4

La autoridad de Moisés

 

Vamos a meditar dos capítulos del libro de los Números que tratan el tema de la autoridad. La autoridad se manifiesta de modo particular en momentos de crisis. ¿Qué autoridad es la que no sabe sobreponerse a una crisis? No es extraño que en las relaciones humanas que llamamos verticales (superiores y súbditos) surjan crisis por motivos diversos, por culpa de una parte o de la otra. Crisis de autoridad es patrimonio de autoridad entre hombres, y Moisés ha tenido que sentirlo.

La cuestión es cómo superará la crisis. Una postura dice: hay que defender la autoridad a toda costa, sin concesiones, aunque objetivamente no tenga razón; como si el principio formal de la autoridad fuera más importante que su contenido de servicio. De ahí se pasa a defender la autoridad por medio de la represión, exacerbando tensiones en lugar de reconciliar ánimos. Moisés ha recibido de Dios su autoridad, y ésta entra en crisis. ¿Cómo reacciona? En momentos de triunfo ha sido reconocido y aclamado, como dice el verso final de Ex 14, después de pasado el Mar Rojo: «los israelitas creyeron en Dios, se fiaron de Dios y de Moisés» y siguieron adelante. Pero en el momento de la desgracia, del hambre o la sed o el peligro, Moisés es denigrado, su autoridad es discutida.

Los capítulos 12 y 16 del libro de los Números nos ofrecen dos momentos ejemplares de crisis de autoridad, y por eso los vamos a meditar juntos. El primero presenta un asunto familiar, restringido al triángulo Moisés, Aarón y María; un asunto que queda entre hermanos. El segundo es un conglomerado en que se sobreponen lo sacro y lo profano y que intentaremos aclarar. En ambos nos interesa, sobre todo, observar cómo reacciona Moisés.

 

1. CAPÍTULO 12: LA PROTESTA

«María y Aarón hablaron contra Moisés a causa de la mujer cusita que éste había tomado por esposa. Dijeron: —¿Ha hablado el Señor sólo a Moisés? ¿No nos ha hablado también a nosotros?».

El texto hebreo comienza de modo extraño. Los sujetos son dos, Aarón y María; el primer verbo está en singular «habló». Como si uno de los nombres hubiera sido añadido después. En segundo lugar, la protesta se origina por el matrimonio de Moisés con una extranjera, pero el tema de la protesta es otro. Esta mujer nubia no es la Séfora hija de Jetró. Siendo común en la época la poligamia, no es extraño que Moisés haya tomado otra mujer. Sin embargo, la protesta no dice que Moisés haya obrado mal tomando a una extranjera, cuando podía tomar otra del mismo pueblo; antes apunta al principio de autoridad de Moisés.

Por esa incoherencia, algunos autores suponen que el comienzo del capítulo ha sido manipulado: la figura de Aarón es un añadido, lo mismo que el asunto del matrimonio. Corroboran la hipótesis mostrando que, al final, únicamente María sufre el castigo, como si fuera ella la única culpable. La explicación, es decir, la hipótesis de una elaboración posterior de un texto original, es plausible. Pero hoy no estamos proponiendo una clase de crítica de fuentes o de redacción, sino que nos disponemos a meditar un relato, buscando la coherencia del texto actual.

Pues bien, entre el matrimonio con la extranjera y la protesta contra la autoridad puede haber conexión lógica. María cree descubrir en la conducta de su hermano un abuso de autoridad y reclama el derecho a pedirle cuentas o a compartir su autoridad. Como si dijera: Moisés se cree autorizado a tomarse libertades contra los usos de nuestro pueblo; como si el cargo recibido de Dios justificara todas sus decisiones, incluidas las de carácter personal y familiar. Cree poseer en exclusiva la autoridad y que no tiene que rendir cuentas o pedir el consentimiento de nadie, y por eso se sobrepasa. Ahora bien, él no tiene el monopolio de la autoridad, sino que la comparte con nosotros y debe contar con nosotros en sus decisiones.

