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«Y confirmaba la palabra»

 

Me alegra ver cómo, para el último encuentro de la Escuela de la Palabra de este año pastoral, habéis venido aquí, a la Catedral, todos los jóvenes que en los primeros jueves de los meses anteriores habéis meditado en el camino educativo que Jesús, según el evangelio de Marcos, hace recorrer a sus discípulos.

Pues bien, todos juntos vamos a contemplar el final de Marcos. Propiamente hablando, este final no se le puede atribuir al mismo evangelista, sino que fue redactado por la primera comunidad cristiana con el deseo de ofrecer un compendio catequistico de la Pascua y también de la Iglesia de entonces y de la Iglesia de todos los tiempos.

Este pasaje nos interesa de una forma especial. En efecto, mientras que las otras páginas del evangelio se refieren a sucesos del pasado, ésta describe la historia de la Iglesia de siempre a partir de la resurrección de Jesús.


Lectura de Marcos 16,9-20

Ante todo, leamos el texto, dividiéndolo en sus partes fundamentales.

«Jesús resucitó en la madrugada del primer día de la semana, y se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con él, que estaban tristes y llorosos. Ellos, al oír que vivía y que había sido visto por ella, no creyeron. Después de esto, se apareció, bajo otra figura, a dos de ellos cuando iban de camino a una aldea. Ellos volvieron a comunicárselo a los demás; pero tampoco creyeron a éstos. Por último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su terquedad, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado.

Y les dijo: `Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará'. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán serpientes en sus manos, y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se curarán'.

Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que le acompañaban».

No es dificil observar que esta larga narración se compone de tres partes:

— la primera presenta un sumario de las apariciones de Jesús después de su muerte y resurrección: a María de Magdalena, a dos discípulos, a los once;

— la segunda refiere las palabras del mandato del Señor, la misión y los signos de la misión. Esta parte es el punto central de todo el pasaje, especialmente el mandato: «Proclamad la Buena Nueva»;

la tercera describe los acontecimientos conclusivos.

Estamos, como decía, ante un pequeño catecismo de la Resurrección que remite a otros relatos más amplios, por ejemplo el final de los evangelios según Lucas y Juan. Pensemos en las apariciones de Jesús a Maria Magdalena (Jn 20,11-18); en el episodio de los dos discípulos de Emaús (Lc 24,13-35); en la aparición del Señor a los apóstoles (Lc 24,36ss.).

También las palabras de Jesús tienen un paralelo en el evangelio de Mateo: «Id, pues, y haced discípulos de todas las gentes, bautizándoles en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20).

Así pues, nuestra página nos recuerda otras muchas y es una síntesis de las palabras de Jesús que todavía hoy constituyen a la Iglesia en estado de misión. Jesús, como Señor definitivo de la historia, señala aquí su camino y su dirección.


Las tres
apariciones

Pasemos a considerar ahora más específicamente cada una de las partes de este párrafo, intentando comprenderlas mejor, haciéndonos preguntas sobre ellas.

Las tres apariciones siguen el mismo proceso: el Resucitado se aparece a Maria Magdalena, pero, cuando ésta se lo anuncia a los discípulos, ellos no quieren creer; se aparece a dos de ellos, y tampoco les quieren creer; se aparece a los once y les reprocha su incredulidad.

Se condena su tardanza en creer, su no creer.

¿Por qué el evangelista, que intenta narrar a todas las generaciones de la Iglesia algunas de las principales apariciones del Resucitado, indica en cada una de ellas que los seguidores de Jesús no creyeron, y sólo en la última su incredulidad se ve sacudida por un fuerte reproche del Señor? ¿De qué incredulidad se trata?

«Les reprochó su incredulidad y su terquedad, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado» (v. 14).

Es la incredulidad propia de un corazón duro, esclerótico, rígido. Lo contrario a esta incredulidad es el corazón dócil, disponible, atento a los signos de Dios; el corazón que alimenta una gran atención de amor a lo que Dios está realizando en la historia. En otras palabras, es la prontitud para fiarse, la certeza íntima de que el Señor nos ama y se nos manifestará. Es la prontitud interior para comprender los designios del Padre en el camino de Jesús.

Al joven rico que, a pesar de haber sido mirado con complacencia y amado por Jesús, se había ido entristecido por sus palabras, porque tenía muchos bienes (cf. Mc 10,17-22), le faltaba esa prontitud. Deseaba saber y, sin embargo, estaba privado de docilidad, de atención amorosa, de confianza en que Jesús se le había manifestado a él de la mejor manera.

Se subraya aquí positivamente la importancia de la aceptación de todo lo que el Señor nos dice y nos propone; la importancia de la disponibilidad a fiarse del misterio de Dios. Sin esta confianza por anticipado, nuestro acto de fe será frágil e inoperante en la vida.

¿Pero dónde se alimenta la disponibilidad del corazón para poder apreciar la presencia de Dios en nuestra vida, en la de la Iglesia, en la historia? Se alimenta en la oración, en la lectio divina, en la capacidad de gratitud.

