Reflexiones sobre Ecclesia de Trinitate
Autor: Jorge Salinas
Capítulo 13: La comunión, realidad
interior y externa
Jorge Salinas Alonso
Madrid, 1.11.02
1. La expresión externa de la comunión entre cristianos
La “eclesiología de comunión” es una de las claves hermenéuticas del Concilio
Vaticano II y del Magisterio de Pablo VI y de Juan Pablo II. Su fundamento
último radica en el núcleo recóndito en el que tiene lugar la comunión de cada
cristiano con Cristo y con el Padre en el Espíritu Santo. Sólo Dios conoce el
estado real de esa mutua interioridad interpersonal. Podríamos aplicar a esa
situación “real” todo cuando decimos acerca de la autoconciencia del estado de
gracia [1]. Nunca adquirimos aquí en la tierra la certeza absoluta de nuestra
comunión vital y amistosa con las Personas divinas, pero podemos confiar en que
esa intimidad se da cuando percibimos unos determinados síntomas, como puedan
ser la ausencia de conciencia de pecado mortal, la buena disposición habitual
para oir y cumplir la Palabra de Dios, la alegría de saberse hijos de Dios y
hermanos de Cristo. De un modo correlativo, en ese núcleo recóndito de cada
persona, tiene lugar una comunión con la Iglesia en su conjunto y con cada uno
de los demás hombres, una comunión que es fraterna en Cristo y en el Espíritu, y
filial respecto al Padre común. Esa doble vinculación con Dios y con los demás
nunca es tan arcana que no llegue a incidir en la práctica diaria de la
convivencia y el trabajo.
El binomio “comunión efectiva y afectiva” es usada habitualmente al hablar de la
comunión entre los obispos. No suele emplearse un lenguaje tan vivo al
referirnos a las relaciones normales entre cristianos, aunque, siempre para
todos, el referente común son Jesús, la comunidad de los discípulos inmediatos
de Jesús y las primeras comunidades cristianas. Sin embargo es legítimo
preguntarse ¿hasta qué punto, la comunión que la Santísima Trinidad causa entre
ellos, en los más profundo de sus almas, puede tener un reflejo externo, en las
relaciones entre cristianos? Incluso, debemos inquirirnos más: ¿hasta qué punto
debe procurarse que la comunión interior entre cristianos tenga una expresión
externa?
Al tratar de estos temas necesitamos siempre de un doble nivel de
discernimiento:
a) Un primer nivel, para discernir entre lo que responde exclusivamente a lazos
simplemente humanos de afinidad temperamental o a vínculos de sangre o de
cultura o de ideología y lo que puede ser expresión de una relación de origen
transcendente, es decir, divino, cristiano.
b) Un segundo nivel, para distinguir (e, incluso separar) lo que pueda ser
expresión inequívoca de comunión en Cristo y en el Espíritu de todo lo que pueda
ser expresión ambigua o de doble sentido en las relaciones interpersonales, de
todo lo que pueda llevar consigo una carga de egoísmo, de manipulación, de falta
de tacto en el respeto a los demás, de interés espurio.
Ciertamente en los textos neotestamentarios y en los escritos postapostólicos
aparece un tipo de comunión “externa” entre fieles de comunidades cristianas
pequeñas de gran densidad y, al mismo tiempo, ese tipo de comunión “externa”
aparece matizado por criterios de sentido común y de experiencia (por ejemplo,
en el trato entre varones y mujeres, en el respeto al regimen de autoridad
familiar, en el respeto a la propiedad privada de bienes). Ese tipo de
comunidades primeras constituirá siempre un modelo, a lo largo de los siglos,
para una gran variedad de formas de vida cristiana socialmente organizada. El
mismo hecho de que surjan, una y otra vez, en la Historia de la Iglesia,
iniciativas de vida “comunitaria”, casi siempre animadas de un espíritu
fervoroso y renovador, ya es de por sí bastante elocuente acerca de lo que
ocurre entre los cristianos cuando las cifras son grandes o cuando constituyen
multitudes, naciones, pueblos. Parece casi inevitable que el espíritu de
comunión fraterna se diluya a medida que aumenta el número y decrece el
conocimiento cercano de los demás y a medida que la vida social es regida por
otros criterios más mundanos.
