Construyendo sobre roca firme
En busca de la felicidad
Comprar regalos para los demás no siempre es fácil, sobre todo si no conocemos
bien a la persona a la que queremos obsequiar. Por eso existen tantos libros que
aconsejan cómo proceder ante esta cuestión tan espinosa. «Vamos a ver... podría
usted comprarle un gatito», pero y ¿si no le gustan los gatos? o ¿si es
alérgica...? «A él le podría regalar una corbata de Armani...», pero tal vez
anda muy sobrado de corbatas; además, ¿cómo atinar a sus gustos? «¡Ah! podría
regalarle una buena botella de Grand Marnier...», pero ¿y si es abstemio? Para
acabar pronto, la clave está en encontrar alguna cosa que nuestro agasajado
desee de veras y todavía no posea.
La sociedad ha encontrado una buena solución en las tarjetas de felicitación que
nos intercambiamos en ciertas fechas importantes. «¡Feliz Navidad y Próspero Año
Nuevo!», «¡Feliz Cumpleaños!», «¡Feliz Aniversario de Bodas!», «¡Feliz Día de
las Madres!». Todo es un «feliz» esto, o «feliz» aquello, independientemente de
lo que estemos celebrando. Cualquier persona recibe estos buenos deseos con
agrado -excepto, desde luego, las amargadas que refunfuñan de todo-, porque la
felicidad siempre nos resulta apetecible, y jamás quedamos satisfechos.
¿Qué tiene que ver esto con los valores humanos? La felicidad es la reina de los
valores, la «vasija de oro que está al final del arcoiris». Todos la buscamos y
apreciamos sobremanera. ¿Acaso no es un bien para todo hombre? Como vimos en el
capítulo segundo, hemos sido creados para la felicidad. Ese es nuestro destino:
ser felices para siempre. Más aún, todas nuestras acciones tienden, en
definitiva, a conquistarla. La felicidad no es un «medio» para obtener otros
fines; no es un peldaño para llegar a otra meta. Nadie vende su felicidad
simplemente para conseguir dinero; más bien, busca dinero porque lo considera un
medio para alcanzar mayor felicidad.
¿Es feliz todo el mundo?
Si esto resulta tan claro, ¿por qué fracasan con tanta frecuencia nuestros
esfuerzos por ser felices? El rostro del mundo contemporáneo nos sugiere que hay
muy pocas personas verdaderamente felices. Un artículo de la revista Time (del
13 de septiembre de 1993), llevaba como subtítulo: «La alegría es muy difícil de
encontrar en estos días, adondequiera que vayas, según un grupo internacional de
encuestadores».
Es verdad, muchos ríen y se sumergen en distracciones, pasatiempos y
entretenimiento, pero no dan muestras de haber conquistado la felicidad. Más
bien parece que están huyendo de sí mismos. Un síntoma claro de esto es el
rechazo, tan difundido en la actualidad, del silencio. Preferimos el ruido, la
música, la actividad frenética, antes que enfrentarnos con nuestra propia
realidad. ¡Cuánto nos ayudaría tomar un momento para reflexionar sobre nuestra
vida y sobre el destino hacia el que nos encaminamos!
Cientos de libros hablan de la felicidad. Desde los antiguos filósofos hasta los
psicólogos de moda, abundan las recetas para la felicidad, pero la gente no
parece muy feliz. Basta caminar por las calles de París, Nueva York o Londres, y
mirar a los ojos de la gente que pasa; casi todos llevan la mirada triste. Los
periódicos y muchas personas conocidas nos descubren a diario la tragedia de la
infelicidad.
A veces nos engañamos pensando que, para ser felices, se requieren muchos
ingredientes: dinero, poder, placeres, «experiencias»... Es la consabida receta
de la felicidad que propone la cultura moderna. Incluso las Naciones Unidas
formularon en cierta ocasión una lista con 12 requisitos para la felicidad, que
incluía la radio, la bicicleta y un juego de utensilios de cocina para la
familia.
