6

Moisés y la gloria

 

Los capítulos 32-34 del libro del Exodo son trascendentales, punto de referencia para conocer la vida de Moisés, porque ofrecen una visión madura del gran jefe en sus relaciones personales con Dios. El capítulo 32 marca el ápice de su intercesión. En conjunto, se describe aquí como el vano intento de ver al que es invisible, porque el hombre no puede ver a Dios y quedar con vida. En lo que sigue, centramos la reflexión en otro momento o escena repetida, que nos habla del trato íntimo y personal de Moisés con Dios convirtiéndose en el mediador de la presencia divina en medio del pueblo. La perícopa se encuentra en el cap. 34, vv. 29-35.

 

1. MOISÉS

«Cuando Moisés bajó del monte Sinaí, llevaba las dos losas de la alianza en la mano; no sabía que tenía radiante la cara de haber hablado con el Señor. Pero Aarón y todos los israelitas vieron a Moisés con la cara radiante, y no se atrevieron a acercarse a él. Cuando Moisés los llamó, se acercaron Aarón y los jefes de la comunidad, y Moisés les habló. Después se acercaron todos los israelitas, y Moisés les comunicó las órdenes que el Señor le había dado en el monte Sinaí. Cuando terminó de hablar con ellos, se echó un velo por la cara.

Cuando Moisés acudía al Señor para hablar con él, se quitaba el velo hasta la salida. Cuando salía comunicaba a los israelitas lo que le habían mandado. Los israelitas veían la cara radiante, y Moisés se volvía a echar el velo por la cara, hasta que volvía a hablar con Dios».

El texto parece hablar de un caso inicial y aislado. Pero, si combinamos esta perícopa con el fragmento leído en el cap. 33, vv. 7-11, y teniendo en cuenta una frase que se lee de pasada, podemos deducir que tal experiencia constituye un hecho repetido en la vida de Moisés. En el momento en que él baja de la montaña hay algo inicial y nuevo que volverá a repetirse cada vez que Moisés vaya a visitar y tratar personalmente con el Señor. Lo fundamental aquí es la gloria o esplendor. Este es el tema de nuestra reflexión.

La gloria es la manifestación del Dios de Israel sin forma ni figura. La palabra hebrea kabod se relaciona, en su raíz, con las nociones de peso o volumen —como en latín gravitas—; pero los textos del AT que hablan de la gloria del Señor la relacionan más bien con la luminosidad o esplendor. La luz es una presencia total, unitaria y envolvente, pero sin formas. No es redonda ni cuadrada; es presencia sola y única. En este sentido, la gloria de Dios es como una presencia envolvente, luminosidad intensísima en que el hombre no puede fijar la vista sin quedar ciego y morir. Si ver la luz es vivir, dejar de ver la luz es morir. La luz de la presencia de Dios es tan deslumbrante que el hombre no la puede soportar. Por eso se dice que el hombre no puede ver a Dios y quedar con vida.

Dios dio a Moisés una cita en el Sinaí para sellar con él la alianza y entregarle los mandamientos, que son las estipulaciones de la alianza. Moisés tuvo un encuentro personal con la gloria como presencia intensa de Dios. El texto bíblico habla además de la intercesión y otros detalles entre los que destacamos el hecho del trato en este encuentro personal Moisés-Dios.

Moisés ha dejado el valle hondo para subir a la altura, donde el aire es más limpio y la luz más intensa, y allí se ha expuesto a la luminosidad esplendente del Señor. Y la luz del Señor lo ha transfigurado sin que él se diera cuenta. Su rostro se ha vuelto luminoso, con luminosidad no propia, sino reflejada, para convertirse así en el agente mediador de la presencia de Dios. El texto lo expresa en estos términos: «tenía el rostro radiante». Nuestra expresión metafórica es: «venía radiante». Su significado de origen designa al que despide rayos de luz; y esto precisamente quiere describir el texto original referido a Moisés, dejando claro que la fuente de la luminosidad no es Moisés mismo. Por una especie de fenómeno fotoeléctrico o fosforescencia, por haberse expuesto Moisés a la luminosidad de Dios, se ha vuelto luminoso él mismo. Y al bajar de la montaña y llegar nuevamente al valle, donde los israelitas le esperan impacientes, pueden éstos admirar que Moisés trae el rostro radiante. En esa radiación luminosa reconocen un reflejo de la gloria de Dios.

Este episodio puede relacionarse con un verso del comienzo del Génesis: Dios creó al hombre a imagen suya (1,26). Pero en el caso de Moisés se trata de un aspecto más particular. No es tanto una imagen cuanto una comunicación y, por tanto, una mediación esplendente del Dios luminoso. La reacción del pueblo es de temor, como ante la presencia de Dios mismo. No pueden contemplarlo, ni escuchar su voz, ni la del trueno que estremece las montañas. Sienten un temor reverencial ante Moisés, porque trae una presencia nueva. El pueblo no se atreve a acercarse a él. Pero Aarón y los otros jefes de la comunidad se acercan a Moisés, y éste les habla no como un hombre cualquiera, sino «radiante». Todo lo que él dice es resonancia de Dios, de la misma manera que todo lo que el pueblo contempla es resplandor o reflejo de Dios.

