Capítulo 2

La confirmación


El Sacramento de la Confirmación está vinculado estrechamente con los Sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía, puesto que con ellos es sacramento de iniciación cristiana. Si el Bautismo incorpora al bautizado a la Iglesia, la Confirmación realiza una incorporación más perfecta al Cuerpo Místico de Cristo. El Sacramento de la Confirmación intensifica el dinamismo de las gracias del Bautismo, y nos obsequia un poder especial del Espíritu Santo, que nos obliga a "difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo» (Lumen Gentium 11).

La Confirmación, junto con el Bautismo y la Eucaristía, son los sacramentos que condicionan y profundizan el proceso por el cual el creyente se asemeja a Cristo. En el Sacramento de la Confirmación recibimos la gracia de Pentecostés, la plenitud del Espíritu Santo. La Iglesia, en los textos litúrgicos, compara las gracias de este sacramento con las gracias extraordinarias que recibieron los apóstoles el día de Pentecostés. En la Confirmación el Espíritu Santo desciende sobre los bautizados, y desea llevar a la madurez lo que se inició, de una vez y para siempre, en el Sacramento del Bautismo.

El fruto especial de este sacramento es el don de la fe madura, que nos concede el Espíritu Santo por medio de gracias que nos despojan de nosotros mismos.

 

El despojamiento como condición para llegar a la plenitud

Nuestra fe se profundiza con la pérdida de los sistemas de seguridad que tenemos, con la pérdida de esos elementos que nos hacen tener una sensación de fortaleza, de poder y de importancia. La privación de esas cosas, deja en nosotros el espacio necesario para la fe, la cual requiere de la humildad. Dios, al privarte de tu fortaleza y poder, te acerca a El, te coloca en la verdad, y hace que lo necesites más; y esto es una gracia invaluable. San Juan de la Cruz dijo que Dios ama a las almas aún más, cuando las despoja, porque es entonces cuando los hombres pueden llegar a la plenitud de la fe. Cuando no tienes apoyo en ningún sistema de seguridad, entonces puedes ser atraído por Dios como tu único apoyo, como la única Roca que te salva. La gracia de la privación es un don singular del Espíritu Santo, quien antes de descender hasta el hombre, lo despoja de todo. Nosotros, con frecuencia, no entendemos la actuación del Espíritu Santo. El es el Poder, el Consolador, el Amor del Padre y del Hijo; pero con frecuencia olvidamos que El es también el principal constructor de nuestra Santidad. Es El, pues, quien realiza todo el proceso indispensable en el camino hacia la comunión con Dios, y que se compone tanto de elementos de atracción, como de elementos de purificación, es decir, de elementos que nos despojan de lo que tenemos. Es el Espíritu Santo quien nos despoja, El es quien nos hace pobres. El es, como lo reconocemos en la Secuencia, el Padre de los pobres, es decir, el que otorga los dones. ¿Acaso el Espíritu Santo nos otorga dones para hacernos aún más ricos? Eso carecería de sentido, ya que la riqueza de espíritu es calificada, en el Evangelio, como una maldición. Su don consiste en despojarnos y hacernos aún más pobres, para que nos abramos a su poder y a su amor. Es solamente entonces cuando El mismo se convierte en don, porque puede descender en cl espacio que deja en nosotros el despojamiento, para llenarlo con su infinito poder y amor.

Una forma especialmente importante de despojamiento, a través de la cual el Espíritu Santo nos prepara para su «venida», es el despojamiento de la falsa imagen de nosotros mismos para librarnos de la hipocresía. San Juan, en su Evangelio, nos transmite la promesa de Cristo de que el Consolador, el Espíritu Santo, cuando venga «convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio» (Jn. 16, 8). Entonces, una de las funciones del Espíritu Santo, que desciende sobre nosotros en el Sacramento de la Confirmación, es convencernos de nuestro pecado, o sea, darnos la gracia de la humildad. Esta es la gracia fundamental del Espíritu Santo. Es gracias a ella que conocemos quienes somos de verdad, nos convencemos de que somos pecadores y de que nos falta fe.

