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Vocación de Moisés

 

Convencionalmente titulamos esta meditación «Vocación de Moisés». Entre las muchas vocaciones que se leen en el AT, es ésta de Moisés, en los capítulos 3 y 4 del Exodo, una de las más extensas y diferenciadamente articuladas, distinguiéndose cinco grandes bloques o aspectos que estudiaremos como otros tantos puntos de meditación. El primero es la aparición de Dios en el fuego; el segundo, el proyecto de liberación; luego, la misión de Moisés, la identificación de Dios con su nombre y, finalmente, el diálogo entre Dios y Moisés.

 

1. APARICIÓN EN EL FUEGO

«Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián; llevó el rebaño trashumando por el desierto hasta llegar a Horeb, el monte de Dios. El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse.

Moisés dijo: voy a acercarme a mirar este espectáculo tan admirable: cómo es que no se quema la zarza.

Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: Moisés, Moisés.

Respondió él: Aquí estoy.

Dijo Dios: No te acerques. Quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado» (Ex 3,1-5).

El texto dice que se apareció el ángel del Señor. Un ángel llega a nosotros imaginado según las representaciones comunes en la iconografía de Occidente, y es como un ser intermedio. Hay que corregir esa representación imaginativa. En estos y en otros muchísimos textos del AT, cuando se habla de una aparición, de algo visible, de una manifestación sensorial de Dios, se evita convertir a Dios en sujeto y se interpone esa pieza lingüística que es un ángel del Señor, un mensajero, un legado suyo, que podría interpretarse también como una aparición del Señor: se manifestó el Señor. Porque cuando, después, habla ese mensajero de Yahvé, es el Señor en persona el que habla. En otros términos: hay textos en que el ángel del Señor y el Señor mismo van alternando las funciones de sujeto. En otros textos, salvo rara excepción, se usa «ángel del Señor» para hablar de una manifestación sensible, y se usa sólo «el Señor» cuando es él quien toma la palabra.

No hay aquí ser intermedio o angélico inferior a Dios. Se trata de una manifestación directa de Dios, y por ser manifestación directa, encontramos la palabra hebrea mal-'ak. El Señor se aparece en el fuego, concretamente en una llamarada que brota de un zarzal. Después, cuando Moisés se fija y se acerca o intenta acercarse, observa que no es el zarzal lo que arde, no es una llamarada que brota de un zarzal ardiendo, sino una llamarada que ha encontrado como lugar donde agitarse y hacer notar su presencia no la tierra desnuda ni una roca, como puede suceder en otros textos, sino un zarzal.

Tres elementos tenemos por ahora: el ángel, la manifestación en forma de llamarada del zarzal y el Señor. El más significativo de todos estos aspectos es el fuego. ¿Por qué se aparece Dios a Moisés en una llamarada y no en un resplandor celeste o en una tempestad? Sabemos que la manifestación de Dios más frecuente y clásica en el AT es la tempestad. «Manifestación de Dios» se expresa en griego con la palabra teofanía. La teofanía dominante en todo el AT es la tormenta, la tempestad, que en algún caso puede duplicarse con un volcán. ¿Nos encontramos aquí con el caso de un rayo caído sobre el zarzal? Cuando se habla de un rayo, se puede decir que cayó fuego del cielo; pero aquí no se dice ni se ve nada que caiga del cielo, sino una llama que brota de un zarzal. La traducción exacta significa «del medio del zarzal». No es una zarza única; es todo un complejo de zarzas.

¿Por qué el fuego? Porque el fuego es elemento de Dios. Todos los elementos son de Dios: el agua, la tierra, el aire...; pero recordemos que la tierra con agua y aire se la ha dado a los hombres, mientras que el cielo es del Señor, y Dios tiene el fuego como elemento de su presencia. Entre los muchos textos que se pueden citar, escogemos el salmo 50,3: «Viene nuestro Dios y no callará. Le precede fuego voraz». Más explícito y amplio es el salmo 97,2-5:

«Tiniebla y Nube lo rodean,
Justicia y Derecho sostienen su trono.
Delante de él avanza el fuego
abrasando en torno a sus enemigos,
sus relámpagos deslumbran el orbe,
y viéndolos, la tierra se estremece;
los montes se derriten como cera ante el Señor,
ante el Señor de toda la tierra».

Podríamos multiplicar citas, pero vamos, sin más, a fijarnos en los aspectos dominantes del elemento fuego. Uno de ellos es el de ser inaccesible. «¿Quién podrá habitar en un fuego devorador?». Pues Dios reside en el fuego y es, por ello, inaccesible. Cuando se muestra en el Sinaí, toda la montaña está como ardiendo en llamas, el pueblo no puede acercarse a Dios y, si se acerca indebidamente, será pasto del fuego. Además, el fuego es elemento de Dios y puede en un caso determinado ser ejecutor de su castigo, un castigo que aniquila, destruye, consume totalmente.

