Fundamentación:
nosotros creemos


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Introducción

 

1. Tomás de Aquino y nuestro objetivo

Tomás de Aquino, el fraile mendicante de la alta nobleza, uno de los pensadores más sólidos de la Edad Media –sospechoso de innovador peligroso y duramente criticado en su tiempo, «para ascender» más tarde a doctor de la Iglesia, privilegiado por el magisterio– estimaba que a los estudiantes noveles, los novitii doctrinae, como él decía, las obras teológicas les producen más irritación ,que provecho. Se pronuncia sobre este tema ya en el prólogo a la Summa theologiae, que él concibió como un manual para principiantes. Y declara que esta irritación obedece sobre todo al «cúmulo de cuestiones, artículos y argumentos inútiles». Su intención es exponer con brevedad y claridad (breviter ac dilucide) en la medida en que lo permita la materia (secundum quod materia patietur), las tesis de la teología. Sin embargo, el fruto de esta intención fue una obra en varios tomos con varios miles de páginas, y esto demuestra que la «materia» ofreció cierta resistencia y que la dificultad de elaborar una suma de teología breve y clara reside en la cosa misma.

He querido recordar esta experiencia de Tomás de Aquino antes de emprender mi tarea. La experiencia, en efecto, cuadra perfecta-mente tanto al objetivo como a la dificultad de la presente exposición del símbolo de los apóstoles. El objetivo se podría circunscribir en estos términos: ante la avalancha y aparente inconexión del material ofrecido en los estudios teológicos o de los temas tratados en la predicación, en la catequesis y en la formación de adultos, hay que intentar una síntesis concisa de los enunciados fundamentales al hilo de esta profesión de fe. Después de algunas consideraciones introductorias, se exponen los artículos del symbolum apostolicum, comentándolos e interpretándolos desde la perspectiva teológica actual.

Es indudable, sin embargo, que para conseguir esa síntesis tan conveniente en un breve espacio hay que pagar un precio. La visión global se logra a costa de la amplitud y la intensidad en la exposición de los temas. Hemos de percatamos, pues, ya de entrada, de que vamos a pintar un cuadro en sus líneas generales y que no siempre se pueden colorear las superficies pequeñas y grandes que median entre esas líneas, aunque muchas veces sólo ellas iluminan realmente el cuadro. Si intentamos abordar en un libro todo «lo que nosotros creemos», Si queremos hablar sobre la cuestión de Dios y la fe en la creación, sobre Jesucristo, su nacimiento, muerte y resurrección, sobre el Espíritu santo, la Iglesia y sus sacramentos y sobre la consumación del mundo y del hombre —temas todos ellos tocados en el símbolo de los apóstoles—, la figura de tal empresa se perfila con claridad: un compendio permite obtener una visión global, pero en modo alguno puede sustituir las monografías sobre todos esos temas.

También quiero aclarar brevemente, ya desde ahora, otro punto importante. El hilo conductor de nuestras consideraciones es la profesión de fe que hace la Iglesia en sus asambleas litúrgicas. El carácter de este texto eclesial influye sustancialmente, como es obvio, en el objetivo de nuestra exposición. Es decir, si la teología en cuanto reflexión metódica sobre la fe de la Iglesia ha de facilitar la práctica responsable de esta fe, habrá que buscar un acceso a la «cosa» expresada con estas palabras del símbolo. Es necesario, sin duda, ofrecer información y aguzar la mirada para los temas teológicos; pero nuestro esfuerzo común no alcanzará su objetivo con sólo comprender los enunciados de este texto y exponerlos adecuadamente para otros, sino haciendo que podamos rezar y vivir el credo de un modo más consciente. Esta observación debe estar presente a lo largo de toda la exposición, aunque no se haga una alusión expresa a ella.

2. Los «nombres» y su significado

El texto recibe diversas denominaciones. Es frecuente el término credo. La tradición eclesial y la teología dogmática suelen utilizar el término symbolum apostolicum. La denominación más frecuente es quizá símbolo de la fe.

La palabra credo ha venido a ser una especie de concepto genérico. En el lenguaje corriente suele designar las convicciones básicas de una persona. «Tal es su credo en política económica»: todos saben lo que significa esta frase aplicada a una persona que se ocupa, por ejemplo, de «economía social de mercado». En sus orígenes, la palabra era el comienzo de la profesión de fe cristiana: credo... creo. Sin embargo, es natural que esta primera palabra de todo el texto sea una palabra densa de contenido que resume en cierto modo las frases siguientes. Estas son las explicitaciones del comienzo y vienen a concretar el enunciado básico. Por eso se comprende que la palabra inicial credo (yo creo) haya originado un concepto genérico. Esta designación es corriente y no requiere aquí ningún comentario como nombre de nuestro texto.

El término «símbolo de los apóstoles», acreditado desde antiguo, no es nada obvio. El significado básico de la palabra griega symbolon equivale al de los términos latinos indicium o signum: signo de conocimiento. Henri de Lubac aduce al respecto interesantes pormenores de la Antigüedad:

«Era costumbre entre amigos, invitados, negociantes o mercaderes, antes de separarse, dividir en dos cualquier objeto, una ficha, un sello, una tablilla, un botón o una moneda; cada uno se llevaba una parte como señal para ser reconocido o para identificar a un mensajero o hacer valer eventualmente los derechos derivados de un encuentro anterior. Es sabido que Platón utilizó esta antigua costumbre en su mito del andrógino, que él hace narrar a Aristófanes en el Banquete: desde que Zeus escindió al hombre original en dos partes, cada mitad busca siempre su otra mitad: la palabra symbolon o symbolos procede del verbo griego symballein, reunir, recoger, juntar lo que estaba disperso o separado. Se recomponen las piezas del objeto fragmentado.

El objeto rehecho es el mismo de antes, pero el gesto de recomposición es un acto de lenguaje, lenguaje simbólico, un signo de reconocimiento y de identificación»1.

El el área cristiana, esta palabra symbolum aparece por primera vez en Cipriano, el ilustre obispo de Cartago en el siglo III, que no admite la profesión bautismal de los novacianos como verdadero symbolum; Cipriano declara que tal profesión de fe bautismal es un signo de separación y no de pertenencia a la gran Iglesia, y es contraria al carácter comunitario de ese acto. La expresión toma carta de naturaleza ya con anterioridad en la Iglesia para la profesión bautismal: «Se llama símbolo —dice Agustín en un sermón— un texto que contiene la fe aceptada por nuestra comunidad; el cristiano creyente es reconocido en su profesión de fe a modo de señal que él presenta»2. Todavía el Catecismo Romano, que fue redactado y publicado en el siglo XVI por encargo del, concilio de Trento para los sacerdotes con cura de almas, dice que los apóstoles llamaron a la profesión de la fe cristiana

  1. H. de Lubac, Credo, Gestalt und Lebendigkeit unseres Glaubensbekenntnisses, Einsiedeln, 1975, 276.

  2. Agustín, Sermo 214, 12 (PL 38, 1072).

«símbolo» «porque la utilizaron como señal de reconocimiento y con-signa» (I c. 1, n.2). Señal de reconocimiento, expresión de coincidencia básica, signo de relación y reciprocidad interna.

La palabra alemana Bekenntnis (confesión, profesión) presenta asimismo interesantes componentes semánticos desde el ángulo de su historia. En el lenguaje jurídico medieval, la palabra bekennen, confesar, tiene, sobre todo, el sentido de reconocimiento de una mala acción, o es expresión de un convencimiento, persistencia en una opinión de la que el individuo se siente responsable. La mística del siglo XIV atribuye una significación religiosa a esta palabra: testimonio de la convicción creyente, profesión de fe. En el siglo XVI destaca el matiz semántico de «confesión»: «Confesión de Augsburgo»... fórmula de unión para la Dieta de Augsburgo, intencionalmente, pero documento de separación en sus resultados: «Iglesia de la Confesión Augsburguense», comunidad de fe frente a otras comunidades.

Así, pues, la palabra alemana Bekenntnis (confesión), como término para designar la profesión de fe bautismal, abarca históricamente los significados de confesión de culpa, testimonio de la creencia recién abrazada y referencia a la comunidad de los creyentes como pauta para la fe del individuo.

 

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¿Qué significa creer?

1. El significado corriente

«Confesión de fe» o «profesión de fe» es una expresión corriente para nosotros, los cristianos. Y la palabra «creer» forma parte del lenguaje cotidiano. Pero ¿qué significa «creer»? ¿No utilizamos la palabra de forma que su uso cotidiano viene a desfigurar y desplazar su significado en el mundo cristiano?

«Cuando un viajero dice a su vecino de departamento <creo que el tren llegará con retraso>, quiere significar que hay indicios de que el tren no llegue puntualmente a la estación; pero no excluye que el tren pueda recuperar el retraso aumentando la velocidad. Observando el cielo al atardecer, decimos: <creo que mañana hará buen tiempo>. La experiencia y ciertos conocimientos meteorológicos elementales permiten esperar ese buen tiempo; pero no nos extrañaría demasiado despertar al día siguiente con un aguacero. Ya el parte meteorológico de la víspera puede echar por tierra nuestras expectativas. He ahí dos ejemplos cotidianos de utilización de la palabra "creer". Su significado es opinar personalmente, con mayor o menor fundamento, pero sin certeza, por no ser posible o no querer examinar detenidamente la cuestión. La palabra "creer" ha sustituido en esos casos a la palabra "opinar"... El sustantivo <creencia> tampoco ha corrido mejor suerte. Es cierto que ha conservado el sentido específicamente cristiano mejor que el verbo <creer>; pero no es raro hoy su significado como una confianza o una <credibilidad> general, incluso sospechosa de rehuir el examen crítico»1.

Si nos atenemos al uso cotidiano, la «creencia» se basa en presunciones y no ofrece ninguna certeza real, sino a lo sumo puntos de apoyo, y aparece como una frase previa y una forma sustitutiva del «saber».

1. O. H. Pesch, Rechenschaft über den Glauben, Mainz 1970, 58 s.

2. La aparente antítesis: creer o saber

No queda todo en este uso, más bien inocuo, indiferente, del lenguaje cotidiano al designar con la palabra «creer» una forma de saber más atenuada, menos segura y menos verdadera. Hay actualmente muchas personas que están convencidas, más o menos tácitamente, de que existe un antagonismo entre este «creer» y el saber necesario (y suficiente) para la orientación humana en el mundo. Esta opinión se expresa a veces polémicamente o aparece elevada al rango de una cosmovisión. Baste citar para confirmarlo unas frases de propaganda marxista atea: «Por parte del materialismo dialéctico están los hechos, por parte de la religión está el vacío científico, la creencia... La ciencia se apoya en hechos de la naturaleza, en su generalización y en experimentos; ella parte de inducciones y deducciones estrictamente lógicas de las cosas y los procesos reales. La religión no se apoya en los hechos; no conoce experimentos ni demostraciones; sus conclusiones lógicas derivan de dogmas y quedan suspensas en el vacío, les falta el amplio fundamento de los hechos»z. Ese pensamiento pretende que «los enunciados de fe son incompatibles con los del saber y sólo se pueden sostener artificialmente»3, ya que consisten en «malentendidos de una interpretación ingenua de la existencia, elevados a la categoría de dogmas»'.

Sin embargo, la supuesta antítesis no es ninguna novedad y en modo alguno se limita al ámbito de la argumentación anticristiana o antieclesial. Matthias Joseph Scheeben, el gran neoescolástico de finales del siglo XIX, comenta la definición de la fe formulada por el concilio Vaticano I (1870) en estos términos: «Para comprender la esencia de la fe en su verdadero sentido y pureza y en toda su profundidad... hay que analizar más exactamente la naturaleza de la fe en la autoridad y determinar mejor su relación con lo contrario: el saber»5. La discusión con el racionalismo marcó notablemente el len-guaje eclesial sobre revelación y fe. La «fe en la autoridad» significaba la aceptación de enunciados y principios en virtud del testimonio de otro, renunciando expresamente a la propia experiencia e intuición. Pero si «el saber significa un conocimiento fundado y sólido, si el conocimiento significa apropiación mental de lo real, y si la fundamentación y la certeza del conocimiento se basan en el propio cono-cimiento y experiencia, entonces la fe parece desaparecer irremediablemente ante el saber».

Por eso, antes de abordar concretamente el «credo» cristiano, es preciso defender la fe en un plano general contra la sospecha de desfase y anacronismo. Al menos desde la llamada que hiciera Kant a utilizar realmente la razón propia del ser humano, esta razón intenta emanciparse de las «autoridades» tradicionales. «No es casual que el adjetivo correspondiente al sustantivo sea hoy, predominantemente, <autoritario> y no <autoritativo> o <autorizado>. La sujeción a una autoridad en la que se cree porque se confía en que ella sabe y comunica su saber de modo correcto, convirtió en superfluo, durante mucho tiempo, el esfuerzo personal por alcanzar el saber. Esta situación toca definitivamente a su fin»'.