Más tarde, el pueblo se decide a acercarse tímidamente a Moisés, presa de un temor reverencial. Para disipar ese temor, para suavizar su presencia y mitigar su resplandor, Moisés se echa un velo por la cara. Pero los israelitas reconocen que detrás del velo hay un resplandor brotado directamente de la divinidad.

El esplendor y la comunicación oral van unidos. El esplendor es como un halo necesario que rodea al oráculo, al mediador. Moisés trae juntamente la palabra y la luz de Dios. La luz es para los israelitas argumento de que la palabra viene de lo alto, y en consecuencia la reciben como tal. El texto asegura que Moisés comunicó el mensaje de Dios primero a Aarón y a los jefes, y después al pueblo. Esplendor, gloria y mensaje van unidos.

Pero el narrador da a entender en el último párrafo que ese primer e impresionante encuentro, acaecido una vez en el Sinaí, vuelve a suceder periódicamente. Parece como si el Señor no lo hubiera dicho allí todo de golpe y le quedaran aún muchas cosas por decir. Hay mucho que decir y mucho que consultar. Hará falta renovar ese encuentro personal a diario o periódicamente. El encuentro ya no tendrá lugar en el monte, sino en la tienda del Encuentro o de la Cita, según la correcta traducción del hebreo mo `ed. Ni siquiera se dice que Dios habite en una tienda. El pueblo sí. Los israelitas viven en un campamento de tiendas, y entre ellas hay una especial dedicada a la divinidad. Pero la divinidad no está allí permanentemente. Sólo de vez en cuando, acude allí a una cita con Moisés. Por eso se llama la tienda de la Cita o del Encuentro. Este encuentro se repetirá periódicamente, tal como se relata en el segundo texto, que aporta nuevos detalles:

«Moisés levantó la tienda de Dios y la plantó fuera, a distancia del campamento, y la llamó Tienda del encuentro. El que tenía que consultar al Señor salía fuera del campamento y se dirigía a la tienda del encuentro. Cuando Moisés salía en dirección a la tienda, todo el pueblo se levantaba y esperaba a la entrada de sus tiendas, siguiendo con la vista a Moisés hasta que entraba en la tienda; en cuanto él entraba, la columna de nube bajaba y se quedaba a la entrada de la tienda, mientras el Señor hablaba con Moisés. Cuando el pueblo veía la columna de nube parada a la puerta de la tienda, se levantaba y se prosternaba cada uno a la entrada de su tienda.

El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo. Después, él volvía al campamento, mientras que Josué, hijo de Nun, su joven ayudante, no se apartaba de la tienda» (Ex 33,7-11).

¿Qué es lo que sucede en estos encuentros periódicos, casi cotidianos, de Moisés? Sucede lo mismo que había sucedido inicialmente una vez ya en el monte Sinaí: Dios visita la tienda con su gloria sin figura y la inunda con su resplandor. Moisés habla con el Señor, se impregna de su luz hasta transformar su rostro y, cuando sale de la tienda, va radiante. El pueblo lo ve, se postra reverente y escucha sus palabras, que son palabras de Dios. Porque el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo.

Esta expresión es muy intensa aunque esté formulada en términos de comparación. En el hombre, el rostro es, en efecto, un medio de comunicación, porque por el rostro se asoma el alma. Más exactamente, el alma se hace presente en el rostro con sus afectos y sentimientos. La expresión castellana «hablar cara a cara», «rostro a rostro», traduce fielmente el original hebreo panim' el panim. Moisés hablaba con el Señor como un hombre habla con un amigo, es decir, cara a cara, rostro a rostro, sin velos ni distancias, sintiendo en el rostro conocido la presencia amistosa.

Esta manera de hablar parece atribuir a Dios un rostro (panim). Tenemos que aceptar el lenguaje metafórico y entender la expresión en sentido un tanto limitado. Aquí el rostro, panim, sería la presencia de Dios. No se trata de algo corpóreo, con forma o figura, sino de la presencia de Dios que Moisés siente, como cuando un hombre siente la presencia de un amigo cuando habla con él cara a cara. Si no podemos exagerar el aspecto de figura o imagen, tampoco podemos minimizar el aspecto de relación personal íntima. Además, panim alude a lo personal, y una traducción correcta podría ser: Dios hablaba personalmente con Moisés. Con los israelitas no hablará personalmente, sino a través del mediador. Con Moisés lo hace personalmente, y el resultado es que éste sale del encuentro nuevamente radiante, y el pueblo se asusta. De ahí el doble juego de velarse y desvelarse. Cuando Moisés sale camino de la tienda, los israelitas sienten un estremecimiento, porque saben que va a encontrarse con el Señor. Es el momento sacro. Y al salir Moisés de la tienda, se echa un velo por el rostro para no deslumbrar al pueblo, que escucha el mensaje particular comunicado por Dios a Moisés. Estos detalles se repiten en cada encuentro.

