Construyendo sobre roca firme
Autor: P. Thomas Williams

 

Capítulo 1

¿Cuánto valen los valores?

 

En los años recientes se ha prestado mucha atención, no sin motivo, al tema de los valores, particularmente en los foros públicos. La palabra misma y sus derivados, como valioso, sugieren algo sumamente importante e interesante. Las personalidades públicas sacuden nuestra emoción al referirse a los «valores de la familia», «los valores sobre los que se funda nuestra nación», «los valores centrales de nuestra sociedad», y otras frases por el estilo. Estas expresiones nos atraen casi por instinto: parecen comunicar algo fundamental, algo que yace en la raíz de nuestra experiencia.

Pero, a pesar del atractivo de la palabra, es difícil explicar exactamente qué entendemos por «valores». Mientras que esta ambigüedad puede ser conveniente para los políticos que usan el término por su impacto emocional, para el resto de nosotros es desconcertante que un concepto tan vital resulte así de vago.

Nuestra incerteza en relación con los valores se debe en parte al libre vaivén del término entre dos ámbitos: el de la economía y el de la experiencia humana. Aunque a primera vista el concepto parece el mismo en ambos casos, un análisis más atento revela diferencias sustanciales, que son decisivas para comprender los valores en la esfera humana.


Precio y valor

En términos económicos, «valor» es un concepto fácil de entender. Está estrechamente ligado al «precio» y tenemos la suerte de contar con un medio de intercambio, el dinero, que permite colocar toda propiedad o servicio en una escala universal de valor: basta comparar el precio de dos artículos para determinar cuál es más «valioso».

En nuestra experiencia ordinaria, el mercado es un indicador eficaz, pues asocia estrechamente el precio de la mercancía al costo de las materias primas, el diseño, la manufactura y la distribución. Todo esto sugiere que el valor es algo intrínseco al artículo, algo que no depende de una apreciación individual sino de aspectos objetivos y medibles. Y, en general, nuestra conducta como consumidores refleja esta tesis.

Podrías pagar ciento cincuenta mil dólares por un Ferrari, pero no ofrecerías lo mismo por una motocicleta. Y la razón que darías sería «que no vale tanto». Si fueras a una tienda y encontraras televisores a color con pantalla gigante a sólo cincuenta dólares cada uno, sentirías la tentación de comprar todos los que hubiera en el almacén. Si te preguntaran por qué compraste tantos, cuando en realidad sólo necesitabas uno, responderías: «Es que su valor real es diez veces mayor que ese precio». Y estarías convencido -con toda razón- de que podrías revender los restantes a otros compradores por un precio mayor, pues reconocerían el valor real de los televisores.

Sin embargo, en cuanto exploramos entre bastidores el comercio, la realidad ya no es tan simple. ¿Qué determina el valor de una obra maestra de Van Gogh? El lienzo y el óleo no suponen más que unos cuantos dólares. Por muy altos que sean los honorarios de un artista, no se pueden comparar con el precio que se paga por algunas pinturas subastadas. Otros cuadros, en cambio, de artistas menos conocidos, no atraen el mismo interés de los coleccionistas, aunque hayan requerido un trabajo más prolongado o estén en oferta «a mitad de precio».

Entramos así en un ámbito en el que el precio y el valor dependen más bien del juicio personal. Un artista puede gustar hoy a la gente, y mañana dejar de gustarle, con la consiguiente alza y baja del precio de sus obras, mientras éstas permanecen intactas.

Puesto que los precios están sujetos a la ley de la oferta y la demanda, el valor de las cosas queda fijado por la estima o popularidad de que gozan. El valor se torna casi completamente subjetivo: ya no depende tanto del producto en sí, sino del número de compradores que lo desean.

Cuando, al inicio de los años 80, los consumidores perdieron el interés por comprar música grabada en cintas eight-track, se desplomó el mercado y pronto se arrinconaron a veinticinco centavos en los almacenes de gangas. No importaba que se hubieran gastado varios dólares en fabricarlas o que se le hubiera pagado al artista un dólar o más por los derechos de autor.

Durante las décadas de los 50 y 60 estaba en plena moda el hula-hoop (un hula-hoop es un aro de plástico que se coloca alrededor de la cintura y gira si se mueve rápidamente el talle). Los distribuidores vendieron fácilmente decenas de millares por varios dólares cada uno. Fuera de esta gracia, los aros no tenían ningún valor ni servían para nada más.

Otro artículo sin valor objetivo era el Pet Rock, la «Piedra doméstica», que se puso de moda durante los años 70. Sin duda fue un hábil negocio: vender trozos de granito, que de otro modo no hubieran tenido ningún valor, por el solo hecho de darles un nombre, instrucciones de «mantenimiento» y un hábitat apropiado. Se podrían citar innumerables ejemplos parecidos: yo-yos, botas para la luna, gomas mágicas...