Cuando se considera la oposición e incompatibilidad entre el saber y el creer como algo obvio a consecuencia de un proceso que duró varios siglos —hemos aducido algunos ejemplos-, se olvida que no se trata aquí de dos vías que obligan al hombre a optar entre una u otra, sino de dos modos fundamentales de acceso a la realidad que difieren, sin duda, pero no se oponen entre sí.

 

3. Los dos modos de nuestra relación con la realidad 9

a) Experimentar y hacer

A lo largo de la Edad Moderna, el ideal del saber puro sobre la realidad fue superado por el ideal del saber sobre la materia transformable y su transformación. Se llegó al convencimiento de que «el hombre sólo puede conocer realmente lo que se puede repetir, lo que él puede hacer visible una y otra vez en el experimento». El método de las ciencias naturales combinando la matemática, que goza de

9. Cf. para lo que sigue, J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca 61987, 38 ss.

certeza formal, y el experimento repetible, apareció «como el único soporte real de certeza segura»

El resultado de este proceso histórico es un angostamiento, consciente o inconsciente, de los conceptos de «saber», «ciencia» y «conocimiento», reducidos al ámbito de las ciencias naturales y a sus métodos específicos. Este estilo de tratamiento del mundo y de sus hechos no permite la aparición de la «creencia». Y nosotros tampoco debemos utilizar aquí la fe como un simple tapaagujeros. La limitación metodológica y explícita del quehacer cognitivo a lo visible, explorable, experimentable y transformable lleva siempre a unos resultados extraños.

Mientras se tenga conciencia de la limitación metodológica de este planteamiento, mientras no se pregunte por el ser en sí, por el sentido de esta regularidad en los fenómenos o por el sentido de la totalidad, sino que se indague sólo cómo funciona esto, qué valor tiene para uno, cómo se puede aplicar tal descubrimiento... mientras se tenga conciencia de eso, no surgirán conflictos inmediatos con las posiciones de la fe. En los últimos años se ha producido, en efecto, una cierta «distensión» entre la explicación del mundo por las ciencias naturales y la concepción religiosa de la existencia, y algunos representantes cualificados de.las ciencias «exactas» no creen ya poder ofrecer una cosmovisión global, subrayan expresamente el carácter parcial de los fenómenos estudiados y la limitación de su método y señalan sin ambages que sus conocimientos plantean problemas que no pueden resolver con sus «propios medios»". Pero esta autolimitación crítica apenas significa otra cosa que la simple resignación, una especie de tregua, si se sigue negando a las respuestas que la fe da a las «preguntas por el sentido» el carácter de verdaderos conocimientos y se releguen al ámbito de las «opiniones» subjetivas. Mientras los métodos de las ciencias naturales sean considerados implícita o explícitamente como el único modo posible de conocer la realidad, de abordar todos los fenómenos de nuestro mundo vital y humano, el resultado será una «restricción» de efectos negativos y una muy extraña ceguera. En efecto, todo el ámbito de eso que llamamos «experiencia» en lenguaje corriente, experiencia de la vida, experiencia histórica, experiencia personal, queda al margen de este concepto estrecho del saber verificable experimentalmente, y no puede ser detectado por él.

b) Toma de postura; talante

Hay en nuestra vida, al margen de este tipo de saber, certezas, creencias sedimentadas, «conocimientos» de otro tipo que guían nuestra conducta permanentemente... incluso en el caso de personas «no religiosas». Forman en conjunto ese talante que bien puede llamarse «fe» en sentido pre-teológico. La palabra «talante» expresa el fenómeno con bastante precisión. Se trata de la actitud funda-mental que yo he adoptado, que reitero constantemente en relación con mi vida, mi trabajo, mis relaciones personales o mi puesto en la sociedad. Yo no puedo saber si mi compromiso, mi vida concreta y la vida de la humanidad merecen la pena y tienen sentido por las vías de las ciencias naturales o mediante una investigación exacta. Nadie puede escapar, por otra parte, a la adopción de esta actitud fundamental, aunque suele ser implícita y rara vez es objeto de reflexión expresa o aparece al exterior, como en el caso de aquellos que toman una decisión negativa manifestando su desesperación con el suicidio. En este ámbito de la actitud fundamental ante la vida, cada persona tiene que tomar una decisión que precede a cualquier plan concreto y a cualquier quehacer. No es posible esbozar o construir científicamente el «sí» ni el «no» a la totalidad de la existencia en el mundo. El que pone fin a su vida porque no puede soportarla, no duda necesariamente de las explicaciones que las ciencias hacen de los fenómenos del mundo; su acto es un indicio de que el saber y las certezas que aportan las ciencias no pueden dilucidar el sentido de la vida para el individuo. El que acepta su existencia, lo hace en una afirmación de la realidad de índole muy peculiar, una afirmación «hacia adelante», marcada por la estructura de la esperanza, en la confianza, al menos tácita, de que su vida y la de los demás lleguen a buen puerto. A este nivel el individuo no sabe científicamente, sino que cree12... adoptando una «postura», una posición

12. Cf. W. Stegmüller, Metaphysik, Skepsis, Wissenschaft, Berlin/Heidelberg/ New York 21969, 208-213. Una ideología como el marxismo, que, como veíamos, critica la fe (religiosa) en nombre del saber y reclama para sí el rango científico, exige una actitud fundamental de «fe»: los objetivos de la sociedad sin clases y del hombre nuevo son una esperanza, un anhelo, en modo alguno un saber científico que permita derivar la evolución producida y cuya certeza tampoco resulta plausible a la luz de los diversos socialismos concretos «que existen realmente». También aquí se trata en definitiva de unos objetivos que no derivan con estricta necesidad 'de la situación actual, un estado final que no se puede conocer en sentido científico, sino que es más bien una promesa en la que se puede «creer». El «principio esperanza» de Ernst Bloch es, con bastante exactitud, lo que aquí se llama «fe» en sentido preteológico. Y es significativo que Bloch, que no hizo en el fondo más que expresar de modo impresionante el carácter fiducial de los objetivos marxistas, haya sido acusado por el propio marxismo de convertirlo en una religión.

fundamental dentro del conjunto de la realidad. Ahora bien, es posible definir el «saber» y el «creer» de forma que la aparente oposición entre estos dos modos de referencia humana a la realidad pueda quedar superada en favor de una visión que tiene en cuenta a todo el hombre: saber es la afirmación perceptiva de los distintos hechos investigables e investigados, de sus constantes y sus relaciones; creer es la afirmación del conjunto de nuestra existencia, de su sentido y de su futuro.

4. La figura personal de la fe: «creo en ti-te creo»

Si se pregunta a los individuos qué es lo que da sentido a su vida, muchos de ellos señalarán su relación con otras personas, su amor, su familia, sus hijos. La frase de una madre de edad a la vista de sus hijos y nietos, «aún me necesitan», dice mucho más de lo que hace suponer su literalidad. El poder o tener que existir para otro puede despertar unas fuerzas vitales insospechadas. Y a la inversa, la experiencia de que alguien vive para mí puede constituir un impulso en horas de resignación y fatalidad en medio del absurdo, impulso que me ayuda a superar el punto muerto y salvar los abismos. En tales situaciones se puede comprobar hasta qué punto la actitud fundamental positiva ante la propia vida depende de la relación con personas queridas.

¿Qué ocurre en tales relaciones capaces de marcar y sustentar una vida? Se constata con sorpresa que es cuestión, también aquí, de una «actitud» básica afirmativa, un tomar postura de sentido positivo y, por tanto, una «creencia». Podemos decir, a la inversa, que la «fe», además de ser adhesión a la propia existencia, es también adhesión a la existencia del otro. Esta adhesión a la existencia del otro es siempre afirmación de su persona. Se produce en un proceso interhumano. Cuando una persona se «inclina» hacia mí, se dirige a mí y se abre a mí, su exterior manifiesta su interior, sus palabras le expresan a él mismo. Mi respuesta adecuada es: te acepto, convencido de que eres tal como te muestras... creo en ti. Cuanto más intensa es la automanifestación de la persona, más radical es la respuesta. La forma suprema de ese «creo en ti» es: puesto que tú me interpelas desde tu mismidad, yo te respondo desde la mía y te afirmo: te quiero. Mi «fe» afirmativa en el otro adquiere aquí su firmeza y seguridad peculiar, que no es la conclusión lógica de unas determinadas preferencias conocidas, sino que precede a la percepción de esas preferencias.

Esta fe en el tú se concreta en el «yo te creo». En efecto, frases como «yo te ratifico, te aprecio, te afirmo» significan concretamente: participo en tu vivir, sufrir, pensar, sentir y querer. Lo que manifiesta la persona en la que creo forma parte de su vida, de su saber, de sus experiencias. Y yo acepto esas manifestaciones porque afirmo a esta persona, veo con sus ojos, me afinco en lo otro. La fe en el «tú» se despliega en la fe- enunciado. Porque creo en ti, creo en lo tuyo. Pero la afirmación depende del soporte. La confianza en el soporte me descubre su modo de ver.

¿Se trata de una conducta irracional, o de un sentimiento ciego? ¿No habría que fundamentar y asegurar ese «creo en ti»? ¿La fe se basa únicamente en la libertad humana, sin más fundamento? ¿Se puede creer en cualquiera? La pregunta «por qué creo» cuando creo se refiere a la credibilidad de aquello en que creo, busca criterios para su credibilidad. Aunque podamos aportar tales criterios y éstos se cumplan, ellos no determinan el acto de «fe» como una conclusión necesaria, sino que lo favorecen como un pre-conocimiento de la persona.

La «fe», en este sentido, es una decisión y no una conclusión lógica. Se trata de un comportamiento y no de una constatación; no de un conocimiento de hechos, sino de personas, de una actitud ante alguien. Este alguien no es una «cosa» que esté fijada una vez por todas; la persona es una realización viviente. Por eso no cabe examinar «experimentalmente» la solidez de mi afirmación partiendo de una distancia escéptica, sino que sólo cabe experimentarla en una relación viva. Y entonces se comprueba que la confianza provoca la fiabilidad, mientras que la desconfianza despierta la desconfianza. Yo confío, creo y siento la fiabilidad del otro. Sólo compruebo esa fiabilidad abandonándome a ella.

La afirmación que se produce en el encuentro entre personas puede conferir sentido y valor afirmativo a una vida, como decíamos. ¿Hemos subrayado excesivamente la importancia del fenómeno interhumano? ¿No se dan también fenómenos de sentido que se refieren a programas e ideas o a la conducta social, o se fundan en ellos? El compromiso con ideologías políticas, una experiencia siempre sorprendente, y la apuesta, muchas veces apasionada, por un cambio de la sociedad no constituyen una verdadera objeción contra el fuerte énfasis que nosotros ponemos en la estructura personal de la fe. Ante una mirada atenta, los manifiestos programáticos de los movimientos que critican la realidad presente tienen como fondo a unos seres humanos hambrientos, oprimidos y maltratados, y se puede detectar como motivación impulsora la preocupación de que nuestros hijos y nietos tengan que arrastrar su existencia en un mundo destruido, agotado y contaminado. Así, pues, ese compromiso adquiere sentido a través de las personas afectadas.

Ahora bien, la descripción de estos fenómenos suscita la pregunta de si el potencial de sentido de las personas es realmente tan grande como para legitimar la opción positiva de mi vida, que subyace y se realiza en cada compromiso concreto. Esa confianza incondicional en un ser humano ¿puede ser correspondida realmente por éste, siendo siempre un ser deficiente y limitado? ¿No es excesivo el reconocimiento y la aceptación del otro en su realidad propia, dada la angostura y la pequeñez de cada uno de nosotros? ¿Y no cae por tierra también la postura afirmativa hacia nuestra propia existencia, fundada en la aceptación del otro y de nosotros mismos por el otro? La respuesta a ambas preguntas nos introduce en el ámbito donde debemos hablar de la «fe cristiana».

5. ¿Qué significa «creer» en sentido cristiano?

En una primera aproximación a las dos preguntas, podemos decir con Járg Splett: «...sólo se puede contestar con un <sí> incondicional a un ser humano, siempre condicionado... invocando un sí (incondicional) que no esté dictado por un yo indigente o caprichoso o por una comunidad de tales sujetos, sino por una realidad que sea libertad y persona absoluta. Esto significa que para poder decir <sí> a una persona, no en la medida de su realidad, sino incondicionalmente..., la pauta de este <sí> tiene que ser la afirmación incondicional del Creador, a partir de la cual ese ser humano es y debe ser lo que es. El <sí> dado a un ser humano es, en tanto que un <sí> incondicional, una réplica del <sí> que Dios le da».