Si estás seguro de ti mismo, si hasta ahora no has descubierto tu propia pecaminosidad, y tú solo te las arreglas para todo, entonces no necesitas del Espíritu Santo. La seguridad en ti mismo y la falta de humildad, cierran las puertas de tu corazón a su venida. Si no te sientes pecador, no deseas la actuación salvífica del Espíritu Santo en tu vida, y entonces no recibirás las gracias del Sacramento de la Confirmación. Los dones fundamentales del Espíritu Santo, la humildad y la fe, van haciendo el espacio en el que lo vamos recibiendo a El mismo como un don, cada vez más, hasta la plenitud.

 

Los frutos de la Confirmación

Las gracias de los sacramentos no actúan automáticamente. La Confirmación no borra los defectos del carácter, no elimina las deficiencias del temperamento y no suple al esfuerzo personal. Después de recibirlo puedes seguir siendo miserable, miedoso, tibio en la fe; esclavo del respeto humano. El poder del Espíritu Santo que se nos concede en el Sacramento de la Confirmación, inicialmente se te propone, y tú puedes recibirlo libremente por medio de la fe. Pero también puedes negarte a recibir esta gracia, puedes despreciarla. El Espíritu Santo viene al hombre con una gran delicadeza, sin imponerse, en el silencio del corazón que espera su venida. El vendrá solamente cuando tú lo esperes, cuando empieces a escuchar atentamente cada una de sus palabras y desees su actuación en tu vida. Sólo en la medida en que nazca en tu corazón el ansia de su presencia de y su actuación, El te frecuentará.

El camino a la madurez de la fe no es un movimiento regular que avance en línea recta. Normalmente está marcado por numerosos altibajos. Para llegar ala madurez de la fe, tendrás que experimentar, más de una vez, las faltas de tu propia inmadurez. Primero tienes que ser humilde, y entonces irá creciendo en ti la fe. El crecimiento en la humildad, que significa estar en la verdad, hará posible que te abras cada vez más a las gracias de la Confirmación- . que crezcas en ellas hasta la plenitud.

Después de recibir la Confirmación, podrías creer que en tu vida has superado una etapa, sin embargo, en realidad apenas inicias el camino hacia la plenitud en la vida de la fe. Este es un sacramento que requiere de tu cooperación. A través de él, se inició algo extraordinariamente importante en tu vida, se inició un nuevo proceso de tu cooperación con el Espíritu Santo, quien descendió y espera que tu corazón se abra plenamente a su venida. Y esto será posible cuando vayas creciendo en humildad y fe.

Antes de recibir el Sacramento de la Confirmación, durante la renovación d;. las promesas del Bautismo, la Iglesia te hace la pregunta: ¿Crees en el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida, a quien has de recibir hoy en el Sacramento de la Confirmación, así como lo recibieron los Apóstoles el día de Pentecostés?... Para que puedas responder de nuevo a esta pregunta, tienes que estar en la verdad ante Dios, tienes que cuestionar tu fe con espíritu de humildad. Si te bautizaron siendo niño, fuiste inconciente de las promesas que hicieron tus padres y padrinos. Pero luego durante tu Confirmación, cuando renovaste esas promesas, ¿las pronunciaste con la plena conciencia de que escogías a Cristo, de que querías pertenecerle plenamente? Si no vives con las gracias del Santo Bautismo, y con las gracias de la Confirmación, tiene que haber poca fe en ti. Recibiste la plenitud del don del Espíritu Santo, ¿y qué cambió en tu vida? Procurando estar en la verdad, debes preguntarte con frecuencia: ¿qué hice con los dones del Espíritu Santo?; ¿qué hice con el mismo Espíritu Santo, a quien recibí como don inefable?... Cuando se recibe el Sacramento de la Confirmación en pecado mortal o sin fe, éste es ineficaz, aunque válido. Sin embargo, cuando aparece en el hombre la disposición apropiada, este sacramento puede revivir. Si tú lo recibiste con poca fe, sin darte cuenta del hecho extraordinario de la venida del Espíritu Santo sobre ti, ahora, a través del aumento de tu disposición, puedes recuperar su eficacia. Las gracias de este sacramento han de revivir en ti y aumentar en el transcurso de toda tu vida, hasta que llegues a unirte plenamente con Jesús en el Espíritu Santo.

