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... El Todopoderoso, creador del cielo
y de la tierra

 

1. El todopoderoso (pantokrator)1

La antigua fórmula bautismal de Roma, que se pronunciaba y se transmitía aún en griego durante los siglos III y IV, contenía esta frase introductoria: Creo en Dios Padre, el Pantocrator2. La palabra pantocrator, que fue pronto traducida al latín con el adjetivo (sustantivo) omnipotens (todopoderoso)3, se introdujo en la confesión cristiana a través de la versión griega del antiguo testamento denominada de los Setenta, la Biblia de los judíos grecohablantes de la diáspora. En ella, en efecto, figura el nexo verbal Kyrios Pantokrator, traducción del nombre hebreo de Dios Yahve Zebaoth —Dios de los ejércitos, ese nombre que subrayaba especialmente, en el área judía, la universalidad de Dios. La exégesis ha averiguado que tal nombre no se refería sólo al dominio de Yahvé sobre todos los pueblos, sino que incluía, además de los seres humanos, las «potencias» celestes y los astros. El nombre judío de Dios, Yahve Zebaoth, Kyrios Pantokrator, Dios de los ejércitos, no sugiere, pues, un atributo divino abstracto, la «omnipotencia», sino una relación eficiente; expresa la superioridad y el dominio de Dios sobre todo lo terreno y lo celestial, superioridad y dominio que nada ni nadie puede eludir. El origen lingüístico exacto de esta expresión, Yahve Zebaoth, no está claro, pero su sentido es inequívoco: una síntesis de la fe yahvista y de su visión específica de un poder rector y de un «dominio del ser» que todo lo abarca: Yahvé es el Señor de lo pasado y lo futuro, de lo que hay y lo que sucede, de lo vivido y lo esperado, de las cosas y de los hombres, del mundo y de la historia:

«¡Mi Señor y Dios! Tú hiciste el cielo y la tierra con tu gran poder, con brazo extendido. Nada es imposible para ti. Eres leal por mil generaciones, pero castigas el pecado de los padres en los hijos que les suceden... Dios grande y esforzado, cuyo nombre es Señor de los ejércitos. Eres grande en ideas y poderoso en acciones; tus ojos están abiertos sobre los pasos de los hombres para sancionar a cada uno su conducta y sus méritos. Obraste signos y prodigios, en Israel y entre todos los hombres, en Egipto y hasta nuestros días, y te has ganado fama que dura hasta hoy...» (Jer 32, 17-20).

Esta cita tomada del libro de Jeremías pone en claro que la idea bíblica de «omnipotencia» o pleno poder incluye la idea de creación. Así, pues, ya el término confesional aislado y escueto de pantocrator (omnipotens) de las primeras confesiones cristianas de Oriente y Occidente° implica la fe en el mundo como creencia de que éste es creación de Dios y de que Dios mantiene una relación de poder, de conservación y de dirección sobre esta obra suya. Este importante predicado, «todopoderoso», que enlaza a su modo la fe cristiana con la judía, fue complementado pronto con las expresiones «creador del cielo y de la tierra»; su contenido se expresó, pues, una vez más con términos bíblicos. La fórmula se reforzó y potenció aún más en Oriente— presumiblemente, como defensa contra el pensamiento gnóstico-dualista—, como ocurre en la primera frase de nuestro símbolo extenso (el niceno-constantinopolitano): «Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible e invisible...»5.

Ahora bien, esta afirmación de fe según la cual el Dios de Israel y Padre de Jesucristo es también el creador de todo, plantea un gran tema que ha adquirido nueva actualidad en nuestro tiempo. La fe en la creación no es sólo una afirmación de la grandeza de Dios, sino que expresa igualmente lo fundamental sobre el mundo y el hombre. La condición creatural del mundo y del hombre es una nota tan fundamental que resulta imprescindible para la comprensión de nuestro entorno, de nuestra historia, de nuestra propia vida; todo lo que no es Dios, debe su existencia al poder creador de Dios. Esta afirmación fundamental sobre nuestro origen abarca, de un lado, la idea de una dependencia entitativa plena y permanente y da lugar, de otro, a la

4. Cf. DS 1-17, 23, 27.
5. DS 150, NR 250, traducción ecuménica común.

pregunta por el motivo de la creación y, en consecuencia, por la finalidad, por la meta de esta creación puesta en marcha y movilizada en su propio ser por Dios, creación de la cual los hombres formamos parte.

A continuación intentaremos trazar las líneas maestras de una teología de la creación abordando la temática en cuatro pasos: en un primer paso se trata de buscar las raíces de nuestra fe en la creación, de hacer valiosas e interesantes observaciones en torno a la reflexión bíblica sobre el mundo como creación de Dios; en el segundo paso se intentará dilucidar la historia de la tradición; en el tercer paso indagaremos puntos de vista sistemáticos; y en el cuarto paso analizaremos los auténticos desafíos de la fe en la creación en nuestros días.

2. La fe bíblica en la creación6 a) Su lugar teológico

1. De la experiencia de salvación a la fe en la creación7.—Esta fórmula viene a sintetizar los conocimientos obtenidos por la exégesis mediante la investigación histórico-crítica de la época en que surgieron los distintos libros, tradiciones y fuentes escritas del antiguo testa-mento. El inicio (en el orden actual) del antiguo testamento, es decir, el relato de la creación que hace el escrito sacerdotal, es una reflexión tardía y sistematizadora que se inspira en la experiencia soteriológica de los israelitas, y sólo bastante más tarde pasó a ser la introducción a otros textos notablemente más antiguos. La fe israelita no comienza en modo alguno con la reflexión sobre el poder creador de Dios, para describir después su dominio en el mundo y en la humanidad creados por él. Ocurre exactamente a la inversa, como lo demuestra la comparación de todos los textos afines y de su cronología: Yahvé, el salvador, que saca a Israel de la esclavitud de Egipto, que promete una descendencia que ayuda a superar las carencias durante el período del desierto, que conduce a Israel a una tierra fértil, que presta ayuda contra las tribus y pueblos enemigos, sólo puede hacer todo esto porque es el Señor de todo, porque de él dependen todos y cada uno de los seres. Este conocimiento se concretó sobre todo en la dolorosa ex-

6. Cf. para una primera orientación W.H Schmidt, Alttestamentlicher Glaube in seiner Geschichte, Neukirchen-V1uyn, 21975, 170-180; C. Westermann, Theologie des Alten Testaments in Grundzügen, Göttingen 1978, 72-101.

7. Cf. P. de Haes, Die Schöpfung als Heilsmysterium. Erforschung der Quellen, Mainz 1964.

periencia del exilio. Lejos de la patria y del templo, «junto a los ríos de Babilonia», Yahvé sigue estando cerca. No es un mero dios tribal o local, es el Dios de todos los dioses, ya que es el hacedor poderoso de todo.

La experiencia del Dios salvador se amplía, pues, en la reflexión (impulsada históricamente) sobre la confesión del Dios creador: Dios es nuestro auxiliador porque es el creador poderoso. La fe en la creación como función de la fe salvífica: esta relación se extiende hasta los escritos tardíos del antiguo testamento, como veremos en el ejemplo del segundo libro de los Macabeos: la confesión del creador poderoso como motivo de confianza en el Salvador.

Examinemos brevemente algunos testimonios relevantes de este «proceso de conocimiento».

2. Textos ejemplares. —Ordenando los textos del antiguo testamento por el tiempo de su aparición8, llama la atención que las afirmaciones preexílicas sobre el creador sean tan raras.

«Cuando el Señor Dios (Yahvé Elohim) hizo la tierra y el cielo, no había aún matorrales en la tierra, ni brotaba la hierba en el campo, porque el Señor Dios no había enviado lluvia a la tierra, ni había hombre que cultivase el campo». Aparte de esta introducción a la historia del pecado original (Gén 2,4b-25), que suele denominarse «segundo relato de la creación», y que pertenece a la obra histórica del «yahvista», sólo se conservan unas breves «citas» de esta primera época. En el marco de las historias de los patriarcas, en la tradición del encuentro de Abrahán con Melquisedec, el «sacerdote del Dios altísimo», se ensalza a este «Dios altísimo» (El Elion), en dos ocasiones, con bendiciones y juramentos, como «creador del cielo y de la tierra» (Gén 14, 19 y 22). El libro del profeta Amós, aparecido alrededor de 720, contiene una bella invocación de gran fuerza poética: «El creó las Pléyades y el Orión; él transforma la tinieblas en claro amanecer, él hace oscurecer el día en noche, él llama a las aguas del mar y las derrama sobre la faz de la tierra –Yahvé es su nombre» (Am 5, 8). Sin embargo, hay razones de peso para considerar este texto como una adición tardía, como «doxología litúrgica... que debe interpretarse como el eco de la comunidad a las palabras conminatorias de Amós escuchadas en la lectura asamblearia del libro del profeta»9.

Más numerosos y extensos son los testimonios literarios de la fe israelita en la creación durante la época del destierro babilónico (587-

8. Cf. C. Kuhl, Die Entstehung des Alten Testaments, München 1953, 387-390 (Zeittafel. Übersicht über den zeitlichen Ansatz der alttestamentlichen Literatur).

9. A. Weiser, Amos (ATD 24), 41963, 164.

538 a.C.), una época de polémica con cultos extranjeros, de lucha por la supervivencia política y religiosa. Cuando el reino septentrional de Samaria estaba destruido de tiempo atrás, y era inminente el «ocaso» de Jerusalén, Jeremías reivindica en forma incisiva la superioridad de Yahvé sobre las potencias extranjeras atacantes y sobre sus dioses:

«Así dice el Señor...
Sus ídolos son sólo leña que se corta del bosque,
obra de la mano del artífice
que lo trabaja con la gubia.
Lo adorna con plata y oro,
lo sujeta con clavos y martillo para que no vacile.
Son como espantapájaros de melonar.
No saben hablar;
hay que transportarlos porque no andan.
No los temáis...
El Señor es realmente Dios,
Dios vivo y Rey eterno.
Ante su ira tiembla la tierra...
El creó la tierra con su poder,
asentó el orbe con su maestría,
desplegó el cielo con su habilidad.
Cuando él truena, retumban las aguas del cielo,
hace subir las nubes desde el horizonte;
produce el relámpago y la lluvia,
y saca los vientos de sus silos...
Pues él es el creador de todo,
Israel es la tribu de su propiedad.
Su nombre es Señor de los ejércitos
[Yahve Zebaoth, Kyrios Pantokrator]»
(Jer 10, 2-16)

Las atrayentes y espléndidas imágenes de los dioses paganos son, en definitiva, «espantapájaros» inertes –dice Jeremías. Solo Yahvé es un Dios vivo, indefectible, pues él es el Creador y Señor de todo. Sólo a él se puede acudir para evitar la ruina inminente. Este argumento no sólo resiste el aparente mentís por las catástrofes que se producen, sino que el fuego del castigo purifica la fe en Yahvé, el creador, y le presta un nuevo rango.

En efecto, después de la destrucción del templo, de la aniquilación de la dinastía davídica y de la expulsión de la patria, la esperanza de supervivencia, de una nueva salvación y bienestar se afirma, con más fuerza que en el pasado, en la confesión del poder creador de Dios. «En todo caso, la frecuencia de las afirmaciones sobre la creación en esta época no obedece únicamente a la influencia de la religión babilónica, sino que nace de una necesidad objetiva en Israel mismo»10: la necesidad de conciliar las terribles humillaciones de Israel, la cruel lección histórica que le imparten los vecinos «paganos», con la firme creencia en la grandeza única de Yahvé. El profeta Isaías II fundamenta así, en el destierro babilónico, su proclama partiendo aún más explícitamente de la fe en la creación:

«¿Quién ha medido a puñados el mar?
¿Quién puede medir a palmos el cielo?
¿Quién mide a cuartillos el polvo de la tierra?
¿Quién pesa los montes con una balanza
y en la báscula las colinas?
¿Quién determina el espíritu del Señor?
¿Quién puede ser su consejero y le puede instruir?...
¿A quién queréis compararme?
¿A quién voy a semejarme? –dice el Santo–.
Alzad los ojos a lo alto y ved:
¿Quién creó las estrellas?...
Israel, ¿por qué dices:
<Mi suerte está oculta al Señor,
mi Dios ignora mi causa>?
¿No lo sabes, no lo has oído?
El Señor es un Dios eterno,
que creó los confines del orbe.
No se cansa, no se fatiga,
es insondable su inteligencia.
El da fuerza al débil fatigado,
acrecienta el vigor del débil.
Se cansan los jóvenes, se fatigan,
los jóvenes tropiezan y vacilan;
pero los que confían en el Señor
renuevan sus fuerzas,
echan alas como las águilas.
Corren sin cansarse,
marchan sin fatigarse»

(Is 40, 12-31; algo similar en 43,1; 45, 7.14-22; 54, 4 s y passim)

Isaías II (Is 40-55) enmarca las afirmaciones sobre la creación en un gran cuadro teológico, y en él aparece con la máxima claridad la idea de salvación histórica: «La obra creadora general de Dios permite

10. W.H. Schmidt, Alttestamentlicher Glaube in seiner Geschichte, 175.

inferir una voluntad de amor especial, selectiva: Israel, el pueblo de Yahvé. Las afirmaciones <Yahvé creó a Israel> y <Yahvé eligió a Israel> son equivalentes... Es una única obra de Yahvé, la del comienzo y la de la historia anterior que prosigue hoy y proseguirá en el futuro: la historia global de la acción salvífica divina» 11

El libro de Job refleja a su modo esta certeza forjada de nuevo en la prueba de fuego del sufrimiento del pueblo de Israel: Job, destrozado y abatido por su destino personal, opone a la idea de retribución de su amigo Bildad la visión de la impotencia del hombre y el poder creador soberano de Dios (Job 9, 1-35; cf. 28, 20-28). También el libro tardío de Jesús Sirac, redactado alrededor del año 200 y traducido al griego alrededor de 130, señala el nexo entre el poder creador de Dios y la confianza razonable de los hombres: siendo él creador, nos conoce perfectamente, siendo el poderoso, tiene que ayudarnos, y lo hará (cf. Eclo 18, 1-14). Los salmos mantienen viva esta conciencia para los orantes, alaban al Creador y dan gracias al Salvador por su poderosa ayuda (cf. Sal 19; 33; 74; 89; 98; 103; 114; 136; 146; 147; 148).

3. Dos testimonios tardíos diferentes. —La relevancia existencial de la fe bíblica en la creación se manifiesta también en la «fase final» del antiguo testamento, dentro de un clímax impresionante, en el segundo libro de los Macabeos, que fue redactado alrededor del año 100 a.C. Los judíos se defendieron desesperadamente y, al parecer, sin posibilidades de éxito contra una helenización radical, que les fue impuesta por el brutal seléucida Antíoco IV (175-164). El personaje más conocido de esta lucha, además de Judas Macabeo, es la madre que sufre el martirio con sus siete hijos a causa de la fe judía (2 Mac 7). Cuando sus hijos han sido ejecutados uno tras otro y sólo falta el más pequeño, al que el rey intenta persuadir con halagos y amenazas a renegar de su fe, el texto reseña: «Ella se inclinó hacia él, y riéndose del cruel tirano, habló así en su idioma: Hijo mío, ten piedad de mí, que te llevé nueve meses en mi seno, te amamanté y crié tres años y te he alimentado hasta que te has hecho un joven. Hijo mío, te lo suplico, mira el cielo y la tierra, todo lo que existe y verás que Dios lo creó todo de la nada, y el mismo origen tiene el hombre. No temas a ese verdugo, no desmerezcas de tus hermanos y acepta la muerte. Así, por la misericordia de Dios, te recobraré junto con ellos». La reflexión sobre la creación había avanzado tanto en esta época que se habla ya aquí expresamente, por primera vez, de «creación desde la nada». Pero la finalidad de esta afirmación, el sentido de esta referencia

11. W. Kern, Die Schöpfung als Voraus-Setzung des Bundes im Alten Testament, en MySal II, 1967, 441-454, aquí 499 (ed. cast. Cristiandad, Madrid 1971).

al creador, es el estímulo al martirio. La fe en la creación ejerce una función decisiva en la práctica de la fe. La certeza de que existe un creador poderoso va implícita en la confesión martirial; el creador es el salvador esperado; la mirada puesta en él da fortaleza para sufrir el martirio.

En la época tardía de Israel se puede hablar también en un tono totalmente distinto sobre la creación y el creador, a un nivel intelectual y casi en una consideración propia de la filosofía de la religión, al estilo de una «demostración de la existencia de Dios»; así se advierte en el libro de la Sabiduría, aparecido en el último siglo antes de Cristo, cuando la influencia helenística se dejó sentir ampliamente en Palestina. Ya alrededor del año 250 había comenzado en Alejandría, el famoso centro de la ciencia helenística, la traducción de los escritos sagrados al griego con destino a los judíos grecohablantes de la diáspora, un trabajo que concluyó sustancialmente a mediados del siglo II a.C. (Los Setenta, sigla LXX). El «libro de la Sabiduría», el más tardío del antiguo testamento, redactado igualmente en la diáspora judía de Alejandría, fue escrito en griego, el idioma «moderno» de las personas cultas. El tiempo y el lugar marcan también el contenido. Este texto de estructura totalmente distinta, de tono filosófico, posee un encanto especial: «Eran naturalmente vanos todos los hombres que ignoraron a Dios. Tenían a la vista el mundo con su perfección y no fueron capaces de conocer al verdadero Ser. A la vista de las obras no reconocieron al artífice por las obras, y tomaron por dioses regidores del mundo al fuego, al viento, al aire leve, a las órbitas astrales, al agua impetuosa, o a las lumbreras celestes. Si los consideraron como dioses, deslumbrados por su belleza, habrían tenido que reconocer también, con mucha más razón, al que es su dueño, ya que los creó el autor de la belleza. Y si admiraron su poder y su fuerza, habrían tenido que reconocer también cuánto más poderoso es aquel que los creó; pues por la grandeza y hermosura de la creación se puede des-cubrir a su creador. Con todo, ellos no se merecen tanto reproche. Quizá buscan a Dios y quieren encontrarlo, pero andan extraviados. Se detienen explorando sus obras y se dejan engañar por las apariencias, porque es bello lo que ven. Pero ni siquiera a éstos se puede exculpar: si fueron capaces de investigar el mundo con su inteligencia, ¿por qué no encontraron al Señor del mundo?» (Sab 13, 1-9). En los textos clásicos de la fe israelita en la creación, el pensamiento se orienta siempre desde Dios al hombre. El hecho de que Yahvé sea, sobre todo, creador fue el argumento definitivo para poner toda la confianza en él en situaciones límite. Aquí aparece un camino inverso: la belleza de las cosas es la huella de Dios, el fulgor de la creación se convierte en la llave que abre un acceso a Dios, el hacedor poderoso. El justificado asombro ante la creación no es ninguna excusa para perderse en las cosas e ignorar a Dios. Pero la fascinación es notable: quizá buscan realmente a Dios y se equivocan por la belleza de lo que ven.