Pues bien, en el áspero páramo por donde camina con su rebaño, ve Moisés de repente esa estupenda llamarada que se agita en un zarzal, y quiere acercarse a ella para ver lo que pasa. Pero oye: ¡No te acerques! El fuego es inaccesible. Dios habita en el fuego, y además no tolera la maldad, tiene que destruirla, consumirla en su fuego devorador. Pero aquí sucede que la llamarada arde, se levanta y agita, se pasea por el zarzal sin chamuscar una rama o una hoja: la zarza sigue íntegramente fresca. Se puede pensar que la zarza es verde: si el rebaño sale a pastar, es porque encuentra verde; y en el verdor de la zarza se agita con inquietud la llama sin tocar ni destruir el zarzal. También éste tiene algo de inaccesible con sus puntas erizadas. No es planta doméstica ni frutal generoso, sino arbusto agreste y áspero que con sus púas se defiende de hombres y animales. Allí está la divinidad, inaccesible por el fuego y por las zarzas. El primer encuentro de Moisés con Dios tiene algo de terrible. Moisés no se muestra aquí impulsivo, como en el caso del egipcio a quien dio muerte. Es reflexivo y circunspecto; piensa que algo extraño sucede, y hay que observar con cautela midiendo bien los pasos. No puede un hombre acercarse irreflexivamente al fuego, y mucho menos a un fuego tan extraño. Porque el fuego puede quemar las plantas inútiles o nocivas, pero con esta zarza no sucede nada.

También los profetas echan mano de esta imagen: todas esas zarzas y cardos son vegetación inútil que estorba, ocupan un puesto y le chupan el jugo a la tierra; deben ser, pues, condenadas al fuego. Una vez quemado todo, queda la tierra libre y fecunda para producir buenos frutos.

Si el zarzal del Sinaí no se consume, se convierte en signo de que por allí ha pasado Dios y lo dejó intacto, o quizás esas ramas verdes han quedado tocadas para siempre de la cercanía de Dios. ¡Quién fuera ese zarzal y sintiera la «llama de amor viva» que quema y no consume!

Es el primer encuentro de Moisés con el Señor, con el ángel, con la manifestación del Señor. Habrá otros encuentros del Señor con su pueblo, y otra vez el fuego tendrá mucho que decir, por ejemplo, en la gran teofanía del Sinaí. Una fenomenal tormenta con gran aparato de truenos, relámpagos y rayos acompaña la bajada del Señor, a la que parece sumarse la presencia de un volcán. En ese primer encuentro del pueblo con el Señor, la manifestación divina tendrá forma de fuego, y es como si el fuego divino hubiera no sólo tocado los montes para hacerlos humear, como dice el salmo (104,32), sino como si hubiera entrado en las entrañas de la montaña para ponerlas en ebullición hasta hacer brotar otro fuego desde el interior de ellas. El fuego es la presencia inaccesible del Señor. Más tarde, ese mismo fuego quedará como domesticado y servirá de columna ardiente que iluminará la noche para guiar con su llamarada al pueblo de Dios. Si el pueblo necesita acampar, la columna de fuego se posará en tierra señalando el lugar donde debe ubicarse el campamento. Esta llama permanente alimentada por Dios agrupa a los distantes, orienta al pueblo en la marcha y va delante señalando el camino. Es el mismo fuego divino, ahora domesticado para servicio del pueblo. Pero ¡cuidado! Porque, si unos culpables se rebelan y, cediendo a su ambición, no aceptan la misión de Moisés, podrá caer fuego del cielo que los consuma. Es el caso de Coraj, Datán y Abirán (Num 16). Cuando el pueblo ha pecado, Dios se retira y le niega su presencia, porque consumiría a todos como un fuego devorador. Dios puede iluminar y calentar, pero hay que guardar distancias de respeto.

 

2. PROYECTO DE LIBERACION

A continuación del texto comentado se lee que dijo Dios a Moisés:

«Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob».

«Moisés se tapó la cara, temeroso de mirar a Dios. El Señor le dijo:

He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel, el país de los cananeos, hititas, amorreos, fereceos, heveos y jebuseos. El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí y he visto cómo los tiranizan los egipcios. Y ahora, anda, que te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas» (Ex 3,6-10).

Después de identificarse, va a dar Dios la razón de su visita. Dios no ha venido a visitar a Moisés y entablar con él un diálogo de anacoreta a anacoreta y nada más (anajoreo: retirarse). El Señor viene con un proyecto muy claro de liberación. ¿De qué liberación se trata? Siempre será librar de algo malo. Dios habla de su pueblo. Se puede hablar, pues, de un movimiento que empieza por un acto de compasión y solidaridad. Dios ha visto la opresión de su pueblo, ha oído sus quejas, se ha fijado en sus sufrimientos: ver, oir, fijarse. Y Dios no se desentiende de las peripecias que puedan suceder en el tablero de la historia humana. Sobre ese tablero atacan y reciben los ataques respectivamente el Faraón y los israelitas. Se trata de un emperador poderoso y un pueblo de esclavos que trabaja para él en la construcción de ciudades-granero, en los edificios suntuarios y suntuosos. Dios se fija en el Faraón opresor y en el pueblo oprimido, para escuchar los gemidos de éste; y le preocupan los sufrimientos, precisamente porque son de su pueblo, o es su pueblo precisamente porque está oprimido: las dos versiones se encuentran en diversos textos. Se supone que los israelitas son ya para entonces el pueblo de Dios.

Este remontarse a los comienzos de la historia, cuando todavía no eran más que una familia en tres peldaños descendentes (Abrahán, Isaac y Jacob), está diciendo que toda la comunidad presente es pueblo de Dios, porque desciende del patriarca Abrahán, el de la promesa divina; y porque es su pueblo, Dios no se desentiende de él: ha visto, ha oído y ha bajado. La presencia de Dios se concibe como una bajada de la altura, donde los pueblos se imaginaban la morada de Dios a lo largo del AT.

