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Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue
crucificado, muerto y sepultado

1. Humanidad concreta

Los enunciados sobre la pasión y muerte de Jesucristo son, en cierta medida, el eje y centro de la confesión cristológica en el credo apostólico. Si los títulos mayestáticos expresaban muy radicalmente su función singular como mediador universal, si las afirmaciones anteriores sobre su concepción por obra del Espíritu santo indicaban la iniciativa causal de Dios mismo en esta vida, en esta existencia, y si las frases sobe la elevación y el retorno describirán más adelante su plenitud de poder, la confesión de aquel que padeció, fue crucificado, muerto y sepultado ser refiere ahora al hombre al que se aplican todas esas peculiaridades. Contra lo que era de esperar, la idea de encarnación de Dios, de humanización real de la Palabra de Dios y, por tanto, de la verdadera humanidad de Jesús no queda aún aclarada mencionando la concepción y el nacimiento en el credo. Como hemos visto, la idea del nacimiento aparece cada vez más marcada en la tradición con la nota de lo milagroso y lo extraordinario, de suerte que la predicación eclesial tuvo que defenderse, sobre todo, en este punto contra la penetración de tendencias docetistas.

a) Sobria intensidad

La confesión de la pasión y muerte de Jesús hace referencia al destino humano originario: la finitud, caducidad y limitación.

Esta profesión de fe expresa como ninguna otra que Jesús de Nazaret fue un ser humano como nosotros, un hombre «integral». Llama la atención, en la forma del enunciado, la intensidad con que se destaca este aspecto, mencionando su muerte cuatro veces desde cuatro perspectivas. También llama la atención la sobriedad y la rudeza, apenas superables, de esta confesión, que expresa sólo el hecho, sin añadir ninguna interpretación, como ocurrió desde varias perspectivas en el período del nuevo testamento. Cabe reconocer, no obstante, en la yuxtaposición «padeció, fue crucificado, muerto y sepultado» una intención enunciativa: el esfuerzo de la Iglesia primitiva por atribuir a la muerte de Jesús un muerte real con todas sus consecuencias, una significación básica para el anuncio de salvación. Previamente a todas las consideraciones sobre el hecho mismo y sobre la interpretación de la pasión y muerte de Jesús está, pues, el signo de la humanidad real y verdadera de Jesús, de su humanidad auténtica e íntegra. Esta consideración nos resulta quizá menos laboriosa a los hombres de hoy que a otras generaciones anteriores. El problema no es que Jesús fuese verdadero hombre, sino cómo conciliar con eso su filiación divina. No obstante, se puede sentir angustia y preocupación a este respecto, en conversaciones con personas creyentes y compro-metidas con la Iglesia, angustia y preocupación de ver que una descripción demasiado cruda de la verdadera humanidad de Jesús puede asfixiar o perjudicar la fe en su filiación divina. Aquí asoma el problema originario de la cristología: siempre se procuró ver al hombre y a Dios en Jesucristo; sin que el uno anule u oculte al otro y, sobre todo, sin concebirlos en forma asociada, para no poner el énfasis en el uno a costa del otro. Hombre verdadero y, como tal, Dios verdadero: tal es el sentido de la confesión de su pasión y muerte.

b) Inserción histórica

Hay un dicho alemán referido al credo que puede ilustrar el significado de este pasaje: «éste se encuentra en su riqueza (o en sus calificaciones, en sus éxitos, etc.) como Poncio Pilato en el credo». La expresión, destinada a sugerir que alguien alcanza algo por azar y contra toda expectativa, no es acertada en su referencia al texto del credo.

La consignación de ese nombre tiene significado fundamental, y su intención es señalar la unicidad inderivable de la constelación histórica: el procurador romano Poncio Pilato accede al credo cristiano con su nombre pagano como prueba de que este Cristo de Dios, el Jesús Galileo, pertenece a un espacio y a un tiempo, de que su vida y su muerte se pueden localizar con exactitud histórica, de que este acontecimiento divino-humano se produjo dentro de unas circunstancias socio- políticas concretas. El cristianismo primitivo viene a decir que la acción salvífica de Dios está ligada a esa historia concreta; lapasión de Jesucristo aconteció en una situación verificable, bien conocida —hoy diríamos: en un marco «histórico»—: padeció bajo Poncio Pilato.