Aparte este texto, que resulta más afín a nuestro pensamiento «demostrativo», al menos en la estructura de la argumentación, no se puede evitar la impresión de que en todos los textos citados se habla de la creación circunstancialmente y apenas de modo explícito.

Pero justamente eso es lo importante, lo que había que señalar expresa y fundamentalmente: la fe en la creación nació de la experiencia soteriológica de Israel, es un aspecto de la historia de la salvación.

Por eso la teología bíblica de la creación y, con ella, la fe cristiana en la creación, no tiene su raíz en un análisis «objetivo», cuasi cien-tífico o experimental del mundo y de sus estructuras, sino en la existencia del hombre, en la experiencia de la miseria y la salvación, de la desgracia y la salud, de la muerte y de la vida.

La relación personal con Dios así ganada se va ampliando hasta incluir al cosmos. Este es ahora el entorno que Dios brinda al hombre. Utilizando los conceptos de lo «cosmocéntrico» y lo «antropocéntrico», aunque procedan de otra época, se podría decir que la fe en la creación es de origen antropocéntrico. La creación es el presupuesto, reconocido posteriormente, de la salvación experimentada, y es su fundamentación y reforzamiento a posteriori. La teología de la creación es, pues, también teología, interpretación de una experiencia de fe y no simplemente un fragmento de filosofía de la naturaleza o un sucedáneo de la ciencia natural.

Es cierto que en este marco aparece la reflexión investigadora sobre el orden interno de la creación, como en la obra de los seis días del relato sacerdotal (Gén 1), o la reflexión sobre el carácter referencial de la creación, sobre la «revelación natural» de Dios en sus obras, como en el capítulo 13 del libro de la Sabiduría. Pero esta elaboración conceptual de la experiencia cósmica en el proceso de la fe de Israel es algo secundario.

La teología de la creación versa también, en última instancia y fundamentalmente, sobre las relaciones entre Dios y el hombre. Ahora bien, la inclusión e integración del mundo como creación de Dios en estas relaciones, es decir, en la alianza de Dios con el hombre, es una peculiaridad de la fe judía y cristiana cuya profundidad y alcance han pasado inadvertidos por mucho tiempo y que aún no se han elaborado en medida suficiente.

b) Los relatos de la creación del Génesis

El conocimiento corriente de la doctrina bíblica de la creación se basa, probablemente, en los relatos de la creación del Génesis en mayor medida que en los textos que hemos mencionado hasta ahora12: «En el principio Dios creó el cielo y la tierra», la primera frase del antiguo testamento actual, es en realidad la frase básica, de una fuerza y expresividad incomparable. Es, al mismo tiempo, el comienzo del denominado «escrito sacerdotal», una exposición sintética de la tradición israelita, aparecida durante el exilio y posteriormente, en lo sustancial durante el siglo VI, que comienza con un relato sobre los orígenes.

Más de trescientos años anterior es el relato (más breve) de la obra histórica yahvista, cuya frase introductoria hemos citado antes y que ocupa ahora un segundo lugar en la Biblia (Gén 2, 4b-25). Ambos relatos se mueven, obviamente, en el marco de la cosmovisión antigua (desfasada), con la idea de un inframundo oculto, un disco terráqueo en reposo y un firmamento extendido sobre él.

1. Diversos tiempos y enfoques. —Comparando ambos «relatos de la creación», se constata, no obstante, que utilizan formas expositivas muy diversas, y el primero (posterior) no se limita en modo alguno a llenar las lagunas que dejó el segundo (anterior). El enfoque, la realización y los detalles implican dos «retrospectivas» independientes, dos evocaciones que hace el Israel creyente del comienzo del mundo y de la historia con muy diverso colorido13: la exposición más reciente (Gén 1) es más didáctica, alcanza un mayor grado de abstracción y posee una sorprendente profundidad teológica gracias, en parte, al principio literario formal, que es el esquema de los días de la semana; el texto más antiguo (Gén 2 s) narra, en cambio, más concretamente, más intuitivamente, pero en modo alguno se queda en la superficie: un examen atento descubre que también aquí se eligen las palabras intencionadamente y están cargadas de contenido teológico. La exégesis moderna ha averiguado que detrás del modo narrativo simple y aparentemente ingenuo del yahvista se oculta un importante teólogo con su concepto de teología de la historia muy elaborado. Pero su preocupación en el relato de la creación se centra en una sección del gran «cuadro» que posteriormente esboza la tradición sacerdotal.

12. Para detalles cf. sobre todo C. Westermann, Genesis (1-11) (BKAT 1/1) '1983.
13. Cf. H. Gross, Theologische Exegese von Genesis 1-3, en MySal 11, 1967, 422 (ed. cast, citada).

«Gén 1 describe el nacimiento del cosmos desde la perspectiva de los habitantes del mar; el relato se desenvuelve paso a paso; primero mediante separaciones, después mediante ornamentaciones, nace gradualmente el cosmos. Es el camino desde el caos total, que aparece como una masa de agua absolutamente desordenada, hasta el cosmos perfecto, conformado en sentido armónico y teológico. Se puede comparar este proceso desde el caos hasta el cosmos con la ascensión de una pirámide en cuya cúspide está el hombre. El séptimo día, el día de la terminación, la mirada del relator asciende al fin hasta el descanso sabático de Dios, y también ella descansa.

Si el hombre, como criatura preeminente, se halla según Gén 1 en la cima del orden cósmico, según Gén 2 se encuentra en el punto central del círculo de la exposición, en torno al cual se agrupan todas las criaturas. A diferencia de Gén 1, la posición de salida del relator es aquí la estepa seca y árida carente de vegetación por falta de agua. Cuando esta carencia se supera por el brote del agua subterránea, la primera criatura en aparecer es el hombre. En torno a él se crea el mundo vegetal con el jardín del paraíso; después, el mundo animal (pero sólo los animales terrestres), hasta que el relato alcanza su meta en la creación de la mujer y en la referencia a la comunidad conyugal» 14.

2. El enunciado teológico.—No entro aquí a señalar los numerosos detalles interesantes que la exégesis pone de relieve ni a precisar las evidentes relaciones y diferencias sustanciales respecto a los mitos veteroorientales de la creación15. Me parece más importante abordar brevemente la verdadera consecuencia que se deriva de las peculiaridades de los relatos israelitas de la creación, y la notable diferencia existente entre los elementos narrativos, descriptivos y estructurales de las dos tradiciones teológicas. Ya el hecho de que la tradición de Israel legase, como patrimonio sagrado, en la composición del Pentateuco, ambas formas con sus detalles no armonizables, impone la conclusión de que no se trata de la forma de una descripción, sino de un enunciado teológico en un documento teológico. No se trata de saber cómo surgieron el mundo y el hombre (eso es una forma de exposición literaria), sino de afirmar que Dios es el autor y fundador de todo (tal es la certeza de fe que el texto subraya) y lo que esto significa para nuestra propia identidad, para nuestras relaciones en el mundo y, sobre todo, para nuestras relaciones con Dios. Esa «regla

14. Ibid, 424.
15. Cf. V. Notter, Biblischer Schöpfungsbericht und ägyptische Schöpfungsmythen, Stuttgart 1974; Die Schöpfungsmythen. Ägypter, Sumerer, Hurriter, Hethiter, Kanaaniter und Israeliten,
Darmstadt 1977.

empírica» —un tanto simplificada, sin duda— para la interpretación ayuda a evitar muchas problemáticas y controversias (del pasado) inadecuadas y totalmente superfluas.

El enunciado teológico decisivo de estos relatos es la idea de que Dios, el Señor, es el hacedor del hombre y de su mundo, que los llama a la existencia y los mantiene permanentemente en ella.

Dios es el sujeto que actúa de modo soberano. Así se desprende, sobre todo, de la utilización de un verbo, bara, para designar exclusivamente el acto creador divino (algo que sólo se da en la lengua hebrea). Este verbo es el «soporte para expresar una actividad incomparable, creadora, exclusiva de Dios, que apenas cabe sobreinterpretar en su contenido»16

La obra de Dios no es fruto del azar, según estos relatos, sino que recibe de la palabra y del espíritu de Dios la existencia y la figura, el orden, la dirección y también una «ordenación» al hombre. En efecto, la fe de Israel es tan audaz que llega a afirmar que esta ordenación del hombre a su mundo y la coordinación de este espacio vital vienen a expresar la providencia de Dios.

Esta providencia de Dios, que abre, en tanto que «amistad» entre Dios y el hombre, el verdadero «espacio para la vida», cobra su concreción decisiva en la finalidad constitutiva, en la referencia existencial recíproca del hombre y la mujer.

Y aunque el relato bíblico primitivo describe con viveza la irrupción del mal en la obra de Dios (Gén 3) y su avance impetuoso en la historia ulterior, el comentario a la acción de Dios es la reiterada afirmación de que todo es muy bueno.

Para un hombre de nuestros días, que se siente como una diminuta partícula perdida en un universo inconcebiblemente gigantesco y se ve abrumado en su impotencia ante los males de este tiempo, esa fe bíblica en la creación es una verdadera provocación: ¿el hombre es el centro de la creación y todo es muy bueno? Tendremos que volver sobre este punto.

c) El hombre como «arcilla animada»

1. Procurador de Dios. —El lenguaje de Israel sobre el Dios creador no supone sólo una determinada concepción de Dios, sino también una imagen específica del hombre. Esto aparece expresado de modo insuperable en Gén 2, 7, ese versículo (del relato yahvista) que Gerhard von Rad llamó locus classicus de la antropología veterotestamentaria17. Dios

16. H. Gross, Theologische Exegese von Genesis 1-3, 429.
17. Cf.
G. von Rad, El libro del Génesis, Salamanca 21987, 92.

forma al adam, al hombre, de la adamah, la arcilla. Con el empleo de estos dos términos hebreos se expresa con especial rigor la definición fundamental del hombre como criatura con su espacio vital. La arcilla, en efecto, es el suelo nutricio para todas las plantas (Gén 2, 15); pero es sobre todo el material básico de los animales (Gén 2, 19) y del hombre, que se halla de ese modo en una cierta «comunidad natural»18 con todas las criaturas, pero segregado a la vez claramente de ellas: somos «un trozo» de arcilla que Dios mismo amasó de modo singular para convertirlo en el hombre con cuerpo y vida: el soplo de «aliento vital» divino hace de la adamah moldeada el adam, el fruto de la tierra, de la arcilla, esta unidad viva de «materia y espíritu» personificada e individualizada. La relación creatural del hombre con Dios aparece subrayada con esta imagen elocuente. La imagen se refiere a una función especial del hombre en el mundo: subordinado a la voluntad de Dios (Gén 2, 16 s), debe «cuidar» de la obra de Dios en su nombre, debe ser el procurador de Dios en su creación, representante e «imagen de Dios» (Gén 1, 26-31). También el hombre es simple criatura. «Es cierto, pues, que por un lado está Dios y por el otro todo lo demás. Pero justamente porque esta distinción permanece en vigor, otra distinción transversal adquiere todo su significado: Dios y el hombre están a un lado, frente a todo lo demás»19. El hombre pasa revista e impone el nombre a los otros seres vivientes. El debe cultivar y proteger la tierra labrantía (Gén 2, 15; 1, 26 s), es decir, «conservando la naturaleza... transformarla en cultura»20. Pero esta gran posibilidad, para el hombre, de acreditarse y actuar responsablemente, conforme a la intencion de Dios creador, implica el peligro de abusar de las facultades y de la libertad recibidas en perjuicio de la creación y de sí mismo, como sugiere el relato yahvista de la caída en pecado en Gén 3. La antropología del relato más antiguo sobre la creación refleja ya, de ese modo, los problemas fundamentales de la relación entre el hombre y el mundo.

La reflexión posterior, asumiendo y ampliando las indicaciones bíblicas, consideró que la función especial del hombre en la creación de Dios consistía en ser expresión consciente de toda la realidad jerarquizada y reconducirla a su origen, reconociendo éste en actitud de alabanza y acción de gracias. «El sentido de toda existencia creatural, que es el honor y la gloria de Dios, debe encontrar en el hombre, más allá de la realización puramente objetiva, su realización existencial»21.

18. A. Ganoczy, Theologie der Natur, Einsiedeln 1982, 37.
19.
H. Renckens,
Urgeschichte und Heilsgeschichte. Israels Schau in die Vergangenheit nach Gen 1-3, Mainz '1961, 95.
20. A.
Ganoczy, Theologie der Natur, 42.
21. O.
Semmelroth, Die Welt als Schöpfung. Zwischen Glauben und Naturwissenschaft, Frankfurt 1962, 94.

Tomás de Aquino, por ejemplo, describe al hombre como el centro del cosmos material y espiritual, como una síntesis donde la creación encuentra su punto culminante, porque la estructura jerárquica de la realidad está ordenada al conocimiento en el hombre22. El hombre compendia y resume, en efecto, la complejidad inorgánica, la vitalidad vegetativa y la sensibilidad altamente desarrollada en la reflexividad espiritual, en la búsqueda interrogativa del fundamento y del sentido de la totalidad, en el movimiento cognitivo y amoroso de la fe.

2. Interlocutor. —El presupuesto interno y externo para la comunicación amorosa de Dios es, pues, en la perspectiva de la fe bíblica en la creación, el hecho de que él mismo dispuso y estructuró al mundo y al hombre de forma que pueda perseguirse y realizarse esta alianza: ser hombre se basa en la relación amorosa con Dios; el hombre está definido esencialmente por esta posibilidad de una alianza de amor facilitada por Dios mismo. Esta visión fundamental cristaliza en dos importantes pasajes de los relatos de la creación (Gén 2, 18 y Gén 1, 26 s) que vamos a examinar brevemente.

«El señor Dios se dijo: <No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle el auxiliar que le corresponde> (Gén 2, 18). El texto hebreo dice literalmente «un auxiliar que sea su colega». Este colega, su ayuda vital y existencial, no son los animales, sino la mujer formada de su costilla, es decir, formada de la misma materia, la carne de su carne, con la que el varón se hace «una sola carne» (Gén 2, 24). El primer relato de la creación viene a decir, pues, que el adam sólo adquiere su propia identidad en este colega, en esta compañía. Ser hombre es radicalmente estar referido al interlocutor; el ser humano existe únicamente en esta bi-unidad peculiar.

El relato sacerdotal da un paso más en la descripción de la doble sexualidad del ser humano: «Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza... Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó...y los bendijo Dios y les dijo: Creced, multiplicaos, llenad la tierra...» (Gén 1, 26-28).

Claus Westermann ha señalado en su comentario al Génesis, reseñando las investigaciones sobre este pasaje, que «la expresión <imagen y semejanza> de Dios no se refiere a una parte del ser humano, a algo corporal o espiritual, sino a todo el hombre...Dios hizo una criatura capaz de responderle, al que él puede hablar y que le puede escuchar»23. El texto describe al hombre como un ser comunitario,

22. «Ultimus igitur finis generationis est anima humana, et in hanc tendit materia sicut in ultiman formara. Sunt ergo elementa propter corpora mixta; haec vero propter viventia; in quibus plantae sunt propter animalia; animalia vero propter hominem. Horno igitur est finis totius generationis» (Scg III 22).
23. C. Westermann,
Genesis (1-11) (BKAT 1/1), 1983, 208, 217.

como alguien que existe sólo «en compañía». Esto no significa, obviamente, que un hombre solo o una mujer sola no sean seres humanos; el ser humano solitario sigue siendo en su «soledad» un hombre integral (en su constitución físico-espiritual); pero sí afirma que el hombre creado «a dúo» está destinado fundamentalmente a la comunidad. Lo verdaderamente llamativo en este texto es la conexión directa que establece entre el doble sexo y la relación con Dios, entre la pareja sexual y la pareja divino-humana: el hecho de que el ser humano haya sido creado como pareja, como varón y mujer, posibilita la relación de diálogo (y la comunidad) de Dios con nosotros.

 

d) Precisión neotestamentaria: creación y «Palabra divina»24

La vía del conocimiento de fe discurre en el nuevo testamento por cauces similares a los del antiguo testamento: la experiencia de salud, de salvación en Jesucristo se amplía y abarca toda la creación; incluso la salvación y consumación del mundo aparece como el cumplimiento de la promesa hecha ya en el comienzo. Pues la palabra que se hace carne para brindar a todos los hombres luz y vida es la Palabra divina que está desde el principio en Dios, mediante la cual todo fue hecho y sin la cual nada alcanza la existencia, como dice el prólogo del evangelio de Juan.

1. El hombre definitivo (1 Cor 15, 45). —Toda la experiencia veterotestamentaria de Dios se halla concentrada en la conciencia y en la predicación de Jesús, como hemos indicado. El «sermón de la montaña», describe cómo el Dios creador, que gracias a su poder alimenta a las aves del cielo y adorna los lirios del campo, demuestra su providencia amorosa para con sus hijos: «No andaréis preocupa-dos... Vuestro Padre del cielo sabe que necesitáis todo eso...» (Mt 6, 31 s). Jesús se presenta, además, como el intérprete auténtico de la voluntad de Dios y reivindica el orden «originario» del creador frente a sus versiones deformadas, como ocurre en la polémica con los fariseos en torno al precepto sabático (cf. Mc 2, 23-28; Mt 12, 1-8; Lc 6, 1-5). Jesús advierte enérgicamente que el sábado es para el hombre y no a la inversa. Con ello quiere «restablecer el antiguo y originario orden de la creación establecido al comienzo de la historia, según el cual el séptimo día, dedicado a honrar al Creador, debe ser a la vez el día de bendición para la criatura»25. Jesús dedica toda su vida a

24. Cf. para lo que sigue A. Ganoczy, Schöpfungslehre (Leitfaden Theologie 10), Düsseldorf 1983, 59-84 (Das Zeugnis des Neuen Testaments).
25. Ibid, 64.

proclamar que Dios mismo es la bendición definitiva para la criatura, que salva lo perdido y cura lo que está enfermo. En este proceso de curación iniciado por el médico divino (cf. Mc 2, 17; Lc 5, 31 s), la superación del poder de la muerte en virtud de la muerte y resurrección de Jesús es un punto decisivo, como sabemos (y analizaremos concretamente en el apartado segundo). Los seguidores de Jesús saben así que él refleja la «imagen originaria» del hombre en el mundo. Ya Pablo establece esta relación: por la desobediencia de un hombre entró la «muerte» en la creación, y por la obediencia de otro hombre se ha logrado «la justicia y la vida» (Rom 5). Y por eso llama a Jesucristo, con razón, el «último Adán», el hombre auténtico y definitivo; Dios alcanzó con él la meta de su creación, ya que, de regreso a la comunión bienaventurada con el Padre, Cristo se ha convertido en «espíritu vivificador» para todos los demás (1 Cor 15, 45-50). Jesús consumado y elevado representa el punto culminante de toda la creación. Pablo habla a este respecto de una «nueva creación» del hombre y del mundo. «Por consiguiente, cuando alguien está en Cristo, es una nueva creación, lo antiguo ha pasado y se ha renovado» (2 Cor 5, 17; algo similar en Gál 6, 15; Ef 4, 24)26. Este proceso de «nueva creación» comienza concreta e individualmente con la inserción en su «cuerpo», que es la Iglesia, mediante el bautismo (cf. Rom 6; Gál 3, 27). La creación renovada se consumará, en fin, una vez que todos hayan seguido el destino del «primero de los durmientes» (1 Cor 15, 20; cf. 1 Cor 15, 23-28). En efecto, con la «renovación de los hijos», todo el resto de la creación alcanzará su meta. Así resume Pablo en la Carta a los romanos su «cristología de la creación»: «Estoy convencido de que los sufrimientos del tiempo presente no significan nada en comparación con la gloria que va a reflejarse revelada en nosotros. Pues toda la creación aguarda impaciente a que se revele lo que es ser hijos de Dios... También la creación debe liberarse de la esclavitud y la caducidad para alcanzar la libertad y la gloria de los hijos de Dios. Porque sabemos que toda la creación está suspirando y sufre dolores de parto hasta hoy. Es más: aunque nosotros tengamos las primicias del Espíritu, suspiramos también en nuestro corazón y aguardamos nuestra manifestación como hijos con el rescate de nuestro ser. Pues nosotros estamos salvados, pero sólo en esperanza» (Rom 8, 18-24).