Moisés no tiene nada que replicar, pero para asegurarle va el Señor a ofrecerle espontáneamente un signo. Se trata de un dato tópico que se suele encontrar en textos semejantes. El más parecido y significativo es el de Gedeón, un pobre israelita que vive otro tiempo de opresión, si bien más reducida. De repente se le aparece el ángel del Señor —otra vez el juego de ángel-manifestación cuan-do es visible, y sólo el Señor cuando habla—, y él opone inmediatamente su objeción: ¿qué puedo hacer yo que no soy nadie, cómo voy a librar a los israelitas? Pero Dios le contesta: Yo estoy contigo. Gedeón pide: dame una señal de que eres tú el que hablas conmigo y de que me vas a asistir en la empresa. Y Dios le da la señal.

Esto es frecuente. Incluso puede Dios adelantarse espontáneamente a ofrecer la señal, como en el caso de Acaz, quien, sin embargo, la rechaza, protestando piedad:

«El Señor volvió a hablar a Acaz: Pide una señal en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo.

Respondió Acaz: No la pido, no quiero tentar al Señor» (Is 7,10-12).

Este dato tópico, común en relatos de vocación, ha intrigado y desconcertado a comentaristas y lectores. «Yo estoy contigo, dice Dios a Moisés, y ésta es la señal de que yo te envío: que cuando saques al pueblo de Egipto, daréis culto a Dios en esta montaña» (Ex 3,12).

¿Dónde está lo extraño de este signo? Quizá en dos cosas. Primero, en que no consiste en ningún acto extraordinario, sino sencillamente en una acción litúrgica. La acción litúrgica no es ningún milagro y, por lo tanto, la señal que se ofrece no tiene nada de señal. Lo verdaderamente extraño es el tiempo en que se da ese signo. Normal es que Gedeón pida una especie de garantía oficial de autenticidad antes de aceptar el mandato, para no ser juguete de la propia fantasía. Y se le da: Mira, voy a poner esta zalea al relente de la noche; si el rocío cae sobre ella y no a su alrededor, ésta es la señal.

Así habló Dios, pero Gedeón no se dejó todavía convencer. Porque piensa que la lana atrae y recoge el rocío de una manera distinta de como lo hace la hierba rala o la tierra desnuda. Y pide invertir la prueba y que el signo suceda al revés: que haya rocío todo alrededor y que la zalea quede completamente seca. Dios accede, y por la noche sucede el signo. Con estas dos señales dadas por Dios a Gedeón se decide éste por la empresa (Jue 6,36-40).

Moisés puede argüir de igual modo: ¿Cómo sé yo que eres tú el que me envía? Le responde Dios: Tú vas a sacar a los israelitas y, cuando los hayas sacado, os reuniréis aquí y celebraréis un acto litúrgico. Pero, piensa Moisés, si los he sacado, ya no necesito signo.

La incoherencia es clara y la objeción es válida. Esto nos obliga a penetrar en el texto y esclarecer su significado.

Por una parte, ese acto litúrgico se encuentra al final de una etapa y antes de otra. Al final de la etapa de la salida de Egipto, se reunirán en ese monte antes de iniciar la marcha por el desierto. La aventura del desierto podrá terminar bien o podrá desembocar en una dispersión para morir. La primera etapa funciona paradójicamente: el hombre tiene que aceptar la misión que Dios le confía, tiene que comprometerse a realizar con fe y confianza lo que Dios le encarga. Porque la fe es adhesión a Dios, es como estar adherido o pegado a él. Si yo tengo fe en Dios, Dios está conmigo, y esta persuasión en la fe; y desde la fe me permite actuar hasta hacer realidad el encargo. Una vez realizado éste, puedo mirar hacia atrás y decir: es verdad, era misión de Dios.

El pueblo de Israel, pueblo de esclavos, podrá reunirse en este altiplano, en la alegría de que todo era verdad: Dios quería librar a su pueblo. Será una liturgia de experiencia de liberación, no una liturgia de una experiencia de trabas, de preceptos y prohibiciones. Así fue cuando Pedro salía de la cárcel. Caminó por la calle, y en un cruce, al final de ella, cayó de repente en la cuenta: era realidad. Así es el signo que Dios ofrece a Moisés: un signo de futuro que compromete la fe de presente; una garantía consecuente, en vez de garantía precedente. Moisés lo comprende, y sus objeciones cambiarán de estilo.

 

3. MISIÓN DE MOISÉS

Al presentarse Dios como el Dios de Abrahán, de Isaac y Jacob, se está ya de alguna manera identificando. Por un movimiento espontáneo y de hábitos ambientales, imaginamos a Dios en la altura, en el cielo. En este tono convencional leemos que Dios ha bajado de su trono en la tranquilidad de la altura, porque no puede aguantar ver sufrir a su pueblo. Y ha bajado para librarlo de los egipcios. La liberación no va a consistir simplemente en sacarlos de una situación de opresión, sino que va a crear una situación nueva de libertad. Esto se va a anunciar en una fórmula-estribillo: he bajado a sacarlos de esta tierra para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel, el país de los cananeos... Los israelitas desbordarán los límites de una tierra estrecha, incapaz ya casi de contenerlos, y se derramarán por otros territorios, en una tierra espaciosa donde hay sitio para todos. A los trabajos forzados y a la vida precaria de Egipto sucederá la vida libre en la abundancia de una tierra que mana leche y miel. Es verdad que esa tierra está ocupada por varias poblaciones, pero Dios es Señor de toda la tierra y asigna sus territorios a los pueblos. Esa tierra privilegiada la tiene destinada para el pueblo escogido.

Tal es el proyecto de Dios. No es un proyecto de apoyo a los poderosos, sino de liberación de los oprimidos.

