dios ni de religión, y que tienen un odio casi visceral a todo lo que se relacione con ello.

En cuanto se menciona el tema, te cortan en seco y sólo su buena educación les impide proferir reproches de más alto tono.

En el fondo, ese desprecio se debe al desengaño experimentado por todos los que buscan en la tierra el paraíso. No se dan cuenta de que son realidades, dimensiones diferentes.

Quieren comparar al hombre con Dios, y se estrellan en la desesperanza. Atribuyen a Dios la responsabilidad directa de los males del mundo, por su inactividad ante los mismos. No se dan cuenta de que es la libertad del hombre mal utilizada la causa de esos males, y contra la que Él no puede hacer nada pues sería negarle al hombre su propia esencia, la esencia que le hace «persona» y no «cosa».

El mundo no puede ser perfecto, puesto que el hombre no es perfecto, y el mundo está formado por hombres. Como ya dije antes, la tierra es tierra, y no cielo. Se frustrará el que busque el cielo en la tierra.

Sólo Dios proporciona la perfección, pues sólo Él es Perfecto. Por tanto acercándonos a Él conseguiremos obtener algo de esa perfección que emana de Él, y por ende transmitirla al mundo. Es ésta la única via de perfección que puede obtener el mundo, la que se consigue acercándonos a Dios.

Precisamente es la esperanza la virtud del cristiano, la virtud de la fe. La esperanza de pasar a la segunda fase de nuestra vida, pues esta primera no es la misma, es la antesala.

Es difícil hacer entender este mensaje a las personas que buscan en Dios solamente la solución de sus males en la tierra, y que se olvidan de la dimensión escatológica. Cuando Dios les «traiciona», reniegan de Él.

«Mi reino no es de este mundo» dijo Jesús a todos los que buscaban en el Mesías a un libertador político-militar (Juan 18, 36). Por eso los judíos renegaron de Él, por que no les salvó del aquí y ahora (¡aunque les ofreció la salvación eterna!). Y el mismo error cometen hoy los que de nuevo buscan en Dios una fuente de salvación terrenal.

La salvación que ofrece Dios no es terrenal, sino ETERNA. ¿Que es el tiempo comparado con la eternidad?

«Si, pero yo estoy aquí y ahora, en el tiempo. No sé lo que me deparará el mañana».

¡Visión miope que sólo ve de cerca y que carece de fe y esperanza! El miope sólo ve nítido de cerca. De lejos sólo aprecia formas, sombras, ve borroso y no se fía… Circunscribe su círculo vital al espacio donde se siente seguro.

Se necesita mucho coraje para decir SÍ, CREO, palabras duras, a veces imposibles, pero también indispensables para llegar al que es la fuente de todo, y también para llegar a la felicidad terrena en medio del sufrimiento:

Reproduzco a continuación el poema «Te buscamos» de Rafael Lizcano Zarzeño, que refleja de manera certera y ciertamente bella lo dicho anteriormente.

«Te buscamos señor, sólo un instante de la extrema largueza de tu día.
Y mil veces rozamos la agonía de no verte teniéndote delante.
Mil veces te nos ponen en menguante multitud de
reflejos de luz fría,
que un trágico conjuro nos envía, a esta celda de carne itinerante.
Pero Tú estás aquí, sobre el olvido, bajo lo más profundo de la duda, abrasando de luz la única vía.
Y llevarás feliz hasta tu nido,
a todo el que guiado al fin
acuda,
a abrazarte en tu santa Eucaristía».

 

El alma clavada a la roca

En una ocasión, una vecina de mis padres me contó una historia de como había dejado olvidado el monedero en un puesto ambulante, y de como una semana después, al ir a reclamarlo, los dueños del puesto se lo reintegraron. «Es que somos de una religión que nos prohibe mentir y quedarnos con lo que no es nuestro» «¿Y que religión es esa?». Preguntó la vecina admirada. «Cualquier otra persona se hubiera quedado con el monedero». «Pues mire señora, somos Testigos de Jehová».

¡Qué lección nos dan aquí los protestantes! Pero vamos a ver, ¿es que nuestra religión, la católica nos permite acaso mentir y robar? ¿Es que allí el castigo es mayor? Desde luego que no. Entonces, ¿Cual es el problema?

El problema no existe como tal. Simplemente es la mayor cohesión y fervor que existe en las comunidades pequeñas.

Pero un católico comprometido ha de huir del pecado incluso del más leve, de la misma forma que el alejado huye de no darse caprichos y placeres rápidos. Pues si ciertamente Dios es para nosotros TODO, y cuando digo todo, quiero decir aquello sin lo cual no se puede vivir y que más valdría morirse que perderlo, entonces, ¿cómo podemos entonces repudiarlo mediante el pecado? Pues el pecado, hasta el más leve es la ofensa a Dios más profunda, es la ofensa a Aquello que es nuestro Todo, quien da sentido a nuestra vida. Pues Dios es para nosotros como la gasolina sin la cual el coche no puede funcionar, como el viento sin el cual el molino de nada sirve, como la electricidad sin la cual la más moderna de las máquinas no es sino un bulto que estorba.

¿A qué entonces la locura, la irresponsabilidad, la suma idiotez de aserrar el clavo que nos sostiene a la vida, y sin el cual nos precipitaríamos al abismo insondable de la muerte y del sufrimiento?

No pequemos más por favor, y no pensemos que un pecadillo de nada a Dios no le disgusta. Pues claro que las cosas graves hacen más daño, pero no por ello las pequeñas carecen de importancia. Una taza de café derramada entera sobre el traje blanco de los domingos es algo mucho más feo que una salpicadura. Pero no por ello nos íbamos a dejar salpicar como si tal cosa.

Una mentirijilla dicha para salir de un apuro también es aserrar el clavo. Quizá no lo suficiente para hacernos caer, pero debilita nuestro sostén en cualquier caso.

Por el contrario, una postura firme de reconocimiento de nuestros errores nos ennoblece y lejos de aserrar el clavo, es como si le hundiésemos más en la roca firme para que nuestra sujeción esté más asegurada. ¡Que felicidad más grande entonces! Poder estar más cerca, más unido, más sumergido en el mar infinito de Dios, para que cuando venga el viento definitivo que nos arrebate de esta vida, podamos tener la seguridad de que ese viento por muy impetuso que sea no nos arrancará de aquello a lo que con tanto amor y fervor nos hemos unido.

 

La maldad o bondad de las personas

Al contrario de algunas sectas protestantes, los católicos afirmamos que la predestinación no existe. Nadie está predestinado desde su nacimiento al infierno, o al cielo, o a ser esto o aquello. El destino de una persona no está escrito de antemano por nadie, ni siquiera por Dios, pues Él respeta nuestra libertad y no nos condiciona como si fuéramos autómatas, con un programa de ordenador predeterminado en el cerebro.

Otra cosa es que Él, como supremo conocimiento, sepa cual va a ser el destino final de alguien. Pero una cosa es saber algo, y otra es hacer que ese algo ocurra.

Hay gente que piensa que Dios tiene preparado un proyecto para cada persona. Y así se oye decir muchas veces que fulano está destinado a algo grande, o que mengano ha hecho algo por que lo ha querido Dios.

Esto es verdad hasta cierto punto. Quizá Dios maneje, o pueda manejar algunos acontecimientos, bien a iniciativa propia o bien por petición de otra persona. Pero siempre, repito, siempre la decisión final ha de ser adoptada por la propia persona. Puede que alguien pueda ser conducido hacia una encrucijada, pero la opción de ir por un camino o por el otro será finalmente del propio individuo.

Por eso nadie es bueno o malo por que Dios lo quiera, sino por que lo quiere él.

Y nosotros no nos podemos arrogar el poder de enjuiciar a nadie. No nos corresponde ese papel. No podemos decir fulano es malo, mengano es bueno. Sólo Dios conoce el corazón de las personas y dará a cada cual según se merezca. Mejor dicho, según merezcan sus obras, pues como digo nadie es malo o bueno «per sé». Muy al contrario, las personas, de ser algo por naturaleza, son buenas pues son obra del poder creador de Dios.

Igual ocurre con las cosas. No existen cosas intrínsecamente malas o buenas. Los objetos, o los productos del hombre no son catalogables en sí mismos, sino más bien según el uso que se les dé. No se puede decir que tal o cual cosa se mala o buena, sea lícita o ilícita, sino que hemos de atender a la finalidad que las personas usuarias quieren darle a esa cosa.

Así por ejemplo, no se puede decir que las armas sean malas, pues un cuchillo pude servir tanto para matar a una persona como para cortar trigo con el que hacer pan y alimentar a un niño hambriento. Tampoco la energía nuclear es mala por sistema, pues puede servir (y sirve) para calentar el hogar de una familia en Siberia.

En definitiva, no es moralmente correcto catalogar ni juzgar a nadie. Nuestros pensamientos o palabras hacia alguien nunca podrán ser categóricas. No podemos ni tan siquiera decir «fulano tiene comportamientos que a mi entender son malos», pues no sabemos la intencionalidad, ni la finalidad, ni las motivaciones que fulano pueda tener. Y aunque las sepamos, repito, no somos quienes para juzgar a nadie.

«No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados». (Lc 6, 37).

 

Sobre la confianza en Dios

Hay un dicho de Santa Teresa que ya he repetido aquí en más de una ocasión: «Haced todo por Dios, con Dios y para Dios; pues sólo Dios basta, y quien a Dios tiene nada le falta» ¡Qué palabras tan sabias! ¡Qué consuelo tan estupendo!

Pues ciertamente, si nos aplicáramos esta máxima, si recordáramos esto en cada minuto de nuestra vida, realmente nuestra existencia sería más llevadera, más consoladora, más esperanzada, más «trascendental».

¿Entonces, por qué no lo hacemos? Pues básicamente por la miopía religiosa que tenemos, por la falta de impregnación sobrenatural que nos caracteriza.

Imaginemos un niño de cuatro ó cinco años al que alguien encierra en un sitio tenebroso y desconocido con gente que se comporta de manera hostil. El niño lógicamente tendría una reacción de terror. No hace falta ser padre para imaginarlo (aunque éstos lo comprenderán más vivamente). Si de repente aparece la madre del niño junto a él, éste automáticamente dejaría de llorar, se agarraría a su madre, y todas sus inquietudes y temores desaparecerían en el acto.