En la gran pastoral de la Iglesia se da actualmente una exhortación constante a
vivir “la espiritualidad de comunión”. En la Carta programática “Novo Milenio
ineunte”, Juan Pablo II lo proclama así: “Antes de programar iniciativas
concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola
como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el
cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y
los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades.
Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre
todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de
ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado.
Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano
de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como "uno que me
pertenece", para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir
sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda
amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo
que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios:
un "don para mí", además de ser un don para el hermano que lo ha recibido
directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber "dar espacio" al
hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las
tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad,
ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones: sin
este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la
comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus
modos de expresión y crecimiento[2].”
Las propuestas concretas que adelanta la pastoral autorizada de la Iglesia
suelen referirse a grupos de cristianos relativamente reducidos. En primer lugar
destaca la importancia que se concede a la comunión “afectiva y efectiva” entre
los pastores de la Iglesia, comenzando por los obispos[3]. Aunque el número de
obispos en la Iglesia Católica pasa de 4.000, hay toda una estructura viva que
permite el desarrollo de una verdadera espiritualidad de comunión, como son las
Conferencias episcopales, la institución de los Sínodos de Obispos, las visitas
“ad limina”, etc. En una escala más reducida y homogénea se encuentra el
presbiterio de una diócesis. Hay una abundante literatura que trata el tema de
la fraternidad sacerdotal en el seno del presbiterio. Incluso el Concilio
Vaticano II alabó las asociaciones que fomentan el encuentro y la convivencia
fraterna entre sacerdotes seculares. Con todo, la parroquia sigue siendo la
comunidad básica en la Iglesia Católica, la célula nuclear en el tejido de una
Iglesia particular. Este punto de vista es mantenido por Juan Pablo II en todas
sus manifestaciones pastorales. La misma idea de “comunidad de comunidades y de
movimientos” aplicada a la parroquia es empleada en la Exh. Apost. “Ecclesia in
America” [4] e intenta resolver la dialéctica parroquia-movimientos en una
síntesis globalizadora. La tensión, sin embargo, se produce, casi
inevitablemente, cuando una institución nacida precisamente para crear comunión
se anquilosa y se configura según un cierto orden establecido, convencional,
conservador, y no es capaz de competir en atractivo y en vitalidad espiritual y
apostólica con otro tipo de comunidades no esperadas.
2. El “nosotros” de la comunión eclesiástica
Me he referido a dos conceptos afines entre sí, pero no idénticos: "comunión" y
"comunidad". La "comunión" se refiere a la relación personal entre el "yo" y el
"tú". La "comunidad", en cambio, supera este esquema apuntando hacia una
"sociedad", un "nosotros". Cristo mismo emplea en su diálogo con el Padre el
“nosotros” y en este “nosotros” está incluido el Espíritu Santo. El “nosotros”
puede ser pronunciado por uno solo refiriéndose intencionalmente a los restantes
componentes de ese plural, “nosotros”. Puede ser pronunciado también por varios
miembros de esa comunidad simultáneamente, incluyendo intencionalmente a los que
en ese momento están callados. Por último, todos en un conjunto pueden decir a
la vez “nosotros”.
La Iglesia es un misterio de comunión, es el sacramento de la comunión íntima de
los hombres con la Trinidad y de los hombres entre sí. Hay algo personal
irreducible que lleva a cada cristiano a decir: ”Padre, Tú y yo; Jesús, Tú y yo;
Santo Espíritu, Tú y yo." También puede decir interiormente un cristiano:
"Padre, Hijo y Espíritu Santo, vosotros Tres y yo". Nadie puede sustituir a
nadie en ese trato personal con Dios. Pero hay otro nivel que lo estableció
Cristo mismo: el nivel del “nosotros” cara a Dios Padre: "Cuando oréis, decid:
“Padre nuestro". Cuando la Iglesia ora al Padre invoca el Nombre de su Hijo como
título que abre las puertas al beneplácito divino. La conclusión completa de la
oración cristiana al Padre es: “por Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive
y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los
siglos”. También la Iglesia se dirige de modo directo a Jesús y al Espíritu
Santo, en otras oraciones.
