TIEMPO Y ETERNIDAD

JUAN F. GARCÍA MILLÁN


Prólogo

El libro que tienes en tus manos no te dejará indiferente.

Es un libro que trata sobre religión; es decir, sobre lo visible y lo invisible, sobre la vida y la muerte, sobre el tiempo y sobre la eternidad.

Si lo lees con atención y detenimiento, puede que tu vida de un giro de 180 grados. O puede que, por el contrario, lo consideres un panfleto más sobre religión que cuenta el mismo rollo de siempre. Pero te aseguro que se ha hecho todo lo posible para que esta última no sea tu opinión al profundizar en sus líneas.

Es en cualquier caso una forma nueva y diferente, vitalista y entusiasmada, de mostrar Aquello que está ahí, de despertar la conciencia dormida o aletargada de quien quizá sin saberlo está buscando desesperadamente a Dios.

No es un libro largo; pero sí intenso. No es un texto complejo ni para eruditos, por lo que no se detiene en largas exposiciones ni en innumerables citas. Se busca la concisión sin perder la efectividad.

No podía ser de otra manera, pues la religión no es algo difícil ni complejo, sino algo sencillo, natural, algo inherente al alma y al corazón humano.

Para sacarle el máximo partido al libro habrás de leerlo despacio, con la mente abierta, meditando cada uno de sus párrafos.

Y que el Espíritu de Dios ilumine tu entendimiento.


PRIMERA PARTE

CONVERSIÓN POR CONVICCIÓN

Introducción

El objetivo de este libro es ofrecer la plenitud de vida y las enormes satisfacciones que proporciona la religión, y en particular la Religión Católica, a todos los hombres y mujeres que en mayor o menor medida, están alejados de Dios y de su Iglesia, víctimas de la demoledora paganización de la sociedad moderna.

Esto se realiza a través de exposiciones sencillas que cuentan con multitud de ejemplos comparativos, basados en la lógica y en la experiencia humana de que el hombre, aunque muchos lo nieguen, necesita tener a Dios en su vida para poder ser plenamente feliz.

Se pretende igualmente aclarar ciertos puntos oscuros e iluminar materias controvertidas que han sido y son objeto de debate entre creyentes y no creyentes. Materias que, por otra parte, son en gran medida las responsables del alejamiento de la Iglesia y de Dios que experimentan tantos hombres y mujeres de la actualidad.

El libro comienza exponiendo los hechos y las causas que han originado este alejamiento, para después ir adentrándose en la explicación, en unos casos y la defensa en otros, de aspectos concretos de la Religión Católica. También se intercalan razonamientos lógicos y exposiciones discursivas que partiendo de planteamientos cotidianos, pretenden obtener el acercamiento antes mencionado.

La segunda parte abundará más en estos planteamientos, haciendo un esfuerzo en conseguir mediante ejemplos, metáforas y situaciones comparadas, la conversión total del corazón de aquellos que con alguna inquietud no declarada en su interior, se interesan, quizá inconscientemente, por la Religión.

 

La paganización de la sociedad moderna

La paganización de la sociedad moderna se pone de manifiesto en el culto a los ídolos, y en el olvido de lo trascendental. Los antiguos ídolos han sido sustituidos por la ambición, el confort, el dinero, la búsqueda incesante de posesión de bienes materiales o de placeres inmediatos. A estos ídolos son los que adora el hombre moderno, a los que rinde culto, a los que ofrece sacrificios, incluso sacrificios humanos.

Del corazón del hombre ha sido expulsado Dios. Una expulsión total o parcial, con muchos y muy diversos grados de parcialidad, pero todos ellos nefastos pues no se puede compartir a Dios con ninguna otra forma de adoración.

Muchos hombres permanecen indiferentes a Cristo y a la Iglesia. Les parece ver en la religión una puerilidad, una supervivencia del primitivismo. La Iglesia es para ellos una organización parasitaria que explota la ingenuidad de los simples. Para ellos, la religión es una evasión de cobardía de quien no quiere enfrentarse a la vida real, de quien no confía en sus propios medios. La autosuficiencia moderna impulsa el ideal de la salvación del hombre por el hombre.

La progresiva secularización de la sociedad es en gran parte consecuencia de la evolución del hombre. Los avances científicos y tecnológicos han dejado paso a la admiración de las obras de Dios para centrarse en la admiración por las obras de los hombres.

Las ideas marxistas y racionalistas han hecho el resto, de forma que las normas básicas de la convivencia que antes emanaban de los mandamientos de Dios, ahora han sido sustituidas por constituciones y regulaciones políticas que pretenden adjudicarse la libertad de decidir por sí mismas qué es el bien y qué es el mal.

Y es que el hombre parece haberse dado cuenta que el devenir de la historia acontece sin que, aparentemente, Dios diga o haga nada. Todo parece indicar que fue el hombre quien creó a Dios a su imagen y semejanza.

Era pues necesario desprenderse de Dios, pues entorpecía la evolución del hombre y le impedía comportarse como un adulto.

Yo no estoy en contra del progreso. Soy, cómo no, partidario de la investigación científica y de los adelantos tecnológicos; pero siempre que todo esto redunde en beneficio de los hombres. Y lamentablemente, no siempre ha sucedido así.

La forma de progresar que ha tenido el hombre muchas veces ha deshumanizado, cuando no esclavizado a muchos millones de personas.

Por eso la cuestión no es abolir el progreso, sino encauzarlo. Pienso que hay que invertir en el desarrollo integral de las personas frente a tendencias a convertirlas en instrumentos de trabajo en favor de unos pocos.

Las manipulaciones a las que están sometidas las personas de la actualidad las esclavizan y las alienan, les niegan la posibilidad de desarrollarse y crecer interiormente. La cultura de hoy ahoga las alternativas y hace que muchas personas que viven hacinadas en las grandes ciudades, y paradójicamente en

soledad, busquen la plenitud que les falta en las drogas, el alcohol o el sexo, convirtiéndose en desechos humanos. Y todo ello en aras de un pretendido progreso y en favor del desarrollo del hombre.

 

El sentido de la vida

El progreso pues, no ha conseguido que el hombre se desarrolle como persona, sino que le ha atrapado en una red que le deshumaniza y le ciega, impidiéndole ver a Dios.

El hombre antiguo tenía fines, pero carecía de medios. El hombre actual tiene medios abundantísimos, pero carece de metas. Y es que todos los hombres llevan en su interior la sed de Dios; esa inquietud por lo trascendente, que por mucho que los poderes fácticos quieran negar y borrar, permanece siempre en el alma de los hombres.

Algunos tratan de saciar esa inquietud entregándose a los horóscopos, a la parapsicología o a variantes más o menos tácitas del ocultismo. Otros buscan su absoluto en la fama, el poder o el dinero. Otros finalmente, se involucran en causas humanitarias, sustituyendo la creencia por la ética, por el compromiso en favor del otro. Sin embargo, esta actitud de entrega puede volverse estéril si carece de un substrato en que apoyarse. Pues al igual que la fe sin obras es una fe muerta, las obras sin fe y sin amor en nada aprovechan.

Tras presenciar el fracaso de las instituciones, de las grandes ideologías y el desenmascaramiento de las utopías, el hombre actual se siente desvalido.

El individuo está deshumanizado. Esto es palpable por ejemplo en la competencia que se establece entre las personas, donde no avanzar significa retroceder. El individuo va montado en un tren vertiginoso al que se van añadiendo vagones; todo su afán consiste en llenarlo de mercancías, sin preocuparse de si ese es su tren, ni hacia donde va.

El hombre necesita algo que oriente su vida y sostenga su mundo de valores. La nada carece de consistencia y no puede erigirse en sostenedora del ser y de la vida.

Y la nada son muchos de los objetivos en los que el hombre actual fija sus metas.

El interés principal del hombre no es encontrar el placer o evitar el dolor, sino encontrarle un sentido a la vida. Por esta razón la persona está dispuesta incluso a sufrir a condición de que ese sufrimiento tenga un sentido.

Como decía Nietzse, «quien tiene un "porqué" para vivir, puede soportar cualquier "cómo"».

¿No será tal vez, la incapacidad de encontrar metas que merezcan la pena, el mal de nuestra civilización? ¿No será esta quizá la causa de las depresiones que afectan a tanta gente, dentro de la sociedad moderna?

En efecto, sin encontrar sentido a la vida, ésta no tiene salida.

El verdadero sentido de la vida se encuentra en la religión. En el amor a Dios a través del amor al prójimo y al necesitado.

Saliendo de sí es como la persona permanece más profundamente en sí. Dando es como recibe y posee su ser.

La persona sólo encuentra sentido a su existir si se concibe como apertura para con el otro y para con Dios. Su existencialismo se ha de basar en la intercomunión fraterna y espiritual con el creador a través de lo creado, para de esta manera conseguir la felicidad, anhelo de todos los hombres.

Recordemos como colofón las palabras de San Agustín: «Nos hiciste Señor para ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti».

 

Tipos de creencias

Las encuestas que de vez en cuando se hacen, demuestran paradójicamente que una gran mayoría de la gente es religiosa, y en los países católicos, un gran porcentaje de sus individuos se consideran como tales. Lamentablemente esto no suele corresponderse con la práctica, y en la mayoría de los casos todo se queda en una mera declaración de intenciones más o menos disimulada, y casi siempre contrapuesta con los hechos.

Desde el punto de vista religioso, según mi criterio, existen en nuestra sociedad los siguientes tipos de individuos:

  1. Ateos.

  2. Indiferentes.

  3. Cristianos «de supermercado».

  4. Cristianos «de verdad».

  5. Otras creencias.

Trato ahora de desarrollar un poco más los anteriores conceptos.

  1. Ateo es aquél que está convencido que no hay Dios. Difiere del indiferente en que defiende su postura e incluso trata de difundirla, teniendo una actitud combativa hacia todo lo religioso.

    Hoy en día apenas existen ateos teóricos, por la sencilla razón de que Dios ya no interesa, y por tanto no suscita posiciones encontradas. Simplemente no se habla de ello, y aquello de lo que no se habla, no existe.

  2. El indiferente o agnóstico es aquél que ha adoptado una posición cómoda en la que no niega nada ni acepta nada. Vive al margen de toda religión, y no tiene especial interés en defender la creencia o la increencia. Se diferencia del ateo principalmente, en que no adopta una posición hostil o enfrentada.

En las encuestas que antes mencionaba, muchas personas afirman creer en Dios.

Como dije, una visión superficial de esta afirmación, identificaría a estos «creyentes» como católicos, o como fieles de la Iglesia.

Sin embargo, cuando se afirma creer en Dios, muchas personas quieren decir simplemente que «opinan», «piensan», «sospechan» que existe «algo» o «alguien» de origen sobrenatural que es el fundamento último y que permite que el mundo funcione ordenadamente. Esto es lo que quieren decir cuando dicen que creen, pero no practican.

Estas son personas que tienen unos valores éticos bastante estables, aunque siempre relativos. Aceptan serena y resignadamente que la muerte es el final de todo, y tratan por tanto de vivir la vida a tope a pesar de sus limitaciones, dando prioridad a los sentidos.

c) El cristiano «de supermercado» es aquél que básicamente cree en Dios y en Jesucristo aunque no acepta muchas de las normas impuestas por los mandamientos o por la Iglesia. Se suele expresar gráficamente con el término «cristianismo de supermercado», porque al igual que en un supermercado, donde están expuestos todos los productos, el comprador escoge sólo aquellos que más le interesan.

Así, en el tema que nos ocupa, este individuo, acepta todo lo relativo a Dios como protector y Padre de los hombres, todo lo referente al amor al prójimo, incluso suele ser devoto «a su manera» de la Virgen y los Santos. Llevan sus medallas como si fueran amuletos, y muchas veces les invocan como si tuvieran un poder «mágico».

Sin embargo, no dudan por ejemplo en mentir cuando les conviene o en guardar rencor por tiempo indefinido. Mantienen una moral totalmente al margen de la religión, y suelen tener una posición encontrada hacia todo lo que representa a la Iglesia y las normas que la rigen. Rehuyen de los sacramentos, y prescinden de todo lo referente a la confesión, a la misa dominical, etc, etc.

Consideran que la religión es algo accesorio y algo que se hace en la intimidad. Muchos de ellos se avergüenzan de confesar la fe públicamente, y cuando lo manifiestan, forzados por una situación, lo hacen de forma soslayada. Parece que no recuerdan (o no conocen) las palabras de Jesús en el Evangelio de San Lucas donde dice, «Quien se avergüence de mí y de mis palabras, de ése se avergonzará el Hijo del hombre, cuando venga en su gloria» (Lc 9, 26). No son conscientes de que precisamente nuestra oferta más grande y original es proclamar el Dios del Evangelio y que el cristianismo encierra una sabiduría que el mundo necesita más que nunca.

Resumiendo, aunque hay diversos grados y muchas actitudes, por lo general su comportamiento no difiere mucho de aquel del indiferente, pues su creer es algo que no compromete a la persona ni tiene consecuencias importantes para su vida.

No quieren sujetarse a normas en pos de una pretendida libertad.

  1. El cristiano de verdad es un mito. Hasta los más grandes santos han tenido flaquezas, dudas y debilidades propias del indiferente.

    Y es que estamos muy contaminados con la visión no evangélica de la vida, que propugna y alienta la sociedad de hoy.

    Es muy difícil para el cristiano comprometido (a veces imposible), el mantenerse al margen del consumismo o de las corrientes de pensamiento antievangélicas del llamado «mundo civilizado».

    Muchos de nosotros tenemos, lo queramos o no, nuestra visión particular sobre la distribución de los bienes, la justicia social, el sentido del trabajo o nuestro compromiso con la pobreza.

    Sin embargo, Dios siempre está abierto al perdón y a la reconciliación, pues sabe que somos débiles y nuestra debilidad se manifiesta en nuestros actos, dudas y omisiones.

    No existen católicos de verdad; ni siquiera el Papa es perfecto. Pero Dios se conforma con que lo intentemos.

    Dios no nos exige una perfección absoluta que sólo puede tener Él. Basta en la mayoría de los casos con mantener el dial de la voluntad fijado en la frecuencia correcta.

  2. Otras creencias. Aquí se engloban los individuos religiosos no católicos. Los protestantes y sus diversas sectas, como los Evangélicos, Testigos de Jehová, etc. Ignoro cuales son las estadísticas a este respecto.

Este libro va dirigido principalmente a las personas referidas en los puntos b) y c). A los primeros para hacerles ver que la verdadera felicidad no está en la búsqueda ciega del goce de los bienes materiales de este mundo. A los segundos además de para lo mismo, también para encauzarles y hacerles ver que la tibieza y la compartición del corazón no son un camino acertado, ni seguro.

 

La existencia de Dios

Muchos han sido los argumentos que se han esgrimido a lo largo de la historia para demostrar la existencia de Dios, para demostrar lo indemostrable. Desde un punto de vista estrictamente físico, se puede afirmar que no hay un solo indicio en

el mundo o en la naturaleza que nos haga pensar que existe Dios, que existe algo sobrenatural no sujeto a las leyes físicas, y que está por encima de nosotros. Todo, absolutamente todo en lo que nos desenvolvemos nos dice una cosa de manera aplastante: no hay otra cosa que lo que ves.

Nuestra comprensión científica del mundo puede sostenerse perfectamente sin necesidad de recurrir a Dios como hipótesis explicativa.

Y sin embargo... Y sin embargo existen los milagros, patentes también en nuestra sociedad de hoy. ¿Qué verdadero cristiano sometido a una situación difícil de la vida que haya pedido favor a Dios y se lo haya concedido cuando las circunstancias eran absolutamente adversas, no está totalmente convencido de que sin la intercesión de Él nada hubiera podido solucionarse? Muchos dirán: Fue casualidad. Otros dirán: es el poder de la mente.

Sí, sí, el poder de la mente, pero ¡qué poder más asombroso entonces!, ¡Y sin creador!

Y es que no se puede buscar a Dios en el plano físico, ni intentar constatar su existencia con un instrumento de medida.

Dios no está al alcance de los microscopios ni de los telescopios. No se puede establecer con una magnitud numérica, entre otras cosas porque Dios no es un objeto más junto al mundo, sino que es lo que hace posible al mundo. No es una cosa que «hay», sino que «hace que haya».

Cierto que nadie puede probar que existe Dios, pero tampoco puede nadie probar que Dios no exista. El científico se contradice cuando afirma que la suya es la única forma de saber y que no hay otra realidad que la empírica, pues en sí misma esta afirmación ya entraña una conjunción metafísica, que por tanto no es verificable científicamente.

A pesar de lo aparentemente irrefutable de los argumentos del ateo hay algo incuestionable y es que todo el mundo, la naturaleza con sus perfecciones, y el hombre en suma no puede haberse originado de la nada, fruto de la casualidad, fruto de casuales combinaciones de pequeños elementos en un caldo de cultivo idóneo.

Tanta perfección no pudo tener un origen tan simple.

Con todos los conocimientos actuales, el hombre ha conseguido reproducir ese caldo de cultivo y ha combinado esos elementos en el laboratorio. Pero las formas resultantes no han sido seres vivos. ¡Nunca podrían serlo!

Pero... Quién sabe si quizá alguna vez lo logre... En ese caso, ¿no será cierto eso de que toda vida procede de la creación de un ser con una inteligencia superior?

La casualidad no existe, al menos a esos niveles. ¿Crees que si lanzásemos miles de letras al aire, al caer se formaría casualmente el Quijote o la Biblia?

La fe no es algo circunscrito a personas incultas o fácilmente convencibles. Muchos de los grandes científicos de la humanidad con altos coeficientes de inteligencia han sido fervorosos creyentes; entre ellos eminentes biólogos que han tenido en sus manos las causas últimas de la vida. Cierto es que otros no lo son.

Pero no sólo es lo científico lo que nos convence de la realidad de las cosas. Si uno se esfuerza en leer entre líneas el texto de la realidad, descubre muchas razones para creer. Cierto es que esas razones tomadas por separado no tienen gran peso ni consistencia, pero todas ellas juntas forman un conjunto con una fuerza de convicción formidable.

Todo esto nos lleva, si no a tener una corroboración científica, sí al menos a obtener una «certeza moral», que para un creyente es más que suficiente.