Y en segundo lugar, siempre que descubrimos el «sí» incondicional dado a un ser humano —a nosotros o a otros—, se nos manifiesta ese poder que posibilita en última instancia nuestro «sí» al conjunto de la realidad, del mundo y de la historia de los hombres. Este «lugar» es la persona de Jesucristo, que nos sale al encuentro como Revelador del sentido.

Reuniendo los elementos conceptuales considerados hasta ahora, las reflexiones sobre el carácter personal de eso que significa la «fe», podemos decir que la fe cristiana es la toma de postura afirmativa sobre la existencia en el mundo, referida a la persona de Jesucristo y basada en él, postura que se extiende, como esperanza, al sentido del universo. La frase «creemos como cristianos» significa que la experiencia hecha en Jesucristo nos permite afirmar el sentido del universo que nos sale al paso en una persona. Nuestra toma de postura ante la totalidad del mundo y de nuestra vida se produce en la afirmación de un Alguien. El sentido se nos presenta, no como esquema abstracto, como «ley cósmica», sino como encuentro personal, como amor. Nuestra consumación es el amor envolvente de Dios. Nuestra fe como relación personal se produce históricamente en la afirmación de aquel al que llamamos el Hijo de Dios, al abandonarnos en él. El sentido del universo se nos manifiesta como una figura humana.

La fe en un ser humano y la afirmación del conocimiento de Dios coinciden entre sí. El sentido de mi vida y de la historia de la humanidad brilla en el destino de Jesucristo. En el seguimiento de Jesucristo coinciden la afirmación de un ser humano y, la adhesión al sentido y fundamento originario y meta del universo: la fe en Dios. Así, podemos decir que «la palabra primordial de la fe es la misma palabra que expresa la experiencia personal originariamente: creo en Ti».

Los cristianos creemos que Dios es, en Jesús, la salvación del mundo. Nuestro «sí» a Jesús, el Cristo (Ungido) de Dios, es el «sí» a toda la obra de Dios. Jesucristo «es el sí a todo» lo que Dios ha prometido. Por eso pronunciamos mediante él el amén en alabanza de Dios (2 Cor 1, 20). Jesús es el «sí» de Dios a nosotros, su amén al mundo (cf. Ap 3, 14). Decimos «sí» al «amén» de Dios diciendo sí a Jesús.

6. Antagonismos contemporáneos

La opción fundamental así concretada, tanto en su punto de referencia, Jesucristo, como en sus consecuencias de obligado seguimiento, choca con ciertas experiencias negativas: lós innumerables casos que se dan de desgracia humana ¿no demuestran que esta fe en la salvación del hombre se pierde en el vacío? La entrega desinteresada en favor de la dignidad del hombre ¿no suele ser «vano empeño de amor»? La «historia de la pasión» de la humanidad, aun después del «nacimiento de Cristo», ¿no es una prueba concluyente contra una opción fundamental positiva? ¿No basta una sensibilidad media ante la injusticia flagrante que reina en el mundo para poder experimentar esa resignación escéptica que suele etiquetarse con el nombre de indiferentismo o de agnosticismo?

¿Cómo deshacer la sospecha de que nuestra fe en la justicia de Dios después de la muerte es quizá un consuelo ilusorio, una especie de «huida al más allá» frente a nuestra ineficacia y debilidad y nuestra impotencia para configurar este mundo en el sentido del evangelio? La asamblea dominical, la fuerte controversia en torno a la recta exposición de los principios dogmáticos y tantos actos de piedad privada o colectiva, ¿no tienen que producir a un observador externo, ante la inconsecuencia de nuestra fe, muchas veces exangüe y alejada de la vida, la penosa impresión de que se trata probablemente de una especie de sustitutivo de una praxis deficiente? Y tales sospechas, que se expresan al margen o totalmente fuera de la eclesialidad constituida, ¿no se infiltran también subrepticiamente en nuestra conciencia turbada y pusilánime?

Dentro de la Iglesia, sobre todo entre jóvenes creyentes, cristaliza a menudo la sospecha de que la letra de nuestro credo cristiano refleja el pensamiento y la sensibilidad de un pasado lejano, que expone el tema de nuestra fe con imágenes e ideas ajenas, incapaces de asumir nuestras propias experiencias, de suerte que el peso de la tradición impide y sofoca la realización de nuestra libertad; y la conclusión práctica suele ser que no se puede asumir ya honestamente este venerable texto antiguo en su figura actual cuando se lee en la asamblea dominical.

Todas estas dificultades deben tomarse en serio y no se pueden despachar en unas pocas frases. No obstante, el presente intento de exposición actual de los artículos de la fe sobre el Padre, el Hijo y el Espíritu parte de la convicción de que esta fórmula tradicional de nuestra fe contiene y guarda la herencia de la predicación apostólica, de suerte que ni siquiera un lenguaje de muchos siglos de antigüedad impide la escucha y la comprensión, sino que más bien garantiza que las necesidades concretas del tiempo y la vivencia individual no puedan acallar en nosotros la «palabra» originaria «de Dios». En efecto, el descubrimiento de la «estructura personal» de la fe no significa en modo alguno una relativización de los enunciados de fe y de su ex-presión concreta. La forma lingüística es sin duda variable, pero no es «arbitraria». Los seres humanos, en virtud de nuestra constitución corpóreo-espiritual, no poseemos ninguna otra posibilidad de cono-cimiento sino la que pasa por los sentidos; por eso somos los «seres del lenguaje»; el hablar y el escuchar, la comunicación y la comprensión son las notas necesarias de nuestra coexistencia humana. Nuestra capacidad lingüística es, en cierto modo, el instrumento de nuestro ser humano, porque este ser humano es por fuerza, en su origen y en su realización, «coexistencia». Por eso la comunicabilidad de la fe, el carácter informativo de nuestra convicción de fe, es el verdadero apoyo de la comunicación creyente; así se puede detectar también la función positiva de la «regulación lingüística» de la fe en los textos confesionales clásicos... contra todas las aversiones que pueden surgir de un olvido de este aspecto en el pasado próximo.


3
Las raíces de nuestro credo


1.
Fe (acto de fe) y verdad de fe (contenido de la fe)

La estructura fundamental de la fe, que hemos mostrado, no siempre ha sido objeto de una exposición suficiente en el reciente pasado católico. Hay que decir, en efecto, que la adhesión a los enunciados de fe, su aceptación como verdades, se ha considerado unilateralmente como una concepción de la fe típicamente católica. En cualquier caso, el «redescubrimiento» del aspecto personal' no debe llevar ahora al extremo contrario. El contenido, el enunciado, forma parte del fenómeno de la fe. Es una exigencia intrínseca, basada en la naturaleza de nuestra condición intelectual humana. La frase «creo en ti» es inseparable de la frase «te creo». Cabe también la consideración in-versa: esa corroboración de otra persona y, sobre todo, la adhesión a Jesucristo y, en consecuencia, la corroboración del sentido cósmico en este hombre concreto y en su destino se pueden traducir en palabras; de lo contrario sería inconsciente e irresponsable. Podemos describir y señalar el punto de referencia de nuestra fe: los acontecimientos y el testimonio que merecen nuestro crédito. Esta convicción marca la conciencia cristiana desde los inicios:

Ya en Pablo, la palabra griega pistis, fe, designa el contenido enunciable de la predicación: la descripción de esa relación personal con Dios en Jesucristo: «Recibisteis el Espíritu por haber escuchado con fe» (Gál 3, 2). En los escritos tardíos del nuevo testamento se observa, con mayor claridad aún, cómo los predicadores y los responsables de las comunidades se preocupan especialmente de mantener la «tradición», la «palabra de la fe», la «verdadera y sana doctrina» y, por tanto, la fórmula de la fe profesada, sobre todo frente a ciertas tendencias gnósticas que invocaban una iluminación superior para obtener privilegios y proponer concepciones erróneas; cómo destacan, en suma, este aspecto en la formulación del contenido de la fe —dentro de las controversias concretas de la época—.

Posteriormente, Agustín distinguió en una fórmula clásica estos dos aspectos de la fe: la adhesión personal y el enunciado de esa relación, el acto de fe y el contenido de la fe; es la fórmula que utiliza aún la teología para designar la doble polaridad: fides qua creditur... et quae creditur. La primera se refiere al aspecto personal: adhesión de fe, acto de fe (fe con la que se cree, qua= ablativo), y la segunda al aspecto objetivo: contenido de la fe, verdad de fe, enunciado de fe (fe que es objeto de creencia, quae= nominativo). El concilio de Trento tuvo que destacar el aspecto de contenido frente al redescubrimiento del momento personal por parte de los reformadores y frente al énfasis excesivo que éstos ponían en la confianza, la fiducia, y su propaganda y exposición unilateral. Sin embargo, la «fe fiducial» de los reformadores era sólo una expresión hiperbólica, y éstos no excluían la necesidad del contenido de fe, como se desprende del siguiente texto pintoresco: «Tenemos razón sobrada para dedicar tanto esfuerzo a la impresión del Catecismo y para reclamar y pedir su edición. Pues vemos cómo muchos predicadores y pastores son muy descuidados en esto; desatienden sus deberes ministeriales y también esta instrucción, algunos por su mucho y profundo saber, pero otros por pura desidia y pancismo... Lo cierto es que disponen ahora de muchos libros útiles que exponen con amplitud, claridad y sencillez lo que tienen que enseñar y predicar...; pero carecen de formalidad y responsabilidad suficiente para adquirir esos libros; o, si los poseen, no se fijan en ellos ni los leen. Sí, son unos comilones y glotones que deberían dedicarse a porqueros y perreros más que a pastores y a la cura de almas»2. Quizá el lector haya reconocido ya al autor de este párrafo por la fuerza expresiva. El párrafo es el comienzo del prólogo de Martín Lutero a su Catecismo mayor de 1529 dedicado a los párrocos predicadores.

El acto de fe vive del contenido de la fe; la fe (fides qua) y la verdad de fe (fides quae) forman una unidad.

2. La profesión de fe en el antiguo testamento

Siguiendo la argumentación de Martin Buber, habría que considerar la aceptación del contenido de la fe como un signo característico del cristianismo frente al judaísmo. Buber habla de «dos modos de fe»3: la relación de confianza y la relación de reconocimiento. «La

2. Martin Lutero, Vorrede zum grossen Katechismus (Calwer Lutherausgabe I), München/Hamburg 1964, 11.

relación de confianza se basa en un estado de contacto, contacto de todo mi ser con el ser en quien deposito mi confianza. La relación de reconocimiento se basa en un acto de aceptación, aceptación con todo mi ser de algo que reconozco como verdadero. Es obvio que el contacto de confianza conduce a la aceptación de lo que dice ese ser en quien yo confío. También la aceptación de la verdad reconocida por mí puede llevar al contacto con el ser al que esa verdad hace referencia. Pero lo primario en el primer caso es el acto de adhesión y en el segundo la aceptación de la verdad...»'. No es difícil detectar en esta descripción el diverso énfasis que el fenómeno de la fe encontró en las Iglesias católica y evangélica durante la Reforma y en el período posterior, y que cristalizó en la «fe fiducial» y la «fe como asentimiento a una verdad». Buber no hace referencia a esta fase tardía de la historia cristiana, sino al antagonismo judaísmo-cristianismo, ya que él estima que «la primera fe halló su realidad representativa entre los judíos y la segunda entre los cristianos. El modo cristiano de fe significa, pues, aquí un principio que en la historia primitiva del cristianismo accede a lo genuinamente judío». Estas aseveraciones, sin embargo, que pese a sus excesos contienen muchos elementos correctos, pueden fácil-mente inducir a error si se concluye que sólo el cristianismo elaboró un enunciado, una confesión fundamental, formulable y formulada, como base y como expresión de la fe común. Un contemporáneo de Buber, el teólogo y rabino Leo Baeck, comienza afirmando en su libro Das Wesen des Judentums: «Si se entiende este término [fórmula confesional] con cierto rigor, cabe afirmar... que el judaísmo no profesa ningún dogma y, en consecuencia, tampoco posee propiamente una ortodoxia». Pero luego declara expresamente que sólo cabe hablar en esos términos en el supuesto de un concepto muy, estricto de dogma, entendiendo por tal determinadas fórmulas de fe prescritas obligatoriamente por una autoridad magisterial y que exigen esa obligatoriedad en su texto literal. Y tiene que conceder lo que sigue: «En cualquier caso, es evidente que en una religión positiva los principios clásicos se heredan de una generación a otra como antigua y sagrada enseñanza de la verdad de fe. Siempre que se da un patrimonio de fe, un depositum fidei, éste se expresa en palabras autorizadas que son el eco y el precipitado de una revelación y una historia». Así, pues, también Baeck admite la existencia de una determinada doctrina tradicional en el judaísmo. Y las lecciones sobre la «fe judía» impartidas por Shalom Ben Chorin en Tubinga el año 1975 comienzan con el título «dogma y dogmática en el judaísmo».