Los precios dependen también del gusto del consumidor, porque el valor económico, como la belleza, está en los ojos del que juzga. En una exposición canina celebrada en Milán, Italia, en marzo de 1993, un pastor alemán llamado Fanto se ganó el «collar de oro». Muchos lo consideraban el ejemplar más bello de pastor alemán de todos los tiempos. Su precio: mil millones doscientas mil liras; que entonces equivalían a algo más de setecientos cincuenta mil dólares. Alguien podría preguntar: «¿Qué diferencia hay entre Fanto, el cachorro maravilloso, y el pastor alemán de mi vecino, que cuesta sólo ciento cincuenta dólares? Son más o menos de la misma talla y color, comen lo mismo, ambos morirán y serán enterrados en unos diez años, más o menos». En realidad, no hay ninguna diferencia sustancial, pero para algunos entendidos Fanto es incomparable.

Y esto no sólo ocurre con algunas baratijas y artículos de lujo. La demanda, y, por tanto, el precio, fluctúa en cada sector del mercado, desde los almacenes de productos domésticos hasta el comercio de metales preciosos. Basta recordar las dramáticas fluctuaciones del costo del oro a comienzos de la década de los 80 para caer en la cuenta de que ni siquiera los objetos más duraderos tienen una estabilidad garantizada. Los antojos y la sensibilidad de los consumidores son muy volubles, y suben y bajan como el mercurio en un termómetro.

Todo esto es comprensible en un sistema económico. Pero, ¿se puede aplicar sin más al campo de los valores humanos? La vida nos ofrece muchos valores a los que no podemos pegar una etiqueta con el precio. ¿Cuánto pagaríamos por una familia sólida y unida? ¿cuánto podría costar un amigo leal, un socio honesto...? «No puedo comprar amor con dinero», cantaban los Beatles. Todos estos valores: humanos, religiosos, morales..., ¿pueden basarse en el mismo principio subjetivo del deseo personal?

Muchos dirán que sí. De hecho, el modelo económico es el que prevalece cuando se habla de valores en la sociedad moderna. Se consideran como un asunto personal, un producto de los deseos y de las preferencias individuales o colectivas. De este modo los valores se reducen a una expresión de sentimientos personales, como la preferencia de un color en vez de otro o de un deporte en vez de otro.

Otros consideran, en cambio, que los valores tienen un elemento de estabilidad y objetividad. Esto permite calificarlos como buenos o malos, profundos o superficiales, superiores o inferiores.

En definitiva, el problema es saber si hay en la vida algunas cosas que realmente son mejores que otras y si vale la pena luchar por algunas cosas y por otras no. Si todo es arbitrario, si dan lo mismo la honestidad y la deshonestidad, la guerra y la paz, la educación y la ignorancia, entonces no tiene sentido hablar de valores desde un punto de vista objetivo.

La aplicación del modelo económico a los valores humanos en general tiene dos inconvenientes. El primero es la subjetividad, que separa los valores de la realidad de la existencia humana. En las cosas de poca monta, los valores pueden variar. En cambio, cuando hablamos de valores humanos, es decir, ligados a nuestra naturaleza humana, hay necesariamente una mayor estabilidad. Salir a correr por las tardes o hacer dieta puede ser cuestión de moda; la salud es siempre un valor de la persona humana.

La segunda dificultad estriba en colocar todos los valores en el mismo nivel como si fueran conmensurables: pasarlos por el mismo rasero. En economía esto funciona bien: todos los productos de consumo están en una escala común porque se miden por su valor monetario. Los valores humanos no pueden someterse al mismo mecanismo. La sinceridad, por ejemplo, no puede compararse con un buen almuerzo. La sinceridad y la comida son valores, pero en niveles esencialmente diferentes.

Lo que cuenta de verdad

Los genuinos valores se basan no sólo en el factor subjetivo del deseo, sino también en el elemento objetivo de su mérito intrínseco. Podríamos decir, como definición metodológica, que un valor es un bien que es reconocido y apreciado como bien, o, más brevemente, es un bien para mí.

Se pueden distinguir claramente dos dimensiones: (1) un valor debe ser algo bueno (dimensión objetiva), y (2) yo debo reconocer su bondad para mí (dimensión subjetiva). Las dos son esenciales.

Nada podrá atraerme o motivarme para actuar si yo no reconozco o aprecio en ello un bien para mí. Por tanto, no será un valor para mí. Nicolás Maquiavelo, gran escritor y político del Renacimiento y autor de «El Príncipe», no apreciaba la honradez porque la veía como obstáculo para un gobierno eficiente. Así, la honestidad -algo de por sí bueno- no constituyó un valor para su vida, porque no fue capaz de reconocer su bondad.

Por otra parte, un verdadero valor debe ser objetivamente bueno. Podemos sentirnos atraídos por algo que parece un bien, pero que en realidad no lo es. Aunque algunos drogadictos deseen la heroína apasionadamente, ésta no podrá ser un verdadero valor porque los daña como personas.

Así pues, los valores no son puramente objetivos, independientes de la persona; pero tampoco son puramente subjetivos, mero fruto de los propios deseos. Se requieren los dos factores.

Algunas parábolas del Evangelio ilustran bien este principio. Por ejemplo, la parábola del tesoro en el campo: «El Reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo» (Mt. 13, 44). La parábola expone las dos facetas de los valores. Primero, vemos que un valor (en este caso el Reino de los cielos, el valor supremo) es, por encima de todo, un hallazgo, un descubrimiento. Lo que se ha desenterrado es un tesoro, un verdadero tesoro. El tesoro no es una creación del hombre, ni de su fantasía ni de su deseo. Es algo que se desea precisamente porque es deseable.

