Reflexiones sobre Ecclesia de Trinitate
Autor: Jorge Salinas
Capítulo 8: Una Eclesiología realizada por
el Espíritu
Una Eclesiologia en torno a la presencia de
Cristo en los cristianos realizada por el Espíritu Santo
Pablo VI en su Encíclica Ecclesiam Suam resume así el núcleo de la realidad
sobrenatural de la Iglesia: “Bien sabemos que esto es misterio. Es el misterio
de la Iglesia. Y que si en tal misterio, con la ayuda de Dios, fijásemos la
mirada del alma, conseguiríamos muchos beneficios espirituales, aquellos
precisamente de los que Nos creemos tiene ahora mayor necesidad la Iglesia. La
presencia de Cristo, más aún, la misma vida de Cristo, se hará operante en cada
alma y en el conjunto del Cuerpo místico mediante el ejercicio de la fe viva y
vivificante, según la palabra ya mencionada del Apóstol: Habite Cristo por la fe
en vuestros corazones (Eph 3,17)”[1]. Es claro que esa realidad se inicia con la
celebración del bautismo, pero alcanza su plenitud en la Eucaristía
La Iglesia se forma entorno a la Presencia de Cristo, para decirle en términos
muy generales. Esta Presencia adquiere modalidades muy variadas que están
unificadas como en su cima y en su fuente en la especial forma de presencia
propia de la Eucaristía. También podemos decir que el Espíritu Santo
(inseparable de Cristo) es el artífice de esa multímoda presencia de Jesús
Salvador. En palabras de Juan Pablo II: “El Espíritu Santo es el principio vital
de la Iglesia, íntimo pero transcendente. El es el Dador de la vida y de la
unidad de la Iglesia, en la línea de la causalidad eficiente, es decir, como
autor y promotor de la vida divina del Corpus Christi ”[2].
San Pablo exclama «todos vosotros sois uno en Cristo» (Gal 3, 28). De modo que,
«en Cristo», es decir, desde el punto de vista de la nueva vida -divina- que
anima al cristiano, no hay discriminación posible: «ya no hay diferencia entre
judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, ya que todos
vosotros sois uno solo en Cristo Jesús» (Ib.). Incluso «vuestros cuerpos son
miembros de Cristo» (1 Cor 6, 15). Por eso deben guardarse limpios, puros,
santos. La Iglesia no es otra cosa que el cuerpo de Cristo (Col 1, 24), tan
íntima es la unión y tan recio el amor que enlaza la Iglesia con su fundador
Cristo. «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros de los demás miembros» (1
Cor 12, 12).
San Cirilo de Alejandría resume el misterio profundo de la Iglesia en torno a la
Trinidad: “si seguimos por el camino de la unión espiritual; habremos de decir
que todos nosotros, una vez recibido el único y mismo Espíritu, a saber, el
Espíritu Santo, nos fundimos entre nosotros y con Dios. Pues aunque seamos
muchos por separado, y Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en
cada uno de nosotros, ese Espíritu, único e indivisible, reduce por sí mismo a
la unidad a quienes son distintos entre sí en cuanto subsisten en su respectiva
singularidad, y hace que todos aparezcan como una sola cosa en sí mismo.
Y así como la virtud de la santa humanidad de Cristo hace que formen un mismo
cuerpo todos aquellos en quienes ella se encuentra, pienso que de la misma
manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e indivisible, los reduce
a todos a la unidad espiritual”.[3]
San León Magno expresa perfectamente esta idea: “Es indudable, queridos
hermanos, que la naturaleza humana fue asumida tan íntimamente por el Hijo de
Dios, que no sólo en Él, que es primogénito de toda criatura, sino también todos
sus santos, no hay más que un solo Cristo [sed etiam in omnibus sanctis suis
unum idemque sit Christus] ... (...) Aunque no es propio de esta vida, sino de
la eterna, el que Dios lo sea todo en todos, no por ello deja de ser ya ahora el
Señor huésped inseparable de su templo que es la Iglesia, de acuerdo con lo que
él mismo prometió al decir: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días,
hasta el fin del mundo”. [4]
San Agustín se deleita explayando esta gozosa realidad (sobre todo en sus
comentarios a los Salmos): «nosotros también somos Él, porque somos sus
miembros, porque somos su cuerpo, porque Él es nuestra Cabeza, porque el Cristo
total es Cabeza y Cuerpo» (Sermo 133).[1] «Todos los hombres son un hombre en
Cristo, y la unidad de los cristianos constituye un solo hombre» (In Ps 39). «Y
este hombre es todos los hombres y todos son este hombre, pues todos son uno,
puesto que Cristo es uno» (In Ps 127). «En este hombre único se resumió toda la
Iglesia por el Verbo» (In Ps 3). Y así sucede en la Iglesia que «Cristo predica
a Cristo» (Sermo 354, l). ¡Qué bueno y necesario es que en la Iglesia no lo
olvide ni quien predica ni quien escucha!. No hay superioridad entre el que
predica y el que escucha, porque todos son Cristo.
Un texto que durante un tiempo fue atribuido a Santo Tomás , describe de un modo
admirable la capitalidad de Cristo sobra toda la Iglesia como quien la preside,
la inhabita y la gobierna: et vidi in dextera, idest Filio, per quem Pater omnia
fecit (joan. 1), omnia per Ipsum facta sunt sedentis, scilicet Patris per
praesidentiam, inhabitationem et gubernationem,super thronum, scilicet Ecclesiam[5]
No hay que pensar ni de lejos -al tratar de la inmanencia recíproca entre Cristo
y el cristiano-, en una especie de «absorción» o aniquilamiento de la
personalidad del cristiano. ¡Cómo podría aniquilarla quien la ha creado a su
imagen y semejanza, para la eternidad! Lo que quiere es salvarla y glorificarla
con la misma gloria del Hijo unigénito del Padre. Dios es precisamente el
creador de las personas y las personalidades, de la libertad y de las
libertades. Cuanto mayor es la unión con Cristo, más vigorosas, íntegras y
distintas aparecen las personalidades de los santos. En Cristo todo es ganancia
y en Él se alcanza al mismo tiempo la más auténtica y real liberación junto con
la personalidad más plena; sólo es pérdida lo que nos aleja de Cristo.
