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Retiro y muerte de Moisés

 

Moisés es, sin duda, una de las máximas figuras en la historia de Israel. El está al comienzo de Israel como pueblo, él es el gran líder que lleva a ese pueblo de la esclavitud a la libertad, al encuentro con Dios, y el que lo conduce hacia la tierra prometida.

Intencionadamente hacemos resaltar la preposición «hacia» la tierra prometida. Hay algo de paradoja y mucho de misterio. Por su vocación, lo mismo que por toda su actividad precedente, parece que Moisés tenía que culminar gloriosamente su acción en la colosal epopeya; no tenía que conducir al pueblo hacia, sino hasta la tierra de promisión. Pero, en un momento dramático para el pueblo, el hasta se cambia por el hacia. ¿Se quedará a las puertas de esa tierra? ¿Tendrá que vivir la tragedia personal después de haber vivido la gloria de la epopeya del pueblo?

Retiro y muerte son dos conceptos que no necesitan ir inseparablemente unidos. En nuestra cultura presente, la muerte se retrasa o el retiro se adelanta; se ha convertido en un acontecimiento regular, ordinario, con el que casi todos cuentan e incluso algunos esperan con ilusión. El retiro de Moisés tiene un sentido completamente diferente, porque le llega en el preciso momento en que se dispone a pasar página y escribir el último capítulo de su gran empresa. No se encuentra todavía a las puertas de la tierra prometida, pero está en marcha hacia ella tras haber superado peligros incontables, y ya sólo le falta entrar. Acaba de preceder uno de los grandes momentos del laborioso viaje: el episodio de Balaán, altamente significativo, que ha quedado fijo en la memoria del pueblo, porque en él ha visto un signo evidente del poder de Dios. Un rey extranjero ha convocado no la fuerza de sus ejércitos, sino lo que es mucho peor: el poder mágico, subterráneo o cósmico de un especialista en conjuros, el hechicero Balaán. La amenaza mágica, irracional y tenebrosa que es ese mago dotado de poderes superiores a los de un ejército, incontrolables para el común de los mortales y que los reyes toman a su servicio, ese poder subterráneo que tanto asusta al hombre antiguo, ha sido sujetado y controlado por el Señor. Ese mago ha sido convertido en profeta y no dice más que lo que Dios quiere: el hechizo se ha convertido en profecía, la maldición en bendición.

Este episodio está cerca en la memoria del lector, porque no logran borrarlo otros dos relatos de menor importancia o, en todo caso, de menor espesor narrativo, como son el segundo censo y el problema de la herencia de las hijas.

Superados los dos peligros, se hace el recuento de los israelitas antes de lanzarse a cruzar el Jordán. Y como la comunidad de Israel tiene que continuar en la historia, se disponen unas leyes para proveer a la herencia de las hijas. Naturalmente, se trata de una proyección y legislación de hechos posteriores que intentamos leer desde esa construcción narrativa un tanto desorganizada que es el libro de los Números.

 

1. EL ANUNCIO

En estas circunstancias sucede algo inesperado y terrible que cae del cielo como un mazazo violento, capaz de aplastar a cualquiera sin el temple y la capacidad de reacción de Moisés. Sencillamente, al gran líder se le anuncia el retiro forzoso, la muerte anticipada, con la particularidad de anunciársele como un castigo:

«El Señor dijo a Moisés: Sube al Monte Abarín y mira la tierra que voy a dar a los israelitas. Después de verla te reunirás también tú con los tuyos, como ya Aarón, tu hermano, se ha reunido con ellos. Porque os rebelasteis en el desierto del Espino, cuando la comunidad protestó, y no les hicisteis ver mi santidad junto a la fuente, la Fuente de Careo, en Cades, en el desierto del Espino» (Num 27,12-14).

¿Cómo va a vivir Moisés ese momento? Hay que hacer un esfuerzo casi imposible para identificarse psicológicamente con Moisés, sentir con él cómo ha vivido y se ha desvivido por la empresa que le fue confiada y experimentar el violento zarpazo que viene a trucar sus sueños en flor precisamente en el momento en que parece estar tocando con las manos el final de sus anhelos y trabajos. ¿Significa que Dios se arrepiente de la gran empresa y va a abandonar al pueblo en el desierto? ¿O significa que Dios rechaza a su fiel siervo Moisés? La desaparición de Moisés tiene una grandeza trágica. Toda jubilación o retiro por razones de salud o por motivos legales tiene algo de tragedia, porque es como un anticipo de la muerte. La muerte puede llegar de forma inesperada y violenta (un ictus cerebral, un infarto cardíaco...) o puede anunciarse previamente (un cáncer irreversible...). Pero puede también adoptar la forma burocrática de unos años de servicio, ya pasados, y otros —no sabemos cuántos— que aún quedan. Es el acto final, y sólo queda esperar a que baje el telón. En este contexto hay que leer el retiro y la muerte de Moisés.

Moisés ha sido elegido para llevar a cabo una gran empresa que él ha aceptado y puesto en marcha contra su voluntad: él se resistió a Dios todo lo posible, pero al fin tuvo que someterse y aceptar; ahora, cuando lleva realizadas tres cuartas partes de esa difícil empresa, ve con sorpresa cómo Dios lo retira violentamente. ¿No se está contradiciendo Dios? Porque en el momento de la vocación le dijo: «Voy a bajar, te envío para que saques a tu pueblo y lo lleves a la tierra prometida».

