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Nacimiento de Moisés

 

Una meditación sobre el comienzo del Éxodo ha de fijarse primero en algunos personajes que reclaman poderosamente la atención. Dos de esos personajes son el Faraón y un recién nacido a quien se da el nombre de Moisés. Los separa una notable distancia en el tiempo y los acerca una semejanza funcional.

Del Faraón se dice que era nuevo. «Muertos José y sus hermanos y toda aquella generación, los israelitas se iban multiplicando y haciendo fuertes hasta llenar el país. Subió entonces al trono de Egipto un Faraón nuevo que no había conocido a José». El Faraón es nuevo y, en paralelo con él, entra en la historia un niño nuevo. Son las dos grandes novedades de este capítulo, cuyo primer plano va ocupado por la gran figura del Faraón. En el desarrollo de la acción irán interviniendo otras comparsas. Pero el comienzo de la meditación arranca de contemplar el protagonismo de esos personajes.

 

1. EL FARAÓN

Con este Faraón nuevo se inaugura una nueva dinastía en Egipto. No se trata ya del Faraón que distinguió a José nombrándolo virrey suyo con poderes plenipotenciarios.

El Faraón es nuevo y no conoce el país. Decir Faraón en Egipto es como hablar del Zar en Rusia o del Sha de Persia en tiempos no muy lejanos. Se trata siempre de una monarquía absoluta. El rey está investido de poder absoluto, y a nadie tiene que dar cuenta de sus actos, excepto, quizá, a su propia conciencia, no muy escrupulosa por cierto. El nuevo Faraón pasa revista a la situación política de su país y descubre en el norte un grupo étnico no integrado, que suscita desde el primer momento su recelo. Se trata de unos inmigrantes que, por una sorprendente explosión demográfica, se han convertido potencialmente en una seria amenaza para el país receptor. A ese ritmo de crecimiento, pronto podrán hacerse con el poder. O podrán aliarse con extranjeros abriéndoles las puertas del norte, y la invasión se extenderá por todo el país como una inundación arrolladora Nilo arriba. Y decide, como precaución, violentas medidas represivas. Hoy hablaríamos de razones de estado, que se invocan alternativamente en función de temores o simples conveniencias. La seguridad nacional se reviste de carácter militar. Pero la primera medida adoptada por el Faraón es de carácter económico, y tan radical que resulta difícil distinguir si lo primero es el peligro bélico y lo segundo el aspecto económico, o a la inversa. La consecuencia inmediata es la esclavitud de ese pueblo peligroso. Serán obligados a trabajar en trabajos forzados en sus ciudades-granero del norte para las construcciones suntuarias y las útiles, tanto en tiempo de paz como de guerra. La esclavitud es un hecho. El pueblo emigrante, recibido con amistosa hospitalidad por un Faraón de una dinastía precedente, se convierte ahora, por decisión unilateral de un Faraón nuevo, en un pueblo de esclavos, mano de obra económica. Con esta medida se pretende, además, frenar el crecimiento demográfico, con lo que el pueblo quedará debilitado. ¿Pero no traerá esta medida como consecuencia una peligrosa disminución de la mano de obra? Quizá no se pueda pedir demasiada coherencia al Faraón. Lo que aquí se pretende, ante todo, es presentar dramáticamente la nueva situación. Con una voluntad conciliadora, se puede atribuir al Faraón una política de control de sus esclavos, pero sin eliminarlos. Y comienza el régimen de trabajos forzados. Para ello nombraron capataces que los explotaran como cargadores en la construcción de sus ciudades-granero, Pitón y Ramsés. «Pero cuanto más los oprimían, ellos crecían y se propagaban más» (v.12).

 

2. EL PUEBLO OPRIMIDO

Del Faraón opresor pasamos al pueblo oprimido. Doce personajes ilustres, con sus séquitos familiares, se habían establecido en Egipto. Pasadas algunas generaciones se habían convertido en un pueblo numeroso y seguían propagándose más. «Se multiplicaban y se hacían fuertes en extremo e iban llenando todo el país» (v.7). Con este énfasis narrativo registra el autor un hecho estadístico: la explosión demográfica. Pero ¿no está sugiriendo la presencia de una fuerza escondida puesta por Dios, como es la fecundidad, para cumplir por ella la promesa hecha a Abrahán: multiplicaré tu descendencia y de ti saldrán pueblos numerosos? (Gn 17,7). La promesa se cumple en Egipto, en el silencio de varias generaciones. La familia de Jacob es ya un pueblo numeroso que amenaza el imperio del Faraón.