La incorporación a Cristo, lejos de ser pérdida es riqueza. Al extremo de que,
como dice Tomás de Aquino, «el Bautismo nos incorpora a la Pasión y Muerte de
Cristo, de tal manera que la Pasión de Cristo, en la que cada persona bautizada
tiene una parte, es para todos un remedio tan efectivo como si cada uno hubiese
sufrido y muerto él mismo»[6].
Por eso Pablo puede decir que por el Bautismo hemos muerto-con Cristo, y hemos
sido co-sepultados, co-resucitados con Cristo co-sentados con Él a la diestra
del Padre[7]. Y ya se ve, el Apóstol, con mirada profética, sentado con Cristo
junto al Padre «aun cuando estábamos muertos por los pecados, nos dio vida
juntamente en Cristo y nos resucitó con Él, y nos hizo sentar sobre los cielos
en la Persona de Jesucristo» (Ef 2, 56).
Una Eclesiología centrada en Cristo encuentra la propia razón de ser de la misma
Iglesia en la tarea de acompañar al hombre en cuyo interior se ha producido el
encuentro con Cristo: ” La Iglesia desea servir a este único fin: que todo
hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el
camino de la vida, con la potencia de la verdad acerca del hombre y del mundo,
contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia
del amor que irradia de ella”[8]. La centralidad de Cristo es simultánea con la
centralidad más oculta del Espíritu, Quien sitúa a Cristo en el corazón de los
creyentes y, al mismo tiempo, es dado por Cristo desde el Padre. Juan Pablo II
comenta igualmente la presencia del Espíritu en toda la Iglesia: “En Él, en el
Espíritu Santo, la vida de la Iglesia alcanza profundidades y dimensiones
insospechadas. Sentir y vivir la presencia del Paráclito y de sus dones es una
característica peculiar de la tradición oriental, cuya profunda doctrina
pneumatológica constituye una riqueza preciosa para toda la Iglesia.” [9]
El Espíritu y la actualización del misterio de Cristo en el hodie de la
celebración litúrgica
Volvamos ahora nuestra mirada hacia el ultra tempus en que se sitúa la Humanidad
glorificada de Cristo. Este sintagma aparece en dos puntos del Catecismo de la
Iglesia Católica (nn. 645 y 646). Se completa con otra idea contenida en el n.
1085:“...todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres
participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se
mantiene permanentemente presente”[10]. De un modo semejante a como el Espíritu
Santo hizo presente ex Maria Virgine una humanidad concreta y la unió
hipostáticamente al Verbo, el mismo Espíritu derramado desde la Humanidad
glorificada de Cristo sobre la Iglesia hace presente de modo suprasensible a esa
misma Humanidad glorificada de Cristo y a toda su obra redentora en el hoy de la
liturgia[11]. El Misterio Pascual es el compendio de todos los acta et passa
Christi desde su Encarnación hasta su Ascensión a los Cielos. En la
actualización del Misterio Pascual de Cristo está la actualización de todo el
curso de su paso por la tierra en el tiempo histórico, curso que fue histórico
y, al mismo tiempo, transcendente a la historia, partícipe de la eternidad del
Verbo[12] Cada vez que el Espíritu Santo es invocado en la Iglesia siguiendo un
mandato del Señor lo que aconteció una sola vez (semel) es rememorado (memorial,
anámnesis) y representado (actualizado)[13]
La presencia de Cristo y el Espíritu en la estructura jerárquica de la Iglesia
Una aclaración es necesaria antes de proseguir en este trabajo. Es frecuente
nombrar a Cristo y al Espíritu Santo, como Personas siempre unidas, ambas
enviadas por el Padre en una misión doble, conjunta, inseparable y mutuamente
implicada. Pero sabemos que el Padre siempre está presente en la misión conjunta
como Quien envía, siempre está presente en las Personas de su Hijo y del
Espíritu de su Hijo Encarnado y Glorificado.
Al hablar de la “estructura jerárquica de la Iglesia” es conveniente recordar
que lo substantivo de tal estructura son las personas que la sustentan; la
estructura es una peculiar comunión que las une entre sí y con el sucesor de
Pedro, pero como tal estructura carece de subsistencia propia.
Me parecen sumamente útiles para nuestro propósito los lineamenta para el futuro
el sínodo de los Obispos. No constituyen por sí ningún acto de magisterio pero
indican un método de trabajo y una eclesiología comúnmente aceptada.
El Ministerio del Obispo con relación a la Trinidad Santa
Cito de los referidos lineamenta los nn. 27-29.
“27. Toda identidad cristiana se revela al interior del misterio de la Iglesia
como misterio de comunión trinitaria en tensión misionera. También el sentido y
el fin del ministerio episcopal se debe entender en la Ecclesia de Trinitate,
enviada a amaestrar a todas las gentes y a bautizarlas en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Mt 28, 18-20).