Él no necesita más. Sabe que con su madre está a salvo, y que no tiene nada que temer. Por mucho que exista riesgo para ambos, el niño no es consciente de ello y lo único que le puede inquietar ahora es que de nuevo le arrebaten la compañía de su madre.

¿Por qué nosotros no nos comportamos como este niño? ¿Por qué teniendo un Padre como el que tenemos (al lado del cual no merecen los otros padres el nombre de padres), y que además NUNCA NOS ABANDONA y siempre está con nosotros, por qué, repito nos preocupamos de otras cosas? La única preocupación que deberíamos tener, siguiendo el ejemplo del niño, sería la de perder a nuestro padre, que éste desapareciera de nuestro lado.

Y a Dios sólo le podemos perder por el pecado. Pecando es como ahuyentamos a Dios de nosotros, pues hacemos intrínsecamente una opción contraria a Él.

Dios no se impone a nadie a la fuerza. Si alguien voluntariamente hace una opción de rechazo de Dios, Él no puede hacer nada contra nuestra libertad. Él no quiere retener a nadie por pura obligación, sino por amor.

Pero no hemos de preocuparnos, pues como ya digo, Él nunca abandona a los que quieren estar con Él.

Dios ciertamente que no abandona a sus hijos. Ni siquiera a los descarriados. A estos ciertamente menos que a los demás, pues ya dice el Evangelio que el buen pastor deja abandonadas a las 99 ovejas y se va en busca de la que se ha perdido (Lc 15, 4-7).

Así pues, Dios cuida de todos sus hijos y no permite que ninguno sufra daño alguno.

Sólo si estos lo desean voluntariamente, Dios se rinde a su voluntad, pero no sin antes hacer lo posible para que se corrijan.

Entonces, ¿Qué podemos temer teniendo semejante protección? Si me acontece una desgracia, ¿Por qué he de entristecerme? ¿Acaso no ha ocurrido así por que Dios lo ha querido? Y si Él consiente que me acontezca una desgracia, siendo como es Todopoderoso y Omnipotente, y siendo yo su hijo (¡un hijo de semejante padre!) a quien ama y mima infinitamente, ¿no será acaso por mi bien?

Si; ciertamente que no debo temer nada, y si temo sería como un desprecio, una falta de confianza en su poder, en su omnipotencia, una falta de fe...

«Si, pero ¿Y si Dios no quiere saber nada de mí? ¿Y si me abandona a mi suerte, y me deja a merced del mundo?». Pues ni siquiera este miedo hemos de tener. Por que si tú quieres estar con Él, Él estará contigo. Si tú quieres su compañía y su protección, Él te la dará y te la dará aunque no se la pidas. Pues a Él lo llevas dentro de ti, de suerte que como dice San Pablo es Él más en ti que tú mismo (Gal 2, 20).

Otra cosa es que tú libremente hayas optado por echarle de tu vida, que hayas preferido el pecado a su dulzura y a su protección. Que te hayas llenado de vanagloria y de suficiencia, y que prefieras valértelas por ti mismo y no quieras cuentas con Él. Entonces le habrás crucificado de nuevo, y Él muy a su pesar, no podrá entrar de nuevo en tu vida, pues se opondría a tu libertad y a tu decisión soberana.

Entonces te darás cuenta de que sin Él no eres nada, de que es absurdo preferir una bombilla a la luz del sol, y de que no se puede tener el corazón compartido. No puedes tener a Dios en una mano y al demonio en la otra, pues el fuego y el agua no pueden coexistir.

Habrás pues de pedirle a Dios que vuelva a ti, de corazón, sinceramente, con el corazón contrito y humillado, a través del sacramento de la Reconciliación. Y entonces Él volverá a ti y no te abandonará a no ser que le vuelvas a echar.

Entonces no tendrá sentido el miedo. ¿Tienes la conciencia tranquila, y libre de pecado? ¿Haces lo que puedes para continuar en el camino de la virtud? ¿Has cumplido con los deberes de tu estado? Si las respuestas son afirmativas (¡es tan fácil!) puedes abandonarte a la Santa Indiferencia.

Es esta una gran ventaja, pues si bien el niño es impotente para retener a su madre si está quiere abandonarle, no es así en nuestra relación con Dios. En este sentido se puede decir que tenemos «la sartén por el mango», ya que Dios JAMÁS rechaza a todo el que con corazón sincero quiere estar con Él. Al contrario, nos está esperando con los brazos abiertos.

 

¿Sólo se vive una vez?

Una respuesta afirmativa a esta pregunta es la que dan la mayoría de las personas de hoy en día. Al menos así piensan o cuando menos actúan conforme a ese principio.

Para los que tenemos fe, esa perspectiva vital nos da pavor. Nos cuesta mucho pensar cómo la vida se les escapa de las manos según pasa el tiempo, en una cuenta atrás inexorable, que, para ellos, termina en la nada.

La vida sin fe es como caminar en la noche sin una luz que te guíe. La secularización de la vida es como una enfermedad que origina falta de percepción y por tanto no se «percibe», que sin la luz de la fe se va dando tumbos. Unos tumbos que son en definitiva las rebeliones de nuestra naturaleza hacia el hastío que sufre tras el disfrute ciego de los placeres materiales, hacia el vacío que se experimenta cuando se busca la felicidad fuera de Dios.

Y es que nuestro corazón siente un impulso hacia una plenitud ilimitada. Pero debe aceptar que sólo en Dios encontrará ese espacio sin confines y sin límites que anhela tan profundamente.

Pero volviendo a la pregunta inicial, ¿sólo se vive una vez?

«Pues claro, ¿Acaso ha vuelto alguien para confirmar lo contrario?».

Hombre, se podría discutir, pero aunque fuera así, ¿acaso el que no vuelva nadie significa que no hay vida? No es una condición «sine qua non» es decir, no son dos condiciones autoexcluyentes, puede haber perfectamente una vida más allá de la muerte, y que nadie vuelva a la anterior.

Recuerdo a propósito de esto, que los detractores de los viajes en el tiempo han argumentado siempre que no son posibles, puesto que nadie ha vuelto del futuro. Pues bien, recientemente los científicos han demostrado, al menos teóricamente, la factibilidad de este hecho.

Quiero decir con todo esto algo que ya he dicho en alguna ocasión, y es que no se puede demostrar que Dios no existe, y que si bien muchos son los argumentos de nuestros detractores para negar la existencia de Dios, ninguno es ni mucho menos definitivo, y siempre tenemos contra-argumentos contundentes para echar por tierra todos los suyos. Y no sólo con la lógica y la teoría, sino con la experiencia repetida y constatada de los que vivimos esta realidad ilusionante colmada de expectativas, de dicha y de felicidad.

 

La ascética

El ascetismo no es masoquismo. La renuncia a lo placentero no significa amor al dolor, al igual que un día no soleado no es un día lluvioso.

De todos es sabido que lo material es diametralmente contrario a lo espiritual, y por tanto, cuanto más nos separamos de lo uno, más estamos preparados ante lo otro.

La privación voluntaria de los bienes materiales y de los placeres del mundo, otorgan al ser humano una mayor capacidad para la recepción de los bienes y placeres espirituales. El gozo de estos placeres dan al hombre una felicidad más auténtica, más duradera y más intensa.

Se siente más cercana la presencia de Dios cuanto más se aleja uno de lo material. Y puesto que sólo Dios es el verdadero gozo y la verdadera felicidad, el camino a seguir es claro.

La eliminación de las interferencias mundanas hacen al alma abrirse a la meditación, a la tranquilidad, al acogimiento diáfano, sin barreras, de la esencia divina. De esto saben mucho las religiones orientales. Es como si todas estas manifestaciones etéreas fueran incapaces de asentarse, de entrar en el cuerpo saciado de bienes materiales y de placeres mundanos. Es al descargarse estos, cuando lo espiritual ocupa el hueco existente que antes no había.

«Ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro» dice Jesús (Lc 16, 13). Y máxime cuando ambos «señores» son tan diferentes.

El ascetismo por sí solo no es un medio para ganar el cielo. Privarse de comer ese pastel que tanto te apetece no te hace ganar puntos con los que comprar el paraíso (a no ser, por ejemplo, que entregues el dinero que te ahorras a los pobres, o que lo hagas como sufragio de la Iglesia Purgante). La ascética sin contrapartida no tiene valor ante Dios, aunque sí ante uno mismo, porque abre el alma a la recepción de las cosas espirituales.

En el deporte, no te dan la medalla por entrenar bien, sino por ganar la carrera. Pero la carrera no la ganarás si no has entrenado bien.

En el fatídico y crucial momento de la muerte, qué reconfortante debe ser tener la certeza espiritual de la cercanía de Dios. Cuántas fortunas se darían por esa sensación experimentada en ese preciso momento. Fortunas que no se atesoran en un banco, pues estas no valen nada, sino que más bien son un lastre que ahuyenta la sensación divina y a Dios mismo. Las fortunas válidas son las conseguidas a base de toda una vida de privaciones, voluntarias o involuntarias, de desprendimientos, de manifestaciones de bondad y de caridad.

En el momento cumbre de nuestra existencia, hemos de presentarnos vestidos con nuestras mejores galas. Hemos de recibir al esposo del alma «con las lámparas encendidas» (Mt 25, 1), para de esta manera, en el último instante de nuestra vida temporal, tener la seguridad de fijar nuestra voluntad en Dios, y así proyectarla a toda la eternidad.

 

La dignidad de los príncipes

Una persona importante... ¿Qué es lo que da la importancia a las personas? ¿Qué es lo que hace a una persona ser «más» que otra?

En primer lugar, nadie es más que nadie.

Muchas personas se sienten pequeñas, insignificantes, cuando se comparan por ejemplo con alguien con carrera universitaria. O ante un alto funcionario del estado, o ante un rico empresario y sus allegados. El dinero, la posición, el coche... son los signos que identifican a uno de esos «grandes».