Dios es un misterio inabarcable que no cabe en nuestro pensamiento ni nuestra imaginación puede darle un rostro. Recordemos las palabras de San Agustín: «Si lo que se quiere decir lo comprendiste, no es Dios; y si es Él, no lo comprendiste».

Pero volviendo al tema de los milagros, ¿qué decir de la sangre de San Pantaleón que todos los años por las mismas fechas se licua convirtiéndose en fresca sangre lo que antes era polvo? No hay explicación científica a este suceso. Al igual que a otros muchos que ahora no recuerdo.

El ateo me dirá: Ahora no hay explicación científica, pero la humanidad y los conocimientos científicos avanzan a pasos agigantados, sólo hay que mirar como estábamos hace cien años y como estamos ahora; puede que dentro de un tiempo se halle una explicación para esto y para otras cosas que ahora se presentan como milagros.

Cierto. Y también no es menos cierto que muchas de las cosas que anteriormente se achacaban a la creación o la voluntad de Dios tienen ahora una explicación lógica y sencilla. Muchos mitos han ido cayendo, y caerán muchos más.

Y sin embargo... y sin embargo quedan los sucesos cotidianos de trascendencia para el individuo. Suerte dirán algunos, casualidad dirán otros. Pero la experiencia constatada y repetida de muchos de nosotros, ese convencimiento interior fruto de la iluminación sobrenatural, nos lleva a no albergar ninguna duda de que Dios está ahí, cerquita, al lado de nosotros, esperando sólo que digamos: ¡Señor, ven a mí! Y entonces... y entonces seremos hombres y mujeres nuevos revestidos de esa luz y de ese halo que nos hace caminar por la vida sin miedo a nada, con paso firme, esperando tan solo el momento final en que Dios se nos manifestará plenamente y podamos decir, ¡Señor, aquí estoy!

 

La eternidad

El alma es inmortal. Tanto la del ateo como la del creyente. No hay diferencia en la constitución de ambas. Son substancias simples, y por tanto indivisibles. Es inmortal por que trasciende al propio individuo. Su campo de desarrollo, llámese pensamiento, entendimiento o discernimiento, se sitúa en otra dimensión, fuera del plano físico. Nuestros actos espirituales o intelectuales, nuestros pensamientos, no son elementos corpóreos, sino que son simples en si mismos. No hay explicación ni parangón posible al asomarse a la mente humana.

El cuerpo está compuesto de muchos elementos. La muerte es la desintegración del viviente en sus partes constitutivas. El alma es un ente simple, sin partes, por tanto no es desintegrable, y en conclusión, es inmortal.

¿Y qué es la inmortalidad? La existencia eterna. ¿Y qué es la eternidad?

Érase una vez una montaña situada en un mundo donde no había erosión. Cada mil años un pájaro llamado Eternidad pasa rozando levemente la cúspide con una de sus plumas.

¿Te imaginas cuanto tiempo tardará en erosionarla? Pues bien, cuando la montaña ya no exista debido a la fricción producida por la pluma del pájaro, entonces, entonces la eternidad apenas habrá comenzado.

¡Y todo ese lapso de tiempo nos lo jugamos en un puñado de años!

Muchas personas, cuando se les habla de la ascesis, de la represión de los sentidos en pos de la espiritualidad interior, contestan: ¡no me voy a estar así toda la vida! Pero, ¿qué es la vida comparada con la eternidad? Menos de lo que representa un granito de arena en la totalidad de la playa; menos de lo que representa una gota de agua en la inmensidad del océano. ¡Y nos jugamos tanto!

Para muchos la religión es represión. No se puede hacer esto, no se puede hacer lo otro, no es admisible aquello... No quieren sujetarse a normas en pos de una pretendida libertad, que sin embargo no es sino esclavitud de la voluntad ante la dictadura de sus pasiones.

Pero, pregúntale a un cristiano de verdad o incluso a un monje de clausura si se siente preso o reprimido. Te maravillarás de su respuesta, de su actitud serena, de su paz interior, en suma de su felicidad.

La verdadera esclavitud es la de la carne, y la de los sentidos, que nos hace perseguir ciegamente lo que a la larga no proporciona sino sinsabores, decepciones y hastío.

La religión nos proporciona ese escudo que nos protege de las amarguras de la vida. Un escudo que no pesa, pues «Mi carga es suave y mi yugo ligero», dice el Señor (Mt 11,30).

 

Una aproximación a la escatología

Cuando estoy con un grupo de personas y se habla del tema de la religión, los ateos (o los indiferentes, me da igual aquí emplear un término u otro) forman una especie de coalición donde cada uno te intenta poner en evidencia atacándote por el punto más débil. Ponen el dedo en la llaga cuando se refieren a la inmoralidad de algunos sacerdotes, los tesoros del Vaticano, la Inquisición, y otros asuntos más personales.

Es un partido de ping-pong donde juegas tú sólo contra una camarilla donde cada vez que a duras penas devuelves la pelota, te la envían con más fuerza.

Muchos hemos experimentado esta situación de acoso donde la mayor parte de las veces la partida termina en tablas, pues aunque tus argumentos sean irrefutables, ellos nunca los aceptarán. No se puede sembrar en territorio baldío, dice el Señor (Lc 8, 5-7), aunque no por eso hemos de dejar de intentarlo.

Muchas de estas personas me dicen: «No hay Dios. Pero si lo hubiese, a mí no me podría condenar, pues yo no he matado a nadie, ni he robado, ni he hecho nada malo de importancia; y si Dios, aún así me condenase, sería un terrible injusticia».

Me dicen además: «Y si después de todo no hay nada, tú habrás estado haciendo el tonto con tanta ascesis y represión...» (¿Acaso mi ascesis y «represión» es amargura para mí? ¿Acaso al amante le supone sacrificio el agradar a su amado? ¿Acaso el ateo es más feliz que yo?).

Los temas escatológicos han sido desterrados del lenguaje social por ilusorios en el caso del cielo, o por incómodos en el caso del infierno. La mayoría de los cristianos de supermercado no echan el infierno en su cesta de la compra. Y lo mismo para otros temas del más allá.

Si el hombre moderno se ha distanciado de la religión en general, mucho más se ha hecho ajeno a las referencias a los temas escatológicos, a los que trata como mitos o leyendas. A personas tan afincadas en el «más acá», poco puede interesarles el «más allá».

Palabras como cielo, infierno o purgatorio, les recuerdan a cuentos de hadas, a referencias a un pasado tenebroso de cilicios e inquisición, afortunadamente ya superado.

Sin embargo, no hay que pretender volver a tales concepciones. Las palabras para designar los conceptos escatológicos y sus definiciones, han de adaptarse a los nuevos tiempos para hacerse entender por las mentes de hoy, más avanzadas. Pero una cosa son las mentes, y otras las mentalidades. Y las de hoy están en gran parte contaminadas, lamentablemente, por la laxitud y la paganización de la sociedad.

Así, el cielo no está «arriba» o el infierno «abajo», no existen lugares físicos con fuego y azufre esperando a los condenados o mesas repletas de comida y placeres para los salvados. Las palabras y descripciones eran una manera alegórica de representar algo cuyo concepto abstracto no era fácilmente comprensible para la mente del hombre común, por lo general poco instruido.

Pero intentar trasladar el lenguaje y las imágenes del pasado al mundo moderno es todo un despropósito. No es mi intención hacerlo; pero sí clarificar algunos malentendidos, aclarar aspectos o comentar matices no contemplados en los temas ultraterrenos.

En la época de lo inestable, se necesita el anuncio de lo definitivo. En la época del cambio se necesita el anuncio de lo que no necesita ser cambiado, puesto que está lleno de vida.

Pero no voy ahora a hablar de la vida, sino de la muerte, para iniciar este recorrido por la escatología.

 

La muerte

La muerte es un segundo parto. Venimos al mundo acompañados de dolor, y lo dejamos también con dolor. Es pues lógico que la temamos, como la madre teme al parto, pues al dolor se suma la incertidumbre. No conocemos más que esta vida, y en esos momentos incluso muchos creyentes ven tambalearse su fe...

Pero no ha de ser así. La muerte es el Viernes Santo que precede a la mañana de Pascua. Es el amanecer a una nueva vida, plena, completa, y eterna. Una nueva forma de existir que nos configurará como lo que realmente somos, hijos de Dios.

Con esta mentalidad hemos de afrontar este tránsito.

Las experiencias de los que «han vuelto a la vida» tras un coma traumático hablan de una luz y un bienestar que auguran el nacimiento a otra dimensión, que manifiestan el esplendor de una sensación de no estar ante un final, sino más bien ante un nuevo comienzo.

Sin el pecado, la muerte es sólo un encuentro con Dios. Es errónea la actitud de los familiares que con la idea de no espantar al enfermo no llaman al sacerdote. Cuando hay tanto en juego no se pueden escatimar esfuerzos. La muerte

sucederá tarde o temprano, y con ella se esfumarán para siempre las posibilidades de un arrepentimiento y un perdón del que el enfermo pudiera estar necesitado.

Hay que tener las maletas preparadas por si hay que salir corriendo. Lo que equivale a decir que hay que mantenerse, en la medida que nuestra débil naturaleza nos lo permita, alejados del pecado. Sólo así tendremos la tranquilidad y la mente preparada para acoger la muerte como lo que realmente es, el tránsito a una nueva y mejor vida.

 

La resurrección

A lo largo de los tiempos se han suscitado muchas teorías acerca de la forma en que resucitaremos. Se especula sobre si resucitará nuestro cuerpo, o sólo nuestra alma, o los dos juntos, cuándo, en que forma, etc. A mi entender, debatir este tipo de cuestiones es similar al antiguo debate sobre el sexo de los ángeles. Baste decir que resucitaremos como lo que somos, personas, con todos los ingredientes que nos conforman como seres humanos, pero de forma superlativa.

El ejemplo del grano de y la espiga es perfecto. Cuando enterramos una semilla, ésta se pudre y queda en la nada, pero después, gracias al agua y al sol, a través de un proceso de maduración «resucita» convertida en espiga. Esta espiga es la semilla, tiene todo lo que tenía la semilla, pero no en potencia, sino en acto. La espiga tiene toda la genética de la semilla, pues procede de ella, pero la forma en que se manifiesta es, si se me permite, gloriosa.

Así Dios, que es el agua y el sol, hace que nuestras facultades innatas conferidas en el alma de cada hombre se desarrollen y crezcan para adoptar su forma real, su forma definitiva.

Lo anterior vale con respecto al cómo. Respecto al cuándo, no existe una clara unanimidad entre los teólogos. Y la Iglesia tampoco se ha pronunciado nunca muy explícitamente. El motivo de esta oscuridad hay que buscarlo sobre todo en la poca luz que arrojan los Evangelios en esta cuestión del cuándo, al menos en la parte íntima y personal de cada individuo.

Ha habido mucha discrepancia como digo, pero se consolida la idea de que el alma se desprende del cuerpo en el mismo momento de la muerte, y es autónoma hasta que se une a él, una vez consumado el final de los tiempos.

Muchos teólogos, sin embargo han objetado contra esta doctrina, al considerar que, si el alma resucitada ya experimenta la visión beatífica, la incorporación del cuerpo posteriormente ya no aporta nada. Pero lo cierto es que sí añade. A pesar de que el cuerpo sea para muchos de nosotros una carga pesada que nos impide volar ligeros hacia Dios, no hemos de considerar la vertiente materialista del mismo, sino más bien, la espiritual, pues todo en el cielo queda transformado. La

incorporación del cuerpo forma parte de esa dinámica novedosa de transformación que nos realiza y nos conforma.

 

El juicio

El Juicio particular no es un examen con preguntas y respuestas, sino un encuentro personal del creador con lo creado. Un encuentro definitivo con lo que yo elegí o rechacé, con la opción fundamental que rigió mi vida.

En este sentido, la teología actual se muestra unánime: no hay más que una vida. Si se quiere, una vida con dos fases, una parcializada y oscurecida, y otra plena y radiante. La forma en que enfoquemos la primera fase repercutirá indefectiblemente en la segunda. Ésta será a su vez afectada por nuestras opciones y decisiones ejercidas en la primera fase.

Cuando me preguntaban cual era el objetivo de mi vida, yo solía responder como esos catecismos de antaño que hacían la pregunta de ¿para que has venido al mundo? Y respondían: «He venido al mundo para salvarme». Efectivamente, yo solía decir que mi objetivo y meta en la vida era llegar al cielo, conseguir la salvación y «superar la prueba».

Aunque este principio no deja de ser cierto en sus últimas consecuencias, la manera de enfocarlo es errónea, pues tiende ha considerar la vida como poco menos que un examen donde de manera egoísta hemos de aprobar si queremos pasar al siguiente curso.

El objetivo no es algo «a lo que se va», sino algo «en lo que se está».

Puesto que la vida es sólo una (aunque si se quiere como dije antes con dos fases) no puedo aspirar «a la otra», sino estar YA en la que he elegido para permanecer en ella ahora y por siempre.

Hay que imbuirse de espiritualidad y comenzar ya a actuar, sentir y pensar en el tiempo, de la forma que lo haremos en la eternidad.

No hay pues dos oportunidades. Sólo una, que se fragua en una fase de mi vida, que termina en algo que podemos llamar juicio, y que se celebra en el instante mismo de la muerte. Es en este instante cuando la película de mi vida pasa ante mis ojos y haré un autojuicio, mi juicio final, de todo lo que pude haber hecho y no hice.

Nuestra conciencia quedará iluminada por la luz divina, y nos daremos cuenta de todos nuestros comportamientos erróneos, de nuestras omisiones, de nuestros pecados, bajo la atenta mirada de Dios. En un instante veremos cómo hemos seguido la doctrina de Cristo, y si hemos visto su rostro en el rostro del hermano necesitado. Veremos, en definitiva si nos hemos adherido a sus enseñanzas, si le hemos hecho caso o por el contrario le hemos dado la espalda. Y a partir de ahí quedará decidido nuestro destino final.

Llegados a este punto, nos podríamos plantear la siguiente pregunta: ¿Son muchos los que se salvan?

Las opiniones de los ensayistas en teología han variado mucho a lo largo de los tiempos. Desde una posición férrea en el pasado, donde apenas había resquicio para la salvación de unos pocos, a la laxitud actual, donde se predica casi la amnistía general y la abolición del infierno.

Sin embargo, no debemos engañarnos. El infierno y la condenación es algo predicado ampliamente en la Biblia, y sobre lo que se insiste bastante.

Esta actitud laxa de la teología actual proviene básicamente del rechazo sistemático del hombre moderno hacia la religión, y especialmente en todo lo referente al tema del infierno. La teología se ha visto obligada a suavizar los términos y a «rebajar el listón y el número de los condenados» en aras de lograr un mayor acercamiento al hombre secular actual.

Sin embargo, a mi entender lo máximo a lo que puede aspirar la teología moderna, es quizá a quitarle la imagen terrorífica y a la vez pintoresca con que se había dotado tradicionalmente al infierno, para adaptarla a las circunstancias y al lenguaje actual. Pero en ningún modo, se debe caer en el error de apartar de la vista por molesto, un tema cierto y real.

Pero hay motivos para ser optimistas. Así, leemos en la Biblia:

«Y vendrán de oriente y occidente, del septentrión y del mediodía y se sentarán a la mesa en el reino de Dios» (Lc 13, 29).

«Y vi una gran muchedumbre que nadie podía contar de toda nación, tribu, pueblo y lengua, que estaban delante del cordero vestidos de túnicas blancas y con palmas en sus manos» (Apoc. 7, 9).

Estas citas son las abanderadas de la llamada tesis optimista. La misericordia infinita de Dios y su amor a los pecadores, así como la redención sobreabundantísima de Jesucristo avalan esta tesis.

Además, no sería lógico que el demonio se ufanase de tener más almas en el infierno que Dios en el cielo; sería como si dijésemos una victoria moral.

Dios es infinitamente misericordioso, pero también es infinitamente justo. ¿Qué prevalecerá pues, la misericordia o la justicia? ¿Sería justo que estuviesen en el cielo en la misma posición el bueno y el no tan bueno? ¿Cómo puede tener el mismo premio el oprimido y el opresor?

Hay teorías que solucionan este dilema, como es el caso de la tesis del purgatorio. Y también con los llamados «escalones», es decir, no será la misma la posición celestial de todas las almas. El hecho de que todos los habitantes de la ciudad celestial tengan la misma visión de Dios, no significa que todos sean iguales. Santa Teresa decía que seremos como vasos llenos del mismo líquido, pero con diferentes tamaños. Pero la certeza sobre estos asuntos no existe.

Por otra parte, Dios sólo condena al que así lo quiere. Al que pone todo de su parte para intentar salvarse, Dios no le dejará aparte.

Pero no todo en la Biblia son citas benévolas en este sentido. Y sino, veamos estas otras:

«Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, por que os digo que muchos serán los que busquen entrar y no podrán» (Lc 13,23-24).

«Muchos serán los llamados y pocos los elegidos» (Mt 22,14).

«Si el justo a duras penas se salva, ¿qué será del impío y del pecador?» (1Ped.4,18).

Estas y otras citas son las abanderadas de la tesis rigorista, que por cierto es la compartida por la mayoría de los Padres de la Iglesia, con Santo Tomás a la cabeza.

En definitiva, aunque seguramente sean más los que se salvan que los que se condenan, yo no me jugaría mi eternidad por tan poca cosa como son los escasos años en los que el Señor nos pone a prueba, pues luego tendré toda una eternidad para arrepentirme o para alegrarme.

 

El purgatorio

No es un lugar, ni un tiempo específico, ni son unas penas que hay que cumplir, sino que ha de concebirse como «la última parte del proceso de mi vida» antes de entrar en la gloria.

La lógica me hace pensar en el purgatorio, pues todos o casi todos los hombres mueren con imperfecciones, con corazones compartidos mayor o menormente, donde Dios no es el único morador; con dudas, indecisiones y omisiones.

No podemos pasar al banquete eterno con la ropa sucia, no podemos sentarnos a la mesa sin lavarnos las manos. Pero esta limpieza no ha de concebirse como un castigo, sino que probablemente será un acto de elección propia, pues al vislumbrar las sorprendentes maravillas eternas, estaremos ansiosos por vernos purificados del todo, y entrar cuanto antes a formar parte del coro de la alabanza eterna.