En segundo lugar, tenemos al descubridor, al hombre que reconoce el tesoro. ¿Qué tipo de persona es? Ha de ser alguien capaz de identificar un tesoro cuando lo ve, y de distinguir entre la riqueza auténtica y las chácharas. Las urracas se sienten atraídas por los objetos brillantes y resplandecientes, y los acumulan en sus nidos; no importa que sea la envoltura de un chicle o una cadena de oro de dieciocho quilates. Una urraca no es capaz de apreciar el valor objetivo. Muchos caen en el mismo engaño. Se lanzan, como las urracas, en pos de las apariencias que atrapan los sentidos, pero que no satisfacen el corazón. Recordemos la sentencia de Shakespeare: «No todo lo que brilla es oro». No todo lo que parece bueno es bueno.

La crisis de la modernidad

La idea de que los valores son una creación individual se remonta a las teorías de varios filósofos existencialistas como Nietzsche, Heidegger, Sartre, de Beauvoir y Polin. También está presente en diversas escuelas psicológicas, especialmente en Carl Rogers y Abraham Maslow. De los años sesenta a los ochenta, esta corriente ideológica se infiltró en el sistema educativo americano hasta llegar a ser el modelo más popular.

En las escuelas, más que enseñarse a los alumnos a reconocer los verdaderos valores y a ponerlos en práctica, se les instaba a «esclarecer» sus propios valores sin hacer mucho caso de la realidad objetiva. Se exigía a los profesores, además, que propiciaran una mentalidad abierta en los alumnos, dejando de lado los prejuicios y las imposiciones cuando se trataba de valores. Se aplicó esta técnica por igual al hablar de la ética sexual, del respeto a los propios padres y a la autoridad, del uso de drogas, del aborto, de la eutanasia y de otras cuestiones de la vida humana. Los efectos han sido tan vastos y asoladores que muchos ya no logran distinguir sencillamente entre lo bueno y lo malo, entre lo justo y lo injusto. Como ha dicho recientemente el escritor francés André Frossard: «La primera premisa de la modernidad es que no hay valores, ningún valor en absoluto; sólo hay opciones y opiniones». Esto equivale a decir que se ha perdido el sentido de la objetividad de los valores, para fijarse sólo en los valores que cada uno se cocina por su cuenta.

Imagínate al profesor de química explicando tranquilamente en clase: «La sal común se designa con la fórmula NaCl porque generalmente se cree que está compuesta de sodio y cloro. Por supuesto, si alguno de ustedes no está de acuerdo, puede proponer cualquier otra combinación de elementos y tendremos en cuenta su opinión con el mismo respeto y consideración que la opinión de la mayoría». Esta escena, por supuesto, es impensable. En la educación actual existe una firme convicción de que las matemáticas, las ciencias naturales y los datos verificables empíricamente pertenecen al dominio del «saber», de la certeza; mientras que la religión, la ética, la metafísica y otras disciplinas similares pertenecen al dominio de la opinión y de las inclinaciones personales. De acuerdo con esta mentalidad, los valores no tienen nada que ver con la realidad objetiva, sino que dependen de lo que cada uno acepta o elige creer. Esto equivale a decir, en resumidas cuentas, que no existe ningún bien absoluto para el hombre.

Aunque la sociedad moderna quiere proclamarse totalmente imparcial ante los valores, existen, con todo, al menos dos valores que suelen presentarse como absolutos: el valor de la tolerancia y el valor del pluralismo.

¿Tolerancia auténtica, o un sucedáneo barato?

La tolerancia, es decir, el respeto incondicional a los demás y a sus ideas, se promueve como el bien supremo e inequívoco. La tolerancia es, sin duda, un gran bien, pero no es el único bien. La tragedia empieza cuando se llama tolerancia a lo que en realidad no lo es. Muchos consideran tolerancia lo que no es más que indiferencia o escepticismo.

La indiferencia consiste en no preocuparse, ni siquiera interesarse, por los demás. «Cada uno puede pensar lo que quiera, con tal que no perjudique a nadie» -especialmente a mí-. Esta actitud se ve reflejada, por ejemplo, en los escritos de Voltaire sobre la tolerancia. Voltaire identificó la tolerancia con lo que, en lenguaje actual, se dice: «no te metas en lo que no te importa». Santo Tomás de Aquino era para él un intolerante porque se atrevió a desear en sus escritos que todo el mundo fuese cristiano. Pero para santo Tomás aquello era lo mismo que desear que todo el mundo fuese feliz. ¿Alguno consideraría intolerancia desear que todo el mundo goce de buena salud o sea bien educado -aunque esto implique «intolerancia» contra la enfermedad y la mala educación-? La verdadera tolerancia de ninguna manera implica indiferencia en relación con nuestro prójimo.

El escepticismo, por otra parte, consiste en dudar de la existencia de la verdad o, al menos, de nuestra capacidad para encontrarla. Relega los valores personales al ámbito de la «opinión», que se contrapone al de los «hechos». Los hechos se pueden mostrar; las opiniones son una cuestión personal y es mejor reservarlas para uno mismo.