La validez de un sacramento, no es lo mismo que su eficacia para la persona que lo recibe. Un sacramento puede ser válido, y a pesar de ello ineficaz, es decir, el hombre puede no recibir las gracias vinculadas con él. Y lo que es peor, puede llegar a ser culpable de recibir indignamente tal sacramento. San Pablo, hablando de la Eucaristía advierte: «quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor (I Co 11, 27). Los sacramentos conceden la gracia solamente a aquéllos que no oponen resistencia a ella. El Espíritu Santo necesita de tu apertura y de tu disposición interior. El está ante tu puerta, y llama a ella, sin embargo, no entrará si no lo invitas. Entonces puedes cerrarte a El, pero también puedes abrirle la puerta de tu corazón de par en par, por medio de la fe y de la humildad.

 

El don del Espíritu para los Apóstoles

Durante la última cena, Jesús dijo a los Apóstoles: < Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn. 16, 12-13). En la víspera de la muerte de Cristo, los Apóstoles no eran capaces aún de recibir toda su enseñanza, puesto que aún no había descendido sobre ellos el Espíritu Santo. ¿Por qué el Espíritu Santo no descendió sobre ellos desde el momento en que Jesús los llamó, y decidieron seguirle?, de haber sido así, Jesús habría podido explicarles todo. La razón de que el Espíritu Santo no podía descender sobre ellos desde el principio, era que no tenían la disposición, porque aún no estaban despojados. No había en ellos la auténtica humildad, no había tampoco la fe auténtica, la fe que es impotencia y esperar todo de Dios.

El hombre creyente tiene que ser despojado de todo sistema de seguridad. Eso lo vemos con gran claridad en la vida de los Apóstoles. Cuando son despojados de lo que tienen, se rebelan contra Dios y se apartan; o por el contrario, adquieren una fe más dinámica y un mayor abandono en El. El joven rico, que con tanto fervor preguntó a Cristo sobre lo que debía hacer para conquistar la vida eterna, renunció a seguir los pasos del Señor. No quiso dejarlo todo, no quiso verse despojado de todo. Y es por eso que refiriéndose a él, Cristo dijo: «Es más ,fácil goce un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el Reino de Dios» (Mc. 10, 25). Y luego el asombro de los Apóstoles y la reacción de Pedro: «ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mc. 10, 28). En el alma de Pedro pudo surgir un cierto sentimiento de superioridad, porque efectivamente aquél no siguió al Señor, pero «(nosotros) lo dejamos todo». No podemos negarlo, Pedro efectivamente lo dejó todo, dejó a su familia y abandonó su oficio. Lo mismo hicieron Juan y Santiago, de quienes el Evangelio cuenta que abandonaron a su padre, Zebedeo, quien probablemente era rico, pues tenía una empresa de pesca que empleaba asalariados. Ellos también abandonaron a sus familias, y dejaron sus oficios y apoyos que les daban seguridad; lo dejaron todo para seguir los pasos de Jesús. Pero, como suele ocurrir cuando se trata de un acto aislado, el hombre está dispuesto a entregárselo todo a Dios; pero pronto estará dispuesto a volverse a apropiar de todo.

Los Apóstoles, por ejemplo Juan y Santiago, que lo dejaron todo para seguir a Jesús, se sentían luego muy seguros de sí mismos. Tenían una visión muy clara de cómo debía de ser el reino de Israel, y tenían la tentación de hacer carrera en él. Más aún, se puede llegar a pensar que sentían envidia de Pedro, porque era tratado con deferencia. La madre de ellos, probablemente a sabiendas de los dos, pidió que fueran los que se sentaran junto a Cristo, a su derecha y a su izquierda. Y es así como se puede renunciar a todo, y luego apropiarse de todo. Con esos deseos, estos Apóstoles trataron de apropiarse del primer puesto en el Reino de Jesús. Ya tenían un espíritu de auténticos fariseos, aunque no lo eran, ni por el nombre, ni por la pertenencia formal. Pero su fariseísmo se manifestó con mucha claridad cuando Jesús, de camino a Jerusalén, quiso pasar por un poblado samaritano, pero sus vecinos, que sentían animosidad contra los judíos, no quisieron recibirlo. Entonces, Juan y Santiago, llamados «hijos del trueno», dijeron: «Sei2or, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?» (Lc 9, 54). Ese ya es un rasgo evidente de fariseísmo: los mejores exigen castigo paja los peores.