Por ello, en las relaciones entre cada uno de los obispos y los fieles de la
Iglesia particular que han sido confiados a su cuidado, se deben reflejar las
relaciones entre las personas divinas de la Trinidad en la unidad: en el Padre
está la fuente de la autoridad, en el Hijo está la fuente del servicio y en el
Espíritu está la fuente de la comunión. Así, “la palabra comunión nos lleva
hasta el manantial mismo de la vida trinitaria (cf. Jn 1,3), que converge en la
gracia y en el ministerio del episcopado. El obispo es imagen del Padre, hace
presente a Cristo como Buen Pastor, recibe la plenitud del Espíritu Santo de la
que brotan enseñanzas e iniciativas ministeriales para que pueda edificar, a
imagen de la Trinidad y a través de la palabra y los sacramentos, esa Iglesia,
lugar de donación de Dios a los fieles que le han sido confiados”.(43)
El Ministerio Episcopal en Relación a Cristo y los Apóstoles
“28. El ministerio episcopal se configura en la Iglesia como ministerio en la
sucesión apostólica. El testimonio ininterrumpido de la Tradición reconoce en
los obispos aquellos que poseen el “sarmiento de la semilla apostólica”(44) y
suceden a los apóstoles como pastores de la Iglesia.
Ciertamente los Doce son únicos como testigos del misterio del Verbo encarnado,
crucificado y resucitado. Pero en el tiempo que transcurre entre la Pascua del
Señor y su venida gloriosa, después de haber desaparecido los Apóstoles, son los
obispos los que heredan la misión. Enraizados, por la fuerza del sacramento del
Orden, en el eph’apax apostólico, son revestidos de una exousía que, vivida en
comunión con el Sucesor de Pedro, “tiene como finalidad dar continuidad en el
tiempo a la imagen del Señor, formada por toda la Iglesia, pero cuidando
específicamente que no se alteren sus rasgos esenciales y sus facciones
específicas, que hacen que sea única entre todas las de la tierra”.(45)
29. Ministros de la apostolicidad de toda la Iglesia por voluntad del Señor y
revestidos de la potencia del Espíritu del Padre que rige y guía (Spiritus
principalis), los obispos son sucesores de los Apóstoles no solamente en la
autoridad y en la sacra potestas, sino también en la forma de vida apostólica,
en los sufrimientos apostólicos por el anuncio y la difusión del Evangelio, en
el cuidado tierno y misericordioso de los fieles que les han sido confiados, en
la defensa de los débiles y en la constante atención al pueblo de Dios.
Configurados en modo particular a Cristo mediante la plenitud del sacramento del
Orden y hechos partícipes de su misión, los obispos lo hacen sacramentalmente
presente y por esto son llamados “vicarios y legados de Cristo” en las Iglesias
particulares que presiden en su nombre.(46) De hecho, por medio de su ministerio
el Señor Jesús sigue anunciando el Evangelio, difundiendo en los hombres la
santidad y la gracia mediante los sacramentos de la fe y guiando al pueblo de
Dios en la peregrinación terrena hasta la felicidad eterna”.
Hasta aquí el texto de los lineamenta. Sea cual fuere la redacción definitiva de
la Exhortación apostólica que seguirá a este sínodo queda claro un planteamiento
de base en el que la Iglesia es considerada como una presencia de la Trinidad en
los cristianos, como una presencia destacada de Cristo en todos los fieles y de
un modo peculiar de una presencia suya como Cabeza mediante una minoría de
ministros sagrados.
La presencia de Cristo y del Espíritu Santo en los ministros sagrados
El Espíritu Santo, Espíritu de Jesús, actúa de un modo especial en los ministros
sagrados, capacitándolos para actuar in nomine et in persona Christi en la
acción litúrgica (y no sólo en la liturgia). El Catecismo de la Iglesia Católica
expresa esta idea con claridad: “ El ministerio ordenado o sacerdocio
ministerial (LG 10) está al servicio del sacerdocio bautismal. Garantiza que, en
los sacramentos, sea Cristo quien actúa por el Espíritu Santo en favor de la
Iglesia. La misión de salvación confiada por el Padre a su Hijo encarnado es
confiada a los Apóstoles y por ellos a sus sucesores: reciben el Espíritu de
Jesús para actuar en su nombre y en su persona (cf Jn 20,21-23; Lc 24,47; Mt
28,18-20). Así, el ministro ordenado es el vínculo sacramental que une la acción
litúrgica a lo que dijeron y realizaron los Apóstoles, y por ellos a lo que dijo
y realizó Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos”.[14]
Estas palabras del Catecismo describen como un doble paso: primero, desde los
actuales ministros sagrados a los Apóstoles; segundo, de los Apóstoles al mismo
Cristo fuente y fundamento de los sacramentos. Los Apóstoles aparecen como
mediando permanentemente entre Cristo y los actuales obispos y presbíteros. El
Cristo presente en los Apóstoles se hace presente en los sucesores de los
Apóstoles. Esta idea, no reflexionada temáticamente, está implícita en el
Prefacio I de Apóstoles: “porque no abandonas nunca a tu rebaño (se dirige al
Padre), sino que por medio de los santos Apóstoles lo proteges y conservas, y
quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a
quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio”.[15]
San León Magno escribe: “Si bien fue a Pedro a quien dijo (Jesús)
principalmente: Apacienta mis ovejas, sólo el Señor es quien controla el cuidado
de todos los pastores, y alimenta a los que acuden a la roca de su Iglesia con
tan abundantes y regados pastos, que son innumerables las ovejas que,
fortalecidas con la suculencia de su amor, no dudan en morir por el nombre del
pastor, como el buen Pastor se dignó ofrecer su vida por sus ovejas”[16]
También en el Catecismo aparece esta idea de la actuación de Cristo “presente”
en los Apóstoles y en sus sucesores:”Ellos permanecen para siempre asociados al
Reino de Cristo porque por medio de ellos dirige su Iglesia: Yo, por mi parte,
dispongo el Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que
comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a
las doce tribus de Israel (Lc 22, 29-30).[17]
Ya anteriormente Pio XII señalaba una actuación directa de Cristo sobre los
pastores que gobiernan su Iglesia:“También directamente y por sí mismo nuestro
divino Salvador gobierna y rige la sociedad por él fundada [...]. Con este
gobierno interior no sólo tiene cuidado de cada uno en particular como Pastor y
guardián de nuestras almas (I Pdr 2, 25), sino que, además, mira por toda la
Iglesia, ya sea iluminando y fortificando a sus jerarcas para que cumplan fiel y
fructuosamente sus respectivos cargos, ya sea en circunstancias muy graves sobre
todo suscitando en el seno de la madre Iglesia, hombres y mujeres insignes por
su santidad, a fin de que sirvan de ejemplo a los demás cristianos para
acrecentamiento de su Cuerpo místico.”[18]
La presencia de Christus caput en la actuación de los pastores
A todos los candidatos al sacerdocio se les recuerda que el Sacramento del Orden
"los configura con Cristo Cabeza y Pastor, Siervo y Esposo de la Iglesia”[19].
