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La oración de Moisés

 

Meditar sobre la oración de Moisés suena como una «oración al cuadrado», porque es hacer oración sobre otra oración, sobre la manera de orar de otra persona. Hasta se puede pensar que esta meditación se debe despachar con brevedad, porque el tema no da más de sí. La misión de Moisés consiste en sacar a los israelitas de Egipto, y esto evoca, ante todo, a un hombre de acción. En términos clásicos, se podría pensar que su vida tiene mucho de activa y poco de contemplativa y que el capítulo dedicado a su contemplación ha de tener necesariamente un carácter secundario.

Y, sin embargo, lo primero que sugiere una primera lectura es la profusión de textos que nos presentan a Moisés en actitud de dirigirse a Dios. No vamos a incorporar en este capítulo los temas de la muerte de Moisés, que son de alguna manera un diálogo con Dios; prescindimos igual-mente de todo el diálogo de la vocación que supone la entrada de Dios en juego, para fijarnos en momentos muy específicos en los que Moisés se dirige a Dios y Dios, de alguna manera, le responde. Y lo primero que salta a la vista es la densidad y frecuencia con que Moisés ora.

Hemos apuntado ya que Moisés es hombre de acción, y esto le lleva a actuar frente al Faraón y a organizar la conducción del pueblo; pero su tarea, su vocación específica, no es contemplar.

A esta primera dificultad responden los relatos del Pentateuco, donde se presenta a Moisés como un hombre de oración, sin ser hombre de largas oraciones. El libro del Exodo y el Deuteronomio hablan reiteradamente de los cuarenta días pasados en la montaña, que suponen una larga oración. En esos tiempos largos, que llamaríamos hoy tiempos fuertes, Moisés vive entregado a la contemplación, al trato personal con Dios. El texto bíblico nada dice en particular, constatando escuetamente el hecho de que se retiró a la montaña y estuvo allí cuarenta días. Sabemos que cuarenta es número redondo; pero es altamente significativo saber que este hombre de acción, llamado a la empresa épica y claramente activa de sacar al pueblo de Egipto, dedique cuarenta días al trato íntimo con Dios, libre de estorbos y del ruido preocupante de su pueblo. ¿Ficción narrativa? Quizá, pero indica en todo caso la concepción bíblica de que el liberador es, ante todo y sobre todo, un hombre de oración. Dada la multiplicidad de casos y situaciones, intentaremos poner orden, repartiendo la materia en tres grupos asimétricos y desiguales. El primer grupo lo titulamos intercesión: recoge los momentos en que Moisés ora por otras personas distintas de sí mismo; el segundo grupo contempla la súplica personal. Todo es, naturalmente, personal, pero aquí la súplica no recae sobre otras personas, sino sobre asuntos personales suyos; finalmente, una tercera parte, la más breve y la más alta, estudiará la figura de Moisés como contemplador, lo cual nos hace recaer nuevamente en la paradoja del Moisés activo, pero hombre de oración.

Moisés podría pensar así: si soy el hombre de Dios, ya tengo la promesa de Dios, y esto me basta; si debo cumplir órdenes recibidas para las que Dios me ha pro-metido su asistencia, no necesito recurrir a él. Y como garantía, tengo en las manos el bastón capaz de operar prodigios. Podría él pensar que está perfectamente equipado de promesas y poderes, lo cual le exime de recurrir en cada momento al que lo envía. Pero no es así. A pesar de todas esas garantías —misión, promesa, asistencia, bastón—, Moisés recurre constantemente a Dios cuando se encuentra frente a un problema o dificultad. En esos momentos levanta el corazón, extiende las manos y ora: esto es ya una gran enseñanza.

Sin entrar en el Deuteronomio, y orillando los textos antes aludidos, a los que dedicaremos un tiempo particular, nos encontramos con diez momentos de intercesión menor y otros dos de intercesión mayor, y luego con no menos de seis momentos de súplica especial. Este hecho estadístico nos lleva a una primera conclusión de que el libertador Moisés es, ante todo, hombre de oración.

Esta introducción nos permite abordar ya el primer punto, el tema de la intercesión.

 

1. INTERCESIÓN POR EXTRANJEROS

Interceder es pedir por otro —del latín inter-cedere—; es meterse o situarse entre dos personas. Intercesión indica mediación: uno pide a un segundo en favor de otro tercero. Moisés va a actuar en esta forma triangular, situándose en un ángulo para servir de enlace entre el pueblo y Dios.

Hemos hablado antes de intercesiones mayores y menores. Comenzamos por éstas en ritmo ascendente y nos encontramos con un primer grupo nada menos que en favor del Faraón. El lenguaje es repetitivo y variante, incomprensible sin adentrarse antes en la mentalidad del Faraón y en posibles descuidos por parte del narrador. Se impone ensayar este esfuerzo previo.

El Faraón no es ateo ni agnóstico ni monoteísta; es, por el contrario, un hombre profundamente religioso, con un variado repertorio de divinidades egipcias a las que da culto. Todo pueblo tiene sus divinidades con el deber providencial y protector de velar por ese pueblo. Las divinidades egipcias velan y protegen a Egipto; el Faraón, representante del pueblo, tiene que mediar, ofrecer sacrificios, tratar con los sacerdotes de esos dioses; pero ese monarca totalitario no tiene en el catálogo de sus dioses al Dios de los israelitas, a quien considera el dios de otra comunidad, sin relación ni compromiso alguno con él. El Faraón no niega su existencia; lo que niega es que Yahveh tenga algo que decir a Egipto, por la simple razón de que es un dios de otra región y de otro pueblo. Se le respeta como dios extranjero, pero él, el monarca totalitario e imperial de Egipto, prohibe a ese dios extranjero interferir en los asuntos de este pueblo. Tal es la mentalidad del Faraón. El lector posee el texto bíblico, y nosotros prescindimos de parte de la historia para saltar al momento de la segunda plaga: Las ranas han empezado a multiplicarse de manera inaudita; saltan del Nilo y están infestando todos los sembrados, las casas, los palacios... No se pueden aguantar, no dejan vivir.

«El Faraón llama a Moisés y a Aarón —a veces se habla en singular sólo de Moisés, a veces en plural de los dos— y les pide suplicando: Interceded al Señor para que retire las ranas, y después yo os dejaré marchar.

Le contesta Moisés: Dígnate indicarme cuándo tengo que interceder por ti...

El Faraón le responde: Mañana.

Moisés replica: Así se hará, para que comprendas que no hay otro como el Señor, nuestro Dios. Y Moisés clamó al Señor por el asunto de las ranas, y el Señor hizo lo que Moisés pedía» (Ex 8,4-7).

Nos detenemos en este texto, que reaparecerá más tarde con ligeras variantes. En él aparece el Faraón como un conocedor del nombre del Dios extranjero de Moisés, al que atribuye la plaga de las ranas que sus magos no han podido reprimir. Los magos han repelido ya la primera plaga, pero nada han podido hacer con ésta. Se trata, por tanto, de una intervención de una divinidad extranjera. Por eso suplica el Faraón: «Rezad al Señor para que aleje las ranas de mi pueblo, porque él es el que las ha enviado; después yo os dejaré marchar».

Moisés le pregunta por el momento y fecha —no sabemos por qué—, y el Faraón responde: mañana. Piensa quizá que la hora ya no es oportuna y que hace falta una hora determinada y concreta para la oración eficaz. Moisés acepta dando una explicación: no es por el Faraón, no es por miedo ni por servilismo, sino para que el Faraón comprenda y reconozca que no hay otro dios como Yahveh. No niega que haya otros dioses; lo que afirma es que nadie se puede comparar con Yahveh. Moisés clamó al Señor (no se emplea el verbo intercedió), y el Señor hizo según la palabra de Moisés. Esta expresión se especifica en su significado según el carácter de la palabra y según quién sea el que la pronuncia. Si la pronuncia Dios, se convierte en mandato, y el hombre ejecuta dicho mandato; si la pronuncia un hombre y obra conforme a ella, entonces cumple una promesa. Con otras palabras: el hombre obedece al mandato de Dios, y éste ejecuta la petición del hombre. Esta es la sugestiva correlación que nos ofrece la fórmula hebrea. Es claro: el hombre no puede dar órdenes a Dios; lo que sí puede es pedir, pero el efecto es equivalente. El pide y Dios cumple lo pedido, de la misma manera que Dios manda y el hombre cumple lo mandado.

Ahora podemos repasar el texto al principio de Ex 8. Al final de este mismo capítulo se cuenta la plaga de las moscas o tábanos que infestan el país. No se pueden aguantar, no se puede vivir. El Faraón llama de nuevo a Moisés y le pide: intercede a mi favor. Moisés accede, a condición de que el Faraón no se niegue a dejar libre a su pueblo. Apenas salido de la presencia del Faraón, intercedió al Señor, y el Señor hizo según la palabra de Moisés.

El esquema es muy parecido, pero hay que señalar algunas variantes.

El Faraón pide: «intercede a favor mío», sin alusión explícita alguna al Señor, al Dios de Moisés; equivale a nuestra expresión «reza por mí». Moisés se lo promete a cambio de la libertad. Y, una vez alejado de la presencia del Faraón, rezó al Señor. En esta variante se emplea siempre el verbo interceder o rezar por, pero siempre con idéntico resultado: Dios hizo como la palabra de Moisés, según la traducción literal hebrea.