Dios ha entrado en escena como protagonista de esa extraordinaria fecundidad. Por eso no logra sus intentos la medida represiva del Faraón. El pueblo oprimido levanta con su trabajo nuevas ciudades y crea nuevas familias. ¿Qué hacer? Se recurre al genocidio, una eliminación sistemática de todos los varones que nazcan. Las mujeres no. Las mujeres pueden ir a engrosar los harenes del Faraón, de los príncipes de su corte o de los terratenientes ricos. Y el Faraón inventa una nueva medida que él considera hábil y eficaz: «El rey de Egipto ordenó a las comadronas hebreas: cuando asistáis a las hebreas y les llegue el momento, si es niño lo matáis, si es niña la dejáis con vida» (vv. 15-16).

Esta es la situación. En la escena actúa el Faraón como protagonista, y con él un grupo coral anónimo que es un pueblo de esclavos. Dios dirige la trama de la acción, y en este momento va a hacer aparecer al libertador de ese pueblo de esclavos. «Las comadronas respetaban a Dios y, en vez de hacer lo que les mandaba el rey de Egipto, dejaban con vida a los recién nacidos. El rey de Egipto llamó a las comadronas y las interrogó: ¿Por qué obráis así y dejáis con vida a las criaturas? Contestaron al Faraón: Es que las mujeres hebreas no son como las egipcias: son robustas y dan a luz antes de que lleguen las comadronas».

«Dios premió a las comadronas: el pueblo crecía y se hacía muy fuerte, y a ellas, como respetaban a Dios, también les dio familia. Entonces el Faraón ordenó a todos sus hombres: cuando les nazca un hombre, echadlo al Nilo; si es niña, dejadla con vida» (vv. 17-22). Si las mujeres no colaboran en los planes de exterminio, serán los hombres los que ejecuten las órdenes del Faraón y corten en su raíz la fecundidad avasalladora de ese pueblo. Y aquí entra en escena un nuevo personaje o grupo de personajes que se ampliará en el capítulo segundo. Es la figura femenina y su papel principal en estos dos capítulos del nacimiento de Moisés.

 

3. LAS MUJERES

Que las mujeres ocupen un lugar de privilegio en el nacimiento es lógico. Es una exigencia materna. Por más que la concepción fisiológica de la época limitara falsamente la aportación de la mujer, no cabe duda de que, en la aparición de un nuevo hombre en el mundo, durante mucho tiempo y por muchos trabajos, pese más la tarea de la mujer que la del hombre. Pero, además, nos encontramos en un contexto de salvación incipiente, en una navidad de salvación. Vamos a celebrar la navidad de los israelitas en Egipto, y en esa navidad las mujeres son las protagonistas a lo largo de varias etapas. Primero el grupo de las comadronas; dos de ellas llevan nombre, las demás son anónimas. Han recibido una orden, y es peligroso oponerse o resistir a las órdenes del Faraón. Pero ellas se resisten a la orden, arrostran el peligro y no matan a los niños. ¿Por qué? El texto dice que «respetaban a Dios». Podemos añadir que esas comadronas estaban con sus manos en las fuentes maravillosas, misteriosas de la vida. Toda vida que viene a este mundo pasa del seno materno a unas manos femeninamente maternales. Ese contacto con la vida incipiente, desvalida, aspirante a ser más vida por su entrada en el mundo y su visión de la luz, da a las comadronas un religioso respeto por la vida y por el Dios de la vida. Para esas mujeres respetar a Dios no consiste en ofrecer sacrificios ni en ser devotas rezadoras, sino en arrostrar el peligro político y salvar las vidas inocentes. En español ese oficio se define con la palabra «parteras», asistentes al parto, pero otra palabra tradicional es «comadrona». Una comadre o colaboradora con la madre y prolongación suya en el don de la vida. Esas comadronas son valientes e irónicamente astutas. A la policía del Faraón, que inquiere por qué no dan muerte a los niños, responden con habilidad calculada: «Nosotras no hacemos nada. Nosotras ayudamos a la madre, nos vamos a casa y, cuando volvemos, ya ha sucedido todo. Las hebreas son fuertes y tienen una asombrosa capacidad en el parto». Y sonríen por dentro de su astucia y de la ingenua ignorancia de los enviados faraónicos, que no entienden nada de esos menesteres y se dejan convencer fácilmente. Dios premió su defensa de la vida con el don de la maternidad.