Leído así el texto, el episodio de la mujer nubia puede ser la decisión que denuncia un abuso en el ejercicio del poder; o bien puede sonar como el pretexto para dar ex-presión a resentimientos acumulados. Podemos ensayar también la lectura psicológica. El narrador bíblico no se suele detener a analizar y describir las reacciones espirituales de sus personajes; se contenta con describirlos en acción. Nosotros, lectores, podemos rellenar el silencio con nuestra imaginación. A lo mejor María tiene celos de la otra mujer que entra en casa: como si le fuera a robar ascendiente sobre su hermano, influjo en sus decisiones: ¡Una mujer más y, para colmo, extranjera! El pacífico triunvirato familiar está en peligro.

¿Tiene razón Maria cuando dice que también a ellos les ha hablado el Señor? ¿Cuál ha sido el papel de los hermanos hasta ahora? Aarón ha sido boca de Moisés en las negociaciones con el Faraón. «Aarón tu hermano, el levita, sé que habla bien... Háblale y ponle mis palabras en la boca. Yo estaré en tu boca y en la suya y os enseñaré lo que tenéis que hacer. El hablará al pueblo en tu nombre; él será tu boca, tú serás su dios» (Ex 4,14-16). En otro pasaje: «El Señor habló a Moisés y a Aarón, les dio órdenes para el Faraón, rey de Egipto, y para los israelitas, y les mandó sacar de Egipto a los israelitas» (Ex 6,13).

En cuanto a María, su papel es más bien litúrgico. Ella dirige el coro y la danza de mujeres celebrando el paso del Mar Rojo: «María la profetisa, hermana de Aarón, tomó su pandero en la mano, y todas las mujeres salieron detrás de ella a danzar. María entonaba...» (Ex 15,20-21). ¿Es esta María de Números 12 la hermana que vigiló la navegación del niño en la cestilla y después habló con la princesa egipcia? Quien lea estos libros con talante crítico pensará en seguida en tradiciones diversas y autónomas, sin relación original entre sí. Quien lea el relato sin otra preocupación que la narrativa pensará que hasta ahora sólo se ha hablado de una hermana de Moisés, y sin hacerse preguntas identificará los dos personajes. O sea, que el relato actual invita a imaginar una María mayor que Moisés, solícita de su infancia, vinculada a su triunfo, con algún ascendiente sobre él. Extrañamente, esta María no parece estar casada, bajo la potestad del marido, atendiendo a las faenas domésticas (compárese con Proverbios 31). Como «profetisa» desempeña un papel importante (como la Débora de Jueces 4-5).

El triunvirato presenta otro aspecto interesante. En una sociedad dominada por el hombre, destaca más el papel dominante de una mujer. Los dos sexos participan en la acción. Los conceptos de machismo y feminismo son demasiado modernos para proyectarlos en el relato bíblico. Lo interesante es que la palabra de Dios se dirija a mujeres no menos que a hombres. ¿Justifica eso la pro-testa de los dos hermanos?

 

2. CAPÍTULO 12: JUICIO Y SENTENCIA

Sobre la reacción de Moisés leemos una frase escueta: «Era el hombre más sufrido del mundo». La intervención inmediata de Dios no deja espacio a más explicaciones. Con la intervención personal de Dios, la cuestión se resuelve de manera simple, quizá demasiado simple, pues de golpe subimos al tribunal supremo. En su afán por una resolución teológica, el narrador comprime las etapas y no explota posibilidades narrativas.

La intervención de Dios toma la forma de un proceso jurídico estilizado. Las partes han de comparecer al lugar oficial de la presencia divina, que es en el desierto la «tienda del encuentro» o de la cita. De ordinario, Dios cita a Moisés para comunicarle sus instrucciones. Esta vez son citados a comparecer los tres. El Señor baja, como de costumbre, en una nube de estructura vertical, «la columna de nube», que es el indicador de su presencia velada: «El Señor bajó en la columna de nube y se colocó a la entrada de la tienda, y llamó a Aarón y María. Ellos se presentaron».