Esa es la vocación de Moisés. El la aceptó por sumisión y ha puesto toda su alma en llevarla adelante con fidelidad, superando dificultades y amarguras. Este hombre es impetuoso, apasionado; ha tenido una formación en la corte de Egipto y se ha mostrado hombre de visión y de talento. Pero, si tiene esas cualidades, es porque Dios se las ha dado en orden a la misión a que le destinaba. Moisés recibe la misión, y es la fuerza de Dios la que lo lanza, apoderándose de él para convertirse en fuente de energía. Es como si un astro, atraído o impulsado por una cósmica fuerza de atracción, sintiera esa fuerza dentro de sí como su propia fuente de energía.

Lo mismo sucede con Moisés. El ha desplegado una energía enorme por el hecho de haber recibido la misión como impulso de la mano poderosa de Dios. Pudo quedarse en la paz de una vida tranquila, padre de hijos y marido de Séfora, en Madián, junto a su suegro Jetró, el sacerdote, y no lo ha hecho; ha renunciado a una vida tranquila y pacífica y se ha lanzado a la misión que Dios le confió. Pero además, a medida que la ha ido realizando, se ha ido identificando con ella. Lo mismo nos sucede en la vida: empezamos sin mucho convencimiento, con dificultad, con pereza, y vamos realizando un capítulo y nos gusta; un segundo capítulo y nos atrae; un tercer capítulo nos entusiasma; y un cuarto... y no podemos ya desprendernos de la empresa: es esa misteriosa identificación del hombre con su tarea, y mucho más si la empresa es noble y el hombre es grande de espíritu.

Al llegar a este momento de la historia, Moisés ha dejado de ser él y ha pasado a ser su empresa, con la que se ha identificado totalmente; para ella vive y respira, y de ella parece sacar fuerzas para vivir y trabajar; más aún, todo lo dicho se potencia cuando la empresa es difícil, cuando hay que superar dificultades; entonces —tal un parto doloroso— nos hace amar más entrañablemente esa tarea como si ella fuera un hijo de nuestro dolor. ¡Cuánto ha tenido que sufrir Moisés! Ha tenido que aguantar hostilidades externas de la naturaleza en el desierto: el hambre, la sed, las serpientes, los enemigos que atacan a ese grupo de beduinos, de nómadas que avanzan por el desierto; y, sobre todo, la hostilidad del propio pueblo levantisco, gruñón, descontentadizo, siempre pidiendo y siempre insatisfecho: apenas ha conseguido una cosa, ya está pidiendo la siguiente. Todo lo ha tenido que superar Moisés a base de paciencia y dedicación. Pero cada acto de vencimiento, cada dolor aceptado y superado, es un progresivo identificarse más y más con la empresa, un hacerse él la empresa, encarnarla como si fuera carne de su carne. En este momento ¿no cuenta con méritos en su haber para que se le permita completar en el gozo de la gloria lo que un día comenzó en la angustia de un futuro amenazador? No. En este momento le llega una tajante comunicación de Dios. No es una amenaza: si haces eso... si no haces... Sucede, sencillamente, como quien recibe un sobre en el que la autoridad superior comunica una orden ya tomada: Retírate, vas a morir. Y el por qué hace más trágica la comunicación: la muerte vendrá como castigo de un pecado.

¿Es que Moisés no ha sabido responder a la misión de Dios o no ha empleado todas sus fuerzas en la tarea? ¿Cuál ha sido el pecado de Moisés? Específicamente, no sabemos cuál ha sido ese pecado. Quizá una mano piadosa ha tachado la página que explicaba el pecado de Moisés y Aarón; pero, aunque no lo sepamos específicamente, sí lo sabemos en general: el pecado de Moisés y Aarón es que «os rebelasteis en el desierto del Espino, cuando la comunidad protestó y no les hicisteis ver mi santidad junto a la fuente». Cuando faltaba el agua, el pueblo protestó, quiso querellarse con Dios, carearse con él, como exigiendo cuentas a Dios de todo lo que hacía. En aquel momento en que se trataba de ver si Dios tenía razón o no, Moisés y Aarón flaquearon, no cumplieron el gran precepto de santificar el nombre de Dios y aceptar el misterio de su voluntad soberana; cometieron el pecado de querer saber demasiado, de no aceptar, y sí rechazar, lo que Dios había hecho.

La santidad de Dios está por encima de todo cálculo y comprensión humana. Moisés tenía que conocer esa santidad que se reveló desde el principio en una llamarada inaccesible en el Monte Sinaí. Moisés ha sentido cerca, en su vida de oración, la santidad de Dios; en aquel momento no supo ponerse de parte de Dios en las sombras del misterio, no supo entrar en la nube que esconde y revela al mismo tiempo a Dios, no santificó su nombre; por eso va a recibir la muerte como castigo.