Otro personaje femenino es la hermana de Moisés. Debemos hacernos presentes en un intento de «contemplar las personas, ver lo que hacen y oir lo que dicen». Moisés es depositado dentro de una canastilla sobre las aguas del Nilo. Su hermana espía y sigue desde la orilla el curso de la cuna flotante. La cesta se detiene en un remanso. Ella también. En este momento entra en escena otra figura femenina, la princesa, una de las numerosas hijas del Faraón. Se está bañando en el Nilo bajo el calor del sol de Egipto. Tiene su escolta de doncellas que la protegen a distancia. La princesa observa aquel raro objeto que se desliza sobre el agua y gira hasta detenerse en un remanso. Y manda a sus doncellas que vayan a ver qué es aquello. «La hija del Faraón bajó a bañarse en el Nilo, mientras sus criadas la seguían por la orilla. Al descubrir la cesta entre los juncos, mandó a la criada a recogerla. La abrió, miró dentro y encontró un niño llorando. Conmovida, comentó: Es un niño de los hebreos» (vv. 5-7).

Es la segunda figura femenina. Hay diversión en el baño y curiosidad por aquel extraño objeto flotante. La cestilla es ligera, quizá de mimbre, bien calafateada por abajo, cerrada parcialmente por arriba. Abren con misterio, y aparece la sorpresa de un niño llorando. La princesa se conmueve. No se conmueve el Faraón al dar la orden de exterminio, ni los soldados y vigilantes al exigir su cumplimiento. La princesa sí, femeninamente, al ver al niño llorando. Ella está decididamente por la vida. Aunque sea un hijo de los hebreos, también ese niño tiene derecho a la vida. Su instinto maternal no entiende de razones de estado como las que invocan los hombres del Faraón. Para ella prevalecen las razones del derecho a la vida. Conmovida, comentó: «es un niño de los hebreos».

Escondida entre los juncos de la orilla, la hermana del niño se lanza también ella en defensa de la vida, sin que le pidan nada y arriesgando mucho. Estaba espiando furtivamente, y contra una prohibición, a la hija del Faraón mientras ésta se bañaba. No le importa el riesgo. Ha visto la conmoción y quizá una lágrima resbalando por la mejilla de la princesa, ha oído sus palabras —hay que suponer que entendía la lengua egipcia— y se adelanta a toda pregunta fingiendo generosidad: ¿Quieres que vaya a buscar una nodriza hebrea que te críe el niño? No busca una nodriza que «críe» simplemente al niño, sino una «que te lo críe». Porque presiente que la princesa va a llevarse y adoptar de alguna manera al niño. «Respondió la hija del Faraón: Anda. La muchacha fue y llamó a la madre del niño. La hija del Faraón le dijo: llévate este niño y críamelo, y yo te pagaré. La mujer tomó al niño y lo crió. Cuando creció el muchacho, se lo llevó a la hija del Faraón, que lo adoptó como hijo y lo llamó Mose (Sacado) diciendo: Lo he sacado del agua» (vv. 7-10).

La tercera figura femenina es la madre. Va a desempeñar el papel de nodriza de su propio hijo. Lo va a criar para la princesa egipcia, pero lo va a criar ella. Las comadronas, la madre, la hermana y la princesa se enlazan como eslabones de una cadena en defensa del niño, forman como un resistente anillo de ternura donde no puede penetrar la fuerza del Faraón. Todas son mujeres.