Esta mentalidad se debe en parte al influyente filósofo británico del siglo XVII John Locke. En su célebre carta sobre la tolerancia religiosa, Locke afirmó que la tolerancia es un ingrediente necesario para que la sociedad viva en paz. Sin embargo, el fundamento de la tolerancia para Locke era su convicción de que no podemos conocer, simple y llanamente, quién tiene razón y quién está equivocado -por lo que toda teoría sería, por principio, tan válida como cualquier otra-. Esto es escepticismo, no tolerancia.

La confusión se origina en gran parte por no distinguir entre el respeto a alguien y el respeto a las ideas de alguien. No son lo mismo. Las ideas tienen que ganarse el respeto; las personas ya se lo merecen, por su dignidad de hijos de Dios. No necesitas probarme tu valía para merecer mi amor. El solo hecho de que seas persona humana, creada por el amor de Dios a su imagen y semejanza, me basta.

Pero, ¿y las ideas? Las hay de todos tamaños, colores y sabores: verdaderas y falsas; ridículas y serias, brillantes y aburridas, diabólicas y divinas. Te respeto y defiendo tu derecho a seguir tu conciencia porque Dios te ha hecho libre y digno de respeto. Pero no dudaré en sopesar tus ideas para escudriñar su propio valor. Algunas serán aceptables; otras quizá tendrán que ser rechazadas.

La auténtica tolerancia no exige que abandonemos nuestras convicciones, sino que respetemos la inviolabilidad de la conciencia ajena y su derecho a seguir sus creencias. Implica también reconocer como intrínsecamente malo el uso de la fuerza para cambiar el modo de pensar de alguno, aunque estemos ciertos de que está equivocado.

Ahora bien, no es correcto decir que las teorías verdaderas son «toleradas»; se aceptan, más bien, porque son razonables, por su propio peso. Los errores, en cambio, algunas veces son tolerados en vista de un bien mayor: por ejemplo, el respeto hacia una persona. Esta es la esencia de la genuina tolerancia. Con respeto, pero con decisión, debemos esforzarnos por guiar a los demás hacia una existencia cada vez más plena, mostrándoles el camino que lleva a los valores superiores.

El considerar la tolerancia como valor absoluto conlleva finalmente un serio problema: no se puede tolerar cualquier cosa. No toleramos la viruela, ni el abuso de menores, ni la contaminación de aceite en los mares, ni otros muchos males que aquejan a la sociedad. George Bernard Shaw escribió: «Podemos hablar de tolerancia como queramos, pero la sociedad siempre tendrá que trazar en alguna parte una línea divisoria entre la conducta aceptable y la locura o el crimen».

¿Pluralidad o pluralismo?

Juntamente con la tolerancia, la sociedad contemporánea promueve el valor del pluralismo. El pluralismo se puede entender de dos maneras. Uno es el reconocimiento objetivo de que existe la diversidad. El otro considera que se ha de buscar como ideal una creciente diversidad.

De acuerdo con el primer significado, el pluralismo es un simple reconocimiento de que la pluralidad existe y que, por tanto, se han de tomar en cuenta los diversos modos de pensar y de comportarse. Las personas que son diferentes tienen necesidades diferentes; hemos de tomar en consideración las necesidades particulares de todos y no sólo las de aquéllos que son como nosotros.

La otra forma de pluralismo parece más bien una ideología. Esta ideología sostiene que para que haya una sociedad perfecta o ideal es necesario construirla sobre la variedad más amplia posible de valores. La variedad es buena. La uniformidad es mala.

A primera vista esta postura parece plausible y los argumentos de sus expositores convincentes. Después de todo, ¿no le da la variedad «sabor» a la vida? La variedad de los valores, dirán, añade a la belleza de la sociedad lo que la diversidad de las flores añade a la belleza de un jardín o la variedad de los instrumentos a la belleza de una orquesta. Las cuatro estaciones de Vivaldi no tendría, ciertamente, la misma vivacidad ni el mismo encanto si la ejecutara el fagot en solo. La variedad de intereses y de aficiones también embellece la cultura.

Sin embargo, al pretender aplicar este principio a los valores nos topamos con dos dificultades. Ante todo, ¿la variedad es un bien absoluto? Parecería, más bien, que es buena en la medida en que complementa y perfecciona el todo. En el caso del jardín, es verdad que el añadir diversas especies de flores aumenta la belleza y la armonía del conjunto, pero sólo porque cada una de ellas es bella en sí misma.

¿Qué pasaría si dispersásemos latas de cerveza, bolsas de plástico y cáscaras de naranja en medio de las flores? La variedad aumentaría, pero se destruiría la belleza. Lo mismo ocurriría si, en el caso de nuestra orquesta, introdujésemos un silbato de policía o un martillo compresor. Estos artificios aumentarían ciertamente la variedad pero arruinarían la armonía del todo. Por eso, las piezas musicales son «variaciones de un mismo tema». Es necesario que haya un orden y que las partes individuales tengan un valor por sí mismas.

De modo similar, un valor humano completa y perfecciona nuestra naturaleza y contribuye a la armonía de la persona. La variedad es buena solamente cuando los elementos individuales que la componen son buenos.