Y sucede un hecho extraño. En el texto parece que hay dos cosas que se contradicen o no concuerdan del todo. Primero dice Dios: he visto, he oído, me he fijado, y por eso he bajado para librarlos de los egipcios y sacarlos de esta tierra. Y luego, para poner en marcha su decisión, añade: anda, yo te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo. Hay una ruptura lógica, una incoherencia narrativa, una sustitución de funciones: he bajado para sacarlos, pero te envío a ti para que seas tú el que los saque. No cambia el contenido, que es un ir y sacar, pero sí cambia el sujeto. La primera vez el sujeto es Dios, que ha bajado para librarlos, para sacarlos; la segunda vez sigue siendo Dios el que envía, pero el sujeto que ha de sacarlos es Moisés. ¿Qué significa realmente esta incoherencia narrativa? Los comentaristas han intentado explicarlo de una manera plausible asignando a dos fuentes o dos hilos narrativos —elohista y yahvista— las dos piezas que un autor ha trenzado, resultando una trenza de dos hilos. No todo queda claro ni se explica todo, pero se trata de una interpretación plausible, razonable. No lo explica todo, porque lo que resulta es un relato nuevo.

La incoherencia narrativa ha suscitado la curiosidad y excitado la indagación. Dios baja a liberar a su pueblo, pero no va él en persona a hablar al Faraón tomando una figura como la que tomó en su visita a Abrahán (Gn 18-19). Su manera de bajar y liberar consiste en enviar a un hombre, con lo cual se instaura una teoría teológica y espiritual que es la mediación: el hombre es enviado por Dios, lleva una misión. Dios baja porque Moisés no puede ir al Faraón por cuenta propia. En un arrebato de cólera y de indignación, mató Moisés a un egipcio. Ahora Moisés es un pastor, casado con una hija del sacerdote de Madián, aunque este dato importe muy poco. Lo que importa es que Moisés es ahora un enviado y va a cumplir una misión (del latín missus) confiada por Dios. A partir de este momento, se entregará a la misión para la que nació y fue llamado. Ahora la misión se hace explícita y queda vinculada a la bajada de Dios para liberar a su pueblo. No debe desconcertar a nadie el relato que habla alternativamente de «Dios que saca» o de «Moisés que saca». Llegará incluso un momento en que el lector podrá contemplar una especie de juego en que se van lanzando uno a otro la pelota en un alternativo «yo saqué», «tú sacaste» al pueblo. Importa mucho subrayar con trazos fuertes ese carácter mediador del hombre enviado por Dios. Significa la entrada de Dios en la historia, humanizándose en una mediación egregia que está prefigurando otra entrada única de Dios, no a medias, sino plenamente, sin fuego ni figuras, ni delegaciones ni mediadores, sino en una humanización real y plena, hecho verdaderamente hombre.

Surge una primera objeción, común a todos los relatos de vocación. El elegido no suele responder con entusiasmo a la misión que se le confía. Es, sí, un honor, una gloria, un privilegio, ser elegido por Dios. Pero hay en ello una mezcla de orgullo y de temor: me gusta, pero no me atrevo. Es doblemente una reacción de respeto ante la tarea y ante el que le envía, pero al mismo tiempo una reacción de desconfianza en sí mismo: ¿Seré yo capaz de llevar a cabo con dignidad un mandato de Dios, una misión divina? ¿No será demasiado para mí? Y ésta es también la primera reacción de Moisés:

«Moisés replicó a Dios: ¿Quién soy yo para acudir al Faraón o para sacar a los israelitas de Egipto?

Respondió Dios: Yo estoy contigo» (3,11-12).

Nos detenemos aquí. Este «estar contigo», visto desde abajo, desde el hombre, es una garantía de éxito y una fortaleza inexpugnable. «Yo estoy contigo» es la frase más escueta que se pueda imaginar; un verbo nada más, casi sin cópula; es un sujeto y un predicado escueto. Aquí nos encontramos con estoy, en vez de soy. El Dios omnipotente y sabio no hace valer un soy, sino un estoy contigo. Ahí se encuentra todo. No se puede decir más con menos. ¿Qué puede temer el hombre que siente la presencia de Dios con él? Puede salir con ánimo a cumplir la misión más arriesgada. La misma frase significa de parte de Dios: Soy yo quien va a librar al pueblo, pero lo voy a librar estando contigo, sin necesidad de desbancarte ni desplazarte a ti de la historia. Yo voy a bajar y liberar estando contigo. Esta es la doble dimensión fecunda de una frase que va a repetirse reiteradamente.

 

4. IDENTIFICACIÓN DE DIOS

En la vocación de Moisés aparece un elemento importantísimo, que es la identificación y el nombre de Dios. Cuando uno envía un legado, un embajador plenipotenciario, tiene que identificarse: Yo, emperador, te envío como legado mío. Esta identificación del mitente es esencial para definir la misión. Moisés ya ha escuchado una identificación. Ese Dios que se le ha aparecido en el fuego, que le ha empezado a hablar y que categóricamente le envía al Faraón para gestionar con él la liberación del pueblo es, por lo menos, el Dios de los patriarcas. Es ya un dato de identificación; pero además de este título ha de tener un nombre. Todos los dioses tienen sus nombres con los que son identificados, invocados. Por eso pregunta Moisés, y con razón: cuando yo vaya a presentarme ante los israelitas de tu parte, ¿de quién les tengo que hablar? ¿Qué nombre tengo que aducir para que me hagan caso?

«Moisés replicó a Dios: Mira, yo iré a los israelitas y les diré: el Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntan cómo se llama, ¿qué les respondo?».