Se puede dejarlo todo y seguir al Señor, y luego sentirse más grande y mejor que los demás, pero eso equivale a haber tomado la levadura del fariseísmo. Eso sucedió con los Apóstoles. Pero vemos que mientras son tan fariseos, mientras se apropian de tantas cosas el Espíritu Santo no puede descender sobre ellos. Lo más sencillo hubiera sido que ya desde un principio el Espíritu Consolador, Aquél que santifica y endereza los senderos humanos, Aquél que es la luz, descendiera y explicara toda la doctrina de Jesús. Pero el Espíritu Santo no descenderá hasta el hombre rico de espíritu, al que Jesús se refirió diciendo: « ¡Ay de vosotros, los ricos!» (Lc 6, 24). No puede descender hasta el hombre que se siente seguro de sí mismo, al hombre rico de espíritu, porque ese hombre se mantiene cerrado a su poder, al poder del Padre de los pobres.

En la vida de los Apóstoles, claramente vemos etapas que marcan su gradual acercamiento a Dios. Primero tuvieron una reacción similar a la primavera de Galilea, llena de alegría y de ilusiones. Luego empezaron a aparecer en el horizonte las nubes negras, comenzaron los conflictos con los fariseos, surgió el temor entre ellos;,,; se produjeron los primeros destellos de purificación, y su fe---- fue sometida a las primeras pruebas. Fue entonces cuando # Tomás, que poco antes había presenciado los intentos de I prender y apedrear a Jesús, dijo con resignación, casi con desesperación: «Vayamos también nosotros a morir con El» (Jn 11, 16). Ya no eran los Apóstoles triunfantes de °- los tiempos de la primavera de Galilea. Empezaron a sentir temor, porque había comenzando el enfrentamiento con la élite del pueblo, con el poder que representaban, en aquellos tiempos, los fariseos y los saduceos.

El despojo total y la gran prueba de su fe, se produjo el Viernes Santo, durante la Pasión de Cristo, durante la jornada del martirio de Jesús; día que sirvió para la Redención del mundo; noche que sirvió a los Apóstoles para su purificación. Para ellos aquel día todo se derrumbó, todo se desmoronó. No surgiría el reino añorado, porque Jesús había fracasado, ya nada era posible, ya nada se podía esperar, quedaba únicamente la desesperación. Juan, junto a la cruz, probablemente también sentía desesperación, aunque el Evangelio no lo relata de manera directa. Pero él también tuvo que sentir que todo se derrumbaba. Alguien dijo: .« si no has pasado por la prueba de la desesperación, se puede decir que nada sabes». Los Apóstoles tuvieron su prueba de desesperación el Viernes Santo. Ellos, de espíritu fariseo, se vieron totalmente despojados de lo que tenían. Pero después de la Resurrección, aquella noche de desesperación se vió iluminada por el resplandor de Cristo, quien resucitado se les estuvo apareciendo. Vieron que Cristo vive y que estaba entre ellos. Si embargo, aquella era otra presencia, una presencia que no daba plena seguridad, que no garantizaba el sentimiento de plena estabilidad. Cristo ya no tenía el mismo cuerpo que antes. Ahora su cuerpo era glorioso, era diferente, como si no fuera terrenal; atravesaba las puertas cerradas, y, a veces, suscitaba dudas de que realmente fuera el mismo Maestro que habían tenido.

