EL  HOMBRE  COMO  HIJO

Leonardo Polo

1.   El origen del hombre

Hace cuatro millones de años apareció la primera especie biológica que, con suficiente seguridad, se puede considerar precedente de la nuestra. El rasgo más significativo de estos animales — los australopitécidos — es el bipedismo.

El bípedo se caracteriza por la liberación de un par de extremidades de la ejecución de comportamientos concretos como andar o rasgar. El bípedo posee manos. Las manos son operativamente inespecíficas o, como decimos los filósofos, potenciales: sirven para todo.

Otra línea progresiva abierta por el bipedismo es el crecimiento del cerebro, es decir, el aumento de las llamadas neuronas libres. Asimismo, la forma de la cabeza cambia y se configura el rostro.

Cerebralización y posesión de manos están en estrecha relación, pues la operatividad potencial o abierta de estas últimas no se podría utilizar sin el control que aporta el crecimiento del cerebro. En virtud de esa relación surge el uso de las manos. El animal bípedo es, por eso, el animal creador de instrumentos, de manu-facturas. Es el animal faber.

El significado biológico de la técnica, del saber-hacer, se perfila así con nitidez. El animal bípedo se libra de la estrategia de la adaptación al ambiente, pues su condición de supervivencia reside en la creación de un mundo propio, constituido por los medios que el mismo produce. A partir del surgimiento de la inteligencia, que es más tardío –no puede datarse más atrás de 170 o 180 mil años– el progreso técnico se incrementa y se acelera.

Ahora bien, la conexión de la inteligencia con la práctica reside en el lenguaje. El lenguaje no es posible sin el rostro, es decir, sin la configuración de la cabeza que el bipedismo permite. El homo faber sapiens es, consecutivamente, loquax, manifestativo y comunicativo: expresivo. El lenguaje hace posible ante todo el aprendizaje, es decir, la transmisión de las habilidades adquiridas a las generaciones siguientes.

El hijo humano nace prematuramente, esto es, como adulto potencial, justo porque ha de adquirir el saber-hacer más allá de la embriogénesis. La tarea de aprender es imposible sin inserción en la sociedad. El mundo humano es históricamente social. La historia es un tiempo diferente del tiempo de la evolución en que se constituyen las especies biológicas: es el tiempo de la incorporación de los individuos a la madurez sapiencial-práctica que se va conquistando gradualmente. Por eso mismo, la función primordial de la sociedad es la acogida, la educación, de las nuevas generaciones.

Esta función corre a cargo ante todo de la institución familiar. La paternidad-maternidad en el ser humano no es exclusivamente genética, sino el caso más neto de la estrategia reproductiva que se llama nidificación. El amor entre los esposos se prolonga hasta los hijos. Ya el acto generativo humano favorece un amor estable y comunicativo que permite la prolongación aludida, la cual dura largo tiempo. También el bipedismo contribuye a ello, pues se corresponde con el abrazo amoroso y, coherentemente, con su mayor frecuencia: la mujer es receptora todo el año.

Es asimismo sugestiva una idea que los sociólogos suelen proponer, a saber, la primordial comunicación entre la madre y el hijo. La base del aprendizaje de la lengua por el niño reside en la relación con la madre, que es muy estrecha, y se corresponde con ese tipo de acogida que es el regazo femenino.

A partir de su prematuro nacimiento, el niño está llamado a un crecimiento psíquico y corpóreo prolongado. Su vida es algo así como una construcción por fases de su propia madurez. La primera de esas fases es la integración de su afectividad, la cual sólo es posible en la familia. Siguiendo una sugerencia de Kant, cabe describir la integración afectiva del hombre como la percepción de la armonía entre sus facultades, es decir, del acuerdo y la concordancia entre ellas. Sin embargo, este acuerdo está siempre amenazado por atrofias o hipertrofias que las descompensan. Es lo que puede llamarse desarrollo aislado de su capacidad de desear o de conocer, que repercute en ellas, limitándolas.

Sin la integración afectiva básica, los deseos humanos constituyen un haz divergente, que reduce el vigor de su dirección hacia el fin, y que, por tanto, da lugar a la retención de la intención deseante en los medios. Este riesgo se acentúa a medida que el tiempo histórico aumenta los medios disponibles. La situación actual de nuestra cultura ofrece con claridad este rasgo: hipertrofia de medios, atrofia de la unidad del fin.

En lo que respecta al conocimiento, su plural despliegue da lugar al haz inconexo de las especializaciones. Las especializaciones son la hipertrofia del pensamiento discursivo o, como dicen los sociólogos, del pensar racionalizado. La contrapartida de la limitación del conocimiento al discurso es la pérdida de la capacidad inventiva, de la anticipación con que la inteligencia descubre intuitivamente lo trascendental, es decir, la densidad de lo real que los filósofos llamamos ser y de su íntima compatibilidad, a la que llamamos verdad.