El “nosotros” orante responde a ese nivel al que Jesús quiso elevarnos en su
plegaria sacerdotal de la última cena: “que todos sean uno, como tú Padre en mí
y yo en Ti, que todos sean uno como nosotros somos uno”(Jn 17, 21). El
“nosotros” de la comunión orante en Cristo es una participación del “nosotros”
intratrinitario. En la intimidad del corazón, el cristiano vive también ese
“nosotros” en una diversidad de niveles que es asombrosa. Siempre se sabe en
presencia de la Trinidad y no como un extraño sino como un hijo del Padre, hijo
en el Hijo, hermano de Cristo y, en Cristo, hermano de los demás hombres.
¿Dónde situar el nosotros de Santa Teresa cuando comenta al Señor algunos
incidentes de su vida cotidiana? Se refiere en uno de esos coloquios íntimos,
narrados por ella misma, a un sacerdote que pretendía ganar para la causa de la
reforma : "qué bueno, Señor, para amigo nuestro". Ella misma se avergüenza
después al recordarlo, como un atrevimiento loco. Ese “nuestro”, posesivo
plural, se refiere sin duda a un “nosotros” formado por Jesús y la Santa; tal
vez, incluya también en ese “nosotros” a la pequeña comunidad de carmelitas
reformadas. En todo caso se trata de un “nosotros” muy restringido y en el cual
está incluido, como causante de esa comunidad, Jesucristo. Ésta es la causa por
la cual se avergüenza ella misma al caer en la cuenta de su gran atrevimiento
cometido.
Desde luego, hay un “nosotros” exclusivamente intradivino, propio de las Divinas
Personas. El Espíritu Santo introduce en ese divino “nosotros” a las almas, una
a una, poniendo en los labios del corazón dos vocativos claros y distintos:
“Abba, Padre” y “Jesús, Señor”. El “nosotros” de la oración profunda, desemboca
en un nosotros más amplio en el que se incluyan otros hermanos. E incluso hay un
“nosotros” que se conjuga entre comunidades cristianas. Por ejemplo, cuando San
Juan dice : "lo que hemos visto y oído os lo anunciamos también a vosotros, para
que también vosotros tengáis comunión con nosotros"(1 Jn 1, 3). Hay innumerables
ejemplos de ese diálogo fraterno de nosotros a vosotros, entre comunidades
cristianas. Casi todo el genero epistolar apostólico y, después el de los Padres
Apostólicos, usa tal relación. En el mismo Evangelio Jesús establece una regla
que no deja de asombrar: "Entonces Juan dijo: Maestro, hemos visto a uno que
expulsaba demonios en tu nombre, y se lo hemos prohibido, porque no viene con
nosotros. Y Jesús le dijo: No se lo prohibáis: pues el que no está contra
vosotros, está con vosotros"(Lc 9, 50). La lectura de la Neovulgata de Mc 9, 40
pone en labios de Jesús esta afirmación: "Quien no está contra nosotros, con
nosotros está". Aquí Jesús se incluye en el “nosotros” de la comunidad
apostólica. Otras frases en el Nuevo Testamento excluyen de modo dramático del
seno del “nosotros” a otras personas o grupos; por ejemplo, dice San Juan:
"Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Porque si hubieran
sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para
poner de manifiesto que ninguno de ellos es de los nuestros"(1 Jn 2, 19).
Recuerdo a una persona, gran contertulio en numerosos debates amistosos sobre
temas variados. Todos teníamos en común una sincera fe católica. Naturalmente
nuestras conversaciones se extendían a multitud de campos relacionados con la
historia civil o eclesiástica, con la cultura y el pensamiento. Cuando, alguna
vez, alguien expresaba una opinión en plural, sin matices suficientes, como
dando por supuesto que se trataba de algo que todos compartíamos plenamente,
solía interrumpir con cierta ironía: “Pero, ¿quiénes somos nosotros?”. A veces,
entre cristianos, usamos de modo ambivalente o ambiguo un “nosotros” que no es
propiamente cristiano. Por motivos muy variados nos podemos sentir identificados
con otras personas o grupos (incluso de épocas distintas) sin que sea
propiamente la Santísima Trinidad quien nos lleve a conjugar ese nosotros. Es
frecuente, lamentablemente, que el “nosotros” de un tribalismo o un nacionalismo
intenso ahogue o desplace el “nosotros” cristiano de muchos corazones. Factores
emocionales o pasionales pueden distorsionar gravemente la percepción espiritual
de una pertenencia común a una misma realidad que tiene su fundamento en la
Santísima Trinidad.