En el capítulo 9 nos encontramos con la séptima plaga. Sucedió entonces algo que no sucede nunca en Egipto: una espectacular tormenta de rayos, relámpagos, truenos y chubascos. Ante lo inusitado del fenómeno y el peligro para los sembrados, el Faraón se asusta y confiesa su culpa con la fórmula famosa: «Yo y mi pueblo somos los culpables; el Señor es inocente». En esta querella hay un inocente y unos culpables; el inocente es Yahveh, vuestro Dios; los culpables somos nosotros. Y tras el reconocimiento de la propia culpa, viene la petición de oraciones al rival:

«El Faraón dijo a Moisés y a Aarón: rezad al Señor y yo os soltaré».

Aparecen elementos nuevos en el rito de la oración que constituyen una interesante curiosidad ritual: Moisés levanta las manos en forma de ángulo, con las palmas abiertas hacia el cielo, donde mora Dios. Es un bello gesto de súplica, como quien extiende la mano abierta en demanda de limosna; se extienden las dos manos, separadas y abiertas: es lo que Dios ve mirando desde arriba. Lo hizo Moisés en rito de oración y cesó la tormenta. La concesión hecha a la oración de Moisés no se explicita relacionando petición con concesión: Dios hizo lo que había pedido Moisés; la concesión va indicada de manera implícita: cesó la tormenta. Es la tercera intercesión de Moisés en la séptima plaga.

En el capítulo 10,16-19 se lee la plaga de las langostas y, con ocasión de ésta, la cuarta intercesión.

«El Faraón llamó a toda prisa a Moisés y Aarón, y les dijo:

He pecado contra el Señor, vuestro Dios, y contra vosotros. Perdonad mi pecado esta vez y rezad al Señor, vuestro Dios, para que aleje de mí este castigo mortal.

Moisés salió de su presencia y rezó al Señor. Y el Señor cambió la dirección del viento, que empezó a soplar con toda fuerza del poniente y se llevó la langosta, empujándola hacia el Mar Rojo».

De todas las fórmulas conocidas, es ésta la que nos da la visión más clara de la situación religiosa del Faraón. Empieza reconociendo su pecado y pidiendo intercesión ante el Dios de Moisés. Yahveh no es su Dios, pero, como él reza a sus propios dioses en los asuntos del país, también Moisés y Aarón deben rezar a Yahveh, su Dios, porque es claro que es él quien ha actuado en el caso de las langostas. Y gracias a la oración de Moisés, el Señor cambió la dirección del viento.

Vale la pena analizar los matices que presenta esta oración, que no puede considerarse como un tratado sobre el tema, aunque sí hay en ella elementos para elaborar una teología de la oración. Interesa observar cómo está contado, el lenguaje que se emplea y el hecho de la reiteración.

Si Moisés está dispuesto a rezar, no se debe a un puro gesto humanitario en favor del Faraón mismo; se trata, ante todo, de buscar el honor y la gloria del Señor: «para que sepas que no hay otro como el Señor, nuestro Dios»; para que reconozcas que el Señor es también soberano y dueño de tu país. La oración está contemplada desde el punto de vista y en función del prestigio y gloria de Yahveh, cuya grandeza debe reconocer el Faraón. Es una manera de orar, ante todo, para que los hombres re-conozcan la grandeza de Dios y santifiquen su nombre, sin que por ello se excluya el aspecto humanitario, que se sitúa en segundo plano.

Hemos repasado un primer grupo de intercesiones a favor de extranjeros, de extraños; a favor incluso del gran opresor que es el Faraón. Y es aquí donde mejor se aprecia la dimensión humanitaria de la oración de Moisés. Porque no ha pedido a Dios que fulmine a su enemigo; lo que Moisés pide a Dios es que retire las plagas y deje en paz a los opresores, estableciendo una distinción fundamental entre opresión y opresores, entre pecado y pecador, situando en la punta del deseo la propia gloria de Dios.

 

2. INTERCESIONES MENORES POR LA COMUNIDAD

En la serie de intercesiones de Moisés pasamos, de la oración por los enemigos, a la oración por algún miembro de su comunidad o por la comunidad entera. Los textos bíblicos nos marcan un orden que deseamos seguir, saltando por ahora las grandes intercesiones para detenernos en las menores, sin restar a éstas ningún tipo de interés. La primera se encuentra en el libro de los Números, capítulo 11,1-3. Hay una protesta colectiva a la que sigue un castigo de la ira de Dios, que empieza a consumir al pueblo como un incendio. El pueblo grita a Moisés, éste reza al Señor y el fuego cesa.

La noticia es escueta: el pueblo sabe que Moisés goza del favor del Señor y acude a Dios por medio de él como intercesor. Conocemos este principio, pero es útil verlo confirmado en textos bíblicos.

En el capítulo 12 del libro de los Números tropezamos con una protesta singular. Los insatisfechos son Aarón y María, hermanos de Moisés, a quien acusan de ser arrogante, de pretender ejercer un dominio absoluto y uni-personal y de rendir culto a su propia personalidad. El Señor no reconoce validez a tales acusaciones y se sitúa decididamente de parte de Moisés. También Aarón se di-rige directamente a Moisés, en lugar de a Dios, con una súplica de perdón: por favor, no nos imputes este pecado, que no quede María como un muerto. Habla de lo sucedido a María, a quien se le han quedado las manos paralizadas y blanquecinas. «Moisés clamó al Señor: por favor, cúrala». Y Dios accedió a la súplica de Moisés, no sin im-poner a la culpable un confinamiento de siete días fuera del campamento. Es otro de los momentos en que Moisés, acusado por sus hermanos, sabe reconciliarse e interceder por ellos.

Es un aspecto interesante de la intercesión: orar por quienes lo injurian y lo acusan en el delicado terreno del abuso de poder. El se reconcilia como hermano e intercede como mediador ante Dios. La reconciliación previa es condición para toda oración bien hecha y requisito indispensable para que Dios acepte el don depositado ante el altar (Mt 5,24). La misma conducta observa Job, acusado por sus amigos: es él mismo el que intercede por ellos reconciliándolos con Dios (Job, 42,8-10).

De aquí pasamos al capítulo 16, que es un capítulo complejo. Para intentar comentarlo habría que seguir el trenzado de dos tradiciones diversas (véase el capítulo anterior, «La autoridad de Moisés»); pero, de momento, sólo nos interesa saber que se trata de una grave rebelión, con cabecillas concretos que se amotinan contra el poder de Moisés. El caso es especialmente grave, porque rompe la unidad de un grandioso plan de conjunto. En este caso, Moisés intercede a favor de la comunidad y, curiosamente, contra los cabecillas insurrectos. Los amotinados se llaman Coraj, Datán y Abirán. Cuando empiezan los estragos del castigo y ven que la amenaza de Dios se va a cebar en el pueblo, Moisés y Aarón cayeron rostro en tierra, que es posición de rezo. No es el gesto de brazos levantados y palmas abiertas hacia el cielo, como en el caso del Faraón; caen rostro en tierra, posición de humildad, y oran: «Dios de los espíritus de todos los vivientes, uno solo ha pecado, ¿y vas a encolerizarte contra todos?». La intercesión distingue entre inocentes y culpables. En realidad, es un grupo el amotinado, pero puede hablar de uno solo porque responde a una de las tradiciones. Y separa a los amotinados de la comunidad. Si Dios ha de castigar, que el castigo recaiga sobre el pequeño grupo de culpables que han arrastrado a otros inocentes y débiles, pero no sobre toda la comunidad. Quiere Moisés que no se interprete como complicidad general y no haya un castigo indiscriminado. En este contexto debe entenderse la petición de Moisés, que suena extraña y parece negativa:

«Moisés se enfureció y dijo al Señor: No aceptes sus ofrendas. Yo no he recibido nada de ellos ni he hecho mal a ninguno» (v. 15). Quiere decir: yo no tengo nada que agradecerles, no he abusado de mi cargo; por lo tanto, no les hagas caso, no te pongas en dirección de sus ofrendas injustas. Esos hombres se han rebelado, provocando la cólera de Dios, y hay que pedir que esa cólera caiga sobre ellos y no se extienda a toda la comunidad.

Esta es la doble intercesión, intercesión con dos caras: de culpabilidad y de inocencia.

En el capítulo 17 encontramos una nueva intercesión, con matices de nuevas perspectivas. Se trata de un nuevo caso de protesta en que se ve implicada la comunidad entera. El fuego del castigo divino empieza a abrasar el campamento, produciendo víctimas. No se especifica la naturaleza de su acción, y hasta puede leerse como re-petición del caso antes comentado. Moisés reacciona di-rigiéndose a Aarón: «Toma el incensario, pon en él brasas del altar, echa incienso y ve aprisa a la comunidad para expiar por ella, porque ha estallado la cólera de Dios y está causando estragos. Aarón hizo lo que decía Moisés, se plantó entre los muertos y los vivos y detuvo la mortandad» (17,11-13).