Sin embargo, todos esos atributos pesarán menos que una brizna de paja en la balanza real que mide la grandeza de las personas.

¿Quién se puede atrever a menospreciar o a infravalorar a aquel mendigo harapiento, a aquella «chacha» analfabeta o a aquel rastrero inmigrante? Porque, incluso aquel maloliente tuercebotas de bajo coeficiente intelectual es HIJO DE DIOS y HEREDERO DEL CIELO.

¡Qué dignidad tan elevada! ¡Qué posición tan importante! ¡Qué título más grande! Y yo añadiría otro: PREDILECTO DEL ALTÍSIMO. El mismo Señor Jesucristo Hijo Unigénito de Dios Padre se hubiera encarnado, aunque ese indivíduo fuese el único habitante de la tierra. ¡¡Sólo por él se hubiese dejado crucificar!!

Así pues, debemos abandonar nuestra pretendida superioridad a la hora de enjuiciar a los demás, y tener siempre en cuenta que el prójimo no es sólamente aquel que es semejante a nosotros, sino que también son prójimos aquellos que no guardan con nosotros similitud alguna.

No es la apariencia externa la que hemos de tomar como referencia para juzgar o valorar a una persona. Una bolsa de tela de saco puede contener monedas de oro, mientras que un cofre de madera de ébano puede estar vacío, y sólo sirve para adornar un mostrador.

Tan sólo los sentimientos del corazón, la caridad y la bondad son las posesiones que se deben poseer, anhelar e imitar.

«En la noche de nuestra vida, todos haremos cola ante la Puerta de la Gran Sala de Audiencias, donde el Juez Supremo pronunciará la sentencia inapelable de nuestro destino eterno. Y allí estaremos desnudos, en la única fila, ante la única puerta, sin ropa, sin anillos, sin nada; con todos nuestros actos al descubierto. Y preguntarás al de delante: ¿Y tú, que fuiste en el mundo? Yo fui albañil, ¿y tú? Yo fui rey. Pues yo fui esclavo. Y Yo fui Papa, dirá otro... Y... ¿Quién es aquella figura erguida, imponente, deslumbrante, que está a la derecha del Juez...? Si. Yo le conozco, dice uno de la fila. Y continúa: Aquel era jorobado y bizco y pedía limosnas en la esquina de mi palacio».

 

La muerte no es el final

Hace poco, al notar la ausencia en cierto lugar de una persona que, por motivos que no vienen al caso, se hace omnipresente, dije bromeando «¿y fulano? ¿Es que se ha muerto?» y alguien contestó: «¡hombre, no le quieras tan mal!».

El cristiano no debe desear la muerte. Hay mucho que hacer en este mundo. Hay toda una vida apasionante llena de alegrías, y de amor derramado en pos de los necesitados, de los sin fe, de los familiares y amigos, una vida que hemos de vivir a tope, sin límites en el amor.

Pero sin embargo, no hemos de perder de vista que como en toda carrera, también la carrera de la vida tiene una final. Y en este caso, el final se llama muerte.

Pero no hemos de asustarnos ante esta palabra (eso reservémoslo para el ateo).

Para el cristiano, la muerte es una liberación. Es el soltarnos los grilletes que nos impiden movernos con libertad. Es librarnos del yugo que pesa sobre nosotros y que nos hace andar jorobados. Es el abrirse la puerta de la cárcel en la que estamos encerrados. Es, en definitiva, penetrar en la inmensidad inefable del paraíso eterno de bienaventuranzas y felicidad que Dios, como manifestación de su amor hacia nosotros nos tiene reservado.

Ante esta perspectiva, ¿qué sentido tiene una frase como esa de ¡hombre, no le quieras tan mal!? Es un contrasentido, una burla, una mofa como la que hace aquel que dice que no hay suficiente luz en el mediodía despejado del trópico.

No nos asustemos pues ante la muerte. Ni tampoco nos escandalicemos de quien sin buscarla la desea. También el corredor de maratón anhela la meta tanto más cuanto más pesan los kilómetros, y desea que llegue. Y la aguarda, «como el centinela aguarda a la aurora» (Salm 130, 6).

 

La alegría de ser viejo

En la sociedad de hoy se considera casi un insulto decirle a alguien que es viejo. Los adjetivos «jubilado» o «pensionista» no gozan de mejor estima. En su lugar se emplean apelativos como «tercera edad», o el muy socorrido de «personas mayores».

Es una consecuencia lógica de la sociedad consumista y materialista, donde la limitación de las condiciones físicas ó estéticas suponen inferioridad. Para más inri, y a diferencia del pasado, ni siquiera la experiencia ni los conocimientos acumulados en tantos años sirven de algo. En la sociedad de la informática y de las nuevas tecnologías, la sabiduría de la época anterior pre-informática está obsoleta. Parece que los viejos no son sino una carga...

Un conocido mío, ya provecto, envidiaba mi juventud, y me decía algo así como «¡Quién pudiera volver a ser joven!». Cierto es que a nadie le gusta estar achacoso o padecer dolores, pero la verdad es que la senectud tiene un encanto que sólo los cristianos podemos apreciar (¡otra ventaja más sobre los ateos!).

Y es efectivamente el estar cerca de Dios.

¡Pues claro! ¿Cómo no valorar pues la vejez? Tan sólo si has malgastado la vida en veleidades y banalidades puedes tener motivos para querer volverla a vivir; es decir, si la has desperdiciado viviendo de espaldas a Dios. Pues ya se sabe que de cara a la eternidad, la vida, ese pedazo de tiempo con el que comienza el no-tiempo, es una oportunidad única e irrepetible.

Pero para el cristiano, a quien después de tantos años de llevar la cruz sobre los hombros a imitación del Maestro, de sufrir en este valle de lágrimas, se le dice eso de ¡quién volviera a ser joven! No puede sino esbozar una mueca.

Es lógico. Recordemos al corredor de maratón del capítulo anterior. También el peregrino que hace el Camino de Santiago y que está a las puertas de Galicia, no envidia al que está en Roncesvalles. El soldado que está cerca de licenciarse no envidia al recluta. El obrero que termina su turno no se cambiaba por quien le releva.

La vida no es sino un lento peregrinar hacia Dios, nuestro destino natural. Allí nos espera el descanso sin medida, la recompensa eterna, el maná divino, el premio celestial, la riqueza colmada, el gozo perpetuo, la finalización definitiva de los sufrimientos terrenales y la exaltación infinita de los goces.

¿Cómo no estar ansiosos por llegar? No puede ser sino insensatez o locura el querer demorar su posesión cuando ya se le tiene a tiro de piedra, cuando ya se le está casi rozando con los dedos...

Vuelven de nuevo a mi mente las palabras de San Agustín: «Nos hiciste Señor para Ti, y nuestra alma no descansará hasta que repose en Ti».

Así sea Señor, permítenos consumir y arrasar nuestras vidas en el servicio al prójimo para que cual viñador nos recojas como al fruto maduro, en nuestra madurez y plenitud, y podamos descargar en tus manos todas nuestras buenas obras.

 

La esclavitud del miedo

Decía en el capítulo anterior que el ateo tiene miedo a la muerte. Bueno, puede que sí, pero en realidad a lo que tiene miedo de verdad es a la vida. Miedo a no aprovecharla convenientemente. Miedo a ser un fracasado, a no alcanzar esto o aquello, o a perder lo que ya tiene.

El pobre teme que vayan pasando los días y no salga de su pobreza. Teme morirse abrazado a la misma miseria de siempre, o a perder lo poco que ya tiene.

El rico teme aún más. Teme perder el dinero, el status, la salud, la libertad, los placeres que sostienen su vida.

El temor y el miedo dominan el horizonte del ateo desde el principio al fin de su vida, desde el amanecer de cada día hasta el anochecer.

El cristiano en cambio, es LIBRE. Si, libre con mayúsculas, pues no tiene nada que perder, sino TODO por ganar.

Es libre por mucho que se crean los ateos que no lo es, que los libres son ellos, cuando es al contrario.

El ateo piensa que el cristiano no es libre, pues tiene mandamientos y reglas que le impiden hacer ciertas cosas. Pero en realidad los mandamientos no son sino garantías de libertad, pues impiden precisamente las conductas esclavizantes.

El único miedo que puede tener el cristiano es al pecado. Pero el pecado no le hará daño si él no lo quiere. Tan sencillo como eso. Nadie puede temer que un perro encadenado le muerda, pues es tan simple como no acercarse a él.

Los miedos del ateo, sin embargo, sobrepasan sus capacidades de control.

 

Darío

Hace algún tiempo, en un restaurante, oí a una señora que llamaba a su hijo: ¡Darío!, !Darío!...

Según parece, el niño estaba haciendo alguna travesura, y su madre le vociferaba ostensiblemente.

Me molestó quizá el escándalo que estaba dando la señora en cuestión, y también por que no decirlo, la falta de educación y de tacto que emanaba de todo el asunto.

Engreído por una pretendida superioridad intelectual, y al constatar que la señora exhibía ciertamente pocas dotes de poseer algún conocimiento académico, pensé: ¿sabrá acaso esta mujer quien fue Darío?

Pero inmediatamente recapacité y discurrí más o menos en estos términos:

«Probablemente no sepa quien fue Darío, o como mucho, sabrá que fue un rey de cierto país llamado Persia. Pero bueno, ¿y qué? ¿Soy yo superior a ella por saberme la vida y obra del rey Darío? ¿Acaso no hay otros que saben mucho más que yo de esto y de muchas otras cosas, y a cuyo lado soy yo menos que esta mujer lo es de mí?».

«Seguramente ella tendrá cualidades que yo no tengo, y que probablemente yo no tenga nunca. Seguramente que, como madre, es capaz de desarrollar una ternura y un desprendimiento hacia su hijo que pocos padres pueden llegar a tener. Seguramente, en fin, no sabrá quien fue Darío, pero quizá sabe mejor que yo (seguramente) como cuidar, atender y tener paciencia con un niño, virtud que a mi me falta».

Toda esta cura de humildad realicé en un instante, y al final he de reconocer que le he de estar agradecido, no sólo por espabilarme, sino también por darme pie a escribir este capítulo.