 

4. DIOS

Falta por entrar en escena el personaje más importante, que es Dios. ¿Dónde está Dios en este relato? Toda la iniciativa parecen tomarla los hombres: el Faraón, la princesa, la madre, la hermana, las comadronas. Dios dirige la trama escondido, primero en la prodigiosa fecundidad del pueblo y a través de las comadronas que respetaban a Dios. El es el sujeto de toda acción, aunque gramaticalmente parezca que actúa en funciones de complemento indirecto. Si las comadronas respetan a Dios, es porque él se les ha manifestado en el nacer de nuevas vidas que se multiplican, abriéndoles los ojos de la mente para reconocer que la vida es don de Dios. Dios actuaba en su apertura mental, y ellas respondían a esa acción con su conducta. Dios organiza el curso de los acontecimientos, porque se trata del nacimiento de Moisés, líder y liberador del pueblo como mediador de Dios. Todo el relato de la opresión y las diversas escenas convergen hacia ese acontecimiento que he llamado «la navidad de los israelitas en Egipto». Empleo la palabra en el sentido nuestro, cristiano, porque Moisés es figura y tipo de Cristo. De ahí la importancia de su «navidad». No entramos en el problema del carácter legendario; comentamos sencillamente un texto. Dios domina los acontecimientos. Para él «mil años en su presencia son como un ayer que pasó, como una vigilia nocturna» (Salmo 90). Si Dios hubiera dispuesto el nacimiento de Moisés veinte o treinta años antes, habría estado presente y dispuesto el liberador al comenzar la opresión faraónica. Pero, tal como lo relata el Exodo, Dios espera, deja que toda una generación crezca y sufra, da curso libre a los acontecimientos y, cuando llega el momento, no envía a un liberador preparado para la empresa, sino a un niño. Este tendrá que crecer y madurar lentamente, dificultades arriba. Cuando se cumple el tiempo, en una plenitud que Dios mismo define y no los astros, nace el liberador. Y cuando se cumpla la plenitud de los tiempos, nacerá el nuestro, el verdadero y universal liberador. ¿Por qué no antes? Toca a Dios y no a nosotros señalar la sazón histórica y el modo de su intervención. «Cuando elija la ocasión, yo juzgaré rectamente» (Sál 7. No es su estilo intervenir en la historia con milagros espectaculares, que reserva únicamente para ocasiones de excepción. Su política de gobierno del mundo consiste en tomar los hilos de la historia, trenzar un cordel de colores y dirigir la marcha de los acontecimientos. Las cosas suceden como él quiere, aunque nosotros las definamos como ironías de la historia. A veces imprime un giro de 180 grados, una dialéctica especial interna, y todo confluye hacia el punto que él quiere. El Faraón emplea medidas drásticas de represión y sucede todo lo contrario de lo que pretende: el pueblo se multiplica, a pesar de los trabajos forzados; las comadronas le burlan con astucia; y es su propia hija la que salva al hijo providencial, nacido de una hebrea para ser el liberador del pueblo esclavizado. Hasta el Nilo parece prestar su complicidad, soportando en sus movedizas espaldas la frágil cesta de mimbre, para dejarla en un remanso donde se baña la princesa. Las ironías de la historia son, en realidad, los hilos conducidos por la Providencia. Hacía falta la crueldad del Faraón, la desesperación de la madre, la curiosidad de la hermana, el riesgo del viaje fluvial por el Nilo en una cestilla, para que el niño pudiera conmover las entrañas de la princesa. Estos hechos prodigiosos convergen providencialmente hacia un proyecto de liberación querido por Dios.

Los israelitas leen con orgullo el relato del nacimiento y primeros meses de su gran jefe. Con una perspectiva más amplia, nosotros comprendemos que el futuro liberador debe vivir él mismo previamente las etapas de la liberación. Una de esas etapas será el paso del Mar Rojo, la victoria sobre las aguas, la arribada a la otra orilla por el cauce seco. El niño Moisés, entregado al caudal incontrolable del Nilo, vence al elemento agua. El agua amenazante se convierte en agua salvadora. El Moisés liberado prefigura al Moisés liberador, su nacimiento prefigura la Navidad del Salvador, cuando el reloj de Dios toque a plenitud de los tiempos.