Así, ante la triple repetición de esta primera parte del párrafo («no creyeron..., tampoco creyeron a éstos les echó en cara su incredulidad»), podemos preguntarnos:

« Y nosotros, Señor? No tenemos miedo de decirte que a veces nos pasa como a tus primeros discípulos. Nuestra fe va ciertamente acompañada, muchas veces, de poca disponibilidad, de dureza de corazón, de rigidez, de incapacidad para comprenderte. ¡Repróchanos, Señor, para que nuestro corazón te acoja! Haz que no nos asustemos de nuestra dureza de corazón, sino que, perseverando en la oración, lleguemos a captar los signos de tu presencia».

En el silencio y en la meditación orante, queremos pedirle a Jesús el don de no resistirnos a su manifestación en nosotros y en la historia.


El mandato de Jesús y los signos del creyente

1.-Estamos en la parte central del pasaje: «Jesús les dijo: 'Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación'» (v. 15).

Estas palabras nos impresionan, porque en las vigilias misioneras las hemos oído dirigidas a muchos amigos nuestros que hoy se encuentran en diversas partes del mundo. Son todas las personas que han recibido en depósito el Crucifijo y que, atendiendo al mandato de Jesús, han dejado nuestra diócesis y han marchado a tierras lejanas.

Dentro de pocos días, el Señor repetirá su mandato a cuarenta y seis jóvenes diáconos que consagraré como sacerdotes, y a algunos de ellos como sacerdotes misioneros. Ellos lo acogerán de forma solemne por la imposición de mis manos, y os pido que recéis intensamente por ellos.

»Predicad el Evangelio» es el anuncio fundamental de Jesús, que quizá no convenga traducir con el verbo »predicar», que tiene sabor a sacristía. De hecho, su sentido real es el de »gritar el Evangelio, proclamarlo». No gritar una simple fórmula, sino el señorío de Cristo, su fuerza, como muerto y resucitado, sobre el mundo de hoy y sobre mi vida: gritar la fuerza que Jesús tiene de transformar el universo entero.

Es el mandato que el Señor nos confía a cada uno y que requiere silencio, atención amorosa, capacidad de acogida.

«Concédeme, Señor, escuchar estas palabras tuyas y proclamar tu señorío sobre mi vida, sobre el mundo y sobre todas las realidades».

2.-El señorío de Jesús sobre el mundo se expresa por medio de cinco signos, que a primera vista nos parecen extraños, un tanto peregrinos: »En mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán serpientes en sus manos, y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se curarán» (vv. 17-18).

Cuando yo era un muchacho y escuchaba este pasaje del evangelio, me sentía interiormente asustado, porque me decía: »Puesto que no soy capaz de hacer estas cosas, es que no tengo fe».

Todavía hoy, al escucharlo, siento cierto temor, pero ha crecido mi confianza, porque he aprendido a ver que los signos prometidos por Jesús se realizan en nosotros los creyentes, en vosotros, en muchos jóvenes que tengo el gozo de conocer. En efecto, la capacidad de soportar dificultades, contrastes, críticas e incluso burlas, y soportarlas con paz y coraje, es una traducción de aquellas palabras: «Aunque beban veneno, no les hará daño».

Y la capacidad de enfrentarse a la complejidad social y cultural de hoy sin asustarse, sin sentimientos de inferioridad, sino con la certeza de que Dios está siempre con nosotros, verifica el «tomarán serpientes en sus manos», no tendrán miedo en situaciones que, de suyo, pueden asustar a cualquiera.

Los signos que «acompañarán a los que crean» no son directamente religiosos (ir a la iglesia, rezar), sino signos civiles, humanos, sociales, que se refieren al conjunto de la vida como opción no violenta. Expresan la capacidad de enfrentarse a realidades adversas, no superándolas de forma ofensiva o polémica, sino en la totalidad de la paz, en la indefensión de la paz.

Por eso son un signo formidable de nuestro tiempo las vocaciones a ser agentes de paz, a escoger la mansedumbre evangélica, a no devolver mal por mal, a no ofender a quien nos ofende o pudiera ofendernos. Es la vida nueva en Cristo, el testimonio de que Jesús es Señor de la historia y produce una generación de hombres y de mujeres nuevos, cuya característica es la paz, la capacidad de perdonar empezando por las más pequeñas circunstancias de la vida; no la agresividad y la polémica. Son los signos de la profecía de paz, de un obrar que neutraliza las guerras; son los signos de la profecía del desarme, que demuestra la inutilidad de las armas; son los signos de la confianza en la fuerza de la verdad pacificadora, no belicosa; de la curación de los corazones envenenados por la violencia. Así pues, nosotros, aun reconociendo que no sabemos tomar en la mano las serpientes o que no tenemos el coraje de beber veneno, sabemos que nos hemos hecho fuertes por la indefensión de Cristo, por la fuerza de su cruz. Por eso podemos preguntarnos sobre los signos que acompañan a los que creen en Jesús:

— ¿Devuelvo mal por mal, ofensa por ofensa, crítica por crítica? ¿Soy antipático para quienes lo son conmigo?; ¿soy agresivo por temor a que me ataquen primero los otros?; ¿me esfuerzo en lograr una posición para no verme superado por los demás?