3. Los “nosotros” particulares en el nosotros de la Una Sancta
Es evidente que dentro de la unidad del único Cristo y en seno del mismo Padre
común caben “muchas moradas” (Jn 14, 2 ) que nunca se excluyen entre sí; antes
bien, se incluyen recíprocamente. También se comprende que dentro de un
“nosotros” común haya cabida para diversos niveles de mayor o menor cercanía al
yo personal. La Iglesia viene usando desde el Vaticano II una expresión rica en
matices: "comunidad de comunidades". Pienso que en la Carta “Communionis notio”
esta idea alcanza su máxima extensión y profundidad cuando la misma Iglesia
Universal es entendida como Comunión de Iglesias particulares, abriendo
perspectivas muy sólidas para el diálogo ecuménico. Asentada esta convicción
básica, a nadie extraña que el modo de vivir la comunión entre sí, dentro de una
familia cristiana, con un espíritu fuerte, sea, de ordinario, mucho más íntimo y
próximo que en el caso de la parroquia, o una diócesis, por poner algunos
ejemplos. Se trata de “nosotros” no excluyentes sino inclusivos.
En su espléndida edición crítica de “Camino”, Pedro Rodríguez nos refiere que:
“Josemaría Escrivá tenía un hondo sentido de la amistad y concebía la
fraternidad que es propia de la vida cristiana en la perspectiva de la amistad
con Cristo y en Cristo: el ¨Vos autem dixi amicos¨ de San Juan (15, 15) era
propuesto una vez y otra a toda aquella juventud que le rodeaba y cuya
convivencia y preocupación apostólica era cada vez más intensa . La realidad de
la fraternidad cristiana, de la comunión en el seguimiento de Cristo, crea unos
vínculos de amistad, también humana, que la experiencia testifica. El contexto
del que brota este punto es evidentemente esa naciente ¨vida de familia
cristiana¨ en torno al Beato Josemaría, que plantea una cuestión antropológica y
de vida que el Autor propone a la consideración de los lectores: la lógica de
una afinidad mayor, por mil razones, entre unas personas y otras dentro de un
mismo ideal de vida, y a la vez el cuidado de que esto no aparezca como
discriminación de los demás . El criterio, como ya apuntábamos, es que la
amistad con Cristo funda y purifica todas las legítimas amistades humanas”[5].
También el punto 381 de Camino es comentado por el Prof. Rodríguez de este modo:
“ A mi entender este nuevo punto guarda relación con la temática del punto
repetido, que ahora queda dentro del cap «El Apóstol», y moviéndose
teológicamente en el espacio espiritual del cap «Comunión de los Santos». La
unidad y comunión de los que trabajan en una misma empresa apostólica –en la
experiencia histórica concreta que está en el origen de este punto se trata del
amor que sus fieles tienen al Opus Dei–, siendo tan esencial, puede no ser
comprendida e, incluso, censurada, calificándola de «espíritu de cuerpo». Ahí
incide el nuevo texto del Autor. «Espíritu de cuerpo». La expresión es de origen
francés: «esprit de corps» , y alude, en la vida civil, al sentimiento común a
los individuos de una corporación o grupo social, en fuerza del cual todos se
interesan en su prosperidad y buen nombre y lo defienden frente a los extraños .
El Autor estima –parece implícito en el tenor del punto– que la expresión,
aplicada a una empresa apostólica, es inadecuada, pero le dice al lector que no
hay que darle importancia: es un «diagnóstico» meramente humano, que no va a la
raíz de las realidades sobrenaturales; no va, en este caso, a la fraternidad
bien sentida de que habla en el p/545:
«Vivid una particular Comunión de los Santos: y cada uno sentirá, a la hora de
la lucha interior, lo mismo que a la hora del trabajo profesional, la alegría y
la fuerza de no estar solo».
Este ámbito de comunión, que es «síntoma de vida», es netamente distinto de un
«cuerpo» cuyo espíritu es defender intereses comunes y organizar apoyos
mutuos”[6].
Es indudable que hay un “nosotros eclesial”, pero antes debe haber un “nosotros”
más restringido entre Cristo y cada uno de nosotros (“nuestra misa, Jesús”). Ese
recinto más restricto tiene su núcleo en la comunión con la Santísima Trinidad.
