Capítulo 2

La fe como adhesión a Cristo

 

Desde el punto de vista del sujeto, la fe no sólo es la participación en la vida de Dios, sino también es una adhesión existencial a la Persona de Cristo, como el único Señor y el único amor. Esto exige del hombre hacer una elección conciente, y orienta su voluntad hacia El, como el objetivo final y valor supremo.

La adhesión a Cristo es nuestra respuesta a su mirada llena de amor, y a su llamada. Esa respuesta siempre llevará en sí la marca de la aventura, y también del riesgo. Jesús quiere que te adhieras a El sin preguntas sobre los pormenores, sobre las consecuencias de tu decisión; sin preguntas sobre el futuro. Quiere que digas, como María: « SI» , manifestando así tu total abandono. La esencia de este abandonarse en Jesús y adherirse a El, consiste precisamente en una ignorancia que equivale a oscuridad, y, por consiguiente, requiere de la fe. La adhesión a Cristo es el comienzo del amor, que se irá realizando mediante el proceso de unir nuestra voluntad con su voluntad. Es el comienzo de la comunión personal con Dios.

Nuestra adhesión a Cristo no será posible sin una ruptura con aquello que nos puede esclavizar. Los apóstoles para seguir a Cristo tuvieron que dejarlo todo. La elección de Cristo como el valor supremo, supone también nuestro consentimiento para que sea El mismo quien nos forme.

 

«Nadie puede servir a dos señores»

Esa fe, que es adhesión a Cristo como único Dios y único amor, requiere que nos dirijamos hacia E1 como el valor supremo. La plena adhesión a Cristo requiere que el corazón sea libre, es decir, que demos la espalda al ídolo que nos esclaviza. El Evangelio dice: «Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien, se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas». (Mt 6, 24). Hay dos señores: Dios y las riquezas, y no existe un tercero. Eso dice la suprema autoridad: Jesucristo. La actitud de un señor hacia el otro, es una actitud de radical oposición. El Evangelio dice claramente: «aborrecerá a uno y amará al otro». Cuando se quiere a un señor se odia al otro: « se entregará a uno y despreciará al otro». Si eres fiel a uno, entonces despreciarás al otro. Esa afirmación es muy fuerte. No podemos, pues, adherirnos a Cristo y, sirviéndole a El, servir a la vez a las riquezas; aunque siempre estemos expuestos a la tentación de acceder a los compromisos, y unir lo que no es posible unir.

Nadie puede servir a dos «señores». ¿Quiénes son esos «señores»? (en griego « kyrios» ). Uno de ellos es Cristo, nuestro único verdadero Señor, Kyrios. El segundo son las « riquezas» , un falso kyrios, un falso señor. Riquezas, equivale a hacerse depender y esclavizar por un bien material o espiritual. Pongamos atención en que las riquezas son llamadas « señor» a las que se sirve, así como se sirve también al rey. O bien servimos a Dios y lo amamos, y entonces odiamos a las riquezas, es decir, a nuestro apego a los bienes materiales o espirituales; o por el contrario -y esto ya es difícil decirlo- amamos nuestro apego a esos bienes, y por consiguiente, odiamos a Dios. No podemos compaginar esas dos realidades: servir a un señor y al otro.

Es evidente que nuestro servicio puede ser incompleto. Podemos estar al servicio de Cristo solamente en parte, en cierto grado. Pero hay una determinada incompatibilidad entre las dos servidumbres. Si amas tus apegos y estás al servicio de ellos, en esa misma medida odias a Dios. Eso es terrible, pero es imposible explicar de otra manera lo que nos dice Cristo. Se trata de una verdad evangélica. Si estás al servicio de tus propios apegos, de las riquezas, en un 80 por ciento, eso significa que en un 80 por ciento odias a Dios. ¿Puedes hablar en tal situación de profundizar en tu unión a Cristo, de adherirte a El? ¿Puedes sorprenderte de que estés distraído durante la Santa Misa? Es posible que trates de combatir esa realidad decididamente, pero ocurre que las causas radican en un lugar mucho más profundo, en los apegos, en las riquezas. Por esa razón, la lucha contra las distracciones debe ser librada en dos niveles. En el nivel inmediato y directo, cuando tratas, por ejemplo, de concentrarte en el momento de la Consagración, pero en ese caso combates únicamente las manifestaciones externas. La llaga está mucho más profunda, en las riquezas. Ellas son la causa más profunda, ellas son la raíz del mal, ellas son la fuente de las distracciones. Ellas te desconcentran durante la Santa Misa, ellas te apartan de lo que sucede en el altar durante la Consagración, y ellas son tu mayor enemigo.