Antes ha dicho que «el Señor lo oyó». El juez, de ordinario, tiene que indagar y apurar los hechos. Dios ve y escucha y ve todo: «Un oído celoso lo escucha todo y no le pasan inadvertidos cuchicheos ni protestas» (Sab 1,10). Sin dilaciones puede pasar a la requisitoria y la sentencia.

El delito ha consistido en discutir la autoridad específica de Moisés; la requisitoria pretende declarar su contenido privilegiado. Estas palabras colocan a Moisés en posición excepcional dentro de la tradición profética. Escuchemos: «Escuchad mis palabras. Cuando hay entre vosotros un profeta del Señor, me doy a conocer a él en visión y le hablo en sueños; no así a mi siervo Moisés, el más fiel de todos mis siervos. A él le hablo cara a cara; en presencia, y no adivinando, contempla la figura del Señor. ¿Cómo os habéis atrevido a hablar contra mi siervo Moisés?». Que podemos parafrasear: yo tengo en mi casa o palacio ministros y servidores, de los que me fío y a los que encomiendo tareas diversas. Pero, entre todos, destaca por su fidelidad uno de quien me fío plenamente. A los demás les comunico mis deseos por signos que han de interpretar o adivinar: visiones de la fantasía vigilante, sueños misteriosos (aquí cabe recordar a Jeremías, Ezequiel y Daniel). En cambio, mi primer ministro tiene acceso y audiencia conmigo: me ve en figura, me escucha directamente, no tiene que andar averiguando. Si Moisés ejerce la autoridad suprema, es porque se la he confiado yo, primero en la misión general para la empresa, después en las instrucciones que le voy trasmitiendo. No se ha arrogado él la autoridad, no ha inventado él la misión.

Ahora también vosotros escucháis mis palabras, que son de acusación. La arrogancia ha sido vuestra al discutir su autoridad o al pretender igualaros a él. Al modo bíblico, la sentencia está contenida en la expresión «la ira del Señor se encendió contra ellos». Esa ira no es una pasión irracional o incontrolada; es la justa indignación del juez ante la injusticia. Cólera contra el injusto es amor a la justicia: cuando la siente y acepta el juez, es que sentencia condenando. Como su sentencia es eficaz, se cumple sin falta; la escena próxima nos muestra la ejecución. «Al apartarse la nube de la tienda, María tenía toda la piel descolorida, como nieve. Aarón se volvió y la vio con toda la piel descolorida». La enfermedad grave, que nosotros llamaríamos vitíligo o leucodermia, es el verdugo y la pena. El Levítico la describe con sus síntomas en el cap. 13. Mientras dure la enfermedad, María no podrá convivir con la comunidad, tendrá que residir aparte y confinada. Ella que pretendía compartir el gobierno con Moisés. La considerarán todos herida de Dios por su culpa, escarmiento público.

El lector se pregunta por qué no ha sido castigado también Aarón. Aparte de la explicación crítica ya apuntada, hay que buscar alguna razón coherente con el relato en su estado actual. Quizá sea porque Aarón, siendo sumo sacerdote, tiene que desempeñar funciones litúrgicas in- ' dispensables para la comunidad. Su función sacra lo protege. Sea lo que fuere, Aarón actúa inmediatamente en una función muy de acuerdo con su cargo, la de interceder. Ya no en son de protesta, desafiando; sino con la humildad del culpable que reconoce la culpa. Hay que notar que habla en primera persona del plural, asociado a María: «Entonces Aarón dijo a Moisés: —Perdón, señor, no nos exijas cuentas del pecado que hemos cometido insensatamente. No dejes a María como un aborto que sale del vientre, con la mitad de la carne comida». Como un aborto que no ha llegado a formarse para seguir viviendo por su cuenta; o con la carne medio roída por una enfermedad mortal. Aunque él no sufra la misma pena, confiesa el pecado común.