No terminaron allí las pruebas a las que fueron sometidos, no terminó allí la noche de su purificación. Garrigou Lagrange escribe que los diez días que transcurrieron desde la ascensión hasta la venida del Espíritu Santo, fueron, para los Apóstoles, otra prueba de fe. Otro momento en el que continuó su despojamiento; cuando les fue arrebatada la presencia humana visible de Cristo, que hasta entonces había sido su principal punto de apoyo. Entonces carecieron totalmente de apoyos. La joven Iglesia que nacía en el Cenáculo, y se mantenía en una actitud de oración, estaba despojada de todo. La teología de la vida interior dice que durante la segunda noche, la Irás dura, aparece María, quien con su presencia la ilumina. Así sucedió también en el Cenáculo. Allí los Apóstoles no estaban solos, María estaba con ellos. Ella jamás se dejó dominar por la desesperación, y su fe jamás vaciló. Ahora se encuentra con ellos como modelo de fe, de perseverancia en la oración y de espera del Espíritu Santo. Los Apóstoles, totalmente pobres, desposeídos ya de todo, sin un signo visible de la presencia humana de Cristo, esperan junto con María. Y es entonces cuando, despojados, sumidos en el vacío, desciende hasta ellos el Espíritu Santo; quien, como dice la liturgia, es el Padre de los pobres. Entonces los invade su poder. Y fortalecidos de esa manera, son enviados a conquistar el mundo para Cristo.

 

Amar a la Iglesia

Por medio de la Confirmación, te unes más estrechamente con la Iglesia. Al recibir este sacramento, entras en un estrecho vínculo espiritual con el Obispo que te lo administra, quien, como tal participa en la maternidad espiritual de la Iglesia. Entonces, el Obispo es para ti un canal especial de la gracia y de los dones del Espíritu Santo, los que te hacen nacer «a la plenitud de la vida cristiana».

Los textos litúrgicos hablan del carácter espiritual que queda impreso en el alma del confirmado, el cual, expresa el vínculo perfecto con Cristo y con la Iglesia. El hecho de que el confirmado entre en un vínculo espiritual con el Obispo, le compromete a amar a la Iglesia. Deberías amar a la Iglesia del mismo modo que Cristo la ama, quien «se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5, 25). Amar como Cristo, significa amar hasta el punto de entregar la vida. La Iglesia es Nuestra Madre. Como consecuencia de la secularización universal, nos falta la visión sobrenatural de la Iglesia. En el Credo confesamos: « ... creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica». Esta confesión significa: me entrego confiadamente a la Iglesia, de la misma manera que si me entregara a la persona de Cristo, porque abandonándome a la Iglesia, me abandono a Cristo. Confiándome en la Iglesia me confío en Cristo, puesto que la Iglesia es su Cuerpo Místico.

En el museo de los Bardos en Túnez, existe un mosaico del siglo IV d. C. sobre el que H. Daniel-Rops escribió en su libro «Nocturnos», que ningún cristiano puede contemplarlo sin conmoverse. De manera burda, como reconstruyendo en el mosaico algún primitivo grabado en piedra, está representado un vestíbulo con las columnas de una basílica, debajo de las cuales está una breve frase que eleva esta imagen modesta a la dignidad de símbolo; son dos palabras llenas de contenido: « Ecclesia Mater», Iglesia Madre.

El siglo IV fue un período de grandes luchas, un período de retorno al paganismo, y de persecuciones realizadas por Juliano « el apóstata». No era algo fácil ni seguro ser cristiano. En todo el Imperio crecía la inquietud, se difundía la anarquía política y la confusión religiosa. En esa atmósfera de amenazas y peligros permanentes, en ese mundo en el cual aún no se secaba la sangre de los mártires sobre la arena de los anfiteatros, alguien grabó -probablemente en una atmósfera de apacible oración- esas dos consoladoras palabras: Iglesia Madre. No es necesario un gran esfuerzo para entender esas palabras, tal como las entendió aquel distante hermano nuestro en Cristo, aquel que las trazó con pequeñas piedras sobre el cemento húmedo. El mundo que lo rodeaba era inseguro, la historia estaba sumida en la oscuridad. Sin embargo, existía un lugar donde incluso el peligro tenía sentido, y donde todo estaba sometido a una gran esperanza. Era un lugar donde la fraternidad humana vencía las divisiones de clase o de raza. Donde el amor era más fuerte que la muerte.