Sin embargo, apoyar toda la felicidad sobre el tambaleante soporte de las
posesiones materiales y de la buena suerte es desconcertante. Estas condiciones
son externas y, hasta cierto punto, no dependen de nosotros. Más aún, ninguna de
ellas es permanente o segura. Jamás estaré seguro de poder conservar
indefinidamente estos requisitos «indispensables» para ser feliz; por tanto,
jamás seré verdaderamente feliz. Viviré angustiado, pensando que la felicidad es
tan inestable como un castillo de naipes, próximo a precipitarse de un momento a
otro. Sin embargo, la experiencia humana nos sugiere otra realidad. Hay personas
que viven materialmente en la pobreza, pero son felices; como también hay
millonarios que inspiran verdadera compasión.
¡Cuántos hombres de nuestra era se sienten como niños mimados: inundados de
«cosas», pero profundamente insatisfechos! La civilización actual nos ofrece una
infinidad de bienes de consumo que nuestros abuelos ni siquiera habían soñado.
Y, sin embargo, tal vez la vida de muchos hombres hoy es más miserable y
angustiada que la de la gente de hace unas cuantas décadas. El hombre sabe cómo
construir un avión, cómo llegar a la luna; conoce el funcionamiento de un coche
o de una computadora, pero se siente inmensamente infeliz porque, en el fondo,
no sabe «cómo funciona» él mismo, ni para qué está aquí, ni cuál es el sentido
de su existencia. El progreso tecnológico pone ante sus ojos muchas respuestas a
sus «qué», «cómo» y «cuándo», pero no a sus «por qué».
Incluso Nietzsche llegó a decir: «Quien tiene un por qué vivir, siempre
encontrará un cómo». Los «por qué» tienen que ver con el significado de nuestra
vida, y este significado tiene que ver con nuestra felicidad. El problema está
en que hemos puesto todo nuestro interés en los «cómo», dejando de lado lo que
es fundamental: el «por qué».
¿Cómo solucionar esta situación? ¿Cómo alcanzar la felicidad? ¿Cómo ayudar a los
demás a alcanzarla? La felicidad es escurridiza; se nos va de las manos; parece
que no se deja alcanzar. En realidad, tal vez nos ocurre esto porque no sabemos
qué es exactamente la felicidad. Por aquí habrá que empezar. Circulan muchas
teorías sobre el significado de la felicidad; pero veremos que la única
verdadera es aquélla que toma en cuenta lo que significa «ser hombre».
Tal vez muchas personas se verían en apuros para contestar a quemarropa esta
pregunta: ¿qué es la felicidad? En parte porque hay diversos tipos de felicidad.
Decir que uno «se siente feliz» después de beberse una copa de vino es algo muy
diverso de decir, por ejemplo, que «Fernando es una persona feliz», o que
«Carlos y Beatriz son una pareja feliz». Hay, pues, diversos tipos o grados de
felicidad.
Grados de felicidad
El churrasco es uno de los platos más famosos de la comida brasileña. Consiste
en un buen trozo de carne asada lentamente al carbón, después de una noche de
remojo en una mezcla de vinagre, sal, y algunas hierbas y especias. Cuanto más
tiempo pasa la carne en el remojo, tanto más se impregna del sabor de las
especias. Todo depende del sabor que queramos.
Algo parecido pasa con la felicidad. Hay varios «grados de penetración». La
felicidad puede ser algo superficial y pasajero, o puede penetrar hasta el
corazón de nuestro ser. Tal vez mostrando los cuatro niveles básicos de
felicidad podemos entender lo que significa esa palabra, según el contexto en el
que se esté usando.
Primer grado: Disfrute
Todos hemos experimentado momentos de deleite, euforia, placer emocional. ¿Quién
no se ha recostado plácidamente en la arena, olvidando todos los problemas, para
tomar el sol y «dejar que las cosas se arreglen solas». Estos sentimientos
pueden provenir de muy diversas fuentes: un paseo en bicicleta, una hoguera con
los amigos, la contemplación del cielo en una noche estrellada. También se
pueden producir artificialmente, recurriendo, por ejemplo, a las drogas o al
alcohol.
La famosa canción de «Simon and Garfunkel» The 59th Street Bridge Song, asume
una actitud típica de los años sesenta que también puede ser atractiva para
muchos de nosotros:
«Más despacio, vas muy de prisa,
tienes que hacer que dure la mañana,
pateando una piedra por la calle,
buscando diversión y sintiéndote estupendamente...