Estas precisiones son fundamentales para nuestra tarea, porque Jesús mismo estuvo inserto en la historia de fe de aquel «pueblo elegido» del que procedía, y los libros del antiguo testamento fueron la «sagrada escritura» de los primeros cristianos', y de ese modo la experiencia veterotestamentaria de Dios pasó a ser la base de la fe cristiana en Dios.

¿De qué naturaleza son estos «principios» de la fe veterotestamentaria? A continuación analizaremos esta cuestión en tres ejemplos.

a) «Fórmula de autopresentación» (Dt 5, 6)

Examinando el decálogo, los «diez mandamientos», como antigua y breve formulación de una conducta correcta, no podemos olvidar, en su exposición objetiva, que todas estas instrucciones concretas tienen su raíz teológica y su fundamento en la frase introductoria: «Yo soy Yahvé, tu Dios. Yo te saqué del país de Egipto, de la esclavitud» (Dt 5, 6). Esta «fórmula de autopresentación» es un desarrollo del mensaje al pueblo contenido en el nombre de Yahvé. «La expresión <tu Dios> incluye un elemento de amor gratuito: Yahvé no se presenta en su propio beneficio, sino para entablar una relación con los interpelados. Les trae la salvación, se revela a ellos en ese gesto anticipatorio; su nombre queda ligado a una experiencia concreta..., porque él los <sacó> de Egipto. Esta gesta de liberación histórica aparece en los diversos estratos y épocas del antiguo testamento como la confesión fundamental de la fe en Yahvé. Esta acción salvadora originaria es anterior a cualquier iniciativa del pueblo. Es fundamental entender que Yahvé es ese Dios que se anticipa, que estable las relaciones desde su propia libertad. Yahvé empezó a actuar con una acción salvadora en un período en que <Israel> era pequeño e insignificante y ni siquiera existía en este sentido específico como pueblo. Israel fue creado en virtud de esta acción de Dios... La guarda de los preceptos que siguen en el decálogo a la fórmula introductoria no es, pues, una condición para recibir la ayuda de Yahvé, sino que ocurre a la inversa: porque este Dios ayuda gratuitamente y se ha compadecido, el pueblo puede comprender y guardar los mandamientos, es decir, aceptarlos como razonables, buenos y creadores de la comunidad y ponerlos en práctica por un sentimiento de gratitud. Todo lo que el decálogo desarrolla en concreto es la consecuencia de la revelación de Yahvé como el Dios de Israel».

La vida de fe que exige el antiguo testamento nace, pues, de la convicción de que Dios se comunica y se dio a conocer de un modo muy determinado. Este conocimiento de Dios, este saber sobre Dios es el fundamento de un determinado comportamiento, y este conocimiento de la acción de Dios se expresó en la breve frase que la exégesis actual llama «fórmula de autopresentación». Sería un anacronismo, obviamente, afirmar que Moisés o la tradición mosaica formuló aquí un «dogma». Moisés condujo a su pueblo por un camino concreto, tanto en el sentido literal como moral de la palabra. Y cabe añadir que Jesús hizo otro tanto. El evangelio de Juan lo llama «el camino». Los Hechos de los apóstoles refieren que Saulo fue facultado por el sumo sacerdote para poder actuar contra los «seguidores de este ca-mino» (9, 2). La creencia y la doctrina cristiana aparecen, pues, aquí descritos con el término «camino», como «camino de salvación», según dice el cántico del anciano Simeón (Lc 1, 79). Pero tanto el nuevo como el antiguo testamento profesan la misma creencia: los hombres sólo podemos recorrer el camino de salvación por haberse adelantado Dios a recorrer un camino, el camino hacia nosotros, por haber asumido el camino de la historia, por haber hecho un trecho del camino con nosotros, por haber entrado en nuestro proceso histórico. Y el conocimiento de este hecho es justamente el presupuesto y la ocasión para que también nosotros, los seres humanos, nos abramos. Pese a la diferencia innegable entre los testimonios de fe del antiguo y el nuevo testamento, en esta estructura fundamental no difieren ambos en absoluto. Veamos otro ejemplo.

b) El pequeño «credo de la historia de la salvación» (Dt 26, 1-10)

El libro del Deuteronomio, que apareció en una época de peligrosa amalgama de la religión yahvista y las religiones que se practicaban en los pueblos vecinos durante el siglo VIII o VII a.C. y, por tanto, en una situación de defensa que intentó definirse y expresar lo específico de la propia religión, este libro presenta un texto que los exegetas llaman desde hace bastante tiempo el pequeño «credo de la historia de la salvación». Se trata de una plegaria que el campesino israelita, como dice la introducción, ha de formular cuando deposita su cesto de primicias en el templo junto al altar. Este credo consiste, significativamente, en un relato de los acontecimientos más importantes tomados de la historia primitiva de Israel. Dice así: «Mi padre [se refiere a Jacob] fue un arameo errante. Bajó a Egipto, vivió allí como extranjero con unos pocos hombres y se convirtió en un gran pueblo, - fuerte y numeroso. Los egipcios nos maltrataron, nos pusieron fuera de ley y nos hicieron trabajar como esclavos. Nosotros clamamos al Señor, el Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestro clamor y vio nuestro desamparo, nuestra carga y nuestra opresión. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, produciendo gran terror, entre signos y prodigios; nos trajo a este lugar y nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel» (Dt 26, 5- 9). Este texto –hay dos textos paralelos: Dt 6, 20-24 y Jos 24, 2-13– no es una plegaria de acción de gracias por la cosecha ni es una oración corriente. No se hace ninguna referencia en los pasajes citados al campesino ni a su situación concreta a menos que se entienda por tal el hecho de ser miembro del pueblo que hizo en su historia determinadas experiencias con Dios. El campesino dice «nosotros», expresando por tanto esta experiencia común. Habla en primera persona de plural, pero habla de acontecimientos muy remotos de la historia de su pueblo que él no vivió personalmente. Es la experiencia de la comunidad, la confesión de la comunidad que él hace aquí por cuenta suya y asume porque se aplica la experiencia hecha entonces.

Tenemos aquí dos aspectos importantes que convierten este texto en una profesión de fe: primero, el plural «nosotros», la inserción consciente en una comunidad que no sólo consta de muchos individuos, sino que posee un nexo generativo, que se extiende del pasado al futuro y transmite sus esencias de una generación a otra. Está, en segundo lugar, la referencia consciente a ciertas experiencias históricas fundamentales del pueblo que hicieron de él lo que es: experiencias con el Dios que actúa, que es a la vez el Dios de los padres y al que ellos ofrecen ahora las primicias: el Dios del presente y de su propia vida. El texto es un texto de la comunidad y habla de importantes experiencias históricas hechas con Dios.

Es llamativo, sin duda, que esta confesión no esté formulada en una sublime abstracción, sino en términos muy concretos: no menciona la «omnisciencia» de Dios (sino que él «ve» la miseria), ni su «misericordia» (sino que los «conduce» a la libertad) ni su «omnipresencia» (sino que «trajo» al pueblo a esta tierra).

El texto narra en fórmulas simples, descriptivas, la acción histórica de Dios, determinando así de modo decisivo, no sólo el estilo de la confesión, sino también la imagen de Dios. Pero esta descripción de la historia, al margen de la argumentación filosófica y de la formación de conceptos, da lugar a una especie de dogma fundamental: el re-conocimiento de Yahvé, el único Dios de Israel, que se fue depurando en una penosa labor histórica, desde las formas previas de monolatría del Dios del pueblo hasta el monoteísmo estricto y propiamente dicho. De este ámbito deriva nuestro tercer ejemplo de «fórmula confesional» israelita.

 

c) El «escucha, Israel» cotidiano (Dt 6, 4)

«Los testimonios literarios más importantes del movimiento en favor de Yahvé como único Dios, que se producen en el período del exilio, son además de la obra deuteronomística, los libros de los profetas Ezequiel e Isaías II (Is 40-55). Considerando tales textos en visión panorámica», se comprueba que el principal resorte de ese movimiento es la motivación de fe: «la preocupación teológica por completar la adoración exclusiva de Yahvé con la negación de la existencia de otros dioses, es decir, la preocupación de pasar de la monolatría de Yahvé al monoteísmo. La fórmula que se hizo clásica en el judaísmo "Yahvé es nuestro Dios, sólo Yahvé es nuestro Dios" (Dt 6, 4), es (por lo pronto) monolátrica y es el programa tradicional del movimiento "sólo Yahvé". Pero las variantes de la fórmula le dan un acento adicional:

Yahvé es el Dios y no hay ningún otro fuera de él (Dt 4, 35). Yahvé es Dios arriba en el cielo y abajo en la tierra, y no hay otro (Dt 4, 39).

No hay dios fuera de Yahvé (1 Re 8, 60)

para que todos los reinos de la tierra reconozcan que tú, Yahvé, eres Dios, sólo tú (2 Re 19, 19)...

No hay ningún dios fuera de mí; no hay ningún dios justo y salvador fuera de mí (Is 45, 21)

Pues yo soy Dios y no hay ningún otro (Is 45, 22).

Sólo yo soy Dios (Is 43, 12)...

Este monoteísmo no prescinde nunca de la creencia nacional de que Yahvé es el Dios de Israel; el único Dios es el Dios de Israel...

Los textos nunca olvidan la relación especial entre Yahvé e Israel. No hay ningún dios fuera de Yahvé, e Israel es su profeta».

Los textos citados muestran cómo se decanta el reconocimiento del Dios único dentro de cierta variabilidad, pero en expresiones formalizadas. Muestran, sobre todo, que esta confesión en su forma lapidaria, que es la versión de Dt 6, 4, se presenta inequívocamente, al menos desde Isaías II, en sentido monoteísta; habla del «uno y único». Esta confesión precisa y fundamental está formada, análogamente al tetragrama del nombre de Yahvé (que consta de cuatro consonantes), de cuatro palabras hebreas: Yahvé es nuestro Dios, sólo Yahvé (Yahve elohenu, Yahve echad), y está precedida de la invitación «Escucha, Israel».

Si se quiere llamar profesión de fe a una doctrina tradicional transmitida que expresa en fórmula pregnante lo decisivo, diferencial e inalienable de una religión, podemos hablar aquí efectivamente de «profesión de fe de Israel». En cualquier caso, los judíos han entendido así hasta nuestros días este texto que ocupa en su liturgia un lugar central y se recita dos veces al día, por la mañana y por la noche. Y han sido innumerables los judíos que han afrontado la muerte, hasta nuestra terrible actualidad, con esa confesión en los labios. Este texto significa obviamente «vivir con Yahvé» y no se limita a enunciar «frases sobre la fe en Yahvé». Porque el texto continúa: «Por eso amarás con todas tus fuerzas al Señor, tu Dios». Y la continuación del texto muestra que ya el Deuteronomio no se refiere en modo alguno a la mera religiosidad interior, a un asunto del corazón: «Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, se las inculcarás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales» (Dt 6, 6-9).

La confesión de Dios se realiza cumpliendo la voluntad de Dios en la familia y en la vida pública; la fe en Dios debe impregnar la acción y el pensamiento, la conducta con los familiares y los que están en casa y con los que entran en ella.

 

d) Distintivo común: Comunidad-Historia-Praxis vital

Encontramos, pues, tres características importantes en las fórmulas de confesión veterotestamentaria, que vamos a resumir de nuevo brevemente como conclusión. La primera característica es el uso del plural «nosotros», la conciencia de pertenecer a la comunidad de los confesantes, la entrega del individuo a Dios como miembro de la comunidad y con palabras de la comunidad. Del «nosotros» de la experiencia común parte el movimiento hacia el «Tú» divino, pero desde el reconocimiento del «Tú» divino se retrotrae directamente al «nosotros», que es un «nosotros» de coexistencia posibilitada por él. Se trata, en segundo lugar, de mencionar o recordar las gestas funda-mentales de Dios en la historia de esta comunidad, de este pueblo. El pueblo se expresa como pueblo constituido por Yahvé en la libe-ración y mantenido y preservado en los riesgos y catástrofes de la historia. Pero, en tercer lugar, el sentido de la pronunciación regular y repetida de estas palabras confesionales es la vida acorde con Dios, la praxis vital, el cumplimiento de la voluntad de Dios en todas las situaciones y fases de la vida y, por tanto, el objetivo de la comunión de este pueblo con Yahvé y entre sí. El pueblo reconoce a su Dios confesándose como pueblo liberado, guiado y reclamado por Dios. Así se podría definir la función de las fórmulas confesionales del antiguo testamento.