2. Observaciones históricas

Añadamos aún algunas observaciones a nivel de los datos históricos que iluminan el hecho de la pasión y muerte de Jesús.

a) El final violento, «consecuente», de su actividad

Una primera constatación se refiere a la relación singular, externa e interna, existente entre su actividad y su final. Sería absurdo, sin duda, afirmar que Jesús, el redentor enviado por el Padre, sólo pretendió desde el comienzo morir por nosotros. Ningún pasaje de sus palabras transmitidas en los evangelios delata en él un anhelo de morir, o un hastío de la vida, una actitud de resignación o de desesperación. Las predicciones que hace Jesús sobre su pasión tampoco autorizan a concluir que vivió aspirando como meta la muerte violenta. Aunque se intente situar históricamente en la vida del Jesús terreno sus predicciones sobre la pasión, formuladas en términos pospascuales y puestas en boca de Jesús, lo único que cabe constatar es que Jesús se percató de que su empresa no tendría, probablemente, un final feliz. Es difícil eludir, en todo caso, la hipótesis1 de que la resistencia que Jesús encontró desde el principio se agravó al final de su actividad, y por eso él pudo temer lo peor. Sería insensato suponer que Jesús, ante el hecho del asesinato de Juan Bautista y ante la suerte que habían corrido tanto profetas en la historia de su pueblo, ignorase totalmente la posibilidad de un desenlace fatal. Todo lo contrario: la parábola de los trabajadores de la viña (Mc 12, 1-12), su viaje a Jerusalén y la acción simbólica y profética de la expulsión del templo dan la impresión de que Jesús mismo contribuyó a que los judíos tomaran una decisión en favor o en contra de él en Jerusalén. Al describir la de-nominada «cristología implícita», hemos señalado cómo los judíos observantes de la ley consideraron una provocación la plena autoridad que Jesús se atribuía, autoridad que los discípulos profundizaron y desarrollaron después de Pascua a la luz de la resurrección. La fuerte y profunda identificación que establecían los judíos contemporáneos y, sobre todo, las autoridades religiosas entre la voluntad de Dios y

1. Cf. L. Oberlinner, Todeserwartung und Todesgewissheit Jesu. Zum Problem einer historischen Begründung, Stuttgart 1980.

la ley mosaica hace suponer, y parece históricamente muy verosímil, la acusación de blasfemia lanzada contra Jesús por sus infracciones a la ley.

b) El proceso de Jesús

La bibliografía especializada sobre el proceso de Jesús ante Pilato, incluyendo el estudio global de Josef Blinzler2, permite conocer algunos detalles interesantes. Consta que la iniciativa para el arresto y la ejecución de Jesús partió de las autoridades judías.

Pero consta asimismo que la ejecución no se hizo conforme al derecho judío, que preveía una pena contra los blasfemos, sino que fue obra de la potencia de ocupación pagana y se realizó al estilo pagano: mediante la crucifixión. «En cualquier caso, la verdadera y más profunda causa del proceso, la condena y el ajusticiamiento de Jesús, ha de buscarse en el conflicto con las autoridades judías a consecuencia del carácter global de su conducta, y que se condensa en la acusación de blasfemia contra Dios»3. Se discute si la potencia romana de ocupación se había reservado la jurisdicción en los delitos de sangre o si las autoridades judías pusieron a Jesús en manos de Pilato por consideraciones técnicas; por ejemplo, para evitar la revuelta de los seguidores de Jesús.

El papel de las autoridades judías en la liquidación de Jesús suscitó reacciones negativas en la conciencia y la conducta de los cristianos de épocas posteriores y sirvió de pretexto para una trágica y atroz historia de persecución contra los judíos en el Occidente cristiano4.

2. La investigación (Der Prozess Jesu. Das jüdische und rdmische Gerichtsverfahren gegen Jesus Christus aufgrund der ültesten Zeugnisse dargestellt und beurteilt), aparecida el año 1969 en Ratisbona en cuarta edición, resulta a veces sobrecargada en su combinación de tendencia apologética e interés histórico, pero es siempre valiosa como acopio de todos los datos y aspectos pertinentes. Cf. también H. Leroy, Jesus. Úberlieferung und Deutung, Darmstadt 1978, especialmente 97-120 (relatos de la pasión).

3. W. Pannenberg, Das Glaubensbekennmis, ausgelegt und verantwortet vor den Fragen der Gegenwart, Hamburg '1974, 89.

4. «<Bautismo o muerte>, era el grito de los cruzados que en la primavera de 1096 entraron en las comunidades judías de la Renania. Y como los judíos permanecieron fieles a su fe, eran sacrificados en el acto a golpe de espada en <nombre de Cristo>. El crucifijo, en manos de los cristianos, se convertía así en homicida, contrariamente a su fin originario. Lo que ocurrió entonces en Maguncia lo describe la crónica de un testigo ocular judío: <Fue a mediodía cuando avanzó Enrico, el gran enemigo de los judíos, con todas sus tropas en dirección a la ciudad. Entonces las ciudades le abrieron la puerta. Los enemigos del Señor dijeron que todo esto nos lo hacía el Crucificado para vengar su sangre en los judíos... Los cruzados no perdonaron a ninguno de los que estaban en el palacio episcopal. Los golpearon con sus cruces de hierro y desnudaron a los cadáveres... Once mil víctimas cayeron en un sólo día...>» (P. Lapide, Gelitten unter Pontius Pilatus, gekreuzt, gestorben und begraben,. en W. Nonhoff [ed.], Amen, so sei es. Zeugnisse zum Credo, München 1982, 43-51, aquí 47 s).