Esta configuración es un verdadero carisma estable. Si se olvida el origen
sacramental de la potestad sagrada fácilmente puede predominar una visión
meramente jurídica, ajena al Espíritu. Por ello carece de fundamento teologal la
contraposición jerarquía-carisma, puesto que el orden jerárquico ya es un
carisma. Con palabras de Juan Pablo II, “los ministros -en la una sucesión
apostólica nunca interrumpida- reciben de Cristo Resucitado el carisma del
Espíritu Santo, mediante el sacramento del Orden; reciben así la autoridad y el
poder sacro para servir a la Iglesia «in persona Christi capitis» (impersonando
a Cristo Cabeza), y para congregarla en el Espíritu Santo por medio del
Evangelio y de los Sacramentos” [20].
Junto al carisma de la jerarquía conviven en la Iglesia una multitud de carismas
variados (cuyo último criterio de autenticidad es el sometimiento al carisma
jerárquico). “Sean extraordinarios, sean simples y sencillos, los carismas son
siempre gracias del Espíritu Santo que tienen, directa o indirectamente, una
utilidad eclesial, ya que están ordenados a la edificación de la Iglesia, al
bien de los hombres y a las necesidades del mundo”.[21] En la complementariedad
entre ambos órdenes carismáticos pueden darse tensiones coyunturales por la
flaqueza humana, pero en clave sobrenatural todas las crisis son superables.
Como dice el Papa: “Entre los dos grandes caminos del Espíritu, el directo, de
carácter más imprevisible y carismático, y el mediato, de carácter más
permanente e institucional, no puede haber oposición real. Ambos proceden del
mismo Espíritu. En los casos en que la debilidad humana encuentre motivos de
tensión y conflicto, es preciso atenerse al discernimiento de la autoridad, a la
que el Espíritu Santo asiste con esta finalidad (cf. 1 Co 14, 37)[22]”.
Por esta razón jamás encontraría justificación el que alguien con un carisma
especial prescinda de la jerarquía o que ignore sus orientaciones pastorales. "
Sería ir contra la naturaleza misma de la Iglesia y de la vida consagrada
reivindicar, por parte de los religiosos y de sus instituciones, una especie de
paralelismo, traducido en una pastoral o en un magisterio paralelos. Sería
también erróneo pensar que los religiosos, por su vocación eclesial, están
investidos de una función profética, de la que carecerían los pastores de la
Iglesia, contraponiendo así el carisma de la vida consagrada a la institución
jerárquica, y el profetismo de los religiosos a la misión de los obispos o al
mismo carácter profético de la vocación laical”.[23]
Ya Pablo VI advirtió del peligro de un desprecio de la Iglesia real, jerárquica,
prefiriendo como alternativa una realidad eclesial en conexión inmediata con el
Espíritu: "No nos engañe el criterio de reducir el edificio de la Iglesia, que
ha llegado a ser grande y majestuoso para la gloria de Dios, como templo suyo
magnífico, a sus iniciales y mínimas proporciones, como si éstas fueran
solamente la verdadera Iglesia por vía carismática, como si fuese nueva y
verdadera la expresión eclesiástica que naciese de ideas particulares,
fervorosas sin duda y a veces convencidas de gozar de divina inspiración,
introduciendo así arbitrarios sueños de artificiosas renovaciones en el esquema
constitutivo de la Iglesia"[24].
El monofisismo y el nestorianismo eclesiológicos
El Concilio Vaticano II, en la Constitución dogmática sobre la Iglesia,
desarrolla la imagen de Cuerpo de Cristo, la desarrolla y la precisa: Cristo
“nos dio su Espíritu, que es el único y el mismo en la Cabeza y en los miembros.
Este de tal modo da vida, unidad y movimiento a todo el cuerpo, que los Santos
Padres pudieron comparar su función a la que realiza el alma, principio de vida
en el cuerpo humano”[25].