Surge así el tipo humano al que Max Weber describe como “especialistas sin espíritu y gozadores sin corazón”. Se trata de una nulidad humana que se imagina haber ascendido a una nueva fase de la humanidad jamás alcanzada anteriormente, pero que vive en un estuche vacío o una jaula de hierro: una vida humana encapsulada en lo procedimental, una sociedad que no se abre a ninguna novedad, situada en un estadio terminal (como dice Francis Fukuyama).

Para Aristóteles, la integración de la afectividad proporciona al hombre el elemental control cibernético de su actividad. Es la seguridad de fondo, inicial, que abre paso al crecimiento sin antagonismos de las facultades humanas superiores; el confiar como base de la esperanza, es decir, de la actitud ante el futuro como sede de las metas a alcanzar sin impaciencias, tensándose hacia ellas. La integración de la afectividad es el cometido básico de la educación familiar. La alegría y el buen humor evitan el recargar la motivación por el temor al esfuerzo que el actuar requiere. El fracaso de esa integración es solidario con la crisis del carácter comunitario de la familia.

El ser humano estrena renovadamente su reconocimiento, como ser humano que es, en el seno de su relación filial. Como señala A. Polaino, la inseguridad del padre (o de la madre), cualquiera que sean sus contenidos, con toda probabilidad se prolongará en la inseguridad de los hijos. En un contexto familiar dubitativo sólo puede crecer la inseguridad personal, la lamentable experiencia del abandono. El hijo no puede confiarse en sus padres si a la vez no se fía de ellos. Los hijos son tanto más felices cuanto más seguros se sienten de ellos mismos, lo que exige formarlos en la confianza de su propio valer: ser respetados y confirmados en la verdad de su ser por aquellos que son su origen. Los hijos son felices si no se ven clausurados en el hermetismo que produce la desconfianza.

A diferencia de lo que acontece en otras especies animales, la paternidad-maternidad humana posee un valor trascendente, justamente porque el hombre sabe de quién procede. Algo análogo puede afirmarse de los padres, puesto que también conocen que el hijo procede de ellos. El acto originario de un nuevo ser humano es el núcleo de la paternidad: es un acto trascendente que sobrepasa la mera unión sexual de un hombre y una mujer.

La paternidad humana constituye de un modo nuevo al hombre por hacerlo respectivo a un nuevo ser humano. A su vez, la relación del hijo con el padre, por ser constitutiva y originaria, remite inevitablemente al origen del propio ser: el hombre es interpelado por su propio origen. Así se evita la caída en el narcismo — tan extendido en la sociedad actual —, que viene a ser la exclusión de la conciencia del origen.

Por ello — insiste Polaino —, tanto la paternidad como la filiación son relaciones permanentes. Ningún hombre está autorizado a entenderse como ex-padre, como tampoco nadie puede comprenderse a sí mismo como ex-hijo. Por ser esta relación constitutivamente originaria, posee una vigencia extratemporal.

Insisto. Cualquiera que sea la duración de su biografía, el hombre siempre es interpelado por la cuestión de su origen, interpelación que le encamina al reconocimiento de su carácter de ser generado, del que no puede hurtarse: no puede soslayarlo o sustituirlo. La identidad personal es, por tanto, indisociable de ese reconocimiento. Sin embargo, uno de los fenómenos más notorios de las ideologías modernas es el no querer ser hijo, el considerar la filiación como una deuda intolerable.

Por lo demás, el sentido del trabajo es distinto cuando el hombre se acepta como hijo y cuando rechaza esa condición. Para el que se sabe hijo, el trabajo es una tarea siempre referida a una encomienda a la que responde al tratar de realizarse como hombre (se desarrolla en el seno de la virtud de la piedad). Para el que rehúsa su condición filial, el trabajo es la colmación de un interno vacío: atribuye al trabajo el valor de una autorrealización del que él mismo es puro resultado.

Pero el supuesto más problemático de la renuncia a ser hijo es la noción de individuo. Es un supuesto estático, o que deja fuera de consideración el proceso de constitución del ser humano, y, por tanto, la organización creciente de sus facultades superiores. Dicha actitud comporta un déficit antropológico.

El ser humano no es un individuo — un indiviso —, sino una realidad sumamente compleja, que requiere una averiguación de sus entresijos, esto es, de la conexión de sus facultades, las cuales pueden ajustarse o irse desajustando. El hombre tiene que aprender a serlo. Pero este aprendizaje puede fracasar, es decir, conducir al desajuste de las dimensiones de su ser. Dicho desajuste ocurre siempre que el hombre reduce el ámbito de sus intereses, reducción inevitable en el aislamiento que comporta pretender vivir como mero individuo, que sólo mantiene relaciones de intercambio de medios con los demás.