Por eso conviene lanzar aquí una breve ojeada: es obvio que los miembros del Sanedrín no actuaban simplemente como personas privadas, sino en nombre de todo el pueblo y como su representante oficial. El error que se filtró muy pronto y se ha mantenido hasta hoy no reside tanto en reclamar esta representación del Consejo para todo el pueblo judío, sino en considerar a este pueblo, aparte del resto de la humanidad, como el culpable de la muerte de Jesús en lugar de reconocer en él y en su participación concreta en el proceso de Jesús la representación de toda la humanidad pecadora, necesitada de redención y redimida. Contra la idea expresa del nuevo testamento, según la cual los judíos y paganos recibieron la salvación por medio de Jesús, se instaló en el cristianismo la creencia errónea de que Dios repudió definitivamente a su pueblo a causa de la crucifixión de Jesús. La primera asamblea plenaria del Consejo Ecuménico de las Iglesias reunidas el año 1948 en Amsterdam rechazó decididamente la opinión de que hay que considerar a los judíos como proscritos y maldecidos por Dios sobre la base de la exposición bíblica del proceso de Jesús y de su crucifixión. Y los padres del concilio Vaticano II se manifiestan con la misma claridad y decisión: «Como testifica la Escritura, Jerusalén no conoció la hora de su visita y gran parte de los judíos no aceptaron el evangelio y no pocos de ellos se opusieron a su difusión. No obstante, los judíos siguen siendo amados por Dios, según el testimonio de los apóstoles, en consideración a sus antepasados, a que sus privilegios y su vocación son irrevocables ...Aunque las autoridades judías con sus partidarios contribuyeron a la muerte de Cristo, no se pueden atribuir los acontecimientos de su pasión a todos los judíos contemporáneos sin distinción ni a los judíos actuales. La Iglesia es ciertamente el nuevo pueblo de Dios, pero no podemos considerar a los judíos como los proscritos o maldecidos por Dios, como si ello fuese algo que se desprende de la Biblia. Por eso deben cuidar todos de que nadie, en la catequesis o en la predicación de la palabra de Dios, enseñe algo que no concuerda con la verdad evangélica ni con el Espíritu de Cristo»5.

5. Nostra aetate, 4.

Más importante aún que la recta comprensión de esta función representativa de todos los hombres endurecidos y ciegos es advertir el cambio de función que tiene lugar y que ya el evangelio de Juan presenta explícitamente. La acusación de blasfemia que las autoridades judías hacen a Jesús, y la condena de éste como usurpador y presunto Mesías por el representante político decisivo, Poncio Pilato, suponen una extraña inversión de los frentes que se reconoce más tarde a la luz de la Pascua: la confirmación de la vida de Jesús y de su mensaje «escandaloso» sobre el reinado de Dios pone en claro cómo Jesús recibe y asume una función representativa, la de «chivo expiatorio», destinada al blasfemo y al reo de lesa majestad. Aquí se comprueba cómo el curso fáctico del proceso de Jesús ofrece la base para la interpretación teológica posterior a la muerte de Jesús como muerte vicaria en favor de los pecadores de todo el mundo.

c) La pena de la cruz

Una breve observación más sobre el instrumento de ejecución que era la cruz. El suplicio de la cruz, inventado al parecer por los persas, que llegó a Roma a través de Cartago y de los cartagineses, era la pena de muerte destinada a grandes criminales, como ladrones de templos, soldados desertores, reos de alta traición y agitadores. No se podía castigar a los ciudadanos romanos con esta pena, que servía para imponer el orden y la tranquilidad, sobre todo en las provincias. Pero fue frecuente, especialmente en la época de la decadencia del Imperio, que los déspotas no respetaran esta prohibición. La suspensión del madero, que se realizaba conforme al derecho judío en casos de idólatras y blasfemos empedernidos, no era una pena de muerte, sino un castigo adicional después de la muerte y servía para marcar al ajusticiado como blasfemo con arreglo a Dt 21,23: «Todo el que cuelga del madero es maldecido por Dios». El judaísmo aplicó esta frase al crucificado6. Hay que tener en cuenta este trasfondo religioso para comprender el carácter escandaloso de esta muerte para un fiel judío: un «Mesías» colgado del madero como un maldito (cf. Gál 3,13).