Las columnas y muros de la Basílica eran sólo la imagen visible de ese lugar privilegiado, sobre el cual el Apóstol dijo que por siglos sería la casa del Dios vivo (cf Hb 12, 22); era la Iglesia, nuestra Madre, «Ecclesia Mater». Pasaron muchos siglos y muchas épocas, pero la Iglesia, lo mismo que para los fieles de aquel siglo heróico, permanece siendo nuestra Madre.

Las palabras "hijo de la Iglesia», con las que el cristiano se llama a sí mismo, expresan una pertenencia de un género distinto a la que otorgan los partidos y asociaciones humanas, tienen un sentido diferente al de solidarizarse con filosofías o sus sistemas. Incluso, el nombre «Santo Padre», que damos a aquél que a nuestros ojos resume y personifica a la Iglesia, ¿acaso no es el eco de esos mismos sentimientos de afecto y total confianza, expresada hace más de 16 siglos en esa inscripción tunecina: Iglesia Madre? Su papel de Madre, se hace más visible en las horas de inquietud y peligro. Se ha hablado de que la Iglesia agonizaba, de que con los viejos andrajos del pasado habría que guardarla en un museo; pero, Ella, continua en su lugar, como una ciudad situada en lo alto de una montaña, visible para todos. Cuando en los momentos de peligro, llamamos invocando auxilio, la Iglesia, nuestra Madre, está siempre cerca; infinitamente paciente y misericordiosa; siempre recibe al hijo pródigo con alegría, y abre sus brazos a cada oveja perdida.

La Iglesia vive en la convicción de que en ningún corazón humano hay traición tan grande que no tenga perdón. Por eso, con compasión inefable, mira a estos que durante muchos años fingen desconocerla, y, Ella, les susurra: ¿Qué más da que se hayan alejado tanto de mí, si yo he estado siempre junto a ustedes?... Hoy también, la Iglesia desde lo profundo de su corazón maternal, ofrece a la gente del siglo XX lo mismo que a aquellos cristianos del siglo IV. Ante las tempestades históricas y atormentado por la barbarie, el mundo ha perdido la orientación que debe tener la vida humana. En este mundo que pone en duda todo, incluso a sí mismo, la Iglesia es la única que sabe bien a donde va. Independientemente de que se le acuse de querer tener importanciá en la vida social o política, ella nos enseña verdades inconmovibles. A ese mundo atormentado por la violencia, en el cual el hombre parece sólo ver el fatalismo trágico de su voluntad de destrucción, 1a Iglesia le repite la lección, tan sencilla y tan necesaria del amor. Lección que Ella misma recibió en las colinas de Galilea, y la cual la Sangre de Dios selló en el Calvario. Por eso sigue siendo la «Ecclesia Mater».

Por medio de la Confirmación quedaste estrechamente unido a la Iglesia. ¿Acaso, enriquecido por las gracias de la Confirmación, la amaste tanto como Cristo la amó?, ¿te interesa su vida?, ¿es ella, para ti, «tu Iglesia» ? Tu deseo de unirte con Jesús hará que te sientas, cada vez más, hijo de la Iglesia. Buscando a Jesús, lo encontrarás plenamente en su Cuerpo Místico. Amándolo, empezarás a -amar a la Iglesia, a la cual El amó hasta el extremo, hasta entregar su vida por Ella.

 

El compromiso del Apostolado

El amor de Cristo que se profundiza gracias a la fe, hace nacer el deseo de dar testimonio de El. También tu llamado a la santidad, y tu amor por la Iglesia, están estrechamente vinculados con el llamado a la actividad apostólica. Juan Pablo II nos recuerda el compromiso que tenemos los cristianos de dar testimonio de Cristo diciendo: «Solamente el profundo amor a la Iglesia puede sostener el fervor de dar testimonio. La fidelidad a Cristo no puede estar separada de la fidelidad a la Iglesia».