El Concilio Vaticano II ha puesto las bases doctrinales para que se pueda
incorporar al modo de pensar habitual en los católicos una noción tan sencilla
como ésta: la Iglesia somos todos. Quizá la figura de Pueblo de Dios sea la más
adecuada para extender esa conciencia del nosotros a todos sus miembros. Incluso
hay más: el Magisterio y la praxis pastoral de la Iglesia Católica en los
últimos decenios buscar despertar un “nosotros” que abarca también a nuestros
hermanos en Cristo cuyas Iglesias o Confesiones no está en plena comunión con la
Comunión de Iglesias en torno a Roma que constituye propiamente la Iglesia
Católica. Las raíces de ese “nosotros” cristiano son la misma Santísima
Trinidad, Jesucristo y el bautismo. En el caso de las Iglesias Orientales lo
común con los católicos incluye mucho más: la sucesión apostólica, la Eucaristía
y los demás Sacramentos.
En el plano de los planteamientos las cosas parecen claras. Pero hay que ser
realistas. El cambio que se está produciendo en el mundo es de tal envergadura
que el estado interior de las mentes y las almas es confuso. Hay millones de
seres humanos que se saben cristianos, malos cristianos, pero cristianos al fin
y al cabo. Cuando oyen hablar de la Iglesia la entienden en el sentido mediático
de la palabra: una sociología concreta de obispos, sacerdotes y religiosos más
algunos elementos relativamente minoritarios. No hay una identificación interior
entre sus propios yo y la Iglesia a la que ven objetivamente exterior a ellos,
manteniendo una prudente distancia ante lo que se ignora Se manifiesta un
respeto, incluso en muchos casos simpatía, pero ante lo que no se entiende se
suspende el interés. Si quisiéramos interpretar esa realidad misteriosa de la
Iglesia por los resultados de encuestas de tipo conductista o de sociología de
creencias y prácticas podríamos caer en cierto pesimismo humano. No hay medida
estadística ni empírica para conocer el grado de presencia de la Santísima
Trinidad en las almas, ni el grado de efectivo señorío de Cristo Pantocrátor en
este mundo. Tampoco conocemos el momento de la Historia en que nos encontramos.
Hay una tensión escatológica en la fe y en la vida cristiana; esperamos con
confianza de venida definitiva del Reino, pero no sabemos el punto exacto en que
nos encontramos. Jesús no reveló "la hora", tan sólo su carácter sorprendente e
inesperado a los ojos mundanos. Por tanto nada es previsible con certeza, salvo
que el Espíritu Santo actúa de continuo en las conciencias de un modo inmediato,
aunque se sirva de mediaciones institucionales y sacramentales. "El reino de
Dios está dentro de vosotros"(Lc 17, 21) y lo que hay "dentro de nosotros"
¿quién lo sabe?
Las almas que están más íntimamente unidas al Dios Vivo son las más cercanas al
resto de los hombres y las que en mayor medida cooperan en ese tejido invisible
que la Trinidad teje entrelazando vidas y destinos con Cristo Muerto y
Resucitado. La santidad y la oración hacen crecer un “nosotros” cristiano que no
coincide necesariamente con perfiles sociológicos precisos. Hay una acción
pastoral amplia y auténtica, dirigida por los pastores legítimos de la Iglesia;
hay una articulación institucionalizada de catequesis y celebraciones
litúrgicas; hay un esfuerzo organizado espléndido, pero también se da un
universo, más amplio, que se nutre de la religiosidad popular, de iniciativas
espontáneas, de almas simples y humildes. Todo esto coexiste con una
secularización asfixiante . El Espíritu sopla donde quiere
4. La conciencia de la filiación divina y de la pertenencia a Cristo
De por sí, la conciencia de la filiación divina y de la pertenencia a Cristo
relativiza toda otra suerte de pertenencias o vinculaciones humanas: “Ya no hay
diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y
mujer, ya que todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús (Gal 3, 28)”. El
propio San Pablo, tan orgulloso de su linaje hebreo, de su ciudad natal y de su
ciudadanía romana, no duda en afirmar: “Con los judíos me hice judío, para ganar
a los judíos; con los que están bajo la Ley, como si estuviera bajo la Ley,
aunque yo no lo estoy, para ganar a los que están bajo la Ley; con los que están
sin ley (aunque no estoy fuera de la ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo),
para ganar a los que están sin ley”(1 Co 9, 20-21).