Es como si estuviéramos llamados a una importante cita o acto al que estamos ansiosos por ir. La noticia nos llega de repente, cuando venimos del taller. Nos dicen que nos demos prisa, pues el acto ya ha comenzado. Lógicamente no querríamos ir con el mono lleno de grasa, sino que aunque nos moleste el tiempo perdido en lavarnos, no iríamos sin antes ponernos nuestras mejores galas.

El morir cristiano, no es el agonizante apagarse de la vida, sino el salir alegre al encuentro del Dios de la vida.

La purificación ha de entenderse pues como maduración, como el proceso mediante el cual Dios da los últimos retoques a su obra creadora, y nos dota de los sentidos necesarios (Lumen Gloriae) para percibir claramente la nueva dimensión en la que nos adentramos.

Todo proceso de maduración es doloroso. Pero el sufrimiento viene más bien de la contemplación de los pecados pasados, pues iluminados ahora con la luz de Dios, nos parecerá horrenda monstruosidad lo que antes considerábamos cosas sin importancia. Es el insoportable contraste entre el amor absoluto de Dios y el desprecio que yo le he manifestado al apartarme de Él.

Las oraciones de sufragio pueden ayudar a mitigar ese sufrimiento, pero no en tiempo cronológico, pues en la eternidad no existe el tiempo. Por esta misma razón, nuestra oración común no sólo sirve para las personas de aquí y ahora. Puede también ser aplicada a las personas del pasado o del futuro.

 

El Infierno

La sociedad moderna ya no teme el infierno. Ahora se teme la pérdida de valores inferiores como el poder adquisitivo, el status, el confort, la calidad de vida... La pérdida del miedo al infierno, consecuencia de la secularización, ha servido para devaluar la responsabilidad moral.

El infierno ya no existe, dicen, ni existió nunca. Eran cuentos para asustar a los niños o a los que son como ellos.

Al presentar el infierno al hombre actual con las imágenes del pasado, éste en lugar de adaptarlas al contexto moderno, no sólo las suprime, sino que elimina el concepto entero de infierno, cuando no el de la religión.

El infierno, al igual que el purgatorio, o el cielo, no es un lugar, sino un estado, una situación vital. Al infierno no se entra, se accede.

Dios no manda a nadie al infierno; uno mismo lo elige al desentenderse libremente de Dios, al cometer pecado mortal, y perseverar en él. Y Dios no interfiere nuestra libertad, que es uno de los dones supremos que Él ha dado al hombre. Su omnipotencia y su misericordia sólo tienen el limite de la libertad humana.

Desde este punto de vista, el infierno se puede definir como el estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados. Su pena principal consiste en la privación eterna de Dios, en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado.

 

El cielo

Es pues Dios, la única fuente de felicidad. Una felicidad que será completa cuando le veamos cara a cara, al habitar en el cielo.

Al ingresar en el cielo y ver a Dios, estallaremos en una explosión de gozo incontenible que nuestros corazones carnales no hubieran podido soportar. Experimentaremos la más completa y abundante de las alegrías que empequeñecerá hasta el absoluto al mayor de los gozos terrenales. ¡Tal profusión de bellezas! ¡Tal esplendor de maravillas! ¡Tal magnificencia de excelsitudes!...

Y sin embargo... Y sin embargo, preferimos aferrarnos a un frío, oscuro y sucio trozo de materia, que llamamos mundo, con sus infidelidades, con sus decepciones y engaños, con sus sufrimientos, y desasosiegos, con sus penas y sus amarguras. Pues sólo tristeza y dolor existe cuando salimos de Dios.

Decir cielo equivale a decir plenitud. Plenitud de la vida y de la persona. Aquí somos un proyecto; allí seremos realidad. Una realidad que se hará común con los otros, pues allí no seremos extraños, como lo somos en la tierra, donde no podemos ver el interior del otro. Allí seremos transparentes, y desarrollaremos de forma plena la llamada comunión de los santos.

En el cielo experimentaremos la visión beatífica, el ver cara a cara da Dios de manera intuitiva. Esto significa el acceder al conocimiento del amor de Dios, que nos llenará de felicidad y de gloria. Es la convivencia, la participación en su vida, en su presencia, la comunión existencial con su persona.

Muchos han objetado contra el cielo su aparente estaticidad e inmovilismo. Es decir, por muchas y muy bellas que sean las maravillas que se nos prometen, ¿no nos aburriremos de hacer siempre lo mismo, de ver siempre lo mismo?

En primer lugar, resaltar que el enamorado nunca se cansa de contemplar y permanecer junto a la persona que ama. Pero por otra parte, si afirmamos que el cielo es la exaltación de la vida, y la vida es por definición dinámica, al contrario que la muerte, con mayor razón el paraíso será siempre un eterno dinamismo donde constantemente nos asombraremos de la novedad. Nuestras alegrías irán siempre en aumento, con cada resucitado que se incorpora al paraíso.

De todas formas es en vano pintar como será el cielo. Las descripciones y palabras no serán más que consideraciones meramente humanas, incompletas e imperfectas. El cielo rebasa siempre nuestras palabras y nuestros conceptos. «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios tiene preparado para los que le aman» (1Cor 2, 9).

 

El juicio final

El juicio final ha de concebirse como la integración definitiva de todos los vivientes en la eternidad feliz. Sólo así obtendremos la plena felicidad y la plenitud personal.

El llamado final de los tiempos significa sencillamente el no-tiempo, es decir, el hombre con la muerte sale del tiempo para entrar en la eternidad. No tiene sentido pues, hablar de fechas o de retrasos.

Siguiendo con el discurso que comencé en el capítulo dedicado a la resurrección, al hablar de cuerpo y alma, este vuelve a tener relevancia al comentar el juicio final.

El dualismo antropológico platónico de alma y cuerpo se resuelve desde los ojos de la fe, al afirmar que cuerpo y alma no son entidades diferentes, sino partes constituyentes de un mismo ser, creado por Dios en un momento determinado del tiempo. El alma por tanto no existe desde siempre, sino que tiene un principio.

Puesto que el alma es inmortal y el cuerpo perecedero, es necesaria la resurrección, don de Dios para conseguir la plenitud del ser humano en la eternidad. Ahora bien, esta incorporación del cuerpo que acaecerá en el último día, no a todos puede que le parezca oportuna, pues hay gente que siendo demasiado espiritualista, aborrece el cuerpo, o al contrario, siendo demasiado materialista, preferiría un cuerpo diferente. Sin embargo no hay que ser miopes. Primero porque no hay doctrina de fe que diga la forma concreta o morfológica que hipotéticamente tendrá nuestro cuerpo, incorporado a nuestra alma ese último día. Conceptos substanciales físico-químicos como el ADN puede que tengan mucho que decir.

En cualquier caso, la forma física tangible o visible que adopte nuestro ser tendrá poca relevancia en la dimensión de lo intangible, de lo imperecedero, en un universo de espiritualidad, sentimiento, misticismo y amor.

 

Razones para la esperanza

Muchos de los que niegan la resurrección, esgrimen contra nosotros, eso de que con tanto mirar hacia arriba, nos despreocupamos de lo de abajo, y nos ausentamos de la realidad. La realidad, dicen, hay que construirla aquí.

Muchos ponen el objetivo de su vida en lograr una sociedad mejor, en labrar un futuro que disfrutarán las generaciones venideras. Laudable misión esta, donde las haya. Sin embargo, esto no es incompatible con la creencia, con el cristianismo, sino que precisamente es su realización.

El cristiano mira al cielo, pero tiene los ojos en el suelo. El camino para subir hacia arriba no parte de otro sitio sino del suelo. Sin una buena base en el firme, la escalera se desmorona.

Hay no obstante que matizar este deseo de hacer el bien. El cielo no es un estímulo egoísta, como sería si nos esforzásemos en hacer el bien sólo por tener un más allá bienaventurado. El cielo es precisamente todo lo contrario al egoísmo. Pero la esperanza de alcanzarle nunca está de más.

Los que con espíritu altruista depositan su confianza en la construcción de una sociedad mejor, sin tener otra esperanza de continuidad que la «continuidad social», ponen sus miras en un objetivo frágil e inestable, pues no hay nada más inconsistente, volatil y cambiante que la sociedad humana.

Y no es que yo no crea en el hombre ni en el progreso. Simplemente constato la realidad social que nos muestra repetidamente la historia.

Pero repito, las razones para la esperanza nunca están de más. Porque si a pesar de todo no hay nada después de la muerte (aunque la fe me diga lo contrario), yo nada he perdido por esperarlo, sino que más bien he ganado el gozo de la esperanza y el vivir ilusionante de la fe. Por el contrario, el incrédulo tiene siempre las de perder ante las dos posibilidades, pues si no hay esperanza, muchas veces la vida se convierte en un infierno.

 

La vida

La vida es como la fría escarcha que desaparece al amanecer.

Es un seco pozo de miserias donde se refleja la necesidad humana.

Es como la hoja arrancada del árbol que cae y muere en la tierra.

Es como el viento que sopla en el ocaso y se difumina entre las calles estrechas. Es el sol boreal, trémulo y fugaz.

Es el horizonte oscuro del atardecer que hace detenerse a los caminantes.

Es el viento helado que se desata por las noches y congela los corazones de los débiles de espíritu.

Y en contraste, ¿Qué es Dios? Dios es la plenitud sobreabundante de todas las maravillas. Es el elixir paradisíaco que rebosa en la copa de la felicidad; es la alegría eterna de todos los corazones, la inabarcable consecución de todos los anhelos, el recipiente perpetuo de todas las dichas, el bálsamo que alivia, el maná que cura, el poder que salva.

¿Por qué fijar nuestra atención y nuestra mente (¡y tan denodadamente!) en las falsas consolaciones de esta miserable vida, cuando Dios nos llama insistentemente para unirnos a Él, para unirnos a semejante maravilla?

Según San Agustín, hemos de vivir esta vida como si ya estuviésemos en la otra, es decir, alabando y glorificando a Dios por todas sus maravillas y excelsitudes, a imitación de los ángeles en el cielo.

La manera práctica de llevar esto a cabo, es muy simple, basta con ofrecerle a Él todos nuestros trabajos y nuestros sacrificios, nuestros anhelos y esperanzas, nuestras alegrías y nuestras penas, y mostrar ese agradecimiento en la dedicación de las cosas cotidianas y sencillas.

Cuando nos sintamos tristes, abatidos, desanimados, desganados para hacer una labor, basta con decir: ¡Voy ha hacerlo por amor a Jesucristo! Y decirlo de verdad, para demostrar que yo también me sacrifico por Él al igual que Él lo hizo por mí, aunque sea en esta pequeña medida. Pues no hay obra pequeña ni mérito escaso cuando los sentimientos son tan grandes.

Agrada más a Dios una cestilla de flores ofrecida con un corazón sincero y desprendido, que toda una basílica construida sin ese amor.

 

El amor de Dios

¡El amor de Dios! El amor de Dios es el fuego que derrite los corazones, la llama que consume la voluntad y siembra en el alma las delicias de la divinidad.

¿Cómo podemos corresponder a semejante amor? Antes de nada decir que nunca será una correspondencia equiparable.

La manera de amar a Dios, es cumplir sus mandamientos. Los suyos y los de su Iglesia. De esta manera le demostramos nuestro amor.

Para muchos es muy difícil hacer aflorar los sentimientos del corazón de manera que se manifiesten de forma visible. Pero eso no quiere decir que éstos no existan. A muchos les cuesta experimentar amor sensible, pero eso no es óbice para amar con la voluntad.

En efecto, es la voluntad y la disposición lo que prima a la hora de demostrar el amor, y no quizá las fórmulas vocales y las manifestaciones más o menos sensibles.

Podemos conocer a Dios de muy diversas formas: a través de la revelación, o buscándole de forma intelectual. Pero hay un camino más cálido, y con calado más hondo, que es el de la oración y la contemplación.

En efecto, es a través de la oración como nos comunicamos con Dios y como Él se comunica con nosotros. Es como entablamos esa conexión íntima que nos demuestra que Dios no es puro concepto, sino un ser que nos ama y se nos entrega y que es capaz incluso de sufrir por nosotros.

Pero, ¿cómo es eso de que sufre Dios? ¿Es acaso un ser débil, o imperfecto?

En este caso, la capacidad y posibilidad de sufrir, lejos de ser una limitación o un defecto, debe considerarse como una forma de plenitud. Es la expresión más honda de un amor y una bondad sin límites.

Dios sufre precisamente porque su amor para con nosotros es infinito. Es un amor de tal magnitud, que le hace sufrir incluso a Él.

Y es que Dios, Jesús, siempre está ahí, esperando al pecador arrepentido, noche y día, sin descanso.

Él siempre acude a la cita. Unas veces se hace presente como el frescor suave del atardecer en el jardín de la vida. Otras como el aroma de las flores en las noches de verano. Y otras en fin, cual horizonte cálido y luminoso de verdad y de paz que atraviesa y penetra todo nuestro ser y llega hasta el fondo de nosotros mismos.

Por que Él realmente habita dentro de nosotros, y «es más yo mismo que yo» como acertó a describir San Agustín.

Dios da sin esperar nada a cambio, pues su naturaleza es amor y desprendimiento, siendo ésta su inclinación natural. El amor de Dios es infinito incluso con los malvados y pecadores, con los que le odian, y con sus enemigos, por quien se dejó incluso matar en la persona de su Hijo.

Pues si Jesús, siendo Dios se dejó matar por amor a sus enemigos, ¿qué derecho tienes tú siquiera a fruncir el ceño a los tuyos? Si Dios, Supremo Juez, ama a los malvados y pecadores, ¿quién eres tú para odiarles?

El amor de Dios se pone de manifiesto también en la amistad que nos profesa. Si el amigo para ser bueno y seguro ha de ser antiguo, ¿quién hay más antiguo que Dios, que existe desde siempre? Al igual que no se deja al amigo antiguo por el nuevo, tampoco dejemos al amigo eterno por el temporal.

Dios está con nosotros en todos los sitios. Su amor se manifiesta en esa voz interior que nos dice «donde quiera que estés estaré contigo».

Pues, si Dios ama tanto a los que le odian, ¿cuánto no amará a los que le aman?

Devolvámosle ese amor dándole gracias por los que no se las dan, alabándole por los que no le alaban y experimentando en nosotros esa transformación que el corazón abierto a su amor recibe al entrar en Él.

 

La felicidad

Es un dicho muy común que el dinero no da la felicidad. ¿Acaso es más feliz el rico que el pobre? Muchos dirán que sí. Pero la realidad no es tan sencilla. En más casos de los que se podría pensar sucede precisamente lo contrario.

El que tiene dinero sufre por si se lo quitan o lo pierde. Vive siempre con miedo. El que tiene estabilidad sufre al pensar que la puede perder y teme al futuro.

¿Y los placeres? ¿Dan la felicidad los placeres?

El éxito y los placeres variados no liberan al hombre del vacío y del miedo si no hay un sentido más alto en su vida.

Los placeres materiales son como una droga. Una vez experimentada, el individuo se hace esclavo de ella, y su voluntad se rinde. Añora incesantemente el instante siguiente en que podrá experimentar ese placer, y todos sus actos se encaminan hacia allí de una manera egoísta. La persona olvida la posibilidad de realizar otros fines más altruistas y queda cegada con la inmediatez. A la larga, en la mayoría de los casos el placer pierde su encanto inicial y aparece el hastío...

Pero es algo connatural a los seres humanos la búsqueda de la felicidad. Es normal que cada persona vaya en pos de aquello que le hace feliz.

Lógicamente yo no pretendo disuadir a nadie de esta idea (¡faltaría más!), pero sí encauzarla. Pues igual que un torrente que baja impetuoso por una ladera pierde su agua y no riega nada, de la misma forma se precisa construir unos muros de contención y unas balizas para que todo se aproveche de la forma más racional, conveniente y fructífera.

Sin embargo la ascética no es masoquismo, como tampoco es masoquista la hormiga cuando trabaja en verano, por mucho que así lo piense la cigarra.

Muchos objetarán: «¿Por qué hemos de rechazar los placeres que nos da la vida? Dios no puede desear nuestra infelicidad».

Y en efecto, así es. Dios no desea nuestra infelicidad, sino todo lo contrario, desea que seamos muy felices. Pero la única, verdadera, e inmensa Felicidad consiste en tener a Dios.

Y Dios habita en el corazón de aquellos que le desean.

Por esto, no se puede estar apegado a lo creado y querer tener a Dios al mismo tiempo. A no ser que en lo creado no se vea otra cosa sino al Creador, ya que lo infinito es contrario a lo finito, y lo temporal a lo eterno.

En este mundo todo es provisional. Aún no estamos en lo definitivo. Todo resulta contingente y accidental, por tanto no debemos volcarnos en ello. Lo provisional es inferior a lo definitivo, y lo parcial a lo total. El valor de lo temporal consiste en como sirve a lo definitivo.

Recordemos las palabras del Señor: «Así pues, vosotros no andéis buscando qué comer ni qué beber, y no estéis inquietos. Que por todas esas cosas se afanan los gentiles del mundo; y ya sabe vuestro Padre que tenéis la necesidad de eso. Buscad más bien su Reino, y esas cosas se os darán por añadidura» (Lc 12, 29-31). O lo que es lo mismo, no fijéis vuestro objetivo último en conseguir la satisfacción y la plenitud en las cosas de este mundo y de esta realidad, sino más bien usarlas como instrumento del bien que os puedan traer de cara a la eternidad. Pues igual que la misión de un carpintero no es poner clavos sino hacer muebles, de la misma forma nosotros no hemos de afanarnos en las cosas de aquí abajo como si no viéramos más allá de lo que representan, es decir, obra de Dios, y camino hacia Él.

Pues lo contrario sería actuar como los ateos, los que no tienen más que esta vida, los que cierran la puerta de la esperanza y se apegan a las cosas perecederas y mudables, que por esta sola característica (la mutabilidad) pueden experimentar desasosiego e infidelidad cuando de repente se les priva de su goce.