No tengo hazañas que realizar,
ni promesas que cumplir,
estoy cansado, soñoliento y listo para dormir, deja que el amanecer deje caer
sus pétalos sobre mí,
vida te amo, todo va estupendamente».
Ese «sentirse estupendamente» es una fuente muy superficial de felicidad, que
poco tiene que ver con la realidad. Consiste simplemente en olvidar las
preocupaciones, los compromisos, y refugiarse en sentimientos de falsa
tranquilidad y libertad, como una balsa que se desliza suavemente sobre un río
sereno. El «sentirse estupendamente» se puede entender de dos maneras: uno
activo (la euforia), y otro pasivo (la despreocupación). Este tipo de felicidad
ejerce su atracción sobre la capa más superficial de nuestro ser. Pasa por alto
nuestras facultades superiores (la inteligencia y la voluntad) para ir
directamente al nivel sensitivo de nuestra naturaleza: la imaginación, los
sentidos externos y los sentimientos.
No está mal, desde luego, escapar de los problemas de vez en cuando para
airearse, siempre que se usen medios lícitos, pero no debemos confundir estas
«escapadas» con la verdadera felicidad. La experiencia nos enseña que la
superficialidad suele desembocar en la insatisfacción.
Éste es el tipo de felicidad que prometen algunos cultos religiosos de moda,
como el New Age, y la televisión de puro entretenimiento. Muchos canjean la
posibilidad de una vida llena de significado por un caudal de sensaciones y
experiencias superficiales. Al final, se quedan con el alma y con la mente
marchitas y secas, como un mazo de flores agostadas. Éste no es el tipo de
felicidad que satisface nuestros anhelos más profundos.
Segundo grado: Alegría
Hay días en los que uno se levanta «con el pie derecho». Todo sale a pedir de
boca. El primer día de vacaciones, un aumento de sueldo, un premio de tres
millones en la lotería... uno se siente dueño del mundo. Son grandes momentos,
pero pocos en la vida y muy distanciados unos de otros.
La alegría y el gozo son muy parecidos; a veces no se pueden distinguir. Sin
embargo, hay entre ellos tres diferencias notables: 1. La alegría puede ser
ilusoria, mientras que el gozo es siempre auténtico. 2. La alegría es
transitoria, mientras que el gozo es permanente. 3. La alegría sigue siendo,
esencialmente, un sentimiento, mientras que el gozo es un estado habitual, un
modo de ser.
San Agustín distingue muy bien entre la alegría y el gozo. Para él, el gozo es
«la alegría en la verdad»; la alegría puede ser provocada por una causa buena o
mala, mientras que el gozo siempre es fruto del bien (porque es en la verdad).
Uno puede sentir alegría al pecar. Un esposo adúltero puede sentirse «alegre»
cuando se encuentra con su amante en una cita clandestina. Un atracador de
bancos puede sentir «alegría» cuando logra un golpe perfecto, dejando a la
policía totalmente confundida. Hay una alegría buena (que brota de las cosas
buenas) y una alegría perversa (que brota de las cosas malas).
Quien peca puede sentir alegría, pero no gozo. El pecado es una forma de
mentira; el gozo se funda en la verdad.
Tercer grado: Paz
La paz es el tercer grado de felicidad. Consiste en la ausencia de conflictos,
divisiones y de todo aquello que pueda perturbarnos o inquietarnos. Como uno de
esos lagos cristalinos en una tarde de agosto, la paz es tranquilidad,
serenidad, calma interior. La paz es ausencia de temores, angustias, dolores o
lágrimas; la paz es reposo después del tráfago del día, serenidad después de las
prisas, tranquilidad después de reconocer los fallos cometidos; la paz es eso
que se experimenta cuando al final todo se arregla.
La verdadera paz sólo la disfrutaremos en el cielo, meta final de nuestro
maratón terreno. Sólo allí todo será «perfecto»; sólo allí se secarán las
lágrimas para siempre; sólo allí las heridas sanarán, desaparecerán las
divisiones y cesarán las preocupaciones.