Ya el suelo nutricio de la fe veterotestamentaria y sus testimonios escritos, además de establecer los contenidos fundamentales de la experiencia de Dios, marca determinadas «estructuras» que son características del credo del nuevo pueblo de Dios: también el pueblo del nuevo testamento posee textos confesionales donde se articula y se reconoce la fe de las generaciones, porque es la fe de la comunidad, y ve en ellos las gestas salvíficas pasadas, que son la base de todo; e infiere de esta confesión de Dios la obligación de cuidar del mantenimiento de este «nosotros» de base divina y de la transmisión de esta experiencia básica.

 

3. Fórmulas de fe y de profesión en el nuevo testamento

Cuando los primeros cristianos se distancian de sus correligionarios judíos en un proceso interno y externo de escisión, que se caracteriza muy pronto por la exclusión, persecución y expulsión, no se apartan de ningún modo de las convicciones básicas de la fe judía tal como se expresa en las mencionadas fórmulas confesionales del antiguo testamento. Según tales fórmulas, Yahvé es nuestro Dios y es el único Dios, Yahvé hizo sentir en el pasado a Israel su entrega y su proximidad, y ello dio como resultado una determinada relación con él que se expresa en las cláusulas correspondientes.

No es esta conciencia de fe (común) lo que distingue a los cristianos de los judíos, sino su actitud hacia Jesús de Nazaret, hacia su destino y sus creencias, como se desprende de los discursos de Pedro en los Hechos de los apóstoles: «El Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, el Dios de nuestros padres ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis... Vosotros disteis muerte al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos. Convertíos, pues, y haced penitencia para que vuestros pecados sean perdonados y el Señor haga llegar tiempos de consuelo y envíe a Jesús como el Mesías destinado a ellos» (Hech 3, 13.15.19 s). Esta versión lucana de la creencia específica-mente cristiana en los Hechos de los apóstoles refleja ya una fase relativamente tardía de la tradición kerigmática, al igual que la afirmación del evangelio de Juan: «Pues los judíos habían decidido ex-pulsar de la sinagoga a todo el que le reconociera como Mesías» (Jn 9, 22). ¿Qué decir de la confesión primitiva de Jesús de Nazaret como Cristo y dónde podemos descubrirla?

 

a) Transmitir lo recibido

El modo más sencillo de conocer el patrimonio primitivo de la tradición ya establecida es examinarlo allí donde quedó consignado explícitamente: las palabras «recibir» (paralambanein) y «transmitir» (paradidonai) definen ya en Pablo unos conceptos fijos sobre la tradición. Pablo utiliza estas palabras como introducción para la conocida fórmula del capítulo 15 de su primera Carta a los corintios, el primer testimonio neotestamentario de la fe en la resurrección, acuñado probablemente en los años 40 en Antioquía: «Porqué yo os transmití, ante todo, lo que había recibido». Los mismos términos utiliza para presentar su relato de la última cena (1 Cor 11, 23). Pablo se coloca, pues, expresamente en la línea de aquellos que transmiten algo preexistente, asumido y recibido.

También los verbos «creer» (pisteuein) y «profesar» (o coincidir, reconocer o confesar, alabar, prometer: homologein) adquieren muy pronto un sentido fijo para expresar la transmisión del patrimonio de fe en un discurso explícito. «La profesión se refiere siempre al Señor elevado y viviente en su puesto y función actual: él es el Señor, el Cristo, el Hijo de Dios. La fórmula de fe se expresa primariamente en pasado: recuerda lo que sucedió. Frente a la profesión, la fórmula de fe ejerce una función explicativa. El cristianismo primitivo distinguió conceptualmente entre la profesión y la fórmula de fe, pero también las relacionó estrechamente. Es muy significativo en este sentido, por su terminología, el pasaje Rom 10, 9: Porque si tus labios profesan que Jesús es Señor y crees de corazón que Dios lo resucitó de la muerte, te salvarás".

Esto significa que la <fe> ha de arraigar en el <corazón> del hombre y que encuentra su expresión verbal primaria en la profesión de <boca>. La profesión, de carácter proclamatorio y vinculante, adquiere con la fórmula de fe una plenitud concreta de contenido, una determinación específica... La fórmula de fe muestra la base para la profesión: la acción de Dios en Cristo. La profesión formulada oralmente ha de cimentarse en el corazón, referida al fundamento de la fe, que se resume brevemente en la fórmula de fe»14.

El nexo entre la fe y la profesión es tan fuerte que la primera carta de Juan las presenta como equivalentes: «El que confiesa que Jesús es el Hijo de Dios» (1 Jn 4, 15). «... el que cree que Jesús es el Hijo de Dios»... (1 Jn 5, 5; cf. 1 Jn. 5, 1; 4, 2).

Más allá de estos términos más accesibles de la tradición, la exégesis científica, con sus análisis basados en la historia de las formas, ha propuesto diversos criterios para descubrir y elaborar las fórmulas más antiguas.

 

b) Las primeras fórmulas de fe (Rom 1, 1-4; Gál 4, 4- 6; F1p 2, 6-11; Col 1, 15-20; 1 Cor 8, 6; 2 Cor 13, 13)

Heinrich Schlier ha examinado y recogido con la minuciosidad que le caracteriza las primeras confesiones cristológicas del nuevo testamento15. Dichas confesiones se articulan a modo de aclamación de Jesús exaltado, sobre todo a base de atributos supremos y títulos con los que la Iglesia primitiva lo ensalza como Mesías, Hijo y Señor.

Encontramos, además, como confesión antiquísima de los cristianos esos enunciados que expresan el acontecimiento de salvación cristológico. Se inspiran en aquellas fórmulas de fe que hablan de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, como el ya citado pasaje Rom 10, 9 (cf. también Rom 6, 4; 6, 9; 7, 4 y passim). Este enunciado se combinó pronto con la confesión de su muerte «por nosotros» en la fórmula fundamental bimembre de la muerte y resurrección de Jesucristo, tal como aparece de modo escueto en la primera Carta a los tesalonicenses, el escrito más antiguo del nuevo testamento: «Nosotros creemos que Jesús murió y resucitó» (1 Tes 4, 14). Esta doble fórmula contiene el núcleo y el centro de la confesión de Jesús en el cristianismo primitivo. Desde este centro, el nuevo testamento se retrotrae, en cierto modo, al pasado, y habla pronto de envío y entrega de Jesús, de su preexistencia y nacimiento, y se proyecta también hacia adelante, hablando de su elevación, parusía y epifanía. La muerte y resurrección de Jesús son, pues, sin duda el centro, mas no el único contenido de las primeras fórmulas de confesión cristo-lógica. Rom 1, 3s, por ejemplo, contrapone la encarnación a la elevación, y Gál 4, 4s sitúa la acción salvífica de Jesús en el punto central de una fórmula de confesión plurimembre. Pero en lo que respecta al centro hay que señalar, primero, que la doble fórmula de la muerte y resurrección de Jesucristo pretende abarcar objetivamente el conjunto del acontecimiento salvífico; segundo, que partiendo de ahí, de la muerte y resurrección, también hay que entender y llenar de contenido los diversos títulos; tercero, que este pasaje conecta exactamente con el contenido de la confesión básica de Yahvé. En efecto, es Dios el que entregó a Jesús a la muerte en favor de nosotros (cf. Rom 3, 25; 8, 32) y lo resucitó de la muerte (cf. Rom 10, 9; 1 Cor 6, 14; 1 Tes 1, 10; Hech 13, 20). Aunque este enunciado cristológico pueda manifestar a primera vista más de un aspecto, importa hacer notar cómo, justamente a la inversa, el acontecimiento cristológico se convierte en una atribución neotestamentaria a Dios, en una especie de nuevo «nombre» de Dios: es el Dios de Jesús «el que lo resucitó de la muerte» (Rom 8, 11; Gál 1, 1; 2 Cor 4, 14). Al igual que en el antiguo testamento, Dios muestra quién es en su acción histórica. Por otra parte, estas fórmulas cristológicas reflejan muy exactamente la etapa primitiva, en la que bastaba confesar la acción escatológica de Dios en el Mesías Jesús.

No era necesario incluir en la confesión, como enunciado independiente, el presupuesto, la fe en el Dios vivo, ya que esta fe era algo obvio para el judeocristiano. Pero esta situación cambia con el inicio de la misión a los paganos. Ante los nuevos destinatarios se hace necesario adoptar expresamente el reconocimiento de un solo Dios como miembro independiente de las fórmulas de fe. De este modo nacen las fórmulas con dos artículos: «Tenemos un solo Dios, el Padre. De él nos viene todo y vivimos de cara a él. Y hay un solo Señor: Jesucristo, por quien existe el universo y por quien existimos nosotros» (1 Cor 8, 6).

Sorprende la fecha temprana y la frecuencia con que esta fórmula bimembre aparece complementada en los escritos del nuevo testamento con una fórmula triádica y trinitaria. Los escritos paulinos y deuteropaulinos incluyen alrededor de cincuenta fórmulas triádicas, contando todas las expresiones que hablan de Dios, del Cristo (o el Hijo o el Señor) y del Espíritu en cualquier tipo de relación. La más conocida de estas fórmulas triádicas es la solemne bendición trinitaria antes de la celebración eucarística: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu santo estén con todos vosotros» (2 Cor 13, 13). Sin duda, ninguna de estas fórmulas triádicas del nuevo testamento son enunciados doctrinales sobre la esencia de Dios, sino que expresan algo sobre su acción en la historia de la salvación. El orden de sucesión tampoco es siempre el mismo ni el que nos es familiar a nosotros: Padre, Hijo y Espíritu, fórmula elaborada ya en la época de Mateo como texto bautismal fijo, y asumido por él como mandato bautismal en el final programático de su evangelio: «Id y haced discípulos a todas las naciones; bautizadlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu santo, y enseñadles a guardar todo lo que os he mandado; mirad que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19 s).

 

4. Función y forma básica del credo en la Iglesia antigua

a) Preliminar: conocer los orígenes

Todos hemos hecho alguna vez la experiencia de ver que la conducta sorprendente, inhabitual de una persona resultaba más comprensible, más clara, conociendo su familia, su espacio vital, detalles de su infancia y su juventud que influyeron en él y lo marcaron de un modo muy determinado. Este hecho desempeña un papel de especial importancia si las personas se conocen de tal forma que acuerdan recorrer en común el resto de su camino vital. La vida anterior del otro, experiencias relevantes de su juventud, personas que significaron y significan algo para él, todo esto es un fragmento esencial de él mismo; interesa grandemente conocer la historia de sus orígenes y de su vida y, en cierto modo, es incluso necesario para el éxito de la vida común. Cabe generalizar esta somera observación sobre el encuentro personal y el conocimiento de las personas: cualquier conocimiento de una realidad será tanto mejor cuanto más sepamos sobre sus presupuestos, sus orígenes, su génesis. Conviene recordar esto a la hora de examinar brevemente el origen y la historia genética de la profesión de fe apostólica. Se trata de comprender este texto y su forma concreta , su objetivo y su significado para nosotros. Por esta razón hemos examinado también las fórmulas confesionales que aparecen en los escritos del antiguo y del nuevo testamento. Hemos hablado de la estructura básica de tales fórmulas: ciertas expresiones formales denotan la convicción de la comunidad de fe en el sentido de que debemos corresponder en nuestra vida a la acción de Dios. Cuando el individuo asume en su proyecto vital la confesión comunitaria sobre Dios como Padre de Jesucristo, su actitud hacia la vida se articula en el texto de esa confesión.

b)El lugar de la profesión

El lugar más importante de este hecho que es la combinación concreta de la opción vital de fe y el enunciado en su contenido es, en la primera época de la Iglesia, el bautismo.