«Dios dijo a Moisés: Soy el que soy. Esto dirás a los israelitas: `Yo soy' me envía a vosotros. Dios añadió: Esto dirás a los israelitas: el Señor, Dios de vuestros padres, Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre; así me llamaréis de generación en generación» (3,13-15).

Nos encontramos con un texto capital, pieza fundamental en la investigación del Pentateuco, con el que siempre habrá que enfrentarse. Pero estamos en una meditación, y no es éste el lugar para plantear discusiones científicas. Hay que ceñirse, sobre todo, a este sentido del nombre del que tiene que identificarse.

Se ofrecen dos piezas de identificación que son el nombre —en hebreo, probablemente Yahveh, en el que conocemos las consonantes y dudamos de las vocales—y el título de «dios de los patriarcas». Estos son los datos de identificación que en el texto aparecen como un juego de palabras. ¿Cómo te llamas? Me llamo «Soy el que soy». Vete a los israelitas y di: «Soy» me envía a vosotros. Y háblales de «el Dios de vuestros padres...».

Para entenderlo es necesario, primero, reflexionar sobre una costumbre hebrea en la manera de interpretar los nombres. Los técnicos lo llaman paranomasia, y es el arte de interpretar los nombres. Aquí no se trata de una interpretación científica: la lingüística, la filología, la etimología rigurosa. Aquí se trata de tomar el nombre en su sonido inmediato y dar una explicación; interpretar el nombre por el sonido que produce en los oídos de los israelitas. Pues bien, la palabra Yahveh, si aceptamos esa vocalización de las consonantes, suena como una forma volitiva de una conjugación factitiva del verbo hyh: ser (que podría ser una variante del verbo hyh: vivir). Tomémosla comos suena, haya = ser, y entonces este sonido Yahveh, escuchado no como nombre, sino como significado, sonaría prácticamente como «haga existir», que sería el nombre propio de ese personaje misterioso. Tenemos el hecho del ser, el existir y la forma factitiva; pero, como ya hemos indicado, los autores bíblicos no se atienen a una explicación etimológica rigurosa como la que estamos proponiendo ahora, sino que juegan libremente con el verbo. Este nombre de Yahveh contiene la raíz hyh, que significa ser. En español diferenciamos ser y estar, y quizá esto nos ayude a comprender el juego verbal. Moisés formula su primera pregunta: ¿Cómo te llamas? Dios le responde: Yo estoy contigo, en primera persona; Soy el que estoy contigo, Soy el que estoy librando a los israelitas. Y luego: Les dirás: Soy me envía a vosotros... Yahveh me envía... etcétera.

Aquí se está haciendo un juego con el tema fundamental del ser-existir. Es verdad que el autor no tiene por delante una reflexión filosófica o metafísica del nombre, pero parece muy probable, primero: que el nombre ya era conocido, porque sólo con un nombre conocido se juega; segundo: que el autor descubre en este nombre la presencia del verbo ser-estar-existir, y esto, aunque no haga una definición metafísica, es muy significativo para nosotros en orden a concebir, a imaginar a Dios, a dirigirnos a él, porque coloca a Dios, radical y fundamentalmente, en el orden del ser y del existir; y si lo ponemos en forma factitiva, tenemos entonces el que hace existir, mientras que, si lo ponemos en forma intransitiva, resulta sencillamente el que es. Por eso, aunque no le demos el alcance metafísico, que en nuestra filosofía tradicional sería el ser por sí mismo, el ens a se, sí tenemos que darle el alcance espontáneo, normal, incluso popular, de que aquí se trata de algo radical, porque no hay cosa más radical que ser o existir. Todos pueden decir «soy», pero sólo él puede decirlo de manera especial y única; y quiere que, cuando el hombre se dirija a él, lo haga a ese nivel radical del ser o del existir.

Insistimos en que esto es reflexión, pero es una reflexión que brota de los datos aportados por un autor que ha querido jugar con el nombre en el que ha escuchado el ser y el existir de Dios. En español decimos ser y estar: soy el que soy, soy el que estoy, el que estoy contigo, como queda dicho antes. Así queda perfectamente trabado todo el movimiento: Yahveh es el que me envía. Yahveh, es decir, «Soy el que soy», «Soy el que estoy», está contigo. Es un juego sutil que hemos encontrado en el texto hebreo y que nos ha de servir para nuestra meditación. Nos interesa el dato de los títulos, pero antes de éstos está el nombre, y el nombre se coloca en esa zona radical del existir.

En el segundo dato, el de los títulos, Dios se define como el Dios de los patriarcas. No es una divinidad nueva, no queda abolido el pasado, sino que hay un empalme explícito. De esta manera se establece una continuidad biológica: vosotros sois los descendientes de aquellos patriarcas. En la parte humana hay una continuidad sin fisura entre Abrahán, Isaac, Jacob y vosotros; pero esa continuidad biológica, que se podría expresar en un árbol genealógico, adquiere ahora una carga teológica: que el hijo de Abrahán es hijo de la promesa, es palabra de Dios hecha carne, promesa de Dios hecha realidad. Por lo tanto, recordar a los patriarcas es lo mismo que recordar la promesa: vosotros existís como promesa de «Soy», de «Existe», porque vosotros sois los descendientes de la promesa hecha a los patriarcas que dieron existencia a una estirpe gracias al don de una bendición especial de Dios. Con esto la perspectiva de la liberación del pueblo, sacándolo de Egipto, se sitúa en un horizonte amplio, en una perspectiva sin límite, y se inserta como segmento gigantesco de un inmenso arco que empezó en tiempo de los patriarcas y no terminará con ellos. Porque antes y después, y por encima de todos, está el Señor que es y está con Moisés, como estuvo con Abrahán y está con el pueblo, al que llama celosamente suyo.