Aquí, en la tierra, percibimos sólo reflejos de esa paz, al menos los
indispensables para darnos cuenta de que la anhelamos con todo nuestro corazón y
con toda nuestra alma.
Podríamos decir, incluso, que la paz y la felicidad son la misma cosa. De hecho,
en la Sagrada Escritura se entiende la paz no sólo como la ausencia de todo mal,
sino también como la presencia de todo bien. Para el hombre de nuestro tiempo,
la paz se asocia normalmente con el reposo y la liberación de todo esfuerzo. En
este sentido, la paz es necesaria para la felicidad, pero no es la felicidad en
sí misma. La felicidad es un bien real, y no sólo la ausencia de otra cosa.
Tal vez los jóvenes tienen razón al no aceptar fácilmente que la paz se
identifica, sin más, con la felicidad auténtica, pues les parece insípida, que
no satisface. Ellos quieren acción, aventuras; les gusta soñar, planear,
descubrir, en una palabra: vivir. La felicidad es vida. Por eso rechazan esa
caricatura que algunos pintan de lo que nos espera en el cielo. Les repugna el
tedio y la monotonía de un cielo de descanso, de contemplación, de coros
celestiales que cantan salmos repetitivos una y otra vez...
Teniendo esto presente, hay que dar un paso más para descubrir la verdadera
naturaleza de la felicidad: el gozo.
Cuarto grado: Gozo
Boecio, uno de los más grandes filósofos cristianos, describe la felicidad como
«el bien que, una vez alcanzado, no deja espacio para desear otra cosa. Es la
perfección de todos los bienes y contiene en sí todo lo que es bueno». Más
adelante añade: «La felicidad es el estado perfecto por la posesión de todo lo
que es bueno». Esta es la verdadera y perfecta felicidad. Esto es lo que en
realidad anhelamos. El gozo consiste en poseer y disfrutar el bien, y esto sólo
es posible plenamente en el cielo, donde el gozo se convierte en «beatitud», es
decir, en posesión y disfrute de la Bondad Suma.
Ya se ve por qué resulta insuficiente ese concepto, demasiado infantil, que a
veces tenemos del cielo. El cielo no es sólo la ausencia de problemas o de
dolor, sino la presencia de todo bien. Jesucristo no habla del cielo como si
consistiese en estar sentados sobre las nubes, tocando el arpa todo el día. Las
imágenes que utiliza se refieren a banquetes, fiestas, bodas..., algo más
atractivo, ciertamente, que una serie de ejercicios para arpa.
A San Pablo se le encadena literalmente la lengua cuando trata de describir el
cielo y termina por decirnos, que «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre
pudo imaginar lo que Dios tiene preparado para aquéllos que le aman» (I Cor. 2,
9).
La felicidad no consiste en tener todo lo que uno quiere. No siempre queremos lo
que nos puede hacer felices. El que es alcohólico querrá siempre un vaso con
whiskey; el que es misántropo, querrá estar siempre solo; el que es dictador
querrá siempre controlar a cuantos habitan la faz de la tierra. Para ser
felices, necesitamos no sólo poseer lo que queremos, sino aprender a querer lo
que es bueno.
Una cosa es saber lo que se quiere y otra, cómo alcanzarlo. Todos los hombres
suspiran por sus sueños en la vida; y, sin embargo, muy pocos los realizan.
Cuando un niño visita la tienda de animales y se obsesiona por una lagartija,
que a él le parece particularmente atractiva, tiene que ingeniárselas para
convencer a mamá de que aquel lagarto en miniatura tiene mucho que ofrecer a la
familia. Saber lo que queremos es el primer paso, pero después viene el problema
de cómo conseguirlo.
No basta decidir, de un momento a otro, que uno quiere ser feliz. La felicidad
no es una actividad, como patinar sobre hielo o ir de compras al centro
comercial. Ni siquiera es algo que podemos producir a fuerza de quererlo. La
felicidad es un estado, una manera de vivir. Es más un efecto que una tarea, más
una consecuencia que un proyecto.