Hay que poner más bien las miras en lo inmutable y eterno, en lo que nunca nos fallará.

Si te despegas de todo lo terreno y mundano y pones tus ojos en Dios y sólo en Dios, acatando su voluntad y ejerciendo la Santa Indiferencia, gozarás de una felicidad que nada ni nadie te podrá arrebatar.

Pues el que tiene a Dios, no ve otra cosa sino a Dios, y para él carece de sentido cualquier otra fuente de placer, al igual que carece de sentido mantener encendida una linterna en el mediodía de un día soleado.

Cristiano: ¿Por qué te entristeces al perder una cosa terrenal, si te queda lo más grande? ¿Qué son ellas comparadas con Dios? ¿Acaso el millonario se entristece si se le pierde la calderilla?

El único mal verdadero, el único mal irremediable, es la pérdida de Dios. Y a Dios se le pierde sólo por el pecado.

Ningún bautizado ha de temer que se le prive de Dios si él no lo quiere. Jesucristo está siempre con nosotros, pues nos compró con su sangre; y lo estará siempre, por toda la eternidad.

Sólo el pecador aparta de su lado a Dios, y lo hace voluntariamente.

Aún así, Él está incesantemente, día y noche, constantemente, llamando a la puerta del pecador para que le deje entrar de nuevo en su corazón.

Recordemos esta máxima de Santa Teresa, que todos deberíamos tener siempre en cuenta: «No nos preocupemos por nada sino que será lo que Dios quiera, como Dios quiera, cuando Dios quiera; pues solo Dios basta, y quien a Dios tiene, nada le falta».

 

La tibieza

Al hilo de lo anterior, permitidme hablar un poco de la tibieza.

Nuestro Dios nos quiere todo para sí, es un dios celoso. De igual manera que aborrecía que los judíos adorasen a los ídolos, también denosta que nosotros adoremos a los ídolos de hoy, que son los placeres y objetos materiales elegidos desde posiciones desvinculadas de Dios.

Hay una frase en el Apocalipsis que es muy elocuente con respecto a la tibieza: «Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. Ojalá fueses frío o caliente. Pero por que eres tibio y no eres ni frío ni caliente te voy a vomitar de mi boca» (Apoc.3,15-16).

A más de un cristiano de supermercado se le erizarían los pelos de la nuca al leer este pasaje tan devastador.

Aquí Dios nos quiere poner sobre aviso para que no nos confiemos. Nos está diciendo algo así como que posiblemente nuestra particular visión de la religión no nos sirva de pasaporte eterno, sino la abrazamos enteramente.

Desde este punto de vista la tibieza puede representar el primer paso para un acercamiento, para una entrega definitiva. Hay muchas personas tibias que son criticadas quizá sin saber lo que hay detrás.

Quién no ha oído decir: «Mira fulano, está enemistado con tal pariente y sin embargo va a misa. ¡Más le valdría quedarse en su casa!»

Y sin embargo yo no creo que «fulano» que haga mal en ir a misa, sino todo lo contrario. Yo replicaría «déjale que vaya a misa, y cuanto más vaya, mejor, a ver si algo se le queda de lo que allí se dice, y el Señor puede ablandar su corazón».

 

El Antiguo Testamento

Son muchos los cristianos que comenten el error de descartar el Antiguo Testamento a efectos de considerarlo doctrina de fe. Entre otros muchos críticos se puede destacar a Marción, y a sus seguidores, los marcionistas.

Sin embargo, a pesar de las aparentes dificultades, debemos afirmar que el Antiguo Testamento ES palabra de Dios, con toda la significación que esta afirmación encierra.

Como digo, no son pocas las dificultades que se ofrecen a un lector de pasajes aislados del A.T.

Efectivamente, tomados por separado, muchos dichos, sentencias y pasajes de los libros del Antiguo Testamento se podrían considerar incluso contrarios a toda doctrina cristiana (claramente contrarios, diría yo, muchos de ellos). Pero esto no es motivo para descartar a priori todo el libro, ni siquiera esos pasajes conflictivos.

El propio Jesús, en los Evangelios dice claramente que Él no ha venido a abolir la ley, sino a darla cumplimiento. No ha venido a derogar, sino a culminar. «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5, 17).

Efectivamente, el Nuevo Testamento no deroga el Antiguo, sino que le complementa, le define, le realiza, le completa, pues el anterior estaba, se podría decir, inacabado.

La historia en este sentido, es lineal. El hombre del A.T. necesitaba tener una doctrina como esa, llena de sabiduría, pero adaptada a sus tiempos y a la mentalidad de cada momento. Si bien es cierto que poco a poco iba cambiando y reconduciéndose para cuando llegase el momento recibir la Buena Nueva, el Evangelio.

El Antiguo Testamento al llegar la era Mesiánica, estaba superado, pero no caducado u obsoleto. El Antiguo Testamento sigue teniendo toda su validez, aunque no se puede tomar como sola referencia, pues la Palabra de Dios es única, y está formada por ambos libros, el Antiguo y el Nuevo Testamento.

A la hora de sacar una conclusión de algo, no nos podemos detener a emitirla cuando aún hemos estudiado ese algo en su conjunto pues podríamos errar. Es el error que cometen los protestantes cuando se justifican tomando aisladamente frases o sentencias de la Biblia. Cada caso debe estar considerado según el entorno en que se produjo, y para los fines que se pretendían en su momento. La extrapolación no siempre es válida, y además, como siempre, la moraleja debe ser emitida al final.

Y es que ante la dificultad, existe la tentación de la negación. En esto se sustenta muy a menudo la fe, esa gran prueba tan difícil de superar. Es típico del espíritu

humano intentar abandonar la construcción de algo cuando comienzan las dificultades. Pero también es mayor la satisfacción cuando finalmente se concluye.

La fe en sus comienzos está llena de oscuridades aparentes, que se deshacen cuando el alma preparada recibe la luz cegadora de Dios, ante la cual las tinieblas desaparecen.

 

La Iglesia, nuestra madre

La Revelación de Jesucristo supone un antes y un después en la Historia de la Salvación.

Han sido muchas las actitudes que a lo largo de la historia se han mantenido respecto a ciertos temas; actitudes muchas veces contradictorias, y que han servido y sirven de hecho para que nuestros detractores pongan el dedo en la llaga.

Pongamos por caso esta cita del Eclesiástico (libro de la Biblia que por cierto es uno de los más próximos al Evangelio):

«Da al justo y no acojas al pecador. Haz bien al humilde y no des al impío; rehúsale su pan [al impío] y no se lo des. Porque se tornará más fuerte que tú y te pagará con doble mal cuantos bienes le hagas» (Eclo. 12, 4-5).

¡Cuánto difieren sentencias como esta de la predicación de Jesucristo en cuanto a hacer el bien a los enemigos y poner la otra mejilla!

Y es que el hombre del Antiguo Testamento tenía un concepto diferente de la salvación y del mérito.

Para él, la prosperidad y la salud eran regalo de Dios y constituían el único premio que se otorgaba a los que cumplían con los preceptos. El pobre y el desgraciado merecían todo desprecio, pues era, según esta concepción de la recompensa, un rechazado por Dios, con el que no había que relacionarse.

Para el lector poco instruido en Biblia, le pueden resultar chocante los numerosos pasajes del Antiguo Testamento en que Dios «se venga», donde se habla de «el castigo de Dios» o incluso de «la ira de Dios». La concepción que el pueblo israelita tenía de Dios, era la de un Dios violento.

Pero en realidad Dios era y es el mismo Dios de ahora y el mismo que será siempre, pues Él es inmutable.

No así nosotros. El hombre antiguo tenía una mentalidad y unos conocimientos completamente distintos a los del hombre moderno, y por tanto Dios tiene que expresarse en un lenguaje que éste comprenda.

Para el hombre del Antiguo Testamento no existía la recompensa escatológica, y eso a pesar de libros como el de la Sabiduría, y el de los Macabeos, que dicho sea de paso, no fueron admitidos como canónicos por el pueblo judío. Para el antiguo Israel, las bendiciones de Yahvé eran vivir muchos años y tener una gran descendencia. Estas eran las formas de prolongar la vida, mientras que el Sheol, la muerte, era el final «donde ni siquiera se puede alabar a Yahvé» (Salmo 6, 5).

Todas estas concepciones eran influencia directa de los pueblos vecinos, y fruto de una religiosidad poco avanzada. Y por curioso que parezca asistimos hoy a la paradoja de que ideas tan antiguas tengan de nuevo, en la sociedad de hoy, tanta vigencia.

Pero Dios se va amoldando al progreso del hombre, y llegado el momento, pasará de ser el Dios que hiere y castiga, para ser el Dios que se deja herir en su Hijo, y perdona y redime a la Humanidad.

Muchos añadirán que no hay que irse tan lejos, que no hace mucho tiempo tuvimos la Inquisición, la condena de Galileo, las mentiras de los curas...

Pero la Iglesia también sabe reconocer sus errores, y recientemente ha reconocido muchos abusos, además de subrayar la importancia de las ciencias como parte importantísima del desarrollo humano.

Fue a raíz del Concilio Vaticano II cuando la Iglesia se abre al mundo y proyecta una estrategia de evangelización que tiende la mano hacia las otras religiones «mirando más a lo que nos une que a lo que nos separa».

En esta línea, la Iglesia define mejor su postura clásica y para muchos prepotente que afirmaba que «fuera de la Iglesia no hay salvación», y se reconoce algo que sucintamente se había considerado siempre y es el hecho de que serán salvos todos los hombres de buena voluntad que no habiendo conocido el Evangelio por culpa no imputable a ellos, se hubiesen comportado honradamente según su conciencia.

Aunque eso sí, no se deja de insistir en que es en el seno de la Iglesia Católica, donde se dan en plenitud las condiciones más favorables para prosperar en el campo de la salvación.

Y es que Dios ha puesto en nuestra conciencia esa luz que nos guía y nos ilumina cuando hacemos el bien, y que nos acusa cuando obramos el mal.

La Iglesia siempre ha deseado que sus hijos se salven y progresen en el camino hacia la santidad, y ha utilizado las formas que consideraba más acordes según los tiempos. Y todo aunque una visión histórica retrospectiva las delatase como inadecuadas.

Pero no es la Iglesia la única que se ha mostrado intransigente con la ciencia. La propia ciencia casi siempre pone reparos a los nuevos descubrimientos e inventos, muchos de los cuales a la larga se han mostrado inapelables o muy beneficiosos para la Humanidad.

Fueron los propios científicos los que en primera instancia tacharon de disparatados los postulados heliocéntricos, o los dictámenes de Pasteur sobre los gérmenes infecciosos, o las teorías de Harvey sobre la circulación de la sangre. Por no hablar de la intransigencia de la propia sociedad, en cuestiones como el voto de la mujer, la discriminación étnica, o la esclavitud.

Además, si a alguien se le puede tachar de totalitarista es a la ciencia y no a la Iglesia. A diario se toman decisiones sin contar con nadie en el campo de la biología, de la economía, o por ejemplo sobre la energía nuclear. Decisiones que pueden afectar a miles o millones de seres humanos.

Dios, por el contrario siempre ha tratado al hombre de acuerdo con su desarrollo en cada momento de la Historia.

Al igual que una madre no exigiría a su niño recién nacido que supiese hablar, tampoco Dios ha exigido a los hombres nada más allá de lo que por ellos mismos iban aprendiendo.

Una madre cuida a su hijo por amor. A veces su excesivo celo perjudica al hijo, y este puede ver en ella represión y tiranía. Aunque la madre lo hace todo con la mejor intención, que es el bien de su hijo, quizá sus acciones no sean las más adecuadas. Esto es lo que en muchas ocasiones le ha ocurrido a la Iglesia.

Dios no quiso imponer nada al hombre, pues le creó libre, y por eso no forzó su evolución. Por eso, no envió a su Hijo hasta el momento idóneo, la plenitud de los tiempos.

Dios va formando a los hombres poco a poco, a pesar que con ello cause, como causó su Hijo, el ser «signo de contradicción».

Este tema desemboca en el siguiente punto.

 

La libertad

El hecho de que Dios no se manifieste abiertamente, sino que se imponga de manera que podamos constatarle sólo con certeza moral, es otra de las razones que explican nuestra libertad. En efecto, somos libres de aceptar o no aceptar la fe, pues nadie nos obliga.

Es precisamente este acto libre de la voluntad del individuo el que dota a la fe de cierto halo de duda y de oscuridad. Una oscuridad que todos experimentamos en ciertos momentos, en menor o mayor medida a lo largo de nuestra vida. Pero esta oscuridad no debe ser entendida como incertidumbre, sino más bien como la ceguera momentánea que se experimenta cuando unos ojos poco acostumbrados reciben una fuerte luz.

Uno de los argumentos esgrimidos más ferozmente por los ateos, es ese de que «Si Dios fuera tan bueno o simplemente si existiese, no consentiría el mal en el mundo».

¿Pero es que acaso el mal procede de Dios? ¿No procederá quizá del hombre? «Si, pero el caso es que Él no lo remedia, no mueve un dedo para evitarlo».

¡Ah, pero es que entonces interferiría en nuestra libertad! Y repito, Dios nos ha creado LIBRES.

Si hubiese querido interferir en nuestra conducta, nos hubiera sujetado a una ley, como hizo con el reino animal (el instinto) o con el reino mineral (leyes de la física).

En efecto, los animales nacen más hechos, más perfeccionados. Ya desde sus primeros instantes de vida saben andar y nadar, y en poco tiempo ya no necesitan a la madre para que les proteja o les sostenga. Pero en cierta medida, también nacen esclavos de esa perfección.

El ser humano, en cambio, nace más desvalido, pero también más libre y con mayor capacidad para aprender.

La capacidad de aprendizaje es la que ha hecho evolucionar al hombre, pero también le ha llevado a causar el mal con mayor intensidad.

Nunca ha tenido la Humanidad tanta abundancia de riquezas como ahora. Riquezas que podrían de un plumazo eliminar el hambre en el mundo. Y sin embargo, todavía millones de seres padecen necesidad y miseria. ¿Y esto es culpa de Dios? ¿No será tal vez culpa del egoísmo del hombre, de su mal uso de la libertad?

Dios nos creó libres para amar, pues se ama con mayor intensidad cuando la decisión de amar parte de una voluntad no coaccionada. Pero también nos creó libres para buscar la solución al mal, porque la solución al mal, al igual que el origen, está en el hombre.

¿Acaso no puede el hombre con su libertad, parar las guerras, llenar los graneros vacíos de los pueblos hambrientos, investigar para buscar remedio a las enfermedades...?

Muchos objetarán que hay muchos males que no son culpa estricta del hombre, como los desastres de la naturaleza o las enfermedades cruentas.

Cuando vemos por televisión esas imágenes de ciclones que devastan grandes zonas del Tercer Mundo y dejan tras de sí cientos de muertos y miles de personas desprovistas de sus ya de por sí precarias viviendas, todos dicen ¡donde está Dios!

Cierto es que los ciclones no son culpa del hombre. Pero sí es su culpa su inactividad para minimizar las consecuencias de estos desastres.

En el sur de Estados Unidos también se producen ciclones, con una fuerza devastadora similar a los de Centro América. Pero allí, con una ciencia meteorológica súper desarrollada, y una buena organización de la Protección Civil, apenas se cuentan desastres personales. Y qué decir de Japón, un país sísmico como pocos, donde cada año se producen cientos de terremotos de diversas intensidades. Allí tampoco hay casi víctimas personales, pues la investigación sismológica desarrollada ha llevado a construir viviendas con sistemas de seguridad suficientes para garantizar su integridad.

Así pues, ¿Acaso no puede la codicia del hombre detenerse, e invertir el dinero malgastado en otros fines, en dotar de tecnología anti-desastres a las poblaciones del Tercer Mundo?

Y esto vale también para las enfermedades. ¿No puede acaso el hombre eliminar los esfuerzos y el dinero invertido en armamento o en otros fines poco éticos y canalizarlos en investigar más sobre el cáncer, el SIDA, las malformaciones o la minimización del dolor?

Yo creo que si esto fuera así la vida en la tierra sería un anticipo de la del cielo. Pero no nos hagamos ilusiones, el hombre es hombre y no Dios, y por tanto imperfecto; y la tierra es tierra y no cielo. Son realidades distintas, dimensiones diferentes. Pero no por eso hemos de abandonarnos al fatalismo irremediable y ejercer la inactividad. Estamos llamados a progresar y a santificarnos mediante ese progreso, a pesar de que nuestra condición pecadora nos suponga un lastre en ese camino.

La libertad es, en suma uno de los dones más preciosos que Dios a dado al hombre. Pero hay que saber hacer un buen uso de ella, pues sino se puede volver contra nosotros provocando precisamente su contrario, la esclavitud.

 

Cristianismo «a la medida»

Muchos de los que aquí llamamos «cristianos de supermercado» han escogido la oración como uno de esos productos que les interesan. Y ciertamente muchos de ellos rezan a diario, e incluso pasan largo rato rezando antes de acostarse. Sin embargo no han echado la misa en el carro de la compra.

«Yo creo en Dios, pero no en los curas» afirman exultantes.

Es una frase que a mí me hace mucha gracia, porque hombre, faltaría mas, ni que los curas fueran dioses o semidioses, como si se pudiera optar entre unos y otros. ¡Qué cosas!

Bromas aparte, lo que sí es cierto es que no podemos prescindir de la Iglesia ni de sus sacerdotes pues sin ellos la religión no podría mantenerse.

Cuando uno se considera católico, no puede por menos que aceptar a la Iglesia.

Nuestra religión incluye a Dios y a su Iglesia, en un conjunto íntimamente relacionado sin que se pueda dividir. La separación de ambos hace de nuevo de nuestro cristianismo un «cristianismo de supermercado».

Porque, si tú crees en Dios, si amas a Dios, ¿crees que a Él le gusta que no respetes a su Iglesia, la Iglesia que Él mismo constituyó, por muchos defectos que a ti te parezca que tiene? Recuerda que la Iglesia está constituida por hombres, y que los hombres son como tú o como yo, pecadores.

En cualquier caso, el sensacionalismo sobre estos asuntos es superior al de cualquier otro tema, y su trascendencia mucho mayor.