Un retiro por cansancio, por desgaste... para dejar paso a otro, habría sido muy diferente. Pero se le retira como castigo por algo que no ha hecho, y el resto de lo que ha hecho va a quedar sepultado por ese pecado. En la balanza del Señor ¿pesa más un pecado que tantos sacrificios aceptados? Pero también en esto se manifiesta la santidad de Dios, aunque cueste entenderla, y Moisés tiene que aprender y aceptar que su retiro coincida con una muerte prematura, no en términos biológicos —un texto dirá que superó los cien años—, sino en términos de empresa: no la ha concluido.

Le mandan retirarse de la empresa y de la vida: «Te reunirás con los tuyos». Es uno de los muchos eufemismos bíblicos para referirse a la muerte. Otro texto habla de un lugar donde se dan cita todos los mortales, y es el mundo o reino de la muerte. Los mortales viven dispersos en el tiempo y el espacio, quizá en el mismo tiempo pero en distinto espacio, y no se cruzan ni se encuentran. En el reino de la muerte se dan cita todos los mortales para igualarse todos. En la muerte cada uno es «uno más» que va a reunirse nuevamente con los suyos. Moisés, como Aarón y los demás que le han precedido, tiene que correr la misma suerte, sin otra particularidad que la de tener que morir en castigo por un pecado cometido en el desierto, cuando lo de Meribá. Fue 'una rebelión, un careo entre el pueblo y Dios —Meribá significa querella, pleito—, y Moisés no estuvo en aquella ocasión a la altura requerida para defender celosamente los derechos y la santidad de Dios. Y el confidente de Dios tiene que aceptar la muerte como una pena capital por aquel pecado. ¡Así de exigente es la santidad de Dios!

 

2. REACCIONES

¿Cómo reacciona Moisés? De manera ambigua y compleja. Lo estudiamos en dos textos que nos hablan de esa reacción:

«Entonces recé así al Señor: Señor mío, tú has comenzado a mostrar a tu siervo tu grandeza y la fuerza de tu mano. ¿Qué Dios hay en el cielo o en la tierra que pueda realizar las hazañas y proezas que tú? Déjame pasar a ver esa hermosa tierra allende el Jordán, esas hermosas montañas y el Líbano» (Dt 3,23-28).

Es una reacción emotiva, como la de un niño a quien su padre le prohíbe algo y él le suplica lloroso: ¡Déjame, dame permiso, por favor! Las palabras revelan el dolor intenso de Moisés. No es ni protesta ni rebelión contra la decisión de Dios; es una queja amorosa jalonada en tres tiempos. El primero es: Señor, tú has comenzado a mostrar a tu siervo tu grandeza y la fuerza de tu mano. Yo comencé defendiendo a mi hermano en Egipto y fracasé; yo comencé tomando esposa y llevando una vida en familia, pero tú me lanzaste a la empresa.

Si tú has comenzado y continuado, tú tienes que terminar. Pero yo, que también he comenzado y continuado, ¿no podré terminar? Si tú has comenzado, termina también por mi medio. Tienes que ser consecuente contigo mismo, Señor. Que no se diga que me engañaste al principio o que te has cansado de mí. Tú sabes bien cómo soy y, si un día falté a tu santidad, ahora confieso que no hay nadie como tú que pueda hacer las maravillas que tú has hecho. Por esta confesión humilde, Señor, perdóname el pecado cuando no santifiqué tu nombre y déjame llegar a esa tierra de valles fértiles y altas montañas. Estoy cansado de peregrinar por el desierto y quiero descansar. Cuando espiritualmente sienta la satisfacción de haber concluido la tarea, entonces, Señor, llámame al descanso definitivo.

Esta es la oración de Moisés en el capítulo 3 del Deuteronomio. Pero el libro de los Números nos ofrece una reacción distinta:

«Moisés dijo al Señor: Que el Señor, Dios de los espíritus de todos los vivientes, nombre un jefe para la comunidad, uno que salga y entre al frente de ellos, que los lleve en sus entradas y salidas. Que no quede la comunidad del Señor como rebaño sin pastor» (Num 27,15-17).

Aquí Moisés no piensa en sí; pienso sólo en su pueblo. ¿Se contradicen estas dos versiones? En un análisis de tipo crítico, diríamos que los dos textos representan dos versiones que obedecen a dos tradiciones diversas, recogidas una en el Deuteronomio y otra en el libro de los Números; y siendo tradiciones diversas, reflejan enfoques también diversos: según unos, Moisés lloró y pidió no ser castigado; según otros, Moisés se olvidó de sí para pedir que la empresa no quedara frustrada. Es una explicación legítima. A nosotros nos interesa coordinar las dos, y de la síntesis de ambas sacar un sentido más profundo.