¿Por qué se dirige Aarón a Moisés y no directamente a Dios? Quizá se siente indigno de rezar a Dios, él que tiene por oficio interceder. Aunque corporalmente ileso, no excluido de la comunidad, espiritualmente está lejos de Dios y necesita ahora la mediación de su hermano. Conoce el poder taumatúrgico de su hermano y espera de él un milagro. En efecto, una de las señales que recibió Moisés en el momento de su vocación fue la enfermedad y curación de la mano. «El Señor dijo a Moisés: —Mete la mano en el seno. El la metió, y al sacarla tenía la piel descolorida como nieve. Le dijo: —Métela otra vez en el seno. La metió, y al sacarla estaba normal, como de carne» (Ex 4,6-7). Lo que Moisés experimentó en su carne, podrá hacerlo con su hermana, que es algo de su carne (hermana carnal, decimos nosotros). Más allá de la curación física, Aarón solicta un acto de reconciliación: no sea más fuerte en Moisés el celo por su autoridad que el amor fraterno.

Si Aarón pide directamente un milagro a su hermano, quizá le esté pidiendo un abuso de sus poderes. Si la sentencia la ha pronunciado y ejecutado Dios, ¿puede Moisés interferir y anularla? ¿No sería abusar de un poder que ha recibido contra el que se lo dio? Lo que sí puede Moisés es perdonar a sus hermanos, reconciliarse con ellos, y en esas condiciones podrá interceder por ellos. «Moisés suplicó al Señor: —Por favor, cúrala». «El Señor hiere y sana» (Dt 32,39; Is 19,22; Os 6,1).

Moisés es el criado más fiel y de más confianza, trata personalmente con Dios. Acepta la reconciliación fraterna y la sanciona: la pena durará solamente una semana. Durante esa semana, todo el campamento israelita queda de-tenido. En silencio y sin moverse, asisten a la penitencia de María: «La confinaron siete días fuera del campamento, y el pueblo no se puso en marcha hasta que María se incorporó a ellos».

La crisis de autoridad se ha resuelto satisfactoria-mente. No por actos represivos de quien detenta el mando, no apelando al puro valor formal de la autoridad, no exarcebando la polémica, sino por la convicción y la reconciliación. Es verdad que ha intervenido Dios; pero eso es un modo de levantarse a la interpretación teológica de los hechos y de asignarles valor ejemplar. En un juicio sacro los reos han quedado convictos, es decir, en un proceso. Han confesado la culpa y han pedido perdón. La hermandad comenzó como complicidad; la reconciliación recompone la fraternidad. La que estaba apartada de la comunidad, como contagiosa, se vuelve a incorporar. Cuando el campamento se pone en marcha, es la comunidad entera la que está reconciliada. La próxima parada será en el oasis de Feirán.

 

3. CAPÍTULO 16: LA AUTORIDAD SAGRADA

El capítulo 16 del libro de los Números es una maraña difícil de desenredar. Un practicante de crítica de fuentes podría lucirse estudiando y explicando este capítulo. Sin llegar a semejante especialización, a primera vista o a primer oído se aprecia que es un conglomerado de datos medianamente coherentes; o por lo menos se advierte la dificultad de seguir el hilo del relato. Nuestra tarea es meditar sobre un caso ejemplar de crisis de autoridad, para lo cual tenemos que establecer previamente algunas distinciones.

Sin bajar a detalles menudos, vemos que hay dos grupos rebeldes diversos, con motivaciones distintas, y suceden dos castigos diversos. Por una parte está Coraj, que capitanea una banda de levitas y protesta contra la autoridad de los sacerdotes. El clero estaba constituido en forma jerárquica: formaban la base los levitas o clérigos simples; sobre ellos estaban los sacerdotes con prerrogativas y privilegios; y en la cúspide está el sumo sacerdote, Aarón. Los levitas capitaneados por Coraj quieren abolir las distinciones, poniéndose a la par de los sacerdotes.

Por otro lado, están Datán y Abirán, que no forman parte del grupo precedente, pues Moisés tiene que llamarlos o dirigirse hacia ellos; son laicos, pues pertenecen a la tribu de Rubén (el primogénito de los doce patriarcas); protestan contra la autoridad de Moisés. Mejor dicho, pro-testan contra el modo como ejerce su autoridad Moisés. No ha cumplido las promesas iniciales, está fallando en su empresa, está desacreditando la autoridad, no tiene derecho a exigir sumisión.