Tenemos, pues, en estos dos fragmentos del libro del Éxodo una visión de Moisés legendaria y magnífica que nos permite entrever algo de lo que significa este trato íntimo de Moisés con Dios, trato que es contemplación y escucha, contemplación sin palabras y escucha en silencio. Aquí la figura del gran líder se agiganta y se ofrece a nuestra reflexión respetuosa.

En el segundo fragmento antes citado se habla también de la nube: «En cuanto Moisés entraba en la tienda, la columna de nube bajaba y se quedaba a la entrada de la tienda, mientras el Señor hablaba con Moisés. Cuando el pueblo veía la columna de nube parada a la puerta de la tienda, se levantaba y se prosternaba cada uno a la entrada de la tienda».

¿A qué se refiere o cuál es el tema de la nube? Es un tema frecuente en el AT. La nube es la presencia velada del Señor. Es la presencia elusiva, dice un comentador. La nube nos hace ver detrás la luz solar que la embiste. Sus franjas, sus márgenes, están radiantes, y la nube es, en cierto modo, luminosa. Ella encubre y descubre, como si se tratara de un juego. Por la nube sabemos algo de la presencia del sol. Mirado de frente, el sol nos deslumbraría. Pero la nube se interpone y nos da un testimonio velado. El AT, y en especial estos relatos, se sirve de la nube como de un símbolo de la presencia de Dios. El se presenta en la nube velado. Hay que ir descubriendo su presencia progresivamente a través de esos velos, hasta llegar al descubrimiento final sin velos, que es lo que Moisés quería y no podía lograr. Este hecho lleva a evocar aquel verso que es un deseo: ¡descubre tu presencia...! Descubrir la presencia es quitar el velo. Este es el detalle particular ligado al tema de la tienda del Encuentro. La nube se detiene a la puerta. Es un testimonio de que dentro está el Señor. La nube está como haciendo guardia. Los israelitas lo entienden, sienten la presencia del Señor y se postran con respeto. Luego vendrá un segundo momento: cuando Moisés sale, la nube se levanta y Dios se aleja. Es el fin de la cita. Y Moisés vendrá radiante a hablar con el pueblo.

 

2. EL SALMO 34

El salmo 34 nos va a dar el segundo punto para esta meditación. Nota característica de este salmo es que parece preludiar ya lo que San Ignacio llamará aplicación de sentidos. Es una forma de contemplación que moviliza o aplica algunos de los sentidos al misterio contemplado, por efecto de la intensidad de la contemplación. En el salmo 34 se habla de ver y de oír a Dios, que es tema frecuente, y se habla también del tema menos frecuente que es el gustar, saborear lo bueno y sabroso que es el Señor. No pretendemos desarrollar este tema, pero sí queremos apuntar la importancia del tema de la gloria en relación con la contemplación. Nuestra atención se concentra en un verso de este salmo que empalma directamente con las dos perícopas del libro del Exodo, unidas y comentadas, sobre la gloria de Moisés. El texto hebreo no emplea la misma palabra, pero sí habla del mismo tema y se mueve en el mismo mundo imaginativo de lo luminoso y esplendente. El salmo 34,6 dice: «contempladlo y quedaréis radiantes» (se entiende: contemplad al Señor).

En este salmo, un jefe de liturgia se dirige a una comunidad, probablemente presente en el templo, para invitarla a la oración de alabanza: bendigan a Dios todas las naciones... La invitación a hablar se extiende al intento de hacer una experiencia de Dios. No se debe actuar como quien lo sabe ya todo o como quien sigue fielmente un plan previamente programado. Al templo se viene no sólo a cantar o a pedir, sino también a contemplar. Hay que interrumpir la acción programada y hacer una pausa para contemplar a Dios. A este intento ayuda la otra imagen de saborear, de la que se habla a continuación, en el verso 9: gustad y ved, o gustad, saboread y apreciad qué bueno y sabroso es el Señor. En el contemplar sucede lo que en el gustar. No se traga de golpe una cosa sabrosa, sino que se paladea y saborea lentamente para apreciar y disfrutar su sabor. Tampoco la contemplación puede ser precipitada. No puede consistir en un torrente de palabras que nosotros decimos. Se trata mucho más de un silencio, de un abrirse pasivamente a la presencia de Dios para contemplarle. Ahora bien, si el hombre se expone a la presencia de Dios en una especie de desnudez espiritual y de silencio, quedará radiante. Hasta aquí parecen llegar los resplandores de la gloria de Moisés antes considerados. Pero lo que fue privilegio exclusivo del gran personaje se ofrece ahora a toda la comunidad. Podría hablarse de una especie de democratización de la experiencia del Señor. Ahora todos pueden ser como Moisés. En la contemplación no hay diferencia. El Señor no se limita a la tienda de la cita, sino que habita de manera permanente en el templo, en medio de su pueblo. Hay que ir al templo, hollar los atrios y contemplar una presencia. Y el que de verdad la haya contemplado quedará radiante como Moisés. Aquella experiencia histórica, única y señera, se convierte en figura ejemplar. Porque este salmo no es un salmo de Moisés. El salmo no es la narración de la experiencia única de un personaje privilegiado, sino la invitación a repetir una y otra vez aquella gran experiencia. Por eso este salmo, que es un rezo, es al mismo tiempo una enseñanza: hay que rezar, pero no basta con rezar; además hay que contemplar, hay que saborear a Dios. Y el hombre que verdaderamente ha hecho la experiencia de esa contemplación de Dios quedará transfigurado, iluminado por una luz interior que no nace de él, sino que le ha penetrado desde fuera y le brota en el rostro, convirtiéndolo en un ser radiante en medio de la comunidad. Contempladlo y quedaréis radiantes. Es un texto con proyección de mensaje y consigna que deben ser apropiados y convertidos en vida.