La respuesta psicológica consistiría en decir que Moisés siente ambas cosas: siente el dolor de tener que retirarse antes de concluir la empresa, con todos los agravantes de la incoherencia de la conducta de Dios, que le retira su favor; y, por otra parte, siente que la empresa es más importante y está por encima de los intereses y sentimientos personales. En otras palabras, en el alma de Moisés se entabla una lucha entre dos fuerzas: por una parte, el interés personal, que es deseo de rematar la empresa y disfrutar de la subsiguiente tranquilidad; por otra, la preocupación de que no le falte al pueblo la dirección de un guía que continúe su obra. Más que dos versiones externas narrativas, son dos fuerzas internas, contrarias y suplementarias, que desgarran el alma de Moisés y nos hablan de su grandeza de ánimo y de su humanismo auténtico. Moisés se revela como uno de nosotros: no somos de una pieza, no reaccionamos por un solo motivo, no evaluamos siguiendo un único parámetro. Fuerzas diversas se disputan simultáneamente el campo de nuestro interés y nuestro corazón, y fluctuamos entre el interés personal y los deberes con respecto a los demás. Ambas versiones reflejan la tensión interna que desgarra el corazón de Moisés. El Deuteronomio refleja más bien el momento emotivo, intensamente humano, y por eso perfectamente comprensible, mientras que en los Números se pone de relieve la talla gigantesca de este hombre: acepto el retiro, pero pido que la obra siga adelante.

«Señor de los espíritus de todos los vivientes»: este título se lee dos veces en la Biblia. La primera, en el episodio del motín de Coraj con su ambición de poder y su oposición a los privilegios fundamentales de Moisés. En este caso complejo, Moisés oró así: «Señor, Dios de los espíritus de todos los vivientes, uno solo ha pecado, ¿y vas a irritarte contra todos? Tú eres el que da la vida a todos y a cada uno de los vivientes, porque el misterio de la vida no brota de la materia sin tu fuerza, sino que es como una participación de tu vida, que comunicas generosamente, reservándote sin embargo su dominio; tú haces que una generación aparezca y otra se vaya del escenario de la tierra, y sigues siendo Señor de los espíritus de todos los vivientes, en especial de los vivientes humanos, y también de todos sus dones y carismas. Cada uno recibe de ti una misión y unas cualidades para llevarla a cabo, y tú conoces bien los dones y tareas de cada uno. Nombra, pues, un jefe para la comunidad que entre y salga al frente de ellos, ya que yo me tengo que retirar de esta tarea que tú mismo me encomendaste».

«Entrar y salir» es, en hebreo, la totalidad de la actividad humana. El campesino sale de su casa, sale de la ciudad por la mañana a sus tareas, hasta el atardecer (Sal 104), en que, terminado su trabajo, entra de nuevo en la ciudad, entra en su casa a reposar con los suyos. Entrar y salir representa el curso de su actividad, es emprender y dar remate, es comenzar y terminar; es una expresión que los retóricos llaman polar, porque abarca, por dos polos, una totalidad. Equivale a decir: hasta su muerte, Moisés fue libre para desenvolver su actividad sin estar trabado por nada ni por nadie. Ahora se va, y le toca al Señor señalar un nuevo jefe que le sustituya en estas mismas funciones. Entre los dos habrán consumado la obra de salir de Egipto y entrar en la tierra prometida.

 

3. EL SUCESOR

El Señor dijo a Moisés:

«Toma a Josué, hijo de Nun, hombre de grandes cualidades, impón la mano sobre él, preséntaselo a Eleazar, el sacerdote, y a toda la comunidad, dale instrucciones en su presencia y delégale parte de tu autoridad, para que la comunidad de Israel le obedezca. Se presentará a Eleazar, el sacerdote, que consultará por él al Señor por medio de las suertes, y, conforme al oráculo, saldrán y entrarán él y los israelitas, toda la comunidad» (Num 27,18-21).

Josué es el sucesor elegido por Dios. Es un hombre de grandes cualidades, con dotes de jefe, con espíritu de Dios, y queda consagrado en una ceremonia litúrgica. Las cualidades preceden a la elección y consagración. Por el contrario, en el último capítulo del Deuteronomio se habla de la imposición de las manos y la venida del espíritu como efecto de esa imposición. ¿Hay que hablar de contradicción entre estos dos textos? De nuevo, una exégesis analítica diría que se trata de dos versiones distintas de un mismo episodio. Y decimos también que se trata de una explicación legítima, pero que nosotros preferimos tomar el texto en una lectura total: Josué tiene ya el espíritu y las cualidades; las ha ido adquiriendo en el trato con Moisés, las ha manifestado en su calidad de asistente; pero ahora, por la imposición de las manos, recibe todavía las suertes y queda sometido a Dios, aunque no de la misma manera que Moisés. Este acudía a la tienda del encuentro, y allí hablaba con Dios cara a cara y recibía las instrucciones que luego transmitía al pueblo; pero Josué no disfrutará de ese privilegio único. Además de llevar la carga de un largo repertorio de instrucciones generales y precisas, estará dependiendo, en múltiples decisiones concretas, de lo que le vaya respondiendo Dios no directamente, sino por medio del sumo sacerdote, administrador de las suertes. Este es el mandato de Dios que se va a realizar:

«Moisés hizo lo que el Señor le había mandado: tomó a Josué, lo colocó delante del sacerdote Eleazar y de toda la asamblea, le impuso las manos y le dio las instrucciones recibidas del Señor» (Num 27,22-23).

Este texto puede completarse con otro del Deuteronomio:

«El Señor dijo a Moisés: `Está cerca el día de tu muerte. Llama a Josué, presentaos en la tienda del encuentro y yo le daré mis órdenes'.