Este título patriarcal expresa una garantía. Dios sujeta las riendas de la historia y encauza el curso fluvial del tiempo, que puede frenar, acelerar o retrasar como él quiera; él es el Señor del flujo del curso de la historia, y sus títulos patriarcales son para nosotros una garantía, lo mismo que lo es su nombre. Con ello se nos hace entrega de un bloque importante de la revelación, porque se añade: éste es y éste será mi nombre para siempre, así me llamaréis de generación en generación. Nosotros seguimos usando ese nombre, le hemos cambiado el nombre al Dios de los israelitas en Egipto, el de Moisés, el de los patriarcas, que es también el nuestro. Nos alejamos del oleaje sonoro de esta meditación para escuchar en silencio el nuevo nombre que Dios tiene para nosotros. El tiene unos títulos y un nombre, pero para nosotros él es Padre de Nuestro Señor Jesucristo y Padre Nuestro al mismo tiempo; es el mismo que libró a los israelitas en Egipto cumpliendo la promesa patriarcal, porque él es y será siempre el mismo, y «está» siempre con nosotros.

 

5. DIALOGO MOISÉS-DIOS:
    OBJECIONES Y RESPUESTAS

Queda dicho lo principal, pero falta una reflexión sobre las objeciones y respuestas en el diálogo entre Dios y Moisés. Lo vamos a tratar a manera de complemento.

Porque queda algo que Moisés no acaba de comprender y le impide aceptar plenamente su misión, y forcejea como quien pugna por esquivar el compromiso. Tiene miedo, no se siente capaz y va a argüir contra Dios sosteniendo con él una especie de pulso para ver quién puede más. Va a exponer razones en contra, y cuando Dios le dé la respuesta a una, volverá él a la carga con otra. Una de ellas es que ni el Faraón ni los israelitas le van a hacer caso. Los israelitas no van a ver en él más que al violento, al fugitivo; y, sin credenciales, no le van a creer; y, si no le hacen caso, tampoco podrá él moverlos por la fuerza, porque es evidente que por la fuerza no podrá hacer nada. Se trata, por tanto, de una petición de credenciales.

Para nosotros las credenciales suelen ser un documento escrito y sellado que garantiza al portador como un enviado. «Credenciales» viene de «creer», «dar crédito». Sin credenciales no se dará crédito a Moisés, y él necesita que le den crédito para realizar su empresa. Por ahora no tiene crédito, y el acreditarle le compete a Dios. Es la primera objeción. La segunda se referirá a su ineptitud como orador.

Las credenciales que Dios ofrece a Moisés es la capacidad de realizar signos. Primero se le exigía fe para poner mano a la empresa, y sólo al terminar vendría el signo a sellar su autenticidad; ahora, en cambio, Dios está dispuesto a dar a los israelitas algunas señales previas de tipo prodigioso, y Moisés deberá asumir de algún modo las funciones de mago o prestidigitador, en competencia con los magos del Faraón. Este poder sobrehumano dará crédito a su misión, y deberá ejercerlo ante los ojos atónitos de los israelitas, en una serie de transmutaciones o metamorfosis que tendrán lugar en su bastón de pastor, en su mano de jefe y en las aguas del Nilo. Las dos primeras tienen un significado particular, íntimamente vinculado a la persona: mientras el cayado es el instrumento de su oficio de pastor, la mano es sede y órgano de la acción. La tercera se refiere al Nilo, que es linfa, corriente vital y arteria única que mantiene la vida de Egipto. Son los tres elementos en los que se va a manifestar el poder transmutador, taumatúrgico, de Moisés.

El primero es el bastón o cayado de pastor:

«¡y si no me creen ni me hacen caso y dicen que no se me ha aparecido el Señor?

El Señor le preguntó: ¿Qué tienes en la mano? Contestó: un bastón.

Dios le dijo: Tíralo al suelo.

El lo tiró y se convirtió en serpiente, y Moisés echó a correr asustado.

El Señor dijo a Moisés: Echale mano y agárrala por la cola.

Moisés le echó mano, y al agarrarla en el puño se convirtió en un bastón.

Para que crean que se te ha aparecido el Señor, Dios de tus padres, Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob. El Señor siguió diciendole: Mete la mano en el seno.

El la metió, y al sacarla tenía la piel descolorida como nieve.

Le dijo: Métela otra vez en el seno.

La metió, y al sacarla estaba normal, como la carne.

Si no te creen ni te hacen caso al primer signo, te creerán al segundo. Y si no te creen ni hacen caso a ninguno de los dos, toma agua del Nilo, derrámala en tierra, y el agua que hayas sacado del Nilo se convertirá en sangre» (Ex 4,1-9).

El bastón de pastor es un instrumento de oficio que sirve para apoyase y para marchar por vaguadas y cañadas. Pero puede también ser instrumento para guiar el rebaño. Una oveja se queda rezagada o se separa de las demás y, si el pastor carece de la ayuda fiel de un perro, el cayado le sirve para espolear, dirigir y agrupar a las ovejas. El cayado sirve primero para apoyarse; segundo, para dirigir el rebaño; y tercero, para protegerlo. Si surge la amenaza de un animal dañino —un chacal, un lobo...—, el cayado sirve para defenderse y ahuyentar al depredador, tiene varias funciones.