Recibiste un tesoro y un don extraordinario, que no puedes guardar únicamente para ti. Esto sería enterrar el tesoro. Tú has de transmitir a los demás este tesoro inapreciable, has de compartirlo. Has de dar testimonio de este obsequio, de lo que descubriste, de lo que amas y de lo que el Espíritu Santo obró en ti. Cuanto más dócil seas al Espíritu Santo, tanto más E1 reproducirá en ti la imagen de Cristo, y profundizará en tu corazón el amor a la Iglesia, haciendo que seas fiel a tu vocación apostólica. Juan Pablo II en su visita a Francia le preguntó a esta nación: «Qué habéis hecho de vuestro Bautismo?». Esta pregunta está dirigida también a ti: ¿eres fiel a la gracia de tu Bautismo?, ¿eres fiel a las gracias de tu Confirmación?, ¿aumenta en ti el sentido de responsabilidad por la proyección y la vitalidad de la Iglesia; de tu Diócesis; de tu Parroquia?

El rito de la Confirmación especifica las formas concretas de dar testimonio de Cristo, testimonio que siempre debe surgir de la fe y del amor. Has de dar, pues, testimonio de Aquél que murió y resucitó por ti, que murió y resucitó por aquéllos entre quienes tú das testimonio de El. Tu apostolado ha de ser en actitud de servicio hacia los demás, fortalecido por el Espíritu Santo. También has de pedir al Espíritu Santo por la gracia de la valentía, tan necesaria para defender la fe y emprender el apostolado con esfuerzo.

La Confirmación será para ti un sacramento ineficaz, si no descubres al Espíritu Santo, si no te das cuenta de que es Él quien te purifica y renueva continuamente, quien forma en ti la actitud de hijo hacia Dios Padre, y quien ora en ti con las palabras de hijo: «¡Abbá, Padre!». (Rm 8, 15) Si lo descubres, El te obsequiará la paz de Cristo, la que el mundo no puede dar. Pero, sobre todo, dirigirá tu corazón a los pobres, para que los socorras con tu ayuda, no solamente material, sino también espiritual; por medio de la proclamación de la Buena Nueva de la salvación y del amor de Dios; Amor que tú experimentarás cada vez más.

Juan Pablo II durante la primera peregrinación a su patria, en vísperas de la Solemnidad del Espíritu Santo, exclamó:

"¡Qué descienda Tu Espíritu! ¡Que descienda Tu Espíritu y se renovará la faz de la tierra! ... ¡de esta tierra!»

Al Espíritu Santo no lo ves, pero está. Sólo a través de la fe, puedes recibirlo y darte cuenta de su actuación salvífica. Si no tienes fe, si no procuras escucharlo, si, incluso, ahogas su voz, que es normalmente silenciosa, entonces «entristeces al Espíritu Santo de Dios» (cf. Ef 4, 30). Cuando tomas tal actitud hacia El, causas su tormento, su kenosis, su despojamiento. El, el Espíritu de Jesús, el Amor del Padre y del Hijo, se dirige a ti como lo hizo Jesús, que si bien hablaba a veces con la fuerza del huracán, más a menudo lo hacía con la suavidad de la brisa. Por eso te es tan fácil ahogar su voz, y malgastar ese extraordinario don que recibiste en el Sacramento de la Confirmación.

A los cristianos, "insertos por el Bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo, robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que los destina al apostolado. (...) El apostolado se ejercita en la fe, en la esperanza y en la caridad que el Espíritu Santo difunde en el corazón de todos los hijos de la Iglesia. Más aún el precepto de la caridad, que es el mandamiento máximo del Señor; urge a todos los cristianos a procurar la gloria de Dios por el advenimiento de su reino y la vida eterna a todos los hombres, a fin de que conozcan al cínico Dios verdadero v a su enviado Jesucristo». (Apostolicam Actuositatem 3). Entonces, todo lo que haces debe servir a la construcción y difusión del reino de Dios.

La fe, que es una condición, imprescindible para la actuación del Espíritu Santo en el alma del confirmado, es un auténtico encuentro de dos personas. El Espíritu Santo desea profundizar este encuentro continuamente, y, asimismo, conducir al alma a una unión con Cristo cada vez mayor, a la contemplación y a la santidad; en el servicio a la amada Iglesia.