 

3. SAN PABLO

El tercer punto nos traslada al campo del NT, concretamente a la segunda carta de Pablo a los corintios. Es un texto importante. Exactamente, un comentario libre de Pablo a la leyenda de Moisés sobre el rostro radiante y el velo que se echaba por la cara. No es un comentario de exégesis moderna. Pablo sigue el uso de su época y hace un comentario midrásico en que, a partir de los datos bíblicos, se elabora una reflexión nueva. El relato bíblico permanece, pero es utilizado, incluso amplificado, como molde o vehículo de una realidad nueva. Ahora bien, Pablo está insistiendo precisamente en la novedad. El movimiento libre del pensamiento de Pablo nos impone un comentario aclaratorio de este difícil texto, para convertirlo en tema de nuestra meditación. El esfuerzo se verá compensado con la espléndida definición de lo que puede ser la presencia cristiana en medio de la sociedad moderna, en medio de un mundo secularizado. Al final nos detendremos sobre este punto. De momento, nos enfrentamos al texto de 2 Cor 3, del que seleccionamos unas frases que son como un programa o resumen de lo que se dirá después. Trata Pablo el tema del apostolado. Por ser apóstol, se siente Pablo responsable de un encargo importantísimo, superior incluso al encomendado a Moisés. Son palabras muy fuertes. Las pronuncia un auténtico judío; un hombre, por tanto, familiarizado con la Torah y para quien Moisés y David son las figuras máximas de la historia nacional. Los vv. 4-6 nos sirven de introducción al tema:

«Esta es la clase de confianza que sentimos ante Dios, gracias al Mesías. No es que de por sí tenga uno aptitudes para poder apuntarse algo como propio. La aptitud nos la ha dado Dios. Fue él quien nos hizo aptos para el servicio de una alianza nueva, no de código, sino de espíritu, porque el código da muerte, mientras el espíritu da vida».

En el original griego, código es la letra, una cosa escrita que se opone al espíritu. Pablo se está refiriendo al protocolo de la antigua alianza, que se puede llamar el código. Es la letra, son las estipulaciones. Y como Pablo va a hablar de la seriedad y grandeza de la misión apostólica, se siente como obligado a hacer una previa declaración de humildad: yo no intento apuntarme nada; todo cuanto voy a decir lo he recibido de Dios. Incluso las cualidades personales son don de Dios. Por tanto, si de algo puede gloriarse, no es de méritos personales, sino de dones de Dios.

Es esta una pequeña introducción previa para no pecar de inmodestia. Más que de vanagloria, se trata de definir una nueva realidad por contraposición a otra. Y la nueva realidad es que Pablo, apóstol de Jesucristo, es mediador de una alianza mejor y más importante que la anterior. Esta nueva alianza no está basada en un protocolo escrito ni en un código de estipulaciones, sino que tiene como vínculo al Espíritu.

En nuestra cultura moderna, también nosotros exigimos para la validez jurídica documentos escritos, firmados, sellados. La palabra sola quizá no basta. Pero entre los hombres median otros compromisos tan graves y aún más, aunque no se apoyen en documentos escritos. Esta es la oposición que establece Pablo antes de entrar en su comentario al pasaje de Moisés y la gloria. Abordamos, pues, el estudio de las dos alianzas basadas respectivamente en el código-letra y en el espíritu. Luego nos ocuparemos de los agentes o mediadores de esas alianzas. El agente de la antigua es Moisés; el de la nueva es Pablo respecto a las comunidades por él fundadas gracias al mensaje del Señor. Es aquí donde se evoca al Moisés radiante, agente de la antigua alianza, pero introduciendo un elemento inesperado. Hay que empezar citando 2 Cor 3,7-8:

«Aquel agente de muerte, letras grabadas en piedra, se inauguró con gloria, tanto que los israelitas no podían fijar la vista en el rostro de Moisés por el resplandor de su rostro, caduco y todo como era. Pues ¿cuánto mayor no será la gloria de lo que es agente del espíritu?».