Moisés y Josué fueron a presentarse en la tienda del encuentro. El Señor se les apareció en la tienda en una columna de nube que fue a colocarse a la entrada de la tienda» (Dt 31,14-16).

Nos encontramos con un nuevo detalle particular: la asamblea queda fuera de la presencia de Dios en la nube. La nube es presencia velada de Dios; dice que Dios está presente, pero sin dejarlo ver; insinúa una presencia, pero sin descubrirla; por eso vela y desvela al mismo tiempo: desvela el hecho sin desvelar la forma.

En Dt 3,28, antes citado, leemos: «Da instrucciones a Josué, infúndele ánimo y valor, porque él pasará al frente de este pueblo y él les repartirá la tierra que estás viendo». Se trata del nuevo detalle del ánimo y valor. Hace falta decisión y valentía junto al saber y conocer, porque la empresa, casi ya concluida por Moisés, presentará todavía muchas dificultades que presuponen valor. Se lo comunicará Moisés con palabras, y quizá la entereza con que Moisés se retira sea el mejor ejemplo. Josué ha vivido al lado de Moisés como ayudante suyo, lo conoce y lo admira, pero quizá le queda mucho por admirar en la manera de retirarse de Moisés. Ante esa grandeza, se llenará de ánimo él mismo. En Dt 34 se dice que Josué poseía grandes cualidades, porque Moisés le había impuesto las manos. Los israelitas le obedecieron e hicieron lo que el Señor había mandado a Moisés.

Termina así esta etapa intermedia y necesaria: las medidas que Moisés tuvo que tomar para nombrar y consagrar a un sucesor antes de retirarse y desaparecer.

Acto penúltimo: la verás pero no la catarás. Antes de morir, como despedida de la vida y de la empresa, el Señor invita a Moisés a subir a un monte elevado en la campiña de Moab para contemplar desde él la tierra prometida. Pero antes hay que subir a una montaña narrativa para asistir a un acto como de transmisión de poderes y consagración litúrgica de Josué. Con ello quedarán potenciadas 1as cualidades naturales que ya tenía, y recibirá otras nuevas. Hasta ahora nunca ha sido jefe. Toda su actividad ha consistido en ayudar a Moisés en calidad de asistente, y el espíritu que poseía no lo había recibido como una participación del espíritu de Moisés. En el episodio del capítulo 11 del libro de los Números, el espíritu de Moisés pasó a los setenta ancianos. Ahora se trata de sancionar con un acto litúrgico público su nombramiento como jefe. Oficiará el sumo sacerdote ante la comunidad que lo acepta y lo refrenda. Sucede como en las bodas, donde están presentes los invitados, pero dos personas son los padrinos, y otras dos los testigos que representan a toda la comunidad, a toda la Iglesia. De esta condición participa la comunidad entera, dando consistencia jurídica a una ceremonia que se desarrolla según el ritual de la imposición de las manos, transmisoras de una carga de poder y prestigio sobre la cabeza del consagrado.

¿Basta esto para considerar a Josué sucesor de Moisés y con plenitud de poderes? Sí y no. Josué ocupará el puesto de Moisés, pero no tendrá todas sus atribuciones. El sacerdote Eleazar se presentará a consultar por él al Señor por medio de las suertes, y conforme a los resultados del oráculo entrarán y saldrán él y toda la comunidad de israelitas. Eleazar es el supremo ministro del culto, pero no la suprema autoridad religiosa, que es Moisés, investido por Dios. Cuando haya que tomar decisiones concretas no previstas en las instrucciones generales, será necesario consultar a Dios por medio de las suertes, como a cara o cruz, y es Eleazar el encargado de hacerlo. Las suertes están en manos de Dios, se dice en el libro de los Proverbios (16,33). Por eso la suerte puede ser una respuesta de Dios administrada por el sumo sacerdote y ejecutada por Josué: éste no tiene plenos poderes; está sometido al sumo sacerdote.

Cumplida la liturgia, la comunidad tiene ya otro jefe, y es el momento de asistir al anuncio de la muerte de Moisés.

 

4. LA ULTIMA MIRADA

«El Señor dijo a Moisés: Sube al Monte Abarín y mira la tierra que voy a dar a los israelitas. Después de verla te reunirás también tú con los tuyos» (Num 27,12).

En Dt 3,27 se detalla: «Sube a la cumbre del Fasga, pasea la vista a poniente y levante, norte y sur, y mírala con los ojos, pues no has de cruzar el Jordán». Y en otro pasaje se precisa todavía más: «Sube al Monte Abarín, que está en Moab, mirando a Jericó, y contempla la tierra que voy a dar en posesión a los israelitas. Después morirás en el monte» (Dt 32,49).

Este es el encargo. Los cabos del proceso de sucesión están ya todos atados. Moisés puede morir. Se le manda subir a la montaña para contemplar desde ella el espléndido panorama; y subir con los ojos llenos de avidez y de la deslumbrante luz del desierto para contemplar, por contraste, el espectáculo sedante de un paisaje ondulante de montes y valles: es como una visión paradisíaca que Dios ofrece al pueblo. Subir para contemplar el panorama desde arriba es una espléndida experiencia; pero subir a la montaña para ver y morir, para ver el paraíso sin poder entrar en él, es una profunda tragedia.