Al final, el grupo de los levitas, con Coraj, es castigado por el fuego en la ceremonia de los incensarios. Los incensarios eran parecidos a sartenes: un mango largo y rígido sujetaba y sustentaba un recipiente metálico donde iban las brasas y se echaba el incienso. Los doscientos cincuenta levitas con su jefe se presentarán junto a los sacerdotes empuñando los incensarios. El Señor aceptará o rechazará la ofrenda aromática, y así hará saber quiénes son los escogidos. Podemos llamarlo una ordalía o juicio de Dios. Cuando se celebra la ceremonia, «el Señor hizo estallar un fuego que consumió a los doscientos cincuenta hombres que habían llevado el incienso».

Datán y Abirán, que han capitaneado un motín contra la autoridad civil de Moisés, mueren con sus familias en un terremoto: «Apenas había terminado de hablar, cuando el suelo se resquebrajó debajo de ellos, la tierra abrió la boca y se los tragó con todas sus familias».

Con la precedente distinción, el texto queda razonablemente claro. Pero queda otro obstáculo. El primer grito de protesta se coloca en otro terreno. Parece querer abolir la distinción entre sacro y profano, porque todo el pueblo es sagrado. «Ya está bien. Toda la comunidad es sagrada, y en medio de ella está el Señor: ¿por qué os ponéis encima de la asamblea del Señor?». La presencia de Dios en medio del campamento santifica por igual a todos los miembros, las distinciones no son legítimas. No hay arriba y abajo, sino igualdad en torno al Señor. En Exodo 19,6, Dios promete que el pueblo entero será sagrado, estará consagrado al Señor; pero allí mismo añade que «estará regido por sacerdotes».

Aunque la sacralidad está repartida entre todos por la presencia del Señor, puede haber grados en la participación. Es lo que intenta representar espacialmente la dis-posición del campamento como la describen algunos capítulos de Números. En el centro está el arca de la presencia del Señor. En torno se forma un primer cuadrilátero: en el lado principal se colocan los sacerdotes, en los otros tres los levitas. Detrás, en cuadrados que se van distanciando del centro, se dispone el resto del pueblo. Y cuando se trata de oficiar, el pueblo debe quedar a cierta distancia, los levitas avanzan hasta una línea, y más allá se adelantan los sacerdotes; en el último reducto entra el sumo sacerdote solo, una vez al año. Estas disposiciones espaciales quieren simbolizar los grados de sacralidad.

El primer grito de protesta que leemos en el capítulo suena como la voz de los que querrían abolir todo el sistema jerárquico, a favor de una especie de anarquía igualitaria. Aunque no lo digan ellos, nosotros podemos recordar que las distinciones jerárquicas no existían en tiempo de los patriarcas, los cuales oficiaban en los sacrificios, las ofrendas y las bendiciones. El autor que dio la última mano al presente capítulo se afanó más por reunir datos y aspectos que por organizarlos con sencillez y claridad. (La meditación es más libre de movimientos que la simple lectura. Esta es lineal y seguida; aquella puede detenerse y moverse en ambas direcciones).

 

4. CAPÍTULO 16: EL MOTÍN DE LOS LEVITAS

Los levitas reclaman para sí el poder sacerdotal pleno, no quieren que haya grados en el servicio del santuario. Oigamos lo que responde Moisés, añadiendo comentarios en forma de paráfrasis.

«Escuchadme, levitas: ¿todavía os parece poco? El Dios de Israel os ha apartado de la asamblea de Israel para que estéis cerca de él, prestéis servicio en su templo y estéis a disposición de la asamblea para servirle». «Asamblea» es el nombre litúrgico de la comunidad, la cual es el dato primario. Por la descendencia de un antepasado común, Jacob = Israel, todos pertenecen por igual a ella. Dios, que escogió a Isaac y no a Ismael, a Jacob y no a Esaú, escoge ahora una tribu de las doce. Los levitas son los miembros de la tribu de Leví. Al escogerlos los acerca a sí. Acercarse a Dios no es iniciativa humana, sino acción divina, elección soberana: «Dichoso el que tú eliges y acercas para que viva en tus atrios» (Sal 65,5). Mientras el resto del pueblo presta servicios militares y civiles, los levitas están al servicio del culto en el templo y «a disposición de la asamblea». Sus tareas en el templo se han de concebir en función de la asamblea. Su cercanía a Dios no es privilegio de anacoretas, sino servicio a la comunidad. «¿Todavía os parece poco?».