Es un nuevo caso de intercesión ritual. No se trata de palabras con efecto sobre las cosas; aquí es una persona la que va a enfrentarse con el fuego; es el fuego ardiente de la intercesión frente al fuego de la cólera de Dios, irreconciliable con el pecado. El fuego domesticado al servicio del culto en ese incensario que lo contiene y los granos de resina aromática elaborados por el árbol se van a transformar en llama, destruyéndose a sí mismos para convertirse en aroma de perfume ascendente hacia Dios. Ese aroma es el sacrificio de la tierra, y significa el re-conocimiento ante Dios de una culpa, la búsqueda de una intercesión purificada. Ese rito tiene que ser practicado por Aarón, sacerdote en funciones, para celebrar la liturgia de intercesión de Moisés. Ellos saben que este acto litúrgico va a obtener un efecto, y para hacer más intuitivo el simbolismo va Aarón a plantarse entre los muertos y los vivos como una barrera infranqueable. El fuego abrasador, que ha empezado ya a destruir y busca más amplias vías de difusión, tropieza con la barrera infranqueable de esa columnilla de humo aromático y se detiene ante ella. También se detiene la ira del castigo, apaciguada por la intercesión ritual de Aarón.

De aquí saltamos al capítulo 20, para leer la historia del agua. El pueblo muere de sed y protesta ante Moisés pidiendo agua para beber. Dios va a castigar esa protesta, pero Moisés y Aarón se apartan de la comunidad, se di-rigen a la puerta de la tienda del encuentro y caen rostro en tierra.

Aparece aquí un detalle altamente significativo. Los intercesores se apartan de la comunidad, pero este aleja-miento no significa distanciarse espiritualmente del pueblo, sino estar más cerca de él: en la cita con la intimidad de Dios, en la tienda del encuentro, se sienten más cercanos a la comunidad, intercediendo eficazmente por ella. Hay que saber distanciarse para estar espiritualmente cerca. Allí baja Dios a la cita, y Moisés y Aarón caen rostro en tierra, en gesto de humilde vasallaje. Entonces apareció la gloria del Señor en esplendor luminoso sin figura ni imagen. Habló Dios a Moisés y le dio orden de dirigirse a la roca y mandar a ésta brotar agua de beber. Y continúa el episodio de la Fuente de Careo.

En el capítulo 21 se trata de la plaga de serpientes venenosas en el desierto. El pueblo se acerca a Moisés y confiesa su pecado: «Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti, pero tú suplica al Señor que aparte de nosotros las serpientes».

«Moisés suplicó al Señor a favor del pueblo, y el Señor dijo a Moisés: Haz una serpiente venenosa y colócala en lo alto de un estandarte» (vv. 7-8).

El pueblo empieza confesando su pecado. Es una ofensa principalmente contra Dios, pero también contra Moisés: hemos ofendido al Señor y a ti. El arrepentimiento es el único argumento que el pueblo puede invocar en busca de la intercesión de Moisés: tú tienes que rezar por nosotros. El se da por satisfecho con esta confesión y vuelve a su función de intercesor. No puede ensañarse, no puede vengarse; tiene que aceptar generosamente y perdonar: y Moisés suplicó a Dios a favor del pueblo.

Es la fórmula de intercesión a favor de un tercero. Moisés suplicó a favor del pueblo, y Dios le escuchó y le dio un encargo.

Son seis los casos de intercesión de Moisés que hemos estudiado. Los hemos llamado «menores», y en ellos ha ido apareciendo en pequeños pero significativos detalles la manera de ejercer la oración de intercesión.

 

3. INTERCESIONES MAYORES

Ahora ya podemos pasar a los dos grandes casos de intercesión correspondientes a los capítulos 32 y 14 del Exodo y del libro de los Números, respectivamente. Este segundo viene a ser como un duplicado del primero, por eso bastará exponer la gran intercesión del capítulo 32 del Exodo, diferenciada en dos partes: la primera, del verso 1 al 14; la segunda, del 30 al 35.

«Viendo el pueblo que Moisés tardaba en bajar del monte, acudió en masa a Aarón y le dijo:

Anda, haznos un dios que vaya delante de nosotros, pues a ese Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos qué le ha pasado.

Aarón les contestó: Quitadles los pendientes de oro a vuestras mujeres, hijos e hijas, y traédmelos.

Todo el pueblo se quitó los pendientes de oro y se los trajo a Aarón. El los recibió, hizo trabajar el oro a cincel y fabricó un novillo de fundición. Después les dijo: Este es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto.

Después, con reverencia, edificó un altar ante él y pro-clamó: Mañana es fiesta del Señor.

Al día siguiente se levantaron, ofrecieron holocaustos y sacrificios de comunión, el pueblo se sentó a comer y beber, y después se levantó a danzar.

El Señor dijo a Moisés: Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado.

Se han hecho un novillo de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: `Este es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto'.

El Señor añadió a Moisés: Veo que este pueblo es un pueblo testarudo. Por eso déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti sacaré un gran pueblo.

Entonces Moisés aplacó al Señor, su Dios, diciendo: ¿Por qué, Señor, va a arder tu ira contra tu pueblo que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta? ¿Tendrán que decir los egipcios: `Con mala intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra'? Desiste del incendio de tu ira, arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo. Acuérdate de tus siervos Abrahán, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo diciendo: `Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea para siempre'.

Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo» (32,1-14).

(...)

«Al día siguiente, Moisés dijo al pueblo:

Habéis cometido un pecado gravísimo; pero ahora subiré al Señor a ver si puedo expiar vuestro pecado.

Volvió, pues, Moisés al Señor y le dijo: Este pueblo ha cometido un pecado gravísimo haciéndose dioses de oro. Pero ahora, o perdonas a tu pueblo o me borras de tu registro.

El Señor le respondió: al que haya pecado contra mí lo borraré del libro. Ahora ve y guía a tu pueblo al sitio que te dije: mi ángel irá delante de ti. Y cuando llegue el día de la cuenta, les pediré cuentas de su pecado. Y el Señor castigó al pueblo por venerar el becerro que había hecho Aarón» (32,30-35).

Moisés no ha ido a la tienda del encuentro, distante unos pasos del campamento. Esta vez ha escalado el circo de colinas circundantes para adentrarse monte adentro, distante del pueblo y a solas con el Señor. Lo previsto como una visita breve se está prolongando demasiado, y el pueblo empieza a sospechar si no lo habrá arrebatado el Señor consigo. Y si Moisés no vuelve, se presienten graves situaciones de tragedia. Lejos de Egipto y privados del liderazgo de su jefe, ¿qué podrán hacer acampados en medio del desierto? Se impone buscar un sustituto, otro guía eficaz, y nadie puede cumplir este cometido mejor que un dios. La tardanza de Moisés y lo desesperado de la situación empujan al pueblo a dirigirse masivamente a Aarón para exigir con apremio: «Haznos un dios que vaya delante de nosotros, pues ese Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos por dónde anda ni qué le ha pasado». ¡Anda, haznos un dios!

Pero ¿se puede hacer un dios? ¿Puede una manufactura humana convertirse en dios? Es Dios quien hace al hombre, y no el hombre a Dios. Sin embargo, el hombre ha querido muchas veces crear a Dios. Se trata, en las culturas primitivas, de una forma más material y ruda: un trozo de madera tallado, una piedra labrada... han servido para sugerir una presencia divina. En culturas más elaboradas, los dioses se fabrican mentalmente: en la mente, en el corazón, fabrica el hombre su propio dios, y luego confunde sus propias ideas sobre Dios con Dios mismo. La idea de Dios no es Dios. Dios está siempre más allá, por encima de todas las ideas y enunciados, porque él es siempre el totalmente «Otro». Los enunciados sirven para que el hombre se acerque de alguna manera a Dios, pero nunca para poseerlo ni manipularlo. No corresponde al hombre hacer dioses, sino reconocer que Dios nos hizo y somos suyos (Sal 95). ¡Haznos un dios!, pide el pueblo. Como si Aarón, por proceder de estirpe sacerdotal, tuviera en sus manos un poder suprahumano y supradivino de hacer dioses. Claro que no se trata de hacer un dios, sino una imagen de Dios; pero ¿para qué quieren esa imagen? La quieren para que vaya delante de ellos, y esto nos sugiere una reflexión. Sucede como en el caso del obrero que lleva su carretilla cargada de ladrillos por un estrecho, tortuoso y enfangado sendero, o salvando un pequeño foso a través de unas tablas no demasiado firmes, hasta vaciar la citada carretilla. El hombre sigue fielmente a la carretilla: adonde va la rueda, allá va él detrás: a la derecha, a la izquierda... y a uno se le ocurre preguntar: ¿quién guía a quién? El hombre va detrás, empujando con dos manillas la rueda sin motor: adonde va la rueda, allá va él también; pero ¿quién guía a quién?

Los israelitas piden un dios que vaya delante; quieren exactamente un dios manejable al que poder poner ruedas y manillas para transportar una imagen de piedra, de metal o de madera y llevarla adonde ellos quieran. El hombre elabora mentalmente carros y ruedas de conceptos con los que transporta cómodamente a su dios y lo sigue. ¿Quién guía a quién? Hemos de revisar constantemente nuestra idea de Dios para ver si le seguimos a él o a fantasías de nuestra mente adaptadas a lo que nos conviene.

Los israelitas no saben ya qué hacer con ese Dios que los sacó de Egipto; no saben qué le ha pasado; o quizá no fue él, sino Moisés; o tal vez los dos... Pero ahora los dos se han ausentado, y ellos necesitan fabricar otro dios que vaya delante.