Así subió un día Abrahán (Gn 13), después que Lot había contemplado y escogido la vega verde y lujuriante del Jordán, debiendo él quedarse con el resto. Dios le invitó también a subir y contemplar, en una mirada de conjunto, toda la tierra prometida: será para tus descendientes. Un descendiente, Moisés, va también a mirar y a oir cómo le dice Dios: «no será para ti, sino para tus descendientes». Subir a mirar... ¡Subir a morir!

El Jordán separa geográficamente Canaán de Moab. Es una zona más bien llana con la gracia ondulante de algunas colinas; pero cerca de Jericó se levanta una montaña relativamente alta que lleva indistintamente dos nombres, Fasga y Nebo, siendo éste, sin embargo, el más corriente y popular. Este monte se yergue majestuoso a la derecha del Jordán, curioso como una persona que se aúpa de puntillas para observar por encima de una valla u obstáculo, para poder también él curiosear desde poniente toda esa tierra que describen como maravillosa. Tiene delante, en primer plano, la hondonada de Jericó, y luego una montaña que sube lentamente hasta llegar a las cumbres. En días claros de limpia luminosidad, quedan las lejanas torres de Jerusalén al alcance de la vista. Esto es el Nebo en su posición geográfica. Pero narrativamente va a desbordar lo puramente geográfico, porque Moisés recibe un importantísimo encargo de parte del Señor: Sube a la montaña y contempla la tierra. Es un último consuelo, como una petición final del condenado a muerte. ¿Es gracia o es castigo? ¿O quizá las dos cosas a la vez?

Moisés había pedido: ¡Déjame entrar y ver! Y Dios le responde: te dejo ver, pero no entrar.

¡Señor, pero es que ver y no entrar es redoblar el dolor...!

Y Dios: Pues si es redoblar el dolor, apura la copa hasta el final: que lo último que vean tus ojos antes de cerrarse sea la tierra que yo he prometido.

Y Moisés se dispone a subir a la montaña:

«Moisés subió de la estepa de Moab al Monte Nebo, a la cima del Fasga, que mira a Jericó, y el Señor le mostró toda la tierra: Galaad hasta Dan, el territorio de Neftalí, de Efraín y Manasés, el de Judá hasta el Mar Occidental; el Negueb y la comarca del Valle de Jericó hasta Soar» (Dt 34,1-4).

Subamos también con él. Moisés ha estado toda su vida subiendo espiritualmente. La cima de su vida es el Sinaí. Ahora el Monte Nebo será la cumbre de su muerte. Entre las dos montañas se tiende el gigantesco arco de triunfo de la prodigiosa historia de un hombre providencial. Moisés sube ahora a la montaña para no bajar jamás. Se eleva a cada paso, y al llegar a la cima de la montaña le parece que se encuentra sobre un gigantesco pedestal, como si la montaña se hubiera levantado bajo sus pies para que él pudiera mirar. «Bajaban los valles, subían los montes, cada cual al puesto asignado» (Sal 104). Esta montaña ha subido porque Dios le ha mandado subir, imprimiendo fuerza al magma terrestre, para que se empine a su mandato. Ha bajado el valle del Jordán y ha subido el monte Nebo. ¿Para qué? Para que Moisés pueda encaramarse, estar más alto y mirar: ¡qué magnífico pedestal para Moisés antes de morir! La montaña se yergue frente a Jericó, a las puertas de la tierra prometida. Y allí le mostró Dios toda la tierra: en la imposibilidad física leemos que no se trata de una simple mirada.

El peregrino puede distinguir desde allí, con catalejo, la zona alta de Jerusalén, a veces hasta la cumbre del Monte Ebal, el punto más elevado de toda Palestina. Moisés miró a oriente y a occidente, a norte y a sur. Es como pasear los ojos mirando a la redonda. Y el texto enumera la zona de Galaad que queda al este del Jordán: hacia el norte, Dan; en el extremo septentrional de Palestina, Neftalí, Efraín y Manasés; por el sur, Judá hasta el mar occidental —el Mediterráneo—; allá se asienta Jerusalén. Lo que Dios le hace ver desborda el alcance de la mirada física. Con mirada física y con iluminación espiritual introduce Dios la tierra prometida dentro de Moisés, para que éste la vea. Mirarla es, en cierta manera, tomar posesión de ella, al uso de la antigüedad: recorrer con la vista un territorio no ocupado era apoderarse de él. Y Dios hace pasear los ojos del cuerpo y los del espíritu de Moisés sobre esa tierra prometida, para que, viéndola, se le llenen los ojos, la mente y el corazón. A medida que va entrando en ellos un retazo de ese terreno, un accidente de valle o un lienzo de montaña, la fantasía se dilata y el corazón se ensancha hasta sentirse lleno a tope, hasta estallar. Se trata de contemplar antes de morir; ¿o quizá de morir después de haber contemplado?