“Esta relación del Espíritu con la Iglesia nos orienta para que la comprendamos
sin caer en los dos errores opuestos, que ya la Mystic Corpori Christi señalaba:
el naturalismo eclesiológico, que se detiene unilateralmente en el aspecto
visible, llegando a considerar la Iglesia como una simple institución humana; o
bien, por el contrario, el misticismo eclesiológico que subraya la unidad de la
Iglesia con Cristo, hasta el punto de considerar a Cristo y a la Iglesia como
una especie de persona física. Se trata de dos errores que tienen una analogía,
como ya subrayaba León XIII en la Encíclica Satis cognitum, con dos herejías
cristológicas: el nestorianismo, que separaba las dos naturalezas en Cristo, y
el monofisismo que las confundía. El Concilio Vaticano II nos proporcionó una
síntesis que nos ayuda a captar el verdadero sentido de la unidad mística de la
Iglesia, presentándola como “una realidad compleja en la que están unidos el
elemento divino y el humano” (Const, Lumen gentium, 8)[26].
El monofisismo eclesiológico es una óptica selectiva, contraria al buen sentido
de la realidad y a la propia fe, que lleva a ver de un modo inmediato a la
persona de Jesucristo Cabeza en cualquier persona ordenada in sacris e integrada
en la estructura jerárquica de la Iglesia; no sólo a la persona sino a cada uno
de sus actos y, por tanto, llevaría a considerar de origen divino inmediato
cualquier aspecto normativo de la vida eclesiástica. Esta óptica coincide en
muchos casos con un modo de hablar piadoso que está bien considerado e, incluso,
aconsejado en la literatura espiritual. El campo de la fe que está bien
precisado por un Magisterio cada vez más cuidadoso se ampliaría a una zona casi
supersticiosa o de vana observancia, de peligrosa credulidad ingenua[27]
En un extremo opuesto estaría el nestorianismo eclesiológico, según el cual lo
humano en la Iglesia ocuparía casi todo el campo de nuestra consideración
quedando relegada a un nivel ínfimo, cuando no existente, la presencia actuante
de la Trinidad. La Iglesia sólo serían personas humanas unidas por algo común de
naturaleza exclusivamente humana, infrahistórica, temporal, intramundana.
La Comisión Teológica Internacional en sus Documenta (1969-1985) dedicó el
Capítulo 13 (correspondiente a 1984) a “Temas selectos de Eclesiología”. Uno de
sus párrafos nos puede servir como un guión para ulteriores desarrollos: “La
analogía con el Verbo encarnado permite afirmar que este ‘instrumento de
salvación’, que es la Iglesia, debe ser comprendido de tal manera que se eviten
dos excesos característicos de dos herejías cristológicas de la antigüedad. Así
se podría, por una parte, descartar una especie de ‘nestorianismo’ eclesial para
el cual no existiría ninguna relación substancial entre el elemento divino y el
elemento humano. Inversamente sería posible guardarse también de un
‘monofisismo” eclesial para el cual en la Iglesia todo estaría ‘divinizado’, sin
que exista espacio para los límites, los defectos o las faltas de organización,
fruto de los pecados y de la ignorancia de las personas. La Iglesia es un
sacramento ciertamente, pero no al mismo nivel y con la misma densidad en todas
sus actividades. Baste recordar aquí, ya que volveremos sobre el tema
Iglesia-sacramento, que la liturgia constituye el campo en el que la
sacramentalidad de la Iglesia actúa y se expresa con más potencia. A
continuación se coloca el ministerio de la Palabra en sus formas más altas.
Finalmente viene el campo en el que se ejercita la función pastoral con la
autoridad canónica o poder de gobierno. Se sigue que la legislación
eclesiástica, aunque tiene su fuente en una autoridad cuyo origen es divino, no
puede evitar ser influenciada, en una medida variable, por la ignorancia y el
pecado. En otros términos, la legislación eclesiástica no es ni puede ser
infalible. Lo que, como es claro, no significa que no tenga importancia en el
misterio de la salvación. Negarle toda función positivamente salvífica
equivaldría, a fin de cuentas, a restringir la sacramentalidad de la Iglesia a
solos los sacramentos y, por ello, a debilitar la visibilidad de la Iglesia en
la vida cotidiana”[28]
El ordo ierarchicus integrado por personas humanas
La distinción entre el carácter sacramental y la gracia ha sido siempre
clarificadora para entender por una parte las exigencias de la vida cristiana y,
por otra, para comprender sin escándalo la incoherencia entre la fe y la vida
que con más facilidad advertimos en los demás que en nosotros mismos. El
carácter “pide” un comportamiento adecuado al rango sacramental adquirido (para
un bautizado ser santo, para un sacerdote ser un icono de Cristo Sacerdote) y la
“gracia sacramental” es el conjunto de dones divinos que capacitan para el
comportamiento debido.
En el caso de los ministros sagrados esta distinción y, a la vez, exigencia
mutua de ambos elementos adquiere especial dramaticidad. El obispo, el
presbítero, el diácono tienen funciones públicas en el seno de la Iglesia. La
unción recibida les constituye en representantes de Cristo Cabeza, en un orden
preciso, a los ojos de sus hermanos. En determinadas actuaciones Cristo mismo
actúa en el Espíritu Santo a través de ese instrumentos suyos (de modo especial
en la celebración eucarística, en la celebración de los demás sacramentos, pero
también en el servicio de la Palabra y en el servicio de la Comunión). Los
fieles hemos de procurar ver siempre con los “ojos de la fe” esa vicariedad
viviente de Cristo Sacerdote, Maestro y Pastor en sus hermanos constituidos en
el orden sagrado. Además hemos de captar siempre con los mismos ojos de la fe la
estructuración orgánica que les une en comunión jerárquica entre sí y con el
Sucesor de Pedro. El obispo que rige una iglesia particular en comunión con el
Papa y los demás miembros del Colegio Episcopal es realmente un “vicario de
Cristo” para los fieles que le están encomendados.