«Aarón recibió los pendientes de oro, los fundió, hizo trabajar el oro a cincel y fabricó un novillo de fundición. Después les dijo: éste es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto».

Tal como habla el texto, parece que se trata de una imagen fundida en oro. Se puede también pensar —y con más probabilidad— que se trata de una imagen grande de madera, o hecha con piezas diversas, que luego fue chapeada con láminas de oro, porque en oro macizo y de tamaño natural sería muy poco manejable. Pero éste es un detalle secundario. Lo importante es saber que Aarón cede a la petición del pueblo y fabrica el novillo que le han pedido.

El toro es en muchas religiones antiguas uno de los símbolos de la divinidad poderosa y fecunda. El toro no es Dios, pero puede simbolizar esa potencia fecunda de la divinidad. Aarón da al ídolo de fundición esa forma totalmente prohibida en Israel, porque el pueblo ha suscrito recientemente una alianza formal, en una de cuyas cláusulas se prohíbe fabricarse imágenes de la divinidad: «no te harás ídolos ni figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra o en el agua bajo la tierra». Una cláusula de la alianza prohíbe hacer imágenes ni siquiera de Yahveh. ¿Por qué? Por el peligro de que a través de las imágenes pretenda el pueblo poseer, dominar, manejar a la divinidad; y una divinidad manejable deja de ser divinidad; es pura hechura de manos humanas.

Está aflorando implícitamente una teología que más tarde se hará clara y explícita: no hay que hacerse imágenes de Dios, porque en el momento en que Dios sea manejable y esté a disposición libre del hombre, deja automática-mente de ser Dios.

Estamos en el AT, pero no se puede prescindir de lo que dice Aarón: este toro áureo, chapeado y potente que tenéis ante vosotros, ése es vuestro Dios, el que os sacó de Egipto. No niega Aarón la categoría histórica de ese Dios; no traslada al Dios del Exodo al Olimpo de las mitologías, ni hace de él un Dios cósmico. Ese Dios sigue siendo el del Exodo, y el delito consiste en haber querido configurarlo en imagen disponible y manejable. Y para demostrar que realmente se trata del mismo Dios, le edificó un altar y proclamó: mañana es fiesta del Señor.

Efectivamente, al día siguiente se celebra una gran fiesta litúrgica, una especie de día de precepto o gran solemnidad.

Se puede argüir en favor del pueblo invocando su ignorancia y falta de discernimiento. El pueblo no sabe teología ni entiende las estipulaciones de la alianza. Lo que el pueblo quiere es tener presente a un Dios que les parece ausente, al Dios de la alianza, a Yahveh expresa-mente. El toro es una manera de presencia de Yahveh; no rechazan el hecho de la salida de Egipto; reconocen el gran beneficio y proceden con buena voluntad, aceptable a Dios. Aarón es el culpable: su formación sacerdotal debería hacerle afinar su sentido crítico para distinguir actitudes cúlticas y valorar matices. Pero el pueblo es inocente.

Semejante disculpa no es aceptable. Por muy buena voluntad que se suponga, no es suficiente para justificar una religiosidad planteada en estos términos. Porque si, en un primer plano (no de superficie, sino subterráneo), la intención es buena, en otro plano (más profundo) está totalmente viciada: con buena intención quieren celebrar la fiesta de un dios representado en la figura de un toro, a quien ellos van a conducir por el desierto. Por muy buena intención que se les quiera suponer, ellos están poniéndose al servicio de una religiosidad radicalmente depravada: eso no es Dios ni puede ser Dios. La buena intención del hombre no salva la falsificación de la divinidad. El Dios que los sacó de Egipto está por encima y por debajo, antes y después, es soberano y no disponible, mientras que el dios que ellos han fabricado para que vaya por delante es un dios disponible, domesticado, manejable y, por lo tan-to, no puede ser dios. Aunque parezca dios, es un ídolo, y la religiosidad basada en la fe en este dios es depravada y falsa. El narrador lo sabe muy bien: de la escena festiva que se está desenvolviendo en el valle con cantos y danzas, festines y banquetes, sube a la montaña y, en la audacia de un montaje singular, nos va a presentar al Dios verdadero, la religiosidad auténtica, representada por un auténtico hombre de oración: Moisés.

Aquí da comienzo el gran diálogo, uno de los momentos cumbre de la vida de Moisés y de la oración de todo el Antiguo Testamento.

«El Señor dijo a Moisés: Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto» (v. 7). Hay que prestar atención a todos los matices expresivos, sobre todo al juego de sujetos y atribución de complementos: «Tu pueblo, el que sacaste de Egipto». ¿Quién lo sacó y a quién pertenece ese pueblo? Se lo dice Dios a Moisés, pero Moisés replica con las mismas pa-labras, como quien se disculpa y justifica diciendo: yo no hice más que cumplir tus órdenes, eres el que sacó al pueblo.

Dios toma la iniciativa, puede tomarla en cualquier momento; y en ese momento puede el hombre escuchar una voz interior que se impone soberanamente a su con-ciencia, identificable con la voz de Dios sin posibilidad de duda. La vocación de Moisés es uno de esos momentos de pura iniciativa de Dios; pero no es así el caso presente. Moisés se ha alejado del pueblo y está viviendo en el monte un retiro de alta contemplación, y allí, en un momento cualquiera, brota la palabra de Dios. El hombre pone la disposición de una circunstancia apta por cuenta propia. Dios se presenta en ese momento y habla: Anda, baja del monte... Es una denuncia, como si dijera: «Moisés, tú eres responsable de ese pueblo, tú lo has sacado de Egipto. Te informo de lo que está sucediendo para que tomes las medidas oportunas». Su gran delito consiste en que una fabricación humana es declarada, oficial y solemnemente, Dios de Israel.

No es apostasía de Yahveh; es identificación del Dios soberano, trascendente y santo con una imagen fabricada por manos humanas. Ahora toca a Dios pronunciar sentencia, porque el pueblo ha quebrantado una de las cláusulas solemnes de la alianza. No puede alegar ignorancia ni olvido, porque la alianza está reciente, es como de ayer.

El Señor se desahogó con Moisés: Veo que este es un pueblo testarudo, de cerviz dura como la de un novillo que sacude el yugo y se revuelve amenazador. Por eso, dice Dios, «déjame: el fuego de mi indignación se va a encender contra ellos hasta consumirlos, y de ti sacaré un gran pueblo». Es la amenaza de un castigo y la esperanza de una promesa. Equivale a decir: con este pueblo indómito y levantisco no puedo realizar mi designio histórico; déjame arrasarlos, Moisés, y empezaré de nuevo con otro pueblo nacido de ti.

¿Cómo puede Dios pedir permiso a Moisés? ¿Quién es el que hace a Dios disponible: el hombre o él mismo?

Hemos visto que Moisés vive en una atmósfera intensa de oración, y en ese clima es capaz de escuchar susurros y distinguir matices. Es un juego sutil: Déjame, es decir, no me dejes; puedes dejarme y puedes no dejar-me, pero espero que no me dejes; en tus manos pongo la decisión. Se parece al caso callejero y popular de dos hombres que disputan, y el que se siente ofendido grita, fluctuando entre los sentimientos de ira por el honor agredido y la voluntad de no herir: ¡sujetadme, que lo mato!; que equivale a decir: lo merece pero no quiero hacerlo.

Así expresa Dios sus sentimientos respecto de este pueblo que no sirve para su proyecto histórico. Entonces, ¿se acabó todo? No: de ti sacaré un gran pueblo.

Escuchemos bien esta frase: es la misma palabra dirigida por Dios a Abrahán; es la gran promesa patriarcal de la fecundidad. Cuando el mundo se ha corrompido y Dios decide empezar una era nueva con Abrahán, éste no es todavía más que un hombre. Pero Dios promete: de ti sacaré un gran pueblo y con ese pueblo empezaré a realizar mi proyecto de salvación.

Ahora el pueblo ha fallado. Dios quiere eliminar a ese pueblo que no sirve y empezar nuevamente con Moisés, que será el nuevo Abrahán: de ti sacaré un gran pueblo. Porque este pueblo —tu pueblo— ya no sirve, pero yo distingo perfectamente entre ti y tu pueblo y no te voy a consumir con ellos. En el caso de Coraj, Datán y Abirán, intercede Moisés por ellos: uno es el que ha pecado, no te enfades con todos. Aquí es lo contrario: han pecado todos menos uno, y Dios promete salvarle y hacerle un gran patriarca.

También Moisés tiene experiencia de que el pueblo es testarudo y difícil de manejar. ¿No le atraerá la idea de empezar una vida serena, patriarcal, y proyectar la mirada hacia un futuro glorioso con un pueblo dócil y nuevo en una alianza nueva? Moisés ha captado la vibración sutil de ese «déjame», y aplaca al Señor diciendo:

«,Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, al que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta? Lo saqué yo, pero fue porque tú estabas conmigo con gran poder y mano robusta». Y sigue en su argumentación: «¿Tendrán que decir los egipcios: Con mala intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas y ex-terminarlos de la superficie de la tierra?». Es decir: cuida, Señor, de tu fama. Lo que tú has hecho con tu pueblo sacándolo de Egipto ha sido un acto público, bien patente a la luz de las naciones. Lo ha presenciado el imperio más poderoso del mundo. Se les ha dicho que ha sido obra de Yahveh, nuestro Dios. Los egipcios lo saben, y cuando se enteren de que ese mismo pueblo liberado de Egipto ha perecido abrasado en el desierto, se reirán diciendo: es un Dios impotente que los sacó y luego los dejó morir; un Dios vengativo que los engañó sacándolos para acabar con ellos en el desierto. ¿Cómo quedará entonces tu fama y tu buen nombre ante ellos, Señor?