Le decía Dios: ningún mortal puede ver a Dios y quedar con vida, porque Dios es demasiado grande para el hombre. ¿No será algo así la tierra prometida? Es tan grande, tan inmensa, que Moisés no puede contemplarla sin morir. Es la última mirada de Moisés. Desde lo alto de la cumbre ha echado una mirada retrospectiva a toda su historia, la ha acumulado en la memoria y la ha hecho presente con cierto dejo de melancolía. Ahora sus ojos van a abarcar toda la tierra, se van a llenar antes de cerrarse para siempre. Pero antes tiene que oir la voz de Dios que le dice: «Esta es la tierra que prometí a Abrahán, a Isaac y a Jacob, diciéndoles: Se la daré a tu descendencia. Te la he hecho ver con tus propios ojos, pero no entrarás en ella» (34,4).

Moisés contempla, termina su contemplación saturado de historia y de paisaje y cierra los ojos para no abrirlos más. El Monte Nebo es el pedestal de su vida y de su muerte:

«Moisés murió allí, siervo del Señor, en Moab, como había dicho el Señor. Lo enterraron en el valle de Moab, frente a Bet Fegor, y hasta el día de hoy nadie ha conocido el lugar de su tumba» (34,5-6).

Es el último sacrificio de Moisés: ver que su obra no ha terminado. Pero ha muerto con una esperanza: no sólo se ha asomado geográficamente al otro lado del Jordán, a la tierra prometida, sino que se ha asomado también al futuro de la historia que está llegando. Muere dolorido, pero no frustrado. Al otro lado del Jordán ha visto la aurora de una nueva historia gloriosa que comienza; en parte, él mismo es quien la prepara, y esa historia va a comenzar muy pronto. El ha podido ver el momento en que se pasa página para comenzar un nuevo e importante capítulo. Con esta seguridad, fija la mirada en el futuro, colmado y sereno, cierra Moisés los ojos para siempre.

«Moisés murió a la edad de 120 años: no había perdido vista ni había decaído su vigor. Los israelitas lloraron a Moisés en la estepa de Moab treinta días, hasta que terminó el tiempo del duelo por Moisés. Pero ya no surgió en Israel otro profeta como Moisés, con quien el Señor trataba cara a cara; ni semejante a él en los signos y prodigios que el Señor le envió a hacer en Egipto contra el Faraón, su corte y su país; ni en la mano poderosa, en los terribles portentos que obró Moisés en presencia de todo Israel» (Dt 34,7-8:10-12).

Este es el epitafio: no surgió otro profeta como Moisés, profeta único. Surgirá un día Elías... pero ninguno ya como Moisés.

 

5. APÉNDICE

Completamos, a manera de apéndice, la meditación sobre la muerte de Moisés. Tiempo atrás había recibido severas prohibiciones de parte de Dios:

«Cuando entres en la tierra que va a darte el Señor, tu Dios, no imites las abominaciones de esos pueblos. No haya entre los tuyos quien queme a sus hijos o hijas, ni vaticinadores, ni astrólogos, ni agoreros, ni hechiceros, ni encantadores, ni espiritistas, ni adivinos, ni nigromantes. Porque el que practica esto es abominable para el Señor. Y por semejantes abominaciones los va a desheredar el Señor, tu Dios» (Dt 18,9-12).

«Un profeta de los tuyos, de tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor, tu Dios; a él le escucharás» (Dt 18,15).

¿Qué quiere decir este texto? Los israelitas no pueden ser como los otros pueblos que recurren al mundo irracional de la magia para plantear sus vidas. Los israelitas dependen de la voluntad del Señor, expresada en la ley; y si la ley, por ser genérica, no basta, si las circunstancias individuales de la historia los enfrentan con nuevas y difíciles decisiones, entonces tendrán la palabra del Señor transmitida por medio del profeta. Dios hará institucional la profecía, enviando, cuando quiera y como quiera, profetas para las diversas circunstancias. Y así surgió primero Elías, un nuevo Moisés que en el decurso de su vida tiene que actualizar la ley y hacer un viaje al Sinaí, monte del Señor, para un encuentro personal con él. Después vendrá esa serie de profetas que conocemos con nombres ilustres, y otros que desde el anonimato han incorporado sus textos a obras ya existentes o se han amparado bajo nombres ilustres: Isaías, Jeremías, Ezequiel, Oseas, Miqueas, Jonás, etc.

A la vuelta del destierro, todavía actúan un par de profetas: Ageo y Zacarías; después, la profecía se extingue. ¿Significa que Dios ya no cumple lo prometido a su pueblo y que éste tiene que vivir de escatologías y de apocalipsis?