— O bien, ¿voy por el mundo confiando en la fuerza del amor, del perdón, de la paz, de la misericordia, de la mansedumbre evangélica, de la compasión de Dios por el hombre? ¿Soy capaz de curar en torno mío —imponiendo las manos del amor, de la caridad, del servicio— las heridas de la violencia que causan estragos en nuestra sociedad, creando generaciones de personas frustradas, amargadas, agresivas unas contra otras? ¿Soy capaz de llevar la paz, de imponer mis manos a estos enfermos y devolverles la salud?

Si podemos reconocer que, a pesar de nuestra debilidad y fragilidad, se nos ha dado algo de estos signos, hemos de decir:

«Señor, Tú reinas en nosotros y nos das la gracia de proclamar tu Evangelio, de predicar tu gloria».


«Y confirmaba la palabra»

Finalmente, meditemos unos momentos en los hechos conclusivos que se describen en la tercera parte del pasaje: «Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban» (vv. 19-20).

Se sintetiza aquí todo lo que la Iglesia primitiva vivió y lo que leemos más ampliamente en el libro de los Hechos de los apóstoles. Naturalmente, se sintetiza también lo que nosotros, como continuadores de aquella Iglesia, seguimos viviendo y realizando: predicar por todas partes, a todos los ambientes, en todas las situaciones, sin considerar a nadie perdido ni olvidado de Dios, la certeza de que el Señor actúa con nosotros y confirma la palabra con los prodigios. No ya los prodigios del sol, de la luna, de las estrellas, sino los prodigios de nuestra vida humilde, de nuestra capacidad de amar, de perdonar, de hacernos constructores de paz.

Es la vida de la Iglesia que tenemos el don de poder contemplar y a la que somos llamados al final de nuestros encuentros de la Escuela de la Palabra; terminamos, pues, con este mandato y con esta certeza de que el Señor está con nosotros. Y también con un recordatorio del camino que hemos recorrido hasta aquí:


Conclusión sobre el camino recorrido

Os voy a proponer dos preguntas que considero de especial importancia:

1. ¿He aprendido a leer el evangelio?

En las reuniones de la Escuela de la Palabra ¿he aprendido a hacer la lectio de los párrafos del evangelio, sin esperar a que el predicador me lo diga todo, sino sacándolo yo mismo de las santas palabras evangélicas, que nos traen la gracia del Espíritu Santo, la palabra de Jesús, de los apóstoles y de los profetas de la Iglesia primitiva?

Si puedo responder con sinceridad afirmativamente, le daré gracias al Señor. Por el contrario, si creo que todavía he aprendido poco, puedo pedirle que me dé la sobreabundancia del Espíritu, para que se me abra el conocimiento de las Escrituras.

«Tú, Señor resucitado, que abriste la mente a tus discípulos para conocer las Escrituras, ábrenosla también a nosotros como fruto de la perseverancia en esta Escuela de la Palabra».

2. ¿He aprendido a interrogar al evangelio a partir del análisis de mi situación, de la reflexión sobre mi propia vida?

A lo largo de estos encuentros habéis tratado de ver, leyendo los pasajes de Marcos, el camino educativo que el Señor nos hace recorrer y los saltos cualitativos que conlleva, las conversiones que el Señor nos pide y los momentos de desgarro que nos ha propuesto y nos propone. Hemos intuido que sólo mediante ciertos saltos cualitativos valientes, mediante desgarrones sucesivos, llegamos a captar la fuerza de su misión y a recibirla de la Iglesia primitiva para ofrecérsela a nuestro tiempo.

¿Qué es lo que Jesús me pide en estos momentos?

Tendremos oportunidad de comprenderlo, incluso simbólicamente, porque, dentro de poco, algunos jóvenes de diecinueve años que han seguido durante el año un animoso itinerario, realizarán la «redditio symboli»1 ante nosotros, mientras todos proclamamos que Jesús es el Señor. Así pues, su gesto nos ayudará a preguntarnos: Señor, ¿qué hago por Ti y por tu Iglesia? ¿Qué desgarrón exiges de mí para que pueda ser constructor de paz y estar dispuesto a creer en tu presencia en mi vida?

«Concédenos, Jesús, vivir estos momentos de silencio en estrecha comunión entre nosotros y Contigo, volviendo una y otra vez sobre tus palabras, recorriéndolas, interrogándote, invocando la luz por intercesión de María, virgen de la fe. Concédenos, Señor, vivir este último momento recogiendo de tu Evangelio la alegría de vivir la fe, que Tú has querido enseñarnos este año a través de nuestro camino de la Escuela de la Palabra».
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(1) El gesto de la redditio symboli se realizó, en esta ocasión, mediante la entrega al Arzobispo de una carta personal con la regla de vida espiritual de cada joven.