En mano de Moisés, y después de la transmutación, el bastón va á adquirir una función muy particular. Podría llamarse «varita mágica», aunque no se trate de una vara fina y estilizada, sino de un auténtico cayado de pastor.

Llega un momento, en la cultura antigua, en que el bastón se convierte en signo de poder, de autoridad, y cambia de nombre, para llamarse «bastón de mando» o, simplemente, «cetro», que no es otra cosa que la prolongación del brazo humano. Este es símbolo y sede de poder, de fuerza, de actuación. El brazo humano, que puede levantarse o bajarse, extenderse o descansar, se prolonga en esa pieza vegetal de madera que es el bastón de mando, o cetro, y que sirve igualmente para alargar el poder del brazo en dirección a una persona o un objeto; el cetro se puede empuñar y sostener verticalmente, afirmando con este gesto la autoridad; y puede también inclinarse y apoyarse en el hombro. En el cetro puede apoyarse el rey, que es como apoyarse en su propia autoridad; y, si lo levanta, hace patente con este gesto el ejercicio de su autoridad.

El bastón de pastor ha llegado a convertirse en símbolo. También el bastón de Moisés va a sufrir transformaciones. Moisés lo ha usado en su función más directa para golpear o apoyarse; ahora Dios le manda tirarlo a tierra sin controlarlo, y se convierte en una serpiente. Lo que era vertical y estaba dominado por el hombre se hace autónomo en un reptante amenazador. Ya no es Moisés el que empuña el cetro; ha perdido la capacidad de empuñarlo y, al soltarlo, el cetro se ha independizado para convertirse en una insumisa serpiente amenazadora ante la que Moisés siente miedo y quiere huir.

Puede uno montar imaginariamente el tinglado de la escena y observar la sonrisa de Dios que dice: ¡No tengas miedo, agárrala por la cola! Moisés lo hace, animado por la palabra de Dios, y en el momento en que la empuña y sujeta vuelve a ser nuevamente poder subordinado al hombre, no desprendido de él en forma sinuosa y amenazante. Desde ahora, el brazo de Moisés se prolongará en ese bastón de mando, cetro de autoridad, y le obedecerán los hombres y los elementos.

El segundo prodigio consiste en la trasformación de la mano. La mano es órgano y símbolo de acción (no necesariamente de acción fuerte, pero sí de acción hábil). En español hablamos, curiosamente, de destreza. ¿Qué es destreza? Es la habilidosa capacidad de la diestra, de la mano derecha. También se habla de tener buena mano, como también, y en otro sentido, de tener mano izquierda. Sí, la mano es símbolo y metáfora de la acción controlada. La mano que Moisés tiene abierta, patente, debe meterla ahora en el pliegue de la pechera de la túnica que sirve de faltriquera o bolsillo, donde ya no está actuando, sino recogida e inerte. Dios se lo manda así y, al hacerlo, la mano cálida se convierte en mano de nieve, paralizada y fría, como en la enfermedad de leucodermia; es una mano no animada por la sangre, repugnante e inerte. Moisés se asusta de su propia mano, pero Dios le ordena: Vuelve a meterla. Y la mano recupera su estado natural.

La mano de Moisés no está hecha para quedar guardada e inactiva, sino para dirigir con destreza. Con ella podrá hacer transmutaciones que convencerán a los israelitas. Y si no bastan, queda la última, la del agua del Nilo, la linfa vital de Egipto que riega las plantas y mueve las norias, que es fuente de vida en su riego, limpieza en el baño y energía en los molinos. Ese agua, derramada en tierra por Moisés, se vuelve sangre, pero sangre derramada y sin vida.

Estas son las credenciales de Moisés: poder sobre los elementos para obrar prodigios. Si los israelitas no dan crédito al primero, lo darán al segundo y, si no, al tercero; pero tendrán que creer.

«Yo no tengo facilidad de palabra», protesta Moisés como segunda objeción. Si la mano es órgano de la acción y el brazo es sede del poder, la lengua es el órgano de la palabra, y Moisés tendrá que actuar con la palabra cuando vaya a presentarse al Faraón. Irá a él con un mensaje difícil y exigente. Le va a pedir nada menos que deje salir a los israelitas para una ceremonia de culto, y no puede darle más que palabras y razones para convencerle. Pero, además, el Señor mismo le ha puesto las cosas difíciles al prevenirle de que el Faraón va a ser terco y duro. Moisés necesitará una fuerza oratoria que no tiene:

«Pero Moisés insistió al Señor: Yo no tengo facilidad de palabra, ni antes ni ahora que has hablado a tu siervo; soy torpe de boca y de lengua.

El Señor replicó: ¿Quién da la boca al hombre? ¿Quién lo hace mudo, sordo o tuerto o ciego? ¿No soy el Señor? Por tanto, ve; yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que tienes que decir.

Insistió: No, Señor; envía al que tengas que enviar.

El Señor se irritó con Moisés y le dijo: Aarón, tu hermano, el levita, sé que habla bien. El viene ya a tu encuentro y se alegrará al verte. Háblale y ponle mis palabras en la boca. Yo estaré en tu boca y en la suya, y os enseñaré lo que tenéis que hacer. El hablará al pueblo en tu nombre, él será tu boca, tú serás su Dios. Tú coge el bastón con el que realizarás los signos» (Ex 4,10-17).

Y en otra versión leemos:

«Yo soy el Señor; repite al Faraón de Egipto todo lo que te digo.

Moisés respondió al Señor: Soy torpe de palabra, ¿cómo me va a hacer caso el Faráon?