 

5. PRIMERA ACTUACIÓN DE MOISÉS

Un nuevo capítulo, más breve y menos importante, nos informa de la primera actividad de Moisés. El hecho terminará en boda, pero la boda no es el desenlace feliz de un relato escrito a la medida y para satisfacción de los lectores. Todo queda en suspenso. Moisés toma el protagonismo de su propia trayectoria, y la hija del Faraón pasa a ser figura en segundo plano. Ha terminado su tarea de dar a su adoptado un hogar, un hombre y una educación en la corte. Moisés es ya un joven responsable, conoce la lengua, las costumbres y la cultura egipcia. Es aceptado y reconocido, y puede quedarse como empleado ilustre por su talento y cualidades. En lenguaje moderno, diríamos que Moisés puede hacer carrera en la corte del Faraón. El hecho de haber sido adoptado por la princesa le permite codearse con otros príncipes de sangre real, y él, por su parte, ha asimilado lo mejor de esa cultura. ¿Religión? El texto no dice nada, pero sabemos que Moisés no acepta la religión egipcia. Tampoco parece que se le exija.

En el capítulo segundo del Éxodo, sin referencia a la edad de Moisés, se dice simplemente que «pasaron los años, Moisés creció y fue a donde estaban sus hermanos y los encontró trasportando cargas». Sale de la corte, porque la voz de la sangre le impulsa a ver a sus hermanos. El ha sido adoptado por la princesa, pero sus hermanos no son los posteriores hijos de ésta ni sus hermanos-primos ni los otros príncipes educados en la corte, hijos o nietos del Faraón. No. Sus hermanos son los hebreos, el pueblo oprimido como esclavo; mientras los egipcios son el pueblo opresor. Y se hace solidario en el sufrimiento con los hebreos, a quienes él siente como hermanos. En este contexto se relata el primer episodio activo en la vida de Moisés:

«Vio cómo un egipcio maltrataba a un hebreo, uno de sus hermanos. Miró a un lado y a otro y, viendo que no había nadie, mató al egipcio y lo enterró en la arena».

«Al día siguiente, salió y encontró a dos hebreos riñendo y dijo al culpable: ¿por qué maltratas a tu compañero? El le contestó: ¿quién te ha nombrado jefe y juez nuestro? ¿Es que pretendes matarme como mataste al egipcio? Moisés se asustó, pensando que la cosa se había sabido» (vv. 11-14).

Le hierve la sangre. Se indigna y no soporta que un capataz egipcio, por ser egipcio, abuse de un pobre hebreo al que está matando a palos. El sale tan violentamente en defensa de su hermano hebreo que da muerte al egipcio, no sin antes cerciorarse de que nadie le ve, porque la policía puede rondar por allí. Con su fuerza —quizá con un arma—, pero sobre todo con su indignación, sale en defensa de la justicia, en solidaridad con su hermano hebreo. Echa tierra al asunto enterrando el cadáver y se va.

La acción nos parece noble; pero ¿hacía falta matar al egipcio? Separar a los contendientes hubiera traído consecuencias más graves, porque el egipcio iría a presentar una denuncia. Con su muerte desaparecen el que maltrata y el testimonio, puesto que no hay otros testigos. Así piensa Moisés, pero él ha llevado a efecto una acción violenta y, como tal, peligrosa. El no ha recibido ningún encargo especial de Dios. ¿Será la violencia el camino de la liberación y la misión de Moisés? ¿Cuándo podría eliminar uno por uno a todos los opresores egipcios? El día siguiente nos trae una respuesta.