Pero sigamos filosofando un poco más.

Ciertamente, es bueno conocer los acontecimientos del pasado. Saber lo que significó un personaje clave de la historia en el devenir de los acontecimientos y en la vida de las personas es importante para tomar conciencia de nosotros mismos, y además, todo saber edifica al ser humano.

Pero, ¿realmente es algo tan vital? ¿Es más importante tener conocimientos que tener caridad? ¿De qué le valió por ejemplo al mismo Darío ser uno de los más grandes reyes del imperio persa, y por ende de la antigüedad? ¿Qué clase de tesoro es ese a la hora de presentarlo a Dios el día de dar cuentas?

¿No habría preferido el mismo Darío presentarle al Todopoderoso una vida de reclusión en el anonimato de la más profunda y oscura celda de un monasterio medieval donde todos los días de su vida hubiera estado rezando por sus semejantes?

Ciertamente que ser rey, por sí mismo, no es una de las cosas que forme «curriculum» a la hora de presentar nuestra candidatura al paraíso.

En definitiva, los conocimientos por sí solos no son motivo de orgullo para una persona.

De nada vale tener mucha cultura si ésta nos constituye en personas engreídas y jactantes. Es más, nos perjudica si ese es el caso.

Hay que aprovechar los conocimientos para invertirlos en mejorar la vida espiritual y material de las personas, para construir un mundo digno y para que se beneficien nuestros semejantes.

Si se obra de esta forma, sí se puede estar orgulloso, y con razón, de ese saber.

 

Más sobre la fe

La fe es un don de Dios. De eso no hay duda. No se puede obtener de la noche a la mañana. Es una virtud diferente a las demás, en el sentido de que no basta con querer tenerla, como sucede en el caso de la esperanza, de la piedad o del amor.

Es necesario, además, que Dios nos la quiera dar.

¿Significa esto que somos impotentes por nosotros mismos de obtener la fe? ¿Hemos de resignarnos pues, a la arbitrariedad caprichosa de Dios?

Designar la obtención de fe como una arbitrariedad caprichosa de Dios es ir demasiado lejos. Porque Dios no es arbitrario ni caprichoso, sino todo lo contrario.

Dios es un ser bondadoso y vulnerable, que tiene si se me permite, su «talón de Aquiles». Un flanco por el cual se le puede uno ganar para sí: la oración. La oración es la fuerza del hombre y la debilidad de Dios.

Una oración consecuente con el modo de vida, que en sí mismo sea pura oración. Una oración como esta, cargada de amor, tiene garantías TOTALES de no ser desatendida.

El problema para el descreído es llegar a esta fase. Pero nada es imposible.

La fe es una de esas cosas que si se practican desde la infancia se ejercitan mejor. Siempre será mejor nadador el que aprendió a nadar siendo un bebé, y lo practicó durante su infancia, que el que partió de cero con cuarenta años cumplidos.

Por eso es tan importante la educación de la fe en la familia.

Aunque nunca es tarde si uno cuenta con la ayuda de sí mismo y con la oración (suya o de otros).

Muchos ateos, en el fondo, envidian a los creyentes. Pues nosotros gozamos de una felicidad que ellos no tienen. Muchos quisieran tener fe, pero tienen otras necesidades en su corazón que se lo impiden, y que son incompatibles con Dios. Desean tener a Dios y «demás» todo lo que no es Dios. No se dan cuenta de que tienen el corazón tupido de banalidades y Dios ya no cabe.

Si tienes un cofre lleno de cobre no puedes pretender tener además del cobre oro en el mismo cofre, pues ya está lleno de cobre, y no cabe nada más. Has de deshacerte del cobre, y después, llenarlo de oro. El problema de esta gente es que tienen la falsa idea de que el cobre vale tanto o más que el oro.

Sin embargo, es muy fácil descubrir la falsedad de este axioma. Tan sólo hay que observar un poco la vida y los caprichos del azar, para darse cuenta.

Los placeres y los gozos en los que el hombre de hoy pone la felicidad no son más que un soplo. Hoy los tienes, mañana puede que no. La fortuna puede cambiar de la noche a la mañana, mientras que Dios está siempre ahí, inalterable.

Hay que darse cuenta que la felicidad no consiste en tener lo que se quiere, sino en querer lo que se tiene. Simplemente.

La mayoría de las personas vive una vida muy cercana al ideal evangélico. La práctica totalidad de sus días se desarrollan como los de cualquier otro creyente.

¿Qué te cuesta pues, hacer un poquito más de esfuerzo y desechar las envidias, los rencores, los orgullos, y ser más humilde? Saldremos ganando todos, y te sentirás más a gusto contigo mismo, y los demás también contigo.

Ante la gran pregunta de la eternidad no merece la pena arriesgarse. Seamos prácticos. Aunque sea por puro interés al principio. Cualquier vía de acercamiento es válida cuando se busca semejante meta, cuando la recompensa es tan grande. La fe llegará después. Basta con proponérselo.

Ya sé que al principio es difícil, y que se nos torna casi imposible.

Pero eso mismo debieron pensar esos pintores que, mutilados, decidieron coger el pincel con la boca o con los pies. Efectivamente debieron pensar que era imposible, que nunca llegarían a nada, y muchos seguramente abandonaron.

Pero la voluntad humana es una de las fuerzas más imponentes de universo, y muchos de esos pintores dijeron: bueno, si unos pueden ¿porqué yo no? Y así consiguieron hacer grandes cuadros.

Pues la fe en muchos casos responde al mismo esquema.

Al principio te costará orar. Tu ego, azuzado por el diablo te dirá: «estoy hablando sólo, esto no sirve para nada». Y una y mil veces querrás abandonar. Pero no se construyó Roma en un día.

¡Paciencia! Ten perseverancia. ¡Por favor! ¡No lo dejes! El tiempo corre a tu favor. Cada minuto que inviertes en la oración te quedan menos para alcanzar la fe.

Y, aunque tú no lo veas, hay toda una legión de almas que está contigo, ayudándote, rezando contigo y por tí. Es una gente convencida, ilusionada, esperanzada. Y convencida también de que al final serás uno de los nuestros.

 

El escándalo de los pecados

Una señora me comentó recientemente, mientras aludía a otro asunto, que ella no estuvo casada cuando vivió con su pareja. Me manifestó su sorpresa, cuando yo, (sabiendo ella que yo era cristiano) no me escandalicé, sino que seguí la conversación como si tal cosa.

Efectivamente, no exterioricé ninguna reacción, pues ese es el talante que exaspera a los tibios y dudosos, y que en definitiva ha hecho perder muchas ovejas del rebaño.

Pero es que además, ¿se escandaliza acaso un médico de ver al enfermo, por muy grave que esté? Antes bien, ¿no se preocupa si cabe más por él y le prodiga más cuidados, que a los que tienen mejor salud? Y ¿no es el pecado una enfermedad del alma? ¿Acaso no tenemos los cristianos la obligación de procurar el bien a nuestro prójimo? ¿Pues qué mejor bien podemos ofrecerle que curar sus males y sus enfermedades?

Deberíamos estar más próximos a los pecadores que procurarnos la compañía de nuestros adeptos.

¡Pero qué aberración! (dirán). ¡Un hombre de Dios, mezclándose con los ateos, con los delincuentes, con las prostitutas!…

¡Fariseísmo! ¿Acaso nuestro Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios Padre Todopoderoso no se mezcló con las prostitutas y los publicanos, y fue crucificado entre ladrones? ¿Quién soy yo entonces para procurarme mejores compañías? «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos» (Lc 5, 31).

El buen pastor deja abandonadas las noventa y nueve ovejas del redil y se va tras la oveja descarriada… (Lc 15, 4).

Y es que de esto se deduce que Dios está más próximo de los pecadores (de los necesitados, mejor dicho), que de los justos.

Pues si bien el cuerpo es perecedero y el alma es inmortal, ¿No es acaso más grave la enfermedad del alma que la del cuerpo? ¿Pues cómo entonces no va a procurar Dios con más esmero la curación de los pecadores que la sanación de los justos?

Pero esto no significa, como dicen algunos protestantes, que para estar próximo a Dios hace falta ser un pecador. El que se hace pecador se aproxima a ese perro atado que sólo muerde cuando te acercas a él. La libertad humana es pues un riesgo que controla la razón, pero la razón en el tiempo está sujeta a la carne, y ya se sabe que la carne es débil. Cualquier resbalón, y ¡zas!, te morderá el perro.

El justo sin embargo, está próximo a Dios «per sé». Aunque insisto, ninguna seguridad es absoluta. El diablo no tienta a los pecadores, pues ya los tiene para sí, sino a los justos, para ver si les puede ganar.

Igual hace Dios, pero al contrario, va tras los pecadores para intentar salvarles del abismo y de la infelicidad eterna.

 

Respuestas rápidas a preguntas cortas

- En pocas palabras, ¿qué me dirías para convencerme?

Pues te diría que no tienes nada que perder, y mucho que ganar.

Falso. La religión te libra de las esclavitudes materiales como esas, pues de sobra sabes, que a pesar de esos momentos breves de placer, en el fondo sigues insatisfecho, y buscas rellenar el vacío de tu vida. Estás buscando la felicidad en el «tener», y ese camino no tiene meta, puesto que no existe. Has de buscar la felicidad en el «ser».

Imposible. El apego a lo material es contrario a la vida espiritual. Es como querer encender un fuego en el fondo del mar. Es incompatible el agua con el fuego, lo material con lo espiritual. Además la sensación de llenado y de plenitud espiritual que se obtiene en la religión sobrepasa, supera a la sensación que provocan las cosas materiales. La necesidad de lo material va cediendo paulatinamente. Se prescinde de ello instantáneamente, inconscientemente.

El sitio más idóneo es un monasterio. Allí se dan las condiciones óptimas para ello. En el mundo, también es posible, pero es más difícil. Es como intentar estudiar para un examen en una discoteca. Es muy difícil no distraerse.

Pero ojo, no es imposible. Muchos somos los que «estudiamos en la discoteca» y sabemos abstraernos.