Continúa Moisés: «A ti y a tus hermanos levitas contigo, os ha acercado. ¿Por qué reclamáis también el sacerdocio? Tú y tus secuaces os habéis rebelado contra el Señor; pues ¿quién es Aarón para que protestéis contra él?». En vez de dar gracias por lo recibido, protestan porque no les dan más. Ya Caín no supo soportar la preferencia de Abel. Servir a Dios y servir a la asamblea es su privilegio. Pero ellos lo viven no con espíritu de ser-vicio, sino por codicia y ambición. Por eso no se contentan con el don recibido y envidian al que recibió más o un don diverso. Su protesta está revelando el vicio interior, por el cual se harán indignos aun del don ya recibido. Más aún, su protesta, aunque apunta inmediatamente al jefe de la institución jerárquica, alcanza más arriba: a Dios. Por-que no ha sido Aarón quien elige y nombra. En términos de ser escogido y acercado, sí es igual a todos. Pero, si Dios es el autor de la institución, la protesta va contra Dios, y eso es muy grave. Los llamados a servir al Señor se están rebelando contra él. ¿Se puede decir todavía que están a su servicio?

Recibieron un don sagrado y lo han vuelto contra el Señor. Pues bien, un fuego sagrado se volverá contra ellos y los consumirá. «El Señor hizo estallar un fuego que consumió a los doscientos cincuenta hombres que habían llevado el incienso».

Podemos seguir reflexionando. Moisés no ha apelado sin más a su autoridad como principio formal, exigiendo obediencia: «ordeno y mando, Aarón tiene la autoridad, a vosotros os toca obedecer y callar». Moisés quiere hacer comprender en qué está el error y su peligro. Si la ambición entra en los cuadros del servicio cúltico de Dios, todo el sistema quedará corrompido y execrado. Porque la ambición es una lepra; como aquella enfermedad de la piel que iba royendo la carne de María. El contagio puede devorar el tejido de la asamblea. Ha comenzado Coraj, han seguido los doscientos cincuenta levitas... ¿se detendrá ahí el contagio? A los que no han sabido conservar humildemente el don recibido, les será quitado. El fuego está consagrado por la aceptación de Dios, no por ritos mágicos. En vez de aceptar su fuego, Dios lo volverá contra ellos. El fuego devorará a los que ya consumía la ambición. Porque la ambición es devoradora; penetra en el corazón y lo va consumiendo en ansias siempre crecientes, siempre insatisfechas.

Rebeldía y ambición, ¿cuál es más grave? La rebeldía puede ser reacción del oprimido o impaciencia del des-contento; la ambición corroe el cuadro de los que ejercen la autoridad. Pero «Moisés era el más sufrido de los hombres».

 

5. CAPÍTULO 16: EL MOTÍN

Datán y Abirán se amotinan contra el poder civil de Moisés. Quizá no sea exacto hablar de poder civil, si miramos a su origen divino. Todo el poder de Moisés viene de Dios, y en ese sentido es sagrado. Pero atendiendo al campo de actividad, podemos distinguirlo de las funciones cúlticas de Aarón, los sacerdotes y los levitas. Es probable que capitanearan un grupo rebelde, aunque el texto no aclara la situación. El narrador quiere llegar cuanto antes al punto de máxima tensión, en el que se revela lo que está en juego. Como antes, voy a leer y parafrasear el texto.

«Moisés mandó llamar a Datán y Abirán, hijos de Eliab». Esto nos muestra que no pertenecen al grupo de Coraj, que están ausentes. Moisés tiene autoridad para convocar a los levantiscos; no pronuncia sentencia sin más ni despacha un destacamento de represión. Quiere escucharlos.