El Señor dijo a Moisés: Mira, te hago un Dios para el Faraón, y Aarón, tu hermano, será el profeta. Tú dirás todo lo que yo te mande, y Aarón le dirá al Faraón que deje salir a los israelitas de su territorio» (Ex 6,29-30; 7,1-2).

Estos son los dos textos. La objeción de Moisés es razonable y razonada: un hombre que tiene que negociar, argumentar, pedir y exigir, tiene que dominar todos los recursos del lenguaje, de la persuasión, de la oratoria. Moisés no posee el don de la palabra, a pesar de su vida en la corte del Faraón y de su educación especial. Lo que hasta ahora conocemos de Moisés consiste más en obras que en palabras. Le hemos visto intervenir impulsivo en el caso del egipcio; cuando las aguadoras hijas de Jetró son maltratadas por los pastores, él interviene y las libra. Moisés es un hombre que actúa sin apenas hablar. Solamente el diálogo con Dios y la especificidad de la misión que se le confía le provocan a hablar y expresar sus objeciones: su misión es profética, y él entiende que un mensajero tartamudo y balbuciente no puede cumplir dignamente su misión.

Dios responde a su objeción categóricamente: si yo te he dado la boca, puedo también enseñarte a manejarla; si te he dado la lengua, puedo también hacerla ágil, flexible, fluida y convincente. Y añade: Yo estaré en tu boca, que es una variante de «Yo estaré contigo». Equivale a decir: cuando tengas que hablar en mi nombre, allí estaré yo en tu boca, moviéndola y articulando tus palabras de tal manera que no seas tú el que habla. No serás un mensajero que repite mecánicamente lo que aprendió de memoria, o que aprendió la sustancia y luego la desarrolla. En la creación verbal, como en el brotar del pensamiento y expresión de los argumentos, yo estaré contigo dirigiendo tu boca, y tú vas a ser mi palabra.

La incredulidad de Moisés provoca la irritación de Dios: Si te empeñas, será Aarón el que hable; tú le dices la sustancia, le das las instrucciones y él tomará la palabra. Y en la segunda versión: Tú serás como un Dios frente al Faraón; te presentarás a él como un ser sobrehumano y dotado de poderes sobrehumanos. Pero lo harás en silencio, aureolado de distancia, y para la comunicación tendrás en Aarón un subordinado que irá traduciendo tus mensajes arcanos para hacérselos entender al Faraón. Por eso, tú serás como un Dios y Aarón será como tu profeta.

Es otra manera de repetir lo mismo, pero el autor ha logrado con ello introducir en el relato la figura de Aarón como un intermediario, y ha quedado redondeado el texto.

Terminamos mirando al futuro con una reflexión breve para todos los que reciben de Dios la misión de la palabra: la palabra del testimonio, la del Evangelio, la predicación; palabra para exhortar o denunciar. El camino no es la violencia, sino la persuasión, porque es la razón la que se comunica en palabras y no la sinrazón, que se desahoga con los puños. Por eso necesitamos también que el Señor esté en nuestra boca. Moisés, que no sabe hablar, tendrá que tomar la palabra en múltiples ocasiones y de múltiples formas, dirigiéndose a los israelitas para reprochar y denunciar y dirigiéndose a Dios para rezar e interceder. Y después de una larga misión por la acción y la palabra, antes de subir al monte para morir, llegará Moisés a la cumbre del lenguaje, que es la poesía, y compondrá como testamento el gran poema que los israelitas aprenderán de memoria: el Cántico de Moisés que se lee en el capítulo 32 del Deuteronomio.

La vocación de Moisés es vocación de profeta. En adelante, ya no toma él la iniciativa, no se declara libertador, porque él lo recibe todo del Señor y tiene que estar enteramente a su disposición. Esta es la vocación y la misión de Moisés.

 

GREGORIO DE NISA: LA ZARZA ARDIENDO

«...entonces viviremos a solas, sin tener que pelear con adversarios, sin tener que hacer de árbitros, antes viviremos en unidad de pensamientos y sentimientos con los que pastoreen junto a nosotros, con todos los movimientos de nuestro espíritu apacentados como un rebaño por el querer de la razón que nos gobierna.

Cuando disfrutemos de esa vida tranquila y sin luchas, resplandecerá la verdad envolviendo en sus destellos los ojos de nuestro espíritu. Es Dios la verdad que se apareció a Moisés en aquella indecible iluminación. Si el alma del profeta fue esclarecida por el brillo de una mata espinosa, el hecho no será inútil para nuestra indagación. Pues si Dios es la verdad y la verdad es luz —tales expresiones divinas y sublimes emplea la voz evangélica para rendir testimonio al Dios que se nos manifiesta en la carne—, se sigue que la conducta virtuosa nos conduce al conocimiento del que se abajó a la naturaleza humana. No relumbra desde las lumbreras estelares, para que no lo confundiéramos con el brillo de una materia celeste, sino desde una zarza terrestre, superando con sus rayos las lumbreras del cielo. Así aprendemos también el misterio de la Virgen, de la cual la luz de la divinidad alumbró la vida humana, y al nacer dejó intacta la zarza que lo acogió, y así la virginidad no se marchitó en el parto.

De aquella luz aprenderemos lo que hemos de hacer para mantenernos dentro de sus destellos: no podemos con pies calzados correr a la altura donde se manifiesta la luz de la verdad; antes hay que desnudar los pies del alma de las pieles muertas y terrestres que revistieron al principio nuestra naturaleza, cuando, por desobedecer la orden divina, quedamos desnudos» (PG 44,332-33).