Un amigo me comentaba que una de las mayores dificultades a la hora de aprobar el examen para obtener el carnet de conducir, radicaba en que se hace «en vivo». Se hace en un escenario real, con tráfico real. Uno puede estar haciéndolo muy bien, pero los otros conductores te lo pueden poner difícil, a veces sin querer.

Efectivamente, le dije, ¡qué fácil sería si estuvieras tú solo en la carretera!

No es lo mismo nadar en una piscina que nadar en un mar embravecido. No es lo mismo nadar desnudo que llevar puesto un abrigo de paño y zapatos.

El monasterio, sin embargo, es el recinto idóneo. Uno depende de sí mismo, no tiene influencias externas y es más difícil pecar.

La respuesta a esta pregunta la encontrarás en tu propia vida.

 

El utilitarismo

Seguimos con las preguntas. Esta vez es la siguiente:

La evangelización es uno de los cometidos más importantes que tenemos los cristianos.

Se trata de propagar a Cristo, de anunciar a todos los hombres el Evangelio, que es la buena nueva, la noticia más trascendental de la Historia, que consiste en que Jesucristo ha resucitado, que nos ha rescatado de las tinieblas en las que estaba sumida la humanidad, y que su resurrección predispone la nuestra.

Dios nos está diciendo por medio de la resurrección de su Hijo que hay un camino, que la puerta está abierta, y nos invita a pasar.

Pasar al paraíso, a la eternidad feliz, a la felicidad eterna y bienaventurada, a la rica mesa colmada de dicha del banquete celestial.

Pues el precio de tan inmensa grandeza, de tan copiosa abundancia, de tan fastuosa, espléndida e inconmensurable superlatividad es el siguiente: No existe tal precio, ¡¡es gratis!!

Efectivamente, es gratis. Dios en su infinita magnanimidad se nos ofrece benévolamente en toda su plenitud y se nos entrega TODO.

Tan sólo hace falta un requisito por nuestra parte: que nos lo creamos. Que nos creamos que alguien como Dios nos quiere entregar semejante premio, sin pedir nada a cambio, sin nosotros merecerlo. Porque efectivamente no lo merecemos, pues se lo rechazamos una y otra vez.

¿Cómo te sentirías si a alguien a quien le ofreces sinceramente lo mejor de tu casa, en lugar de aceptarlo o de reconocerte al menos como persona sumamente desprendida y digna de todo elogio, como te sentirías digo, si en lugar de eso te lo arroja a la cara y te llama embustero mientras te da un bofetón?

Ciertamente que te sentirías muy mal, y probablemente no volvieras a ofrecérselo nunca más. Pero Dios sí. Lo sigue ofreciendo una y otra vez y lo da con mucho gusto, como si fuera la primera vez. Aunque sólo sea al final de tu vida cuando en la última pregunta te dice ¿bueno, lo quieres sí o no? y tu dices «sí».

Qué poco cuesta Dios mío, qué poco cuesta. La felicidad eterna está al alcance de la mano, y nuestra extrema vagancia nos impide alargar el brazo y cogerla.

- Bueno, no es vagancia, tal vez sea incredulidad.

Vale, pues aún así, repito, no cuesta nada alargar el brazo y comprobar si eso que se nos ofrece es real o no. Y alargar el brazo significa llevar una vida religiosa y creyente.

No cuesta nada llevar esa vida (cuesta menos y es más llevadera que llevar la vida contraria), y la recompensa es enorme.

- Entonces, ¿quieres decir que la religión es simplemente un utilitarismo, una pretensión egoísta de obtener una recompensa?

No. Eso sería así si yo lo hiciera sin amor, si lo hiciera fría y calculadamente, sin apego alguno a los instrumentos que Dios pone en nuestras manos para nuestra santificación. Vamos, seríamos como los antiguos fariseos.

Sin embargo, esta actuación puede ser válida al principio, sino encontramos ningún otro motivo para adherirnos a la fe. Si ninguno de los argumentos poderosos que emanan de la persona que nos intenta evangelizar han triunfado en nuestro caso. («Si no pecas por amor a Dios, hazlo al menos por temor al infierno»; solían decir los antiguos sacerdotes).

Pero a buen seguro que quien comienza a andar en el camino de la luz no permanecerá en tinieblas por mucho tiempo. Porque si bien es simplemente un convencimiento racional el que al principio le impulsa a andar, no tardará mucho tiempo en imbuirse de la luz, de la radiante fragancia que emana de las profundidades de la religión, y por ende de Dios.

Es como no salir limpio tras darse un baño con agua y jabón, como no oler a perfume cuando uno se lo aplica, como manejar el fuego y no quemarse. Es inevitable.

Del Evangelio emana una frescura, un amor, un candor y un fervor, que es imposible sustraerse a él. Es imposible no experimentarlo, no sentirlo, no perfeccionarlo por pura iniciativa sensible (no racional ahora) cuando uno se imbuye lo suficientemente en él.

 

La prevalencia de las normas

Si tuviéramos que definir con una única palabra a la religión cristiana, creo sin duda alguna que esta palabra sería la palabra «amor». Otras palabras se podrían añadir a continuación como por ejemplo «sacrificio», «humildad», «bondad»…

Pero si me exigieran decir una, y sólo una, esa sería AMOR: Amor de Dios para con nosotros, amor de nosotros para con Él. Amor de nosotros para con nosotros.

Efectivamente, nuestra religión es la religión del amor.

Ya dice El Señor en el Evangelio, «Amaos los unos a los otros. En eso reconocerán que sois mis discípulos, en que os améis los unos a los otros» (Juan 13, 34-35).

San Agustín condensó si cabe aún más los mandamientos cuando dejó escrito eso de «Ama y haz lo que quieras».

El reinado del amor superpone todas las cosas a este principio. No hay nada más importante que el amor, y por amor se prescinde de hacer otras cosas, incluso preceptos religiosos.

Al igual que en las normas de tráfico una señal luminosa prevalece en caso de discrepancia con una marca dibujada, y aquella a su vez deja su paso ante un guardia regulador, también en el plano religioso hay principios fundamentales que, en caso de duda, se superponen a otros.

Y es que no debemos ser esclavos fanáticos de las normas hasta las últimas consecuencias. Nuestra religión no nos aliena, no es como una secta donde todo está regulado al milímetro, donde todo se corta con un patrón estándar y donde se tiene obediencia ciega a un código articulado escrito en un libro.

El único patrón estándard, la única norma ineludible y suprema, es el amor. No hay nada más grande y más absoluto.

Nosotros no somos esclavos de las normas en el sentido en que éstas lo eran para un judío antiguo. «No se hizo el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre» (Mc 2, 27). O, en otras palabras, no se hizo el hombre para servir a las normas, sino que fueron las normas las que se hicieron para servir al hombre, para ayudarle y darle luz.

Por eso, a diferencia de otras religiones, en la nuestra nunca se han ofrecido sacrificios humanos. El hombre está por encima de todo y todo se supedita a él. Sólo Dios tiene la suprema potestad para dar o para quitar.

Dios no nos exige sacrificar a un ser querido para aplacar su ira, ó para cumplir una norma. El sacrificio que Dios nos exige es, en cambio el desprendimiento de las cosas materiales, de los afectos desordenados que no tienen nada que ver con el amor, y que nos impiden caminar hacia Él.

Dios no nos obliga a abandonar a una persona que nos necesita para ir a Misa y así cumplir su precepto. En absoluto. Las personas son antes que las normas. Precisamente el amor que despliegas ante esa persona enferma o necesitada al quedarte con él porque te necesita, es más agradable a Dios que el compartir la fracción del pan con los otros hermanos, a pesar de lo utilísimo y meritorio que resulta el santo sacrificio de la Eucaristía.

En este ejemplo se ve claramente la prevalencia de unos principios generales respecto a una norma particular. Siempre bien entendida, y sin generalidades, sino aplicando el sentido común a cada situación. Todo bajo la atenta mirada del amor y de la caridad.

Y es que el propio Evangelio lo dice, pues ¿cómo abandonar a una persona que te necesita, cómo dañar o escandalizar a aquél que depende de ti? «Quien escandalizare a uno de estos mis pequeños…» (Lucas 17, 1-2). O esta otra sentencia, «Lo que hicisteis con los necesitados, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 45).

¿Pues entonces qué? La persona que se ve en el dilema de elegir entre cuidar ó atender a otra, en definitiva amar al prójimo por un lado, y entre cumplir una norma eclesiástica por otro se ve ante una encrucijada en la que cualquier opción tomada significaría, a priori, algo así como besar a Dios en una mejilla y abofetearle en la otra.

En estas ocasiones, la persona ha de examinarse primero de amor. Y según la calificación obtenida, actuar en consecuencia. Así de simple. No podría ser de otra manera. No somos fanáticos integristas.

El problema está muchas veces en la falta de claridad con que se ven ciertas cosas, y en cual es el límite de la prevalencia. Por eso en no pocas ocasiones se debe acudir a un confesor. Ellos sin duda alguna te asesorarán y te mostrarán el camino a seguir, y no por interés partidista, sino siguiendo el dictamen juicioso de un mayor conocimiento y experiencia, siempre bajo la atenta mirada del amor de Dios para con nosotros.

 

La suprema tentación

Jesucristo tuvo tentaciones en su vida. Quizá las más conocidas son sin duda las que tuvo cuando ayunó durante cuarenta días en el desierto. Pero sin embargo las más duras de soportar, fueron las que debió tener en los momentos próximos a su muerte. Y entre ellas sobre todo la de bajarse de la cruz, la de finalizar su martirio.

Efectivamente, he aquí la grandeza del sufrimiento de Cristo. ¿Quien duda de que Él tuviese poder suficiente para bajarse de la cruz, o para fulminar a todos sus verdugos, o incluso para aliviar su sufrimiento? Pero no; Él perseveró. Hasta el punto de morir de dolor, de morir por nosotros, pues de esa forma consiguió la Redención del género humano.

Si Cristo se hubiera bajado de la cruz, haciendo uso de su filiación divina, hubiera echado por tierra todo el propósito de la Encarnación.