Ningún organismo puede constituirse de pura diversidad. La unidad fortalece, la división debilita. Los padres fundadores de los Estados Unidos escogieron como lema de la incipiente nación la frase latina: E pluribus unum, cuya traducción literal es: «De todos, uno». Esta elección manifiesta claramente la diversidad de los orígenes y de las culturas del nuevo pueblo. Al mismo tiempo, podemos percibir el proceso claramente unidireccional de esta expresión: proceso no de homogeneización, sino de unificación. Muchos individuos, de muy diversos antecedentes sociológicos y culturales, se juntan para conformar una nación basada en ciertos valores comunes. Aquí no hay traza de ese moderno «multiculturismo» que quiere acentuar las diferencias. Se ve, más bien, el deseo de formar una unidad, enriquecida con la natural diversidad de sus miembros.

La fuerza de toda asociación, nación o sociedad puede medirse por la unidad fundamental de sus propósitos y de sus ideales. El conocido adagio romano «divide y vencerás», que sintetiza una estrategia militar altamente efectiva, nos da la clave para prever los posibles efectos cuando se busca deliberadamente la división interna. Como enseña la experiencia -pensemos en Bosnia y Rwanda-, el acentuar las diferencias obtiene muy pocos frutos, aparte de conflictos, odios y guerra.

La segunda falacia de esta línea de argumentación es la suposición de que toda uniformidad es mala. Yo diría, más bien, que el conformismo y el inconformismo son siempre parámetros insuficientes para actuar, mientras que la uniformidad puede ser buena o mala dependiendo de otros factores.

El conformista y el que se opone obstinadamente a todo no son contrarios, aunque lo parezcan. En realidad sólo cantan dos versiones de la misma pieza. Su mayor defecto es que asumen la conducta de los demás como criterio para sus acciones, en lugar de apelar a sus propios principios. El conformista es un imitador de la conducta ajena. El opositor obstinado observa el proceder de los demás y actúa, como por reflejo, de modo diverso. En realidad, estos dos comportamientos demuestran inseguridad y excesiva dependencia de los demás. El conformista y el opositor dejan su libertad personal en manos de la moda, de la opinión pública, de lo que es socialmente aceptable, en lugar de tomar decisiones basadas en sus propias convicciones.

La uniformidad, en cambio, resulta natural y buena si lo que todos escogen es un valor en sí mismo. Si nadie copia en el examen de biología, y Carlitos tampoco, no quiere decir que él sea un borrego o una víctima de la presión ambiental. Él es honesto porque la honestidad es un valor en sí misma. Su decisión es independiente de lo que hagan los demás.

Si todos fuésemos leales, rectos y trabajadores, tendríamos más uniformidad, y no por eso la sociedad se tornaría insípida o aburrida. La uniformidad o la «mismidad» es secundaria. Yo hago lo que creo que es bueno, independientemente de lo que hagan los demás. Si ellos hacen lo mismo que yo, bien. Si no, ¿tendré por ello que comportarme de otro modo?

¿Libertad o anarquía?

Surge incluso un problema aún mayor y de más graves consecuencias cuando se cree que los valores son puramente subjetivos. Si afirmamos que no existe ningún bien para el hombre fuera de sus deseos personales e individuales, estamos preparando el pedestal para la anarquía. La sociedad propondrá la tolerancia como principio, pero siempre habrá quién verá las cosas de otro modo.

Puesto que los valores no se pueden «imponer», el intolerante tendrá el mismo derecho a su postura como el tolerante. Y lo mismo cabe decir del antisemita, del distribuidor de droga y del asesino. Si no existen valores objetivos y absolutos que sirvan de referencia, cada uno jugará con sus propias reglas.

Alguno traerá a flor de labios la respuesta: «Sí, es verdad, pero allí es donde interviene la ley. La ley nos protege del fanatismo, preserva el bien común y mantiene el orden social». Es cierto, pero esto no resuelve el problema. Las leyes son útiles, incluso necesarias, pero ellas mismas deben apelar a valores universales como la justicia, la imparcialidad, el orden social, el bien común. La ley no es una mera convención; se apoya en valores objetivos y en los derechos humanos universales.

Podemos mover este argumento al campo lógico. Dejemos que un antilegalista pregunte a un subjetivista: «¿No tiene igual peso mi opinión que la de los demás? Tú aprecias la justicia, pero yo la aborrezco. Podrás impedirme, por la fuerza, hacer lo que yo quiera, pero no digas que lo haces en nombre de la rectitud».

Si no hay valores absolutos, la ley pierde todo su fundamento; no hay parámetros para evaluar los actos de los políticos, de los criminales, de los dictadores; ni siquiera para evaluar las mismas leyes particulares. La ley no será más que un valor arbitrario más, respaldado por la fuerza. Siempre ha sido verdad que quien está en el poder puede realizar su voluntad y dominar a quien no esté de acuerdo con él. Pero éste es el código de los salvajes. Pensemos en las atrocidades cometidas en Francia después de la Revolución, bajo el reinado del terror. Robespierre presumía de encarnar la volonté générale («voluntad general») y amparado en este título no vaciló en masacrar a sus opositores.

Un grupo de personas o una ley pueden estar equivocados lo mismo que un individuo. Una determinada sociedad puede votar a favor de la esclavitud o del aborto o del exterminio de una parte de su población -Hitler fue elegido democráticamente-, pero la legalidad no garantiza la legitimidad moral o el valor de estas acciones. Cuando se cree que el derecho no es más que el capricho de cada hombre, es lógico que impere la ley del más fuerte. Por eso, para que la ley pueda de verdad promover el bien común, tiene que apoyarse sobre el fundamento sólido de valores objetivos.