Esta esperanza basada en Jesucristo permite, pues, mirar la creación con ojos nuevos: «Nuestra esperanza presupone la fe en el mundo como creación de Dios. Y nuestra fe en la creación alcanza su meta

26. Cf. R. Schnackenburg, Der neue Mensch - Mitte christlichen Weltverständnisses (Kol 3, 9-11), en J. B. Metz (ed.), Weltverständnis im Glauben, Mainz 1965, 184-202.

con la esperanza en el cielo nuevo y la tierra nueva. La esperanza y la fe en la creación se correlacionan inseparablemente como dos caras de la misma moneda. Por eso nuestra esperanza implica la disposición a reconocer sin cinismo o sin ingenuidad de mala ley que este mundo nuestro, hostil y desgarrado, puede ser la ocasión oculta para la acción de gracias y para la alegría, por ser creación de Dios. Nuestra esperanza implica la capacidad de afirmar y la disposición a celebrar y alabar... pese a lo mucho que hay de reprobable y que en modo alguno es bueno en su figura actual. La disposición positiva ante el mundo, implícita en nuestra esperanza, por estar sustentada por la fe en la creación, no significa en modo alguno una afirmación indiscriminada del orden establecido; no supone el encubrimiento religioso de las injusticias que reinan en nuestro tiempo y que anulan a menudo esa bondad de la creación que nos mueve al gozo y la gratitud. Quizá nos sensibiliza más para los males de la creación, para el suspiro de las criaturas, y esta capacidad afirmativa de nuestra esperanza no puede permanecer en nosotros si olvidamos que también la vida de los otros es digna de aceptación y puede ser a su vez fuente de gratitud y de alegría»27.

27. UnsereHoffnung, 17, en Synode I, 1976, 97 s.

2. Todo fue creado por su medio. —La idea de que toda la creación culmina en Jesús consumado y elevado fue muy pronto tema de reflexión cristiana en sus presupuestos e implicaciones: si todo se perfecciona en Jesús, él será el modelo originario, y la «palabra» del creador que llama a sus criaturas a la existencia (en la redacción sacerdotal del relato de la creación) no es otra que aquella palabra que entró en la historia con la venida de Jesús. El «plan» de Dios, del Padre, era «realizar la plenitud de los tiempos, unificarlo todo en Cristo, lo celeste y lo terrestre» (Ef 1, 10). Para los cristianos del siglo I, la Palabra de .Dios humanada constituía el centro de todo, como atestigua y celebra.el himno a Cristo de la Carta a los colosenses en un grandioso esquema que contempla conjuntamente la creación y la salvación «en el Hijo»:

«Dad gracias con alegría al Padre...
El nos sacó del dominio de las tinieblas
y nos acogió en el reino de su Hijo querido.
Por su medio obtenemos la redención,
el perdón de los pecados.
Este es imagen de Dios invisible,
el primogénito de toda la creación.
Pues por su medio se creó el universo
celeste y terrestre,
lo visible y lo invisible,
tronos y dominaciones, principados y potestades;
todo fue creado por medio de él y para él.
El es antes que todo
y el universo tiene en él su consistencia.
El es la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia.
El es el origen,
el primero en nacer de la muerte,
para tener en todo la primacía,
pues Dios, la plenitud total,
quiso habitar en él,
para por su medio reconciliar consigo el universo,
lo terrestre y lo celeste,
después de hacer la paz
con su sangre derramada en la cruz» (Col 1, 12-20)

Este tono cristológico de la idea de creación, que se advierte en diversos credos y cánticos e himnos del cristianismo primitivo (cf. 1 Cor 8, 6; Flp 2, 6; Ef 1, 4; Heb 1, 2 s), y que asoma también muy espontáneamente en la descripción del bautismo de Jesús, donde intervienen de nuevo los poderes primigenios del comienzo (el espíritu sobre las aguas y la palabra del Padre), pasa a ser en el himno al Logos del prólogo juánico una referencia expresa y directa al comienzo del Génesis: «Al principio...» (cuando Dios creó el cielo y la tierra) la Palabra estaba con Dios, y no es sino el Logos humanizado en Jesús, que hizo su morada entre nosotros.

Estas perspectivas bíblicas han movilizado el pensamiento cristiano en todos los tiempos. ¿Cómo concebir la vida desbordante de Dios –que presenta, como amor insuperable, rasgos de suprema «necesidad» y que, en tanto que amor, es al mismo tiempo el acto supremo de libertad– si la creación emerge de él como lo otro que Dios, como lo no divino, basado en la Palabra y animado mediante el Espíritu? «La acción del Dios trino» 28 marca y configura toda su obra creadora. Herman Schell, por ejemplo, el apologista de Wurzburgo de finales de siglo, infirió de aquí la posibilidad de considerar el proceso de una creación evolutiva como el signo originario del Dios trino. Y también la fascinación ejercida por la visión de una «cristogénesis» cósmica, en la línea de Teilhard de Chardin, se nutre, en el fondo, del vigor

28. Das Wirken des dreieinigen Gottes (La actividad del Dios trino), Mainz 1885, fue el título de la disertación doctoral de Herman Schell.

original de esta cristología neotestamentaria de la creación. Volveremos sobre este punto.

3. Aclaraciones en la historia de la tradición

De toda la variada historia sobre la fe en la creación voy a destacar dos aspectos que estimo de especial relevancia para la mentalidad actual: la larga polémica con el pensamiento «dualista» y el conocimiento «analógico» en el lenguaje sobre el creador y la criatura.

a) La difícil refutación del pensamiento dualista

Que el mundo deja mucho que desear en muchos aspectos es una experiencia humana general y una queja que fue muy pronto objeto de reflexión e interpretación, sobre todo en el área de la fe israelita, como lo prueba la obra histórica yahvista (Gén 3-11). El tema de la compatibilidad del mal con la fe en un Dios creador, bueno y poderoso, dentro de la concepción actual del mundo y del hombre, será abordado más adelante. El problema del «mal», de la maldad individual y colectiva, se plantea, en efecto, de un modo nuevo en cada época.

Nos limitamos aquí a evocar brevemente el enorme peligro que suponen para la fe cristiana en la creación aquellas interpretaciones del mundo que con su «dualismo» radical y la consiguiente disección total de la realidad destruyen la idea bíblica de Dios y del mundo. Dios es el creador de todas las cosas, «de lo celeste y lo terrestre, de lo visible y lo invisible», el origen único y exclusivo de lo creado... ¿De dónde viene entonces el mal? Ante la ambivalencia del mundo empírico, se ha tendido en todas las épocas a buscar una explicación plausible renunciando al principio fundamental de un Dios creador único y exclusivo. Si la belleza fascinante de las cosas va acompañada de una terrible vertiente oscura ¿no habrá que interpretar este hecho como expresión de una doble estructura radical de la realidad? Este fenómeno de una realidad ambivalente ¿no sugiere un doble origen, dos creaciones «mezcladas» en el tiempo y, por tanto, un dualismo absoluto? Habría, según esto, dos principios originales, una dualidad absoluta; la separación absoluta en un reino de la luz y un reino de las tinieblas sería el presupuesto de la creación del mundo. Esta idea emerge en la antigüedad, en diversos sistemas del gnosticismo que significaron una grave amenaza para el joven cristianismo. Actual-mente el término gnosis designa determinados movimientos religiosos de la antigüedad tardía, «sistemas de sabiduría» que intentaban alcanzar un conocimiento redentor y una «iluminación» con actos rituales y con reglas de espiritualidad práctica.

En una lucha secular y encarnizada, que en algunos aspectos resultó estimulante para la Iglesia, pero en otros le causó graves heridas y cicatrices permanentes y le inyectó una dosis de veneno de efecto retardado, el gnosticismo fue superado, pero sólo después de haber alcanzado el rango de una verdadera religión universal en la figura del maniqueísmo.

1. Maniqueísmo29

Manes (213-277), de noble estirpe persa, se presentó como el «último» de una larga serie de profetas enviados por Dios (Zaratustra, Buda y Jesús, entre otros) y como el Paráclito anunciado que confiere la perfección final a todo. Sus revelaciones y visiones se conservan sólo en fragmentos, generalmente dentro de contextos destinados a refutarlas. Nota característica de la doctrina gnóstica es un sincretismo explícito que pretende compendiar y superar en una verdad total todas las religiones anteriores. Es evidente que asimiló muchos elementos cristianos, tanto que algunos Padres de la Iglesia consideraron su doctrina como una herejía cristiana. Su «iglesia», dotada de una jerarquía bien delineada (jefe supremo, doce «apóstoles», veinticuatro obispos y trescientos sesenta sacerdotes), encontró su mayor difusión durante el siglo IV en toda el área mediterránea; durante el siglo VII realizó una labor misionera en Asia central y oriental y sobrevivió en diversos lugares a pesar de la persecución de que fue objeto hasta el siglo XIV.

El maniqueísmo defendió un dualismo radical: espíritu y materia, luz y tinieblas, constituyen los antagonismos inconciliables del bien y el mal. El mundo fáctico y los hombres reales son malos porque constituyen una mezcla anómala de estos principios contrapuestos. Por eso la salvación sólo puede llegar de una segregación absoluta de las dos «naturalezas» que en una época pasada estaban separadas y, tras la superación del tiempo intermedio actual, volverán a 'separarse en el futuro. En esta liberación del espíritu frente al mundo material se produce la plena «iluminación» y el pleno conocimiento de Dios.

De ahí que la abstinencia estricta y la renuncia radical fuesen rasgos peculiares de la ética maniquea, que ejerció una enorme influencia en medio del desenfreno moral de la Antigüedad tardía entre las personas más nobles e inquietas. Pero el contraste frontal entre esa ética severa y la fe judeo-cristiana en la creación aparece con evidencia analizando algunos testimonios de la controversia concreta.

2. Decisiones doctrinales de la Iglesia. —Las disposiciones del sínodo de Braga (Portugal, 561) contra los «priscilianistas» constituyen, entre otros documentos, un precipitado de la lucha eclesial contra el «maniqueísmo» (DS 455-463).

29. G. Widengren, Mani und der Manichäismus, Stuttgart 1961.

Prisciliano, un asceta del siglo IV, que fue temporalmente obispo de Avila, murió el año 385 ajusticiado por el emperador Maximino en Tréveris. El hecho de que casi doscientos años después continuara la controversia con las opiniones dualistas, maniqueas, de sus seguidores demuestra el arraigo que tuvo esta doctrina. La doctrina aparece como en un espejo, como en negativo, en las condenas de que la hizo objeto la asamblea de obispos reunida en Braga: el espíritu creado o alma humana, según la doctrina maniqueo-priscilianista no sólo es bueno, sino que es de la misma «sustancia divina»; pero está confinado en un cuerpo humano y lanzado a la tierra en castigo por un pecado primitivo (DS 455 y 456). El diabolos «surgió del caos y de las tinieblas y no tiene ningún hacedor, sino que es el principio y la sustancia misma del mal» (DS 457). «La creación de toda carne no es obra de Dios, sino de los ángeles malos... la formación del cuerpo humano es obra del demonio y la concepción en el seno materno se produce por las artes de los malos espíritus...» (DS 462 y 463).

«Por eso, el que no crea en la resurrección de la carne... el que condene el matrimonio humano y rehúse la procreación de hijos, como propugna la doctrina maniquea y prisciliana, sea excluido» (DS 462, 461, cf. NR 288-293); así intentan los obispos marcar una frontera.

Estas proposiciones dan a conocer, sin necesidad de largos comentarios, el enorme alcance de semejante dualismo de la creación para la actitud concreta ante la vida, para la valoración de las cosas y de la naturaleza, de la comida y la bebida y, sobre todo, para la actitud ante el cuerpo y el sexo. No se trata sólo de una teoría insuficiente sobre el origen del mundo o de una tesis superficial sobre el origen del mal en el mundo. Se trata de una escisión total del hombre y de su historia.

A principios del siglo XIII se produjeron en el mediodía de Francia ciertos movimientos en torno a la «pobreza», protagonizados por los albigenses y valdenses, que combatieron la riqueza, la mundanización y el poder de la Iglesia de su tiempo adoptando un estilo de vida sencillo y auténtico inspirado en la Biblia, y renovaron ciertas posiciones maniqueas fundamentales: Jesucristo no posee un cuerpo hu-mano real; los sacramentos y todas las acciones cultuales de naturaleza sensible son condenables, pues toda «materia» fue creada por Satanás de la nada y por eso la abstención de la materia es el principio moral supremo.

La justa rebelión contra el estado de decadencia de la Iglesia y contra su actitud abyecta frente al poder y los hombres indujo, en una radicalidad extrema, a adoptar la idea de una concepción «diabólica» de la creación. Y cuando el poderoso Inocencio III, el «soberano» del trono papal, defiende la fe cristiana en la creación, la verdad está de su parte a pesar de la violencia con que se procedió, durante su reinado, contra los herejes excomulgados del mediodía de Francia. Su profesión de fe contra los valdenses (1208) opone a éstos las siguientes afirmaciones: «El Padre, el Hijo y el Espíritu santo, el Dios uno... es hacedor, guía y rector de todas las cosas corporales y espirituales, visibles e invisibles. Nosotros creemos que el antiguo y el nuevo testamento tienen un mismo y único autor: Dios, que subsiste en la Trinidad y lo creó todo de la nada» (DS 790, NR 294). En términos similares rechaza poco después la gran asamblea IV de la Iglesia reunida en Letrán (1215) la cosmovisión dualista de los «cátaros» (cf. DS 800, NR 295).

También el decreto magistral contra los jacobitas (1442), uno de los textos destinados a promover la reunificación con las iglesias orientales separadas, es un documento de la fe en la creación. Es evidente que también en esta época, mediados del siglo XV, se sintió la necesidad de establecer una posición clara frente al dualismo maniqueo.

«Cree firmemente, confiesa y predica (la Iglesia romana) que el único Dios verdadero, Padre, Hijo y Espíritu santo, es el creador de todo lo visible y lo invisible. El creó por pura bondad, cuando quiso, a todas las criaturas: las espirituales y las corporales.

Ellas son buenas porque fueron creadas de la nada. El mal no posee una naturaleza, porque toda naturaleza en cuanto tal es buena...». Por eso la Iglesia romana «condena la doctrina absurda de los maniqueos, que admiten dos primeras causas, una para las cosas visibles y otra para las invisibles» (DS 1333, 1336, NR 301, 302).

Estos textos ponen en claro que las tendencias hostiles al cuerpo y al sexo, reprochadas reiteradamente a la fe cristiana y que reaparecen una y otra vez en su seno, proceden de fuentes envenenadas. Son deformaciones heréticas y contradicen directamente el núcleo de la fe bíblica en la creación y su tradición e interpretación magisterial: «Dios vio todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gén 1, 31).

 

b) Analogía

La fe cristiana dice, pues, que todo lo perceptible, también lo visible y «material», se convierte en huella de Dios para aquel que está dispuesto realmente a ver, en punto de referencia al origen, a la revelación «natural» del creador. Hemos señalado ya que la idea, propia de la tradición greco-platónica, del carácter simbólico de las cosas, que por su «belleza» son una sombra de la belleza originaria, penetró en la Biblia y pasó a ser ella un «argumento» para la búsqueda de Dios (Sab; Rom).

1. Teología negativa.—No es de extrañar, pues, que el genial teólogo del siglo VI que se oculta (y sigue sin ser identificado) detrás del nombre de Dionisio el Areopagita, abordase en una perspectiva totalmente nueva esta importante idea de la similitud de todo lo creado con Dios, combinando el pensamiento neoplatónico con la fe cristiana de un modo muy sugestivo:

«Los autores de la sagrada Escritura dicen expresamente que el Dios excelso sólo es igual a sí mismo en su ser, que transciende toda la creación, y que no puede asemejarse a ningún ser creado. Pero otorga a veces a aquellos que se entregan a 61 una similitud divina mediante la imitación lo más aproximada posible de aquello que rebasa todos los límites y conceptos. Y el poder de la similitud divina consiste en que su visión remite lo creado a su causa... Dios no otorga la similitud a estos o aquellos seres, sino a todos los que se vuelven a él... Y él es también el que confiere el ser y la existencia a cada posibilidad de similitud. Estas formas fenoménicas de las esencias son, pues, las que cabría calificar según la Escritura, y conforme a la imagen y semejanza divina, de semejantes a Dios. Pueden ser semejantes a Dios... pero nunca se puede afirmar en modo alguno que Dios sea semejante a ellas en algo... Entre una causa y lo producido por ella no admitiremos la invertibilidad y la reciprocidad en las relaciones de semejanza...

Mas ¿para qué afanarnos? La propia revelación divina proclama que Dios es incomparablemente desemejante y que no se le puede encontrar nada que se le asemeje en todo el universo. Y que es diverso de todo lo que es y puede llegar a ser... Y sin embargo, esta frase tampoco se opone al nombre de <semejante> y de <semejanza> con él. Pues una misma cosa puede ser semejante y de-semejante a Dios: semejante por la posible imitación de lo eterna-mente inimitable, desemejante por la distancia de las cosas causadas respecto a su autor, detrás del cual quedan en grados infinitos y nunca comparables»30

Estas afirmaciones se mueven obviamente en el marco de un modo de pensar y hablar que se ha llamado siempre «teología negativa»: dada la heterogeneidad del ser de Dios, el lenguaje «negador» de Dios (...él es no semejante, es no análogo...) es un modo de teología valiosa y en definitiva necesario, y al que no puede renunciar el lenguaje de la fe sin correr graves riesgos. Sólo el saber del no saber, este «momento agnóstico» en toda profesión de fe, preserva al lenguaje teo-

30. Dionisio Areopagita, Die Namen Gottes, IX, 6-7, en la traducción de W. Tritsch, Dionysios Areopagita, Mystische Theologie und andere Schriften, München-Planegg 1956, 133-135, subrayados míos.

lógico de la ofuscación total. La argumentación dialéctica del Areopagita nos conduce así hasta la problemática y la peculiaridad de la «analogía» teológica31.