Si Dios se hizo hombre, fue para aceptar todas las consecuencias que emanan de esa naturaleza humana, incluido lógicamente, el dolor, el sufrimiento carnal y la muerte.

Alguien podrá objetar que el sufrimiento de Jesús no fue tanto, ya que Él era Dios. No hay que olvidar que Él era Dios, sí, pero también hombre. Y no mitad y mitad, sino hombre completo y Dios completo. Es decir, experimentaba en toda su plenitud las dos naturalezas.

Por tanto Jesús no sólo sufrió como un hombre cualquiera, sino que sufrió si cabe más, por la sencilla razón de que podía evitarlo, y aún así no lo hizo. Y no lo hizo a pesar de la gran tentación a cada momento, antes y durante su martirio, especialmente durante las tres horas que permaneció crucificado.

Para quien no entienda lo anterior, puedo citar tres ejemplos, sin ánimo de frivolizar:

¿Acaso no es más difícil para quien está dejando de fumar el hecho de tener cerca a personas que fuman, máxime si éstas le ofrecen un cigarrillo? ¿No es más difícil cumplir con un régimen alimenticio si se tienen al alcance de la mano todo tipo de pasteles y viandas exquisitas? ¿No sería por el contrario más fácil si no se tuviera posibilidad alguna de obtenerlos? Y el último ejemplo, ¿no es acaso más difícil mantenerse casto y no cometer adulterio cuando se reciben toda clase de provocaciones?

Valoremos pues el mérito infinito de Cristo en su muerte de cruz, superior en todos los sentidos a cuantas de los hombres podamos imaginar.

 

Autopista hacia el cielo

Lo primero que se me viene a la cabeza al enunciar este título es aquella famosa serie de televisión interpretada por Michael Landon en la que un ángel bajaba a la tierra y ayudaba a los mortales. Pues un poco sobre eso voy a hablar ahora, aunque no exactamente sobre el mismo tema. Es decir, no voy a hablar de los «cables» que nos echa Dios en nuestra vida, sino de los caminos que Él nos pone para que caminemos por ellos hacia Él.

Hace unos días oí en la radio el testimonio de una monja de clausura. Era un testimonio sincero, profundo, lleno de verdades de peso irrefutable. Lamentablemente, el comentario que los invitados al programa hicieron sobre el mismo no fue tan intenso ni directo.

En aquel momento me hubiera gustado ser uno de los contertulios del programa para decir algo sobre la autopista hacia el cielo. Como no pudo ser en aquella ocasión, es por ello que lo referiré aquí.

Para mí la vida es un camino, una carretera que me conduce a Dios. Mi meta no es el camino en sí, sino el lugar al que este conduce. Es por tanto que debo elegir la vía adecuada, no sea que yerre el destino y no acabe donde yo quiero.

Muchos son los que toman el camino erróneo, pues no todos los caminos llevan a Roma como se suele decir, sino que algunos desembocan en un abismo. Otros sin embargo cogen la dirección correcta, pero no el camino idóneo. Avanzan pesadamente por caminos estrechos, serpenteantes y polvorientos, y a veces tienen la impresión de haber perdido el rumbo.

La vida monástica es ir por la autopista. Es abandonar los caminos de tierra y las carreteras comarcales, e incorporarse a la autopista, a la vía rápida, directa y segura. ¡Qué diferencia para un conductor es el ir por un camino pedregoso lleno de baches a ir por una autopista!

Pues así son los caminos de la vida. Aunque no nos confundamos, no sólo van por la autopista los monjes. Por la autopista van muchos tipos de vehículos. En nada se parece un camión a una moto, por ejemplo.

Por la autopista avanzan también los enfermos en coches de gran cilindrada, tanto más alta cuanto más grave y doliente es su enfermedad. Y los pobres, y los desamparados, y los desahuciados de la vida y de la sociedad, y los que sufren, y los que ofrecen su vida por los demás...

¡Oh Dios mío, concédeme a mí también avanzar por la autopista de la imitación de tu Hijo nuestro Señor Jesucristo, para que pueda llegar a tiempo al parto de la otra vida que llamamos muerte, cuando aún es de día!

 

La incomprensión de la fe

Es muy difícil obtener la fe partiendo de la nada; y mucho más en los tiempos modernos, donde todo parece tener explicación.

Sin embargo, la fe cristiana tiene una ventaja que no tienen las otras religiones. Consiste en el axioma filosófico de que los extremos se tocan. A partir de aquí, podemos deducir que cuanto más lejos se está de algo, cuanto más distante se está de una convicción, en realidad más cerca se está de ella, más próximo se está del convencimiento. Tan sólo es preciso un catalizador que fusione los extremos.

Y en nuestra religión, ese catalizador es la perplejidad, la suma paradoja de que Dios mismo nace pobre en un pajar para acabar obteniendo la más infame y humillante de las muertes. Los extremos se tocan, lo Inmenso se junta a lo ínfimo, lo Eterno a lo temporal, lo Excelso a lo ignominioso...

Si, los extremos se tocan, y están tan próximos, los tenemos tan delante de los ojos, que no los vemos. De la misma forma que no vemos la redondez de la tierra, aún estando sobre ella. O igual que creemos que estamos en la nada, cuando en realidad nos rodea una ingente masa de gaseosa que es el aire. Pero está tan cerca, estamos tan en ello, que creemos que no existe. Los extremos se tocan...

El poema «Te buscamos» que ya he reproducido anteriormente refleja metafórica pero certeramente este pensamiento. También la Biblia está llena de pasajes donde de una forma u otra se nos reitera este pensamiento.

Por ejemplo leemos en San Pablo: «Por eso me complazco en las debilidades, afrentas, necesidades, persecuciones y angustias por la causa de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2Cor 12, 10).

También nos dice Jesús en el Evangelio de San Marcos: «Los últimos serán los primeros» (Mc 10, 31).

Y es que Dios se esconde en lo pequeño, en lo humilde, en lo sencillo, en lo pobre, en lo simple, en lo que a primera vista nadie quiere.

Pero esa es precisamente la grandeza del cristianismo, la ventaja incomparable que desbanca y reduce a una mera pose a las demás religiones. Esa es la clave del éxito, el axioma final, la llave que abre todos los entendimientos y despeja todas las incógnitas. Los extremos se tocan...

La fe se pone a prueba en multitud de ocasiones. Los más firmes conversos ven desmoronarse sus certezas más absolutas. En el seno de la misma Iglesia hay disputas y muchas veces las tesis protestantes parecen más acertadas... Las vivencias de cada día destapan la fragilidad de los argumentos. Los ateos parecen tener razón...

Pero es en ese momento cuando más cerca estamos de la verdad, de la luz, de Dios. Sólo hay que alzar la vista y mirar. ¡Le tenemos delante! ¡¡Jesús está ahí!! Él es el signo de contradicción (Lc 2, 34), el Dios crucificado, la Verdad Absoluta junto a la negación más profunda. Los extremos se tocan...

Muchos se esfuerzan en buscar a Dios donde Él no está. Van a buscarle lejos, a mucha distancia, cuando en realidad le tienen en su propia casa. «No tengo nada» dicen, «soy un desgraciado».

Sin embargo todo hijo de Dios es afortunado, infinitamente afortunado, y con sólo alargar el brazo puede coger lo que le permite ser además, eternamente afortunado.

Si no tienes nada, no te afanes en buscar soluciones por caminos extraviados sino que simplemente mira delante de tí, y verás a Dios. Entonces abrázale y le tendrás para siempre. ¿Qué alegría hay mayor que esta? ¿Hay algo superior a lo que se pueda aspirar? Lo creado se une al creador. Los extremos se tocan una y otra vez, en este baile incesante, infinito y eterno.

 

La infravaloración de las personas

Hay mucha gente que experimenta la sensación de que su trabajo o actitud no es valorada. Podemos citar como ejemplos muy recurrentes a las amas de casa, los trabajadores explotados y mal pagados, los esposos o esposas contrariadas, y tantos otros. Es esta sin embargo una actitud que el cristiano de ninguna forma puede adoptar.

Sencillamente, por que como dice San Pablo en su carta a los corintios, «ya sea que comáis o bebáis, o que hagáis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios» (1Cor 10, 31).

Osea, hemos de hacernos a la idea, de que todos nuestros actos, nuestros desvelos, nuestros trabajos y preocupaciones los hacemos por Dios y para Dios.

Por tanto poco ha de importarnos que los demás (quienes aunque parezca lo contrario no son los destinatarios de nuestros quehaceres y esfuerzos) nos los valoren o no.

Así pues, si lo que hacemos lo hacemos para Dios, hemos de plantearnos a los demás como meros instrumentos o intermediarios a través de los cuales fluye nuestra labor hacia el Altísimo.

Es como si un viajero va por una carretera hacia una localidad que casualmente a medio camino ha de pasar por el centro de un pueblo. Cualquier observador podría decir «viaja hacia ese pueblo». Y ciertamente que no estaría equivocado, pues va en esa dirección. Pero su destino final, su objetivo no es ese. De suerte que si por un casual el citado pueblo desapareciese del recorrido, el conductor en absoluto se vería afectado en su ruta.

Partiendo de este planteamiento, ¿qué nos importa el agradecimiento del intermediario, cuando el agradecimiento realmente importante es el del destinatario? ¿Y acaso no es el Destinatario quien de verdad sabe hasta el último de nuestros esfuerzos y méritos, y es el Único capaz de recompensar con la medida colmada?

Es como si alguien manda un ramo de flores a un amigo a través de un mensajero. Ciertamente que si el mensajero nos alaba el ramo nos gustará (no vamos a negarlo) pero realmente el halago que esperamos es el del amigo.

Buen ejemplo de todo esto nos dan los monjes y monjas. ¡Toda una vida dedicada a Dios! Cada minuto, cada obra, cada acción, cada pensamiento, cada palabra, cada oración, sin salir de los muros de un monasterio, sin que nadie agradezca ni alabe nada. ¡Y sin intermediarios!

Están locos, pensarán muchos. Pero, ¿no seremos nosotros los locos? ¿Acaso no es de locos buscar y procurar la alabanza y el reconocimiento del ser inferior, cuando se tiene al alcance de la mano el elogio y el premio del Ser Superior?