Agustín refiere con gran viveza en sus Confesiones (VIII 2, 5) la conversión al cristianismo de Mario Victorino, un famoso profesor romano de retórica y filosofía. «Llegó la hora en que debía hacer la profesión de su fe. Es costumbre allí, en Roma, que aquellos [bautizados] que acceden a tu gracia reciten desde un estrado, delante del pueblo, la fórmula establecida... Y cuando subió al estrado para hacer la profesión, hubo un murmullo entre la gente que lo reconoció –¡y quién no lo hubiera reconocido allí!–, un murmullo de gozo unánime, pronunciando su nombre. Y corrió de boca en boca por toda la asamblea emocionada y se convirtió en una exclamación contenida: Victorinus, Victorinus! Exteriorizaron súbitamente la alegría al verle y enmudecieron súbitamente por las ganas de oírle. Pero él profesó la fe, la verdadera fe, con una soberana seguridad. Entonces pareció como si quisieran arrebatar a aquel hombre e introducirlo en su corazón»16. Estas frases, de gran colorido personal, pueden servir para ilustrar el hecho escueto y abstracto de que el verdadero lugar para la formulación de la profesión de fe en la Iglesia primitiva fue el bautismo.

c) El carácter dialogal

Las distintas iglesias episcopales de la Antigüedad conservaban aún su propia tradición: la confesión que recitó Agustín cuando fue bautizado en Milán (cf. DS 13) difería un poco, en algunas expresiones, de la que él propuso a sus bautizandos como obispo de Hippo

16. Agustín, Confesiones, VIII 2, 5, edición bilingüe preparada por A. C. Vega, Madrid '1979.

Regius (cf. DS 14, 21). Como se desprende de algunos fragmentos y de la reconstrucción del escrito perdido Traditio apostolica de Hipólito de Roma, la confesión bautismal se estableció en Roma a principios del siglo III en forma de preguntas dirigidas al bautizando: «¿Crees en el Espíritu santo?» (cf. DS 10). Esta forma interrogativa se ha mantenido en nuestro rito bautismal hasta nuestros días y nos es familiar por la renovación bautismal que se realiza en la liturgia de la noche pascual. El acto del bautismo y las circunstancias que lo acompañaban hicieron, pues, que la profesión de la fe adquiriese un carácter dialogal. A la pregunta del presidente de la comunidad, el aspirante contesta «creo», y afirma así la fe y la confesión de la comunidad. Y aunque la pregunta ¿«crees»? (credis) y la respuesta «creo» (credo) no se hagan en primera persona de plural, la redditio symboli, al término del catecumenado en la comunidad episcopal de Agustín, confirma también este extremo (cf. DS 21) –aun cuando no aparezca el pronombre «nosotros» en su forma gramatical, él es evidentemente el marco en el que se dice «tú» y «yo». Las preguntas y respuestas expresan la coincidencia en la fe. La confesión bautismal es la profesión de fe con las palabras de la comunidad, el sí a la comunión, la entrada en la comunidad, la recepción e incorporación oficial con todos los derechos y obligaciones. Esta estructura interna del diálogo puede servir de gran ayuda para la comprensión de lo que es y quiere decir la profesión. En efecto, la forma lingüística de pregunta y res-puesta, de discurso y contestación revela que la fe que se expresa y se articula en esas palabras no es la proclamación autónoma que emana de las profundidades del propio corazón, de la apertura humana a una realidad mayor y más integral, sino que aquí se ha producido ya una interpelación a la que sigue ahora el eco correspondiente. La fe sigue al mensaje (cf. Rom 10, 17), es la respuesta a la interpelación que se produjo antes; la profesión de fe afirma la experiencia de los otros, afirma los acontecimientos históricos que preceden como una base segura de la propia vida.

d) Interpretación de la conversión

Hay otro aspecto en la estrecha conexión existente entre el bautismo y la profesión de fe en la Iglesia primitiva que no debemos desdeñar para la interpretación. El texto confesional hace referencia a la con-versión, al cambio de vida que se produce en este punto: el aparta-miento de la vida anterior, el abandono del pecado y la aceptación del yugo de Cristo, de su ley, del nuevo mandamiento. Confesión o profesión es la palabra que acompaña a la acción e interpreta y fundamenta la realización vital. La profesión de fe no es, pues, una teoría autónoma, sino que está referida directamente a la praxis de un nuevo comienzo, es la articulación de la acción y de su fundamento.

Encontramos, pues, en la confesión bautismal la misma estructura que en las «profesiones de fe» bíblicas: es, en primer lugar, el «sí» a la comunidad expresado con las palabras que son comunes a todos y fueron transmitidas cuidadosamente. Es, en segundo lugar, respuesta a la llamada anterior de Dios en la historia y destino de Jesús, llamada que va implícitamente en la pregunta del presidente de la comunidad: «Es Dios el que exhorta por nuestro medio. Por Cristo os lo pido, dejaos reconciliar con Dios» (2 Cor 5, 20). Hace referencia, en tercer lugar, al proceso vital, al cambio de vida; es una interpretación y fundamentación de la conversión, del acto de hacerse cristiano en el bautismo.

¿De qué modo este proceso de la Iglesia primitiva da origen al texto actual del credo apostólico?

4
La «profesión de fe apostólica»

1. La leyenda de la redacción apostólica

La expresión symbolum apostolicum, símbolo de los apóstoles o profesión de fe apostólica, se utilizó por primera vez en una asamblea de obispos reunidos en tomo a san Ambrosio en Milán, asamblea que envió el año 390 un escrito oficial al papa Siricio. La convicción de que la transmisión de la fe de los apóstoles debía expresarse en la confesión bautismal cristalizó muy pronto en la forma literaria de una leyenda.

a) Su forma concreta

Un sermón del siglo VI nos transmite detalladamente esta leyenda; el texto aparece impreso entre los sermones de Agustín, pero procede de un predicador anónimo de las Galias:

«A los diez días de la ascensión, los discípulos estaban reunidos por temor a los judíos. Entonces el Señor les envió el Espíritu santo que les había prometido. Todos se sintieron inflamados por el fuego ardiente; y colmados con la ciencia de todas las lenguas, redactaron la profesión de fe. Pedro dijo: Creo en Dios, Padre todopoderoso... Andrés dijo: Y en Jesucristo, su Hijo... Matías dijo: Y en la vida eterna. Así, purificados por el Espíritu santo como el oro por el fuego, los apóstoles, que hasta entonces se habían considerado indignos, salieron animosos a anunciar el evangelio a toda criatura, como el Señor les había mandado».

Esta leyenda según la cual cada uno de los doce pronunció uno de los doce artículos de fe, recorre la Edad Media con toda clase de aditamentos y se plasmó en el arte figurativo. Así, el relicario de la Iglesia de Santa Isabel, de Marburgo, del siglo XIII, y las columnas de la iglesia de Nuestra Señora de Tréveris (construida entre 1227-1243) muestran a los doce apóstoles sosteniendo cintas que llevan escrito, cada una, un artículo del credo.

b) El contenido no legendario

La palabra «leyenda» significa para nuestros oídos modernos algo insostenible históricamente y, por ello, de escaso valor. Pero éste es sólo un aspecto, y muy superficial. En nuestro caso es importante ver cómo una creencia de difusión general aparece revestida de una determinada forma literaria: la de la leyenda. La creencia busca una determinada expresión. Lo expresado es temporalmente anterior y totalmente independiente del revestimiento legendario. Algunos ejemplos pueden confirmarlo:

En la obra de Orígenes (+ 254) Sobre los principios, conservada sólo fragmentariamente y en traducción latina, se lee: «Hay que saber... que los santos apóstoles, cuando anunciaron la fe de Cristo, transmitieron unas afirmaciones muy claras sobre algunos temas, aquellas que ellos consideraron necesarias para todos los creyentes... Pero los distintos puntos que son transmitidos claramente mediante la predicación apostólica, son los siguientes. En primer lugar, que hay un solo Dios que lo creó y ordenó todo y que llamó a todas las cosas desde la nada al ser... Después, que Jesucristo, aquel mismo que vino... fue engendrado por el Padre antes de la creación... se hizo hombre..., se encarnó, aunque era Dios, y después de su encarnación siguió siendo lo que era: Dios. Asumió un cuerpo que es igual al nuestro y sólo difiere en que él nació de la Virgen y del Espíritu santo... y padeció realmente y no sólo en apariencia, y murió realmente la muerte común (a todos los hombres). Resucitó también realmente de la muerte; después de la resurrección alternó con sus discípulos y finalmente fue acogido (en el cielo). Nos transmitieron, además, que el Espíritu santo comparte el honor y la dignidad del Padre y del Hijo... En la Iglesia se proclama con toda claridad que este Espíritu santo inspiró a cada uno de los santos, profetas y apóstoles... Y también que llegará el tiempo de la resurrección de los muertos, cuando este cuerpo que ahora <se siembra en corrupción, será resucitado en la incorrupción>» (I Praef 4)2. El texto es mucho más amplio. Hemos citado sobre todo aquellas frases que incluyen ya resonancias muy claras del credo y que aparecen como un breve

2. Orígenes, Vier Bücher von den Prinzipien, ed. y trad. por H. Gorgemanns/H. Karpp, Darmstadt 1976, 87- 91.

resumen de las verdades esenciales de los «apóstoles», es decir, de la sagrada Escritura.

Cirilo de Jerusalén, fallecido siendo obispo en 386, famoso sobre todo por sus 24 Catequesis bautismales, que ya de presbítero en la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén había impartido en tiempo de cuaresma y de pascua el año 348, dice en la quinta catequesis: «Conserva y practica la fe que la Iglesia te transmite y que está basada en toda la Biblia. Pues no todos saben leer la Escritura; a unos les falta la formación, a otros el tiempo. Y para que ningún alma se pierda por ignorancia, resumimos en estas pocas frases toda la doctrina de la fe... Porque ésta no fue redactada por arbitrio humano, sino que resume en una única doctrina de la fe las enseñanzas más importantes de toda la Escritura»3.

Veamos un tercer ejemplo que demuestra la convicción de que la doctrina de la predicación apostólica aparece resumida en el llamado Symbolum Apostolicum como breve compendio de la tradición apostólica: Agustín, que no menciona en ningún lugar la leyenda de la redacción pentecostal, dice en un sermón a los bautizados: «Las enseñanzas que estáis recibiendo no son para vosotros nuevas ni inauditas. Las conocéis por la exposición de las sagradas Escrituras y por los sermones eclesiales. Ahora os las voy a explicar brevemente y en un orden riguroso»4.

De ahí que el «Symbolum Apostolicum» signifique para una amplia corriente de la tradición occidental algo así como un resumen, breve y autorizado por la Iglesia, de las principales doctrinas de los apóstoles.

 

c) El sentido permanente de la leyenda de los orígenes

Tras este somero análisis de la tradición es justo hablar de un significado permanente de esta leyenda de los orígenes. A cierta distancia de un ethos de historicismo extremado, nos hemos sensibilizado de nuevo para saber escuchar los mitos, las fábulas, las parábolas, leyendas y cuentos, es decir, para la posibilidad específica de decir las verdades recurriendo a tales formas literarias. La «verdad» de esta leyenda está patente.

La investigación histórica ha señalado que todos los elementos del Symbolum Apostolicum se hallan incluidos literalmente en los textos canónicos y eclesiales de los dos primeros siglos. Esto lo había hecho notar ya, a su manera, Erasmo de Rotterdam: «Yo no sé si el denominado símbolo de los apóstoles fue compuesto por los apóstoles mismos; pero lo cierto es que contiene en sí la majestad y la pureza de lo apostólico»5. A la luz de las investigaciones históricas actuales,

  1. Según De Lubac, Credo, 14; cf. PG 33, 520 B.

  2. Ibid., 15; cf. Agustín, Sermo 214,1 (PL 38, 1066).

  3. Erasmo de Rotterdam, Opera omnia V, Leiden 1704, col. 1136, 1178.

podemos precisar más el conocimiento del mismo: el origen apostólico del contenido (nuestro credo) está fuera de toda duda. Es verdad que no se puede atribuir la composición redaccional del texto actual a los apóstoles; pero la catequesis de la era apostólica comprende ya cada una de las ideas contenidas en el credo apostólico. «Por el contenido y la forma, el Apostolicum es sin duda apostólico, porque es un precipitado de la tradición apostólica... un fiel reflejo de los temas capitales del kerigma apostólico, de la catequesis apostólica para bautizandos y de la profesión de fe en el cristianismo primitivo»6. El texto concreto no procede del tiempo apostólico, pero el contenido es la fórmula abreviada del kerigma apostólico. La leyenda sobre el origen apostólico expresa, pues, una verdad fraguada históricamente.

Si he analizado este aspecto tan minuciosamente, no ha sido en primer término por una preocupación histórica, sino por una preocupación teológica: como Iglesia apostólica, como Iglesia de Jesucristo que se basa en los testimonios conservados en el canon de la Biblia como herencia de la generación apostólica, tenemos que encontrar el fundamento de los apóstoles cuando buscamos el lugar adecuado. Todo arquitecto sabe que a veces es preciso excavar en un solar terraplenado hasta el suelo «natural» para poder echar los cimientos con garantía. Una importancia similar adquiere el Symbolum Apostolicum para nosotros en la medida en que éste resulta ser la «roca» apostólica originaria.

d) División equivocada: oscurecimiento del origen

Lo cierto es, sin embargo, que la atribución legendaria de las distintas frases a cada uno de los doce apóstoles ha desfigurado totalmente, durante largo tiempo, la visión para comprender la estructura interna, la ley estructural de este texto. El texto no pasa de ser, en la exposición de muchos comentaristas, una serie de doctrinas heterogéneas sin una conexión rigurosa. Pero la división en doce artículos no se corresponde con el diseño originario ni con el carácter del texto. Tal división tardía, artificial y arbitraria, enmascara totalmente la forma estructural trinitaria.