El que los vínculos humanos queden “relativizados” no quiere decir que
desaparezcan, ni siquiera que se atenúen; quiere decir, sencillamente, que dejan
de ser valores absolutos. La pertenencia a Cristo relativiza vínculos tan
profundos a la persona como puedan serlo los vínculos de sangre: “Quien ama a su
padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su
hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10, 37). Cristo es el fundamento más
sólido para la familia humana, pero a condición de que Él sea la opción
absoluta. Precisamente cuando el Señor lo preside todo, dejando en un segundo
plano cualquier otro valor, se nos abren dimensiones insospechadas en la
comunicación humana: “En verdad os digo que no hay nadie que habiendo dejado
casa, hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o campos por mí y por el
Evangelio, no reciba en esta vida cien veces más en casas, hermanos, hermanas,
madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida
eterna ”(Mc 10, 29-30). La misma pertenencia a una etnia, a una nación, a una
cultura, sin dejar de ser una realidad importante, quedan purificadas de
soberbia, de egoísmo, de altanería ante los demás. La Carta a Diogneto describía
así a los primeros cristianos: “Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les
cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el
vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor
de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria,
pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo
como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda
patria como en tierra extraña. igual que todos, se casan y engendran hijos, pero
no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el
lecho”(Caps. 5-6: Funk 1, 397-401). Sin embargo, esa relativa distancia respecto
a todo que nace de conocer a Cristo, no les hace lejanos, abstraídos,
despreocupados de su entorno; al contrario, llegaron a ser “en el mundo lo que
el alma es en el cuerpo”, en palabras del autor de la Carta.
La pertenencia a Cristo y la conciencia de la filiación divina lleva a una
percepción del “otro” completamente nueva, inédita. El “otro” siempre dice
referencia a Cristo. Se trata de “otro Cristo” o, al menos, de alguien con
vocación cristiana, de alguien que está llamado a comprobar el carácter
universal de la asombrosa conciencia paulina cuando dice de Jesús: “me amó y se
entregó a si mismo por mí” (Ga 2, 20). No solamente las personas son estimadas
de un modo nuevo, sino que también las realidades humanas de otros pueblos o
culturas son vistas como algo, en cierto modo, “propio”. San Josemaría Escrivá
plasmó ese pensamiento de un modo sencillo: “Ser "católico" es amar a la Patria,
sin ceder a nadie mejora en ese amor. Y, a la vez, tener por míos los afanes
nobles de todos los países. ¡Cuántas glorias de Francia son glorias mías! Y, lo
mismo, muchos motivos de orgullo de alemanes, de italianos, de ingleses..., de
americanos y asiáticos y africanos son también mi orgullo.
-¡Católico!: corazón grande, espíritu abierto “(Camino, 525).
Jorge Salinas
1 de noviembre del 2002
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1 Dice el CEE a este respecto:
“ Siendo de orden sobrenatural, la gracia escapa a nuestra experiencia y sólo
puede ser conocida por la fe. Por tanto, no podemos fundarnos en nuestros
sentimientos o nuestras obras para deducir de ellos que estamos justificados y
salvados (cf Cc. de Trento: DS 1533-34). Sin embargo, según las palabras del
Señor: "Por sus frutos los conoceréis" (Mt 7,20), la consideración de los
beneficios de Dios en nuestra vida y en la vida de los santos nos ofrece una
garantía de que la gracia está actuando en nosotros y nos incita a una fe cada
vez mayor y a una actitud de pobreza confiada:
Una de las más bellas ilustraciones de esta actitud se encuentra en la respuesta
de Santa Juana de Arco a una pregunta capciosa de sus jueces eclesiásticos:
"Interrogada si sabía que estaba en gracia en Dios, responde: `si no lo estoy,
que Dios me quiera poner en ella; si estoy, que Dios me quiera guardar en ella´"
(Juana de Arco, proc.)”. (Catecismo de la Iglesia Católica, 2005)
2 Juan Pablo II, Carta apost."Novo millennio ineunte", 43
3 Basta considerar el espíritu de los Sínodos de Obispos.
4 Cfr. Juan Pablo II: Ex. Apost. “Ecclesia in America”, n. 41
5 Pedro Rodríguez: Camino. Edición crítica, Rialp 2002, p. 366
6 o.c., p. 381