Como observa Juan Pablo II con perspicacia en su encíclica Veritatis Splendor: «Si no hay una verdad fundamental que guíe y dirija la actividad política, las ideas y las convicciones podrán ser manipuladas por razones de poder. Como lo demuestra la historia, una democracia sin valores se convierte fácilmente en un totalitarismo, declarado o encubierto».

Valores Humanos

Dejando claro que los valores son esencialmente objetivos y subjetivos, podemos ahora enfocar nuestra atención en los valores humanos y, más adelante, en los diferentes tipos y niveles de valores. ¿Qué es un valor humano? Los valores humanos son aquellos bienes universales que pertenecen a nuestra naturaleza como personas y que, en cierto sentido, nos «humanizan» porque mejoran nuestra condición de personas y perfeccionan nuestra naturaleza humana.

La libertad nos capacita para ennoblecer nuestra existencia, pero también nos pone en peligro de empobrecerla. Las demás creaturas no acceden a este disyuntiva. Un gato callejero no podrá ser algo más que un gato común y corriente; siempre se comportará de modo felino y no será culpado o alabado por ello. Nosotros, en cambio, si prestamos oídos a nuestros instintos e inclinaciones más bajas, podemos actuar como bestias. De este modo nos deshumanizamos. Boecio, el filósofo y cortesano del siglo V, escribió: «El hombre sobresale del resto de la creación en la medida en que él mismo reconoce su propia naturaleza, y cuando lo olvida, se hunde más abajo que las bestias. Para otros seres vivientes, ignorar lo que son es natural; para el hombre es un defecto».

Si no descubrimos lo que somos, tampoco descubriremos los valores que nos convienen. Cuanto mejor percibamos nuestra naturaleza, tanto más fácilmente percibiremos los valores que le pertenecen.

Alimentación y naturaleza

Hay una diferencia entre los valores humanos en general y nuestros propios valores personales. El concepto de valores humanos abarca todas aquellas cosas que son buenas para nosotros como seres humanos y que nos mejoran como tales. Los valores personales son aquellos que hemos asimilado en nuestra vida y que nos motivan en nuestras decisiones cotidianas.

Podríamos comparar la diferencia entre los valores humanos en general y los valores personales con la diferencia que hay entre ciertas comidas y su respectivo valor nutricional para el cuerpo humano. La nutrición es para el cuerpo lo que los valores son para la persona humana.

El cuerpo humano tiene sus requerimientos: algunos alimentos son muy nutritivos; otros complementan la alimentación; otros son al menos tolerables en pequeñas cantidades. Todos necesitamos una alimentación balanceada en vitaminas, fibra, minerales y proteínas para mantener una buena salud. Algo parecido sucede con los valores humanos: nos nutren, nos benefician como seres humanos en diversa medida. Así tenemos toda una gama de valores culturales, intelectuales y estéticos que promueven nuestro desarrollo humano y enriquecen nuestra personalidad.

Cuando se habla de la nutrición corporal hay espacio para las preferencias personales. Entre comer coliflor, chícharos o judías verdes, cada uno puede escoger a su gusto; el número de calorías apenas varía. Nuestro organismo asimilará estos alimentos y se nutrirá más o menos igual. Se insiste, más bien, en que la dieta sea balanceada. El organismo cubre sus necesidades y se mantiene en forma en la medida en que el alimento es sano y la dieta equilibrada.

En la esfera de los valores humanos se requiere también un equilibrio y que cada uno de los valores, tomado individualmente, sea «saludable». Así como ciertos alimentos son esenciales y otros sólo sirven para adornar algún platillo, así también los valores tienen una jerarquía, según favorezcan más o menos nuestro desarrollo humano. Una porción discreta de pastel de zanahoria con helado de vainilla es un excelente postre para una comida familiar, pero no se nos ocurriría comer pastel y helado tres veces al día y terminar con una discreta porción de carne con papas. Nuestro organismo no lo soportaría (nuestra línea tampoco). Los valores humanos también pueden ordenarse y clasificarse de acuerdo con los beneficios que nos proporcionan. Algunos son esenciales; otros son más periféricos.

Una jerarquía de valores

Entre los valores objetivos existe una jerarquía, una escala. No todos son iguales. Algunos son más importantes que otros porque son más trascendentes, porque nos elevan más como personas y corresponden a nuestras facultades superiores. Podemos clasificar los valores humanos en cuatro categorías: (1) valores religiosos, (2) valores morales, (3), valores humanos inframorales, y (4) valores biológicos.

Niveles de valores

Valores religiosos
Fe, esperanza,carida, humildad, etc.

Valores morales
Sinceridad, justicia, fidelidad, bondad, honradez, benevolencia, etc.

Valores humanos inframorales Prosperidad, logros intelectuales, valores sociales, valores estéticos, éxito, serenidad, etc.

Valores biológicos
Salud, belleza, placer, fuerza física, etc.

La línea más baja representa el nivel biológico o sensitivo. Los valores de este nivel no son específicamente humanos, pues los comparten con nosotros otros seres vivos. Dentro de esta categoría quedan comprendidos la salud, el placer, la belleza física y las cualidades atléticas.