El análisis de tu oración, te ayudará a detectar qué tipos y géneros de riquezas tienes en tu vida. Si consigues darte cuenta en qué piensas con mayor frecuencia durante la oración, entonces sabrás cuál es para ti tu tesoro. « Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón». (Mt 6, 21). Tus distracciones te permitirán detectar cuántas riquezas y apegos hay en ti. Si hay muchos, entonces que no te extrañe que tengas dificultades al rezar el rosario, o durante la adoración, o durante la Santa Misa.

La palabra «señor», en la lengua original, el griego, «kyrios», significa poder absoluto y señor. La palabra «servir», significa una servidumbre de esclavo prestada al señor, y una pertenencia total a él. El evangelio nos dice que somos propiedad del Señor, independientemente de que lo admitamos o no. Somos y siempre seremos propiedad de Nuestro Señor Jesucristo.

La palabra «riquezas», en hebreo «Mammón», significaba inicialmente dinero o cosas valiosas entregadas en depósito. Entonces no tenía la significación peyorativa que adquirió más tarde. Sin embargo, con el tiempo se produjo una notable evolución en el significado de ese término. Se consideraba que, si se entregaba en depósito, a un banquero o a una persona de confianza, un tesoro, se podían cifrar en este determinadas esperanzas. Este es el primer grado de la evolución. «Mammón» se iba convirtiendo en un objeto que generaba confianza. Luego se empezó a escribir con mayúscula, y entonces empezó a tomarse como falso soberano y señor. Se produjo entonces una extraordinaria alienación: la cosa se apoderó del hombre. Todo aquello en lo que él depositó sus esperanzas, se convirtió en su dios.

Y tú, ¿en quién o en qué depositas tus esperanzas? ¿Qué esperas? ¿Quién es tu dios? Si depositas tus esperanzas en un dios falso, conocerás la amargura y la desilusión, porque se trata de un señor que, tarde o temprano, te defraudará. Y esa será para ti una gran gracia, porque algo empezará a desmoronarse en tu actitud hacia las riquezas.

¿Qué pueden ser esas riquezas que cautivan tu corazón? Pueden serlo tanto los bienes materiales, como los espirituales. Pueden ser por ejemplo: la pasión por el dinero; el apego a los hijos; el afán excesivo por el trabajo o por lo que haces, o por lo que creas; el gusto por la calma, e incluso, por lo que consideras tu propia perfección. Todos esos hábitos producen tu cautiverio, te esclavizan, porque el hombre debería apegarse a una sola y única cosa: la voluntad de Dios. Todo cautiverio te cierra a Dios y reduce tu fe.

¿Cómo reconocer que estás sirviendo a las riquezas? Los mejores signos son: tus prisas, tu «stress», tus tensiones, tu precipitación y tu tristeza. Hay personas que viven en constante tensión. Eso significa que es enorme el apego que tienen a algo. La gente libre de los apegos está llena de la paz de Dios. Esa Paz Divina construye y fortalece la salud psíquica, que influye directamente sobre la salud somática. De esa manera, tanto el espíritu como la psiquis y el cuerpo, participan en esa gran libertad del hombre. El hombre libre de apegos, al mismo tiempo está libre de las arrugas en su semblante, desconoce los «stress» y las enfermedades contemporáneas. Las riquezas destruyen de manera sistemática al hombre. No solamente bloquean tu aproximación a Cristo y tu adhesión a El, sino que arruinan asimismo tu salud física y psíquica.