3. La dimensión teológica7

Para descubrir toda la dimensión teológica de este suceso que se recoge en los escuetos términos «crucificado, muerto y sepultado», habría que componer una amplia theologia crucis a base de las nu-

6. J. Blinzler, Der Prozess Jesu, 264.
7. Como orientación cf. la reseña
Zur theologischen Sinndeutung des Todes Jesu: Herderkorrespondenz 26 (1972) 149-154.

merosas afirmaciones de la Biblia y de la historia de la fe8. De toda esta temática seleccionaremos tres puntos que estimo de especial importancia para nuestra perspectiva actual.

a) Obstáculo principal: expiación mal entendida

A la hora de indagar la significación teológica de la muerte en cruz de Jesús, la experiencia enseña que es preciso despejar un obstáculo para dar acceso a la visión original, que es la bíblica. Este obstáculo capital es la «teoría de la satisfacción» del escrito Cur Deus homo (¿Por qué Dios se hizo hombre?) de Anselmo de Canterbury (t 1109), entendida generalmente en un sentido poco riguroso9.

«No hay una teoría teológica tan apasionadamente controvertida y que sin embargo haya marcado —aun sin haber sido nunca objeto de enseñanza eclesial vinculante— la conciencia de tantos cristianos como la doctrina de la redención de Anselmo de Canterbury»10. Para muchos cristianos, y en virtud de una «teología de la cruz» casi formal expuesta

8. Un proyecto reciente de ese tipo, con matices propios y un tono muy personal, es el contenido en el libro de J. Moltmann, El Dios crucificado, Salamanca 21977. Cf. también Id., Gesichtspunkte der Kreuzestheologie heute: Evangelische Theologie 33 (1973) 346-362; W. Kasper, Revolution im Gottesverstandnis?: Theologische Quartalschrift 153 (1973) 8-14; J. Moltmann, «Dialektik, die umschldgt in Identitüt» —was ist das? Zu Befürchtungen Walter Kaspers, o.c., 346-350; W. Kasper, Zur Sachfrage: Schopfung und Erlosung. Replik auf Jürgen Moltmann, o.c., 351 s; P. F. Momose, Kreuzestheologie. Eine Auseinandersetzung mit Jürgen Moltmann, Freiburg 1978. Un esquema propio propone K. Lehmann, «Er wurde für uns gekreuzigt». Eine Skizze zur Neubesinnung in der Soteriologie: Theologische Quartalschrift 162 (1982) 298-317.

9. Cf. la amplia exposición del enfoque anselmiano en H. Kessler, Die theologische Bedeutung des Todes Jesu. Eine traditionsgeschichtliche untersuchung, Düsseldorf 1970, 83-165.

10. G. Greshake, Erlosung und Freiheit. Zur Neuinterpretation der Erlosungslehre Anselms von Canterbury: Theologische Quartalschrift 153 (1973) 323-345, aquí 323. Greshake intenta demostrar que la interpretación de Anselmo, orientada en el modelo del honor germánico, adquiere los rasgos que suelen atribuirse (sin razón) a Anselmo después del cambio de la base sociológica y del contexto social en el siglo XIII (por ejemplo en Tomás de Aquino): «De ese modo, después del cambio del orden jurídico, la teología modifica también su modelo conceptual. El Dios concebido a modo de un señor feudal supremo que reclama el reconocimiento de su honor (satisfactio) para salvaguardar el orden de la creación, pasa a ser el <soberano> que ya no se halla en un orden jurídico relacional-personal, sino que él mismo establece un derecho y un orden» (o.c. 335). «Por eso la crítica moderna a su teoría de la satisfacción no le afecta a él, sino a esa versión de su doctrina en la que se mantienen los conceptos, mas no el espíritu de Anselmo» (o.c., 324).

en los catecismos11, el siguiente razonamiento ha llegado a ser algo casi evidente: para restituir el honor y los derechos del Dios ofendido por el pecado del mundo, sólo cabe reconciliarse con el infinitamente ofendido mediante una expiación infinita: la del hombre-Dios. La muerte en cruz de Jesús aparece de este modo como la consecuencia de la lógica férrea de un equilibrio exacto entre el «debe» y el «haber». Pero con ello la expiación divino-humana aparece a una luz muy extraña: «Muchos textos espirituales sugieren la idea de que la creencia cristiana sobre la cruz propone un Dios cuya justicia implacable ha exigido una víctima humana: la de su propio Hijo. Y uno se aparta con horror de una justicia cuya ira siniestra quita credibilidad al mensaje del amor. Por muy difundida que esté tal imagen, no deja de ser falsa»12.

11. También el catecismo católico Botschaft des Glaubens (Mensaje de la fe), Donauworth/Essen 1978, 131, editado por los obispos de Augsburgo y Essen, intenta aún penosamente apoyar la idea «anselmiana» de expiación: «¿Dios quiso la pasión cruenta, tremenda, de su hijo en la cruz? ¿Fue ese realmente su firme designio? Sólo con cautela podemos dar a eso una respuesta afirmativa. Dios, en efecto, no está sediento de sangre; no desea el sufrimiento de los hombres; y tampoco puede desear en modo alguno el sufrimiento de su querido Hijo. El sólo puede aceptar y asumir ese sufrimiento con complacencia si ha sido un sacrificio imprescindible para la salvación del mundo; si sirve para mostrar a los hombres todo el alcance de la maldad y del pecado humano, todo lo que éste aparta de Dios y divide a los hombres entre sí; si pone de manifiesto el amor con que Dios se acercó a los hombres por medio de Jesús...». Así, pues, sólo en el cuarto punto de la argumentación aparece el tema de la interpretación bíblica central.

12. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, o.c., 198 ss. Una versión literariamente impresionante, pero tanto más funesta de esta «teoría de la satisfacción» deformada y deformadora se encuentra en el libro de Tilman, Gottesvergii tung, Frankfurt 1976, 20 s: «Te he admirado, como me sugerían tus siervos, por la bondad que demostraste al no permitir que Abrahán sacrificase a Isaac. Podías habérselo exigido y él lo hubiera hecho por ti, y tu pueblo hubiera perdido sólo un poco de lo que le quedaba de dignidad humana. ¿O sentiste una desvergonzada felicidad cuando te vino la idea, en el último momento, de enviar un ángel al lugar de la proyectada matanza? ¿Quizá el bueno de Abrahán hubiera empezado a dudar de las ventajas de su relación privilegiada contigo cuando le rociase la sangre de Isaac? Con tu propio Hijo te comportaste más expeditivamente y diste libre curso a tu sadismo. Se me ha querido hacer notar que con su sacrificio en la cruz pretendiste anunciar la nueva alianza de amor. Y yo intenté de nuevo, ante la invitación general, admirarte por haber sacrificado a tu único hijo por mí, pobre pecador. Eso impresiona, naturalmente; qué malo debo de ser para que mi redención exija semejante puesta en escena. Cosa extraña, muy extraña; ningún predicador ha expresado nunca la sospecha de que quizá algo falla, no en nosotros, sino en ti, cuando tuviste que sacrificar a tu hijo por puro amor a los hombres... Sé que, tras los años de depresión, gozas ahora de una coyuntura próspera y podía parecer poco elegante ajustar una pequeña cuenta contigo. Pero yo no he podido evitar el haber necesitado tanto tiempo para conocerte a fondo. Como he dicho, yo te suponía ya fenecido, hasta que descubrí que seguías viviendo en mí como enfermedad».

b) Iniciativa de Dios

La cruz no aparece en la Biblia como un ajuste de cuentas del derecho divino lesionado. Antes al contrario, la teología de la cruz en la Biblia da al traste, en cierto modo, con estas ideas corrientes sobre redención y expiación. Esta postura se inicia en la primera fase del anuncio sobre Cristo, acentuando en la denominada fórmula del contraste13 la culpa de los hombres en la crucifixión injusta de Jesús y considerando la resurrección por Dios como la superación de esta culpa humana. Así habla Pedro ante los ancianos y letrados judíos: «Vosotros le crucificasteis (a Jesucristo) y Dios lo resucitó de la muerte» (Hech 4,10). Este texto establece una contraposición entre la cruz y la resurrección: de la primera se culpa a los hombres y la segunda se atribuye a Dios salvador.

Muy pronto, sin embargo, la reflexión se extiende a la «actitud» de Dios ante la cruz misma; ya no se ve ni se traza una línea de conexión que va de la cruz a Dios, sino desde Dios, pasando por la cruz, hacia nosotros. Las ideas sobre expiación, corrientes en la historia de las religiones no cristianas, buscan generalmente el restablecimiento de la relación con Dios mediante acciones expiatorias de los hombres y, por tanto, afrontando la culpa y la conciencia de culpabilidad mediante obras de expiación que los hombres ofrecen a Dios, acciones y ritos expiatorios destinados a aplacar a la divinidad. El anuncio neotestamentario de la cruz como acontecimiento salvífico presenta exactamente la dirección opuesta: no es el hombre el que aporta a Dios una ofrenda para reconciliarlo, sino que es Dios el que accede a los hombres para ofrecer y realizar la reconciliación. El amor inefable de Dios toma la iniciativa, afronta el descenso a las honduras del odio humano y de la ceguera fanática para restablecer la relación, de forma que Dios destruye nuestra injusticia con su misericordia creadora. Su justicia no es un ajuste de cuentas y una exigencia de expiación, sino una entrega inmerecida, gratuita. Un fragmento de la tradición primitiva que Pablo incluyó en su Carta a los romanos expresa ya este nexo entre la idea de expiación y la iniciativa de Dios, y describe la reconciliación como obra de Dios de cara a nosotros: «Graciosamente van siendo rehabilitados por la generosidad de Dios, mediante el rescate presente en Cristo Jesús: Dios nos lo ha puesto delante como lugar (hilasterion) donde, por medio de la fe,