Esta vez no se trata de un egipcio maltratando a un hebreo. Esta vez son dos hebreos los que pelean entre sí. Significa que el egoísmo no es solamente estructural. No son todos los egipcios malos y todos los hebreos buenos. También entre los hebreos existe el egoísmo y la opresión. El caso de los dos hebreos peleándose se presenta como un caso más delicado para Moisés. Los dos son hermanos, y él no puede ponerse de parte de uno y en contra del otro. Renuncia a la violencia y apela a la persuasión: ¿por qué maltratas a tu compañero? Es como decir: ¿no te das cuenta de nuestra situación? Sufrimos oprimidos y deberíamos apoyarnos y defendernos. Tu egoísmo es más fuerte que tu solidaridad. No es justo que maltrates a tu compañero. «Respondió el interpelado: ¿quién te ha nombrado jefe y juez nuestro?». Significa que no acepta la palabra razonable de la convicción. En vez de reconocerse culpable, reacciona como si hubiera sido humillado públicamente; en lugar de ceder, lanza un desafío, que es al mismo tiempo una peligrosa amenaza: «¿es que pretendes matarme como mataste al egipcio?». Es como si dijera: lo vi todo, sé lo que has hecho y puedo denunciarte a la autoridad, sé algo que puede ser tu ruina y convertirse en tu muerte.

Moisés se asustó pensando que la cosa se había sabido. Piensa que el caso tiene una dimensión exterior peligrosa, puesto que puede llegar a oídos de la policía; y piensa en otra dimensión interior quizá más grave, porque su acción puede provocar la desconfianza entre los suyos. En la palabra del hebreo ve una acusación de violento, de ser un hombre capaz de matar en un arrebato de cólera. El hermano hebreo desconfía del violento Moisés, y esta desconfianza puede extenderse a todo el pueblo de los hebreos si el hebreo abre la boca. Y Moisés tiene miedo. Es miedo a su propia violencia y miedo a la policía egipcia. La única solución es la salida. Primero salió de la corte para irse a sus hermanos; ahora tendrá que salir urgentemente del territorio egipcio. Estas salidas son éxodos (éxodo: salida). Y está otra vez prefigurando con estas salidas lo que será la gran salida del pueblo. Pero esta vez su salida es una huida.

 

6. EN EL SINAI

«Cuando el Faraón se enteró del hecho, buscó a Moisés para darle muerte; pero Moisés huyó del Faraón y se refugió en el país de Madián. Allí se sentó junto a un pozo».

«El sacerdote de Madián tenía siete hijas que solían salir a sacar agua y a llenar los abrevaderos para abrevar el rebaño de su padre. Llegaron unos pastores e intentaron echarlas. Entonces Moisés se levantó, defendió a las muchachas y abrevó su rebaño. Ellas volvieron a casa de Raguel, su padre, y él les preguntó:

¿Cómo hoy tan pronto de vuelta?

Contestaron:

Un egipcio nos ha librado de los pastores, nos ha sacado agua y ha abrevado el rebaño.

Replicó el padre:

¿Dónde está? ¿Cómo lo habéis dejado marchar? Llamadlo, que venga a comer.

Moisés accedió a vivir con él, y éste le dio a su hija Séfora por esposa. Ella dio a luz un niño y Moisés lo llamó Guersón, diciendo: Soy forastero en tierra extranjera» (vv. 16-22).

Han cambiado la geografía, el escenario y la acción. Moisés es ahora un fugitivo. El territorio parece ubicarse en la península del Sinaí, y allí, junto a un oasis, se encuentra libre y seguro. La llegada al lugar se introduce con el encuentro bucólico de un grupo de muchachas. Parece un cuento de hadas. Todas son hermanas y, si los cuentos son israelitas, se adapta muy bien el número siete. Son siete hermanas, pero no hay en paralelo otros siete hermanos. Allí no hay más que un extranjero. Ellas han salido como aguadoras, oficio de las muchachas de la época bien conocido por los relatos patriarcales, sobre todo de Rebeca. Y cuando están allí junto a los abrevaderos, llegan unos pastores que intentan echarlas. ¿Por qué? No pretenden abusar de ellas. Se trata de una cuestión de preferencia defendida con malos modales. Ellos son varones fuertes y quieren implantar la ley del más fuerte. Es un problema de tiempo. Abrevar un rebaño numeroso puede llevar mucho tiempo, y ellos no están dispuestos a esperar tanto. Quieren ser ellos los primeros. La escena no tiene particular importancia; sólo refleja un pequeño abuso machista que impone por la fuerza arbitrarios privilegios.