A partir de la integración de la afectividad que se logra en la institución familiar, el ser humano entabla relaciones caracterizadas por la comunicación, es decir, por el diálogo y la cooperación, por el otorgamiento recíproco de aportaciones que parten de cada uno y revierten en todos. Como ser dialógico el hombre no es individuo, sino persona.

Cooperación y comunicación comportan relaciones más estrechas que la interacción entre individuos, puesto que llevan consigo un redundar renovado: la cooperación incrementa la base misma de las operaciones concertadas; el diálogo instaura un ámbito de conocimientos compartidos, un enriquecimiento mutuo. Es así como la voluntad y la inteligencia funcionan en un régimen interpersonal, abierto siempre a novedades, a puntos de partida nuevos alcanzados en común. En cambio, la racionalización mecanicista, la mera reiteración del deseo, no son innovantes: dependen de condiciones iniciales fijas que solo permiten alcanzar un resultado homeostático. Pero el hombre no es un sistema equilibrado de esta manera, sino un ser que busca equilibrios hiperformalizados.

2.   La filiación como condición primordial del hombre

La consideración del hombre como hijo se destaca haciendo notar que el hombre es un ser nacido. El hijo se define ante todo como un ser que nace. Pero la condición filial del ser humano no se agota en esto. Nacer también es propio de los animales. Hay que señalar lo que cabría llamar el carácter prematuro de su nacimiento. El hombre nace antes de alcanzar unas mínimas condiciones de viabilidad, las cuales no puede lograr más que en la medida en que se conserva su condición filial, puesto que a los padres corresponde ante todo la función educativa.

Nacer prematuramente y ser educable –además durante mucho tiempo–, nos hace ver que el ser humano debe alcanzar una madurez no sólo biológica, sin la cual no puede llevar a cabo las actividades que aseguran su supervivencia no sólo en el ambiente natural, sino también en otro ámbito que el hombre mismo se encarga de realizar: el mundo humano o sociocultural.

De las observaciones formuladas hasta el momento se concluye que el hombre es un ser dependiente. Precisamente por eso podría parecer que la condición de hijo no es primaria, sino secundaria, puesto que está precedida por la de sus progenitores, que son aquellos que le dan el ser y los encargados de su educación.

Ahora bien, la condición de hijo no es secundaria. La serie de generaciones humanas sólo puede explicarse si efectivamente todos descendemos de una primera pareja, porque la consideración del origen biológico no es suficiente para un dar razón del surgimiento de un ser personal, como es el hombre. Esa primera pareja, aunque sea de un modo mediato — a través de las diversas generaciones humanas — es progenitora de toda la humanidad. Sin embargo, esa primera pareja procede, por creación, de Dios, no de padres humanos. Por consiguiente, no es la paternidad humana la primaria, sino la paternidad creadora de Dios. Según esta paternidad, el primer hombre es primordialmente hijo, como se ve en la genealogía de Jesús según San Lucas, que termina en Adán, el cual viene de Dios (Lc. 3, 38).

La paternidad del hombre en su sentido más alto corresponde a Dios. Ello comporta, como es claro, que el hombre no es por completo hijo de sus padres o que no lo es en todas sus dimensiones. En cualquier hombre su propio carácter espiritual no viene de sus padres humanos, sino de Dios.

Para precisar mejor el sentido de la consideración del hombre como hijo, se puede añadir que justamente por no proceder enteramente de sus padres, cada persona humana es un novum, en el sentido más estricto de la palabra, una criatura para cuya existencia no basta la línea generativa de orden natural, histórica. En tanto que ese novum que es cada hombre no procede de sus progenitores humanos sin proceder a la vez de Dios, el nacimiento de cada hombre, en tanto que es ese hombre, esa persona, tiene un carácter sumamente contingente.

En efecto, la primordialidad biológica de cada hombre reside en la unión de un gameto masculino y otro femenino. Pero esa unión depende de una serie de acontecimientos y de condiciones incalculables, lo que hace que la existencia de ese ser humano precisamente sea extraordinariamente improbable.

Para caer en cuenta de ello, basta considerar la las múltiples generaciones que a partir de Adán y Eva le preceden; cada una de esas parejas ha tenido que encontrarse; como hijos, cada uno de ellos ha sido engendrado en circunstancias irrepetibles, de manera que cada ser humano existe a condición de que muchos otros posibles no hayan existido nunca etc. En el caso de un animal o una planta esa improbabilidad no tiene importancia alguna, pues esos seres vivos, por así decirlo, son intercambiables.