2. Similitud dentro de una mayor disimilitud. —Hemos tocado así un tema de importancia básica que parece ser especialmente relevante en la crisis de fe actual. Se trata de la posibilidad de poder hablar con sentido sobre Dios sin caer en un silencio total, en la mudez absoluta ante la heterogeneidad de Dios.

Nuestro conocimiento limitado y finito obtiene todas las palabras y conceptos en los que se articula partiendo de la realidad «creada». Pero el ser creado es una realidad opuesta a la realidad del crear y del ser creador, de suerte que en cada afirmación «positiva», es decir, descriptiva, afirmativa (mediante conceptos tomados de lo creado) sobre Dios debemos sobreentender y añadir: pero de un modo total-mente distinto: el modo de Dios32. ¿Qué significa esto concretamente? Confesamos, por ejemplo, con la experiencia de fe milenaria de la Biblia: Dios vive y da vida. «La realidad creatural <vida> confiere al conocimiento creado un punto de apoyo, una vía de representación, un fundamento para concebir eso que en Dios llamamos <vida> —en tanto que remite a Dios como creador y modelo con la máxima pureza y actualidad, de forma que la palabra <vida> denote algo en Dios que ninguna otra palabra puede denotar desde el mismo punto de vista. Pero hay que sobreentender al mismo tiempo que esa <vida> está en Dios de modo tan diferente a lo que pueda representar la vida creatural

31. El término «analogía» sufre un cambio semántico notable en su aplicación a diversos ámbitos del ser, pero sin perder del todo la unidad de su contenido. Cf. una síntesis sobre concepción de la analogía en Aristóteles y en la Edad Media en J. de Vries, Grundbegriffe der Scholastik, Darmstadt 1980, 25-37.

32. «En virtud de este carácter (parcialmente) negativo de todos los conceptos que aplicamos a Dios, todos ellos poseen una cierta <inadecuación>, ya que tienen su <medida> en el ente heterogéneo del mundo empírico y definen así lo divino <por una relación> (aná logon) con las cosas; esta relación incluye esencialmente la negación del modo de ser creatural. Por eso llamamos también a los conceptos que afirmamos sólo de Dios (no sólo a los que aplicamos a Dios y a la criatura) conceptos <análogos>... Cabe afirmar, pues, resumiendo, que lo decisivo para la analogía (en la relación Dios-criatura) es la diferencia esencial en el modo de ser (por la participación, sobre todo). Tal es el proceso de nuestro conocimiento: partiendo del modo de ser creado, el único que conocemos por la experiencia, formamos un concepto imperfecto, análogo, que sólo es aplicable a Dios (por ejemplo: <el que es por esencia>). Este concepto contiene un elemento común (<ente>) que se aplica tanto a la criatura como a Dios, pero no como concepto unívoco, sino análogo. En este sentido hablamos de <analogía del ente> (analogía entis)» (Ibid., 36).

que yo, en el fondo, no puedo comprender nada sobre la vida de Dios, salvo el hecho de que él vive efectivamente»33

Es mérito del cuarto concilio de Letrán (1215) el haber expresado en una definición, ya clásica, este punto que ocupa al pensamiento cristiano desde la Antigüedad. A propósito de un aserto sobre la relación salvífica de Dios con nosotros, y exponiendo la cita de Mateo «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto —por tanto, en el marco de la historia de la salvación y subrayando el alcance existencial de estas reflexiones—, el concilio formula en la figura gramatical de una oración secundaria (causal) un principio de teología cristiana de la creación: «...pues acerca del creador y de la criatura no cabe enunciar uha similitud sin que incluya una mayor disimilitud entre ambos»34.

Similitud con una mayor disimilitud: esta relación caracteriza la condición creatural y la dependencia de la creación respecto a aquel que posee la plenitud del ser y del dominio sobre el ser, la capacidad de «crear el cielo y la tierra». Pero, además, esta relación como tal determina siempre y permanentemente toda nuestra existencia de fe. Y justamente en este punto tenemos motivos sobrados para inquietar-nos viendo hasta qué punto rebajamos y olvidamos de hecho esta «evidencia» teológica.

3. El alcance de este conocimiento. —Karl Rahner, poco antes de su muerte, expresó con su estilo inimitable este fallo de nuestro pensamiento teológico como «experiencia de un teólogo» 35:

«El cuarto concilio de Letrán dice expresamente que no se puede decir nada de contenido positivo sobre Dios partiendo del mundo y, por tanto, desde cualquier perspectiva de conocimiento, sin hacer notar una inadecuación radical de esta afirmación positiva con la realidad mencionada. Pero en la labor práctica de la teología solemos olvidar esto. Hablamos de Dios, de su existencia, de su personalidad, de tres personas en Dios, de su libertad, de su voluntad vinculante para nosotros, etc.; tenemos que hacerlo, obviamente; no podemos limitamos a callar sobre Dios, porque sólo se puede callar realmente después de haber hablado. Pero al hablar, solemos olvidar que tal afirmación sólo

33. O.H. Pesch, Theologie der Rechtfertigung bei Martin Luther und Thomas von Aquin, Mainz 1967, 616.

34. «... quia inter creatorem et creaturam non potest similitudo notari, quin inter eos maior sit dissimilitudo notanda» (DS 806, NR 280).

35. En una sesión de la Academia Católica de Friburgo, celebrada en febrero de 1984 como «anticipo» de su inminente 80 cumpleaños. Cf. K. Lehmann (ed.), Vor dem Geheimnis Gottes den Menschen verstehen. Karl Rahner zum 80. Geburtstag, München 1984. Citado aquí según Herderkorrespondenz 38 (1984) 225.

se puede aplicar con cierta legitimidad a Dios si la retiramos al mismo tiempo, si mantenemos la inquietante oscilación entre el sí y el no como el verdadero y único punto firme de nuestro conocimiento, y dejamos caer así nuestros enunciados teóricos en la inefabilidad silente de Dios mismo, aunque esos enunciados compartan nuestro destino existencial de una entrega amorosamente confiada de nosotros mismos a la disposición impenetrable de Dios, a su tribunal de gracia, a su santa inefabilidad.

Creo, espero, que ningún teólogo niegue en serio lo anterior. Pero cuántas veces no pasa de ser entre nosotros, los teólogos, una frase suelta, formal, pronunciada entre otras muchas en nuestra teología. Qué lejos suele estar esta evidencia teológica de impregnar radical e inexorablemente, como una entelequia, toda nuestra teología en todos sus enunciados; cuántas veces nuestras afirmaciones en las cátedras, en los púlpitos y en los dicasterios de la Iglesia se formulan sin indicar claramente que están impregnadas de esa última modestia creatural que sabe los límites en los que cabe hablar de Dios, que sabe que todo discurso sólo puede ser el último momento de ese silencio sagrado que sigue llenando el cielo de la visión beatífica de Dios cara a cara... No quiero ni puedo hablar aquí más ampliamente de la inefabilidad de Dios; sólo quiero testificar la experiencia de que el teólogo sólo lo es verdaderamente cuando no cree sin más estar hablando con claridad y transparencia, sino que teme, siente y atestigua felizmente la oscilación análoga entre el sí y el no sobre el abismo de la inefabilidad. Y yo quiero reconocer, en tanto que pobre teólogo individual, que tengo poco en cuenta, en toda mi teología, esta analogía de todas mis afirmaciones. Nos mantenemos demasiado en el lenguaje sobre la <cosa> y olvidamos en el fondo, con ese lenguaje, la cosa misma».

4. Consideraciones sistemáticas sobre el concepto de «creación»

a) Relación de fundamentación peculiar

1. El uso lingüístico.—El término «creación», utilizado reiteradamente en las consideraciones anteriores, suele designar, dentro del lenguaje de la fe, la «obra» de Dios; es un nombre colectivo que significa el «mundo» como criatura llamada a la existencia por Dios; la etiqueta de fe, por decirlo así, para nombrar el resultado de la acción divina creadora. Sin embargo, la palabra creación posee aún en muchos giros del lenguaje cotidiano el sentido verbal de «crear» y sugiere la actividad creadora de Dios. Para evitar malentendidos, emplearemos, generalmente, en lo que sigue, la palabra creación para designar esa acción de Dios que tiene por efecto la existencia de los seres. Hay que añadir, en todo caso, que justamente por la relación singular de Dios con su «obra», esa distinción sólo es factible condicionalmente, como se verá más adelante. En efecto, a diferencia de la acción crea-dora del hombre, la acción creadora de Dios nunca se convierte en pasado, detrás del presente y del futuro de su obra. La creación designa en sentido teológico este «poder para posibilitar el ser», que compete sólo a Dios, la capacidad de llamar al ser y mantener en él algo que no posee en sí mismo la causa de su existencia (porque no existe necesariamente). La prestación activa del ser acontece siempre que «hay» algo creado; siempre que existe lo creado, la creación es una actualidad máximamente viva como presupuesto necesario para poder ser. Esta idea de una creación continuada (creatio continua), que es preciso subrayar sobre todo en la perspectiva de la evolución, nos lleva directamente al centro del exigente concepto de «creación» y de la realidad apuntada por él.

El término «apuntar» debe tomarse aquí al pie de la letra. Nuestro lenguaje no da más se sí. Hay que reivindicar aquí, en efecto, lo que hemos señalado bajo el título de «analogía». También los hombres «creamos», somos «creativos» en muchos sentidos; llamamos a los grandes personajes los «creadores» de una nueva época, de un nuevo orden político o de una obra de arte colosal o provocadora. Las palabras creatividad y crear poseen un sentido muy concreto, aun fuera del juego lingüístico de la fe, respecto a nuestras múltiples actividades y a su resultado. Se puede afirmar incluso que «el uso actual, tan frecuente, de términos como creador, creación y creatividad muestra con toda claridad cómo un tema fundamental, antaño puramente teológico, queda despojado y expropiado para su aplicación a un uso totalmente profano»36. De ahí que «el hombre creador y la creación de Dios» sea un tema espinoso: «El hecho de que un atributo reservado antes a Dios se transfiera a la persona humana, de que lo creado pase a ser en cierto modo creador... revela en un lugar especialmente sensible, en el punto donde se cruzan la autoconciencia humana y la idea cristiana de Dios, un problema no resuelto... Pensadores como Descartes, Kant, Hegel, Marx, Nietzsche, Sartre y ciertos neomarxistas y positivistas aparecen como... testigos de una concepción según la cual el hombre conforma, desarrolla o arriesga su mundo y su propio ser. Ellos son portavoces del homo creator en su movimiento emancipatorio frente al deus creator, seguidores de la gran aventura en que se embarcó la humanidad

36. A. Ganoczy, Der schöpferische Mensch und die Schöpfung Gottes, Mainz 1976, 10.

occidental con su intento de una conformación autónoma del mundo y de sí misma... Con su reflexión sobre la libertad, la autoconciencia, el conocer, el querer, el trabajo, el arte, la técnica, la praxis crítica y revolucionaria, contribuyeron a la génesis de este tipo humano. Ellos ejercieron así una tarea creadora» 37. Pero al generalizar el uso lingüístico del término «creación», este proceso histórico obliga a reabrir penosamente el acceso a lo que la fe expresa con el mismo término. Sin duda el «método de correlación»38 puede intentar descubrir también aquí puntos de apoyo para el lenguaje de fe sobre la creación de Dios; pero este intento, como se ve en su realización concreta39, se orienta sobre todo a cuestionar críticamente la «autocreación» del pensamiento moderno y a «superarla» en una nueva conciencia de limitación, condición creatural y dependencia de la existencia humana.

2. Creación desde la nada. —La idea de «creación» por Dios de todo lo divino —siguiendo algunas fórmulas bíblicas (2 Mac 7, 28; Rom 4, 17)— encontró muy pronto su expresión clásica en el término «creación desde la nada» (creatio ex nihilo). A través de Hermas, que escribió en la primera mitad del siglo II y que habla por primera vez en sentido «metafísico» sobre una creación desde el no ser, influido en parte por la cosmología griega, esta expresión tomó carta de naturaleza. La expresión no significa que la «nada» sea en cierto modo el «material» de la acción divina. No hay por qué poner en duda el adagio de la experiencia cotidiana «de la nada, nada se hace». Al contrario: también este modo de hablar debe entenderse como una forma de teología negativa que, combinando la preposición (aparentemente) causal ex con la negación total nihil, excluye precisamente cualquier idea de «material» utilizado en la acción creadora de Dios. La intención de los escritores eclesiásticos fue, pues, desde el principio «subrayar con esta expresión negativa la unicidad y la omnipotencia de Dios al mismo tiempo»40. El mejor modo de expresar la creación

37. Ibid., 10 s.
38.
«Se podría caracterizar, sumariamente, como la consecuencia metodológica de una determinada idea de la revelación. Se basa primariamente en la idea de que la revelación es una magnitud esencialmente relacional que presupone una dinámica recíproca y actual de correspondencia entre el revelador y el receptor de la revelación... Según esta idea, pertenece a la esencia histórica de la revelación el que sólo pueda concebirse en su realidad plena como una especie muy determinada de comunicación, donde son decisivas las posibilidades de relación actual y recíproca entre el emisor y el receptor, entre el revelador y el oyente del mensaje>) (Ibid.,
13).
39. Cf. Ibid.,
108-190.
40. A. Ganoczy, Schöpfungslehre, 93.

singular que aquí se quiere significar es negar cualquier ayuda no divina (por ejemplo, «demiurgos») o presupuestos no divinos (por ejemplo, «materia informe»). Dios es en su divinidad el totalmente otro, cuya otreidad consiste aquí en que, sin más presupuesto que «él mismo», produce lo «diferente a él», como creación libre y liberada en su propia realidad.

3. Transcendencia e inmanencia de Dios. —La otreidad de Dios, que constituye su creatividad singular, se puede considerar y denominar en estos dos aspectos. La idea de la «transcendencia» de Dios indica que no es posible integrar a Dios en una «pirámide del ser» de cualquier tipo que sea. El no es la cúspide de una estructura escalonada de todos los seres. El ser divino, que no depende de nada ni nadie y en este sentido es ser «absoluto», transciende todas las ideas humanas sobre la realidad. En este punto parece imposible prescindir de palabras que evocan una representación espacial: el significado, tanto del transcendere latino como de los intentos de traducción —«superar», «re-basar», «exceder»— implican el espacio y el tiempo. Y estos conceptos no pueden anular sin más su origen para sugerir el «más allá» de Dios, su dominio del ser, que hay que concebir «más allá» de toda posibilidad creada. Por eso se impone en este punto el rigor y la cautela. En efecto, el «más allá» divino no implica estar presente junto a la criatura ni «fuera de» ella ni «detrás de» ella, sino que el Dios creador está presente en este mundo, pero más allá de él, el Transcendente se hace presente como tal a toda criatura, es inmanente a ella. Así, la «inmanencia» de Dios en sus criaturas significa esa «fundamentación» entitativa de la autonomía de las criaturas, que sólo el Otro absoluto, el Transcendente, puede ofrecer como condición de posibilidad del ser de los entes.

Estas formulaciones están destinadas a poner en claro que la transcendencia y la inmanencia de Dios se condicionan mutuamente, intentan en cierto modo expresar dos aspectos de la misma realidad: esa peculiaridad de la relación absolutamente única del creador divino con su criatura que está implicada en el concepto teológico de «creación».

b) Libertad originaria y libertad originada

1. La creación como acto de libertad divina. —Lo que aparece en la perspectiva de la criatura pensante como condición absolutamente necesaria para su existencia, que es el otorgamiento del ser al ente no fundado en sí mismo, al ente contingente, debe describirse desde la perspectiva de Dios como acto de libertad suprema. La tradición del pensamiento cristiano ha utilizado siempre esta idea fundamental para definirse claramente contra los intentos de origen idealista. La creación «desde la nada» significa en realidad que todo ser procede del logos y del espíritu de Dios, es un ser pensado y hablado y, como tal, dotado de estructura lógica, un ser dotado de sentido y de espíritu que se puede elucidar y conocer, ligado a Dios y referido permanentemente a él. La idea de creación incluye, pues, una reconducción de todas las cosas a la «categoría de la palabra» y deriva así, aparentemente, en una cierta afinidad con el «idealismo» filosófico. Pero la diferencia fundamental entre ambos es que el pensamiento «idealista» en sus diversas formas interpreta, consecuentemente, el devenir del mundo como autodespliegue (necesario) y como autorrealización del espíritu divino de cara a su manifestación visible y, por tanto, de cara al mundo visible como emanación (esencial) y como configuración del espíritu absoluto, que se identifica con él. En esas concepciones que combinan, en la línea de la inmanencia, a Dios con el mundo, lo absoluto con lo relativo, lo transcendental con lo categorial, de forma que sólo se habla de una única realidad englobante, la gran imagen de la unidad del Todo ejerce sin duda una notable fascinación. Pero tal «monismo» en el punto decisivo de la «causación» amenaza con anularse a sí mismo por un «exceso» de explicación, y la fe lo ha rechazado siempre. Contra tales tendencias monistas, la fe cristiana en la creación ha afirmado siempre un verdadero «dualismo», una pareja esencial de creador y criatura. La fe en la Trinidad, la creencia en la vida interna y en el amor misteriosamente insuperable de Dios, es un presupuesto esencial. Dios no «necesita» de la criatura para poder ser Dios. Dios es «origen» de sí mismo, «interlocutor» y «comunión» de sí mismo.

Pero si este punto es inamovible, queda por dilucidar la «referencia» mutua de creador y criatura, sobre todo porque la criatura polifacética, pero unitaria, depende de un origen que existe en la unidad relacional del Padre, el Hijo y el Espíritu.

