PRÓLOGO

 

Cómo podemos creer: tal es la cuestión apremiante para muchos de nosotros. Lo cierto es que aquello que creemos es decisivo como punto de referencia de nuestros anhelos y esperanzas. El credo primitivo del bautismo cristiano muestra que el «qué» y el «cómo» aparecen estrechamente ligados desde el principio, que el contenido de nuestra profesión de fe y el modo de vida cristiano van unidos indisolublemente: poseídos e impulsados por el Espíritu de Jesús, seguimos su camino, en la confianza de que el fondo misterioso de nuestra realidad vital sea «Padre» también para nosotros...

La imagen del bautismo de Jesús que figura en la ilustración de un libro del siglo XI de Echternach expresa de forma «palpable» esta relación con Jesús y su misterio. El sentido de la imagen es muy transparente para nosotros y para nuestra situación: la figura del Bautista nos congrega a los que buscamos apoyo y seguridad en el «Hijo querido», que se sumerge en el devenir temporal y en las aguas del Jordán para ser después el «pionero de la fe» (Heb 12, 2) «subiendo a Jerusalén» (Lc 18, 31). Pero el gesto elocuente del Bautista manifiesta a la vez el sentir de la generación apostólica: «Lo que palparon nuestras manos... eso que vimos y oímos os lo anunciamos ahora, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión de vida con el Padre y con su Hijo, Jesucristo» (1 Jn 1, 1.3).

El bautismo de Juan, con la «declaración de amor» del Padre en la bajada del Espíritu santo, es para los primeros cristianos el suceso que viene a iluminar su propia realidad: estamos bautizados en el nombre de Jesús y por eso somos templo del Espíritu santo, hermanos y hermanas del Hijo e hijos del Padre. Así, la confesión bautismal del Padre, del Hijo y del Espíritu se presenta siempre, desde el siglo IV, como suma y fórmula de la fe cristiana.

La presente exposición es fruto de una labor que me ha ocupado un decenio aproximadamente. En esta labor he encontrado una valiosa ayuda en mis colegas y colaboradores (antiguos y actuales). Quiero agradecérselo aquí de corazón a todos ellos: Gisela Baum, Dr. Rosel Baum-Bodenbender, Beate y Michael Helsper, prof. Dr. Bernd Jochen Hilberath, Christoph Kohl, Johannes Kohl, Alois Moos, Annette Schleinzer, Magda Seeliger y Barbara Wolf-Dahm.

Mi reconocimiento también a la editorial Patmos y, sobre todo, al lector Dr. Michael Lauble por su asesoramiento sincero y concienzudo y por su infinita paciencia.

Mi deseo es que nuestro esfuerzo común nos corrobore en la fe a nosotros mismos y ayude a los lectores para que «resplandezca» en ellos «el conocimiento de la gloria de Dios, reflejada en el rostro de Jesucristo» (2 Cor 4, 6).

Theodor Schneider

 

Creo en Dios Padre,
todopoderoso,
creador del cielo y de la tierra,
y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor,
que fue concebido por obra del Espíritu santo,
nació de santa María Virgen,
padeció bajo el poder de Poncio Pilato;
fue crucificado, muerto y sepultado;
descendió al reino de la muerte;
al tercer día resucitó de entre los muertos,
subió al cielo;
está sentado a la derecha de Dios, padre omnipotente;
desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
Creo en el Espíritu santo,
la santa Iglesia católica,
la comunión de los santos,
el perdón de los pecados,
la resurrección de los muertos
y la vida eterna. Amén.