Moisés está allí como testigo de la pretendida injusticia. Ni ellas ni ellos son sus hermanos. Son desconocidos extranjeros, mucho más que hebreos y egipcios. Impaciente e impetuoso, se pone espontáneamente de parte del débil. Y defiende el orden de llegada en favor de las chicas. No se nos cuenta aquí un gesto romántico ni una historia amorosa. El autor pone de relieve el sentido de Moisés en favor de la razón. Se indigna aquí contra los pastores, defendiendo a las muchachas, porque considera que hay un abuso de fuerza, lo mismo que defendió al hermano suyo maltratado. Lo romántico de esta escena vendrá más tarde. De momento se pone de parte de la justicia, uno contra varios; las muchachas, cumplida su misión, pueden volver pronto con su rebaño a la casa de Raguel su padre. Y le dan cuenta de la presteza explicando el caso infrecuente de un egipcio que las ha defendido contra los pastores, les ha sacado agua y ha abrevado el rebaño.

El padre de las siete hermanas hace fáciles cálculos mentales que el autor no explicita, pero que es forzoso suponer: si ese hombre es extranjero y viene por su cuenta, es que tiene algún problema; si ha tomado una iniciativa tan inmediata y eficaz, se debe a que es un carácter decidido; y si se ha enfrentado solo contra varios, es porque es fuerte. Fortaleza, decisión, sentido de la justicia de parte del débil. Y el buen padre ve inmediatamente en él un buen elemento para la empresa familiar y un buen partido para alguna de sus hijas. La decisión va imperada por el sentido práctico; la historia no debe leerse necesariamente en clave romántica.

 

GREGORIO DE NISA: NACIMIENTO DE MOISES

«Cuando el decreto tiránico ordenaba la eliminación de los varones, entonces nació Moisés. Ese nacimiento fortuito ¿cómo lo imitará nuestra libre elección? No está en nuestra mano, se dirá, imitar con nuestro nacimiento aquel parto nobilísimo. Pero la dificultad aparente de la imitación no debe turbarnos nada más comenzar.

¿Quién no sabe que todo ser sometido al cambio no permanece igual a sí? Antes bien, pasa siempre de una forma a otra, para bien o para mal, por efecto del cambio... Así pues, lo que cambia siempre está naciendo. Los seres de tal condición no pueden permanecer en su estado inicial. Sólo que para ellos el nacimiento no adviene por intervención externa, como para los seres que nacen corporalmente al azar, antes este nacimiento procede de libre elección. En cierto sentido, nosotros somos padres al engendrarnos como queremos, en la figura que escogemos libremente, modelándonos con la razón para el bien o el mal.

Así nos es dado, a pesar del tirano, acceder a la luz con un nacimiento más ilustre. Y los padres de esa preñez, a saber, los razonamientos que engendran la virtud, pueden ver con gozo cómo crecen sus hijos, a despecho del proyecto del tirano. En conclusión, y tomando ocasión de la historia para desnudar el enigma, el texto nos enseña lo siguiente: el comienzo de una vida virtuosa es nacer a pesar del maligno, en un tipo de nacimiento en que la libre elección actúa como comadrona» (Theoria eis ten tou Moyseos bion: PG 44,328).

 

COMENTARIO BREVE:

En este texto de Gregorio apreciamos un modo de comentar que podemos calificar de psicológico y moral. Se toma la historia o relato con su realismo, suponiendo que bajo la superficie textual bidimensional esconde una dimensión de profundidad que llama «enigma»; es decir, una verdad que hay que adivinar. Esa verdad profunda es un principio de la vida consciente y responsable del hombre. En términos psicológicos, el hombre es hijo de sí, porque es hijo de sus acciones, porque es lo que se ha hecho. En términos éticos, es la libre elección la que genera un nuevo ser o modo de ser, para el bien o el mal. Ese «enigma», velado en la «historia» y desvelado en la «theoria» o contemplación, se propone como principio de vida espiritual; con lo cual la vida entera de Moisés resulta ejemplar. Por este mecanismo exegético, el Faraón se transforma en personificación de las fuerzas del mal que continuamente se oponen al nacimiento del bien, en una lucha no menos dramática que la del relato bíblico.