Y es que lamentablemente, produce mucho más ruido el sonido de un árbol que cae que el de todo un bosque que crece. Destaca mucho más una manchita en un vestido blanco, que muchas manchas en otro oscuro.

Porque sinceramente, la mayoría de los sacerdotes, los religiosos y en general los clérigos son personas que cumplen fielmente con su vocación, y salvo deslices propios de cualquier ser humano, no cometen esos grandes pecados, que con tanta ligereza alardea la prensa, siempre ávida de sensacionalismos.

Porque ciertamente, ¿cómo puede una persona que está constantemente, a todas horas, todos los días invocando a Dios, rezando y leyendo libros religiosos, cómo puede digo, hacer lo contrario a aquello en lo que cree, a aquello que predica? ¿Cómo se puede estar cerca del fuego y no sentir su calor?

Así pues, salvo rarísimas excepciones (pues de todo hay en la viña del Señor) los sacerdotes son personas que están por vocación (pues nadie les ha obligado a entrar en el clero) dedicados a servir a los demás.

Pero si aún así eres receloso, no por ello dejes la asistencia a los oficios religiosos. No por eso dejes la fe, no por eso abandones a Dios. Siempre puedes obrar como dijo Jesús en el Evangelio al referirse a los cargos eclesiásticos de su tiempo: «Haced lo que dicen pero no hagáis lo que hacen» (Mt 23,3).

Y es que una persona puede legítimamente, experimentar sentimientos de falta de afecto, hacia un hombre, o incluso un grupo de hombres. Es natural, y muy humano. E incluso se puede admitir que la falta de afecto sea hacia los sacerdotes, y por ende la jerarquía eclesiástica (por experiencias pasadas, por desatinos incurridos, etc.). Pero de ahí a renegar de Dios, hay un abismo. Es como dejar de pagar impuestos porque el funcionario que nos recoge la declaración de la renta no nos cae bien, o quizá mejor, como dejar de visitar a un amigo íntimo porque la decoración o la servidumbre de su casa no nos gusta.

Cuando una persona va a la iglesia, va a visitar a Dios, a oír su palabra, a recibir su cuerpo y su sangre. Nadie va a misa «para ver a los curas», pues para eso iríamos a su domicilio...

«Bueno si, pero es que la misa es un invento de los curas...»

Quien dice esto demuestra una supina falta de conocimientos y una ignorancia de los Evangelios y la Biblia. La reunión eucarística no fue un invento de los curas, sino una institución realizada por el propio Jesucristo. («Haced esto en memoria mía...» Lc 22,19).

Puede que la forma y el orden que en la misa se sigue sí sea de invención humana, pero es que de alguna forma hay que hacerlo y la Biblia no es muy explícita sobre el particular.

El propio Jesús da autoridad a Pedro para formar y construir la iglesia y sus normas. «Tu eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia» (Mt 16,18). «Lo que atares en la tierra, quedará atado en el cielo» (Mt 18,18).

Está claro pues que Dios da a la iglesia (al Apostol Pedro, y, lógicamente a sus sucesores, pues Pedro no vivió siempre en la tierra, y no se entiende que Dios dé una cabeza y un guía a la Iglesia del siglo I y deje a las generaciones venideras desamparadas) el poder de dictar normas de obligado cumplimiento, como es el caso de la asistencia dominical a la misa. Y no otro día cualquiera, aunque repito, la asistencia a misa es un mandato de Jesucristo, pues dijo «Haced esto en memoria mía» y no «Haced esto si queréis en memoria mía».

Llegados a este punto, el único discurso que cabría interponer es el de que la Biblia la escribieron los hombres y no Dios. Pero quien dice esto se contradice a sí mismo, pues esos mismos cristianos que con tanto fervor rezan el Padrenuestro no estarían sino rezando una invención humana. Los Evangelios los escribieron los hombres claro, pero por inspiración divina. No vale la pena discutir esta cuestión, pues todo el cuerpo de la fe se recoge en la Biblia.

Lo que conocemos de Dios lo conocemos por que lo dice la Biblia, y no podemos creer una cosa y negar otras. No somos quienes para interpretar los pasajes bíblicos a nuestro antojo y desacreditar la sabiduría de quien lleva dos mil años estudiándolos, es decir de la Iglesia.

El protestante que se hace a sí mismo, y con escuela propia cogiendo esto de aquí y esto de allá, interpretando con su propia discreción los grandes temas de la fe, está modelando a Dios, y no al revés.

 

Necesidad de la existencia de la iglesia

Es pues claro que la Iglesia es necesaria de cara a fijar las normas fundamentales de la fe, y no dejar al libre juicio de cada uno la interpretación de la Biblia, pues hay muchos pasajes de difícil interpretación, que quien no es avezado en su estudio, puede malinterpretar.

La Iglesia es garantía firme de la interpretación de la Biblia, pues cuenta con personas doctas y estudiosas que nos orientan en el significado correcto de la divina Revelación, para así evitarnos a nosotros caer en el error. La Iglesia pues, entendida desde este prisma es, más que un estorbo o un obstáculo, una ayuda.

No debemos olvidar que fue Jesucristo el que instituyó la Iglesia cuando dijo aquello de «A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo» (Mt 16.19). Por otra parte, toda institución necesita una autoridad que la guíe, la mantenga y vele por ella. Y la Iglesia más que ninguna otra institución necesitó y necesita de personas que ejerzan un control adecuado para impedir que la doctrina sea deformada con el transcurrir de los siglos.

Una sociedad sin autoridad acaba por disolverse, por escindirse en otras más pequeñas, que al final acaban en la nada. Y esto es lo peor que le puede ocurrir a cualquier doctrina. Si uno de los objetivos del cristianismo es anunciar la Buena Nueva y propagar la palabra de Dios, esto no se podría conseguir si no hubiese una unidad (de Iglesia como autoridad y de doctrina). Esto es lo que ha ocurrido con los protestantes.

Existen multitud de sectas protestantes como luteranos, calvinistas, evangélicos, testigos de Jehová, mormones... Me recuerdan a lo que dije antes sobre los cristianos de supermercado. Los fundadores de todas estas sectas fueron al supermercado y escogieron los productos que más les interesaban de toda la gama, y los echaron en el cesto de la compra. Aquellos productos que no encontraron en las estanterías, los fabricaron ellos mismos.

Todos los protestantes rechazan a la Iglesia como fuente de autoridad. Para ellos la Iglesia es alienante y carece de prerrogativas para interpretar o dirigir la cristiandad. Pero si la Iglesia no tiene la autoridad ¿quien la tiene? ¿La tiene Lutero? ¿O Calvino? ¿O Joseph Smith? ¿Hemos de hacer proselitismo y seguir a estos hombres? El hecho de promulgar «no seáis prosélitos», ya es hacer proselitismo, pues el hombre que sigue estas premisas ya es prosélito de quien las emite.

No se puede (o no se debe) dejar a una persona sin ayudas en la interpretación de la Biblia, no se debe dar el texto «en bruto» sin ofrecer una interpretación del mismo. Prueba de ello es el sinfín de sectas protestantes que existen y que cada una da una interpretación distinta a cada párrafo. ¿Es que puede existir más de una verdad? ¿Es que el cobre puede ser a la vez oro o plata? La verdad, pues es única y tiene una sola interpretación. Nadie escribe un texto con el objeto de que pueda ser interpretado de diversas formas. La finalidad del autor, lo que quiere dar a entender, es siempre única.

Entonces, ¿quién es el que tiene la verdadera interpretación de la Doctrina Divina? A todos los que preguntes te dirán que son ellos mismos los poseedores de la verdad.

Si preguntas a un testigo de Jehová, por ejemplo, te dará mil argumentos para atestiguar que la verdad la tienen ellos. Están muy bien entrenados en preguntas y respuestas. Igual ocurrirá con un mormón, o con un evangélico.

Si preguntas a un doctor de la Iglesia Católica, igualmente te ofrecerá muchos argumentos, de mucho más peso y consistencia, pero habrá quien, quizá por falta de entendimiento o de preparación por parte del sacerdote, no quede satisfecho.

En este caso, ¿qué hacer? ¿A quién creer?

Si yo fuera un observador externo que quisiera acercarme al cristianismo, y me encontrase con el amplio abanico de matices en que, lamentablemente, estamos divididos, y necesitase acogerme a alguna de las formas de creencia, con toda seguridad me quedaría con aquel que me ofreciese más que los demás. Aquel que tuviese más riqueza espiritual y mayor peso histórico. Aquel que llevara más años, quien tenga un bagaje y unos frutos más duraderos, quien fuese el primero, el que estuviese más organizado y estructurado, en resumen el que ofrezca mayores y mejores garantías.

Si tuviera que elegir un colegio para mi hijo, ¿acaso no escogería aquel que ofreciese mayores garantías de que mi hijo aprendiera? Quizá aunque fuese un aprendizaje más duro que en otros sitios. Pero en esto la tradición y la experiencia son algo de gran valor y en lo que me debo de fijar antes de elegir.

La Iglesia Católica es sin duda la opción ganadora, pues existe desde siempre, y no es una autoridad que emane del dictamen de una persona aislada, sino de muchas de ellas que han existido a lo largo de los siglos. La única capaz de satisfacer todas las necesidades, de cubrir todas las lagunas y de salvar de forma plena todas las almas.

Con errores, si, como todas las instituciones formadas por hombres, pero con una base sólida y firme que aspira a guiar a todos los hombres y a avanzar en una única dirección, por un solo camino, que es el que nos lleva al Padre, a través de Jesucristo, en el Espíritu Santo y con la Virgen María.

 

La formación religiosa

La mayoría de los indiferentes podrían ser fervientes católicos sólo si hubiesen tenido una formación adecuada.

Pero el ambiente ateizante, donde todo lo religioso es rechazado prácticamente de antemano, sin atender siquiera a razones o a explicaciones, ha propiciado esta situación.

Y es que como ya hemos visto, la Iglesia, y en general todo lo que «huela a curas», tiene mala prensa.

Esta «mala prensa», y la secularización progresiva de la sociedad en todas sus estructuras y estamentos, han motivado que el ciudadano medio, simplemente NO CONOZCA a Dios y a su Iglesia.

Este desconocimiento se pone de manifiesto, ya no sólo en la no asistencia a misa y en la infrecuencia de los sacramentos, sino que incluso, paradójicamente, lo poco que se conoce, es precisamente el material sensacionalista del que hablaba anteriormente.

Pero unas explicaciones razonables y sencillas dichas con la sinceridad y la convicción de quien tiene verdadera fe, y un corazón abierto a la enseñanza, son suficientes para deshacer los malentendidos y hacer ver al hombre común lo maravilloso de la religión.

Después sólo queda la formación catequética. Esta puede haberse dado ya, como es el caso de las personas educadas en colegios o universidades religiosas.

Sin embargo, por sí sola esta formación es insuficiente.

He conocido a muchas personas que provienen de colegios religiosos, y han acabado siendo indiferentes o, en el mejor de los casos, cristianos de supermercado.

Las personas que al salir del colegio siguen las enseñanzas católicas y frecuentan los sacramentos (la minoría), suelen tener una circunstancia común: sus padres también son cristianos comprometidos.

Y es que es en la familia donde está el auténtico caldo de cultivo donde se forjan los verdaderos cristianos. No es imprescindible asistir a un colegio religioso. Basta con el compromiso de los padres, con su influencia sobre los hijos, y no por las palabras solamente, sino con el ejemplo, con la práctica de las devociones, etc. Sin forzar nunca, sino dejando simplemente que el niño se «empape» de lo que ve, oye, y hacen los de su casa.

 

El Apostolado

Llamamos apostolado a aquella labor consistente básicamente en realizar la misión que ya hicieron los apóstoles hace dos mil años. Es decir, llevar la buena noticia de que Cristo ha resucitado, a todas las gentes de buena voluntad. Y con esta noticia, llevamos también las enseñanzas y la doctrina que Jesús nos dejó.

El objetivo final es convertir a las personas que viven al margen de la fe, de forma que acojan y hagan suyo el mensaje de Jesucristo. Esto se realiza mediante la predicación y la evangelización, cuyos efectos han de llevar a la conversión.

Pero la gente se pregunta, ¿por qué tenéis tanto interés en convertir a la gente? ¿Qué os va a vosotros en ello? ¿Por qué ese afán desmedido de captar adeptos?

Estas cuestiones las formula la gente al referirse a los sacerdotes y a los que se dedican al apostolado de forma más visible (por que todo cristiano está llamado a dar a conocer el Evangelio).

Son varias las razones.

La primera, es que así nos lo encomendó Jesucristo nuestro Señor, antes de abandonar su vida terrenal. «Y les dijo [a los apóstoles]: "Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación"» (Mc 16,15).

Otra razón que nos impulsa al apostolado es la caridad fraterna y el amor por el prójimo. Pues el cristiano no es egoísta, y gusta de compartir las cosas buenas que tiene, y entre ellas la más grande, que es la posesión de Dios en el corazón.

Evangelizar es narrar al otro lo que nos ha sucedido a raíz de nuestro encuentro con Jesucristo. Es decir, extender la felicidad que todo cristiano siente por tener a Dios, de forma que el resto del mundo también la comparta y la experimente y consigan todos los hombres «despojarse del hombre viejo, para revestirse del hombre nuevo» (Ef 4, 22-24).

Y es que la enseñanza siempre es positiva, siempre es agradable el contemplar cómo alguien consigue ser feliz debido a que tú has puesto una semilla en su corazón. Una semilla, que lógicamente Dios en su misericordia hace crecer.

Siempre seremos recompensados, en esta vida y en la otra, pues como dice el apóstol Santiago, «Hermanos míos: si alguno de vosotros se extravía de verdad y alguien le devuelve al camino, sabed que el que endereza a un pecador del error de su camino, salvará su alma de la muerte y cubrirá multitud de pecados» (Sant.5, 19s).

 

El celibato

No soy un defensor acérrimo del celibato para los sacerdotes, pero sin embargo estoy muy a favor de ello.

Básicamente es por la libertad que otorga a todos los que lo profesan.

Un sacerdote ha de estar siempre dispuesto ha ir a cualquier parte, ha hacer cualquier cosa, siempre que el bien del prójimo así lo demande.

Un sacerdote se siente más remiso a arriesgarse si sabe que puede dejar tras de sí a una mujer y a unos hijos, que quizá sólo le tengan a él. O por lo menos no actúa con la misma libertad y contumacia que si no los tuviera.

Un sacerdote debe ser padre para todos, y no para unos más que para otros. El Padre Eterno no tiene predilección por nadie en especial, a todos sus hijos los trata por igual. Jesús no hizo acepción de personas, a todos les dio las mismas oportunidades.

¿Con qué espíritu conciliador iba a escuchar un sacerdote padre de una niña de 12 años la confesión de un violador? Ciertamente que es muy difícil. Hay que tener una sangre muy fría para abstraerse y olvidarse de las circunstancias personales. Algo que no todos tienen.

Además, el celibato no es duro de llevar comparado con otros estados de la vida. Porque ciertamente, también el matrimonio muchas veces también es duro de llevar. Muchos matrimonios tienen, aunque se quieran, sus trifulcas, sus desavenencias, sus malestares, incomodidades que no tiene el célibe. Cualquier estado de vida tiene sus ventajas y sus inconvenientes.

La Iglesia como madre, siempre desea lo mejor para sus hijos. Que nadie piense que se estableció el celibato con ánimo de fastidiar, o de tener martirizados a sus miembros. La razón simplemente fue la conveniencia, la posibilidad mayor de abarcar y servir mejor al prójimo, principal vocación del sacerdote.

El sacerdote ha de estar dispuesto siempre a ir allá donde el deber le llame, allá donde la Jerarquía considere que hace mayor bien y donde sus posibilidades de servicio sean mayores. No puede haber sacerdotes de primera y sacerdotes de segunda.

Pues para eso está el diaconado. Es un ministerio que poca gente conoce, y para el que muchos tienen una especial vocación.

El diácono necesita una formación ligeramente inferior a la del sacerdote, pero con la diferencia de que no está obligado al celibato. Son clérigos que colaboran en la misa e incluso administran algunos sacramentos. Cierto que la mayoría de los diáconos solteros acaban abrazando el sacerdocio, pero creo sinceramente que es un ministerio que habría que dar a conocer e impulsar más para quizá paliar en cierta medida la saturación de trabajo que tienen los sacerdotes debido a su escasez actual.

 

Un par de parábolas

Un señor estaba de viaje en un país extranjero. Le aconsejaron que no se marchase sin visitar a un hombre sabio muy distinguido por su santidad y prudencia.

Al llegar donde se hallaba éste, se encontró con una estancia donde tan sólo había una mesa con su silla y una cama, además de unos cuantos libros y un crucifijo.

El hombre, asombrado, le preguntó: ¿Usted sólo cuenta con esto? Y respondió el sabio: ¿Y usted? ¿Sólo ha triado esas dos maletas? El viajero le replicó: hombre, es que yo sólo estoy de paso... Pues precisamente -añadió el sabio- yo también estoy de paso.

Al nacer, Dios nos pone a cada uno de nosotros cierta cantidad de dinero en la cuenta corriente de un banco celestial.

Algunos con sus malas obras, gastan ese dinero, mientras que otros con sus buenas obras lo incrementan.

El que no hace mal a nadie, pero tampoco hace el bien, no produce réditos a ese dinero, por lo que a la hora de dar cuentas, el dinero inicial se ha depreciado, y ya no vale lo mismo.

Hay algunos que invierten ese dinero en deuda pública a largo plazo, por lo que a la hora de recuperar el fondo, éste no sólo no se ha depreciado, sino que incluso ha rentado algo. Este es el caso de los que donan todos sus bienes a los necesitados.

Sin embargo, otros, movidos por un gran deseo de rentabilizar al máximo ese dinero, se dedican durante toda su vida a las buenas obras, al servicio del prójimo, consiguiendo una rentabilidad «del ciento por uno» (Mc 10, 29-30).

Así es Dios, incrementa nuestros méritos con las buenas obras, y nos los quita con las malas. Porque como dice la Escritura: «A quien mucho se le dio, mucho se le exigirá, y al que poco, menos» (Lc 12, 47-48).