Otra clara manifestación de los apegos, es tu tristeza en las situaciones en que Dios te arrebata algo. A pesar de todo, irá quitando todo lo que te esclaviza, es decir, todo lo que es tu mayor enemigo, todo lo que provoca que tu corazón no sea libre para el Señor. Y solamente, cuando empieces a aceptar esa situación, y a tomarla con serenidad y buen humor, te irás convirtiendo en un ser cada vez más libre.

En la oración, al presentarte al Señor, muéstrale tus manos, no solamente vacías, sino también sucias, enlodadas por el apego a las riquezas. y ruégale que tenga compasión de ti. La oración puede desarrollarse únicamente en un clima de libertad. Como discípulo de Cristo estás llamado a orar, además a la oración contemplativa. Pero para que tu oración pueda transformarse algún día en contemplación, en embelesamiento amoroso hacia Jesucristo, tu amado, es imprescindible la libertad de tu corazón. Cristo por eso lucha tanto para que tu corazón esté libre. Para eso lucha con la ayuda de distintos acontecimientos, con la ayuda de las dificultades y las tempestades, poniéndote en situaciones difíciles, durante las cuales te ofrece la oportunidad de colaborar intensamente con la gracia. En todas esas situaciones, Cristo espera que tú tratarás de purificar tu corazón, enlodado por los apegos y el servicio a las riquezas. Por eso, todos los momentos difíciles, todas las tempestades, son para ti una gracia, son el paso del Señor misericordioso, que te amó hasta el punto de querer darte ese increíble don, la plena libertar de tu corazón. Tu corazón ha de ser indivisible, ha de ser un corazón para El.

Creer significa percibir y entender el sentido de la vida, de acuerdo con la óptica del Evangelio, en la que lo más importante es Dios. Has de orientar tu vida hacia El, hacia la búsqueda y la edificación, ante todo, de su Reino, con la fe de que el resto se te dará por añadidura (cf. Mt 6, 33). Dios desearía dar a cada ser humano todo su amor, pero solamente puede obsequiárnoslo en la medida en que exista apertura, en la medida en que aceptemos el despojamiento de los apegos, con el fin de hacer sitio para El. La fe hace que haya en nosotros un vacío, un lugar no ocupado para Dios.

 

La voluntad de Dios y nuestra voluntad

Es decisivo para que nuestra fe se haga más profunda, hasta transformarla en una adhesión total a Cristo, nuestro anhelo de cumplir en todo su Voluntad, y nuestro consentimiento de que nuestra propia voluntad sea crucificada. Adherirnos a Cristo significa someter nuestra voluntad a la de El. La vida interior es una continua tensión entre la voluntad de Dios y la voluntad del hombre. Esa tensión surge del hecho de que nosotros giramos incesantemente en torno a nuestra propia voluntad, en la búsqueda de lo que nos es cómodo, mientras es sabido que, el alcance de nuestros planes y de nuestros anhelos, el alcance de lo que nosotros deseamos, no coincide con lo que Dios desea. E1 hombre se defiende ante la anulación de sus propios deseos. Se defiende, de manera conciente, es decir, negando a Dios la sumisión de su voluntad; o de manera inconsciente, lo cual con frecuencia se manifiesta en el mecanismo de defensa de la racionalización. Ese mecanismo pone de relieve, hasta qué punto nuestros anhelos y actitudes están orientados a la búsqueda de nuestros propios egoísmos.

¿ En qué consiste ese mecanismo de defensa de la racionalización? En que inconscientemente justificamos nuestra actitud, con base en motivaciones que aceptamos, rechazando las motivaciones que realmente nos impulsan. Dicho lo mismo de una manera más sencilla, significa que justificamos lo que hacemos para realizar nuestros propios deseos, con la argumentación inventada que nos tranquiliza. Un ejemplo clásico de ese sistema de autodefensa, es la situación en que una madre defiende a su hijo ante su nuera. En los casos en que se manifiesta el mecanismo de defensa de la racionalización, esta madre estará totalmente persuadida de que se guía exclusivamente por el amor, y de que tiene derecho a actuar, porque para eso es madre, y lo único que quiere es el bien de su hijo. El deseo de poseer, que se manifiesta en ese amor, se suele mantener oculto debajo de la capa de este mecanismo de defensa inconsciente, mediante la racionalización de los actos, y gracias de una teoría subjetiva inventada para Justificar la actitud adoptada. Es casi imposible convencer a una madre que reacciona de esa manera, de que en realidad, ella a quien ama en su hijo es a sí misma, de que está destrozando el matrimonio, y de que lo que debería hacer, es retirarse, dejar a los cónyuges, e incluso ponerse más bien del lado de la nuera que del hijo.