2. Persona e historia.—La fe cristiana en la creación supone, pues, una auténtica dualidad: la libertad creadora originaria de Dios confiere a lo creado la libertad originada del auto-ser y la auto-realización. También en este aspecto la criatura, extrañamente polifacética, es obra unitaria de Dios, unificada por el signo común de la condición creatural; el espíritu creado está ligado estrechamente con el mundo material, y ambos están en común frente al «espíritu» creador, «to-talmente otro». En efecto, la distancia entre la existencia de una piedra, de un cristal y de la reflexividad del alma humana no es nada en comparación con el «foso metafísico» que media entre el ser consciente, originario, del «espíritu» divino y la «posibilidad de ser» otorgada al espíritu humano. El creador es la libertad originante, y lacriatura es la libertad originada. Esta relación entre palabra fundante, creadora, y respuesta fundada, creada, eleva la relación general entre creador y criatura a un nuevo plano. En efecto, sobre la base de la acción forzosa «conforme a la naturaleza», en la que toda criatura realiza lo que tiene que ser según el proyecto de Dios, se abre en la realización (creaturalmente limitada) del acto libre de la reflexividad humana una «historia» real de Dios con su mundo. Al menos desde la aparición del hombre en el cosmos de las cosas, la dinámica de la génesis del universo está «liberada» hacia una realización y conducta propia, hacia una respuesta independiente y propia. La autorrealización de la criatura en el espacio y el tiempo, que es respuesta a la libre acción del creador, adquiere en el plano del hombre la cualidad del interlocutor personal y, en consecuencia, de una verdadera historia.

«De ese modo, todo lo que acontece en el mundo, incluida la salvación del hombre, no se halla bajo el dilema de Dios o el hombre, sino que todo depende de Dios y del hombre o, más exactamente, todo suceso es resultado del juego recíproco, del diálogo que se desarrolla entre Dios y la criatura... La idea bíblica de Dios y de la realidad supera, pues, la alternativa <Dios o criatura> y coloca en su lugar el reconocimiento de que Dios ofrece espacio a la criatura, espacio entitativo y espacio operativo, <junto a sí>. La grandeza y la gloria del creador consisten precisamente en dejar que la criatura sea ella misma y obre por sí misma, en que la libere en la libertad. Dios no aparece <como un origen concurrente junto a la libertad humana, sino como la libertad que posibilita, hace ser y libera concretamente la libertad humana> (J.B.Metz), que adquiere así la máxima autonomía. Dios libera a la criatura tan radicalmente que ésta es capaz de transcenderse a sí misma por sus propias fuerzas, pero cuya <propiedad> es otorgada por Dios. Así, la omnipotencia divina y la libertad humana van en igual dirección, no en dirección contraria; la libertad omnipotente de Dios no hace menos libre al hombre, sino que fundamenta la capacidad de la criatura. Por eso todo suceso del mundo, aunque Dios mismo sea su última causa, depende a la vez de la criatura, sin que la acción de Dios se agote en las <posibilidades generales> de la criatura y sin que el curso del mundo y cada destino estén dejados de la mano de Dios»41

3. Dependencia y autonomía. —Tratemos de expresar en otros términos esta idea fundamental que, más que «explicar», «afirma» a nivel descriptivo la relación singular existente entre creador y criatura.

41. G. Greshake, Geschenkte Freiheit. Einführung in die Gnadenlehre, Freiburg 1977, 93 s.

Crear significa que Dios posibilita el ser autónomo de la criatura. El no es el rival, sino el garante de su autonomía. El acto con que él otorga el ser autónomo funda al mismo tiempo una dependencia permanente. Cuanto mayor autonomía posea una criatura, tanto más de-pende del fundamento entitativo que le otorga el ser.

«Si reflexionamos sobre la relación transcendental entre Dios y la criatura, vemos que la realidad auténtica y la dependencia radical son sólo dos aspectos de una misma realidad y por eso van en la misma dirección y no en dirección inversa. Nosotros y los seres de nuestro mundo somos reales... y distintos de Dios, no a pesar de..., sino porque procedemos de Dios. La creación es el único e incomparable modo que no presupone otra realidad para actuar, sino que crea esa realidad, manteniéndola dependiente y franqueándola en su ser propio al mismo tiempo.

Es obvio que el concepto de creación sólo puede realizarlo en última instancia aquel que asume libremente la experiencia de su propia libertad y responsabilidad, válida también delante de Dios y de cara a él, no sólo en la profundidad de su existencia, sino en el acto de su libertad y reflexión. Lo cual significa ser diferente de Dios y, a pesar de ello, proceder radical y totalmente de él, y esto significa a su vez que esa procedencia radical fundamenta la autonomía, que sólo se puede experimentar cuando una persona espiritual, creatural, vive su propia libertad de cara a Dios y desde él. Sólo cuando uno se siente responsable como sujeto libre delante de Dios y asume esta responsabilidad, concibe lo que es la autonomía y ve que ésta aumenta, y no disminuye, proporcionalmente a la procedencia de Dios»42.

4. El modelo intuitivo del «amor». —Que la relación entre creador y criatura adquiera alguna plausibilidad con tales exposiciones laboriosas y, a veces reiterativas, resulta difícil, entre otras razones, porque la imagen de Dios propia de la dogmática y del magisterio eclesial solía trazarse en el reciente pasado con conceptos que estaban elaborados en el marco de una ontología de la naturaleza. En efecto, «es indudable que las estructuras fundamentales de las designaciones empleadas (p.ej. sustantia, subsistentia, proprietas, etc.), se han obtenido primariamente en base al ente material o en contraposición a él. El ente de la naturaleza es el modelo fundamental para concebir a Dios como <ser supremo>, <causa>..., extrapolando (via negationis—via eminentiae) los conceptos de ser, esencia, acto, movimiento, sustancia, causa, fin, etc. El pensamiento cristiano, utilizando sugerencias de la

42. K. Rahner, Grundkurs des Glaubens, Freiburg 1976, 86 s (ed. cast: Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1978).

Biblia como correctivo, intentó establecer la <personalidad> del <motor inmóvil> y la absoluta libertad de este <ser supremo>» 43.

Pero si la relación entre creador y criatura se concibe conforme al modelo de casualidad (causa efficiens) desarrollado en el mundo de la realidad material, se incurre inevitablemente en error. Ocurre, en efecto, en nuestra experiencia que la influencia de una cosa en otra reduce o priva totalmente a ésta de la movilidad y la independencia. La dependencia en cuanto acción causal de unas cosas en otras quita a los objetos causados el margen y la posibilidad de un obrar autónomo, independiente. Si se concibe la creación al estilo de estas relaciones de dependencia intramundanas, el resultado inmediato es el funesto «modelo competitivo», que ha mostrado en la historia cultural de Occidente unos efectos tan devastadores: la figura conceptual de la competencia excluyente se elaboró explícitamente por primera vez en la cristología de Apolinar de Laodicea (siglo IV): sirvió para negar a Jesucristo el alma humana y atribuirle en su lugar el logos divino. Este «modelo competitivo» pasó a ser en la crítica a la religión y a la revelación el tema dominante: «se considera a Dios y al hombre como dos causalidades de las que una tiene que imponerse contra la otra para existir, en las que la una sustituye, suplanta, oprime y hace desaparecer —tendencialmente— a la otra. Cuanto más se atribuya a Dios, más hay que quitar al hombre; cuanto más poder obtiene el hombre, tanto más impotente tiene que ser Dios»44.

La única posibilidad de obtener un modelo intuitivo, más o menos acertado, para aclarar la relación singular entre creador y criatura parece surgir en el ámbito de la libertad personal y de su realización existencial. En efecto, se da en el ámbito de la experiencia humana

43. K. Lehmann, Kirchliche Dogmatik und biblische Gottesbild, en J. Ratzinger (ed.), Die Frage nach Gott, Freiburg 1972, 116-140, aquí 125 (ed. cast. citada).

44. G. Greshake, Geschenkte Freiheit, 92; cf. W. Kasper, Jesús el Cristo, Salamanca' 1989, 262: «La problemática de Apolinar no está hoy resuelta, ni mucho menos. Es un tema fundamental de la crítica moderna a la religión y del humanismo ateo moderno la afirmación de que Dios y el hombre se excluyen entre sí. Para Feuerbach, Marx, Nietzsche, Sartre, Bloch y Camus el reconocimiento de Dios imposibilita la libertad humana. Para Sartre el ateísmo es un postulado de la libertad. Actualmente se admite cada vez más la dialéctica interna de esta idea emancipatoria de la libertad. Se acepta que la historia moderna de la libertad y de la revolución corre el peligro de degenerar en una historia de violencia y opresión, que la industrialización y la tecnificación desencadenan un mecanismo de adaptación y de minoría de edad a nivel planetario, que la administración y la técnica que ha inventado el hombre para dominar el mundo se convierten en una estructura casi impenetrable donde el hombre se encuentra cada vez más prisionero. Sus propias creaciones le desbordan y desarrollan sus propias leyes; ha nacido una naturaleza y un destino de segundo orden».

el fenómeno sorprendente de que la dependencia y la autonomía se potencian mutuamente: el que se siente querido profundamente por otro, pasa a ser un amante que es consciente de estar atrapado, preso, encadenado por este amor recíproco; al sentirse afirmado y confirmado por el otro, experimenta una mayor autorrealización, un aumento, quizá antes desconocido, de su riqueza inventiva, de su fantasía y de su capacidad lingüística y artística, una autoconciencia y autoestimación ampliada, y establece en una respuesta máximamente autónoma y libre el más fuerte vínculo personal. Cuando los amantes no sólo se reconocen mutuamente el ser propio y autónomo, sino que lo confirman y corroboran mediante su afirmación respetuosa, se produce una estrecha vinculación. La autonomía potenciada genera una pro-funda dependencia, y a la inversa.

Una «muestra» esclarecedora del poder creador de Dios, que ilumina a la vez el núcleo de la fe cristiana en la creación, es la figura de Jesús: la creación llamada por Dios a la existencia alcanza su centro unificador en el hombre Jesús, su «hijo querido», objeto de su complacencia (cf. Mt 3, 17 par).

5. Retos para la fe en la creación a) Creación y evolución

El entrevistador de televisión preguntó ante toda la audiencia a un joven en el «día de los católicos», celebrado el año 1984 en Munich, qué le decía la palabra «creación». El joven dio una respuesta que (me) sorprendió: no se puede aceptar la idea de creación porque todo se ha formado por evolución. La respuesta es un testimonio —aleatorio—de que no se ha logrado aún la conciliación de ciertos aspectos científicos de las ciencias naturales con la fe tradicional en la creación, a pesar de que existen desde tiempo atrás los presupuestos necesarios para ello.

1. El proceso perdido.—Así titula Josef Vital Kopp su visión retrospectiva sobre la polémica, mantenida durante un siglo, entre la teoría de la evolución y la teología de la creación45. En 1859 Charles Darwin publicó su famosa obra El origen de las especies en el reino animal y vegetal, que dividió inmediatamente la opinión pública en dos campos violentamente opuestos. En la era de la incipiente indus-

45. J.V. Kopp, Entstehung und Zukunft des Menschen. Pierre Teilhard de Chardin und sein Weltbild, Luzern'1970, 13-20.

trialización y de una fe ciega en el progreso, la idea de una historia genética de la vida pasó a ser en breve tiempo el núcleo de un «monismo» materialista y biológico. El propio Darwin, que había estudiado teología en los primeros años de su carrera, se mostró muy reservado, evitó toda polémica y no se atrevió siquiera, durante bastante tiempo, a aplicar su idea fundamental sobre el desarrollo de la vida desde una raíz única al hombre mismo —sólo en 1871 apareció su libro El origen del hombre. No fue, pues, un «darwinista» en el sentido posterior del término. Los científicos de mentalidad positivista, en cambio, asumieron la tesis de la evolución con entusiasmo, la concibieron en sentido generalmente mecanicista e hicieron de ella el fundamento de toda la interpretación del universo.

Hubo, sobre todo, dos razones que explican la violenta disputa sobre la concepción del universo: los defensores de la hipótesis evolucionista no se limitaban a señalar determinados hechos biológicos y paleontológicos sorprendentes, sino que asociaron a ellos, casi sin excepción, una cosmovisión mecanicista y atea como explicación de los hechos. Los teólogos, por otra parte, se creyeron en la obligación de defender, además del Dios creador, espiritual y transcendente y la tesis fundamental de la creación «desde la nada» de todo lo no divino, la concepción arcaica del mundo plasmada en la Biblia. «La violencia y la pasión de esta lucha obedecieron en parte a que se equiparó el concepto de creación con la constancia de las especies... Esta idea, muy difundida, que suponía un concepto totalmente rígido de Dios, conducía a un dilema absurdo: o constancia de las especies y fe en la creación o transformación de las especies sin actividad creadora de Dios» 46. Un factor importante de confusión fue, obviamente, el malentendido historizante de los relatos bíblicos de la creación en el sentido de una descripción fáctica del origen del universo. Todavía el año 1900, una declaración de la Comisión Bíblica Pontificia defendía la necesidad de interpretar los primeros capítulos del Génesis, en sus afirmaciones más importantes, en sentido «histórico literal». Y entre los «hechos que afectan a los fundamentos de la fe cristiana» incluía, además del estado original en el paraíso y la tentación por Satanás en figura de serpiente, la creación especial del hombre y la formación de la primera mujer partiendo del primer hombre47.

«En el plano subjetivo, esta polémica era muy comprensible en los comienzos. El material fósil de demostración era aún escaso y por

46. P. Overhage, Das Problem der Hominisation, en P. Overhage/K. Rahner, Das Problem der Hominisation, Freiburg 1961, 91-399, aquí 197 s (ed., cast.: El problema de la hominización, Madrid 1973).
47. Cf. DS 3512-3519.

eso la interpretación evolutiva de la creación constituía una mera hipótesis. La resistencia era también comprensible en el aspecto psicológico, ya que la idea de la evolución parecía apoyar la visión materialista y mecanicista del mundo. Pero en el plano objetivo esta polémica fue funesta para el cristianismo porque no iba dirigida sólo contra la interpretación materialista, sino contra la idea misma de evolución, que se ha confirmado de mil maneras como correcta a partir de entonces. Por eso leemos hoy toda la apologética contra Darwin con sentimientos propios del que examina las actas de un proceso perdido»48.

Cuando los bandos revisaron sus férreas posiciones, los científicos su «cosmovisión» y los teólogos sus «cuasi teorías sobre la naturaleza», pudo iniciarse un diálogo fructífero. La teología, utilizando una exégesis rigurosa que argumenta con precisión tanto a nivel histórico-crítico como a nivel teológico, profundizó en la verdadera intención enunciativa de la exposición literaria de Gén 1-3 y redescubrió la concepción teológica de la creación. Cuando se argumenta partiendo de posiciones desfasadas, bien sea por parte de la investigación de la naturaleza (Sir Julian Huxley: la doctrina de la evolución no deja ningún margen para lo sobrenatural), bien sea por parte de la fe bíblica (testigos de Jehová: la humanidad existe desde hace alrededor de 6000 años), queda la falsa alternativa: o creación o evolución. En el fondo, no ha desaparecido aún la desafortunada conexión ideológica entre el concepto de evolución y una interpretación ateo-materialista del mundo, sobre todo en el ámbito del pensamiento marxista; pero se ha superado al menos fundamentalmente en la perspectiva de los científicos y de la teología actual. el

Algunos grandes pensadores vieron ya a finales de siglo que la idea de evolución y su «falsificación» monista-materialista no se implican necesariamente. Herman Schell fue uno de los primeros en cambiar la disyuntiva habitual en la copulativa «creación y evolución». En un artículo así titulado defendió ya entonces su idea de que la evolución es el gran signo de la gesta creativa del Dios trino, que en su realización dinámica es causa y arquetipo de todo proceso dinámico dirigido a su fin49. Pero la obra de Schell quedó inoperante, en buena

48. J.V. Kopp, Entstehung und Zukunft des Menschen, 17.
49.
«<El monismo es consecuencia de la gran idea de la evolución, del principio de regularidad, inquebrantable y sin excepciones, de todo proceso en la naturaleza y en la historia... Por eso consideré como la tarea más urgente superar todas las oscuridades del concepto de Dios mediante un examen profundo de los ataques modernos contra la personalidad de Dios, y mostrar que la idea panteísta de Dios y la explicación panteísta del mundo no soportan en modo alguno la luz clara del pensamiento exacto> (H. Schell). Pero el misterio de la Trinidad —como intenta
demostrar Schell con todo su vigor especulativo— ofrece la posibilidad de la única explicación suficiente: el Dios trino, auto-activo, como ser absoluto y supremo, es relación, es la actividad vital que se realiza en los procesos de generación y espiración. La verdad y la sabiduría, la potencia y el amor expresados esencialmente en el logos y en el pneuma, ofrecen la única razón suficiente para explicar la existencia de un cosmos regido con sabiduría, con unas leyes regulares y con la fuerza de la causalidad intramundana, de la finalidad y de la vida creada. Entonces la creación, como unidad desarrollada en el espacio y el tiempo, en las categorías de la condición creatural, como proyecto unitario, cohesionado y correlacionado a diversos niveles en su propia realización creada, adquiere una nueva inteligibilidad en tanto que imagen del Dios trino, una inteligibilidad que no sólo hace patente que la creación incluye y no excluye la evolución, sino que se ajusta a los postulados del monismo. En efecto, esa explicación hace más plausible no sólo la unidad del cosmos creado, sino también la inmanencia íntima del creador en el mundo, que es abarcado y sustentado por él en todos los aspectos porque es el Dios infinitamente transcendente» (Th. Schneider, Teleologie als theologische Kategorie bei Herman Schell, Essen 1966, 4 s).

parte, por su inclusión en el Indice romano. Hubo que esperar a Pío XII para que se produjera en una declaración magisterial, concreta-mente en su encíclica Humani generis de 1950, una integración positiva muy cautelosa (teológicamente aún insuficiente) de la teoría de la evolución. Parece que los obispos del último concilio no encontraron ninguna dificultad en aceptar en un texto oficial la frase: «La humanidad realiza así el tránsito desde una comprensión más estática del orden de la realidad a una comprensión más dinámica y evolutiva»50

No sólo ha habido entretanto una disposición al diálogo, sino que se logró un avance real en el tratamiento de este gran conjunto de problemas que es la «evolución de la vida y del hombre». Adolf Haas, jesuita y científico de la naturaleza, pudo escribir ya en un artículo de 1962: «El diálogo entre la filosofía de la naturaleza, la teología y la teoría de la evolución biológica ha dado unos resultados que son de importancia decisiva para todos los participantes»51

2. Aspectos de la evolución. —Es importante, pues, para el recto planteamiento de los problemas la distinción entre el hecho de la evolución y su explicación. El hecho de la evolución de todo ser vivo, incluido el hombre, no puede hoy ponerse en duda razonablemente. La cuestión del «cómo», de los estímulos y resortes de las ramificaciones y ascensos filogenéticos, se mueve aún entre muchos enigmas. Y detrás de todos los factores conocidos, como la lucha por la vida, la selección artificial, la mutación y las causas aún desconocidas de

50. Gaudium et spes, 5. Cf. sobre el tema Z. Alszeghy, en Concilium 3 (1967).
51. A. Haas, Der Entwicklungsgedanke und
das christliche Menschen und Weltbild, en H. Haag/ A. Haas/ J. Hürzeler, Evolution und Bibel, Luzern 1962, 57-102.

la evolución, se alza la pregunta fundamental -que no es ya cuestión de ciencia natural en sentido estricto- sobre si cabe reconocer en el «crecimiento», supuesto o real, del árbol genealógico de la vida una especie de concepto, un proyecto general o un «plan», o si es suficiente el «azar» de las circunstancias como explicación de la multitud de especies del pasado y del presente, emparentados entre sí filogenéticamente52. Pero ya esta forma alternativa de pregunta hace presumir que aún no ha abandonado la perspectiva «creación o evolución», sino que la presupone, si bien en forma encubierta. En efecto, un eventual «esquema creativo general» debería concebirse de forma que las «casualidades», reales o presuntas, fuesen momentos dentro del esquema evolutivo total. Esa consideración muestra ya que la cuestión de la «totalidad» no halla res-puesta en el plano de las leyes naturales observadas empíricamente y de las distintas disciplinas de las ciencias naturales. Quizá por esto muchos investigadores consideran que la cuestión misma está mal planteada e intentan relegar cualquier idea de una finalidad perseguida en sus investigaciones, cosa que quizá sea razonable desde su perspectiva. Y sin embargo, la cuestión se impone una y otra vez. Teilhard de Chardin, a bordo de la «Angkor», el ano 1926, rumbo a China para realizar investigaciones paleontológicas, la formuló en su estilo inimitable: «Admiración ante la figura y el vuelo prodigioso de las gaviotas. ¿Cómo surgió esa nave volátil? La peor deficiencia de nuestra mente es no advertir los mayores problemas porque se nos presentan bajo las figuras más familiares. Cuántas gaviotas he visto, cuántos hombres han visto gaviotas sin percibir el misterio que vuela con ellas... Que Dios me conceda oír siempre como embriagado la inconmensurable música de las cosas y hacerla audible a los otros»53. Por eso él mismo propuso una panorámica, tan fascinante como discutida, de la evolución cósmica que contempla simultáneamente la historia de la creación y la historia de la salvación, la cosmogénesis, la biogénesis, la antropogénesis y la cristogénesis como proceso gradual en torno a un eje que lleva de la creación, pasando por la molecularización, la vitalización, la cefalización, la hominización y la encarnación, a la esperada consumación final54.