Un párroco debe ser visto con los ojos de la fe como un “vicario del Obispo”,
como el pastor legítimo de una porción de la iglesia particular. Dentro de la
misma lógica de le fe un pastor con misión canónica debe ver en sus hermanos el
Cristo “complementario”. No son sus súbditos ni constituyen un voluntariado
obediente ante toda clase de iniciativas que le puedan venir a la mente. Son sus
hermanos a quienes debe servir desde su ministerio para que ellos puedan ejercer
su peculiar participación en los munera Christi. Pero esa misma visión de fe no
lleva a sustituir una realidad creada, perteneciente a orden de la naturaleza,
en otra realidad ficticia como sería suponer que la unción peculiar del orden
sagrado ha sustituido la “persona” concreta y la “naturaleza humana” concreta
del sujeto en un ser “celestial”. Permanece dentro de ese nuevo revestimiento de
Nuestro Señor Jesucristo el mismo sujeto de la víspera de su ordenación,
permanece bajo la capacidad de actuar de determinados momentos in persona et
nomine Christi el mismo hombre débil de siempre. Esa realidad no deben olvidarla
nunca sus hermanos y mucho menos el propio interesado. En el Evangelio de San
Mateo podemos seguir un proceso interior en la persona de Pedro. Jesús le
confiere el poder de las llaves y a continuación comienza a hablar de su futura
Pasión y Muerte; Pedro se cree autorizado a corregir al Maestro y recibe de
Jesús un enérgico rechazo, comparable a su respuesta en el desierto a las
tentaciones del demonio. También en el caso del Pedro imprudente Jesús emplea el
“Apártate de Mí, Satanás”. Sin embargo, la elección y la promesa siguen en pie.
En la última cena, Pedro asegura al Señor estar dispuesto a dar su vida por Él
antes de negarle; Jesús, previsor, le anuncia su futura cobardía. San Juan nos
recoge el encuentro entre Jesús y quien va a pastorear la Iglesia entera en su
Nombre. A la humildad de Pedro Jesús responde con la efectiva entrega del poder
de las llaves. El sujeto humano sigue siendo el mismo y se manifestará más tarde
la debilidad humana de Pedro cuando no sabe resolver con fortaleza la tensa
situación creada entre los dos bandos de la naciente Iglesia, los judaizantes y
los nuevos cristianos procedentes directamente de la gentilidad. Será Pablo en
este caso quien reprenda abiertamente a Pedro por su simulación y ambigüedad que
ponían en peligro el futuro de toda la Iglesia. La historia del primer Pedro
debe estar presente en todos los pastores y fieles de la Iglesia en cualquier
época.
Un pastor en la Iglesia debe tener una conciencia psicológica y espiritual clara
y realista de quién es él en realidad y quién es Aquél a quien representa, con
cuya potestad participada actúa (siempre en un nivel concreto). Sabrá
distinguirse del Señor a quien sirve sin dejar de mirarle y de asirse a Él como
hizo Pedro en el recinto pequeño de una barca: Apártate de mí , Señor (¡pero no
lo hagas!) , porque soy un pobre pecador[29]. Hay toda una teología espléndida
sobre el sacerdocio en sus diversos grados que debe servir a los interesados
como acicate en la búsqueda de la santidad y del recto ejercicio de la propia
función, pero no deja de plantearse un peligro sutil de soberbia que llevaría a
quienes no tuvieran conciencia clara de la alteridad permanente de Otro, a
usurpar lo ajeno, a sobrepasarse en sus atribuciones, a abusar de la confianza
puesta en ellos por sus hermanos, a crecer en un egocentrismo extraño y
pernicioso para la Comunión en el seno de la Iglesia.
Resulta espléndida la reflexión que ofrece el Santo Obispo de Hipona para que
sepan responder los fieles a las acusaciones de que su obispo había sido
pecador: ”Agustín es obispo en la Iglesia Católica; él lleva su carga, de la que
ha de dar cuenta a Dios. Lo conocí entre los buenos. Si es malo, él lo sabe; si
es bueno, ni siquiera en él he depositado mi esperanza. Porque lo primero que he
aprendido en la Iglesia Católica es a no poner mi esperanza en un hombre” [30]
Los fieles, por su parte, deben saber todo esto. Lo saben por experiencia casi
siempre, pero hay que hablar más claro. Una fe madura incluye la capacidad de
conocer desaciertos personales en la conducta de un pastor sin que ello altere
la fe en su integridad, incluida la fe en el Sacramento del Orden. También la
caridad obliga a un especial esmero para proteger con delicadeza la fragilidad
de la vasija que guarda el rico tesoro.
Siempre se mantiene una alteridad entre el Espíritu Santo y el cristiano. La
relación es, por tanto, dialógica: se trata de un yo-tú recíproco. En esa
relación puede manifestarse situaciones muy variadas. Desde una docilidad plena
por parte de la criatura hasta una resistencia obstinada. Entre ambos extremos
hay toda una gama de actitudes: la reticencia, el forcejeo, el intento de
desentenderse, etc. Esa misma actitud ante el Paráclito se resuelve en idéntica
postura ante los requerimientos de Cristo y del Padre, puesto que siempre hay
una unidad de voluntad en Dios (y la voluntad humana de Cristo quiere lo que
quiere esa única voluntad divina). San Pablo dice: “no contristéis al Espíritu
Santo”. Y también “no resistáis al Espíritu Santo”. Otras veces: “El Espíritu
Santo nos prohibió”, “mandados por el Espíritu Santo”.