13. Cf. L. Schenke, Die Kontrastformel Apg 4, 10b: Biblische Zeitschrift 26 (1982) 1-20.

se expían los pecados con su propia sangre» (Rom 3,24 s)14. Dios actúa en el destino de Jesús por nosotros y para nosotros. Esta idea fundamental es el hilo rojo que atraviesa toda la cristología de la cruz en Pablo: «Sí, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mediante Cristo, cancelando la deuda de los delitos humanos... Es Dios mismo el que os exhorta por nuestro medio. Por Cristo os lo pido, dejaos reconciliar con Dios...» (2 Cor 5,19 s). ¿Cabe trazar con más claridad la línea de arriba abajo, proclamar mejor la prioridad de la acción de Dios en el acontecimiento de expiación? La predicación cristiana primitiva concibe primariamente el acontecimiento de la cruz como un suceso externo permitido por Dios, que él mismo llena de un contenido inesperado, convirtiéndolo en signo de su amor, en expresión de su bondad y no violencia, prueba de su disposición a recorrer el camino hacia nosotros hasta el final, hasta la muerte violenta e ignominiosa que los hombres dan a este mensajero suyo: «Dios ha demostrado el amor que nos tiene haciendo que Cristo muriese por nosotros cuando éramos aún pecadores» (Rom 5,8). Y posteriormente, el evangelio de Juan expresa así la misma idea: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3,16). «La cruz aparece, pues, primariamente en el nuevo testamento como un movimiento de arriba abajo. No está ahí como el acto de reconciliación que la humanidad ofrece al Dios airado, sino como expresión de ese amor apasionado de Dios que se entrega, se abaja para salvar al hombre; es su acercamiento a nosotros, no a la inversa. Con este giro producido en la idea de expiación y, por tanto, en el eje de lo religioso, el culto y toda la existencia humana adquieren en la perspectiva cristiana una nueva dirección. El culto se realiza primariamente en la recepción agradecida de la salvación humana.

14. La versión retocada del difícil texto original paulino en la nueva traducción unitaria alemana, «Dios lo destinó a ofrecer la expiación con su sangre, expiación eficaz por medio de la fe...», no deja de ser arbitraria y desorientadora: Pablo no habla para nada de «ofrecer la expiación» (con su sangre). En lugar de reincidir con esta traducción desafortunada en las categorías usuales, pero falsas, lo que importa es conocer la interpretación de la muerte en cruz que el texto hace con el paralelismo entre la cruz y el «monumento expiatorio» veterotestamentario (hilasterion, kapporet), la placa que cubría el arca de la alianza. Sobre ella aparece Yahvé (cf. Lev 16, 2) para otorgar la «expiación» en el rito de sangre del Yom Kippur, el gran día de la reconciliación anual, al sumo sacerdote y a toda la comunidad de Israel. Cf. U. Wilckens, La Carta a los romanos I, Salamanca 1989, 249 s: «Para valorar la doctrina paulina sobre la justificación es importante alcanzar una comprensión correcta del sentido expiatorio de la cruz en un horizonte teológico. En efecto, la conciencia teológica de la modernidad ha ido perdiendo la idea bíblica de expiación como horizonte de la justificación. El que entiende la muerte expiatoria de Cristo como sacrificio ante Dios y para Dios deja sin núcleo la idea paulina: la unidad de Dios con el Crucificado en favor de nosotros (no de Dios)».

Por eso la forma esencial del culto cristiano se llama con razón eucaristía, acción de gracias. Este culto no ofrece obras humanas a Dios; no glorificamos a Dios dándole algo presuntamente nuestro —como si no fuera ya suyo— sino dejando que él nos regale lo suyo y reconociéndole así como único Señor. Le adoramos dejando de lado la ficción de una esfera en la que pudiéramos contraponemos a él como interlocutores independientes, cuando en realidad sólo podemos existir en él y desde él. Las ofrendas cristianas no consisten en dar algo que Dios no tuviera sin nosotros, sino en hacernos totalmente receptores y dejarnos captar por él. Dejar obrar a Dios en nosotros: tal es el sacrificio cristiano15

«¿Qué conclusión se impone, si reflexionamos sobre todo esto?» pregunta Pablo en la Carta a los romanos. «El no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros. ¿Cómo es posible que con él no nos lo regale todo?...Pero si Dios está en favor de nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rom 8, 31).

c) El nuevo culto: autoentrega

Por importante que sea recordar y subrayar constantemente esta perspectiva fundamental, no podemos olvidar el papel y la importancia de la aceptación y la respuesta humana. La evidente prioridad de la «línea descendente» en modo alguno anula, tampoco en el nuevo testamento, las afirmaciones «ascendentes» de contrapartida. La humanidad de Jesús no es un instrumento mecánico de la actividad divina; la autorrealización humana de Jesús es absolutamente necesaria en su misión y en su relación con el Padre, pasa a ser de algún modo la «corporeidad» de la nueva alianza entre Dios y el hombre. La entrega sin reservas de Jesús hombre a su Padre, y sobre todo, su confianza ilimitada ante su fracaso ignominioso, deben tomarse en serio y se han de interpretar como un acto de culto supremo a Dios. El nuevo testamento utiliza también una terminología «cúltica» y la aplica a la entrega amorosa del hombre Jesús al Padre celestial; en su autoentrega «por nosotros» (!) Cristo se convierte a la vez en «don y víctima agradable a Dios» (cf. Ef 5, 2). En efecto, su muerte, abandonándose en las manos del Padre, es la respuesta, la aceptación y afirmación de la entrega previa de Dios.