«Ellos dijeron: —No acudimos. ¿No te basta con habernos sacado de una tierra que mana leche y miel para darnos muerte en el desierto, para que encima pretendas ser nuestro jefe?». El título de «tierra que mana leche y miel» es fórmula clásica que describe la tierra prometida. La ha usado Dios en su primera aparición a Moisés (Ex 3,8) y se repetirá como estribillo. Pues bien, los rebeldes toman el título y se lo aplican a Egipto. Egipto, el país de la opresión y la esclavitud, del genocidio y el trabajo forzado. Semejante deformación de los hechos es casi una blasfemia. También se puede escuchar como expresión de descontento y añoranza que transfigura perversamente el pasado. Pero Egipto no ha sido ni podrá ser «tierra de promisión».

Nos has sacado «para darnos muerte en el desierto». De la vida sedentaria y pacífica, nos has lanzado a estas andanzas sin rumbo y sin condiciones favorables de vida. Estás apresurando nuestra muerte. «No nos has llevado a una tierra que mana leche y miel ni nos has dado en heredad campos ni viñas». Encima pretendes ser nuestro jefe. Nada respalda tu autoridad. Si alguna tuviste, la has perdido. Hiciste magníficas promesas y no has cumplido ninguna; te seguimos con ilusión y nos has defraudado. Tu autoridad se está volviendo fatal, mortífera: no la reconocemos más. Sin embargo, en los capítulos 13 y 14 de este libro se relata la ocasión que tuvieron de entrar en la tierra pro-metida y el motín de los que se negaron a entrar. «Los israelitas protestaban contra Moisés y Aarón... La comunidad entera hablaba de apedrearlos» (14,2.10). A la luz de esos hechos recientes (recientes en la composición narrativa), resulta gravemente injusta la acusación presente: «no nos has llevado a una tierra que mana leche y miel».

Continúan: «,Quieres sacarle los ojos a este gente? No acudimos». En sentido propio, la maldición de la ceguera (véase Prov 30,17). En sentido metafórico, los queréis cegar para que no vean lo que está sucediendo, lo que les estáis haciendo. Negarse a comparecer es negar la autoridad de Moisés.

Para comprender la reacción de Moisés hay que tener presente que este motín es la culminación de toda una serie. Moisés se dirige a Dios: «No aceptes sus ofrendas. Ni un asno he recibido de ellos ni he hecho mal a nadie». Es típico de Moisés comenzar dirigiéndose a Dios; es en él un movimiento espontáneo. Empieza protestando de su inocencia ante Dios. No que sea justo e impecable, sino que son falsas y calumniosas las acusaciones lanzadas contra él. En sus relaciones con Dios, el hombre nunca es enteramente justo; en sus relaciones con los hombres puede ser víctima inocente. Moisés protesta: no me he aprovechado del cargo para mi interés personal o el de mi familia. Podía haber pedido compensación por mi trabajo extraordinario y no lo he hecho. Ni un humilde asno ha sido mi ganancia. A nadie he perjudicado en el ejercicio de mi autoridad. A ti, Dios, te tomo por testigo. Tú no aceptes ofrendas de gente malvada y calumniadora.

Después «Moisés se levantó y se dirigió adonde estaban Datán y Abirán», y en presencia del pueblo apela a un juicio de Dios. Moisés no renuncia a su autoridad ni puede hacerlo, porque la ha recibido como encargo de Dios, y a Dios solo puede rendirla. Sería cobardía ceder a murmuraciones y acusaciones falsas. De Dios ha recibido la autoridad para llevar a término una empresa gigantesca: abdicar, renunciar, sería dejar a medias la empresa. Eso sí que sería condenar a morir en el desierto a los israelitas. Sólo Dios o la muerte le obligarán a retirarse. Ya ha habido un momento (Nm 11) en que Moisés ha invocado la muerte para verse libre de la carga, y Dios no ha aceptado el retiro definitivo. Llegará un día en que se lo exija, pero la hora no ha llegado aún.