Es claro que en el estado de viator la libertad humana tiene la posibilidad de
no secundar el querer de Dios... y de pecar. Los hermosos títulos de teóforos,
cristóforos y pneumatóforos pueden convertirse en graves cargos
contra quienes los detentan de modo ingrato o cruel. Esta posibilidad no es una
teoría abstracta sino que forma parte de la experiencia personal de todo
cristiano y también forma parte de la conciencia de la misma Iglesia en cuanto
realidad divina sustentada en sujetos humanos. La petición Ne respicias peccata
nostra sed fidem Ecclesiae tuae está en la base de toda la oración de la
Iglesia. Cualquier celebración litúrgica comienza siempre con un acto
penitencial. El reconocimiento público de nuestra condición pecadora y la
petición humilde de perdón constituyen la primera parte obligada en toda
asamblea litúrgica, es decir, jerárquicamente constituida, cuando invoca a Dios
Padre y ella misma en nombre de Cristo, cooperando el Espíritu Santo, se dispone
a recordar y vivir en presente el misterio pascual de Cristo. En esos
acontecimientos de la Sagrada Liturgia en los que la Iglesia es más ella misma,
ahí precisamente, comienza por reconocer nuestra condición pecadora, sin que
nadie de los presentes pueda apelar contra el plural empleado en los textos
litúrgicos alegando ser una excepción. Ninguno podría protestar en nombre de la
conciencia individual contra la invitación a hacerle confesar yo pecador
Es necesario acentuar la importancia de este hecho después de la larga
meditación mantenida hasta ahora sobre la presencia de la Trinidad en la
comunidad eclesial y en cada uno de sus fieles. El olvido de la condición
pecadora del viator nos llevaría a situarnos en una perspectiva monofisita de la
Iglesia. El misterio de comunión que estamos considerando sería transparente si
todos los cristianos fuéramos santos. Ya lo dijo San Juan Damasceno: ” Cristo
nos ha dejado para que fuésemos como lámparas; para que nos convirtiéramos en
maestros de los demás; para que actuásemos como fermento: para que viviéramos
como ángeles entre los hombres, como adultos entre los niños, como espirituales
entre gente solamente racional; para que fuésemos semilla; para que produjéramos
fruto. No sería necesario abrir la boca, si nuestra vida resplandeciera de esta
manera. Sobrarían las palabras, si mostrásemos las obras. No habría un solo
pagano, si nosotros fuéramos verdaderamente cristianos.
Convendrá hacer una aclaración al llegar a este punto. El recurso a un
pretendido monofisismo y un pretendido nestorianismo eclesiológico no es un
invento de teólogos sino que es sugerido en documentos del magisterio pontificio
de este siglo. Hablando con propiedad ambas herejías sólo se dan al
malinterpretar la integridad y la simultaneidad de las naturalezas divina y
humana de Cristo en la unidad de la Persona del Verbo. El Concilio de Calcedonia
marcó un hito definitivo en la inteligencia del misterio del Salvador.
Confesamos que Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Lo confesamos no
sólo cuando estaba en la tierra sino ahora y siempre en su Gloria. La naturaleza
humana de Cristo transformada por el Espíritu Santo es para siempre
verdaderamente humana, no mezclada ni confundida o absorbida por la divinidad.
Cristo hecho Espíritu vivificante, en expresión paulina, permanece para siempre
verdadero Dios y verdadero hombre. Quizá en algunas representaciones piadosas se
incurra en una especie de monofisismo cristológico pospascual. Pero eso es
contrario a la fe y a la misma vida sacramental. El Corpus y el Sanguis Christi
nos unen a Cristo humano glorificado. Su Santísima Humanidad es el instrumentum
coniunctum Verbi a través del cual Dios se nos da. La antigua plegaria Anima
Christi santifica me nos sitúa ante lo más constitutivo
de la condición humana, su alma.
Un resumen de las ideas vertidas en este artículo puede ser el siguiente. La
Trinidad se hace presente en cada uno de los cristianos según el orden de la
misión conjunta del Hijo y del Espíritu Santo. La Iglesia es realmente el Cuerpo
de Cristo, porque en cada cristiano está Cristo –supuesta la gracia- con su
Humanidad Santísima. Sin embargo, permanece la alteridad entre Cristo y cada
persona creada.
Hay una presencia de Cristo en cada hermano, y en todos un solo Señor quiere
servir a los demás, venciendo la opacidad de la flaqueza humana, para
integrarnos en un Cristo total. Por el orden sagrado, a través de algunos
cristianos, Cristo Cabeza sigue presidiendo la edificación de su Cuerpo. La
percepción de Cristo en los demás y, de un modo particular, la percepción de
Cristo Cabeza en los pastores legítimos de la Iglesia es correcta y conforme con
la fe. Sin embargo, sería errónea una percepción de la Iglesia en la que fuera
negada la realidad permanente de los sujetos humanos y la realidad del pecado. Y
cuando desaparezca el pecado y la vanidad de esta vida, la identidad personal de
cada cristiano participará de la eternidad divina.
Jorge Salinas
Madrid, 1.4.01
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[1] Pablo VI: Enc. Ecclesiam suam, n. 13
[2] Juan Pablo II: Audiencia general, 28-11.1990, n.4.
[3] Sermón del comentario de san Cirilo de Alejandría, obispo, sobre el
evangelio de san Juan(Libro 11, cap. 11: PG 74, 559-562)12 sobre la pasión del
Señor, 3, 6-7: PL 54, 355-357).
[4] San León Magno: Sermón 12 sobre la Pasión del Señor, 3, 6-7: PL 54, 355-357)
[5] SUPER APOCALYPSIM II "Vox Domini" CP05
[6] STh III, 69, 2
[7] cf. Rom 6, 3-14
[8] Juan Pablo II: Enc. Redemptor hominis, 13.
[9] Juan Pablo II: Carta Euntes in mundum, n.11
[10] quidquid Ipse (Christus) pro omnibus hominibus fecit et passus est,
aeternitatem participat divinam et sic omnia transcendit tempora et praesens
efficitur”.