Precisamente los interrogantes y las dudas que se han formulado contra su concepción desde «elementos» combinados de la ciencia natural y la teología deben hacernos buscar una breve panorámica

52. Cf. 82-102.
53.
P. Teilhard de Chardin, Geheimnis und Verheissung der Erde. Reisebriefe 1925-1939, München
'1963, 94 (ed. cast.: Cartas de viaje, Madrid 1957); cf. J. Pieper, Irdische Kontemplation, en J. B. Metz (ed.), Weltverständnis im Glauben, 265-268.
54. Cf. el gráfico en A. Haas, Der Entwicklungsgedanke und das christliche Menschen und Weltbild, 93.

sobre el contenido y el uso actual de concepto de «evolución»55 antes de analizar con más rigor el problema teológico. El punto de partida de la teoría general de la evolución es la evolución biológica. Se caracteriza por la conexión genética de todo lo vivo; la tendencia a la plenitud externa e interna, a la «ampliación» y al despliegue vital; el cambio de normas anteriores en nuevas formas y modos de vida; ciertas «tendencias» que son irreversibles, es decir, no invertibles; una tendencia global a la «elevación», al «ascenso biológico», aunque no afecta a todos los grupos y ramas del árbol de la vida.

Los elementos del ascenso biológico cognoscibles (sólo) retrospectivamente son, sobre todo, la progresiva diferenciación de la estructura vital, la progresiva integración de órganos diferenciados y la progresiva independencia respecto al entorno de los seres vivos «superiores».

La evolución cósmica se considera aún, contrariamente a la evolución biológica hacia la totalidad, como un ámbito de teorías más o menos «vagas». Pero también el proceso cósmico se caracteriza evidentemente por la dinámica que lleva al cambio y por la no reversibilidad del curso.

El término evolución histórica parece sugerir que la historia hu-mana, que está determinada sustancialmente por muchas opciones de libertad conectadas entre sí, es también un proceso «evolutivo» del devenir. «Se podría considerar la cosmogénesis como la base de la biogénesis o la biogénesis como una parte progresiva de la cosmogénesis» 56. Si aparecen en la historia humana ciertas tendencias y estructuras de conducta que recuerdan las de la evolución biológica, no hay que olvidar la cuestionabilidad de este uso verbal, ya que la acción libre imprevisible puede atravesar, por suerte o por desgracia, todas las líneas de una expectativa aparentemente justificada.

3. Consideraciones teológicas. —Hay que decir, ante todo, que los conceptos de «creación» y «evolución» constituyen planos diversos. El término «creación» trata de responder a la pregunta por el «origen» y la posibilidad entitativa de aquello que no existe necesariamente y por eso tampoco existió alguna vez. La creación apunta, pues, a ese acto fundante de Dios que marca el tránsito desde el no ser al ser. El término «evolución» significa por definición un cambio de algo que ya existe (al menos de algún aspecto), de algo que antes

55. Cf. W. Bröker, Aspectos de la evolución: Concilium (1967); Der Sinn von Evolution. Ein naturwissenschaftlich-theologischer Diskussionsbeitrag, Düsseldorf 1967; cf. también A. Ganoczy, Schöpfungslehre, 143-162.
56. W. Bröker,
Art. cit.

era diferente, mas no dejaba de existir sin más. En esta distinción fundamental debemos cuidar, no obstante, de no plantear mal las líneas de pensamiento. La coordinación de ambos conceptos no es tanto una sucesión temporal, aunque esto sea correcto en cierto sentido: algo debe existir primero, el universo tiene que haber comenzado (siquiera como «estallido originario») para que pueda evolucionar. Pero es más importante la idea de que «los estratos en cuestión son metafísicamente diversos»57. En efecto, ambos estratos se refieren de hecho al mismo proceso: el proceso evolutivo de lo creado, llamado a la existencia por Dios; por eso, no se puede repartir la «competencia» entre la creación como causación del comienzo originario y evolución como responsable del proceso ulterior. El proceso de la evolución misma es predominantemente obra creadora de Dios. Volvemos así a la ya descrita causalidad transcendental de Dios y al concepto mencionado de una creación continuada (creatio continua).

En una imagen estática, la relación entre creador y criatura parecía expresarse con las ideas de «creación al comienzo» y la «conservación continuada en la existencia». Pero hubo que describir más exactamente los sorprendentes procesos de devenir y crecimiento de plantas, animales y hombres; por ejemplo, con ayuda del concepto agustiniano de rationes seminales, «razones seminales» y «predisposiciones seminales» que, puestas por Dios al comienzo, se desarrollan después plenamente y se realizan en la forma explícita. Si representamos, para nuestro conocimiento, el ser del mundo y del cosmos como un devenir evolutivo prolongado, la conceptualidad respectiva incurre en dificultades. Sólo hay tres posibilidades para combinar la antigua idea creyente con los nuevos conocimientos: (a) Si consideramos la creación de Dios al comienzo, como una acción de Dios en el pasado, cualquier incremento posterior del ser, más allá del comienzo originario (concebido en uno u otro sentido), no habrá sido «creado», sino que será resultado de la evolución. Pero entonces queda relegada la afirmación central de la Biblia: Dios no creó únicamente el cielo y la tierra y los astros, sino también plantas, animales y hombres y todo lo que existe. La evolución no es un sucedáneo de la creación y no puede ocupar teológicamente su lugar en ningún momento de la «creación». (b) La segunda posibilidad consistiría en el intento de generalizar la idea clásica de las «razones seminales» (rationes seminales): Dios incluyó en el comienzo originario (desconocido por nosotros en su concreción) todo el devenir posterior. Este comienzo desarrolla lentamente y en múltiples direcciones las posibilidades otorgadas por Dios mismo. Esa

57. H. Volk, Schöpfungsglaube und Entwicklung, en Id., Gott alles in allem, Mainz 1961, 33.

idea salva, en todo caso, el poder creador de Dios para todo el proceso; pero ¿a qué precio? La evolución se degradaría en una mera «aparición» de aquello que existía ya en realidad desde el principio. Esa idea no se ajusta lo bastante al sorprendente proceso de cosmogénesis, biogénesis y neogénesis con sus ascensos reales desde lo inorgánico a la vida y a la conciencia. Por eso la teología actual se inclina por la siguiente solución (c): Inferimos conceptualmente la consecuencia que se desprende del hecho de que ya la teología tradicional de la creación considerase la «conservación» de lo creado en la existencia como algo realmente idéntico con lo que significa la «creación». Esto significa que la acción de Dios, fundadora del ser, debe sobreentenderse y presuponerse siempre y cuando algo existe y se desarrolla. Dios «crea» continuamente. En efecto, todo devenir, toda evolución implica siempre la creación como condición de posibilidad, como presupuesto «metafísico». El incremento entitativo del ser en el pro-ceso evolutivo se reconoce como tal sin que nos veamos precisados a explicar el vacío como causa de la plenitud, y también sin negar la condición creatural del universo, su dependencia permante del poder creador de Dios. Se toma en serio el proceso evolutivo como auténtico «incremento en el ser», donde está presente la causalidad creativa de Dios como fuerza de «ascensión», de autosuperación, de suerte que justamente ella —la «creación continuada» de Dios— libera y da existencia al proceso evolutivo58.

4. «Autotranscendencia activa» (Karl Rahner). —Karl Rahner ha intentado concebir esta posibilitación divina (transcendental) del pro-ceso evolutivo creado (categorial) con la idea de «autotranscendencia activa»: «Hay que desarrollar el concepto de acción divina como im-

58. «El hecho de que lo superior proceda de lo inferior sólo se explica desde Dios, pero no demuestra su existencia como una causa que viene a completar una laguna que hubiera en la cadena intramundana de las causalidades; por eso no hace asequible a Dios empíricamente. El salto a lo superior sugiere la existencia y la actividad de Dios como cualquier otra demostración de Dios. Una demostración de la existencia de Dios consiste en hacer comprensible la referencia al infinito que todo ser finito ofrece, e incluso es, desde sí mismo, por muy perfecto que sea dentro de su finitud. Esta comprensión puede derivar de diversos puntos de vista de la afirmación de Dios (entre otras, las <cinco vías> de santo Tomás, Sth 12, 3). Una de ellas es el devenir, que se manifiesta sobre todo en el proceso de la evolución. La novedad de cada ser que subsiste en sí fuera de sus causas y, sobre todo, la novedad de un ser superior muestra que este mundo no puede tener en sí su última explicación. El devenir exige el ser pleno; el proceso ascendente, el reposo que lo realiza. Lejos de ser una dificultad contra la existencia de Dios, la evolución es una demostración de la misma» (P. Schoonenberg, Gottes werdende Welt, Limburg 1963, 47).

pulso activo y duradero de la realidad cósmica, de forma que esta acción aparezca precisamente como la posibilitación activa de la autotranscendencia activa del ente finito por sí mismo... Y, en consecuencia, el devenir activo de lo finito... aparece también como la autotranscendencia activa de la propia esencia, en la que un ser se supera activamente hacia arriba en su propia acción como acción de Dios»59

Un concepto teológico del devenir así diseñado, que permite considerar un verdadero incremento en el ser sin infringir el principio de causalidad, es válido, como resultado obvio, para todo el ámbito de una creación evolutiva; pero despliega su verdadero alcance y vigor en la profundización de la génesis del hombre, en el intento de combinar la inserción del hombre en el proceso evolutivo de la vida con la convicción, basada y afirmada en la fe, de la «inmediatez divina» de cada ser humano en su responsabilidad frente a Dios60. El primer intento, titubeante, de reconocer la posibilidad de una inserción evolutiva del cuerpo humano, pero manteniendo la creación «inmediata» del alma humana, fue el de Pío XII que, aparte del empleo poco claro (i,«categorial»?) del concepto de «creación», aplicó un rígido dualismo antropológico, considerando el «alma» y el «cuerpo» como dos partes

59. K. Rahner, Die Hominisation als theologische Frage, en P. Overhage/ K. Rahner, Das Problem der Hominisation, 13-90, aquí 61 (ed. cast. citada); cf. también Id., La cristología dentro de una concepción evolutiva del mundo, en Id., Escritos de teología V, Madrid 1964, 181 ss.

60. «No se trata de hacer ahora la historia de la exégesis católica de Gén 2 en los últimos cien años. Basta para nuestro propósito recordar brevemente esa concepción del texto que se ha impuesto hoy ampliamente en la teología católica gracias a las recientes investigaciones exegéticas...».

Según ella, «si las afirmaciones de los primeros capítulos del Génesis han de entenderse en el sentido de una etiología histórica, hay que decir que Israel llegó al conocimiento de las verdades sobre la creación mediante una reflexión de fe sobre los presupuestos soteriológicos de su existencia actual... A la luz de este principio hermenéutico cabe distinguir más exactamente en nuestra cuestión entre contenido y modo de la afirmación... Hay que considerar como contenido de la afirmación sobre el origen del hombre lo siguiente: el hombre recibe la existencia global y concreta de la acción creadora y libre de Dios, que lo ha elegido y creado para que sea su interlocutor libre. Este interlocutor de Dios, que el creador diferenció en dos sexos, procede de la tierra, como los otros vivientes; pero difiere radicalmente del animal por ser el único capacitado y destinado a responder de palabra y de obra a la llamada de Dios y por guardar una relación directa con el Señor absoluto del mundo... Esta relación con Dios... es siempre el fundamento más íntimo de su existencia.

Frente a esto, todo lo que el hagiógrafo añade sobre el origen del primer hombre, sobre el modo de su creación, debe considerarse como forma expresiva y recurso expositivo» (J. Feiner, Des Ursprung des Menschen, en MySal II1, 1967, 562-583, aquí 563 s [ed. cast.: Cristiandad, Madrid 1971]).

integrantes del ser humano. Pero ¿no están también las fuerzas psíquicas y los actos psíquicos del hombre apoyados, sustentados y mediatizados por lo orgánico y, en este sentido, no influyen y coproducen los padres el «alma» del niño, sus inclinaciones, talentos y capacidades heredadas? La creencia en la relación «inmediata» de cada ser humano con Dios no puede formularse en oposición a este hecho, sino que debe formularse en su fundamento: Dios no es el rival de los padres humanos, que tenga que añadir en una intervención especial lo que los padres no deben o no pueden hacer. Dios actúa —tal es la buena teología escolástica— mediante las causas segundas, las causas creadas. Y con su ayuda —en este caso, de los padres— crea una nueva «personalidad», una nueva subsistencia humana que puede y debe vivir, en el conocimiento y en la opción volitiva, la relación creatural individual, «inmediata», con Dios. «Por eso la creación del alma de cada ser humano es nada más, pero nada menos, que el nacimiento de una nueva persona en la totalidad de un mundo que es creado de modo continuado por Dios como un universo donde se desarrollan personas humanas. Y la creación del alma humana en los primeros hombres es la génesis de personas en un mundo que, bajo la causalidad creadora de Dios, ha alcanzado la cima de su evolución... La creación de Dios consiste en dar la existencia, desde y hacia sí, de forma que lo creado posea la apertura para el diálogo con Dios —rebasando totalmente sus propias fuerzas»61.

Lo que es válido para la génesis de cada ser humano hoy, lo es también fundamentalmente para el comienzo de la hominización en los umbrales de la historia de la vida en nuestra tierra:

«La causalidad de Dios no debe concebirse como una acción realizada junto a la acción de la criatura o que produce algo que la criatura no puede producir, sino como una acción que produce la acción misma de la criatura, superando y rebasando sus propias posibilidades».

Si el desarrollo del hombre desde una forma de vida prehumana es un hecho, este concepto general de devenir, causa y acción debe aplicarse también a la hominización. La génesis del primer hombre habría que concebirla entonces en el sentido de que una forma de vida prehumana alcanzó una autotranscendencia, una ascensión desde un organismo no animado por el espíritu a otro animado por el espíritu; pero no por las propias fuerzas de este ser prehumano, sino en virtud de la dinámica del ser absoluto de Dios como fundamentación transcendente del ser y del obrar infinito. Dios efectuó el devenir del nuevo ser, del primer hombre, pero no sustituyendo a la causa segunda; su actividad no se realizó junto a la actividad de la criatura prehumana, como una causalidad parcial añadida a ésta, sino como el fundamento

61. P. Schoonenberg, Gottes werdende Welt, 46, 48.

transcendente que posibilita de modo creativo la autosuperación de esa criatura. Dado que la hominización versa sobre un ser corporal, se efectúa en el plano del espacio y el tiempo y muestra por ello una vertiente empírica que las ciencias naturales han de investigar... Mientras se mantengan en su ámbito de competencia y no pretendan dar una explicación total de la génesis del hombre, queda un margen para enunciados sobre ese mismo suceso que la fe puede y tiene que formular»62.

b) Fe en la creación y crisis del medio ambiente

Los debates actuales sobre el trato correcto con nuestro medio ambiente han generado en la conciencia colectiva la convicción de que nuestro espacio vital está seriamente amenazado. No podemos detenemos aquí a describir y denunciar la explotación abusiva de las fuentes de materias primas y, sobre todo, el progresivo exterminio de plantas y animales. La situación de crisis determina desde hace años, cada vez más, nuestra sensibilidad y nuestro pensamiento. Por eso se ha replanteado, de modo totalmente nuevo, la fe judeo-cristiana en la creación en perspectivas opuestas: algunos han hecho de la fe en la creación el chivo expiatorio y le han responsabilizado del tratamiento que el hombre da a la naturaleza. Muchos otros, en cambio, esperan de una nueva reflexión sobre la idea del medio ambiente como creación de Dios una reorientación para el trato respetuoso con los co-habitantes de la Tierra recibida en común.