Cuando se trata de un ser personal, dicha improbabilidad tiene un significado preciso, a saber, que cada hombre existente es objeto de un amor divino de predilección. Teniendo en cuenta la omnipotencia y la omnisciencia de Dios, el número de hombres posibles que nunca existirán es abrumadoramente mayor que el de los que existen, y éstos existen a condición de que no hayan existido los otros. Ahora bien, para eso ¿qué razón hay? No puede ser otra que un amor divino de predilección.

Aunque esto no quita nada a importancia a la noción de paternidad o maternidad humanas (más bien la refuerza), pone de relieve que lo radical en el hombre es ser hijo, y que tomar conciencia de ello va más alla del reconocimiento familiar y enlaza con el amor de predilección de la paternidad eterna de Dios. De aquí se sigue que el hombre no deja nunca de ser hijo: puede llegar a ser padre, pero, en cambio ser hijo le constituye.

Trascendentalmente el hombre es hijo de Dios. Sólo Dios — no los padres humanos — puede escoger a sus hijos trayéndolos a la existencia. La pretensión de elegir quien va a ser hombre según la ingeniería genética es absurda, porque no puede suplantar la predilección divina. No es ni siquiera un remedo suyo, sino un mero acto de cálculo, vacío del amor creador. Lo que corresponde a los padres humanos es reconocer como suyo el hijo que Dios les ha dado.

Repito. Desde el punto de vista natural, cada hombre es extremadamente contingente; además, el hombre nace como un ser sumamente necesitante, y, ante todo, como término de un amor divino de predilección. Estas tres consideraciones son coherentes, y cada una envía en cierto modo a las otras.

El hombre es un ser llamado a un desarrollo, a un crecimiento irrestricto. Y ello tiene que ver con que al nacer no esté naturalmente determinado. Sólo así, puede crecer a lo largo de su vida correspondiendo con su propio desarrollo al amor de predilección a que su ser obedece.

Si el hijo se define estrictamente como hijo por la relación de filiación al padre, y el hombre es término de un amor divino de predilección, se establece una relación que exige del hijo, por así decirlo, un ponerse a la altura de su padre, en la medida que le sea posible. Dicha correspondencia al amor divino es el sentido más profundo de la ética.

Lo ético es la aportación del propio desarrollo ontológico, que es aquello que el hombre puede devolver. Con otras palabras, quien es radicalmente hijo ha de serlo también de manera destinal. Claro es que eso no se puede llevar a cabo aislada o independientemente.

De aquí la importancia que que tiene la educación. En estricto sentido, educar equivale a ayudar a crecer. Por tanto, para los padres humanos la educación comporta desprendimiento: no tiene nada que ver con un intento suyo de asimilar a sí mismos a los hijos.

Ayudar a crecer es encomendar esa ayuda al que crece. Por eso, educar es educar en la libertad, no sólo hablar de la libertad o encomiarla, sino entregar lo que se transmite a una libertad nueva, que se hará cargo de esa ayuda, en la que lo entregado renace: es asumido, apropiado, integrado.

Desde cualquier punto de vista desde el que nos aproximemos al tema del hombre como hijo nos encontramos con la libertad. Pero la libertad del hijo no es la independencia (ser independiente es contradictorio con ser hijo), sino hacerse cargo de su destinación, desde la aportación del desarrollo de su propio carácter de novum. Es la libertad que llamo nativa, que se corresponde con la libertad de destinación. En ética se traduce en la virtud de la piedad: la tendencia a honrar, a venerar al propio origen. Sin ella, el hombre órbita entorno a sí mismo sin saber quién es; se desarraiga. Pero el desarraigado es un ser humano íntimamente perplejo por olvidarse de su padre.

Por tanto, la dependencia del hijo no conlleva restricción, sino que exige la libertad: el desarrollo del propio ser.

La piedad se completa con la tendencia al honor, que también es virtuosa si el hombre no se conforma con ningun honor conseguido. El honor no tiene justo medio, al igual que la piedad: es irrestricto. Si no es irrestricta degenera en vanagloria, y, en difinitiva, en envidia. Si la piedad corresponde a la libertad nativa, el honor se corresponde con la libertad de destinación. Ambas son propias de quien es radicalmente hijo.

De aquí se puede concluir también que parece que eso no podría tener sentido si no tuviera una correspondencia absoluta con Dios. De manera que por aquí podríamos por lo menos sospechar, y después, digámoslo así, de la revelación echar un ancla a esa sospecha de que debe existir la filiación eterna, es decir, Dios debe ser Dios padre, Dios debe ser hijo también y que la asimilación, el hombre a quien se asimila y por eso se puede decir que esta hecho a imagen y semejanza de Dios, se asimila precisamente a lo que es la imagen pura de Dios que es el Hijo eterno.