El mecanismo de defensa de la racionalización, es un baluarte tan fuerte y difícil de desarmar, ante todo, porque es un mecanismo inconsciente. Con cuanta frecuencia inventamos una teoría, con el único fin de justificar algún acto inadecuado. Decimos: tengo que descansar, no puedo ocuparme de eso, tengo derecho, he sido perjudicado, tengo que defenderme, etc. Y puedes incluso dedicarte aplicadamente a un supuesto amor, al apostolado, a ciertas aficiones, pero en la fuente de todo ello, puede estar oculto un egoísmo inconsciente.

Ese egoísmo es el que hace que nuestra vida interior se desarrolle en el marco de una tensión incesante entre nuestra voluntad y la de Dios. Si vivir con fe significa adhesión a Cristo y a su voluntad, es en ese contexto en el que hay que recalcar, que la búsqueda de la propia voluntad es lo peor que puede haber. Esa es la fuente del mal y del pecado, la fuente de nuestros infortunios y esclavitud. La adhesión a Cristo y a su voluntad, significan que, en el caso de que la voluntad de E1 sea incompatible con la nuestra, nosotros aceptemos que E1 destruya nuestros planes, que los frustre. Los acontecimientos relacionados con la vida de los santos, nos muestran, muchas veces, como Dios frustró sus planes para que su voluntad pudiera fundirse con la de Dios.

Santa Teresa de Ávila fue a Sevilla para fundar una nueva institución conventual. Eran los difíciles tiempos de la Reforma, y Santa Teresa creó entonces una nueva y progresista rama de las hermanas carmelitas. La creación de la nueva institución, exigía que Santa Teresa, como superiora, viajara con un grupo de hermanas al lugar en el que iba a estar su sede. Las monjas, por lo regular, solían viajar en carruajes muy cerrados, porque las carmelitas reformadas, las descalzas, son una orden de clausura, y no pueden dejarse ver en público. Escondidas dentro de su carruaje se sentían seguras, y tenían la esperanza de que podrían llegar a su objetivo sin ser vistas por nadie, porque no querían dar un espectáculo.

Era el día de la Venida del Espíritu Santo. Las hermanas partieron muy temprano por la mañana. Teresa escogió una iglesia, que estaba en uno de los más alejados arrabales de Córdoba, para hacer una pausa. Allí el padre Julián de Ávila iba a oficiar una misa para ellas, con el fin de que nadie las viera, y luego las monjas iban a reanudar su viaje. Pero muy pronto resultó que, para llegar hasta la Iglesia escogida, había que pasar por un puente. Sin embargo, el puente, a esa temprana hora, estaba cerrado, y los vigilantes que lo cuidaban informaron que tenían que pedirle la llave al alcalde. El alcalde todavía estaba dormido, y no permitía que se le despertara en situaciones parecidas. Tuvieron que esperar. Salió el sol y comenzó a hacer mucho calor. La gente empezó a agruparse en torno al carruaje. Algunos, los más ansiosos de descubrir algo sensacional, trataron de echar una mirada al interior. Al fin, después de una espera de dos horas, trajeron la llave y se pudo abrir la puerta. E1 carruaje se puso en marcha, pero resultó que por ser demasiado ancho no podía pasar por el puente y empezaron a pasar las horas.