En busca del tesoro
Retomemos la parábola de Cristo sobre el tesoro escondido en el campo, que
comentamos en el primer capítulo de este libro:«El Reino de los cielos se
parece a un tesoro escondido en el campo. El que lo encuentra lo esconde y,
lleno de alegría, va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo» (Mt. 13,
44).
Conviene notar que el tesoro no está en venta. El tesoro viene con el campo.
Sucede de modo semejante con la felicidad: no está en venta, no se puede escoger
ser feliz directamente, sino sólo indirectamente, a través del uso de nuestra
libertad en las decisiones de la vida diaria.
Entonces, ¿dónde está el secreto? ¿Cuál es ese campo donde está el tesoro
escondido? Hay muchas respuestas para esta pregunta, tan sencilla en apariencia.
La respuesta que el mundo suele ofrecer es la de las tres «p»: placer, poder y
posesiones. Aunque esta respuesta, bien lo sabemos, no satisface nuestras
aspiraciones más profundas, no deja de ejercer una fuerte fascinación sobre
nosotros.
Las tres «p»
1. Placer
El placer es agradable, a todos nos gusta. Es inútil tratar de convencernos de
lo contrario. El problema no consiste en saber si el placer es agradable o no;
hay que preguntarse, más bien, si es suficiente. ¿Puede el placer colmar el
espíritu humano? Me refiero en este caso al placer sensible, pues existe, por
extensión, un tipo de placer «espiritual», de alcance más profundo.
Quienes han experimentado realmente el placer, nos aseguran que no basta. El
célebre humanista francés del renacimiento, Michel Montaigne, asegura en el
tercer libro de sus Ensayos: «Yo, que me jacto de gozar de todos los placeres de
la vida tan a menudo y de forma tan particular, encuentro en ellos, cuando los
observo detenidamente, que no son nada más que viento. Los placeres nos atraen
fuertemente, pero una vez que los tenemos en la mano, nos damos cuenta de que
son vanos y efímeros».
La Biblia nos ofrece un testimonio similar de la insuficiencia del placer para
satisfacer las necesidades del espíritu humano. Así, por ejemplo, el libro del
Eclesiastés sugiere, con palabras muy ilustrativas, el escaso valor de una vida
acomodada: «Dije en mi corazón: "¡Ea, quiero probar la alegría; gozar del
placer!... Resolví en mi corazón regalar mi cuerpo con el vino..., y entregarme
a la necedad para ver dónde está la felicidad de los hombres y lo que hacen
debajo de los cielos durante los días de su vida. Emprendí grandes obras, me
construí palacios y me planté viñas; me hice huertos y jardines, y planté en
ellos árboles frutales de toda clase. Me hice estanques de agua para regar con
ellos un bosque fértil. Compré siervos y siervas, y tuve siervos nacidos en mi
casa; tuve también mucho ganado, vacas y ovejas, en mayor número que todos los
que me precedieron en Jerusalén. Amontoné plata y oro, y tesoros de reyes y de
provincias; me hice con cantores y cantoras, y lo que constituye la delicia de
los hombres, princesas en cantidad. Y continué engrandeciéndome más que cuantos
me precedieron en Jerusalén... No negué a mis ojos nada de cuanto deseaban, ni
privé a mi corazón de placer alguno... Luego reflexioné sobre todas las obras
que mis manos habían hecho y sobre la fatiga que me había tomado por hacerlas, y
he aquí que todo es vanidad, atrapar el viento, y no queda provecho alguno bajo
el sol» (Ec. 2, 1-11).
Los psicólogos suelen hablar de la «ley de la saturación» y de la «desensibilización»
de las personas en el disfrute del placer. Cuanto más nos abandonamos a los
placeres, tanto menos nos satisfacen. Pasa aquí como con el uso de narcóticos:
hay que incrementar constantemente la dosis para obtener el mismo nivel de
gratificación. Así (incluso desde el punto de vista de los epicúreos), es
preciso medirse en los placeres para poder apreciarlos. Evidentemente, si éste
es el caso, hay que buscar la felicidad en otra parte.