Y además un elogio de verdad, sin injusticias, sin arbitrariedades, sin cinismo, sin hipocresías.

Es buscar una recompensa exigua, limitada, intrascendente, irrelevante (y eso cuando nos la dan) cuando a la vuelta de la esquina tenemos el «premio gordo», eterno, inmenso y trascendente.

 

Oración

Concédenos Señor, a todos los que caminamos por el oscuro firmamento de la noche terrenal y que avanzamos en pos de ese punto luminoso que débilmente se vislumbra en el horizonte, concédenos digo, que finalmente lleguemos a él, y podamos gozar de la absoluta claridad de la eternidad gloriosa.

Pues Señor, la vida sin Ti no es sino la oscuridad total de la noche, donde se ubican ciertas alegrías, aquí y allá que son las estrellas. ¡Qué diferente cuando estás Tú, Señor! Pues eres el Sol incandescente que eclipsa y hace desaparecer a todas las estrellas, anegando el firmamento de luz y claridad.

Protégenos cuando avanzamos a través de los caminos oscuros, de las sendas tenebrosas, de las travesías heladas y escarpadas que avanzan por la fría incertidumbre. Condúcenos hacia el universo esclarecido de luz que está al final de todas las dudas.

Sólo Tú puedes Señor. Sólo Tú eres capaz de guiarnos, de dirigirnos, de iluminarnos, de poner la mano cuando el suelo falla ante nuestros pies; de decirnos con el corazón que nuestra forma de vida es correcta o está equivocada.

¡No te olvides de nosotros, Señor! Míranos con compasión ¡Oh Tú Altísimo! ¿Quién Señor sino Tú para satisfacer nuestras necesidades, para colmar nuestros anhelos?

Pues estamos aquí abajo arrastrándonos pesadamente por los tortuosos caminos de la vida. Masticando el polvo de la desolación, comiendo la hiel de la amargura, inhalando el rumor de la desesperanza... Y suspirando por Ti.

Infunde en nuestros corazones Señor, la esperanza certera de tu presencia consoladora en el momento presente, y dígnate aceptarnos en tu eternidad infinita donde nunca más nos apartemos de tu calor paternal. Amén.

 

Solidaridad

Es esta una palabra muy de moda. Todos nos sentimos solidarios con los marginados, con el Tercer Mundo, con los trabajadores despedidos, con las mujeres discriminadas... Nos solidarizamos también contra la explotación de los niños, contra el hambre en el mundo, etc.

Esto está muy bien, pero... ¿y qué más? ¿Hago algo además de decir que «soy solidario»?

Lamentablemente esta palabra no significa para la mayoría de nosotros más que una simple declaración de intenciones, una posición sentimental que nos sitúa afectivamente al lado de aquellos a quienes se refiere. Pero que no va más allá de su pronunciación verbal y por tanto no mueve nuestros corazones hacia un acto concreto.

Y es que resulta que los datos relativos a las desigualdades del mundo son espeluznantes. Se dice que el 20% de las personas en el mundo poseen el 80% de la riqueza mundial y que sólo una de cada cuatro personas tiene un nivel de vida digno. Y un nivel de vida digno significa tener un sitio donde dormir, vestido y alimentos en el refrigerador, nada más (¡y nada menos!).

Ante esta perspectiva, el cristiano no puede permanecer indiferente, no puede simplemente «solidarizarse», sino más bien COMPROMETERSE.

«Si, pero ¿qué puedo hacer yo para cambiar el mundo? Por mucho que aporte todo va a seguir igual...»

Bueno, sí, pero aunque un grano no hace granero, ayuda al compañero. Todos hemos de aportar nuestro granito de arena, porque aunque sea el único, y los demás no hagan nada, al menos habremos cumplido con nuestro deber humano y cristiano, y habremos hecho un bien infinito a nuestras almas de cara a su salvación.

No olvidemos que quien ayuda a los necesitados está ayudando al propio Jesucristo personificado en ellos.

Aún así, no nos debemos quedar en el mero planteamiento egoísta de nuestra salvación. Siquiera como agradecimiento a Dios, hemos de ayudar a los demás.

Ya que la varita mágica de la fortuna ha querido que tú seas el elegido de entre esos cuatro (o si tienes estudios superiores o un ordenador, el elegido de entre otros cien que no tienen) muestra pues tu agradecimiento a la Providencia mediante el servicio que a ella más le agrada.

Dicen algunas teorías existencialistas que las almas existen desde siempre. Nosotros los cristianos decimos sin embargo que estas fueron creadas por Dios, aunque eso sí, son inmortales. Tienen principio pero no final.

Pues bien, supongamos por un momento que tengan razón los que dicen que las almas no tienen principio ni final. En ese caso pongámonos en el supremo momento de la encarnación en un cuerpo, cuando de un grupo de 10 almas separan a una y le dicen:

«Vas a tener una vida en la que no te va a faltar nunca de comer; cuando enfermes serás tratado por médicos de forma oportuna y eficaz; vivirás en una casa con calefacción, tendrás un número variado de prendas de vestir, y gozarás de una libertad más que razonable. De las otras nueve almas, tú, al tener todo esto serás la más privilegiada, pues ninguna tendrá todas las cosas que tu tendrás, es más, cinco de las otras almas carecerán de todas las cosas que a ti se te ofrecen. Pero la condición es que dediques parte de tu tiempo libre a ayudar a esas otras almas a aliviarles su sufrimiento».

Si se nos hubiera dado esta ocasión, ¿acaso no hubiéramos aceptado el trato encantados, es más nos parecería poco el precio comparado con semejantes ganancias? Entonces, ¿Por qué ahora nos cuesta tanto movernos por ellas? ¿Qué trabajo nos cuesta reaccionar como si se nos hubiera dado el caso que acabo de relatar?

Estamos tan aferrados a nuestras comodidades, que no echamos la vista atrás; y atrás lo que hay es una legión inmensa de necesitados que gimen con dolores de parto. ¿Y que hacemos nosotros? Simplemente nos tapamos nuestros oídos para no oír los aldabonazos que de forma desbocada golpean la puerta de nuestro corazón.

Cuando el ruido es ya ensordecedor, quizá damos una limosna; quizá ingresamos algún dinero en una cuenta corriente que se ha abierto para paliar los efectos de una catástrofe, y con eso creemos que ya somos herederos del cielo. Los más avanzados quizá domicilian un recibo mensual de colaboración con una ONG...

Es la solidaridad de mando a distancia. Todo lo que hago por los demás es ir a un banco a desprenderme de lo que me sobra, tras quedarme con lo necesario para costearme mis escandalosas comodidades.

Se me objetará: «Pero hombre, ¿cómo puedes hablar así de esas personas que desinteresadamente dan algo, cuando hay tantos que no dan nada?».

Pues recordemos este pasaje del Evangelio de San Lucas:

«Alzando la mirada, [Jesús] vio a unos ricos que echaban sus donativos en el arca del Tesoro; vio también a una viuda pobre que echaba allí dos moneditas, y dijo: "De verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos. Porque todos éstos han echado como donativo de lo que les sobraba, ésta en cambio ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para vivir"» (Lc 21, 1-4).

¿A quién elogió Jesús? A la viuda, pues dio todo lo que tenía. Y dar todo lo que uno tiene no significa sólo dar dinero. Significa darse a sí mismo.

Colaborar económicamente es una forma «a distancia» de ayudar, de no comprometerse. Si das una limosna estás dando tu dinero, pero no te estás dando a ti. Si puedes hacer algo más, hazlo. La limosna es útil, pero no basta.

Hay muchas formas de colaborar personalmente. Cierto es que no todo el mundo sirve para coger una mochila e irse a las selvas del Congo. Pero ahí, al lado de casa, a la vuelta de la esquina hay muchas personas que sufren.

Todas ellas te están esperando. Están esperando que salgas de tu comodidad placentera y egoísta y las eches una mano. Jesús está ahí afuera en el invierno, tiritando, hambriento, y te pide algo de pan.

Corre pues a su encuentro, y abrázale con gozo. Sólo así descubrirás la verdadera felicidad. Te lo garantizo.

 

Sobre mitos y leyendas

Uno de los muchos motivos que llevan al hombre de hoy al ateismo, es la explicación científica de los misterios de la naturaleza.

Es cierto que antiguamente era más fácil creer en Dios, ya que lo inexplicable se le atribuía a Él. Pero hoy en día quedan ya pocas cosas inexplicables y donde antes la respuesta era Dios, hoy la respuesta es una fórmula física o química.

Por eso muchos hoy en día se mofan de historias como la de la costilla de Adán, la creación del mundo en seis días y tantas y tantas historias que emanan sobre todo del Antiguo Testamento.

Hay una bonita tradición basada en la aparición de la Virgen del Carmen a San Simón Stock. Es la base del llamado «Privilegio Sabatino». La Virgen prometió a San Simón Stock que todo el que observare los mandamientos y llevase fielmente el Escapulario, obtendría la Perseverancia Final. Y además sería sacado del purgatorio por la Virgen si allí fuere, el primer sábado después de su muerte.

Muchos se mofarán de esto. Y dirán además: ¿Pero es que en la eternidad existen los días de la semana? ¿Cómo se puede hablar de tiempo en el no-tiempo?

Pues bien, Dios se vale muchas veces de estas cosas para explicarnos lo que para nosotros es inexplicable.

Por ejemplo, ¿cómo hablarle a uno que es ciego de nacimiento sobre lo que es el color? Seguramente emplearíamos metáforas de lo más absurdo, pero que sin duda guardarían relación con lo que se quiere explicar.

Pues esa relación es la que hay que sacar de esas historias, aunque a veces cueste encontrarlas. Y no olvidemos lo esencial que en todo resulta la fe.

Sí, la fe ciega a veces. La misma fe que tiene el negrito del trópico cuando un misionero al que respeta y en quien confía, le dice que en algunos sitios donde hace mucho frío, el agua se pone tan dura que hasta se puede caminar sobre ella. Increíble para él, realidad sin embargo.

 

Jesucristo, único mediador

Ciertamente. Afirmación exacta, esta del título. Pero entonces, ¿qué papel juegan la Virgen y los Santos? ¿Son válidas las oraciones que hacemos a estas personas?