¿De qué naturaleza es una «ofrenda» única en la que confluyen la entrega amorosa de Dios y la entrega total del hombre? ¿Cómo se combinan los dos aspectos entre sí? La teología de la Carta a los

15. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 246 s.

hebreos puede mostramos el camino hacia una comprensión correcta16 Los cristianos recurrieron desde el principio a las imágenes, los conceptos y las palabras proféticas del antiguo testamento para interpretar el destino de Jesucristo e integrarlo en la historia de la salvación. La Carta a los hebreos intenta hacer lo mismo de un modo radical, aprovechando la teología del culto veterotestamentario para dilucidar la muerte de Jesús en la cruz. Utiliza el rito de la fiesta judía de la reconciliación para presentar la muerte en cruz de Jesús como la verdadera reconciliación cósmica.

Todos los intentos humanos de aplacar a Dios mediante la acción del culto ritual -así argumenta la Carta a los hebreos- son una obra humana impotente, pues los animales y las cosas son propiedad suya. Ya el Salmo 50 dice: «Mío es el orbe y lo que contiene. ¿Voy a comer yo carne de toros y beber sangre de machos cabríos? Trae a Dios como ofrenda tu alabanza y cumple las promesas que has hecho al Altísimo» (Sal 50,12 s). El autor de la Carta a los hebreos, prolongando esta idea, subraya con énfasis la inutilidad de estas obras rituales. Dios no busca la sangre de los machos cabríos y toros, sino el «corazón» del hombre. Ninguna víctima puede sustituir el «sí» libre del amor del hombre. Pero dado que todo el culto precristiano se basaba precisamente en esta extraña idea del equilibrio, de la sustitución y de la representación por cosas y animales, la Carta a los hebreos hace el resumen: todo eso es inútil; eran, en todo caso, «observancias externas impuestas hasta que llegara el tiempo de un orden mejor» (Heb 9,10). A continuación expone en concreto hasta qué punto Jesucristo realiza con su muerte, que representa la culminación de toda su vida, la nueva y definitiva forma de culto, la celebración religiosa definitiva. Concibe a Jesús como el nuevo y definitivo «sumo sacerdote», y su muerte como la verdadera e insuperable «ofrenda» que se hace una vez por todas y vuelve superfluas todas las otras ofrendas por el pecado, como dice literalmente el texto (Heb 10, 18). Este modo de pensar y de hablar no es, en modo alguno, algo tan obvio como suele parecer. En la perspectiva de la historia de las religiones, concretamente desde la concepción legal judía, Jesús era un «laico», no pertenecía a la estirpe sacerdotal de Leví, y su «acción sacerdotal» en la cruz, considerada desde fuera, es todo menos un acontecimiento cultual. Es la ejecución denigrante de un «malhechor»; considerado intrahistóricamente, es un suceso puramente profano: pero en realidad -dice la Carta a los hebreos-es la liturgia universal, que abarca el cosmos entero, porque no se realiza

16. Cf. A. Stadelmann, Zur Christologie des Hebraerbriefes in der neueren Diskussion, en Theologische Berichte 2, Einsiedeln 1973, 135-221, especialmente 195-209; H. Schlier, Zur Christologie des Hebrderbriefes, en Id., Der Geist und die Kirche, Freiburg 1980, 88-100.

en el recinto oculto del templo de piedra, sino a la vista de todo el mundo: Jesús entra en el «templo no fabricado por el hombre», el espacio de Dios, no con sangre de machos cabríos y toros (como el oficiante del culto en la antigua alianza), sino con su propia «sangre», siendo sacerdote y víctima al mismo tiempo, sacrificándose a sí mismo, ofreciéndose como don. Aquí aparece con claridad la idea básica de la carta: el acontecimiento de la cruz ha desplazado cualquier sucedáneo y ha colocado en su lugar la realidad: Jesús se entrega a sí mismo. Todas las ofrendas de cosas y animales son transitorias y en su lugar está la autoentrega de la persona, el propio yo. Si la Carta a los hebreos dice que Jesús llevó a cabo la reconciliación «con su propia sangre» (Heb 9, 12), esta expresión no ha de entenderse en sentido material. Verter la propia sangre significa en el lenguaje bíblico morir de muerte violenta. «Porque la vida de la carne es la sangre que está en ella» (Lev 17,14). En consecuencia, la «sangre» es también aquí la metáfora, la cifra para designar la muerte cruenta, que Jesús no rehúye, que acepta como última expresión de su disposición a entregar todo lo propio y a sí mismo, la propia vida en servicio de su misión.