Desafortunadamente, hay muchas personas que ponen demasiado énfasis en este nivel. No es raro escuchar frases como ésta: «Mientras tenga salud, todo lo demás no importa». Según esto, uno lo pasaría mejor siendo un saludable jefe de la mafia que un enfermizo hombre de bien. Ya lo decía Tomás de Kempis hace unos cinco siglos: «Muchos se preocupan por vivir una vida larga, pero pocos por vivirla rectamente».

No eres más persona porque seas sano o bien parecido. Eso no te dignifica ni aumenta tu valor. Recuerda que estamos hablando del nivel más bajo, que compartimos con los animales. Voltaire, por ejemplo, que a veces se preocupaba más de la ingeniosidad que de la exactitud de sus afirmaciones, llegó a decir que un gallo de corral es «galante, honesto, desinteresado, adornado de todas las virtudes».

Por simpática que parezca esta imagen, difícilmente la tomaríamos a la letra. Puedes tener un canario sano, pero no un canario sincero. Puede crecer un abeto muy hermoso en tu jardín, pero jamás crecerá uno que posea un fino sentido de justicia.

Algunas personas invierten buena parte de su tiempo en buscar comidas saludables, planear bien su dieta y practicar ejercicio. Todo esto tiene su lugar en la vida, pero un lugar limitado; más o menos como el saque inicial en un partido de fútbol. No tenemos por qué «vivir para comer» sólo por el hecho de que tenemos que comer para vivir.

Los valores del segundo nivel (valores humanos inframorales) son específicamente humanos. Tienen que ver con el desarrollo de nuestra naturaleza, de nuestros talentos y cualidades. Pero todavía no son tan importantes como los valores morales. Entre los valores de este segundo nivel están los intereses intelectuales, musicales, artísticos, sociales y estéticos. Estos valores nos ennoblecen y desarrollan nuestro potencial humano.

El tercer nivel comprende valores que son también exclusivos del ser humano. Se suelen llamar valores morales o éticos. Este nivel es esencialmente superior a los ya mencionados. Esto se debe al hecho de que los valores morales tienen que ver con el uso de nuestra libertad, ese don inapreciable y sublime que nos hace semejantes a Dios y nos permite ser los constructores de nuestro propio destino.
Estos son los valores humanos por excelencia, pues determinan nuestro valor como personas. Los valores morales incluyen, entre otros, la honestidad, la bondad, la justicia, la autenticidad, la solidaridad, la sinceridad y la misericordia.

Mientras que en los niveles inferiores los valores a veces se excluyen mutuamente -no es fácil pintar con acuarelas mientras se está tocando el saxofón-, los valores morales jamás entran en conflicto entre sí. Forman un todo orgánico. Podemos, y debemos, ser sinceros, justos, honestos y rectos al mismo tiempo. Cada valor apoya y sostiene los demás; juntos forman esa sólida estructura que constituye la personalidad de un hombre maduro.

Los valores morales son incondicionales y siempre prevalecen sobre los valores inferiores. No puedo sacrificar la justicia para gozar de una mayor prosperidad o traicionar a un amigo por el qué dirán. Esto no ocurre con los otros dos niveles inferiores. Aunque la música es un valor superior a la comida, tendré que dejar de practicar el saxofón para ir a comer alguna cosa.

Hay todavía un cuarto nivel de valores, el más elevado, que corona y completa los valores del tercer nivel, y que nos permite incluso ir más allá de nuestra naturaleza. Son los valores religiosos. Éstos tienen que ver con nuestra relación personal con Dios.

El mundo de hoy con frecuencia pasa por alto un hecho muy sencillo: la persona humana es religiosa. Aunque seguramente será difícil encontrar esta afirmación en un texto de sociología -el fundador de la sociología, Augusto Comte, fue visceralmente antirreligioso y creía que la religión habría de ser reemplazada por la ciencia-, no ha habido en la historia una sola sociedad que no haya sido religiosa. Buscamos instintivamente a Dios porque fuimos hechos para Él.

En 1991, la revista norteamericana U.S. News & World Report publicó los resultados de una amplia encuesta realizada en los Estados Unidos. La pregunta era: «¿Cuál es tu meta más importante en la vida?». El 56% de los entrevistados contestó: «Tener una relación más íntima con Dios». Somos religiosos por naturaleza. Necesitamos a Dios, aunque no siempre caigamos en la cuenta de ello.

Como señala el Papa Juan Pablo II en su libro Cruzando el umbral de la esperanza, la pregunta sobre la existencia de Dios toca el corazón mismo de la búsqueda del hombre por el sentido de su vida: «Uno puede ver claramente que la respuesta a la pregunta por la existencia de Dios no es algo que interese sólo a la mente; es, al mismo tiempo, algo que impacta fuertemente toda existencia humana. Depende de muchas circunstancias en las que el hombre busca el significado y el sentido de su propia existencia. Preguntar por la existencia de Dios es algo que está íntimamente unido al por qué de la existencia humana.

Buscamos de forma natural la trascendencia. Fuimos creados para ir más allá de nosotros mismos, para tender hacia arriba, hacia el Absoluto. San Agustín expresó esta verdad justo al inicio de sus Confesiones, donde dice: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». Nuestra trascendencia como seres humanos es lo que da sentido y significado a nuestra vida sobre la tierra. Si el hombre cultiva los valores religiosos con tanta tenacidad es porque ellos corresponden a la verdad más profunda de su ser.