Santa Teresa anhelaba mucho en participar en la solemnidad de la Venida del Espíritu Santo y en la Misa, y ansiaba que todo el viaje se hubiera podido hacer sin que las monjas fueran vistas por la gente, pero las horas de inactividad transcurrirían una tras otra. Cuando al fin fueron cortadas con sierra las partes del carruaje que sobresalían demasiado, y las monjas pudieron llegar hasta la iglesia fuera de la ciudad, tuvieron otra sorpresa más. Resultó que la festividad de la Venida del Espíritu Santo era una fiesta patronal en esta iglesia, y, como suele ocurrir en esos casos, tanto por dentro, como en sus alrededores, la iglesia estaba repleta. Eso ya fue demasiado. Santa Teresa dijo que ella y las demás hermanas estuvieron a punto de rehusarse a asistir a la Santa Misa; más tarde reconoció que aquello hubiera sido un grave error. Por suerte el padre Julián ordenó a las monjas que participaran en la Santa Misa, a pesar del gentío que había. Salieron, pues, de su escondite, y empezaron a cruzar la iglesia. Santa Teresa, que siempre relata las cosas con mucho colorido, dijo más tarde que cuando la gente las vió, cubiertas con velos y con hábitos blancos, reaccionó como suele hacerlo el público de las corridas cuando sale el toro al ruedo. Santa Teresa confiesa que aquél fue uno de los mayores disgustos de su vida. Ese disgusto tan grande se lo dio el Espíritu Santo, en la festividad de su Venida.

Pero allí no terminaron las dificultades. Después de la Santa Misa, las hermanas tuvieron que volver a cruzar la iglesia, en medio de la gente que alborotaba y empujaba. Luego, cuando ya salieron de la nave, resultó que hacía un calor tan tremendo, que no se podía continuar el viaje. Los caballos no querían tirar del carruaje, y dentro de él hacía tanto calor, que las monjas se pasaron el resto del día a la sombra, debajo del puente. Como vemos, de nada sirvieron sus planes.

E1 Espíritu Santo puede bajar hasta el hombre, con una gracia que echa por tierra sus planes. Esas son sus grandes gracias del despojamiento. En el tratamiento que dio a Santa Teresa, en la festividad de la Venida del Espíritu Santo, hubo una prueba del gran amor que sentía por ella. Ella todo lo planeó tan bien, y con tanto esmero, y El todo lo frustró de la manera más perfecta; porque eran planes que no coincidían con la voluntad del Señor. Pero en todo lo dicho, lo esencial es que se produjo algo importante: El Espíritu Santo descendió sobre Teresa y las demás hermanas, porque ellas aceptaron su acción; y al someterse a la voluntad de Dios profundizaron su adhesión a Cristo. El Espíritu Santo, ese gran Constructor de nuestra fe, las despojó y las hizo más pobres aún, para que fueran capaces de aceptar el poder de Aquél, que en la liturgia de la Iglesia es calificado como «Padre de los pobres».

 

Demoliendo a la Iglesia

Lo que nos impide, en especial, adherirnos a Cristo, es la búsqueda de nosotros mismos, la búsqueda de nuestra propia voluntad. Esa búsqueda de nosotros mismos, no solamente destruye nuestra fe, sino que puede apartarnos totalmente de ella.

Merece la pena reflexionar sobre el texto de Kommodian, asceta cristiano que vivió en el siglo III en Cartago, y que trató este asunto. Tenemos dos textos de él, uno titulado «Instrucciones», y el otro «Carmen apologeticum». En aquellos tiempos Cartago era la segunda ciudad de Africa del Norte, después de Alejandría, y era la más espléndida. Los documentos de Kommodian abarcan varios años después de las persecuciones de Decio, por el año 251. Eran momentos en los que la Iglesia pudo salir de la sombra y mostrarse sin temor. La persecución de Decio, la séptima sufrida por la Iglesia a lo largo de su historia, se diferenció de las restantes en que Decio no solamente condenaba a muerte, sino que con mucha frecuencia torturaba, tratando así de asustar a los cristianos. La persecución de Decio duró dos años desde el 249 hasta el 251, y se llevó a cabo en todo el Imperio Romano.

Cartago, al igual que otras ciudades en las que vivían los cristianos, fue saqueada. Pero a los dos años, cuando la Iglesia recuperó la libertad, los cristianos retornaron a ella, y volvieron a reunirse para participar en la liturgia. Los documentos de Kommodian, nos muestran la imagen de la comunidad cristiana de Cartago después de las persecuciones de Decio. Estaba integrada por personas de tres categorías: la primera estaba constituida por los «fideles», fieles sencillos que, en los tiempos de las persecuciones, lograron huir de Cartago y esconderse en algún sitio. La segunda categoría eran los «lapsi», los renegados. Eran muchos, eran los que no resistieron las terribles torturas. El propio Kommodian escribió que él era uno de esos renegados, y que hacía penitencia dentro del catecumenado. El sentía mucha compasión por los demás «lapsi», quienes también habían caído y hacían sus penitencias. La tercera categoría estaba compuesta por los «martyres», los que sobrevivieron al martirio vivido, porque Decio a menudo prefería torturar que matar.