La «sangre de Jesús» es, pues, la concentración insuperable de su amor sin límite a nosotros y de la confianza insondable e ilimitada en el Padre ante esta situación aparentemente sin salida. Por eso el ajusticiamiento de Jesús en la cruz -que, visto desde fuera, es obra de hombres pecadores- puede convertirse justamente en el signo de la bondad inefable de Dios hacia nosotros, porque la dimensión interior de esta muerte está marcada por su disposición humana al compromiso desinteresado y sin reservas «en favor de los hermanos» como mensajero del Padre. Esta disposición del hombre Jesús, su autoentrega, es, pues, en cierto modo el espectáculo, sencillo y valioso a la vez, donde se puede recoger el amor de Dios y que, al quebrarse en la muerte, puede derramarse para anegamos. Los cristianos debemos entrar en este culto de la autoentrega del Hijo para quedar incluidos en él: «La Iglesia que anuncia la muerte del Señor es invitada a unirse con él. No debe limitarse a conocer y a hablar del sacrificio, sino que ha de dejarse captar por él. Al morir con su Señor, debe prepararse a resucitar con él»17. Debemos corresponder al amor de Dios convirtiéndonos en amantes. Aquí adquiere su importancia decisiva la conmemoración de la muerte y resurrección de Cristo: la celebración eucarística como punto crucial de la vida eclesial. Al quedar implicados en la comunión de su vida (cf. 1 Cor 10, 16 s), la cualificación cultual de toda nuestra existencia fundada por el bautismo (cf. F1p 2, 17; Rom

17. Gemeinsame rüm.-kath./ev.-luth. Kommission, Das Herrenmahl, Paderborn/Frankfurt 1978, n. 34, p. 25.

15, 16) adquiere una nueva fuerza y profundidad. En tanto que nos hacemos y somos, como Iglesia, cuerpo de Cristo, nos convertimos en ofrenda mediante él, con él y en él. Todo lo que sea hablar de la eucaristía como recuerdo actualizador del sacrificio de la cruz tiene que orientarse en esta nueva «teología del culto» de la Carta a los hebreos. De ese modo la celebración eucarística supone una exigencia existencial: «Así nos unimos con nuestro Señor... y nos ofrecemos a nosotros mismos en un sacrificio vivo y santo que debe expresarse en toda nuestra vida cotidiana»18. El «culto» cristiano «del sacrificio vivo» en unión con Jesucristo es, pues, la realización de la nueva alianza, de la unión amorosa entre Dios y el hombre. La idea del sacrificio vital que deriva de la personalización neotestamentaria del culto implica la reciprocidad correspondiente: se trata, primero, de la entrega del Padre a nosotros: él nos brinda a su Hijo. Este movimiento amoroso «descendente» del Padre hacia todos los hombres va dirigido a asumimos e implicarnos: la incorporación en el cuerpo entregado de Cristo sugiere la apuesta de nuestra vida en favor de los hermanos y hermanas (cf. 1 Jn 3,16) al servicio del anuncio del evangelio (cf. Rom 15, 16) y en el ejercicio del servicio de reconciliación (cf. 2 Cor 5, 18-20). Pero el culto cristiano abarca también el movimiento contrario, «ascendente», la dirección del Hijo del hombre hacia el Padre, su entrega confiada a la voluntad del Padre. Y también su Espíritu santo quiere envolvemos en este movimiento del Hijo al Padre: si compartimos su confianza en el Padre en medio de la angustia y la lucha, en la oscuridad y la incertidumbre, pero en la certeza de su cercanía, cada celebración eucarística será una entrega segura y esperanzada de los hermanos y hermanas de Jesucristo, de los miembros de su cuerpo, en las manos del Padre amante y, en ese sentido, el verdadero acto de adoración del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia.

Dejándonos poseer y modificar por el amor de Jesucristo a los hombres y a Dios Padre, nos convertimos en el «sacrificio vivo» (Rom 12,1), un sacrificio que no se realiza en el momento de la celebración dominical, sino en toda la penosa vida cotidiana19

Al final de nuestras reflexiones sobre la dimensión teológica de la muerte en cruz, podemos comprender mejor, al menos esquemática-mente, que la confesión de la pasión y muerte de Jesucristo nos lleva al núcleo de la existencia cristiana.

18. O.c., n. 18, p. 18.
19. Cf. Th. Schneider, Deinen Tod verkünden wir. Gesammelte Studien zum erneuerten Eucharistieverstdndnis, Düsseldorf 1980, especialmente 209-259.