 

La pobreza

Otro de los llamados «puntos negros» del clero, son las aparentes riquezas que muchas veces detentan los altos cargos de la jerarquía eclesiástica, y principalmente el Vaticano.

La gente piensa que no predican con el ejemplo, que más valdría que lo diesen a los pobres, etc.

Cierto es que los verdaderamente pobres dentro del estamento eclesial son los monjes y monjas, que por no tener, no tienen ni voluntad, pues también han hecho voto de obediencia. Ellos han renunciado a todo a cambio de tener una única cosa, eso sí, la más grande. Han renunciado a todo por tener a Dios. Han vaciado su corazón de todo apego que pudiera interferir con la posesión inefable de Dios. Y esto les aporta una felicidad tan grande, que muchos de nosotros quisiéramos tener.

Sin embargo, a la hora de hablar de «los tesoros del Vaticano», sería conveniente hacer algunas matizaciones.

En primer lugar, aunque esos bienes se vendiesen y el dinero se repartiese entre todos los pobres del mundo, no tocarían cada uno ni para saciar el hambre de ese día. Y si se repartiesen sólo entre unos cuantos, los demás podrían objetar que por qué a esos y a los demás no. Se acusaría en este caso al Vaticano de parcialidad.

Por otra parte, el dinero que tiene la Iglesia y que obtiene de las aportaciones de los fieles o de los estados con los que hay concierto, se utiliza para diversos fines, como son el sostenimiento de las necesidades de los miembros del clero, para garantizar el culto en los templos, para ayudar en las misiones, y en todas aquellas obras pastorales y caritativas en las que la Iglesia está comprometida. Y claro, para todo esto se necesitan muchos millones. Un dinero, que muchas veces no encuentra aplicación inmediata por problemas de índice logística o burocrática y se ha de invertir para obtener mayor rentabilidad, y evitar su depreciación.

Por otra parte, los bienes que tiene el Vaticano son en gran medida donaciones hechas por países y por altos dignatarios de países, que desean que esos bienes permanezcan allí. Podrían considerar como una ofensa, como un agravio o como un menosprecio el hecho de que se vendiesen, y les podría molestar el paradero en el que acabasen. Podría quizá traer consecuencias negativas sobre los cristianos de esos países...

Además, habría que dudar mucho de la catadura moral de quien comprase para su propio provecho, pongamos por caso, la Capilla Sixtina.

Respecto a los ornamentos de los obispos, hemos de recordar en primer lugar, que no están obligados a emitir voto de pobreza y que igualmente, en muchos casos, son regalos hechos por familiares o amigos en el día de su ordenación, o con ocasión de alguna conmemoración, o en determinadas fechas, etc.

Se podría argumentar que no debieran aceptar tales regalos, pero es muy humano el no negarse a aceptar algo sobre todo cuando esto procede de una persona que actúa con buena intención y sin malicia, que sólo pretende agradar y que obra según su propio criterio de reciprocidad.

En definitiva, la solución de los problemas del mundo no es que la Iglesia se deshaga de los bienes que custodia, que dicho sea de paso son en su mayor parte de incalculable valor artístico y patrimonio de la Humanidad, y que muchos estados no están dispuestos a hacerse cargo en una eventual subrogación. No, la solución pasa por el compromiso privado, y de las aportaciones de los que realmente poseen la riqueza de este mundo, que son los grandes capitalistas y los que tienen en su mano los hilos del poder.

 

El matrimonio

Existen en el universo dos actitudes encontradas: el amor y el egoísmo. Tan antagónicas como son lo blanco a lo negro, o como la guerra a la paz.

Al hilo de la exposición inicial, me interesa recalcar ahora, que la verdadera felicidad, se encuentra en el amor. En el amor fraterno o en el amor de pareja.

El que ha conseguido superar las tendencias egoístas, ese ha encontrado la verdadera felicidad.

Se encuentra en esta situación todo aquel que ha sido capaz de salir de su «yo» para abrirse al «tú» y construir el «nosotros».

Es decir, todo aquel que ha conseguido desterrar el egoísmo de su corazón. Tengamos presente siempre esta antinomia: amor Vs egoísmo. No hay pues, felicidad sin amor, pero tampoco hay amor sin renuncias.

Cuando dos personas toman la decisión de casarse, si esta decisión ha sido fruto de una reflexión madura y coherente, basada en el conocimiento mutuo de las dos partes, si ha sido una decisión adulta y responsable, ese matrimonio es eterno, indisoluble. Y esto independientemente de que así lo disponga una norma, que no es otra que las palabras de Jesús el Evangelio: «Él los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre» (Mc 10, 7-9).

Y digo independientemente de esto, porque si el matrimonio está bien cimentado y ha sido celebrado con madurez, cualquier problema ulterior será fácilmente superable bien por la vía del diálogo, o bien por la cesión de una de las partes, siempre basándonos en la generosidad y en la apertura.

Por eso es tan importante el noviazgo y el conocimiento mutuo, que no se puede adquirir en poco tiempo de relación.

Como apunté antes, el divorcio no tiene por qué existir, si la decisión de casarse fue tomada madura y responsablemente. En cualquier caso, siempre existen opciones válidas como la anulación matrimonial para quien se casó engañado, o la propia separación.

Un dato a tener muy en cuenta es que a diferencia de lo que se cree, las anulaciones matrimoniales no son exclusivas de la gente adinerada. Ni mucho menos. Sólo hay que revisar el anuario del tribunal de la Rota para darse cuenta de esto, y de que muchos de los casos presentados se resuelven en anulación.

Cuando una relación falla, se debe siempre a que el amor que existía en el principio, ha sido reemplazado por el egoísmo.

La persona egoísta opta por la infelicidad, pues como dije antes, el egoísmo es contrario al amor y el amor es la fuente de la felicidad.

Es posible que mucha gente diga: «Pero es que yo ya no siento el amor que sentía antes...» Y es que el amor se transforma, y en muchos casos el amor-pasión, deja paso al amor-cariño, al amor-aprecio, y por encima de todo, está el amor-DARSE.

Efectivamente, el darse a los demás constituye la expresión más elevada del amor, y es según quien la practica, fuente inagotable de felicidad.

Apliquemos esta máxima al matrimonio, y éste no fracasará. Aunque sólo la lleve a cabo una de las partes, éste no fracasará. «Dos no discuten, si uno no quiere» dice la sabiduría popular. «Ama y haz lo que quieras» dijo San Agustín.

La vida desemboca en un callejón sin salida para el egoísta, pues el hedonismo desemboca en el hastío.

Ha de prevalecer por encima de todo el entendimiento y la intercomunión entre los esposos, en aras a lograr y preservar siempre la fraternidad y estabilidad conyugal, que son fuente primigenia del estamento marital.

La única manera de dar sentido a la vida es en el amor. Y el amor consiste en el desprendimiento, en salir del yo para abrirse al tú y formar el nosotros.

 

Los hijos y la anticoncepción

Esa construcción del nosotros, tiene en el caso del matrimonio una extensión muy significativa: los hijos.

Tradicionalmente, la iglesia ha defendido que la finalidad del matrimonio son los hijos.

Juan Pablo II, muy acertadamente ha puesto el acento esta vez en el amor, supeditándolo todo a él.

El hecho de que una pareja opte por no tener hijos, no significa que se amen más, sino más bien, están ejerciendo un egoísmo compartido. El total desprendimiento que es la exaltación máxima del amor, no existe.

Las actitudes que llevan a no tener hijos esconden siempre un trasfondo egoísta.

La gente que reduce el número de hijos lo hace siempre basándose en actitudes y pensamientos egoístas. Principalmente en el miedo a rebajar una calidad de vida ya de por sí demasiado alta que nos hace olvidarnos de Dios.

Recordemos: sin desprendimiento no hay amor, y sin amor no hay felicidad. Otra cuestión es separar o distanciar los nacimientos.

Esto es algo permitido por la Iglesia, e incluso recomendado, cuando las circunstancias así lo aconsejan.

De entre los métodos a utilizar para conseguir estos distanciamientos, sólo unos cuantos están aceptados por la Iglesia Católica, Y es este uno de los puntos más controvertidos dentro y fuera del seno de la propia Iglesia.

El cristianismo es la religión del amor, de la entrega, del sacrificio por los demás, de la renuncia a sí mismo a favor del prójimo. Lógicamente con tales premisas, el egoísmo está fuera de lugar. ¿Y que hay más egoísta que la actitud de aquellos que no quieren darse a otros y se reservan para sí mismos?

Muchos dirán: «Bueno, yo no me reservo para mí mismo, pues soy voluntario en una ONG...» Labor encomiable, sin duda, pero quizá no suficiente. No suficiente por que no es comparable a la paternidad. El voluntario de una ONG tiene la sartén por el mango, es decir, sabe que puede dejarlo cuando quiera (aunque quizá no lo haga nunca). Pero tiene sin duda una libertad de acción que no tiene el que es padre. El voluntario puede, si así sucediera dejar la ONG, o ir menos, u otros días diferentes, etc. El padre no tiene esa opción. Lo suyo es para siempre y sin limitaciones.

Ser padre es una decisión irrevocable que ata de por vida. ¡Palabras muy duras para los espíritus poco sacrificados!

No es válido el razonamiento de aquel que dice «Este sacrificio que me pides Señor, no lo haré, pero en cambio haré este otro que me gusta más». Esto sencillamente no tiene mérito.

Si el rico del Evangelio que había cumplido los mandamientos básicos a quien Jesús le dice: «Todo eso está muy bien, pero te falta una cosa, ve y vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y entonces sígueme» (Lc 18, 22). Si este hombre le hubiese dicho a Jesús: «No, Señor, en lugar de eso, entregaré una quinta parte sólo, o mejor, cumpliré los mandamientos con más celo todavía, pero eso que me pides no lo haré...» Probablemente Jesús hubiera respondido, algo así como que, esto es lo que hay, lo tomas o lo dejas.

Efectivamente, eso es lo que hay, no se puede andar con medias tintas, no se puede tender una mano a Dios, y otra al diablo. Las faltas de omisión también son pecados...

Ciertamente que existen muchos factores atenuantes, o quizá eximentes; cada caso individual merece un examen particular, ya que las generalizaciones no llegan a todos los casos. Pero esto no disculpa algunas actitudes como las de aquellos que dicen: «Prefiero tener dos hijos bien atendidos antes que cinco desatendidos». O las de aquellos otros que optan por no tener hijos so pretexto de no tener que hacerles sufrir en «un mundo contaminado, superpoblado, con amenaza nuclear...»

Pues permitidme que os diga que esa no es una actitud cristiana. ¿Quién te asegura que un hijo tuyo no será un reformador, un pacificador, una persona clave en la historia? Si, ya sé que ese es un razonamiento ilusorio, y que para determinadas clases sociales es prácticamente una utopía (aunque la historia está llena de casos utópicos).

De todas formas repito, no es un razonamiento cristiano ese que opta por no tener hijos para evitarles sufrimientos. Esa es precisamente una postura materialista. No olvidemos que para un cristiano, la vida no es sino el nacimiento a la vida eterna, y que el sufrimiento es una vía de santificación.

No teniendo hijos evitamos que un ser humano pueda gozar eternamente de la inmensa excelsitud de la gloria del paraíso, que Dios nos tiene preparada a todos los hombres, y que esos hijos nos agradecerán eternamente. Se lo agradecerán a esos padres que tengan el coraje y la valentía de sacrificar el yo en pos del tú, y del nosotros para constituir una familia cristiana.

Aún así, alguien objetará que nacer no significa infaliblemente alcanzar el cielo, sino que también trayendo un niño al mundo le puedo estar condenando al infierno...

Ciertamente. Pero esa eventualidad, no es difícil de evitar, y dependerá en gran parte de ti como padre, de la educación que le des, de los valores que le inculques, y de los comportamientos que de ti imite.

 

La infalibilidad del Papa

Otro de los argumentos que crispan a nuestros detractores es el tema de la infalibilidad del Papa. Nos acusan muchas veces de cuasi-divinizar a una persona mortal y con defectos, y que no goza de aceptación, sobre todo en ambientes protestantes. A esto suelen unir muchas veces el consabido debate sobre la autoridad de la Iglesia.

Sobre la infalibilidad del Papa, hemos de matizar que esta definición no quiere decir que todo lo que diga el Papa «vaya a misa». El Papa es una persona normal, con sus defectos, y sujeta al pecado, como cualquier otro mortal. Aunque pueda ser un hombre muy culto y prudente, no todos sus dictámenes están sujetos a la infalibilidad.

La llamada infalibilidad papal, sólo se aplica a ciertas enseñanzas dogmáticas pronunciadas con una solemnidad especial, que se suelen denominar «ex cathedra». Sólo cuando el Papa habla «ex cathedra» es cuando se puede decir que sus dictámenes son infalibles, pues se refieren a normas de común aceptación respecto a temas de índole dogmática y doctrinal.

No se pueden achacar los errores de la Iglesia a lo largo de los tiempos a lagunas de esta infalibilidad. La condena de Galileo por ejemplo, no fue una decisión del papa «ex cathedra» sino el dictamen de una congregación romana, asesorada por el también astrónomo Tycho Brahe.

Se dice que algo es infalible cuando reúne todos los requisitos necesarios para reconocer la verdad. Y la verdad, lo quieran o no los relativistas, es única.

Si reconocemos que hay un solo Dios, y una sola Revelación, lógicamente avendremos que sólo puede haber una verdadera interpretación.

No hay pues dos verdades. Una cosa es la verdad y otra es la opinión. La opinión no es sino el dictamen de alguien que sin poseer el conocimiento de todos los hechos y características de una cosa, intenta aventurar una hipótesis explicativa sobre esa cosa.

Porque las cosas son verdad o no lo son, pero no son verdades a medias. Esto es meramente una forma de hablar que significa «es mentira pero se parece a la verdad». Y parecer no significa ser. Yo me puedo parecer a mi hermano, pero no soy mi hermano.

De dos personas en una habitación una puede decir que tiene frío, y otra que tiene calor, pero eso no significa que la temperatura es relativa, La temperatura es la que hay y tiene un valor numérico que se puede medir.

Quien dice que todo es relativo, ya está incurriendo en contradicción, pues está absolutizando la relatividad, y por tanto no todo es relativo. Y si no todo es relativo, es que hay cosas que son absolutas. ¿Es la religión una de ellas?

La religión trata sobre el alma, y el alma, al ser un ente simple no puede ser relativo. Por la sencilla razón de que la relatividad basa su principio elemental en la disparidad, y donde hay unicidad no puede haber relatividad. Por tanto el alma es absoluta, y lógicamente ha de serlo aquello que versa sobre ella.

Las cosas absolutas pueden ser discernidas de forma que se conozca su concepto, y por eso se dice que la Iglesia, y el Papa, al ser los instrumentos de dilucidación de las verdades cristianas, son infalibles, es decir, que muestran los contenidos del dogma de forma certera y sin error.

Pues si la Iglesia es de Dios y es su miembro visible, La Iglesia no puede estar enseñando de sí misma lo que no es. De la misma forma, si alguien realiza una creación nueva, nadie sino el creador tendrá más razón acerca de la naturaleza de lo creado.

Si no existiese la infalibilidad, Dios estaría obligando a sus fieles a creer en el error. Y si Jesucristo es infalible, esto tendrá que ser por fuerza la Iglesia, pues fue enviada por Él, y a quien prometió su perpetua asistencia. «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20).

Entendamos pues la infalibilidad en este sentido, es decir que los dictámenes de la Iglesia en cuestiones dogmáticas de la fe y de la Revelación son ciertos. Y no busquemos los tres pies al gato.

Hay ciertamente materias, sobre todo de índole moral sobre las que la Iglesia tiene todo el deber de pronunciarse, pero que nadie, ni siquiera ella misma reconoce que sean infalibles.

Pero esto no quiere decir que sean cuestiones optativas, y que podamos nosotros elegir sobre seguirlas o no seguirlas como si fuese el menú de un restaurante. La Iglesia como madre nos aconseja prudentemente y nos da los mejores medios para procurarnos la salvación. Nadie mejor que la Iglesia para pronunciarse sobre estos temas ya que tiene mayores conocimientos para dictaminar sobre algo que atañe al alma de las personas, y por ende a la religión.

 

Las sectas

No voy a hablar ahora de ese tipo de sectas llamadas destructivas, que de vez en cuando asaltan los telediarios, y nos llenan de sorpresa y pavor. No; me voy a referir a esas otras pseudo-confesiones generalmente de índole protestante (la variedad es enorme) de las muchas que proliferan en el mundo, y que, aunque no suelen causar un daño físico relevante al individuo, son las responsables de que muchas personas que en una u otra forma dependieron de la Iglesia Católica, hayan sido atraídas por sus sugerentes formas y falsos mensajes.

El secreto del éxito de las sectas se asienta sobre el principio de ofrecer una alternativa. El individuo, hastiado de la forma de vida de la sociedad materialista, y con su ansia de Dios intacta, busca consuelo en lo nuevo, en aquello que se le ofrece como liberación, como cambio. La persona suele ser captada al atravesar crisis existenciales o desgracias personales, cuando se siente solo y excluido de la sociedad convencional.

Una vez dado el primer e importantísimo paso, la continuidad se asienta en la participación en las responsabilidades, en el sentimiento de pertenencia sin anonimato. Los individuos se integran en una comunidad viviente en la que cada uno desempeña un papel activo, y en donde existe una alta concepción del «nosotros».

Las sectas consiguen formar numerosas comunidades pequeñas a escala humana, lo que les hacer ser cálidas y fraternales. En la secta la persona encuentra el calor y la aceptación que le falta y le hace recobrar su autoestima al sentirse alentado e impulsado a una tarea concreta. Poco importa el credo que se profese en la secta a esos individuos que han encontrado una verdadera familia en la que todos se conocen y trabajan juntos, donde son una verdadera comunidad, donde no hay lugar para el aburrimiento.

Sin embargo, todo es ilusorio. Pasa lo mismo que con esos estupendos pasteles de merengue que vemos en los escaparates de las pastelerías. Nos entran por los ojos, ¡y de que forma! Sin embargo, cuando ya hemos comido la mitad del pastel, comenzamos a estar empachados y nos damos cuenta de que no era lo que parecía. Empezamos a recordar el dinero gastado, y sólo por eso seguimos comiendo. Hasta que llega un momento en que no podemos más, y nos deshacemos de lo que nos queda.