Jesús es el único mediador. ¿Pero mediador entre quién? Jesucristo es mediador entre Dios y los hombres, como afirma San Pablo y el Evangelio. «Nadie va al Padre sino por mí» (Juan 14, 6).

Pero el sentido de «mediación», llamémoslo así, de la Virgen y de los Santos, no usurpa de ningún modo las funciones de Cristo. La Virgen y los Santos, no suplantan a Jesucristo. Cuando nosotros les invocamos, no les pedimos «sálvanos» o «ten piedad» o «perdónanos», sino más bien «ruega a Dios por nosotros», o «obtén de Jesús tal gracia o aquel favor».

Son peticiones muy diferentes. Pero aún así alguien podría objetar que esto también es una forma de mediación.

Y sin embargo no lo es. Veámoslo con un ejemplo.

Nadie consideraría como herético o pecaminoso que una madre rogase a Dios por un hijo enfermo. O que alguien le dijese a un sacerdote «padre, ruegue por mí para que Dios me perdone».

Nadie efectivamente vería mal ninguna de estas actitudes, ni consideraría Mediadores a la madre y al sacerdote. El hijo enfermo no puede rogar por sí mismo (o no quiere). Necesita pues que alguien lo haga por él. ¿Qué hay de malo en ello?

¿Pues entonces qué? ¿No le puedo yo decir a un santo o a María por ejemplo «Madre ruega por mí a Jesús»? Y si un amigo o un familiar pueden rogar por mí, ¿Por qué no lo pueden hacer la Virgen María o los Santos y Santas, que también son hombres y mujeres? Recordemos que para el cristiano el hombre es inmortal, la muerte no significa el final de nadie, y por tanto esas personas están «vivas» también.

Y es obvio que las personas que ya habitan en el cielo conocen nuestros deseos y sentimientos. Así relata San Lucas: «En verdad os digo que habrá gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se convierta» (Lc 15, 10). Se deduce por tanto que los ángeles conocen los sentimientos de las personas. Y lo mismo se dice de los santos: «Los resucitados en el cielo son como los ángeles de Dios» (Mt 22, 30 y Lc 20, 36).

Por tanto, es lógico pensar que estos seres conseguirán de Jesús los favores, no sólo por que están ahora más cerca de Él, sino en tanto que fueron personas distinguidas por su virtud en la tierra.

Dijo Jesucristo: «A quien me sirva, mi padre le honrará» (Juan 12, 26). Y ¿quién ha servido mejor a Jesús, y con más fidelidad que su madre María? Y si el Padre celestial la honra, ¿no la deberíamos honrar también nosotros? ¿Es que somos más que Dios?

Si la oración de una madre puede conseguir la curación de un hijo, o la de un bienhechor la de un amigo, ¿Por qué no la de los santos o la de la Virgen? ¿Es que acaso son ellos seres inferiores a nosotros, incapaces de obtener favores de Aquel a quien amaron tanto?

Muy por el contrario, la Virgen María no es siquiera una mujer ordinaria. Ya el mismo Ángel Gabriel la denominó «llena de gracia» y le dijo que «el Señor está contigo» y «has hallado gracia ante Dios» (Lc 1, 28-30) ¿Cómo alguien con semejantes atributos puede ser una persona cualquiera?

Existen además innumerables citas en las Escrituras que acreditan la veneración que se debe a los ángeles y a los santos. Lot se encuentra con los ángeles y de rodillas los venera (Gen. 19,1). También a Job se le dice que ruegue a algún santo (Job 5, 1). «Cuando orabas, dice el Ángel a Tobías, yo presenté tu oración ante el Señor» (Tob 12,12).

En definitiva, no existe ningún impedimento en la Biblia, (sino más bien todo lo contrario) ni la pura razón lo establece, para negar la validez de la oración que un tercero (celeste o terrenal) hace por nosotros o a petición nuestra.

Desbancar a la lógica en este argumento sería tanto como decir que se deberían abolir todos los conventos y monasterios, pues los rezos que hacen por nosotros las personas que allí se encuentran no sirven para nada. Pero Jesús dijo «Pedid y se os dará»; y aquí se incluyen todo tipo de peticiones, hasta las de intercesión. Él no dijo nada de que la petición sea sólo para uno mismo.

 

Las imágenes

Aparte de la acusación de adorar de criaturas mortales, también se nos acusa en muchas ocasiones de adorar a las formas materiales de representación de lo divino.

Muchas confesiones protestantes se escandalizan al ver nuestras iglesias y catedrales llenas de estatuas y de iconos de Jesucristo, de la Virgen o de los Santos.

Nos dicen que estamos causando que el pueblo adore a trozos de madera o de tela, a cuadros pintados por la mano del hombre.

En su extremismo, ellos abogan por la supresión de todas las formas de representación, a fin de no dar pie a la idolatría.

Esto me recuerda a la famosa y triste costumbre de algunos países musulmanes que cubren a sus mujeres de pies a cabeza con un vestido llamado «burka» a fin de que los hombres no tengan tentaciones y no caigan en el pecado.

Y es que yo creo que no es para tanto. Ya dijo Jesucristo que nada de lo que viene de fuera puede hacer impuro al hombre (Mc 7, 18), sino los sentimientos del corazón.

Así que si tenemos nuestro corazón adiestrado para reconocer y optar por lo bueno y no dejarnos llevar por lo malo, ya estamos cumpliendo con Dios, y ningún peligro exterior nos lo puede arrebatar.

Una mentalidad sana, bien formada, que sepa distinguir entre Dios y su representación (¡no es tan difícil!) es suficiente para comprender el misterio.

Los protestantes aluden al pasaje de Éxodo 20, 4 donde Dios ordena a los Israelitas que no fabricaran imágenes. Pero esta prohibición no tiene otro objeto que prevenir la adoración de las mismas, como se lee en el versículo 5 siguiente.

Dios intentaba con ello proteger a Israel de abrazar las religiones de los pueblos vecinos, que adoraban a ídolos en una concepción primitiva de la religión. Un peligro real y cierto que salpicó en muchas ocasiones al pueblo de Israel, pues los países vecinos eran mucho más poderosos e influyentes que el propio pueblo judío.

Pero los propios protestantes entran en contradicción al enarbolar el pasaje anteriormente citado como lema de la iconoclastia, al interpretar la Biblia al pie de la letra. Pues es la propia Biblia quien les refuta, al decir Dios a Moisés que fabrique dos querubines de oro, y los coloque en cada extremo del Arca de la Alianza (Ex 25, 18).

Y no sólo en este pasaje. También el libro de los números relata algo similar. «Entonces Dios dijo a Moisés: Hazte una serpiente de bronce y ponla sobre un asta. Y sucederá que cualquiera que sea mordido y la mire, vivirá. Y Moisés hizo una serpiente de bronce y la puso sobre un asta. Y sucedía que cuando alguna serpiente mordía a alguno, si éste miraba a la serpiente de bronce, vivía» (Num 21, 8-9).

Se deduce de esto que también las imágenes pueden ser instrumentos de los que Dios se vale para hacer milagros (algo que irrita especialmente a nuestros detractores).

En definitiva, yo creo que las imágenes, lejos de hacernos perder nuestra alma, nos ayudan a ganarla para la causa de Dios.

Y es que nuestra naturaleza débil, muchas veces necesita de la ayuda de lo concreto para figurarse lo abstracto. Necesita un apoyo, una palanca, algo que le alce y le conduzca hacia Dios. Hacia Aquello sin lo cual el ser humano no puede sostenerse.

No todos tenemos la estatura necesaria para conectar con Dios sin apoyos materiales. Hay quien necesita un empujón, un vehículo, un instrumento, algo a lo que subirse como hace el que por su poca estatura no llega a una alta estantería.

Las imágenes están en las iglesias para adornarlas, para crear un clima de religiosidad y misticismo que nos catapulte a la conexión con Dios en la oración. Teniendo claro que son un medio y no un fin, no tenemos por qué renunciar a ellas.


Oración final

¡Oh Jesús mío! Quisiera vivir contigo en tus praderas de eterna flor vestidas de gloria y escuchar tu voz en las inconmensurables llanuras de tu corazón amoroso. Quiero retozar y expandir mi corazón y mi alma en los vastos collados de tu misericordia infinita y degustar contigo los exquisitos manjares de dulce miel con que obsequias a tus elegidos.

Que no sea yo rechazado por ti, mi Señor, sino que me encuentre entre aquellos a quienes prodigas todas tus bendiciones; entre aquellos para quienes te afanas con suaves delicadezas. Y que alcance a revestirme de los solícitos encantos con que coronas las almas de todos tus predilectos.

Que yo te contemple Señor, en las cumbres perpetuas de tu paternal amor, en los valles floridos donde llenas la copa excelsa de la bienaventuranza eterna, donde se extasían de amor todas las criaturas.

Concédeme abismarme en cascadas de dicha, cual maná radiante de elixir celeste y sempiterna gloria. En ese manantial inagotable de delicias sobrenaturales, deleites consumados y goces inenarrables...

Aquí está mi alma, Señor, transida de amor y de deseos de experimentar el fulgurante esplendor, la magnanimidad fastuosa con que inundas y anegas infinitamente el corazón de tus bienamados.

Quiero que me hospedes en tus tranquilos remansos de paz y sosiego, y que me acojas, ampares y arrulles en tu regazo amoroso cubierto de suavidad y ternura...

Quiero fundirme en la hoguera ardiente de caridad y dulzura que se derrite de amor en tu corazón candoroso...

Cúrame allí Señor con el lilimento de tu bondad. Esa esencia preciosa, aceite suavísimo, gustosa ambrosía de exquisito sabor y delicada fragancia que mana de las profundidades de tu corazón adorable. Perfume divino que se destila en la dulzura inefable del océano de tu amor...

...Y salir vestido de luz y hermosura, de paz y de gozo, de amor y de vida, libre de toda mácula y sombra, de todo error y corrupción, para que así pueda verte y abrazarte y unirme contigo en la plenitud eterna de tu gloria.

Amén.