2. Poder
La mayoría de la gente no admite que busca más poder, porque cae mal. Sin
embargo, dada nuestra naturaleza y nuestra tendencia al orgullo, a todos nos
gusta sentirnos superiores: nos gusta ser servidos y no servir; nos gusta que
nos traten de modo especial; nos gusta hacer las cosas a nuestro modo. Esto es
poder.
El poder, como el placer, no conduce a la felicidad. Quien alimenta su hambre de
poder, en lugar de mantenerla a raya, alimenta lo que tiene de más bajo y vil.
El deseo de poder es una pasión; si no la dominamos, ella nos domina. Y una vez
que esta pasión nos encadena, podemos decir adiós a la felicidad.
Las vidas más trágicas de la historia han sido las de hombres obsesionados por
el poder: Nerón, Napoleón, Hitler, Mussolini, para nombrar algunos de los más
famosos. Julio César, el célebre emperador romano, dijo que él preferiría mil
veces tener el dominio sobre una pequeña aldea, pero de modo absoluto, que
ocupar el segundo puesto en el Imperio Romano.
El ansia de poder es un cáncer. Nos va comiendo por dentro, sin dejarnos en paz.
No es un mal exclusivo de dictadores y potentados; a todos nos asecha.
Incluso cuando el anhelo de poder se ve satisfecho, deja un inmenso vacío en el
alma. Basta leer las palabras de Abderrahman II, Califa del reino de Córdoba
hasta el año 961, en su testamento: «He reinado por más de cincuenta años, en
victoria o en paz. He sido amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y
respetado por mis aliados. Las riquezas, los honores, el poder y los placeres
acudían inmediatamente a mi llamado. No hay bendición terrena que no haya
tenido. Viviendo en esta situación, procuré contar con cuidado los días en que
pude disfrutar de una felicidad pura y genuina. Fueron sólo catorce. ¡Oh hombre,
no pongas tus esperanzas en esta tierra!
En el mejor de los casos, el poder es temporal e incierto. En el peor de los
casos, el poder es obsesivo, y convierte al hombre en el peor enemigo de sí
mismo. Cuando estaba en la cumbre de su poderío, José Stalin se volvió tan
fanático y desconfiado que llegó a exterminar a sus amigos y colaboradores más
cercanos, convencido de que estaban armando algún complot para derrocarlo. Las
más de las veces, el poder nos acarrea ansiedad, no felicidad.
3. Posesión
Al corazón humano le gusta poseer. Cuando ponemos la mirada en algo que nos
atrae, inmediatamente lo queremos para nosotros. La felicidad tiene mucho que
ver con la posesión. Cuando tengamos todo lo que necesitamos, todo lo que
anhelamos, todo lo que nuestro corazón desea, seremos felices, sin lugar a duda.
El problema no está, pues, en poseer, sino en qué es lo que se posee.
¿Qué significa poseer? Significa tener pleno dominio sobre algo. Poseer no es
simplemente tomar una cosa en la mano o traerla en el bolsillo. Cuando voy a la
casa de un amigo y tomo un video, no pasa a ser de mi propiedad por el solo
hecho de que lo tengo en mis manos. Lo tendré temporalmente en mi poder, pero no
será mío para siempre.
Preguntémonos ahora: ¿acaso hay «algo» que poseeremos para siempre? Diariamente,
miles de personas sufren robos y despojamientos. De un día para otro pierden sus
posesiones. Los terremotos, las inundaciones y otras catástrofes naturales
deberían recordarnos a todos que los bienes materiales son inestables,
pasajeros; y que tarde o temprano los vamos a perder.
Hay que añadir, además, que las cosas materiales no son completamente «poseíbles».
Ellas están ahí, fuera. No podemos poseer lo que es exterior a nosotros, sino lo
que es interior: nuestra alma, nuestra libertad, nuestras virtudes. En cierto
sentido, poseemos también nuestro pasado, todos nuestros pensamientos, palabras
y acciones -lo bueno, lo malo, y lo feo. Nuestras decisiones y elecciones son
verdaderamente nuestras.
Es mucho más importante ser que tener. Muchas personas tienen mil y una cosas,
pero no son felices. Tener cosas no basta. Por eso hay tanto suicidio, tanto
divorcio, tanto problema psicológico entre gente rica. Precisamente en esta
semana, mientras escribía este capítulo, cundió la noticia del suicidio de tres
prominentes hombres de negocios.