Un efecto de extrañeza produce la afirmación de que aquella alianza y código eran agentes de muerte. ¿Significa una condena en bloque, por parte de Pablo, de la alianza del Sinaí como agente de muerte? ¿Hay que ver allí como una pieza ambivalente que el enemigo del hombre utiliza contra el hombre para darle muerte? La expresión es muy fuerte. Pertenece a esas expresiones paradójicas de Pablo que invitan a una reflexión reposada, a no resbalar sobre el texto. ¿Qué reflexión?

La alianza del Sinaí quiere establecer y ligar con Dios una comunidad entre cuyos miembros reinen la libertad y la justicia. Esa alianza se articula en una serie de exigencias. Primero, las estipulaciones de base que llamamos «las diez palabras», el «Decálogo»; después, una serie más amplificada de prescripciones. Y queda todo registrado no en pergamino o en papiro, sino en unas losas de piedra para su permanencia eterna. Va a ser algo lapidario. Se conservará dentro del Arca de la Alianza, en el camarín del templo, como uno de los objetos más sagrados. Porque es el testimonio en piedra, entre Dios y el pueblo, que éste se ha obligado a cumplir. Pero, además de las estipulaciones, hay un catálogo de promesas y amenazas. Si el pueblo lo cumple, tendrá vida y prosperidad en la tierra; de lo contrario, perderá la tierra y la vida. Prosperidad y vida están desde ahora ligadas al cumplimiento o incumplimiento de la alianza. El contenido de esos preceptos es, evidentemente, bueno y en gran parte permanente, pues reflejan exigencias radicales de la naturaleza humana. Algunos de sus elementos son conocidos en otras culturas. Pero ese contenido bueno es una ley, es decir, una serie de órdenes externas al hombre, al que imponen exigencias sin darle al mismo tiempo y por el mismo hecho la fuerza necesaria para cumplirlas. Y sucede que el hombre, solicitado por otros intereses, encadenado por otras esclavitudes de egoísmo y de pecado, no cumple esas estipulaciones, por lo que incurre en delito y en pena de muerte, desmerece la prosperidad y pierde la tierra. El pueblo es reo de muerte. Sucede algo así como lo del Paraíso: si comes de este árbol, eres reo de muerte. Resulta, paradójicamente, que lo que estaba dado para vida del pueblo se convierte de hecho en agente de muerte, por culpa del pueblo y porque la ley externa no da al mismo tiempo y automáticamente la fuerza para cumplirla. Este resultado no es la finalidad de la ley, sino una consecuencia. ¿Hay que dar entonces otra ley? Eso no basta. Mientras se mantenga el régimen de una legislación externa que se graba con letras en piedra, volverá a repetirse lo mismo. Hay que cambiar el régimen, hay que corregir el texto. El régimen nuevo será el régimen del espíritu. Este es el sentido de la frase paradójica que sintetiza el pensamiento de Pablo y que él desarrollará en otros pasajes.

Sigue diciendo Pablo: así era aquella alianza, y con todo, a pesar de su limitación, Moisés, su agente —el que la comunicó al pueblo—, venía resplandeciente. Por haber hablado con Dios y haber traído una palabra de Dios en sí valiosa, volvía Moisés resplandeciente. «Pues ¡cuánto mayor no será la gloria del que es agente del espíritu!». El apóstol (Pablo, en concreto, para la comunidad de Corinto) no es agente de un texto escrito fuera, sino del espíritu del Mesías que se da al creyente por la fe. Pablo es agente del espíritu. Por eso también él participa del esplendor de Moisés, y más que él.

«Si el agente de la condena tuvo su esplendor, ¡cuánto más intenso será el esplendor del agente de la rehabilitación!» (v. 9). Queda ya claro lo que quiere decir condena; rehabilitación es lo que hace al hombre justo, no culpable, y lo pone en serena relación con Dios.

«Y, de hecho, aquel esplendor ya no es tal esplendor, eclipsado por esta gloria incomparable, pues si lo caduco tuvo su momento de gloria, ¡cuánto mayor no será la gloria de lo permanente!» (v. 10).