1. La fe en la creación, ¿causa de la destrucción de la naturaleza?—Resulta un tanto extraña, a primera vista, la celeridad con que los reproches al pensamiento cristiano se transforman en la actitud contraria — como el viento que cambia de dirección en una tormenta repentina. Los círculos hostiles a la Iglesia y alejados del cristianismo consideraron durante mucho tiempo que los creyentes y, sobre todo, la Iglesia oficial, mantenían una actitud reaccionaria frente a toda posibilidad de progreso derivada de la investigación de las ciencias naturales. Este reproche no era del todo injustificado. No hace falta evocar el célebre caso de Galileo: la actitud adoptada ante la teoría de la evolución es de fecha más reciente y habla con bastante claridad. Se suele señalar, por otra parte, que todo el desarrollo espectacular

62. J. Feiner, Der Ursprung des Menschen, 571; cf. K. Rahner, Die Hominisation als theologische Frage, 79-90; O.H. Steck, Die Herkunft des Menschen, Zürich 1983, 105-111.

de las ciencias naturales en la Edad Moderna y sus consecuencias en el plano de la técnica y de la civilización fueron posibles sobre la base de una «cosmovisión» que considera el sol y la luna como simples astros luminosos y no como dioses, que no adora vacas o toros o serpientes sagrados, que ve y trata, en suma, las cosas del mundo de un modo muy «objetivo». La fe cristiana en la creación tuvo su parte, sin duda, en esta desdivinización del mundo. La conciencia de la condición creatural del mundo significó de hecho una «desmitologización y deshumanización del mundo, que... fue considerada, con razón, no como <naturaleza sagrada>, sino como el material para el poder creativo del hombre»63. Esa relación de tipo histórico-cultural, sin ser apenas «demostrable», obviamente, es algo más que una mera presunción. Pero si se apela a la fe en la creación como base para un tratamiento sin prejuicios, de disección, de análisis y de construcción de la naturaleza, ello suscita la desconfianza y provoca los reproches que proliferan desde algún tiempo atrás: por ejemplo, Dennis Meadows, Carl Amery y Eugen Drewermann, siguiendo a algunos precursores aislados (Friedrich Nietzsche, Arnold Toynbee, Karl Löwith), sostienen decididamente que la religión cristiana contribuyó a alimentar una actitud de arrogancia del hombre frente a la naturaleza y ha fomentado, en consecuencia, su explotación sin freno y a corto plazo64. Suele citarse sobre todo, en tono reprobatorio, el pasaje de Gén 1, 28: «Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; y dominad... todos los vivientes...». ¿Qué se puede decir a este respecto?65

Los términos hebreos que se traducen por «someter» y «dominar» son, en efecto, muy expresivos y denotan la idea de una superioridad incondicional y de un sometimiento inexorable. Pero, a fin de percibir correctamente el tono de estas palabras cuando fueron escritas, no hay que olvidar una situación totalmente distinta del hombre dentro de la naturaleza: el hombre, expuesto casi sin posible defensa a la intemperie y a los poderes de la naturaleza y en constante peligro de ser atacado

63. K. Rahner, Grundkurs des Glaubens, 88 (ed. cast. citada)

64. Detalles y documentos en K. Lehmann, Kreatürlichkeit des Menschen als Verantwortung für die Erde, en Ph. Schmitz (ed.), Macht euch die Erde untertan? Schöpfungsglaube und Umweltkrise, Würzburg 1981, 73 s; sobre E. Drewermann, cf. Id., Der tödliche Fortschritt. Von der Zerstörung der Erde und des Menschen im Erbe des Christentums, Regensburg 1981.

65. Cf. N. Lohfink, «Macht euch die Erde untertan?»: Orientierung 38 (1974) 137-142; Id., Unsere grossen Wörter, Freiburg 1977, 190-208; Id., Der Schöpfergott und der Bestand von Himmel und Erde. Das Alte Testament zum Zusammenhang von Schöpfung und Heil, en G. Altner y otros, Sind wir noch zu retten? Schöpfungsglaube und Verantwortung für unsere Erde, Regensburg 1978, 15-39; R. Sauer, «Macht euch die Erde untertan»? Trägt das Christentum Mitschuld an der ökologischen Krise?: Pastoralblatt 37 (1985) 2-11.

por animales salvajes, en perpetuo «estado de alerta», recibió la pro-mesa divina de no ser aniquilado; el «monstruo del cañaveral» no lo arrebatará, «caminará sobre chacales y víboras, pisoteará leones y dragones» (cf. Sal 91, 13), como una promesa de vida y de estímulo contra toda angustia justificada. «Hubo antaño una lucha a vida o muerte entre el hombre y el animal; pero la lucha no acabó en el exterminio de los animales, sino en la convivencia con ellos. En esta convivencia aprendió el hombre lo que es el señorío»66. Ser señor de la situación significaba entonces «domesticar y criar». El texto de la Biblia no induce en modo alguno a la actitud equivocada de una explotación implacable.

Más importante aún que esta consideración general, histórico- cultural, es la observación de que ya el relato yahvista de la creación señala cómo Dios puso al hombre en el jardín del Edén «para que lo cultivara y lo guardara» (Gén 2, 15)67. El texto expresa claramente lo que significa el señorío: el señor es siempre responsable de todo. Señorío significa también la guarda cuidadosa de los bienes confiados. No es casualidad que el pastor sea en el antiguo Oriente la imagen preferida para designar al soberano. Mas, para comprender correcta-mente el pensamiento religioso de los antiguos en este punto, no hay que olvidar en ningún caso hasta qué punto se desploma, en la perspectiva del Génesis, el orden original de la creación por el mal di-fundido en el hombre, hasta qué punto el pecado trastorna el plan originario de Dios sobre el «señorío» y destruye la solidaridad del ser creado.

«La historia de la explotación y de la rapiña de la naturaleza por el hombre no se puede relacionar, pues, en rigor ni con la Biblia ni con la interpretación de la Biblia por la Iglesia. La influencia positiva que la fe bíblica en la creación tuvo en el progreso de la existencia humana no se puede confundir con esas formas extremas de destrucción de la naturaleza que se desligaron de este proceso y, a través de los avances problemáticos de la secularización y la racionalización, han adquirido un perfil que no se identifica con la misión de señorío de la Biblia. Hay que rechazar en este punto todas las explicaciones simplistas —las que más impresionan—, porque los procesos complejos de este tipo nunca se pueden comprender por la vía monocausal»68.

66. C. Westermann, Schöpfung, Stuttgart 1971, 78.

67. Cf. Ph. Schmitz, Damit er den Garten bebaue und hüte (Gén 2, 15) das Gesetz der Schöpfung. Moraltheologische Überlegungen zur Umweltkrise, en Id. (ed.), Macht euch die Erde untertan?, 89-121.

68. K. Lehmann, Kreatürlichkeit des Menschen als Verantwortung für die Erde, 79.

2. Solidaridad de todo lo creado. —Los autores de esos textos bíblicos antiguos que han determinado siempre la idea cristiana de la creación afrontaban, pues, en su época unos problemas diferentes a los que nos agobian actualmente. No les inquietaba la explosión demográfica ni podían imaginar que fuese posible la contaminación de la tierra, de las aguas y del aire que hoy nos amenaza. Por eso no hay que esperar de ellos respuestas directas a nuestras preguntas ecológicas vitales. No obstante, el relato del escrito sacerdotal esboza indirectamente «una imagen del hombre en el cosmos, sobre todo en su doctrina sobre el trabajo humano... y sobre su ordenación al culto religioso que... condena como antidivina y antihumana cualquier destrucción de la bondad estable de este mundo con el pretexto de la autonomía humana. Además, la salvación y la creación se correlacionan tan estrechamente en el escrito sacerdotal, que el deterioro de lo creado implica la renuncia a la salvación. No hay salvación para el hombre al margen de lo creado... Qué equivocados estaban aquellos que pretendían legitimar con la frase del escrito sacerdotal <creced, multiplicaos, someted la tierra> la situación que atraviesa ésta en nuestro tiempo. Las imágenes y los relatos del escrito sacerdotal pueden ayudarnos hoy a construir lentamente unos «contra-mitos» para destruir el mito del progreso que la Edad Moderna grabó profundamente en nuestras almas. Esta Edad Moderna es la más clara demostración de que sólo cabe encontrar la salvación en el ámbito de lo creado»69.

¿Cabe inferir ciertos principios «teológicos» adicionales sobre la base de esta perspectiva fundamental para perfilar la actitud correcta y objetiva, es decir, «acorde con la creación», ante nuestro entorno... aun siendo conscientes de que la Biblia no puede ofrecer recetas para resolver nuestros problemas ecológicos actuales?

Dada la complejidad de las circunstancias y las interrelaciones, de sus causas y de los problemas de control, resulta ilusorio creer que los cristianos tienen que saber exactamente lo que haya que hacer en concreto. Sin embargo, hay una cosa absolutamente cierta: si el estilo de vida de las naciones ricas industrializadas, es decir, si nuestro nivel de vida no se puede extender a todas las personas del mundo y tampoco puede mantenerse mucho tiempo entre nosotros, sin provocar el colapso ecológico-económico, entonces se impone la reorientación, entonces no podemos evitar la necesaria autolimitación voluntaria. Mas para que toda una colectividad se pueda motivar para tomar decisiones y emprender acciones de autolimitación voluntaria, se requieren muchos estímulos y hay que dar muchos pasos que suponen un gran

69. N. Lohfink, Der Schöpfergott und der Bestand von Himmel und Erde, 37-39.

esfuerzo. Y los cristianos podemos hacer una aportación intransferible en este esfuerzo por alcanzar una verdadera y eficaz «conversión» del pensamiento y de la vida. La aportación no consistiría tanto en formular tesis de protesta inspiradas en frases de la Biblia, sino en una amplia y fundamental «reactivación de la imagen bíblica del hombre», de la conciencia del don único que es nuestra vida dentro de un espacio vital otorgado y limitado70. No sólo debemos reconocer que formamos con vegetales y animales una comunidad de vida, sino también que todos los seres humanos miserables, hambrientos y explotados son hermanos nuestros, hijos del Padre común, y que los niños —los nacidos y los no nacidos— necesitan al menos tanto cuidado y protección como las especies de animales en peligro de extinción. Si la comunidad de solidaridad humana ha de sobrevivir, requiere algo más que la ternura con los animales y una sensibilidad para las bellezas de la naturaleza. Se trata, nada menos, de la imagen correcta del mundo y del hombre y de las pautas de conducta humana resultantes de ella. Pero en esta perspectiva radicalmente renovada recobran todo su peso los textos de la Biblia. Sería posible, por ejemplo, derivar del séptimo precepto del decálogo (cf. Lev 19, 11-18; Ex 21, 16; Dt 24, 7) una «suma de las relaciones entre el mundo y el hombre»: «El precepto <no robarás> garantiza al ser humano la integridad corporal y la autonomía espiritual. Cada hombre y mujer tiene derecho a la parte de mundo que es irrenunciable para su desarrollo como ser humano. El precepto de Dios muestra una clara preocupación por el entorno, que puede perjudicar o favorecer al cuerpo y a la vida... Una comunidad que redescubra esta ley, la entenderá como una invitación a preservar y mantener, por su propio bien, el medio ambiente, que es parte de la creación. Así podrá recuperar el conocimiento que, bajo la guía del creador, necesita para encauzar la crisis hacia el desarrollo humano... Sobre la base del derecho humano reconocido en el séptimo precepto del decálogo, la comunidad humana puede fundamentar un orden justo que englobe a todo el planeta»71'.

Los cristianos, pues, en el intento de encontrar una salida de la crisis, no debemos limitarnos a alimentar la esperanza de «sobrevivir», aunque ya esto podría aportar mucha luz y una mayor serenidad en medio de los debates sombríos, amargos y convulsos.

A veces parece, sin embargo, que basta que los cristianos se liberen de la ignorancia, el embotamiento y el miedo al compromiso para poder extraer de sus propios «recursos» de fe las energías necesarias para adoptar una nueva conducta en relación con el medio ambiente72.

70. Cf. para lo que sigue Ph. Schmitz, Damit er den Garten bebaue und hüte, 110-118.
71. Ibid., 112.
72. Cf. K. Lehmann, Vergisst
die Kirche die Schöpfung ihres Herrn? Einlei
tendes Statement zum gleichnamigen Forum auf dem 88. Deutschen Katholikentag München 1984, Mainz 1984; Zunkunft der Schöpfung-Zukunft der Menschheit. Erklärung der Deutschen Bischofskonferenz zu Fragen der Umwelt und der Energieversorgung (Die deutschen Bischöfe 28), Bonn 1980.


c) Dios y el mal

El verdadero reto, siempre insistente y siempre nuevo, que encuentra la fe en la creación como obra de un Dios bueno es la realidad del mal en el mundo. Hemos aludido ya a esta problemática como impugnación a la fe veterotestamentaria en Yahvé y como tentación permanente para abrazar el pensamiento dualista en la historia de la tradición. «La conciliación de Dios y el mal ha sido siempre la cruz de la teología. A pesar de todas las respuestas que han dado filósofos y teólogos en el curso de la historia, esta cuestión inquietante acosa una y otra vez al creyente y pone a cada generación de teólogos ante la aporía que el filósofo Epicuro formuló ya 300 años antes de Cristo: <O bien Dios no quiere impedir el mal, y entonces no es bueno, o no puede impedirlo, y entonces no es omnipotente, o no puede ni quiere, y entonces es débil y malo al mismo tiempo, o bien puede y quiere, y sólo esto es digno de Dios; pero entonces ¿de dónde viene el mal y por qué él no lo elimina?>»73. Georg Büchner lo formula así en su drama La muerte de Danton: «¿Por qué sufro? Tal es la roca del ateísmo. El más leve espasmo de dolor, aunque dure un instante, supone un desgarro en la creación de arriba abajo» (I1I, 1). Ante la radicalidad y la profundidad abismal de esta cuestión, hemos de re-conocer que cualquier intento de dar una respuesta es en extremo problemático. La dificultad aumenta por la necesaria brevedad de esta exposición. No podemos, sin embargo, guardar silencio ante el «problema de la teodicea» 74 en la exposición de nuestra fe.

1. Las respuestas de los primeros documentos de la fe. —Es obvio, después de todo lo dicho, que la visión judeo-cristiana del mundo rechaza como insuficientes todos los intentos de explicación dualistas y monistas: tanto la idea de un segundo principio originario malo como la idea de que un Dios único alberga en sí, de igual modo, el mal y el bien, destruyen la fe bíblica en Dios.

73. J. B. Brantschen, Gott und das Böse. Aktuelle theologische Erwägungen zu einer zeitlosen religiösen Frage: Herderkorrespondenz 33 (1979) 43-49, aquí 43; cf. H. Häring, Die Macht des Bösen, Einsiedeln / Gütersloh 1979; H. Haag, Vor dem Bösen ratlos?, München 1978; A. Görres / K. Rahner, Das Böse. Wege zu seiner Bewältigung in Psychotherapie und Christentum, Freiburg 31984.

74. Cf. W. Kern / J. Splett, Theodizee-Problem, en SM IV, 1969, 848-860 (ed. cast: Herder, Barcelona); J.P. Jossua, Das Böse, en NHThG I, 1984, 119-131.

La visión creyente se inspira fundamentalmente en el texto del «yahvista», Gén 2 y 3: el hombre concreto, la libertad creada, finita, se resistió desde el principio a la llamada de Dios. Por eso no es Dios, sino el hombre mismo el responsable de la existencia inmersa en el sufrimiento que tiene que soportar.

La consideración de la peculiaridad literaria es de importancia decisiva para la recta comprensión de estos pasajes de la Biblia. El teólogo veterotestamentario, en su visión retrospectiva, fuertemente impregnada de mito, no intenta ofrecer detalles históricos del pasado, «lo individual y puntual, sino lo típico y total, lo que tiene una validez permanente» 75: por una parte, el carácter de don que distingue a la vida, al entorno y al espacio vital, y por otra, el terrible «lado oscuro» de la experiencia humana de la vida. Pero esta doble visión del hombre no es un destino fatal para él, sino un proceso voluntario que tiene sus motivos. El yahvista da a entender que la pregunta por estos motivos viene a desvelar la naturaleza del hombre y su maldad.

«Para buscar en la historia originaria las razones de esta experiencia uni-versal de un mundo desgarrado, el narrador presenta una imagen primigenia de este mundo sin las disminuciones, pérdidas y restricciones que caracterizan a la existencia real. Presenta este mundo vital, destinado al hombre en los orígenes, como el inicio de su historia primigenia en los párrafos dedicados a la creación dentro del relato sobre el paraíso de Gén 2, 4b-25... El narrador esboza aquí un mundo elemental, perfecto, de seres vivos; pero hay que tener presente lo que le impulsa a ello. El móvil no es hacer una ciencia ficción retrospectiva ni plasmar el juego ilusorio de ensoñaciones edificantes de perfección, olvidando las experiencias negativas del mundo, en una imagen que nunca se hace realidad ni el narrador puede pretenderlo (3, 23 s). El móvil es emitir un juicio crítico sobre el mundo de la experiencia real; a él contrapone la imagen del mundo creado en los orígenes...

Pero el mundo real no es ya el de los orígenes, sino que aparece lleno de sombras, y viene a reducir y perturbar ese mundo vital originario, nacido de la iniciativa de Dios. Por eso el narrador yahvista, lejos de toda idea fatalista, lo atribuye, como una secuela, al género humano, que nunca se pone en manos de Yahvé ni se somete al sentido y a los valores establecidos por Dios, sino que se hace la ilusión de poder desligarse de Dios y poder determinar, orientado de modo autónomo en sí mismo y en sus propios intereses, lo que conviene y lo que perjudica a su existencia, la <ciencia del bien y del mal>... Este tipo de hombre real, que <alberga malas intenciones en su corazón>, como señala el narrador en los fragmentos-marco del relato del diluvio (6, 5; 8, 21), se manifiesta en la rebelión de la humanidad contra Dios, que el narrador describe al comienzo (3, 1 ss) y al final de la historia primigenia (11, 1-9), y también en el deterioro de las relaciones humanas, como se ve en la culpabilidad de Eva (3, 12), en el fratricidio de Caín (4, 1 ss) y en el pecado de Canaán (9, 18 ss). Las únicas causas del mal son la índole del hombre y su afán de obrar de modo autónomo en el trato con su mundo natural... El yahvista, pues, no

75. O.H. Steck, Die Herkunft des Menschen, 78.

encuentra el mal en los impulsos naturales que el hombre comparte con los animales –la relación del pecado general o pecado original con el impulso sexual nada tiene que ver con la Biblia–, sino, en una perspectiva mucho más global, en el norte que haya de orientar la vida del hombre: él mismo, sus intereses, determinaciones, ideas e impulsos autónomos, o Dios, que le otorgó la vida, la acción de Dios y lo que Dios dispone para él.

¿Puede el hombre superar el mal? Ya el yahvista contesta negativamente y sólo encuentra una salida en la iniciativa que Dios toma cuando llama a Abrahán y le revela de nuevo lo que es bueno para el hombre (12, 1-3). El nuevo testamento extrema aún más esta visión ante el acontecimiento de la crucifixión del Dios humanado»76.

Esta perspectiva permite ver, no sólo el esquema formal de la composición literaria, sino también el horizonte teológico desde el cual la tradición cristiana elaboró el (equívoco, pero) importante concepto de pecado original: la situación pecaminosa que experimentamos y en la que nos movemos («pecado de herencia») se basa en la acción histórica libre del hombre («pecado original») que, por una parte, nos determina negativamente y, por otra, nosotros agravamos aún más con nuestra propia conducta.