Desde una perspectiva cristiana

¿Qué relación tienen los valores con el cristianismo? Si los valores humanos dependen de lo que es bueno para nosotros como seres humanos, ¿en qué sentido difieren nuestros valores como cristianos de los valores de un no-cristiano? Finalmente, ¿por qué nos preocupamos de los valores humanos? ¿No bastan los valores religiosos?

Como cristianos, tenemos tres grandes razones para estudiar los valores humanos y reflexionar sobre ellos. En primer lugar, todo cristiano es una persona humana, un miembro de la familia humana. Todo lo que es bueno para la humanidad es igualmente bueno para el cristiano. El cristianismo nos eleva, pero no cambia nuestra naturaleza.

En segundo lugar, Dios mismo se hizo uno de nosotros para revelarnos la verdad sobre la existencia humana. Jesucristo es Dios, pero es también un hombre. Si en Él conocemos a Dios, también en Él conocemos al ser humano ideal, a la persona perfecta. Los cristianos estamos profundamente interesados en la vida humana porque Dios mismo está profundamente interesado en ella. Si queremos saber en qué consiste, de verdad, «ser hombre» y qué cosas son en verdad importantes en la vida, podemos descubrirlo estudiando la vida de Cristo.

Finalmente, incluso si creemos que lo único importante como cristianos es llegar a la santidad, debemos reconocer que la santidad no es algo abstracto y desconectado de la vida ordinaria. La trama de nuestra relación con Dios está tejida con nuestras acciones más ordinarias y, por lo mismo, es preciso que la santidad se apoye en una sólida escala de valores como infraestructura esencial. Primero el hombre, después el santo. La gracia edifica sobre la naturaleza. La santidad presupone una armonía interior, un carácter bien formado y una idea clara de lo que es realmente importante en la vida.

Jesús habló con frecuencia de prioridades; su misma vida es un testimonio transparente de los verdaderos valores. El núcleo de su enseñanza sobre los valores subraya la escasa importancia del bienestar material en comparación con la vida eterna. «¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? ¿Qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?» (Mt. 16,26). Todo en este mundo es pasajero: coches, vestidos, juventud, belleza, amigos, placer..., todo menos Dios. Al final de la vida lo único que queda es lo que hallamos hecho por Dios y por los hombres.

Este mismo énfasis sobre el relativo valor de los bienes temporales en comparación con los eternos se repite una y otra vez en las parábolas de Cristo. Anima a sus seguidores a tener la mirada fija en los cielos y a no empantanarse en los bajos placeres y en las riquezas fugaces que este mundo ofrece. En el evangelio de san Lucas podemos encontrar otro ejemplo más de la luminosa escala de valores que Cristo predicó: «No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis: porque la vida vale más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido; fijaos en los cuervos: ni siembran, ni cosechan; no tienen bodega ni granero, y Dios los alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que las aves!... Así pues, vosotros no andéis buscando qué comer ni qué beber, y no estéis inquietos. Que por todas esas cosas se afanan los gentiles del mundo; y ya sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de eso. Buscad más bien su Reino, y esas cosas se os darán por añadidura» (Lc. 12, 22-31).

Jesús también distingue el valor de nuestras acciones. Por ejemplo, cuando una pobre viuda deposita en la alcancía del templo dos monedas de cobre de muy poco valor, Cristo asegura a quienes le rodean que esa ofrenda vale más que las grandes cantidades depositadas por los ricos. «Porque éstos dieron de lo que les sobraba, mientras ella dio todo lo que tenía para vivir» (Mc. 12, 44). Por otra parte, recrimina fuertemente a los fariseos por haber invertido la escala de valores. Ellos lavan el plato y la taza por fuera, pero olvidan las cosas más importantes de la ley: «la justicia, la misericordia y la buena fe» (Mt. 22, 23).

Cuando le preguntaron cuál de los mandamientos era el más importante, Cristo no dudó en subrayar el amor a Dios y el amor al prójimo como la suma y la esencia de toda la ley, mucho más que cualquier sacrificio.

San Pablo, además, exhortó a los primeros miembros de la Iglesia a conservar esta escala de valores, a convertirse en «hombres nuevos», a asumir los nuevos criterios y valores del evangelio. Precisamente por estos valores se distinguirían los cristianos de los no creyentes. Escribe en una de sus cartas: «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Col. 3, 1-2).

Y cuando se dirige a los corintios, les ofrece un mensaje parecido: «No prestemos atención a las cosas visibles, sino sólo a las cosas invisibles, ya que las cosas visibles duran sólo por un momento y las invisibles son eternas» (2 Co. 4, 18).

El cristianismo ofrece una visión global de la existencia humana, un modo de ver y de evaluar todas las actividades y acontecimientos de la vida humana. Esta visión se basa en la verdad sobre el hombre, sobre su destino y sobre sus relaciones con Dios y con el mundo. Los valores tratan de lo que es bueno, y el camino más seguro para saber lo que es bueno para el hombre es conocer quién es el hombre. De esto hablaremos en el siguiente capítulo.

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 Siguiente capitulo: El fundamento del valor