Podemos tratar de reconstruir la situación de la comunidad de Cartago, e imaginarnos cómo eran, más o menos, los encuentros de los cristianos de aquellos tiempos. Lo más fácil es imaginarnos a los más destacados, a los martyres, que, sin duda alguna, tendrían en su cuerpo huellas de las torturas sufridas. Unos tendrían cortada una mano, otros andarían con muletas, algunos tendrían huellas de quemaduras, a otros les habrían sacado un ojo. Esa imagen de los martyres, de aquellos que estuvieron dispuestos a entregar sus vidas por Cristo, pero que se salvaron, tenía que ser, a veces, estremecedora. Kommodian escribió que aquellos martyres, tan marcados por los sufrimientos vividos por Cristo, aquellos, los mejores fieles, consideraban que el martirio que habían sufrido les daba derechos especiales, daba un peso específico a sus opiniones, porque ellos habían estado dispuestos a entregar su vida por Cristo. Ellos podían sentirse mejores que los «fideles», es decir, que aquellos que huyeron, porque ellos no escaparon. Y podían sentirse todavía mucho mejor que los renegados «lapsi», quienes se derrumbaron, mientras que ellos, los «martyres», supieron resistir. Sabemos, porque la historia nos lo relata, que pocos años después se produjo un cisma en la comunidad de Cartago, el cisma de Felicissimus y de Novatus. Las tensiones surgidas en la comunidad cristiana de Cartago se debieron, principalmente, a la actitud de los «martyres», quienes exigían más derechos. Fueron ellos, los mejores, los que sembraron la confusión. Y hay que afirmar categóricamente: La Iglesia cartaginesa fue desbaratada precisamente por los martyres, por los que habían estado dispuestos a entregar sus vidas por la causa de Cristo. Los que habían sido los mejores, los que, al menos, se tenían por tales, pero al mismo tiempo tenían también sus propios planes, y su propia voluntad, estos demolieron la Iglesia de Cristo. Es algo realmente estremecedor. No lo hicieron los renegados, no lo hicieron los débiles que traicionaron a Cristo; desbarataron y demolieron la Iglesia los «martyres».

La situación se hizo tan dramática, que después del primer cisma que tuvo un alcance relativamente pequeño, la Iglesia de allí se vio amenazada por una segunda división mucho mayor. Y entonces, para que se pusiera fin al desgarramiento que había en el seno de la Iglesia, como consecuencia de la actitud de los «martyres», tuvo que producirse un nuevo período de persecuciones, el octavo, en los tiempos de Valeriano (cuando resultó muerto el obispo de Cartago, San Cipriano).

Aquellos « martyres» son para nosotros una advertencia. Incluso tu disposición a entregar la vida por Cristo, no prueba que tengas una auténtica adhesión a El. Esa adhesión la demuestran tu humildad y tu deseo de no hacer tu propia voluntad, sino la de Cristo.

¿Podemos extrañarnos, a la luz de estos documentos, de que Dios frustre a veces nuestra voluntad, si sabemos que los intentos de realizarla son la fuente de los mayores males y de nuestro infortunio? La fe es la adhesión a Cristo, y como tal, es el comienzo del amor. Pero puedes adherirte a Cristo con tu voluntad, solamente en el grado en que logres deshacerte de tu propia voluntad. En fin, Dios, porque nos ama tiene que frustrar nuestros planes, tiene que eliminar nuestras visiones, como si fueran castillos de naipes; si es que no son otra cosa que planes y visiones humanos. Por último, lo que se nos presenta es algo muy distinto a lo que nosotros imaginamos, de acuerdo con la regla que dice: cada uno llega a ser el santo que no quiso ser.