Ante tu pueblo presentaste como credenciales el interés por un pueblo de esclavos, el afecto y compasión por los débiles oprimidos. Pero ahora vas a actuar como un Dios vengativo del que nadie podrá fiarse. ¿Has pensado bien todo esto? Señor, si no por el pueblo, hazlo por tu nombre y por tu fama. Desiste del incendio de tu ira, arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo. Tu ira es legítima, porque es indignación contra el pecado, y la santidad de tu ser no puede nunca pactar con la maldad. Todo eso lo sé, pero no te dejo. Desiste de tu ira y arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo.

Y continúa con un tercer y definitivo argumento, cuya fuerza hay que leer entre líneas, afinando la vista y el oído para percibirlo: Acuérdate de tus siervos Abrahán, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo, diciendo: «Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia, para que la posea para siempre».

Moisés se remonta más allá de la salida de Egipto: a la promesa de multiplicar el pueblo y poseer la tierra. El pueblo es éste, el que ha salido de Egipto; le falta poseer la tierra. Si ahora lo aniquilas, se acabó el pueblo, se rompe la promesa ligada a la línea de Abrahán, Isaac, Jacob y sus doce hijos. Es verdad que puede destruir al pueblo exceptuando a Moisés, y así no se quiebra la línea, porque Moisés desciende de Abrahán, y el pueblo nacido de Moisés seguirá descendiendo de Abrahán, sin más que sufrir la dilación de dos siglos, que en la perspectiva de Dios no es nada. Si Moisés se aparta del pueblo y acepta la oferta de Dios, la promesa no se rompe; solamente se difiere; pero si Moisés se pone de parte del pueblo y pide: si los destruyes a todos, destrúyeme también a mí con ellos, entonces sí se rompe la promesa a la que Dios no puede fallar.

Dios podía decir: la voy a cumplir en ti. Pero Moisés no lo acepta. De esta manera ata las manos a Dios intercediendo por su pueblo, identificándose con él, no en el pecado, pero sí en el castigo.

«Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo». Moisés intercede no desde arriba ni de fuera ni de lejos, sino fundido y confundido en medio de ellos. Es la gran intercesión.

«Al día siguiente, Moisés dijo al pueblo: Habéis cometido un pecado gravísimo; pero ahora subiré al Señor, a ver si puedo expiar vuestro pecado.

Volvió, pues, Moisés al Señor y le dijo: Este pueblo ha cometido un pecado gravísimo haciéndose dioses de oro. Pero ahora, o perdonas a tu pueblo o me borras de tu registro» (vv. 30-32).

O todos o ninguno. Yo no quiero un trato de privilegio; yo comparto la suerte de todos: si vas a eliminar a todos, borra también mi nombre. Es un alto ejemplo de intercesión, no a distancia, sino por solidaridad.

Pero la figura de Moisés no se agota en este momento máximo de su vida. Moisés está actuando como figura y tipo de otro gran intercesor: Jesús, que se hace uno con nosotros, hermano nuestro en todo excepto en el pecado, que comparte nuestra suerte, incluida la muerte. Y así, como uno de los nuestros, como hermano entre hermanos, puede interceder al Padre y alcanzar perdón para toda la humanidad. La intercesión de Moisés es un momento culminante de su vida, que alarga su sombra hasta la cumbre del calvario, desde donde escuchamos otra intercesión: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

Podemos redondear lo dicho con otro momento de gran intercesión que viene a ser como una réplica, repetición o variante de la anterior. Se lee en el capítulo 14 del libro de los Número] y se inserta en el episodio la rae é1T n de Íos exploradores. Los israelitas han llegado por el sur a las puertas de la tierra prometida. Ya sólo falta entablar batalla y apoderarse de ella. Pero Moisés decide enviar antes a un grupo de exploradores a tantear la tierra en sus aspectos positivos o negativos. Los exploradores vuelven con un informe bivalente, ambiguo: la tierra es excelente, pero sus habitantes son temibles; la tierra es magnífica, y nos gustaría poseerla, pero nada podremos contra sus habitantes. Ante esta información, cunde el pánico en la comunidad. Solamente dos de los exploradores, Caleb y Josué, permanecen fieles a Moisés. Los demás se amotinan y deciden apedrear a Moisés y Aarón y, una vez desentendidos de ellos, regresar a Egipto deshaciendo todo lo hecho.

El pecado no consiste aquí en hacerse un ídolo o fabricar una imagen de Yahveh para manejarla a su gusto; ahora se quiere prescindir totalmente del Señor: hay que deshacer la historia y desandar el camino para regresar adonde vivían mejor, a Egipto, el país de la opresión. Este renegar de Dios y de la salvación precedente es un delito gravísimo que amenaza también la vida de Moisés y de Aarón. ¿Qué hacen ellos? Se dirigen a Dios y oran. La intercesión recoge algunos motivos del capítulo 32, y los desarrolla introduciendo variantes y subrayando aspectos:

«El Señor dijo a Moisés: ¿Hasta cuándo me despreciará este pueblo? ¿Hasta cuándo no me creerán con todos los signos que he hecho entre ellos? Voy a herirlo de peste y a desheredarlo. De ti sacaré un pueblo grande, más numeroso que ellos» (Núm 14,11-12).

Se insiste aquí en el tema del castigo que acabará con el pueblo, pero se salvará un miembro que será comienzo nuevo de una dinastía patriarcal. «Moisés replicó al Señor: Se enterarán los egipcios, pues de en medio de ellos sacaste tú a este pueblo con tu fuerza, y se lo dirán a los habitantes de esta tierra» (v. 13).

Ahora no son sólo los egipcios, sino que los egipcios serán portadores del descrédito universal de Yahveh, el Dios de los israelitas. «Han oído, que tú, Señor, te dejas ver cara a cara, que tu nube está sobre ellos y que tú caminas delante en columna de nube durante el día y en columna de fuego por la noche» (v. 14). Es decir, conocen la salida de Egipto y una serie de prodigios que tú has ido realizando hasta el momento presente; por eso el fallo ahora es mucho más grave que al principio. Pensarán que a ese Dios le faltan las fuerzas para seguir apoyando a su pueblo; es un Dios magnífico, pero limitado, pues pudo empezar, pero no ha podido concluir:

«Si ahora das muerte a este pueblo como a un solo hombre, oirán las naciones la noticia y dirán: El Señor no ha podido llevar a este pueblo a la tierra que les había prometido; por eso los ha matado en el desierto. Por tanto, muestra tu gran fuerza como lo has prometido, Señor paciente y misericordioso, que perdonas la culpa y el delito, pero no dejas impune; que castigas la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos, perdona la culpa de este pueblo por tu gran misericordia, ya que los has traído desde Egipto hasta aquí» (vv. 15-19).

La intercesión de Moisés invoca los compromisos adquiridos por Dios y la verdadera naturaleza de éste, que consiste en ser clemente y compasivo. Dios podría interrumpir la empresa y quedar todavía a salvo; lo que no puede es desacreditar su naturaleza. No hace valer los méritos del pueblo, que no existen, sino las consecuencias de su propia naturaleza clemente y misericordiosa. Es un elemento nuevo que no aparecía tan claro en las intercesiones precedentes. La figura de Moisés se realza como la figura del gran intercesor.

 

4. SUPLICAS PERSONALES

Van a ocupar nuestra atención ahora cinco momentos especiales en los que Moisés dirige al Señor una súplica personal. En las precedentes intercesiones oraba por un tercero: el Faraón, el pueblo, sus hermanos... En éstas reza por sí y para sí, aunque siempre en relación con la misión encomendada. Estos cinco ejemplos se refieren mediatamente al pueblo, pero directa e inmediatamente tienen por objeto asuntos personales de Moisés, lo que no excluye en él el aspecto de persona pública.

El número de cinco es ya interesante por sí mismo. Hemos enumerado doce intercesiones, diez menores y dos grandes; en cambio, hemos de enumerar solamente cinco súplicas personales, tres menores, y luego otras dos en ritmo ascendente. El trabajo de meditar será mucho más sencillo en esta parte, pero vuelve a ser otra vez testimonio de la espontaneidad con que Moisés sabe dirigirse a Dios siempre que surgen problemas en el cumplimiento de su misión.

Damos un salto atrás y nos hacemos presentes al momento en que tiene que presentarse al Faraón. Son las primeras escaramuzas sin el sobresalto aterrador (todavía) de las plagas. Tiene que pedir al omnipotente Faraón el fin de la opresión y la libertad del pueblo, pero el poderoso señor replica, como herido, dando una vuelta a la tuerca e imponiendo nuevas cargas. En ese momento de desaliento general del pueblo, Moisés se dirige a Dios en estos términos: «Señor, ¿por qué maltratas a tu pueblo? ¿Para qué me has enviado? Desde que me presenté al Faraón para hablar en tu nombre, el pueblo es maltratado y tú no has liberado a tu pueblo».