[11] En el centro de la liturgia estará siempre Cristo, como autor de la
salvación proyectado por el Padre y revelada por el Espíritu Santo a sus santos
profetas. Pero estará Cristo no sujeto a las leyes del tiempo y del espacio,
como cuando consumió su existencia terrena, de forma que sólo los que podían
verle, oírle y tocarle, se beneficiaban de su acción salvífica. El Cristo que se
hace presente en la Iglesia por medio de la liturgia, tema que merece capítulo
especial, es el Cristo glorioso, pneumatizado y transmisor del Espíritu Santo a
través de los signos litúrgicos. (López Martín, J., La liturgia de la Iglesia,
BAC, Madrid, 1994, p.83)
[12] El Misterio Pascual o paschale sacramentum, en su acepción litúrgica,
bíblica (paulina) y patrística, se refiere esencialmente a Cristo y a su obra de
la redención humana efectuada principalmente por su pasión, muerte,
resurrección, ascensión y donación del Espíritu Santo (cf SC 5). Ahora bien, no
es tanto el hecho histórico en sí, que tuvo lugar in illo tempore, es decir, en
aquel momento concreto de la historia humana y en aquel lugar donde se manifestó
el Hijo de Dios, como ese mismo acontecimiento actualizado y re-presentado en
los signos sacramentales de la liturgia, sobre todo en los sacramentos y en la
eucaristía. El Misterio Pascual indica nuestra recepción de la vida divina de la
humanidad vivificada y vivificante del Cristo glorioso que nos hace pasar de la
muerte a la vida por medio de los sacramentos. El Concilio Vaticano II enseña
expresamente que «del Misterío Pascual de la pasión, muerte y resurrección de
Cristo, todos los sacramentos y sacramentales reciben su poder» (SC 61), lo que
equivale a decir, toda la liturgia, incluido el año litúrgico (cf. SC 102-106).
(oc., p.92)
[13] El misterio pascual, «ephápax» de la salvación
En efecto, la historia humana, contemplada a la luz de la fe, aparece sembrada
de acontecimientos que, ocurridos una vez, han supuesto una intervención divina
decisiva para el futuro. Estos mornentos se llaman, en el lenguaje bíblico,
kairoí -tiempos oportunos y favorablesy responden a la economía divina de la
salvación. Ahora bien, los kairoí establecen una línea de continuidad a lo largo
de toda la historia, de manera que su carácter salvífico está presente en todos
los momentos de la historia de la salvación, aun cuando cada uno tenga su propia
incidencia. Surge entonces una característica de todos los kairoí, la de ser
irrepetibles, ephápax ---de una vez para siempre.
Pero entre todos los kairoí salvíficos hay uno que está en el centro y es el
paradigma de todos los demás. Es el kairás de Jesucristo y de su misterio
pascual, plenitud de la historia salvífica. Este kairás es también ephápax (cf.
Rom 6,10; Heb 7,27; 9,1; 9,28; 10,2; 1 Pe 3,18). (Julián López Martín: En el
espíritu y la verdad. Introducción a la Lliturgia (Salamanca, 1987)p.157).
[14] CCE n.1120
[15] Siempre me ha llamado la atención la frase de Pedro en su Segunda
Carta:”considero justo, mientras permanezca en esta tienda, estimularos con mis
amonestaciones, sabiendo que pronto será removida mi tienda, según me lo ha
manifestado nuestro Señor Jesucristo. Pero procuraré que en todo tiempo, aun
después de mi partida, tengáis que hacer memoria de estas cosas” (2 Pd 1,
13-14). Podría entenderse como si el Apóstol contara con una tarea que seguiría
después de su muerte.
[16] De los sermones de San León Magno. cf. nota 102
[17] CCE n. 551
[18] Pio XII: Enc. Mystici Corporis, Antologia de textos, n.2942
[19] Juan Pablo II: Exh. Apost. Pastores dabo vobis, n.3
[20] Juan Pablo II: Exh. Apost. Christifideles laici, n. 22
[21] Juan Pablo II: Exh. Apost. Christifideles laici, n. 24
[22] Juan Pablo II: Audiencia general, 29-VII-1998, n. 3
[23] Juan Pablo II: Carta a los Religiosos y Religiosas de America Latina,
26.9.1990, n. 22
[24] Pablo VI: Enc. Ecclesiam suam, n. 42
[25] Cont.Lumen gentium, 7.
[26] Juan Pablo II: Audiencia general, 8-VII-1998, n. 2.
[27] Cita del Papa en Granada 1982 sobre la fe del carbonero: "La Iglesia, que
ha considerado siempre la formación de los fieles como una de las tareas más
esenciales de su quehacer, es también consciente de su importancia decisiva en
unos momentos en que las circunstancias cambian con vertiginosa rapidez,
poniendo cada día nuevos interrogantes con los cuales ha de confrontarse la fe
de los creyentes. ... ´Una minoría de edad cristiana y eclesial no puede
soportar las embestidas de una sociedad crecientemente secularizada´". (CEE:
Exhotación pastoral La Iniciación cristiana)
[28] Se cita la versión española : Comisión Teológica Internacional. Documentos
(1969-1996). BAC, Madrid 1998, pp. 354-355.
[29] Una propuesta espiritual que hacía el Beato Josemaría: “ dejar que Cristo
entre en nuestra pobre barca, y tome posesión de nuestra alma como Dueño y
Señor” (Amigos de Dios, n.267)
[30] San Agustín: Enarrationes in Psalmos, 36, 3, 2º (PL 36, 395)