Así se llega al juicio de Dios. La comunidad ha de apartarse y no ha de tomar nada de los culpables para no hacerse cómplice de ellos. El motín ha de quedar circunscrito y los inocentes no han de morir. «El suelo se resquebrajó debajo de ellos, la tierra abrió la boca y se los tragó con sus familias». Eliminando a los revoltosos, Dios quiere que la marcha continúe bajo la guía de su siervo fiel. En la autoridad de Moisés estaba comprometida, de hecho, la empresa.

Al terminar la meditación de este episodio de tan trágico desenlace, vienen a la mente otro fuego y otro terremoto.

«Fuego he venido a encender en la tierra, y ¡qué más quiero si ya ha prendido!» (Lc 12,49). De diversos modos se ha leído este texto. El primero, más coherente con el contexto próximo, lo refiere a un juicio de separación y purificación. La venida del Mesías no es acontecimiento trivial o neutral. Es una fuerza que consume lo perverso y vicioso, que acendra lo valioso. Otra lectura, espiritualista y menos ceñida, lo refiere al amor que Jesús trae y comunica. Poetas, profanos y místicos, gustan hablar del fuego del amor.

«Entonces la cortina del santuario se rasgó en dos, de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se rajaron, las tumbas se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron» (Mt 27,51-52). La muerte de Cristo provoca un terremoto para la vida. El reino de la muerte se estremece y devuelve a los muertos que tenía prisioneros.

Sobre el tema de la consagración, que meditábamos al comienzo del capítulo, se puede citar el comienzo de la carta a los Efesios: «¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por medio del Mesías nos ha bendecido desde el cielo con toda bendición del Espíritu! Porque nos eligió con él antes de crear el mundo, para que estuviéramos consagrados y sin defecto a sus ojos por el amor». Dios elige y consagra al pueblo cristiano todo entero; lo consagra por su presencia en la humanidad gloriosa de Jesús, el Mesías. El amor a Dios y el amor fraterno son efecto de la consagración. Si reina el amor fraterno, la autoridad no será ejercida por ambición o codicia, sino con espíritu de servicio; y será aceptada con afecto y no a regañadientes. Y cuando surjan las crisis, inevitables en la familia humana, se resolverán pacíficamente.

 

GREGORIO DE NISA:

LAS BATALLAS DE MOISÉS

«Mientras el hombre es débil, maltratado por la tiranía del Maligno, no rechaza por su cuenta al enemigo, pues no puede. Es otro el que pelea por los débiles, el que cambia sus golpes con el enemigo. Pero cuando se ha librado de la esclavitud de los opresores, ha gustado la dulzura del leño, ha descansado de sus fatigas bajo las palmeras, ha entendido el misterio de la roca, ha participado del alimento celeste, entonces no rechaza por mano ajena al enemigo, sino que, dejando atrás la infancia y asumido el vigor juvenil, él mismo por sus medios pelea contra los adversarios, teniendo como jefe no a Moisés siervo de Dios, sino al mismo Dios a quien Moisés servía. Pues la ley, otorgada al principio como tipo y sombra del futuro, es impotente en los verdaderos combates. Ahora dirige la batalla el que completó la ley y sucedió a Moisés, el que fue profetizado por la identidad del nombre» (PG 44,372).

 

COMENTARIO:

Gregorio contempla en las batallas de los israelitas un ejemplo de la batalla espiritual del cristiano, según la enseñanza de Ef 6,12: «Porque la lucha nuestra no es contra hombres de carne y hueso, sino la del cielo contra las soberanías, contra las autoridades, contra los jefes que dominan en estas tinieblas, contra las fuerzas espirituales del mal».

Al final del párrafo, alude Gregorio a Josué, sucesor histórico de Moisés. Su nombre coincide con el de Jesús; su función prefigura la del verdadero «sucesor» de Moisés, que es Jesús, el Mesías. El dirige ahora nuestra batalla espiritual.

Como la sombra carece de consistencia y recibe su ser del objeto macizo que la proyecta, así la ley antigua es sombra del futuro, es decir, del Mesías que la realiza en sí y la simplifica, del Espíritu que da fuerzas para realizarla plenamente.