«El Señor le contestó: Pronto verás lo que voy a hacer con el Faraón» (Ex 5,22-23).

Se trata de una oración en forma de reproche que delata a las claras una cierta intimidad de Moisés con Dios. Este tono de reproche no significa desafío altanero, y debe ser entendido y escuchado en el tono de confianza familiar de dos personas que se quieren y se reprochan libremente con fórmulas como ¿por qué...?, ¿cómo es posible...?, en las que hay más de cariño que de protesta. El contenido no consiste en decir simplemente «amén»; Moisés se abre confidencial en la oración y se desahoga libremente y sin trampas ante Dios.

Un segundo momento tiene lugar apenas pasado el Mar Rojo, al enfrentarse por vez primera con el problema de la falta de agua. El pueblo sediento llega a un manantial, pero el agua es salitrosa. Se levanta la protesta, y Moisés se dirige a Dios, quien le indica una planta. Moisés la echa en el agua, y ésta se hace potable (Ex 15,25).

Se trata de un pasaje breve y escueto, pero con valor de testimonio: en la dificultad, Moisés clama al Señor, y éste le escucha.

Y otra vez aparece el mismo problema del agua, esta vez en el capítulo 17,4: «Moisés clamó al Señor: ¿Qué hago con este pueblo? Por poco me apedrean.

El Señor respondió a Moisés: Pasa delante del pueblo».

Moisés se dirige a Dios, pero el reproche recae sobre la comunidad. Indirectamente, se dirige también a Dios, porque él no ha cargado por propia cuenta y por las buenas con ese pueblo rebelde y levantisco; fue Dios quien se lo puso encima, y por eso es a Dios a quien corresponde solucionar el problema y resolver la difícil papeleta. Es una actitud modélica por parte de Moisés, que se dirige a Dios en tono de humilde y familiar reproche.

El cuarto momento es más sustancial. Viene a continuación de la gran intercesión del capítulo 32. El problema planteado es: ¿Va a seguir el Señor acompañándonos hasta la tierra prometida o es tan grave nuestro delito que no vamos a poder contar con él? La oración de Moisés es intensa y reiterada, y de ella se recoge en el capítulo 33 un momento nada más, entre otros muchos. Por eso debe ser leído y meditado con atención, para no dejar escapar ningún detalle: todo es importante.

«Moisés dijo al Señor: Mira, tú me has mandado que guíe a este pueblo, pero no me has indicado a quién me vas a dar como auxiliar, a pesar de que me dices que me tratas personalmente y que gozo de tu favor; pues si realmente gozo de tu favor, enséñame el camino; además, ten en cuenta que esta gente es tu pueblo» (33,12-13).

El pasaje relata una especie de querella entre Moisés y Dios. Hemos indicado ya que la oración de Moisés no consiste en decir a todo «amén», sino en un trato con Dios auténtico y sin engaños, porque pretender engañar a Dios sería engañarse a sí mismo. Moisés dice modestamente lo que siente: Tú me has confiado una empresa, pero me encuentro solo en la tarea y no me dices quién puede ayudarme, a pesar de ser tu amigo y confidente.

Es una bella manera de orar a Dios, porque es argüirle con sus mismas palabras sin retorcerlas, como en algún momento hizo Job, y también Satán en las tentaciones del desierto. Retorcer las palabras de Dios no es apelar a lo que Dios ha dicho. En las negociaciones entre amigos, éstos apelan a la palabra dada: tú mismo has dicho esto, tú lo has prometido... Y esta manera de argumentarle a Dios con sus propias palabras es una bella manera de orar, porque denota conocimiento de lo que él ha dicho. La llegada a este punto presupone un largo recorrido en el camino de la oración.

Dios le promete: bien, yo iré en persona. Y Moisés se agarra a la promesa y la refuerza: de acuerdo, porque, si no es así, no nos mandes movemos; en algo tiene que conocerse que gozo de tu favor y que este pueblo es tu pueblo. Dios se ha aparecido en el Sinaí, y allí ha tenido lugar la gran experiencia de la alianza; también la gran tragedia del primer pecado y del primer perdón. Pero no ha terminado todo, ha sido una pausa importantísima, fundacional, en el camino desde Egipto a la tierra prometida. Queda aún mucho camino por andar, y este pueblo difícil tiene que contar con un compañero de viaje. No bastan Moisés ni Aarón ni los ancianos; tiene que acompañarlos Dios mismo, y en esto se notará que este pueblo es distinto de los demás: Dios, compañero de viaje por el camino de la vida.

Y Dios contesta a Moisés: También cumpliré esta petición tuya, porque gozas de mi favor y te trato personalmente.

Moisés ha arrancado al fin, con su oración, el testimonio de Dios mismo: gozas de mi favor, te trato personalmente.

Saltamos al capítulo 11 del libro de los Números, el más entrañable y significativo, el más audaz y aleccionador.

El pueblo ha recibido de Dios la comida maravillosa, el maná, que puntualmente baja del cielo durante la noche para que puedan tener el pan de cada día y seguir el viaje, incluso con el refinamiento de darles doble ración los viernes para que el sábado puedan comer y descansar. Pero el pueblo llega a sentirse harto y aburrido de esa comida: ¡siempre el mismo plato único! Llevamos largo tiempo en el desierto y echamos de menos la comida de Egipto; quisiéramos tener otra comida. ¡Un nuevo motín!

«Moisés oyó cómo el pueblo, cada uno en su grupo, en su clan, a la entrada de la tienda, lloraban, gemían y se quejaban. Dios se enfadó con el pueblo, y también le pesó a Moisés lo que estaba sucediendo.

Moisés se dirigió al Señor y rezó en estos términos:

¿Por qué maltratas a tu siervo y no le concedes tu favor, sino que le haces cargar con todo este pueblo? ¿He concebido yo a todo este pueblo o lo he dado a luz para que me digas: Coge en brazos a este pueblo como una nodriza a la criatura y llévalo a la tierra que he prometido a sus padres? ¿De dónde sacaré carne para repartirla a todo el pueblo? Vienen a mí llorando: Danos de comer carne. Yo solo no puedo cargar con todo este pueblo, pues supera mis fuerzas. Si me vas a tratar así, más vale que me hagas morir; concédeme este favor y no tendré que pasar tales penas» (Núm 11,10-15).

Todo es maravilloso en esta oración. Parece imposible añadir un comentario sin deteriorar el original encanto de esa familiaridad e intimidad con Dios, la habilidad en hacer comprender a Dios lo que está sufriendo, la queja amorosa y la audacia comedida: «¿Por qué maltratas a tu siervo?». Si un amo maltrata al único siervo que tiene, ¿quién sale perdiendo, el amo o el esclavo? Yo soy siervo del Señor no por mi cuenta, sino porque él me ha tomado a su servicio y yo he procurado serle fiel. Ahora este dueño me paga la fidelidad con malos tratos. No me trata a palos, porque gozo del privilegio de su favor, pero me echa encima una carga superior a mis fuerzas, la carga de todo un pueblo rebelde y difícil. Señor, tú me echas la carga sin medir mis fuerzas, y si me aplastas, ¿dónde vas a encontrar otro servidor fiel como yo? Líbrame de la carga de este pueblo del que no soy padre. ¿Por qué he de tener que cargar yo con él y tomarlo en mis brazos como si fuera su nodriza?

Como en un bajo cifrado, se percibe en esta oración una segunda voz que apenas suena y hay que adivinar más que oir. ¿Quién es la madre de este pueblo? Es Dios, y a él toca cargar con él y alimentarlo día a día. Que muestre Dios con él su afán y su cariño maternal. Yo no soy más que un funcionario de Dios; yo amo a este pueblo, pero no puedo con él. Llora como los niños, y cuando le doy de comer, quiere otra cosa y nunca calla ni se contenta con nada. Si he de servirte en estas condiciones, aplastado por el peso de mi responsabilidad, pagada con protestas, y si de verdad gozo de tu favor, mejor es morir. ¡Señor, dame la muerte!

Dios le responde con una doble promesa: para el problema de la carne, enviará prodigiosamente bandadas de codornices; para el problema de la carga del pueblo, le mandará repartir el trabajo entre un senado de setenta ancianos.

Este fue el tema de otra meditación.

 

5. CONTEMPLACIÓN

La tercera parte de la oración de Moisés es la más elevada y la menos explícita. Llegados a este punto de la intimidad de la contemplación, es mucho lo que se vive y muy poco lo que el hombre sabe decir. Con todo, se pueden entresacar varios pasajes de los libros del Éxodo y de los Números que nos permitan hacernos una cierta idea de la contemplación de Moisés. Vamos a hacer el camino al revés, comenzando por un testimonio explícito en un texto que se lee en el libro de los Números, 12,1-8.

Sucede un motín. El motín no es nada nuevo, pero esta vez tiene la extraña particularidad de que los amotinados son dos hermanos del mismo Moisés: María y Aarón. En este episodio nos interesa el testimonio que va a dar Dios sobre el papel. (Véase el cap. anterior: «La autoridad de Moisés»).