La prueba de que la conciencia cristiana medieval había olvidado la estructura originaria es que teólogos de la talla de Alejandro de Hales, Buenaventura y Tomás de Aquino propusieran una bipartición, pretendiendo ver dos secciones capitales, subdivididas a su vez en siete proposiciones. La primera mitad se refiere a Dios y a las cosas

6. E. Schillebeeckx, Revelación y teología, Salamanca' 1969, 203.

eternas, la otra mitad a la humanidad de Cristo y su obra salvífica en el tiempo. Pero este juego numérico medieval superpone una sistematización ajena a la estructura originaria. La figura fundamental del credo deriva de su «lugar» y de su función original como confesión bautismal. Hemos señalado ya que el aglutinante intrínseco de todo el texto es la confesión del Padre, del Hijo y del Espíritu y que la articulación de Symbolum Apostolicum es trinitaria: la confesión del Padre, del Hijo y del Espíritu aparece desarrollada, comentada y concretada en los añadidos. Esto se ve con claridad en los dos primeros artículos. No aparece, en cambio, explícitamente en el tercer artículo: la confesión del Espíritu santo. No obstante, también en él la creencia en el Espíritu santo se concreta como fe en la acción del Espíritu en la historia, en la Iglesia y en la vida de los creyentes. Volveremos sobre esto en el momento oportuno.

2. La génesis histórica del texto actuar

La estructura trinitaria básica aparecerá con claridad recordando brevemente la historia del texto del Symbolum Apostolicum, antes de cerrar en un breve resumen teológico las consideraciones introductorias y de abordar su contenido.

¿Dónde y cómo es posible encontrar los antecedentes del texto actual?

a) Primeros antecedentes

1. La utilidad de las fórmulas breves: Ignacio de Antioquía (+ alrededor de 110). —Este primer ejemplo nos hace conectar directamente con el siglo apostólico. Ignacio, que es conocido sobre todo como testigo de la evolución hacia el episcopado monárquico, escribe en su carta a la comunidad de Tralles en Asia Menor:

Haced oídos sordos cuando alguien os habla sin mencionar a Jesucristo, que procedió del linaje de David, de María, que nació realmente, comió y bebió, fue perseguido realmente bajo Poncio Pilato, crucificado realmente, y que murió a la vista de aquellos que están en el cielo, en la tierra y bajo la tierra, que fue resucitado realmente de la muerte, porque lo despertó el Padre;

7. Cf. J.N.D. Kelly, Primitivos credos cristianos, Salamanca 1980; W. Beinert, Glaubensbekenntnisse der Kirche. Geschichte und heutige Bedeutung, en G. Baudler y otros, Den Glauben bekennen, Freiburg 1975, 34-91.

en consecuencia, el Padre nos resucitará también en Cristo a los que creemos en él, sin el cual no poseemos la verdadera vida.

Este texto presenta ya con claridad diversas fórmulas que aparecen luego casi literalmente en el Apostolicum. La ocasión para elaborar esta versión abreviada de la fe cristiana es, como se ve, de índole polémica: la advertencia contra los falsos maestros docetas, advertencia que se expresa en el evidente énfasis puesto en la humanidad de Jesús. Las fórmulas abreviadas ayudan a conocer y a conservar la fe verdadera. La versión abreviada de la doctrina de los apóstoles aparece como una de las etapas previas del Symbolum Apostolicum.

2. Comentario de la fórmula bautismal: Justino (+ 165).—Justino, el apologeta y filósofo del siglo II, habla del bautismo en su primera apología y dice:

"Así, cuando el agua baña a aquel que quiere renacer y se ha arrepentido de sus pecados, se pronuncia el nombre de Dios, Padre de todos y Señor, y el que lleva al bautizando a la inmersión, sólo utiliza este signo. Porque nadie puede dar un nombre para designar al Dios innombrable... Pero el baño significa iluminación, porque aquellos que lo reciben quedan iluminados por medio del Espíritu. Pero el que recibe la iluminación, es lavado también en el nombre de Jesucristo, crucificado bajo Poncio Pilato, y en el nombre del Espíritu santo, que predijo mediante los profetas todo lo relativo a Jesús".

Justino no se limita, pues, a recitar la fórmula bautismal que conocemos por el final del evangelio de Mateo, sino que la comenta con ampliaciones confesionales que se relacionan probablemente con la instrucción para el bautismo y con la administración del mismo. Aquí se pone de manifiesto no sólo la estructura trinitaria del conjunto, sino también la estrecha conexión existente entre el acto del bautismo y la evolución de la confesión bautismal.

3. Ampliación doctrinal: Ireneo de Lyon (t 202). —Ireneo de Lyon es, con Justino, el segundo teólogo importante del siglo II, calificado a menudo como el primer dogmático, porque propuso en su obra capital Contra las herejías un gran esquema doctrinal sistematizado. Escribe en esa obra:

«La Iglesia recibió de los apóstoles y de sus discípulos la fe, la fe en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra y de los mares y de todo lo que hay en ellos, y en su único ungido Jesús, el Hijo de Dios, que se encarnó para redimimos, y en el Espíritu santo, que anunció por medio de los profetas el orden de salvación de Dios». Y en conexión directa con este esquema trinitario, que tiene unas resonancias muy concretas en nuestro credo, sigue un amplio comentario de esta obra salvífica que el Espíritu proclama: «La doble venida del Señor, su nacimiento de la Virgen, su pasión, su resurrección de la muerte, la ascensión corporal de nuestro amado Señor Jesucristo y su retomo del cielo en la gloria del Padre para restaurarlo todo y resucitar todos los cuerpos de toda la humanidad, para que delante de Jesucristo, nuestro Señor y Dios, nuestro salvador y rey, según el beneplácito del Padre invisible, doblen la rodilla los que están en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra, y toda lengua le ensalce. El hará entonces un juicio justo sobre todos... A los impíos, injustos y sacrílegos los enviará al fuego eterno. Pero a los justos y piadosos y a aquellos que guardaron sus preceptos y permanecieron en su amor, bien desde el principio bien desde su conversión, les dará la vida eterna en la gracia y los revestirá de gloria eterna»10

Insertando la ampliación doctrinal de la cristología y de la escatología, que en Ireneo de Lyon se refiere aún a la parte trinitaria, en los artículos segundo y tercero, tenemos ya claramente ante nosotros el plan estructural de nuestro credo actual.

b) La fórmula básica: instrucción bautismal

Esta inserción se produjo muy pronto. Aparece por primera vez en Hipólito de Roma (+ 235), que en su escrito Tradición apostólica (Traditio apostolica), publicado alrededor de 215, describe entre otras cosas el rito bautismal:

Cuando el bautizando desciende al agua, el bautizante le impone la mano y le pregunta: ¿Crees en Dios, Padre todopoderoso? Y el bautizando responderá: Creo. Y seguidamente el que sostiene la mano sobre su cabeza le bautizará por primera vez. Y después le preguntará: ¿Crees en Jesucristo, el Hijo de Dios, que nació por obra del Espíritu santo de María, Virgen, fue crucificado bajo Poncio Pilato, muerto y sepultado; al tercer día fue resucitado vivo de entre los muertos, fue llevado al cielo, está sentado a la derecha del Padre y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos? Y cuando aquél ha contestado: Creo, le bautizará de nuevo. Y preguntará una vez más: ¿Crees en el Espíritu santo y en la santa Iglesia y en la resurrección de la carne? El bautizando contestará: Creo. Y a continuación es bautizado por tercera vez. Y después de ser emergido, será ungido con óleo consagrado por el presbítero, diciendo: «Yo te unjo con óleo santo en el nombre de Jesucristo. Después, cada uno de ellos [1os bautizados] se enjugará, se vestirá y entrará en la iglesia»11.

10. Ireneo de Lyon, Gegen die Hdresien, I 10 (BKV Irenaus I, 1912, 32s).
11. La tradición apostólica,
Salamanca 1986, 76.

¿Cómo llega Hipólito a establecer el texto de estas preguntas bautismales? El era muy conservador por temperamento y entró en conflicto con el obispo de Roma a causa de su actitud estrictamente tradicional. De ahí que sea equivocada la idea de que Hipólito introdujera modificaciones con sus preguntas en el rito bautismal. Es seguro que él se limita a reproducir unas preguntas que proceden de la segunda mitad del siglo II y que son de fecha algo posterior al texto de Justino.

Ahora bien, el desarrollo eclesial en la segunda mitad del siglo II se caracteriza por el predominio de la institución del «catecumenado», la instrucción organizada y estructurada para el bautismo por parte de maestros encargados por la Iglesia. Un curso especial de preparación para el bautismo era algo obvio tanto por la mayor afluencia de candidatos a las comunidades como también por la creciente controversia con falsos maestros, que evidenciaba la necesidad de una mejor instrucción en la fe para los nuevos cristianos. «El candidato al bautismo tenía que ser introducido en la comunidad por personas creyentes que salían fiadores por él (padrinos), y participaba durante tres años... en el servicio de la palabra (misa de catecúmenos) y en el resto de las instrucciones en la fe; el catecumenado concluía siempre con la oración y la imposición de manos. Algunas semanas antes de la iniciación en la noche de Pascua, generalmente al comienzo de la cuaresma, comenzaba un tiempo de preparación intensiva». Es importante para nuestras reflexiones el hecho de que en esta fase final de preparación para el bautismo tuviera lugar también la traditio y la redditio symboli: el obispo «transmitía» (tradidit, de ahí traditio) a los candidatos al bautismo, junto con el «Padre nuestro», el symbolum, la señal de identidad de los cristianos para que éstos pudieran apropiársela y aprender de memoria. Todavía Ambrosio (t 397) realiza esta «transmisión», muy expresamente, sólo en forma oral, a fin de que el bautizando asimile realmente el texto y no caiga en manos de personas no idóneas. El extraño debe encontrarse con la fe a través del testimonio de los cristianos y no mediante un fragmento de papel... un pensamiento teológicamente profundo. Pero también era significativo el hecho de que muchos de los candidatos al bautismo eran analfabetos y sólo podían ser instruidos y aprender por ese procedimiento. La traditio symboli tenía lugar en el marco litúrgico, al igual que la redditio, la recitación del texto asimilado, algún tiempo antes del bautizo, recitación que no era sólo un interrogatorio, sino también una confesión de contenido ante el obispo. Cabe presumir, pues, que la forma interrogativa que aparece en la propia ceremonia bautismal no sea la forma textual en la que los creyentes asimilaron la profesión, y que los enunciados del Apostolicum en su figura declaratoria, enunciativa, se formaran en la transmisión y recitación de la fe: el credo, ejercitado y asimilado en la instrucción del catecumenado para el momento de la solemne profesión bautismal y para la existencia creyente a lo largo de toda la vida. El enunciado de fe y el acto de fe combinados entre sí, como hemos analizado antes.

c) El antiguo símbolo romano del bautismo (R)

La hipótesis de que la versión declaratoria de la instrucción bautismal es el verdadero fundamento textual de nuestra «profesión de fe apostólica» se puede verificar históricamente gracias a un escrito ocasional que se ha conservado. Para defenderse de la sospecha de herejía y justificarse ante el papa, el obispo Marcelo de Ancira, en Galacia de Asia Menor, escribe una carta el año 340 a Julio I de Roma. Como demostración de su fe ortodoxa, cita la confesión bautismal del papa, a la que él presta su asentimiento explícito. Este antiguo símbolo bautismal romano, que suele designarse en la literatura especializada con la letra R (Romanum), procede del siglo III, cuando la lengua litúrgica era aún el griego, incluso en Roma. El texto dice:

Creo en Dios, Padre todopoderoso, y en Jesucristo, su Hijo unigénito, nuestro Señor que, nacido del Espíritu santo y de la Virgen María, fue crucificado y sepultado, subió al cielo, está a la derecha del Padre y desde allí vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos; y en el Espíritu santo, la santa Iglesia, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida etema14.

d) El texto definitivo

Una vez efectuado en Roma, durante el siglo IV, el cambio del griego al latín en el lenguaje litúrgico, la antigua confesión romana del bautismo se fue difundiendo —en latín vulgar— en las restantes comunidades latinohablantes de Occidente. La versión actual no se formó en Roma misma, sino en el área hispano-gala durante los siglos IV y V mediante pequeñas modificaciones y añadidos. Carlomagno,

14. DS 11.

que mostró gran interés por la unidad litúrgica en su reino, unificó también en el marco de su reforma litúrgica el rito bautismal y prescribió para su área la forma galo-franca de la confesión bautismal. Entretanto se introdujo en Roma como confesión bautismal el credo extenso, cuya formulación se remonta a los dos primeros concilios «generales» de Nicea (325) y Constantinopla (381) y estuvo vigente durante muchos siglos: «Parece que la Iglesia Romana, que estaba tan orgullosa de la utilización antiquísima de la misma confesión bautismal, la abandonó en el siglo VI para sustituirla por C (símbolo nicenoconstantinopolitano). Otras iglesias occidentales, por ejemplo las de España, siguieron el ejemplo de Roma. Aunque las circunstancias en que se realizó este giro sorprendente de la práctica eclesial» están aún por investigar a fondo, los estudios realizados permiten trazar las líneas básicas: contra la amenaza de la «herejía» arriana, profesada por los godos invasores, el símbolo difundido en Oriente ofrecía una mejor posibilidad de defensa. A lo largo de los siglos IX y X la confesión bautismal de Carlomagno se introdujo de nuevo en Roma para la liturgia bautismal. «Persuadiendo a Roma para que aceptase la nueva confesión bautismal, la iglesia del otro lado de los Alpes le devolvía, enriquecida y mejorada, la misma y venerable regla de fe que la misma Roma había compendiado en el siglo II como un esbozo del evangelio eterno».