En el primer libro de los Macabeos se describen hechos que tienen lugar unos ciento cincuenta años antes de Cristo. Después de haber luchado contra los griegos, cuya capital es Antioquía, logran la independencia nacional y nombran un jefe supremo con plenitud de poderes en el ámbito de lo civil, religioso y militar: se llama Simón, y de él leemos en el capítulo 14: «Los sacerdotes y judíos habían determinado que Simón fuera su caudillo y su sacerdote vitalicio hasta que surgiese un profeta fidedigno» (1 Mac 14,41). La información es importantísima, porque significa que toda la gesta de los Macabeos queda relativizada a disposición de Dios, si es que Dios quiere enviar un profeta acreditado, fidedigno, que sentencie definitivamente sobre la empresa. Pues bien, un profeta como Moisés, uno en la serie de Isaías, Jeremías y Ezequiel, no surgió ni entonces ni en los años siguientes; fue necesario esperar hasta que surgió un profeta o, más exactamente, El Profeta, uno de los tuyos, de tus hermanos, un israelita judío, y ese profeta es Jesús. El capítulo 18 del Deuteronomio apunta hacia él: Suscitaré un profeta de los tuyos, de tus hermanos; a él le escucharás. Por eso la figura de Moisés es como un tipo, un ejemplo que apunta hacia la figura de Cristo. También Cristo tendrá que ir al desierto, tendrá que subir a la montaña del Tabor de la transfiguración y al Monte Calvario de la muerte. Cuando llega ese profeta por antonomasia, que ya no es una palabra de Dios, sino la Palabra de Dios hecha hombre, en el momento de la transfiguración siente el gran profeta Moisés la voz de una llamada: el que ha dormido durante siglos acude ahora a la cita, como en otro tiempo acudía a la tienda del Encuentro, para un encuentro nuevo que nunca en su vida sospechó. Porque en la cima del Tabor, sin tiendas artificiales, en la realidad visible de un cuerpo humano, está presente la gloria del Señor que quiere hablar con los hombres. Moisés acude a esa cita histórica desde su sueño secular: junto al Señor glorificado aparecen Moisés y Elías, representando la ley y los profetas. Allí, iluminados por el resplandor del Mesías, reciben una iluminación nueva su obra histórica, sus personas y sus escritos —o los que corren bajo su nombre—, porque él es el Señor. Es el nuevo Moisés, que no dará una ley como aquél, sino que subirá a un monte para darnos unas bienaventuranzas; no son mandatos ni prohibiciones, sino una palabra formal que garantiza al hombre su dicha: dichosos los que hagan esto y sigan estas conductas... sobre las que garantiza sus bendiciones.

Moisés murió en el Monte Nebo; Jesús muere en el Monte Calvario, también con la empresa a medio terminar, humanamente frustrada. Pero Jesús nombrará también como sucesor suyo, para completar su obra, al Espíritu del Padre, que es su propio Espíritu.

 

GREGORIO DE NISA:
MUERTE DE MOISES

«Terminado todo, sube a la montaña del reposo. No baja a la hondonada, desde donde el pueblo miraba la tierra prometida. No saborea el alimento terreno, vuelto todo a lo que destila de lo alto. Subido a la cumbre de la montaña, como hábil escultor que ha modelado sabiamente la estatua de su vida, dando remate a la tarea, no le da fin, sino coronamiento. ¿Qué dice de él el relato? `Por orden del Señor murió Moisés, y nadie conoce su sepultura' . No se habían apagado sus ojos ni corrompido su semblante. Aprendamos que, después de tantos aciertos, merece el título sublime de siervo de Dios. Que es declararlo superior a todo» (PG 44,428).

«El que ha ido ascendiendo por grados toda su vida, siempre se fue superando a sí mismo. Y así lo vemos sobre las nubes, en el aire, cerniéndose en el aire, girando en el éter de la ascensión espiritual» (PG 44,425).

 

COMENTARIO:

Gregorio ve la muerte de Moisés como completamiento, como ascensión, como coronamiento. Completa su existencia y misión, terminando el modelado, la estatua de su vida (de la que el monte será pedestal). Asciende a la cumbre, a la altura, hacia Dios. Es coronado con un título que refrenda su actividad: «siervo del Señor» (como si fuera canonizado). Así, Moisés se ofrece como modelo de la ascensión espiritual del cristiano que busca la perfección.

 

«Que Moisés haya alcanzado la perfección posible a un hombre lo comprueba el testimonio de Dios: `Entre todos te he escogido'; y en otro lugar lo llama amigo. Además, cuando Dios, irritado por el pecado del pueblo, quería destruirlos a todos, Moisés prefirió perecer con ellos antes que separarse de ellos: y Dios, por complacer al amigo, se aplacó. Lo cual prueba que Moisés alcanzó el colmo de la perfección humana. Y ya que hemos encontrado el modelo de virtud que buscábamos, sólo resta trasladar a nuestra vida lo que hemos contemplado de la historia, para que Dios nos escoja como amigos. En eso está la perfección: en que no nos apartemos del vicio por temor de castigos, como esclavos, ni abracemos la virtud por esperanza de premios, como mercaderes que regatean y contratan, sino que, aun prescindiendo de la esperanza prometida, tengamos como una dicha la amistad con Dios. Ella sola hará perfecta la vida del hombre. Si, elevándote con la mente a lo alto y sublime de la divinidad, lo consigues, compartiremos la ganancia con Jesucristo Señor nuestro, a quien sea dada la gloria por los siglos. Amén» (PG 44,429).

 

COMENTARIO:

Gregorio resume toda la perfección en ser «amigos de Dios», como resultado de una «elección» de Dios. La amistad con Dios tiene carácter recíproco y ha de ser buscada por encima de todo. El amor de Dios ha de ser, además, el único motivo de nuestras acciones: no temor de penas ni esperanza de premios. Puede compararse este concepto con el famoso soneto «No me mueve, mi Dios, para quererte».