«El Señor bajó en la columna de nube, se colocó en la entrada de la tienda y llamó a Aarón y a María. Ellos se adelantaron y el Señor les dijo: Escuchad mis palabras: Cuando hay entre vosotros un profeta del Señor, me doy a conocer a él en visión y le hablo en sueños; no así a mi siervo Moisés, el más fiel de todos mis siervos... A él le hablo cara a cara; en presencia y no adivinando contempla el semblante del Señor. ¿Cómo os habéis atrevido a hablar contra mi siervo Moisés? (Núm 12,1-8).

Al leer estas palabras, uno piensa necesariamente en Moisés como en un superprofeta. No es sólo un mensajero, un enviado de Dios que escucha las palabras y las transmite fielmente; es un confidente que tiene fácil acceso a la presencia de Dios. No es un empleado, un burócrata o un oficial, ni siquiera un ministro; es mucho más que todo eso. Dios habla en visión a los profetas, se les da a conocer en sueños hablando con imágenes y figuras. En los sueños se muestra la figura,.la imagen, la visión y la palabra que el profeta escucha soñando y puede identificar como pa-labra de Dios. Moisés no es así. Moisés, dice Dios, es mi siervo, íntimo amigo personal, el más fiel de toda mi servidumbre, y me puedo fiar de él como de ningún otro; por eso hablo con él boca a boca —en español decimos cara a cara—, me entiendo con él como cuando un amigo habla cara a cara con otro amigo, y él no necesita interpretar los enigmas, porque contempla mi semblante.

El autor quiere sugerirnos una idea: no se trata de sueños o imágenes intermedias; se trata de una cercanía inmediata en diálogo directo con Dios, a quien Moisés no necesita adivinar, porque habla cara a cara con él. Dios le llama para que escuche en silencio y repita luego lo que le dice.

El texto no da contenidos concretos; tan sólo descorre el velo del misterio y nos permite asomarnos al inexpresable espectáculo de lo que era el trato de Moisés con Dios: diálogo boca a boca, contemplación directa del semblante de Dios.

El segundo momento pertenece al capítulo 24 del Exodo, donde se describe el ascenso de Moisés para contemplar al Señor:

«El Señor dijo a Moisés: Sube a mí con Aarón, Nadab y Abihú y los setenta dirigentes de Israel y prosternaos a distancia. Después se acercará Moisés solo, no ellos, y el pueblo que no suba» (vv. 1-2).

Aquí se indica una gradación de jerarquía que quizá traduce costumbres del culto. El pueblo queda abajo, en la falda de la montaña; hasta la parte alta de la montaña, como un rellano o altiplano, suben los setenta, que no son todos los ancianos, senadores o concejales de Israel, sino un grupo selecto que colabora directamente con Moisés en el despacho de los asuntos ordinarios. Después del grupo sacerdotal, está la figura máxima, que es Aarón, y con él Nadab y Abihú: en total, setenta y cuatro personas.

Todos suben a la montaña y llegan hasta la parte alta. Allí se detienen y hacen una postración que es gesto de vasallaje. Se destaca Moisés y se acerca hasta donde está el Señor para tratar con él personalmente los asuntos. Es como un centro, después un círculo en forma de barrera, y abajo espera toda la comunidad: es uno de los datos. El otro es la autorización de ver a Dios: Subieron Moisés, Aarón, Nadab, Abihú y los setenta dirigentes de Israel y vieron al Dios de Israel: bajo los pies tenía una especie de pavimento de zafiro, como el mismo cielo (vv. 9-10).

No se describe nada de la figura del soberano, sólo se describe el zócalo del estrado en el que se apoyan sus pies. Es como si hubiera un segundo firmamento, según la concepción antigua, a manera de bóveda o tienda de campaña luminosa. Dios está en el cielo por encima del firmamento, y cuando baja la montaña tiene otro cielo, otra bóveda que de alguna manera es réplica de la celeste y está indicando la altura, la magnitud, la soberanía de Dios. En una doble función, vela y desvela al mismo tiempo. Pero Dios no extendió la mano contra los notables de Israel, no castigó su audacia, porque él mismo los había llamado. Y termina: «Pudieron contemplar a Dios, y después comieron y bebieron», es decir, celebraron un banquete (v. 11).

También esta noticia nos parece muy escueta. Unos cuantos son invitados a una especialísima contemplación de Dios y se nos dice algo de su figura, semejante a lo que encontramos en los capítulos 10 y 11 de Ezequiel. Se aprecia un esfuerzo por decir cómo era, a qué se parecía. Directamente no se dice cómo era, sino a qué se parecía. El autor de este fragmento renuncia a describir nada; habla, sin más, de una presencia que Moisés y el grupo escogido pudieron contemplar, pero no transmitir para nosotros. El ejemplo de Moisés puede ser una invitación a subir y mirar, a contemplar, aunque se trata de cosas imposibles de decir.

Un tercer paso nos llevaría a hablar del encuentro periódico de Moisés con el Señor en la tienda del encuentro. Dedicaremos una meditación especial al tema, bajo el título de «Moisés y la gloria». Pertenece, natural-mente, a la «contemplación», pero es tan importante que merece una meditación especial entera.

Pasamos ya al último fragmento, páginas intensas de experiencia religiosa, elevadas y enigmáticas.

Si Dios se ha comunicado sin enigmas a Moisés, a nosotros esa comunicación nos llega envuelta en velos de misterio que sólo nos permiten entrever o adivinar algo. Tejemos un texto empalmando citas de Ex 33,18-23 con 34,5-8.

Dios ha dicho a Moisés: gozas de mi favor, te trato personalmente. Inmediatamente toma Moisés este testimonio de Dios para lanzar la última y la más audaz petición: «Enséñame tu gloria».

«Le respondió Dios: Yo haré pasar ante ti toda mi riqueza, toda mi bondad, todos mis bienes, y pronunciaré ante ti el nombre `Yahveh', porque yo me complazco en quien quiero y favorezco a quien quiero; pero mi rostro no lo puedes ver, porque un hombre no puede verme y quedar con vida» (33,18-20).

Ahí tenemos lo que Dios va a dar y lo que va a rehusar: hará desfilar (y Moisés podrá contemplar activamente) toda su bondad, toda su riqueza, todos sus bienes, porque Dios es soberanamente bueno. En el relato de la creación, después de cada obra se repite: «y vio Dios que era bueno». Pero «bueno» significa también bello: todo lo que Dios hizo al principio era bueno, porque sólo cosas buenas hace el Señor. Pero mejor que cada cosa y que todas juntas es la suprema bondad, él mismo, y él va a hacer desfilar esa bondad ante los ojos atónitos de Moisés. ¿Por qué? «Porque yo me compadezco de quien quiero y favorezco a quien quiero». Es pura benevolencia de Dios: el hombre no puede exigir nada ni reclamar nada; no se trata de una recompensa por servicios prestados: todo es pura generosidad de Dios. Moisés va a ser uno de esos favorecidos del Señor.

La primera condición para esa contemplación gratuita es la humildad. No hay méritos ni alegatos. Porque Dios favorece a quien quiere, podrá Moisés ver su bondad y el desfile de sus bienes; después escuchará su nombre, «Yahveh», pero no pronunciado por él, que es mortal. Podrá oir cómo Dios pronuncia su propio nombre, pero no podrá verle directamente, porque «nadie puede ver el rostro de Dios y quedar con vida».

Pero, si la presencia de Dios resulta mortífera para el hombre, ¿cómo podemos hablar del Dios bueno?

Dios es tan bueno, tan grande, que no cabe en el hombre. El hombre puede morir en un espasmo terrible de dolor insoportable, siendo la intensidad del dolor la que lo mate. ¿No puede igualmente desbordar la intensidad del gozo la capacidad del hombre y paralizar su corazón en un éxtasis de gozo? El hombre es de alguna manera ilimitado, puede ensanchar su capacidad; pero, en cualquier caso, no puede con Dios, porque Dios no cabe en el hombre; y si éste intenta meterlo en su corazón o en su mente, estalla y muere. Si el hombre viera a Dios, moriría por exceso de belleza, por demasiada grandeza. Así hablan los místicos. En la contemplación han llegado hasta un punto que les permite adivinar, sospechar con garantía de acierto lo que verdaderamente es Dios, más allá de lo que han podido aprender. Y como les parece que ya le tocan, que está al alcance de la mano, pero en realidad está al otro lado, desean morir, piden morir para poder saltar al otro lado con la muerte y poder captarlo con ojos nuevos. Es el momento supremo de la contemplación mística.

Algo de esto deja insinuar el texto bíblico. Sus mejores comentaristas no son los exegetas de profesión que analizan lo signos del texto hebreo, sino los que han sido admitidos a la alta y profunda experiencia del Señor. El hombre no puede ver el rostro de Dios y quedar con vida; es demasiado para una criatura; le verá después, desde la otra orilla.

«Y añadió el Señor: Ahí, junto a la roca, tienes un sitio donde ponerte; cuando pase mi gloria te meteré en una hendidura de la roca y te cubriré con mi palma hasta que haya pasado, y cuando retire la mano podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás» (33,22-23).