¿Por qué habrá dicho Jesucristo: «Felices los pobres de espíritu»? Porque las
cosas no satisfacen. Si aceptamos la falacia de que la felicidad consiste en
tener cosas, no deberá maravillarnos que seamos víctimas de la depresión cuando,
después de alcanzar una notable fortuna, nos demos cuenta de que aún estamos
vacíos interiormente. Esto es lo que significa «atrapar el viento».
Con cuánto tino describe Dickens en su obra Great Expectations la profunda
insatisfacción que experimenta quien posee todo lo que el dinero puede comprar.
Pone en los labios de Pip estas palabras, una vez que ha acumulado su fortuna:
«Hemos gastado tanto dinero como hemos podido, y a cambio hemos recibido tan
poco como la gente nos ha querido dar. Hemos sido más o menos miserables, y la
mayor parte de nuestros conocidos han estado en la misma condición. Siempre
rondó sobre nosotros la alegre ficción de que éramos felices, junto a la
esquelética verdad de que nunca lo fuimos».
En resumidas cuentas, las tres «p» son campos estériles. Podemos excavar todo lo
que queramos. Podemos traer picos, excavadoras o maquinaria pesada. En estos
campos jamás encontraremos ni tesoro, ni felicidad. Tal vez podamos desenterrar
alguna baratija, suficiente para mantener nuestro interés, como los buscadores
de oro, que se pasan la vida haciendo minas sólo por haber encontrado dos
pepitas. Jamás los veremos millonarios.
Las tres «p» no sólo no nos obtienen la felicidad sino que, además, nos
obstruyen el camino para alcanzarla. Jesucristo lo sabía. Por eso nos ofreció
una misteriosa alternativa: los consejos evangélicos de pobreza, castidad y
obediencia. La pobreza (no el despojo, sino el desapego de las cosas) nos libera
de la esclavitud de las posesiones. La castidad (no la represión, sino el
correcto uso de la sexualidad) nos libera de la esclavitud del placer. La
obediencia (no la sumisión ciega, sino la libre dependencia de Dios y de la
autoridad legítima) nos libera del apego al poder y al orgullo. Sólo cuando
nuestra mente se libera de la voz de estas tres sirenas -las posesiones, el
placer y el poder-, podemos ir en busca de la verdadera felicidad.
Tres campos fecundos
Si la felicidad no se encuentra en los campos señalados convencionalmente por la
sociedad materialista, ¿dónde podemos encontrarla? La respuesta no es
suficientemente sensacional como para ponerla en la primera plana de los diarios
o en las revistas de sociedad. No es una solución rápida, como las medicinas
milagrosas o los limpiadores que anuncian los supermercados. Sin embargo, una
vez más, lo que cuenta no es el campo, sino el tesoro que encierra.
El amor
El amor es el don de sí. Lo curioso de este don es que no se pierde cuando se
da. Cuando damos dinero, perdemos dinero. Cuando damos nuestro tiempo, nos queda
menos tiempo. Cuando damos comida o vestidos o cualquier otro bien material,
merman nuestras pertenencias. Pero cuando nos damos a nosotros mismos,
terminamos con más, nos ganamos a nosotros mismos.
Entre las excelentes historias de Among O. Henry, una de las mejores es El
regalo de los magos. Es un cuento sobre una joven pareja (James Dillingham Young
y su esposa Della) que apenas tienen para sobrevivir con lo que gana James.
Viven en un pequeño apartamento en la ciudad, y a duras penas les alcanza el
presupuesto, pero son felices. Cuando se acerca el invierno, cada uno busca el
modo de conseguir dinero, pues en su corazón ha decidido ofrecerle al otro el
mejor regalo de Navidad. La posesión más valiosa de James era el reloj de
bolsillo de oro, que había heredado de su padre. Della piensa que el mejor
regalo que puede ofrecerle es una cadenilla para su reloj. Viendo que el precio
de la cadenilla era muy superior a sus posibilidades, Della optó por vender su
largo y hermoso cabello oscuro.