El motivo por el que nuestra Iglesia Católica es incapaz de retener en su seno a todas esas personas, no es el que nuestro credo o nuestra doxología sea inferior o menos atrayente. Al contrario, nuestra doctrina es superior, más completa, dinámica y siempre maravillosa, pues está basada en el amor.

Una vez estuve en un país del norte de Europa, y entablé conversación con una persona de allí acerca de sus preferencias gastronómicas. Me comentó que le gustaban mucho los vinos franceses e italianos, también algunos californianos, e incluso me habló de un cierto vino australiano que le gustó especialmente. Le increpé si le gustaba algún vino español, y me dijo ante mi sorpresa, que no conocía ninguno e incluso dudaba que en España hubiera vinos de calidad.

Conclusión: ¿Son acaso los vinos españoles peores que los franceses o los italianos? ¿Tiene algo que envidiar el mejor Rioja o Ribera del Duero a cualquier vino del mundo? Probablemente no. Entonces, ¿cual es el problema?

El problema es que no damos a conocer suficientemente nuestros productos, y por eso la gente no los aprecia. No sabemos vender bien y la fama (o mala fama) de algo repercute indefectiblemente en toda la concepción que se tiene de eso mismo.

Pues lo mismo ocurre con la Iglesia y con las sectas. Aunque tenemos el mejor «producto» que se puede tener, sin embargo no sabemos venderlo, no sabemos difundirlo y nuestra publicidad es mala. El increíble gancho que tenían las comunidades y los predicadores de los primeros tiempos del cristianismo no existe ahora. Pero no porque nuestra doctrina esté muerta, sea menos atrayente, o haya llegado a su consumación final. No.

Una religión como la nuestra siempre está vigente, siempre se necesita y en estos tiempos más que nunca. Simplemente nos falta una buena publicidad, una buena imagen y la convicción necesaria. En eso nos han ganado las sectas. En todo lo demás tienen las de perder.

 

La totalidad

Los cristianos de conveniencia (aquí llamados de supermercado) no son conscientes de su situación. Ellos creen que son cristianos de verdad, quizá más auténticos (piensan ellos) que muchos cristianos beatones y pamplineros, que se pasan el día en la iglesia rezando con palabras huecas.

Pero el caso es que están en un error. No son cristianos auténticos, sino cristianos «a medias».

Quizá todo sea un problema de planteamiento, un error de enfoque. Para ellos Dios es un objeto, una cosa más junto al mundo, algo que se puede elegir ó rechazar, algo por lo que se puede optar ahora y al momento repudiar, como quien opta por comer carne ó pescado, según las apetencias de cada momento y las conveniencias de la salud.

«Yo hoy no voy a misa por que no me apetece», «Es que el cura es un plomazo y me duermo en el sermón», «Hemos quedado con unos amigos y no me da tiempo a ir a misa...» Son actitudes propias del cristiano por conveniencia. Para él, la religión es un producto de consumo. Sirve para paliar ciertos miedos, ciertas angustias o remordimientos, ciertos estados de ánimo. La necesidad del consumo se mitiga o extingue al desaparecer la situación psicológica particular que le lleva a ello, cuando es sustituida ésta por una circunstancia o preferencia nueva que en ese momento surge.

Sin embargo, Dios no es algo que está ahí para ser producto de una opción temporal o discontinua. La elección por Dios ha de ser total, perpetua y continuada, al menos en intención. Ha de ser UNA OPCION DE VIDA. El cristiano que se convierte no puede conformarse con añadir a Dios a su vida, sino más bien con añadir su vida a Dios. Es decir, no puede conformarse con salpicarse con gotas de Dios, ni con meterse en Él sólo hasta las rodillas. No. Ha de volcarse íntegramente, sumergirse en el todo que constituye el ser y la vida.

Dios no es una preferencia culinaria, no es un determinado plato por el que se puede optar, sino que es el comer en sí. Es Aquello a lo que se antepone todo, es la respiración del ser vivo, sin la cual éste no puede hacer nada ni mantenerse con vida, y por cuyo acto no tiene el poder de optar.

Es este un buen ejemplo, pues efectivamente el ser vivo necesita la respiración para mantenerse con vida. Puede hacer muchas otras cosas, pero siempre sin dejar de respirar (caminar en la presencia del Señor). No puede nunca renunciar a respirar, no puede optar por situaciones en las que la respiración sea imposible, pues le va la vida en ello.

Pues así es Dios para un cristiano, es su respiración, de la que no puede prescindir ni un sólo minuto de su vida, y que prevalece sobre cualquier cosa.

Este sentimiento de totalidad lo conocen muy bien los monjes. Ellos renuncian a algo que nosotros llamamos «todo», por aquello que es «TODO» de verdad. Porque un monje de vocación, que vive la religión en estado puro, que consagra su modo de vida a Dios, no necesita nada más.

El que se acostumbra a moverse en un coche de gran cilindrada no le apetece en absoluto cambiarlo por un triciclo. Es la saciedad que produce Dios. Es como el que está durante tres horas comiendo en un restaurante de cinco tenedores todo tipo de manjares exquisitos, y a la salida le proponen entrar en una tasca a comer acelgas. La respuesta es evidente.

Pero ojo, no nos engañemos. No sólo el monje conoce esa sensación de saciedad. No sólo es él el que está sumergido en el estanque de Dios. Lo que ocurre es que él lo tiene más fácil pues está desnudo y puede nadar mejor, mientras que nosotros estamos vestidos, y la ropa nos dificulta un tanto los movimientos. Pero efectivamente, todos los cristianos recibimos esa invitación.

Todos los cristianos podemos imbuirnos en el Todo de Dios y hacer de nosotros una prolongación de Él mismo, de forma que a través nuestro se manifieste todo su esplendor. Y así seremos poderosos, y conseguiremos todo lo que nos propongamos, pues no es otra voluntad la que opera en nosotros sino la de Dios mismo, supremo poder y fuerza del universo.

 

Los misterios de Dios

Son muchos los que nos achacan la aparente complejidad de nuestra religión y no entienden por ejemplo, qué funciones tienen las tres Personas de la Trinidad, la Virgen, ó los santos. Se especula sobre la posición de Jesús respecto al Padre, o sobre la existencia del Espíritu Santo.

En primer lugar he de decir que los misterios de fe son siempre superiores al entendimiento humano, y adentrarse en ellos puede suponer para el individuo poco experimentado todo un despropósito.

Con la sola razón podemos conocer detalles y atributos de Dios como su perfección y eternidad, pero ir más allá es aventurarse por terrenos para los que nuestra mente no está preparada.

Pero eso no es óbice para desestimar la fe. No por que algo no se pueda comprender significa que no es verdad.

Hay muchos hechos cotidianos que ofrecen no pocos misterios, como el magnetismo, la gravedad, etc. Los científicos pueden establecer sus leyes y determinar sus causas, pero son incapaces de definir su esencia.

No podemos pues extrañarnos de que también haya misterios en un Dios infinito que sobrepasa completamente nuestra capacidad intelectual.

Si Dios cupiese en nuestro entendimiento, sería limitado, y por tanto no podría ser superior a nosotros. Siempre podríamos alcanzarle. Pero así como la inmensidad del mar no abarca nuestro campo de visión, tampoco Dios en su inmensidad cabe en nuestro entendimiento.

A pesar de todo, conocemos muchas cosas de Dios debido a la Revelación.

Pero, ¿Cómo sabemos que lo que nos dice la Revelación es cierto? Pues de la misma manera que creemos en la existencia de sitios que nunca hemos visto ni hemos visitado. Es decir, nos fiamos de quien nos lo ha dicho y además, lo hemos comprobado indirectamente por otros medios.

Pues igualmente en la fe, nos debemos de fiar de lo que dice la Escritura, pero no de una manera literal como lo hacen algunas sectas, que interpretan muchos de los recursos literarios de los autores sagrados como si de certezas inapelables se tratase. Muchas veces hemos de extrapolar y saber leer entre líneas, y sobre todo, ver el fondo de las cosas, es decir, atender al mensaje que se intenta decir, y no como se dice.

De esta forma sabemos a través de la Revelación, que Dios es uno sólo, pero con tres expresiones diferentes. No son tres dioses, sino uno solo, con una única esencia, que se manifiesta en tres formas. No es que las Tres Personas se repartan la divinidad, sino que ésta es poseída completamente por cada una de las tres.

Ocurre lo mismo con el agua, pues ésta puede manifestarse como vapor, como líquido o como sólido, pero su formulación química es la misma. Y también con nuestro pensamiento. Con una sola mente podemos recordar, amar, discernir...

Así, a la primera Persona se le atribuye la creación, mientras que la segunda fue la encargada de la redención del género humano. El Espíritu Santo es como el amor que brota entre las dos primeras Personas.

La segunda Persona procede del Padre, pero es una procedencia de origen, no de tiempo, pues las tres Personas existen desde siempre, son eternas.

El Dios que confesamos y amamos se manifiesta en esta triple esencia, que también se puede representar como dar-acoger-amar. Una triple faceta, a la que también estamos llamados nosotros, y a través de la cual nos desarrollamos como personas.

En definitiva, como ya digo, es absurdo centrarse en especular sobre la naturaleza intrínseca de la divinidad, o en si Dios hizo el mundo en seis días o fueron siete, de si Matusalén vivió mil años o es una hipérbole, o si se separaron realmente las aguas del Mar Rojo.

No. Nuestra religiosidad debe estar por encima de todo eso y centrarse únicamente en los sentimientos de nuestra conciencia y en la verdad. ¿Y cual es la verdad? Pues la verdad es el Padre, que se manifiesta por el Hijo, y nos envía su Espíritu.

 

El precepto del domingo

Lamentablemente la sociedad de hoy no da valor a la misa.

La pretendida libertad de la que ya he hablado impulsa al individuo a huir de las normas preestablecidas, a renegar de todo aquello que le obligue taxativamente a algo. Y este de la misa es uno de los temas menos escogidos por los cristianos de supermercado.

Y entre ellos los que algunas veces van, lo hacen lamentablemente cuando no tienen nada «más importante» que hacer.

Cualquier cita con amigos, cualquier plan para el fin de semana, cualquier cosa que sea idónea para hacerse en la hora de la misa es preferida de inmediato, y la misa queda relegada a «si nos queda tiempo».

Pero por el contrario, la asistencia a misa es algo que se debería hacer mucho más a menudo, no sólo los domingos.

Y ante una pregunta como ¿Por qué vas a misa tan frecuentemente? Deberíamos responder con otra como ¿Y tú por qué vas a misa tan sólo el domingo? Y ciertamente que es así, porque ¿Acaso a uno que coma tres veces al día se le pregunta por qué come tan a menudo? La pregunta normal sería, ¿Por qué no comes? O bien ¿Por qué comes sólo una vez al día? Cierto que se puede sobrevivir comiendo una vez al día, pero al que no le gusta pasar hambre prefiere hacerlo más a menudo.

La misa es alimento espiritual, que reconforta el alma y da energías a la persona para afrontar la vida. Lástima que no se valore como es debido.

Muchos cristianos que no cumplen el precepto, seguramente lo cumplirían si las misas fueran una vez al año. Es posible incluso que acudiesen con fervor y experimentasen sentimientos internos.

¿Hemos de concluir pues, que el problema es que hay muchas misas?

No. El problema es nuestra naturaleza débil que banaliza todo lo frecuente. Porque, si una cosa es buena y agradable, ¿por qué no repetirla cuantas veces mejor? ¿Acaso el cuerpo se cansa de las relaciones sexuales, o de los manjares exquisitos?

«Pero, ¿por qué tengo que ir a misa si no me apetece?».

Si en la vida sólo hiciésemos lo que nos apetece, el mundo sería un caos.

A una madre, puede que no le apetezca levantarse por la noche a atender a su hijo, pero lo hace porque le ama.

«Pero, ¿por qué precisamente el domingo? ¿No puedo ir el lunes si me viene mejor?».

La Iglesia instituyó el domingo como día de precepto en conmemoración del domingo de Pascua, día en que resucitó el Señor.

Si el cumpleaños de un familiar muy querido se celebrase un domingo, con asistencia de todos los parientes, ¿irías tú solo el lunes porque te viene mejor?

El domingo ha de consagrarse además al descanso del trabajo, y dedicarlo a glorificar y alabar a Dios. Esto último se puede hacer de muchas formas, siendo una de las mejores el ejercicio de las obras de misericordia.

Recuerda el segundo mandamiento: «Santificarás las fiestas». «Sí, pero para ir sin ganas, es preferible no ir»

Falso. Si se comprendiese realmente el valor infinito de la misa, no se dejaría de asistir ni por todo el oro del mundo.

En la misa se repite el sacrificio redentor de Cristo, solo que de manera incruenta.

No debería haber nada más sublime en la vida que participar y ser testigo del acto mediante el cual, Cristo da la vida por todos nosotros arrancándonos de las garras del pecado.

En la misa adoramos, satisfacemos, pedimos y agradecemos de manera conjunta, como pueblo de Dios al Padre eterno a través de su Hijo, que oficia la ceremonia por medio del sacerdote.

«Bueno, pero eso es como lo ves tú».

No. Es la verdad, que la fe y la Sagrada Escritura nos enseña y que como cristianos estamos obligados a aceptar.

De todas formas, Dios no es tan exigente, y permite nuestra ausencia en determinadas circunstancias, como son el cuidado de los niños, enfermos o ancianos, o por una obligación laboral, causas de fuerza mayor, etc.

No debería suponernos esfuerzo el asistir a misa, aun desconociendo su verdadero alcance.

Basta con saber que Dios, nuestro Padre amado nos quiere allí, y nosotros, enamorados de Él y de sus maravillas, deberíamos correr para agradarle.

Dios sólo nos pide una hora a la semana, para no perder el contacto con la fe, para no olvidarnos de Él. Sólo una hora.

La semana tiene 168 horas, y Él sólo nos pide una, aunque eso si, ha de ser el domingo o su víspera.

¡El domingo! El día del Señor y el señor de los días.

Qué poco queda ya entre nosotros de ese fervor litúrgico del siglo I, cuando los cristianos se reunían a escondidas para celebrar la Eucaristía. El domingo es la fiesta del Señor, el día con D mayúscula, cuando todos juntos nos reunimos para celebrar la victoria sobre la muerte.

¿No es este suficiente motivo de celebración? Desde aquel día en que Cristo resucitó, la palabra muerte dejó de tener sentido para el género humano. La muerte ya no existe, y por tanto no se la puede temer. Aunque por desgracia, aún hay gente que se aferra a ella... y la teme.

Nacemos para morir, dicen. Pero ¡no!, no nacemos para morir, ¡nacemos para la vida eterna!

No hay que temer a la muerte, por que la muerte no existe. El tránsito que llamamos muerte no es más que el segundo parto, doloroso también, pero esta vez es nacer para la vida eterna.

Y todo eso quedó instaurado en un domingo. El domingo que sirve de pauta para todos los domingos. El mágico día donde todos celebramos la salvación.

En el Vietnam de Ho Chi Min, muchos cristianos recorrían durante días decenas de kilómetros entre la humedad de los arrozales y el temor de la persecución para acudir a la Eucaristía. En el Imperio Romano se reunían los domingos a escondidas en los cementerios para celebrar el Día del Señor. Era éste el único sitio donde gozaban de cierta seguridad, pues los paganos no acudían por miedo a los muertos. Y ahora mismo en China muchos cristianos se juegan la vida para reunirse en un zulo tenebroso y poder partir el pan... ¡pero con qué fe, con qué ilusión!

Y a nosotros nos tienen que obligar para ir a misa. Nos tienen que recordar que es pecado mortal dejar de acudir a la celebración de la Eucaristía.

Pero vamos a ver, ¿hay que recordar al goloso que coma pasteles? ¿Hay que obligar a un hambriento a comer? ¿O más bien basta con ponerles el plato delante, para que lo devoren? Pues entonces, ¿acaso nuestra alma no necesita de la comunión espiritual? La necesita tanto como el comer o el beber, aunque no nos demos cuenta.

En resumen, ya quisieran muchos cristianos perseguidos de hoy y de siempre tener a unos metros de casa unos establecimientos grandes, limpios, con aire acondicionado en verano y calefacción en invierno donde poder reunirse libremente. Pero aunque no fuera así, tenemos a Cristo que se nos ofrece todos los domingos en Hostia viva y no queremos ir a recibirle. Los cristianos somos millonarios y no lo sabemos. Peor aún, no queremos saberlo.

 

Cuando la fe se tambalea

Hay momentos en la vida, en los que la fe se pone a prueba. Son aquellos en los que la gente dice ¡Dónde está Dios!

Recordemos lo que dije anteriormente sobre los males del mundo, que no son sino fruto de la libertad del hombre mal empleada.

Si en la tierra no existiese el mal, si no hubiese enfermedades, ¡Qué fácil sería creer!

De hecho esta era la situación en la que se encontraba la Humanidad hasta el pecado original, y en efecto, era muy fácil creer, pues Dios estaba allí con nuestros primeros padres.

Nuestra naturaleza era indolora y feliz en el Paraíso Terrenal hasta que el hombre, haciendo mal uso de su libertad hizo lo que desagradaba a Dios.

«¡Pero hombre!, ¿A estas alturas nos vienes con ese cuento de Adán y Eva, de la manzana y de la serpiente? Eso no hay quien se lo crea».

Me lo crea o me lo deje de creer, lo cierto es que la fe es la gran prueba por la que hemos de pasar, la puerta por donde se entra en la eternidad feliz: «Quien cree en Él no es condenado, pero quien no cree ya tiene hecha la condena» (Jn.3,18). Y creer en Él no es creer que Él existió, sino creer en todo lo que Él enseñó, en los dogmas que nos transmitió, y adherirse a las premisas que Él asumió.

Fue la voluntad creadora de Dios la que nos constituyó en la naturaleza que tenemos, y sus designios son un misterio para nosotros.