Aquello y esto, lo caduco y lo permanente. Pablo se va a servir de una comparación de la luz para esclarecer las diferencias. Una tenue luz encendida en la noche rasga la oscuridad, y el espacio se ilumina en torno a la luz que brilla. Pero si a su lado se enciende un foco potente, o hace su aparición el sol, la luz primera desaparece, no por falta de luz, sino por falta de relieve, «porque donde el sol está no tienen luz las estrellas». Así sucede, concluye Pablo, con aquello y con esto. Comparado con el agente del Espíritu, que es el apóstol, tenemos que concluir que aquello parece tan insignificante como si no existiera (vv. 10-11). Y sigue Pablo sacando consecuencias de vida apostólica que son al mismo tiempo consecuencias de vida cristiana. Para ello va a reasumir el tema del velo que Moisés se echaba por la cara: «por eso, teniendo una esperanza como ésta, procedemos con toda franqueza. No como hizo Moisés, que se echaba un velo sobre la cara y así los israelitas no se fijaron en la finalidad de aquello caduco» (v. 12). Está claro. El apóstol del Mesías tiene que proceder a cara descubierta, sin engaños ni disimulos. No puede esconder ni reservarse nada, porque su mensaje es para todos. A diferencia de Moisés, debe proceder a cara descubierta, con toda franqueza. El velo de Moisés eclipsaba su esplendor para no deslumbrar; pero los israelitas no entraban en el misterio, que les permanecía velado. El significado de todo aquello no era pura y simplemente la presencia de Dios allí y en aquel momento, sino el anuncio de otras presencias futuras. Aquí encontramos el elemento nuevo introducido por Pablo hablando de la finalidad. La expresión original puede significar fin o finalidad. Quizá se trata de un juego conceptual. Por una parte, los israelitas no caen en la cuenta de que todo aquello es caduco, tiene un fin. Y, por otra, tampoco comprenden que aquello caduco tiene la finalidad de anunciar, entre velos de misterio, la presencia anticipada de la nueva alianza. El velo de Moisés impide a los israelitas perforar el misterio, y se quedan en lo exterior. «Se les embotó la inteligencia». «Aquel mismo velo cubre sus mentes cuando leen a Moisés y el AT, sin llegar a comprender que con el Mesías caduca todo lo antiguo».

Aquí empieza el juego conceptual de Pablo. Según el texto del Exodo, un velo cubría el rostro de Moisés. Pablo amplifica y asegura que el velo cubre los ojos de los lectores, interponiéndose entre éstos y los escritos del AT. Porque desde la venida de Cristo, todo el AT se reviste de una luz nueva. Se ha descorrido el velo y aparecen las nuevas dimensiones de hondura, altura y plenitud de significado que estaban allí veladas. Cristo ha descorrido el velo, y lo antiguo se hace nuevo. Escribió Orígenes: El AT era antiguo, pero desde la transfiguración y glorificación de Cristo, se ha convertido en evangelio. Porque con la luz que recibe de Cristo manifiesta al mismo Cristo de una manera nueva. No reconocerlo así es echar un velo sobre el AT o cubrir los propios ojos con un velo. El resultado es no comprender que todo aquello, en su carácter de institución empírica, era caduco; que aquella institución en cuanto tal ha terminado, y que aquella alianza en cuanto tal ya no tiene sentido, porque ha sido sustituida por la nueva alianza. Ciertamente tenía un sentido, pero lo tenía como finalidad, en orden a otra cosa. Una vez llegada la finalidad, lo antiguo ha cumplido su misión.

Este juego de Pablo puede resultar difícil, pero se hace perfectamente comprensible en una lógica de imágenes y símbolos. El apóstol y los cristianos proceden de muy distinta manera: en ley de libertad y claridad, sin velos, exponiéndose totalmente a la luminosidad del Espíritu. En el v. 16 cita Pablo el Exodo según la traducción de los LXX: «pero cuando se vuelva hacia el Señor, se quitará el velo». La cita original está en pasado: «pero cuando se volvía hacia el Señor», es decir, cuando se dirigía hacia la tienda de la cita, se quitaba el velo. Pablo lo pone en futuro y dice: «cuando se vuelva hacia el Señor, se quitará el velo», ya no hará falta. ¿Quién es el Señor para Pablo? «Es el Espíritu». Moisés se volvía hacia el Espíritu sin velos, y lo mismo hace el apóstol. Lo mismo debe hacer el cristiano cuando recibe la misión apostólica de difundir el Evangelio. «Donde hay espíritu del Señor, hay también libertad». La nueva alianza no es régimen de ley escrita que pone trabas, sino un nuevo régimen de libertad de los hijos de Dios. «Para que vivamos en libertad, Cristo nos ha librado» (Gal 5,1). Es un nuevo tema central del mensaje de Pablo cuando opone al régimen de ley el régimen de Espíritu. La libertad aquí propugnada no es puro arbitrio. La alternativa de Pablo no es: o ley o libertinaje, y atribuírsela es grave injusticia. La alternativa es: o ley o Espíritu, teniendo en cuenta que el Espíritu es más exigente que la ley. La diferencia consiste en que el Espíritu exige y da fuerza, al mismo tiempo, para cumplir las exigencias. Esto es como un paréntesis abierto para subrayar el sentido de la frase «donde hay Espíritu hay libertad».