James tenía sus propios planes. Después de recorrer la ciudad, finalmente
encontró el regalo perfecto para su querida esposa: un juego de peines de concha
de tortuga para su hermoso cabello. Viendo que le alcanzaba el dinero que tenía,
optó por vender -ya se adivina- su reloj de bolsillo para comprar los peines.
El amor es así. Ridículo. Ilógico. Tonto. Pero ¿qué es la vida si falta el amor?
¿Qué clase de significado se podría dar a una vida sin amor? El amor es una
realidad difícil de conceptualizar, un misterio que no admite explicaciones
fáciles. Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, y Dios es amor. Sin
amor nos convertimos en monstruos de la naturaleza; nos volvemos un enigma para
nosotros mismos. Jesucristo ya había advertido que hay más felicidad en dar que
en recibir, y así es. La felicidad se encuentra en el olvido de sí y en la
donación a los demás.
Esto nos lleva a una importante conclusión, que hace estremecer a la mentalidad
contemporánea: ¡la felicidad y el sufrimiento no son dos polos contrapuestos!
Los publicistas se han afanado por hacernos creer que la solución para la
infelicidad es la eliminación del dolor: «tómate una pastilla», «tómate unas
vacaciones», «tómate un trago». Enredados en esta mentalidad, difícilmente
podremos comprender la lógica del amor. El amor no rehuye el sufrimiento. El
misterio del amor es un misterio de sacrificio, de abnegación, de olvido de sí
en favor del otro. Por eso la cultura de los "algodones" y del "sentirse bien"
es incapaz de ofrecer felicidad, porque nos incapacita para amar. Y nos
incapacita para amar porque nos incapacita para olvidarnos a nosotros mismos.
Parece extraño que las personas más felices del mundo sean personas que han
sufrido mucho. Blindar nuestro corazón para hacerlo insensible al dolor es
deshumanizarnos. Tú y yo hemos sido creados para amar, y encontraremos nuestra
realización y nuestra felicidad en esta sublime actividad humana. Como dijo
Corneille: «En la felicidad de los demás yo busco la mía».
El mayor obstáculo para la felicidad es el egoísmo o la búsqueda de uno mismo.
Nadie es una isla. Quien se cierra en sí mismo jamás podrá ser feliz, porque «no
es bueno que el hombre esté solo» (Gen. 2, 18).
No sin razón, la reclusión solitaria es uno de los peores castigos. Importa poco
si las murallas las construyen los demás para encerrarnos o si las levantamos
nosotros mismos para mantener fuera a los demás. Nuestra pequeñez e impotencia
nunca son tan evidentes como cuando estamos completamente solos. Y nadie está
tan solo como la persona que está llena de sí misma.
Egoísmo significa hacer de uno mismo la medida de todas las cosas. Es la
preocupación exagerada por sí mismo, por el propio mundo y los propios
problemas. Egoísmo es buscar lo más fácil y cómodo, en lugar de lo que es justo,
noble y bueno. Egoísmo es esa mirada individualista, que considera siempre a los
demás como enemigos. El egoísta ve en su vecino un rival, como una hiena mira a
otra mientras giran alrededor de la misma presa: o es mía o es tuya, pero no
puede ser de los dos. No hay espacios para la solidaridad en este esquema. En
lugar de tratar al otro como persona, el egoísta lo usa, le saca provecho.
La felicidad y la caridad (el amor) caminan juntos. El egoísmo destruye la
caridad y, por lo mismo, aniquila la felicidad. Como sugiere el P. Marcial
Maciel en una carta escrita en 1977: «La caridad abre, el egoísmo cierra; la
caridad mantiene el ideal, el egoísmo lo agosta; la caridad agudiza la
conciencia y tensa la voluntad, el egoísmo embota la conciencia y tuerce la
voluntad hacia otros fines; la caridad perfecciona, el egoísmo apoca. La caridad
inquieta, es dinámica, es apostólica...»
La vida consiste en aprender a amar. Puesto que tendemos espontáneamente a
buscarnos a nosotros mismos, dada nuestra naturaleza herida por el pecado,
tenemos que permanecer alertas para mantener el egoísmo a raya. Sólo dominándolo
podremos ser libres para amar.
F