Si ya de por sí es difícil tener fe aun en la prosperidad, ¡Cuanto más lo es mantenerla cuando una enfermedad nos arrebata a un ser querido!

He oído a muchas madres renegar de Dios ante la muerte de un hijo. Es una actitud muy humana y comprensible, pero sin embargo...

¡No hay que ser miopes! ¡La muerte no existe!

No seamos como el ateo, que no tiene horizontes, y para quien perder esta vida es perderlo todo.

Sabemos por la fe, que tras la muerte nos espera toda una eternidad de inefables consolaciones de las que disfrutaremos tras abandonar este valle de lágrimas.

Recordemos las palabras de San Luis Gonzaga a su madre: «Si Dios me llama a la verdadera alegría, [...] guárdate de menospreciar esta infinita benignidad de Dios, que es lo que harías si lloraras al que vive en la presencia del Altísimo, y que con su intercesión puede ayudarte en tus asuntos mucho más que cuando vivía en este mundo» y que sigue estando a tu lado aunque tú no lo veas, y más intensamente que antes; (esto último es mío).

Lógicamente no pido a esa madre que se alegre de la muerte de su hijo. No, nuestra proximidad a la carne no nos permitiría tal cosa.

Pero sí que tenga la certeza que si educó a su hijo en la fe, y este la mantuvo hasta la hora de su muerte, estará con toda seguridad en el cielo, junto a Dios, viendo llorar a su madre y esperando ansioso el momento de volver a reunirse con ella.

 

Las apariciones

Otro de los temas polémicos y controvertidos es el de las apariciones.

A pesar de los muchos testimonios que se han presentado a lo largo de la historia, la Iglesia ha oficializado solamente unos cuantos, contados con los dedos de una mano.

Actualmente, en muchos puntos de la cristiandad, se dan apariciones más o menos periódicas, sobre las que la Iglesia no se ha pronunciado.

A mí particularmente me duele observar como los incrédulos sonríen irónicamente cuando los medios de comunicación describen las circunstancias que experimentan los videntes de esas apariciones, principalmente de las no reconocidas.

Puede que esas apariciones no sean falsas; o puede que quizá todo sea un montaje. Pero en cualquier caso, no es para mofarse de esa manera. También nosotros podríamos mofarnos del afán desmedido que muchos ateos ponen en la consecución de las cosas materiales más nimias. ¡Y de lo que les van a servir!

Pero más que risa nos dan lástima, lástima de verdad, pues no atienden a las razones con que queremos fertilizar sus áridos corazones, con gran peligro de la pérdida irremisible de sus almas.

Pero no quiero desviarme del tema de las apariciones.

Y es que la Virgen o Jesús no se le aparecen a cualquiera.

Hay que tener mucha, mucha fe para ser uno de los privilegiados que han podido gozar de ese cielo anticipado.

Yo creo que, salvo milagro especialísimo, no se podrá dar una aparición ante alguien que a continuación pueda decir: «¡Por tanto, es cierto que Dios existe!». Y es porque semejante cosa ante un incrédulo, le parcializaría en su libertad de opción, y ya hemos dejado claro que para Dios, nuestra libertad es sagrada. La fe es, primero don de Dios y segundo, opción de nuestra libertad.

Dios, de todos es sabido, tiene predilección por los sencillos, por los humildes, por los que no cuentan para nadie. Puedes encontrar más fe en una vieja analfabeta que en un doctor en teología.

Por eso las apariciones se dan con mayor frecuencia entre pastorcillos, o niños, o entre abnegadas religiosas. En definitiva, gentes con corazón puro y mente serena.

Otro de los temas controvertidos es el de las curaciones milagrosas que muchos enfermos experimentan cuando van de peregrinación.

Sólo en Lourdes la Iglesia ha reconocido ya gran cantidad de esos milagros. Sugestión, dirán algunos.

¡Pues bendita sugestión que con la evocación de Dios nos limpia nuestros males y sana los enfermos!

Fe más bien, digo yo, que como dijo Jesús, mueve montañas.

 

El bautismo

Muchos indiferentes demoran el bautismo de sus hijos aduciendo parcas razones, como esa de «que se bautice él cuando sea mayor, si quiere»; o esa otra de «cuando sea mayor, que escoja él la religión que quiera».

Con ese mismo razonamiento, podríamos decir a algún padre que no lleve al colegio a su hijo, sino que le deje escoger libremente cuando sea mayor, si quiere o no escolarizarse, y el colegio donde desea ir...

Y es que la religión se aprende en casa, en la familia, cuando uno es niño. La probabilidad de que una persona no bautizada que ha crecido en un hogar ateo se convierta al cristianismo es muy exigua, prácticamente nula.

Seguro que si a tu hijo le correspondiese una herencia, no esperarías a que fuera mayor para ir a recogerla, sino que se la traerías cuanto antes.

¿Y qué mayor herencia que ser admitido entre los que integran el pueblo de Dios? ¿Qué mejor insignia podemos pasear por el mundo que aquella que nos identifica como hijos predilectos del Altísimo?

Cualquier dignidad es inferior a la que detentan los bautizados. El Papa no es grande por ser Papa, sino por ser cristiano, por haber sido bautizado.

Los mismos protestantes, tan críticos con la mayoría de los sacramentos, consideran este como uno de los más aceptados entre las diferentes sectas. Sin embargo, en su obsesión por adherirse al pie de la letra a la Biblia (en lugar de interpretar el espíritu de lo que se dice, pues ven la forma pero no el fondo) explican que sólo debe ser administrado a aquellos que ya tienen el uso de la razón. Se basan para ello en algunas citas de las Sagradas Escrituras.

Así Jesucristo dice: «Id, enseñad y bautizad». Esta frase para los protestantes es interpretada tan al pie de la letra, que dicen que se debe hacer en el mismo orden. Es decir, primero enseñar, y luego bautizar. Por tanto, para ellos, no se puede bautizar al que no conoce la doctrina.

Igualmente otro pasaje dice «quien creyera y fuera bautizado, será salvado». Un niño, por tanto, al no poder hacer un acto de fe, no puede ser bautizado. Esto se deriva de un principio fundamental del protestantismo que establece que aquello que no está taxativamente prescrito en la Biblia no puede efectuarse. Y es esta otra contradicción de los protestantes, ya que no todos los libros de la Biblia han sido siempre aceptados por ellos.

Sin embargo, es doctrina general de los padres de la Iglesia primitiva, la prescripción del bautismo infantil. Así encontramos exhortaciones en este sentido en San Dionisio Areopagita, San Irieneo, Orígenes o San Cipriano.

Pero por otra parte, tampoco hay que estar muy ciego para no ver la lógica de las afirmaciones de Jesús cuando dice «Id, enseñad y bautizad». Lógicamente, Él manda a los apóstoles a proclamar el Evangelio, y enseñarlo a los hombres (a quien puede comprenderlo). Es absurdo pretender evangelizar a los niños y dejar a los adultos inconversos. Por el contrario, cualquier apostolado ha de hacerse entre los adultos, y una vez convertidos éstos, ya se encargarían ellos mismos de extender la fe (y el bautismo) a sus propios hijos. Jesús no podía haber dicho «Id y bautizar a los niños y enseñad a los adultos», pues entonces, ¿se quedan los adultos sin bautizar?

Lógicamente las instrucciones que daba Jesús a los apóstoles versaban sobre los hombres, pues era a ellos a quién se debía evangelizar. Por motivos obvios, y puesto que después de la conversión acaece el bautismo, se prescribe por ese orden. Nada más. Ese es el espíritu con que se deben leer esas citas.

En definitiva, los cristianos deberíamos ser más conscientes del privilegio del bautismo y apreciarlo como se merece, obrando en consecuencia con lo que ello entraña.

 

El aborto

A diferencia de otros puntos tratados anteriormente, sobre este asunto hay un gran número de no católicos que coinciden con la opinión de la Iglesia.

Y es que el aborto es verdaderamente un asesinato.

Biológicamente hablando, un hombre adulto no se diferencia en nada de un embrión. Ambos tienen los cuarenta y seis pares de cromosomas que les identifican como pertenecientes a la especie humana, y su ADN es el mismo.

La ciencia nos dice que un embrión, en las primeras horas de su formación es desde el punto de vista biológico un ser humano. Ambos son personas, por muy diferente que sea la apariencia externa de uno y otro.

Hay un craso error en el que caen muchas madres cuando dicen: «yo puedo hacer con mi cuerpo lo que me dé la gana».

Esto es erróneo por dos motivos:

El primero es que sólo Dios tiene el derecho legítimo a disponer de la vida de las personas (esto vale también por los que practican la eutanasia).

El segundo motivo es más obvio: aún suponiendo que pudieras hacer con tu cuerpo lo que te diera la gana, el caso es que el ser que llevas dentro de ti, no es tu cuerpo.

Es precisamente otra persona, cuya vida no te pertenece, como ningún ser humano pertenece a otro. El hecho de que esté en tu interior no te autoriza a disponer de él. Es simplemente la forma de la que se vale la Naturaleza para hacer crecer a los mamíferos en las primeras etapas de su vida. La madre es pues la anfitriona que ésta ha designado para albergar a ese ser.

Las mismas actitudes egoístas que presenciamos cuando hablábamos de la contracepción aparecen aquí. Sólo que ahora mucho más acrecentadas. Llegan hasta el punto del asesinato.

El sentimiento de vacío y de arrepentimiento que experimenta una madre que pierde voluntariamente a un hijo es inenarrable.

 

La Virgen María

¿Cómo no hablar en un libro como este de la Madre de nuestro Señor Jesucristo, Madre de Dios y Madre nuestra? Y para seguir la tónica del libro, voy a hablar para defenderla, y para honrarla, con intención humilde y sincera, que compensará aún mínimamente los favores que ella me ha hecho durante mi vida.

María es Madre de Dios, pues Jesucristo no es sólo hombre verdadero, sino también según la fe, Dios verdadero. No es mitad Dios y mitad hombre, como muchos han querido expresar, designándole como semi-dios o como súper hombre. No; Jesucristo, es según la fe, hombre cien por cien, y también Dios cien por cien.

Es este un Misterio incomprensible, que supera nuestro entendimiento, y sólo puede ser asimilado a través de la fe.

Así pues, María es Madre de Dios. Pero ojo, esto no la convierte a ella en divina, en la significación estricta de la acepción, ni nuestro culto a ella debe ser de adoración. De esto nos han acusado no pocas veces nuestros detractores, especialmente los protestantes.

María es una mujer, una criatura humana. Pero la mujer más grande de toda la historia, que por una gracia especialísima de Dios, fue la designada para ser la Madre terrenal de nuestro Señor Jesucristo.

Dios quiso que fuese así. Jesús podría haber aparecido en la Historia de repente, sin tener Madre ni origen conocido. Pero de nuevo para darnos ejemplo quiso refugiarse en la humildad. En la humildad de una pobre sierva que carecía de todo, menos de lo más importante: la humildad y el amor a Dios.

Nuestro culto hacia María es de veneración. Honramos a la Virgen María por ser quien es, y la rogamos por nuestras cosas cotidianas, con la certeza de que su proximidad a Jesús es garantía suficiente de su acción intercesora para con nosotros.

Aparte de la cuestión adoración-veneración, los protestantes suelen hablar de la pretendida progenie de María. Afirman que tuvo otros hijos, que Jesús tuvo hermanos, y denostan su virginidad.

Pero los protestantes, de todos modos, nos atacan con espadas de plástico, pues podemos rebatirles con sus mismas armas.

Así, ellos dicen que hay pasajes en los Evangelios donde se habla de «los hermanos de Jesús» o referencias que parecen indicar la existencia de hermanos. No obstante, todo es una cuestión de términos y de significación de las palabras. Y es que resulta que según el uso de aquellos tiempos, se entendía por hermano a todo pariente en línea colateral. Así por ejemplo, en el Génesis se lee que Abraham llama a Lot su hermano, cuando solamente era sobrino (Gen. 13, 8).

Otro pasaje que viene a demostrar la inexistencia de hermanos es aquel en que Jesús muriendo en la cruz deja encomendada su Madre al Apóstol San Juan (Juan 19, 26). ¿Habría hecho esto Jesús si María tuviera más hijos? Los «hermanos de Jesús» de los que habla el Evangelio eran primos, nada más.

Igualmente, el término «primogénito» significa además de «el primero», que después no hubo otros.

Pero términos aparte, María no sólo es Madre de Dios, sino también Madre nuestra y Madre de la Iglesia. No sólo porque Jesús nos la confiara bajo esta acepción a través de Juan poco antes de morir (Juan 19, 27), sino también porque si María es Madre de Jesús, que es la cabeza de la Iglesia, es lógico que también lo sea nuestra, que formamos lo que se denomina su «cuerpo místico».

María estuvo con Jesús hasta el mismo momento de su muerte en el calvario, y convivió con los apóstoles en los primeros tiempos de la Iglesia. Sus títulos y prerrogativas son múltiples, como lo atestiguan las letanías del Santo Rosario.

Estos títulos y funciones a veces despistan a muchos cristianos, pues piensan que por ejemplo la Virgen del Carmen y la Virgen del Pilar son personas distintas.

Pero no. Ambas son María, mujer hebrea descendiente de David, que fue elegida por la Providencia «entre todas las mujeres» para albergar en su seno a la segunda persona de la Santísima Trinidad. ¿Cómo no iba a ser Santa e Inmaculada la que ostentó semejante privilegio? ¿Cómo no venerar y honrar a quien consumó con su «sí» semejante maravilla?

La intercesión de María es de vital importancia de cara a nuestra salvación personal, pues es comúnmente aceptado entre los Santos Padres y los teólogos que María tiene a su disposición la omnipotencia de Dios en el sentido de que todo cuanto desea y pide lo obtiene de Él, a través de su hijo amado.

Efectivamente, Jesús escucha siempre a su Madre, a quien se le ha conferido el papel de velar por los pecadores, de ser su abogada y su refugio, de obtener de Él su gracia y su consuelo.

Son maravillosos y sublimes los innumerables casos de ayuda de María en la hora de la muerte relatados por santos y santas que los percibieron en forma de visión. De cómo ella imploró a la Santísima Trinidad en los instantes previos a la muerte de algunos devotos suyos que se iban a condenar sin remedio...

Gocemos nosotros también de este privilegio mediante el amor a la Virgen, el rezo de sus oraciones, la confianza en ella y la veneración de su persona.

 

Paseando al filo de la navaja

Un hombre tuvo un sueño de la siguiente manera: Dos hombres viajan por la eternidad.

En la primera etapa de su viaje se encuentran ante un precipicio inmenso, un abismo insondable.

Ante ellos se encuentra el tronco de un árbol que, atravesado, comunica las dos orillas del precipicio. Al lado de este tronco hay una caja de mármol blanco con un mensaje en su interior.

Al destapar la caja, ambos viajeros reciben un aroma de una suavidad indescriptible.

El mensaje dice así:

«Al otro lado del precipicio se encuentra el paraíso. A 80 millas al norte hay un puente sólido que lo atraviesa».

El primer viajero se aventura por el tronco en su afán de llegar a su destino, pero su ansia le hace resbalar, y cae al precipicio. Allí deberá permanecer toda la eternidad.

El segundo viajero, que prefirió caminar las ochenta millas hasta el puente, se encuentra a la entrada del mismo con un par de ángeles que le agasajan y le llevan volando hasta el paraíso.

No es difícil identificar cuales son los protagonistas de este sueño:

La caja de mármol es la Sagrada Escritura, mientras que el aroma es el Espíritu de Dios que ha inspirado la misma. El tronco representa la vida mundana, desligada de Dios. Las ochenta millas que separan la entrada del paraíso son los ochenta años que dura la vida.

El primer viajero opta por la vía rápida, aún a riesgo de perderlo todo, pues desconfía de que al final de las ochenta millas pueda haber un puente. El segundo viajero cree lo del puente, pues piensa que un mensaje como aquel, envuelto en semejante aroma no puede llevarle a engaño. No le importa caminar durante ochenta millas, pues sabe que al final se verá recompensado. Quizá en su más profundo interior le quede un halo de duda, pero sabe que la sola esperanza de encontrar el paraíso no le hará el camino duro sino agradable.

Después de todo, ochenta años no es nada cuando se viaja a través de la eternidad.

El segundo viajero usa un razonamiento lógico propio del ser humano, mientras que el primero se deja llevar por sus bajos instintos como un animal. Y como un animal, muere degollado.

En la vida, todas las personas se adaptan a uno u otro estereotipo

Igualmente, hay muchas personas que caminan «al filo de la navaja». Están siempre midiendo el espesor de la línea que separa el pecado del no-pecado, lo venial de lo mortal, con gran riesgo de que cualquier tropezón les conduzca al abismo.

Son como si dijésemos aquellas que optan por pasar el tronco con un arnés de seguridad.

Son aquellas que no reparan en mentir para salvar una situación comprometida; las que no dan limosna, sin caer en que somos solamente los administradores de los bienes de este mundo cuyo propietario sólo es Dios. Las que calumnian y murmuran contra otras. ¿Te gustaría acaso que aunque fuera levemente te calumniasen, o murmurasen de ti?

También pasean por el filo de la navaja aquellas que forman ideas preconcebidas de otras personas juzgando sólo las apariencias. O las que guardan rencor y no quieren perdonar. «Yo perdono pero no olvido» dicen. O las personas codiciosas, que no se acaban de enterar que la felicidad no está en «tener» sino en «ser».

Están siempre midiendo la línea. Hasta aquí peco venialmente. A partir de aquí mortalmente.

¿Te gustaría que Dios te juzgase a ti con la misma precisión? ¿No preferirías más bien, que su gracia y su misericordia fuera digamos, sobreabundante?

Cuando hay de por medio un premio semejante, no se puede andar con medias tintas. Tu apuesta ha de ser total, y tu entrega definitiva.

Si verdaderamente anhelas el paraíso, no puedes dejar ningún cabo suelto.

Así que, anda, emprende el camino que te lleva a la felicidad eterna y no temas, no eches la vista atrás. Con la frente alta y la cabeza erguida. La virgen María te acompaña durante el recorrido donde al final te espera Jesús para tenderte su mano y llevarte junto al banquete imperecedero y eterno que degustarás por los siglos de los siglos.