Llegamos ahora a la consecuencia final: «y nosotros, que llevamos todos la cara descubierta...». Se ha pasado del singular al plural. No se trata de un plural mayestático. Habla Pablo en plural en sentido propio, porque quiere compartir su misión apostólica con toda la comunidad; porque a toda la comunidad toca hacer presente el evangelio con la palabra y con la vida. Toda la comunidad tiene una misión apostólica, si bien el apóstol Pablo ha sido elegido de manera particular y extraordinaria para ser mediador del evangelio y agente del Espíritu. Podría hablarse de una democratización del apostolado, porque es tarea que incumbe a todo el pueblo de Dios. Pueblo, en griego, es laós, y el adjetivo es laikós. Un laico es uno que pertenece al pueblo de Dios. Pero, si se democratiza el apostolado, no por ello se significa que todos tengan la misma función. El pueblo no puede ocupar el puesto de Pablo, aunque comparta con él algo tan importante como es la misión de hacer presente el evangelio, y esto —insistimos una vez más— con palabras y, sobre todo, con la vida.

Apóstol y cristianos debemos acercarnos al Espíritu y exponernos a él para contemplar. Contemplar no significa hurgar ni fisgar, sino abrir los ojos desmesuradamente atónitos para que nos inunde la luz y nos impregne una visión nueva. No consiste en captar nosotros algo, sino en dejarnos captar e inundar de algo. Esto es contemplar. Para ello es necesario quitarse el velo. Hay que acercarse al Espíritu y a la palabra de Dios a cara descubierta. Hay que exponerse a la irradiación, a la luminosidad del Espíritu. Vamos todos a cara descubierta y reflejamos una gloria que no es nuestra. La gloria es del Señor. No somos fuente propia de luminosidad. Nos ha penetrado en la contemplación la gloria del Señor, y luego nos brota desde dentro con irradiaciones que son reflejo de esa gloria del Señor, que es el Espíritu y el Padre y el Mesías. Expuestos en la contemplación a esa gloria, nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente. Cuanto más luminosidad y más energía seamos —energía más que materia—, tanto más nos asemejaremos a Dios, que es luz sin imagen.

Fuimos creados a imagen de Dios. La imagen ha quedado turbada, gastada y deformada. Hay que recobrar esa imagen que se ha hecho manifiesta y plena en Jesús. El era todo irradiación del amor de Dios-Padre entre los hombres. El nos da su Espíritu para que nos transforme por dentro. Al contemplar el AT sin velos, como manifestación en símbolos del misterio de Cristo, y al contemplar la vida de Jesús mismo en el Evangelio, no sólo vamos asimilando algo, sino que nos vamos asimilando a él. Nos convertimos en fuentes de luz reflejada de otra luz esplendorosa. Y esto no es un acto inicial y definitivo; es un proceso: «nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente». Y concluye: tal es el influjo, la energía y la potencia del Espíritu del Señor.

Antes de poner punto final, hay que insistir, a manera de síntesis, en el carácter nuevo de la contemplación. La palabra escrita del AT y del Evangelio tiene que convertirse en nuestro libro de texto de contemplación. Tenemos que quitar todo velo de prejuicios o preocupaciones para exponernos directamente a la vida de Cristo, que se nos desvela progresivamente en los grandes símbolos del AT y se hace presente en plenitud en el Evangelio. Y así, expuestos a esa luminosidad, sistemática y democráticamente, dejarse transformar. Contempladlo, y quedaréis radiantes. Sí, nos iremos transformando. Poco a poco iremos reproduciendo la imagen del Señor. Esto hicieron los grandes santos del NT. Así fueron Francisco, Ignacio, Juan de la Cruz... esos grandes santos que se transformaron y se convirtieron en fuentes de luz, irradiación del Evangelio. No se trata de imponerlo por la fuerza o la violencia o por un poder político-militar; se trata de una presencia, una asimilación, una irradiación. Contempladlo, y quedaréis radiantes. Es Moisés y la gloria.

 

GREGORIO DE NISA:

LA MONTAÑA Y LA NUBE

«Realmente, conocer a Dios es una montaña inaccesible y escarpada. La multitud apenas llega a la base. Pero, si uno es un Moisés, podría a lo largo de la ascensión escuchar cómo crece el toque de las trompetas, como dice el texto. Verdadera trompeta ensordecedora es la proclamación de la naturaleza divina, que parece fuerte al comienzo y se intensifica al final. Hicieron resonar ley y profetas el misterio divino de la encarnación, pero en voz baja, que apenas llegaba a los oídos incrédulos. Por eso los judíos, de oído duro, no escucharon el toque de las trompetas. Pero, como dice el texto, al avanzar el toque, se hacía más fuerte. Los últimos toques de la proclamación evangélica han llegado a los oídos. Resonando el Espíritu por medio de los instrumentos, el sonido se fue haciendo más intenso y potente. Instrumentos que resonaban por el soplo del Espíritu eran los profetas y los apóstoles, de los que dice el salmo: A toda la tierra llega su voz, a los extremos del orbe sus palabras.

(...)

¿Qué significa, por otra parte, que Moisés se adentró en la tiniebla y vio en ella a Dios? Lo que aquí se cuenta parece contradecir la teofanía precedente. Entonces Dios se manifestaba en la luz, ahora en la tiniebla. No pensemos que ese encadenamiento disuene de lo que experimentamos en la vida espiritual. Con ello nos enseña el texto que el conocimiento religioso es al principio luz para aquellos en quien se engendra. Pues la actitud contraria a la religión es oscuridad; y apartarse de la oscuridad es compartir la luz. Pero a medida que la mente avanza en la comprensión de la realidad, gracias a una aplicación cada vez más perfecta, cuanto más se acerca a la contemplación, mejor percibe que la naturaleza divina es incontemplable.