El «Símbolo doctrinal» clásico, que es el niceno-constantinopolitano, se difundió rápidamente después de Calcedonia en Oriente y en Occidente; en Oriente desplazó todos los otros símbolos bautismales, y se introdujo también en Roma desde el siglo VI al IX -como hemos señalado- en lugar de la antigua confesión romana. Este texto, ampliado en sentido didáctico, se consideró sin duda especialmente útil para expresar de modo inequívoco la confesión de Dios, de Jesucristo y del Espíritu santo. En España se impuso el uso de recitar el símbolo en la liturgia dominical. El tercer sínodo de Toledo (589) lo prescribió para todas las asambleas dominicales. Este uso retornó al continente pasando por Irlanda e Inglaterra. En el siglo VIII llegó a formar parte de la liturgia dominical en la capilla palatina de Carlomagno en Aquisgrán.

En Roma se utilizó en esta época el credo extenso para el bautismo, mas no en la misa. A principios del siglo XI, Benedicto VIII introdujo de nuevo el credo extenso en la celebración eucarística del domingo.

A partir de entonces, pues, el Apostolicum, más breve, tuvo su lugar fijo en el bautismo y el símbolo niceno-constantinopolitano, más didáctico, en la celebración eucarística de los domingos.

Sólo en nuestros días se ha difuminado de nuevo esta yuxtaposición estricta. Desde la última reforma litúrgica se puede recitar el texto, más breve, del Apostolicum en la asamblea dominical, como respuesta de la comunidad después del evangelio y de la homilía.

3. Caracterización teológica

Sobre el fondo de las observaciones históricas intentaré a continuación hacer una breve caracterización teológica de este símbolo.

a) Confesión bautismal en forma de respuesta

El análisis de la génesis histórica ha puesto en claro el fuerte nexo que existe entre la profesión de fe apostólica y el bautismo. Es, pues, correcto —y toca la verdadera raíz de este texto— el considerarlo como una «confesión cultual». Esta incluye, obviamente, la faceta de la enseñanza, de la instrucción catequética; pero esa faceta forma parte de la introducción fundamental al bautismo y se orienta directamente a la celebración litúrgica. Cabe entender, sin duda, las distintas frases como enunciados doctrinales con pretensión de formular verdades de fe; pero el lugar originario donde se expresan y profesan estas verdades es la liturgia bautismal. En la liturgia actual, esta conexión entre el enunciado de fe, la alabanza de Dios y el compromiso vital aparece con la máxima claridad en la renovación bautismal de la noche de pascua. Hemos señalado cómo las tres preguntas y respuestas y el acto del bautismo manifiestan el carácter dialogal de la fe, cómo nuestras palabras y actos confesionales son ya en este contexto una respuesta a la previa interpelación de Dios a nosotros, a la entrega de Dios a nosotros en la historia, incluida nuestra propia historia concreta. Esto es plenamente válido para el bautizando adulto, pero quizá no sea demasiado difícil articular la idea fundamental, a través de la renovación bautismal y la confirmación, sobre la base de nuestro «bautismo de niños». La entrega de Dios a nosotros requiere la entrega a él por nuestra parte. El cambio de vida, la orientación hacia el camino que Jesús nos señaló, distingue el acto de recepción del bautismo. Esto significa para los enunciados del símbolo lo siguiente: sus frases no son nuestro esbozo de interpretación del mundo, ni una filosofía de la religión en versión abreviada, ni el modo de expresión histórica-mente concreto de una experiencia de la transcendencia general, sino que son la simple descripción de este camino de Dios hacia nosotros; son, pues, la denominación estenográfica del acontecimiento, la denominación del punto de referencia respecto al cual nosotros queremos comportarnos; revelan a Aquel que nos interpela; no se limitan a decir que Dios nos interpela, sino cómo nos sale al encuentro en la historia: como Padre, Hijo y Espíritu, como el único Dios de Israel, como el hombre Jesús de Nazaret, como la presencia permanente de Dios en la historia. Las frases del credo articulan lo que el profesante ha sabido de Dios, «datos» históricos de Dios que el profesante reconoce muy personalmente como reveladores para él. Desde su ley estructural teológica, el credo apostólico no se orienta a la disputa ingeniosa, sino al testimonio de la fe vivida: praxis creyente como respuesta agradecida a las grandes gestas de Dios.

b) Symbolum: referencia al misterio

Indicamos al principio que el término symbolum designa el texto del credo como signo distintivo de la comunidad. El que conoce y acepta este texto puede identificarse ante los otros cristianos como uno de los suyos, que se sabe ligado a todos aquellos que están bautizados bajo el signo de esta profesión. La unidad y la comunidad se expresan especialmente en el acto donde uno hace su profesión ante muchos, y todos juntos «componen» este símbolo suyo, y la comunión se articula en la plegaria.

Conviene mencionar de nuevo una idea de Joseph Ratzinger, que toma pie de la palabra «símbolo» para considerar la comunión entre los hombres y Dios19. Si el «símbolo» significa fundamentalmente la parte de un todo, que requiere para la integralidad la adición de la otra mitad, entonces el «carácter simbólico» de este texto en su verdadera dimensión profunda consiste en proclamar la verdad señalando, más allá de ella, hacia el misterio inefable que es Dios. La palabra confesional no es un concepto que puede abarcar, «definir», delimitar la «cosa», sino una indicación, una sugerencia destinada a encaminarnos, a movernos a una progresiva autotransferencia hacia Dios. El término «símbolo» dado a este texto básico de la fe cristiana puede evocar, así, el carácter referencia) de todo discurso teológico y de fe, despertar la conciencia de que ninguno de nuestros nombres alcanza realmente el misterio de Dios. Todos los enunciados juntos no bastan para conocer o concebir a Dios y su acción. Por eso también el es-

19. Cf. J. Ratzinger, Zur Frage der Geschichtlichkeit der Dogmen, en R. Haubst/K. Rahner/O. Semmelroth (eds.), Martyria-Leiturgia-Diakonia. FS für H. Volk, Mainz 1968, 59-70, especialmente 66.

fuerzo, practicado tan a menudo en la historia, por mejorar, completar y aclarar el contenido mediante ampliaciones y precisiones, choca con un límite fundamental. La profesión de fe no puede ser un texto exhaustivo, insuperable en el contenido o en la forma. También el credo es necesariamente anuncio de algo que resulta, en rigor, indecible. Nuestra mitad, lo audible y lo comprensible, no es aún el todo, es sólo la mitad referencial; la totalidad significada es el misterio de la alianza de Dios con nosotros, los hombres; por eso las palabras descriptivas y confesantes quedan por detrás de lo apuntado con ellas. La palabra «símbolo» nos ofrece, pues, la estructura fundamental del enunciado de fe humana y de todo discurso teológico.

c) Criterio apostólico y evocación crítica

Voy a mencionar un tercer aspecto en conexión con la «profesión de fe apostólica». La fe nos da sin duda la convicción de que Jesucristo y, por tanto, el Padre están próximos a nosotros en el Espíritu santo, de que la vida de Dios y la vida de Jesús están presentes para nosotros, son una presencia que se puede experimentar y realizar en la oración, en la meditación y en la liturgia. Pero lo cierto es que esta nuestra convicción creyente descansa en el fundamento de los apóstoles y de los profetas, como dice el nuevo testamento. En otros términos: la relación viva y espiritual en el presente depende necesariamente del testimonio apostólico concreto sobre este Jesucristo que nos llega desde el pasado. El evangelio de Juan en el capítulo VI expuso ya con mucha precisión y manifestó este nexo entre la fundamentación histórica y la exposición y realización actual. En él se dice expresamente, por una parte, que el Espíritu iniciará a los discípulos en toda verdad y les recordará lo que no pueden soportar antes de la Pascua. Pero dice con la misma claridad: «El no hablará por su cuenta, sino que... tomará de lo que es mío y os lo anunciará» (Jn 16, 13 s). La reflexión sobre el proceso de transmisión del mensaje de Jesús se halla ya a finales del siglo 1 en el punto en que se siente la necesidad de una interpretación viva, progresiva y orientada a la problemática del tiempo, y la convicción de que todo recurso exclusivo a la inspiración pneumática sólo conduce al error y produce ilusiones si no se vuelve constantemente al kerigma original de Cristo. Con otras palabras, la predicación apostólica debe abordarse, también hoy, en su mensaje para nosotros y ha de transmitirse en un proceso que es siempre, también, interpretado. Muchos ejemplos, incluidos los denominados símbolos didácticos, muestran la naturalidad con que se ha producido esto, una y otra vez, en la historia. Pero el partir de estos orígenes, por ejemplo, del credo apostólico, como fórmula abreviada de los enunciados esenciales de la sagrada Escritura, es necesario y no se puede eludir. Hoy se desea eliminar en el credo histórico, como desfasadas y mitológicas, al menos las disonancias más groseras, como se dice, por estar en total contra-dicción con nuestra mentalidad. Pero la impresión de disonancia puede variar mucho de un individuo a otro. Y si se incluyen entre ellas la filiación divina de Jesús, su resurrección y la nuestra y la vida eterna, se verá claro cómo tal eliminación no despeja el camino de la comprensión, sino que lleva a una pérdida de sentido.

Es obvio que todos los artículos del credo implican cuestiones y dificultades de comprensión y también la posibilidad de grandes malentendidos; de ahí la necesidad de una interpretación cuidadosa y progresiva. Mas para aquel que quiera permanecer dentro de la Iglesia de los apóstoles, la pregunta no puede ser qué elementos del credo apostólico puedo asumir y cuáles otros no, sino cómo puedo poner en claro y asimilar lo dicho para mí en estos términos antiguos.

Hay que señalar aquí la función crítica de este texto. Johann Baptist Metz ha hecho notar a menudo, en los últimos años, la importancia de ejercer la autocrítica mediante el «recuerdo peligroso», mediante el debate con la tradición de fe. Porque hay una conciencia general que se siente demasiado segura de sí misma, que no percibe las lagunas en el mapa del propio pensamiento, que considera los propios criterios subjetivos y también los criterios intersubjetivos y sociales como algo tan evidente que declara inactuales las formulaciones extrañas por su condición de tales. Pero las fórmulas de fe extrañas del pasado no deben considerarse sólo como obstáculos para una visión actual de la fe, sino que pueden alertar –y esta sería su verdadera función crítica–al pensamiento teológico para los conocimientos ya alcanzados en la historia de la fe, pueden evitarnos el retroceso en una conciencia de los problemas ya alcanzada en la historia, pueden provocarnos a reelaborar experiencias históricas que parecen alejadas de nuestro «espíritu epocal». Lo extraño en apariencia puede ayudar a iluminar, cuestionándonos críticamente y despertando de nuevo nuestras preguntas reprimidas y silenciadas. El símbolo de los apóstoles puede convertirse de ese modo en la llamada histórica concreta de Dios, en el lugar donde una palabra antigua, pretérita, puede pasar a ser una interpelación, una promesa y una exigencia.

Con esta idea preliminar vamos a abordar la expresión de los tres artículos de la fe con sus distintos enunciados.