En estos temas teológicos se ha desarrollado desde hace años un intenso debate en tomo a una interpretación actual y responsable que intenta tomar en serio e incluir los conocimientos de la teología bíblica, de la historia de los dogmas, de la antropología e incluso de la paleontología. A mi juicio, es sobre todo el modelo «socio-teológico» el que puede preservar y aclarar todos los elementos esenciales de la doctrina clásica del pecado original77: el pecado de los primeros hombres desencadena un alud de desgracias y de maldad, se convierte en el pecado de la humanidad, en el pecado del mundo, según expone la Biblia de múltiples modos. Cada ser humano entra, al nacer, en esta situación inicial de signo negativo, causada culpablemente por el hombre y agravada constantemente por nuevas maldades y pecados en el curso de la historia. La inserción en el contexto generacional descalifica, pues, a cada ser humano a la hora de hacer su propia opción de libertad (que resulta, en esa medida, prepersonal) y le expone a estructuras de conducta que «los hombres» (padres, antepasados, ascendientes, contemporáneos), han conformado en sentido pecaminoso y culpable; para encontrarse consigo mismo y con el mundo, el individuo sólo puede internalizar lo que ya existe en una modalidad negativa. Este esquema de una idea renovada y profundizada del «pecado original» es muy escueto y por ello resulta también equívoco; pero permite reconocer que

76. Ibid., 83-86.
77. Cf.
P. Schoonenberg, Der Mensch
in der Sünde, en MySal II, 1967, 845-941, especialmente 886-898; 928-935 (ed. cast: Herder, Barcelona 1971); N. Lohfink y otros, Zum Problem der Erbsünde. Theologische und philosophische Versuche, Essen 1981.

el «pecado original» es sustancialmente la pérdida del don de la relación positiva con Dios, de la auténtica comunión del hombre con Dios.

En esta visión de la «culpa original» como una estructura de comunicación originariamente perturbada e internalizada reaparece también el bautismo como un sacramento de iniciación en su significado global: el bautismo que, según la teología clásica, borra la culpabilidad de las condiciones negativas iniciales del bautizado, mas no la carga que éste ha de soportar por las secuelas que se derivan de su situación en la comunidad del Espíritu santo. Pero esta incorporación en la comunidad de los asociados al destino de Jesucristo supera la «culpa original» y sus amargas consecuencias cuando se realiza la comunidad como don de Dios y se logra la vida en el Espíritu de Jesucristo, cuando los unos conllevan las cargas de los otros, cuando los miembros forman juntos un solo cuerpo de Cristo.

La idea expresada por el término (necesitado de interpretación) «pecado original» es de importancia decisiva para mantener la tensión entre la realidad del mal y el reconocimiento de la imagen bíblica de Dios. Walter Kasper formula esta conexión en una tesis aparentemente disonante, pero que merece la plena aprobación: «El que... no quiera fijar el pecado metafísicamente ni desdeñarlo, y quiera lograr esto de un modo válido para el pensamiento, ha de considerar la doctrina clásica del pecado original, no en su desafortunada expresión conceptual, pero sí en su contenido, que es uno de los mayores logros de la historia de la teología y una de las aportaciones más importantes del cristianismo a la historia del espíritu»78.

Por valiosa que pueda ser esta tesis, su influencia en la «cuestión de la teodicea» sólo puede ser, obviamente, la de invalidar las soluciones aparentes y dejar abierta la verdadera problemática.

Antes de seguir adelante, conviene insertar una breve digresión sobre el tema del «diablo». Este tema, en efecto, ha desempeñado siempre un papel nada desdeñable en el tratamiento tradicional de este conjunto de problemas. Los debates en tomo a los «exorcismos de Klingenberg», hace algunos años, demostraron la necesidad, no sólo de desmontar ciertas ideas deformadas, erróneas y abstrusas de la superstición y de la religiosidad popular, sino también de formular de modo nuevo la descripción e interpretación teológica. Es una empresa ardua, porque la preocupación por la tradición completa induce, por un lado, a reiterar simplemente antiguas fórmulas, mientras, por el otro, la Labor de mediación histórica de la fe se limita, a veces, al «desmontaje» correspondiente.

Estimo que en el debate sobre la realidad del mal y sobre la existencia de un ser personal demoníaco, satánico79, son importantes tres ideas directrices:

78. W. Kasper, Jesús el Cristo, 251.
79. Cf. W. Kasper / K. Lehmann (eds.), Teufel-Dämonen-Besessenheit. Zur Wirklichkeit des Bösen, Mainz 1978.

Primero: en el esfuerzo por una comprensión teológicamente correcta de las frases bíblicas e histórico-religiosas, no se puede paliar o trivializar en sentido racionalista la realidad del mal y su carácter enigmático, el «misterio del mal». Un problema nunca se resuelve empequeñeciéndolo o negándolo. Tampoco se trata de dar una explicación intelectual lo más plausible posible, sino de la potenciación existencial.

Segundo: es importante reconocer y tomar en serio el «carácter personal» del mal. Esto no significa simplemente estar convencido de la existencia de un ser demoníaco personal en el sentido de la concepción tradicional del diablo, sino que significa, ante todo, tomar totalmente en serio que el mal reside en la relación, en la conducta personal. El calificativo de «malo» no deriva tampoco de una circunstancia cosista y de constelaciones fácticas, sino de la relación de personas que participan o están implicadas o afectadas (esto es válido también para el «mal estructural»). La polémica, parcialmente justificada, contra una personificación mitológica del mal no debe perder nunca de vista este aspecto importante.

Tercero: en el esfuerzo por comprender el lenguaje bíblico sobre Satanás, el énfasis y el punto central debe ocuparlo el poder y la fidelidad de Dios; su voluntad salvífica y su evangelio deben dar la tónica y ocupar el punto central. Por eso habría que reservar también la expresión «creo en» para nuestra respuesta a la interpelación de Dios. Creemos en Dios y en su acción descrita por el credo con cierta detención, más no creemos en Satanás cuando opinamos o estamos convencidos de que «existe». «La doctrina eclesial del mal no hará otra cosa, en definitiva, que aguzar la visión para los signos del tiempo e infundir sentido crítico frente a la pompa diaboli, la pompa y vanidad demoníaca, dar lucidez para las fuerzas del bien, sensibilizar para la dimensión profunda del sufrimiento humano, consolar recordando el poder y el amor, siempre mayores, de Dios. El atroz abuso que se ha cometido y, en parte, se sigue cometiendo con esta doctrina no descalifica el uso, sino que lo exige.

Sería un error, sin embargo, suponer que el cristiano tenga que defender hoy la fe en el diablo contra la increencia. Nosotros creemos en Dios y no en el diablo; pero esta fe en Dios no es ingenua; no olvida los abismos existentes en la realidad, sino que los tiene en cuenta. Por eso creemos en Dios, que triunfa sobre el fuerte, porque es más fuerte, y nos libra de él. El poder y el amor siempre mayores de Dios: tales son los postulados básicos de la doctrina eclesial sobre el mal»80.

2. Intentos de «solución».—¿Qué base tiene esa creencia? ¿No es insensata y temeraria? «Auschwitz y el archipiélago Gulag, las reiteradäs catástrofes de terremotos y maremotos que se llevan o dejan mutiladas a cientos de miles de personas, incluso un solo caso de niño que muere de un cáncer de huesos incurable puede convertir en sarcasmo el lenguaje sobre el Padre infinitamente bueno y poderoso»81.

80. W~-Kasper, Die Lehre der Kirche vom Bösen, en R. Schnackenburg (ed.), Die Macht des'Bösen und der Glaube der Kirche, Düsseldorf 1979, 68-84, aquí 84.
81. J. B. Brantschen, Gott und das Böse, 44.

La tradición cristiana desde Agustín intenta que esta experiencia no sea pábulo para objetar contra Dios, sino a la inversa, para explicar la posibilidad del mal invocando la grandeza infinita de Dios. Tomás de Aquino formula así este tímido postulado: «Como hace notar con razón Agustín, siendo Dios infinitamente bueno, no toleraría nada malo en sus obras si no fuese tan omnipotente y bueno como para transformar el mal en bien» (Sth I q. 2, a. 3, ad 1). Esta oración condicional, basada cautelosamente en la acción histórica de Dios, ofrecía en todo caso la posibilidad de interpretar el mal (malum physicum) y las contrariedades de la vida como castigo que refuerza la justicia de Dios y educa al hombre culpable para ser mejor. Aunque la experiencia existencial de que el sufrimiento puede purificar y hacer madurar favorece este argumento, hay algunas preguntas punzantes que el pensamiento no puede dominar: ¿En qué reside lo malo del «mal»? ¿Qué es lo que convierte la erupción de un volcán, que es un espectáculo grandioso y fascinante para un espectador alejado, en catástrofe para el afectado? ¿Qué es lo que convierte el «milagro» de una tempestad que con la simple fuerza del viento puede hacer naufragar un buque y aniquilar a su tripulación, en una desgracia? El «devorar y ser devorado» ¿es principio fundamental del mundo de seres que están inmersos en un mismo torrente vital, de forma que el uno viva del otro? ¿Quién no vive de las fuerzas de los otros y a su costa? ¿Cómo puede desencadenar un mismo suceso dolor y gozo, como ocurre en la experiencia cotidiana de que la indigencia de uno redunda en beneficio de otro? ¿Cómo es posible que un suceso que desde un punto de vista limitado (o inicialmente) aparece como desastroso, resulte ventajoso en un contexto más amplio (o posteriormente)? El conocimiento de la totalidad, que incluye también el «mal», ¿es ya el giro fundamental hacia el «bien»? ¿Quién se atreve, cuando es afectado por un grave sufrimiento, a contestar sin más afirmativamente a esta pregunta? Lo que no se «explica» en modo alguno es la posibilidad de la recusación directa y de la maldad humana, del pecado (malum morale). ¿Dónde se abre, en la estructura de la creación de Dios, el hiato para la «negación» humana al bien? Dios quiere tener al hombre como amante porque quiere comunicarse a él plenamente. La confianza y la entrega sólo son posibles como opción libre, pero la libertad incluye también la terrible posibilidad del egoísmo y del odio. La libertad humana con su fatal posibilidad de perversión es el «precio del amor»82.

82. Cf. G. Greshake, Der Preis der Liebe. Besinnung über das Leid, Freiburg 1978.

Pero ¿esa idea luminosa no se convierte inmediatamente en una limitación de la causalidad universal de Dios? «Lo cierto es que Dios no puede querer el pecado, ya que de ese modo desaparecería Dios como último fin de todas las cosas o, en lenguaje bíblico, ello atentaría contra la santidad de Dios. También es seguro que Dios no quiere que no exista el pecado, pues de otro modo éste no existiría. Queda, pues, sólo esto: Dios no impide lo que podría impedir, y esto significa que Dios quiere permitir el pecado... El que ridiculiza el concepto de <permisión> tendría que reconocer al menos el postulado que persigue: ese concepto respeta la absoluta soberanía de Dios sin hacer responsable a Dios del pecado, y toma en serio, al mismo tiempo, la libertad creada. Pero la tradición reconoce así, de hecho, que no logra resolver conceptualmente la coexistencia y oposición entre libertad absoluta y libertad finita. Tomás respeta el misterio con este concepto indefinido y continúa más allá del misterio... Dios permite el pecado porque mediante él puede y quiere brindarnos un bien mayor: Jesucristo y su gracia»83. También esta idea se refugia, pues, al final bajo el signo del argumento agustiniano: Dios sabe transformar el pecado en bien; por eso lo permite. ¿Esta solución es demasiado trivial? ¿Argumenta con excesiva precipitación? ¿Es demasiado torpe? ¿Soluciona algo? ¿Es una respuesta que pueda satisfacer al pensamiento? No es extraño que en la historia moderna del espíritu se emprendiera el colosal intento de abordar este problema sin el «Dios permisivo» y sólo con el hombre consciente de su responsabilidad, dispuesto a la resistencia, con voluntad de cambio84. Sin embargo, el resultado obtenido es aún más desalentador. Casi todo ha cambiado en los últimos siglos de «liberación humana de las cadenas» de la creencia en Dios, y muchas cosas para mejor; pero la experiencia de la maldad se ha vuelto aún más opresiva. ¿Dónde están los criminales de la «victoria final»? ¿Quién asume la responsabilidad? La «profesión de esperanza» de Wurzburgo habla de un «delirio íntimo de inocencia que se extiende en nuestra sociedad y con el que buscamos la culpa y el fallo, si acaso, en <los otros>, en los enemigos y adversarios, en el pasado, en la naturaleza, en la herencia y en el medio ambiente. La historia de nuestra libertad aparece disociada, demidiada. Actúa en ella un mecanismo secreto de exculpación: los éxitos, logros y triunfos de nuestra actividad nos los atribuimos a nosotros mismos; pero seguimos cultivando el arte de la represión, la negación de nuestra incumbencia, y buscamos siempre

83. J.B. Brantschen, Gott und das Böse, 44 s.
84. Cf. H. Häring, Versöhnung Gottes mit dem Elend der Welt? Wider eine vorschnelle Theodizee, en A.J.
Buch / H. Fries (eds.), Die Frage nach Gott als Frage nach dem Menschen, Düsseldorf 1981, 63-85, especialmente 67-75.

nuevos pretextos ante el lado oscuro, el lado catastrófico, el lado infeliz de la historia hecha y escrita por nosotros»85.

De ese modo, el intento heroico y arrojado de una «antropodicea», de una disolución del «misterio de la maldad» en el propio cálculo humano, desemboca en una queja y acusación demoledoras: «Por qué la sociedad humana es como es? ¿Por qué nos oprimimos mutuamente, por qué nos quitamos la libertad? ¿Por qué la persecución, la tortura y el asesinato siguen siendo en muchas partes una práctica cotidiana? ¿Por qué producimos hambre y huida, por qué destruimos las condiciones para una vida humana? ¿Puede mejorar la sociedad si mejora cada individuo? Pero ¿cómo será esto posible en esta sociedad?... Así surge, junto a la pregunta indignada por el estado del mundo, la otra pregunta, abordada a menudo: ¿Por qué el hombre es como es? ¿Por qué no obra razonablemente, como debiera? ¿Por qué destruimos, por qué preferimos la negación a la afirmación? ¿Por qué nos damos unas normas, reglas y usos que están marcados por el egoísmo en lugar de la solidaridad, por el afán de poseer en lugar de la voluntad de ser, por la prepotencia en lugar de la fraternidad, por la agresividad pura en lugar de la racionalidad protectora? Una antropodicea a costa de Dios tiene que fracasar en la cuestión que está llamada a resolver» 86.

3. La impotencia del amor.—Los cristianos no tenemos opción para la «autojustificación» ante semejante panorama. Pero las manifestaciones de la experiencia de fe, aun siendo insuficientes, mantienen al menos despierta la conciencia de que hay una oferta permanente de Dios para «resolver» el mal del mundo con su ayuda (aunque no para explicarlo de modo satisfactorio). Por eso deberíamos confesar con imparcialidad y modestia que no somos capaces de afrontar conceptualmente el problema de una «justificación de Dios» ante el mal del mundo. La pregunta que nace de la disociación entre experiencia de Dios y mundo vital no se puede contestar argumentando desde la cátedra y el púlpito. «Un intento teórico de demostrar la bondad de Dios ante el mal del mundo sólo puede convencer... si el destinatario puede experimentar lo que el teórico pretende enseñar. Una teodicea cristiana sólo puede convencer, en todo caso,... si se convierte en el comentario teológico de una praxis cristiana. Precede a la práctica cristiana, guiando la acción frente a las situaciones de injusticia; pero depende de la acción cristiana en tanto que intenta dar al doliente la esperanza en la bondad de Dios. En suma, la reconciliación teórica

85. Unsere Hoffnung, 15, en Synode I, 1976, 93.
86.
H. Häring, Versöhnung Gottes mit dem Elend der Welt, 74,s.

de Dios con la miseria del mundo sólo será inequívoca... si los cristianos no sólo se reconcilian en nombre de Dios con la miseria del mundo, sino que la desenmascaran como miseria y se comprometen en su superación. Sólo podemos concebir a Dios como señor del mal si practicamos y hacemos practicable la resistencia contra el mal en nombre de Dios»87. Pero ¿dónde ocurre esto? ¿Basta con mencionar a los muchos mártires de nuestros días, las muchas muertes violentas y anónimas, las innumerables «gotas» de amor cristiano al prójimo que, sin embargo, no logran enfriar las «piedras calientes» de la brutalidad? El fracaso de la filantropía inspirada en lo cristiano ¿es más esclarecedor que el de un humanismo sin Dios? — Así nos encontramos al fin, tras muchos rodeos, en el punto donde Tomás de Aquino buscó —no por azar— su respuesta: ante la cruz de Jesucristo.

Tampoco podemos penetrar en este oscuro misterio de nuestra fe: los designios de Dios son «insondables» (cf. Rom 11, 33; 9, 20). Pero podemos llegar a comprender que Dios optó libremente por la impotencia del amor, que busca al hombre con respeto y discreción, renuncia a toda violencia y coacción, no levanta barreras con la condena y la inculpación, sino que hace que el mal fracase a costa de su propia vida, de la vida de su propio Hijo, Jesús. Esta impotencia del amor aparece como el verdadero apoyo para aquel que acepta con fe que Jesús muriese para entrar en la verdadera vida de Dios. El testimonio cristiano de la resurrección constituye para todos la promesa de que justamente en la muerte el amor tiene la última palabra. La función decisiva que la fe en la resurrección ejerce en el intento cristiano de una «solución» del mal aparece formulada con agudeza por Gilbert Keith Chesterton: «La única disculpa de la creación es la resurrección de los muertos». En efecto, «la teodicea cristiana no puede dejar de lado esta esperanza en la resurrección. Ella justifica la convicción de que habrá una vida feliz después de la muerte y a pesar de ella. No se trata de una demostración; pero aquel que en su lucha por el hombre vive de la esperanza en la resurrección y lo abandona todo en manos de Dios, puede convencer y mover a la realización de esa esperanza. Liberado de la necesidad de justificarse, podrá quizá actuar de modo desinteresado y podrá llevar una práctica vital que se caracteriza por la libertad, la verdad y la solidaridad sin reservas en nombre de Dios, ostentando ya en sí las características de Dios»88.

87. Ibid., 80 s.
88. Ibid., 85;
cf. la expresión del monje Zosima en la novela de Dostoievski Los hermanos Karamázov: «Ante ciertas ideas nos atenaza la duda, especialmente cuando contemplamos los pecados de los hombres, y preguntamos: <¿Hay que actuar con violencia o con amor humilde?>. Decídete siempre por el amor humilde. Si te has decidido por eso resueltamente forzarás a todo el mundo. El amor humilde es una fuerza terrible; es la máxima fuerza, y no hay otra igual».

Nuestra reflexión sobre Dios, creador del cielo y de la tierra, nos lleva, pues, con lógica interna, a la figura y al destino de Jesucristo. Nuestro esfuerzo por conocer y comprender a Dios nos conduce a su Hijo. El es, en efecto, el camino para el Padre, él nos da acceso a la vida íntima de Dios, al misterio de su ser trino, de su amor. Justamente la historia de la salvación se convierte en el transparente luminoso para Dios mismo: su acción trinitaria como Padre, Hijo y Espíritu nos descubre una vislumbre de su ser misterioso. Las siguientes exposiciones de los artículos segundo y tercero de la fe del credo serán igualmente una «teología concreta de la Trinidad».