Dejando toda apariencia, no sólo las que perciben los sentidos, cien, quintas cree ver la mente, se va adentrando hasta penetrar, con el empeño de la inteligencia, hasta la zona invisible e incomprensible: allí ve a Dios. En esto consiste el conocimiento auténtico de lo que se buscaba; en esto consiste el conocer, en no conocer; porque lo que buscamos trasciende todo conocimiento, rodeado y separado como está, como por una nube, de su incomprensibilidad. Por eso el sublime Juan, que estuvo dentro de esa nube resplandeciente, dice: A Dios nadie lo ha visto; definiendo con esa negación el conocimiento de la esencia divina, que es inaccesible no sólo a los hombres, sino a cualquier naturaleza intelectual. Por eso, cuando progresa Moisés en el conocimiento, confiesa que ve a Dios en la tiniebla, es decir, confiesa que la divinidad es por naturaleza lo que supera todo conocimiento y comprensión. Se adentró Moisés en la tiniebla, donde estaba Dios. ¿Qué Dios? El que `ha hecho de la oscuridad su morada escondida' , como dijo David, otro iniciado en los misterios en el mismo santuario.

Llegado a este punto, cuanto había aprendido ya por medio de la tiniebla, se lo enseña ahora la palabra, diría que para confirmarnos en una doctrina atestiguada por la voz de Dios. La palabra de Dios nos prohíbe ante todo identificar la divinidad con nada de cuanto conocen los hombres. Toda idea formada según la fantasía, que concibe la naturaleza divina por comprensión o conjetura, modela un ídolo de Dios, no manifiesta a Dios»

(...)

«Creo que la trompeta celeste, a quien presta oído, le puede enseñar de otro modo el acceso a lo que no fabricaron manos humanas. La disposición de las maravillas celestes grita una sabiduría que se manifiesta por los seres y explica por medio de los fenómenos la admirable gloria de Dios. Como está escrito: Los cielos proclaman la gloria de Dios. Esta trompeta resuena con la voz armoniosa y penetrante de la enseñanza, como dice un profeta: Sonó una trompeta en el cielo [traducción libre de Eclo 46,17]. El que está purificado y aguza el oído de la mente, al percibir este sonido —quiero decir, el conocimiento del poder divino por la contemplación de los seres—, es conducido por él hasta penetrar mentalmente adonde se encuentra Dios. La Escritura lo llama tiniebla, significando que no puede ser conocido ni contemplado» (PG 44,379).

 

LA MONTAÑA Y LA NUBE.
AL MARGEN DE
GREGORIO

En la montaña respiramos un aire más puro, escuchamos el silencio, se nos ensancha el horizonte, sentimos la caricia del aire; allá abajo hemos dejado tráfico, barullo, aglomeración. Arriba saboreamos la soledad, nos reconciliamos con nosotros y con la naturaleza. Pero no subamos demasiado, adonde no resisten nuestros pulmones, donde amenazan precipicios.

Subiendo a la montaña, Moisés va al encuentro de Dios. La montaña es como un esfuerzo de la tierra por acercarse al cielo. En la montaña cuajan movimientos multimilenarios de la corteza terrestre. Moisés sube solo, dejando abajo un pueblo inconsciente. Pero arrastra consigo las ansias milenarias de la humanidad: ansias de subir y acercarse a Dios. ¿Está Dios más cerca de la montaña que del valle? Lo sentimos más cerca, y de eso se trata. La altura puede ser símbolo de la divinidad; la ascensión puede ser símbolo activo de una subida espiritual: «subida al monte Carmelo».

Entrar en la nube. ¡Cuántas veces girones de nubes quedan prendidos en los picachos! Bancos de nubes se posan en hondonadas y escarpaduras de la montaña, en navas y vaguadas; o se deslizan perezosamente por las laderas. La nube oculta y envuelve, en mutuo ocultamiento. El Dios que se acerca en la montaña, se esconde en la nube. Esta polaridad simboliza el misterio de la contemplación, del trato íntimo con Dios. Nos acercamos a Dios para entrar en su misterio; Dios nos atrae y eleva para envolvemos. Subir a la montaña de Dios no es verlo todo claro, porque allí la nube del misterio vela la presencia de Dios. Entrar en la nube no es quedarse a oscuras, porque la montaña nos ensancha el horizonte. La montaña nos enseña a mirar desde arriba, con perspectiva y serenidad. ¡Cuántas tensiones rastreras se resuelven o armonizan en esa mirada! La nube nos enseña a penetrar en lo escondido de Dios y del hombre; a palpar donde no vemos, a compartir esa humedad que un día será fecunda.