Otra vez se entretiene el autor con un juego de enigmas, con los misterios de Dios. La montaña es un privilegiado puesto de observación con muchas posibilidades, y entre éstas hay un observatorio especial: hay allí una hendidura, una especie de nicho natural en la roca. Metido en esa hendidura, protegido y aislado de todo por la roca y sólo con la mirada hacia fuera, podrá Moisés ver desde lo alto de la montaña el espectáculo único del desfile de la gloria esplendorosa de Dios. Es demasiado para un hombre: deslumbra, puede cegar tan a fondo que produzca la muerte. Por eso colocará Dios la palma de la mano cubriendo la hendidura sin dejar rendija entre los dedos, para que Moisés no muera. Tendrá así la sensación como si la palma de Dios se hiciera traslúcida y dejara atravesar un vislumbre de luz, pero no puede ver. Y cuando ya ha pasado el esplendor de la gloria, Dios retira la mano. ¿Qué ve entonces Moisés? ¿El rostro de Dios? No; ve su espalda, la forma de su huida, el alejarse de Dios. ¿Qué más puede ver el hombre? La cercanía y el alejarse de Dios. En el momento cumbre de la contemplación en esta vida, el hombre ve cómo Dios se aleja, porque Dios se encuentra siempre más allá. Cuanto más nos sumergimos en su océano, más profundo es; cuanto más vemos de él, más vemos de lo ilimitado del «totalmente Otro». Nunca nos acercamos al límite, sólo nos acercamos a lo ilimitado. Por eso, a medida que el hombre avanza en la contemplación, va descubriendo a Dios siempre más grande, en la experiencia de que Dios le ha llevado cerca para que vea cómo se aleja, y volviendo a acercarse volverá Dios a alejarse. Sucede lo que al astrónomo en la observación de un planeta: el planeta está allí, excitando la curiosidad del astrónomo, al que habla de la existencia de un sol en el centro de ese sistema; el astrónomo enfoca y contempla la estrella central, y esa estrella le enfoca y le lanza hacia una lejanía más grande de la galaxia y, a fuerza de hurgar y escudriñar el horizonte del espacio nocturno, ve cómo se aleja el término —si es que tiene término— de este mundo creado, de los espacios que los astrónomos llaman infinitos, que resultan de hecho ilimitados y por eso se alejan cada vez más.

Así puede ver el hombre cómo se aleja Dios; no ve la lejanía de Dios, sino el alejarse de Dios. La cercanía queda al otro lado de la muerte.

«El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor» (34,5). Es curioso que en textos semejantes quede una cierta ambigüedad sobre la persona que habla. El trabajo de interpretación lleva a pensar que en este momento —cuando el Señor baja y Moisés siente la presencia— Moisés pronuncia el nombre de Yahveh y, al pronunciarlo, el eco le devuelve la misma palabra. Pero, en el eco humano, la voz enviada a la montaña cóncava o a la pared lisa nos es devuelta quizá con algunos armónicos de la montaña. En el caso presente no es la pronunciación de Moisés la que es devuelta por la roca; es Dios mismo el que va a pronunciar su nombre y sus títulos, y es necesario escucharlo así, porque cuando un hombre pronuncia el nombre de Dios, lo empequeñece en sus labios. Hay que invocar humildemente, y luego guardar silencio para oír el nombre de Dios pronunciado por él mismo y escuchar cómo suena. ¿Quién puede decirlo?

El autor no lo dice. Dice tan sólo las palabras que Moisés oye en aquel tono inefable, único, penetrante, envolvente. No hay lenguaje humano capaz de reproducir ese tono. Escuchemos a Dios, sin embargo, hablando de sí mismo, pronunciando su nombre y sus atributos:

«El Señor pasó ante él proclamando: Yahveh, Yahveh, el Dios compasivo y clemente, paciente, rico en misericordia y fidelidad, que mantiene la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados aunque castiga la culpa hasta la cuarta generación» (34,6-7).

Si la dialéctica del mal y del pecado humano llega hasta la milésima generación, hasta allí llega también el influjo de la bondad divina. San Juan parece ser un eco de estas palabras cuando habla de plenitud de Dios (Jn 1,16). De esa plenitud de lealtad, bondad y fidelidad, todos hemos recibido como gracia que responde a su gracia; porque a Dios no lo ha visto nadie, ni siquiera Moisés. Moisés pudo hablar de esa bondad y fidelidad, pero a Dios no pudo verlo. El Unigénito del Padre es quien nos lo ha contado.

Este relato de Moisés debe leerse pidiendo el don de la contemplación, que no se gana por propios méritos, pero que puede pedirse en humildad al Señor fiel y rico en misericordia, y puede uno prepararse para él. Cristianamente, escuchamos la voz del Hijo, que nos muestra el rostro del Padre: quien me ve a mí, ve al Padre (In 14,9). Es Jesús quien nos hace escuchar, con palabras y hechos, la plenitud de Dios: plenitud de lealtad, de bondad y de fidelidad.

Dios proclama su grandeza, pone la palma de la mano y desfila su gloria; retira la palma, y Moisés ve cómo Dios se aleja, y se queda sólo con la forma de su huida.

 

ORÍGENES:

INTERCESIÓN DE MOISÉS

«El Señor dice a Moisés: Acabaré con ellos; de ti y de tu casa sacaré una nación numerosa, mucho más que la presente. Pronuncia tal amenaza, no indicando que la naturaleza divina está sometida a la cólera, sino para que se manifieste el amor de Moisés por su pueblo y la bondad de Dios con el pecador. Está escrito que Dios se irritó y amenazó acabar con el pueblo, para que se vea cuánto puede el hombre con Dios, y la confianza que ha de tener, pues la indignación divina se aplaca con la súplica humana, y el hombre puede conseguir que Dios cambie su propósito. La bondad que sucede a la cólera muestra la confianza en Dios de Moisés y cómo la naturaleza divina no cede a la cólera.

El texto encierra además un misterio que se cumpliría en el futuro: a saber, que Dios, rechazando aquel pueblo, suscitaría otro. Dice: Acabaré con ellos; de ti sacaré una gran nación... Esta amenaza no es cólera, sino profecía. Habría de elegir otra nación, el pueblo de los paganos, pero no por medio de Moisés. Moisés se excusó, porque sabía que la gran nación prometida no sería llamada por él, sino por Jesucristo, y no se llamaría pueblo mosaico, sino pueblo cristiano» (PG 12,621).

 

COMENTARIO

De la intercesión de Moisés saca Orígenes dos enseñanzas. La primera, más obvia, es el poder de la súplica humana dirigida a Dios. En ello Moisés no detenta un monopolio, sino que ofrece su ejemplo a todos. La segunda enseñanza la llama «misterio», porque se refiere a Cristo y su Iglesia. El razonamiento de Orígenes se puede esquematizar así: De ti sacaré una gran pueblo —dice Dios—; Moisés distingue: un gran pueblo, un pueblo universal, sí; de mí, no. Porque yo no soy el Mesías, y el pueblo universal saldrá de él; el pueblo cristiano, de Cristo.

 

GREGORIO DE NISA:

LA CONTEMPLACIÓN DE MOISÉS

«Un hombre que, según el testimonio divino, ha visto a Dios claramente en tan grandes teofanías —pues dice el texto que hablaba con Dios cara a cara, como con un amigo— ¿cómo puede pedir a Dios que se le manifieste? Como si no hubiera alcanzado todavía lo que creemos que alcanzó, por el testimonio de la Escritura; como si no se hubiera manifestado el que siempre se dejaba ver. La voz celeste, por una parte, accede a la petición, y no le niega esta gracia adicional; por otra parte, defrauda su esperanza, porque lo que pide no se puede mostrar al hombre en vida. Con todo, Dios le dice que tiene un lugar vecino, con una roca y una hendidura: allí le manda colocarse, mientras El cubre con la mano la abertura y pasa proclamando. A la llamada, Moisés saldrá afuera y verá el dorso del que lo llamaba...» (PG 44,399).

«¿Cuál es la explicación? Pongamos una comparación. Los cuerpos pesados, si reciben un impulso en un lugar inclinado, aunque nadie los siga empujando, una vez iniciado el movimiento, se precipitan por sí mismos hacia abajo aceleradamente; y si nadie interrumpe su bajada, siguen hasta detener el movimiento en un lugar inferior y llano. Del mismo modo el alma, desligada de afectos terrenos, se vuelve ágil y se entrega a un movimiento ascendente, volando a las alturas. Si nada desde arriba interrumpe el impulso, asciende cada vez más, pues el Bien tiene la propiedad de atraer a sí a los que lo miran. Con el deseo de las cosas celestes va adelantando, como dice el Apóstol, y su vuelo se remonta siempre a mayor altura. Y como, por lo conseguido, desea no perder la altura que aún le supera, sin pausa sigue ascendiendo, y lo ya realizado imprime nuevo impulso al vuelo. Sólo la energía espiritual puede con el esfuerzo alimentar el vigor, de modo que con la actividad no pierda la tensión, antes la aumente.

Así pues, el ilustre Moisés, a medida que crece, no se detiene en la subida, no pone límite a su ascensión, antes, puesto el pie en la escala en cuyo término está Dios (como dice Jacob), sube siempre al peldaño superior; porque, a cada peldaño que sube, encuentra que queda otro más alto» (PG 44,400).

«Resplandece de gloria. Y, habiéndose remontado a lo alto, arde en deseos insaciables de más, siente sed de lo que ha bebido cuanto podía; como si no hubiera alcanzado, sigue pidiendo; suplica que Dios se le manifieste, no según su humana capacidad, sino según la esencia divina» (PG 44,403).