CAPÍTULO III

El afecto


Empiezo con el más sencillo y más extendido de los amores, el amor en el que nuestra experiencia parece diferenciarse menos de la de los animales. Debo añadir inmediatamente que no por eso le doy menos valor; nada en el ser humano es mejor o peor por compartirlo con las bestias. Cuando le reprochamos a un hombre que es «un animal», no queremos decir que manifieste características animales —todos las tenemos—, sino que manifiesta éstas, y sólo éstas, cuando lo que se requiere es lo específicamente humano. Y al decir de alguien que es «brutal», generalmente queremos significar que comete crueldades de las que la mayoría de los brutos son incapaces, porque no son inteligentes.

Los griegos llamaban a este amor storgé (dos sílabas, y la g es «fuerte»). Aquí lo llamaré simplemente afecto. Mi diccionario griego define storgé como «Afecto, especialmente el de los padres a su prole», y también el de la prole hacia sus padres. Y ésta es, no me cabe duda, la forma original de este afecto, así como el significado básico de la palabra. La imagen de la que debemos partir es la de una madre cuidando a un bebé, la de una perra o una gata con sus cachorros, todos amontonados, acariciándose unos a otros; ronroneos, lametones, gemiditos, leche, calor, olor a vida nueva.

Lo importante de esta imagen es que desde el principio se nos presenta como una especie de paradoja. La necesidad y el amor-necesidad de los pequeños es evidente; lo es así mismo el amor que les da la madre: ella da a luz, amamanta, protege. Por otro lado, tiene que dar a luz o morir; tiene que amamantar o sufrir. En este sentido, su afecto es también un amor-necesidad. Y aquí está la paradoja: es un amor-necesidad, pero lo que necesita es dar. Es un amor que da, pero necesita ser necesitado. Volveremos sobre este punto.

En la vida animal, y más aún en la nuestra, el afecto se extiende mucho más allá de la relación madre hijo. Ese cálido bienestar, esa satisfacción de estar juntos abarca toda clase de objetos. Es el menos discriminativo de los amores. De algunas mujeres podemos augurar que tendrán pocos pretendientes, y de algunos hombres que probablemente tengan pocos amigos: no tienen nada que ofrecer. Pero casi todo el mundo puede llegar a ser objeto de afecto: el feo, el estúpido e incluso esos que exasperan a todo el mundo. No es necesario que haya nada manifiestamente valioso entre quienes une el afecto: he visto cómo sienten afecto por un débil mental no sólo sus padres sino sus hermanos. El afecto ignora barreras de edad, sexo, clase y educación. Puede darse entre un inteligente joven universitario y una vieja niñera, aunque sus almas habiten mundos diferentes. El afecto ignora hasta las barreras de la especie: lo vemos no sólo entre perro y persona, sino también, lo que es más sorprendente, entre perro v gato; Gilbert White asegura haberlo descubierto entre un caballo y una gallina.

Algunos novelistas lo han tratado con acierto. En Tristram Shandy, «mi padre» y tío Toby están tan lejos de tener alguna comunidad de intereses o ideas que no pueden hablar ni diez minutos sin discutir, pero nos hacen sentir su profundo afecto mutuo. Lo mismo ocurre con Don Quijote y Sancho Panza, Picwick y Sam Welles, Dick Swiveller y la Marquesa. Y lo mismo sucede también, aunque quizá sin la intención consciente del autor, en El viento en los sauces; el cuarteto formado por Mole, Rat, Badger y Toad manifiesta la asombrosa heterogeneidad que cabe entre los que están ligados por el afecto.

Pero el Afecto tiene sus propias reglas. Su objeto tiene que ser familiar. A veces podemos señalar el día exacto en que nos enamoramos o iniciamos una nueva amistad, pero dudo que podamos percibir el comienzo de un afecto. Cuando se toma conciencia de ello uno se da cuenta de que ya venía de tiempo atrás. El uso de la palabra «viejo» o «vieux» como expresión de afecto es algo significativo. El perro ladra a desconocidos que nunca le han hecho ningún daño, y mueve la cola ante viejos conocidos, aun cuando nunca le hayan hecho ningún bien. El niño tendrá cariño a un viejo jardinero rudo, que apenas se ha percatado de él, y en cambio se aleja del visitante que está tratando de conseguir que el niño le mire; pero tiene que ser un viejo jardinero, uno que siempre haya estado ahí, ese «siempre» de los niños, breve en el tiempo, pero que parece inmemorial.

El afecto, como ya he dicho, es el amor más humilde, no se da importancia. La gente puede estar orgullosa de estar «enamorada» o de su amistad; pero el afecto es modesto, discreto y pudoroso. En una ocasión en que yo comentaba sobre el afecto que a menudo se podía observar entre perro y gato, un amigo mío replicó: «Sí, de acuerdo, pero apuesto a que ningún perro se lo confesaría a otros perros». Esto es, por lo menos, una buena caricatura de los afectos humanos. «Dejemos que los feos se queden en casa», dice Comus. Pues bien, el afecto tiene la cara de ir por casa; y también tienen la cara así muchos por quienes sentimos afecto. El hecho de quererlos, o de que nos quieran, no es prueba de nuestra finura o sensibilidad. Lo que he llamado amor de apreciación no es un elemento básico en el caso del afecto. Habitualmente son necesarios la ausencia y el dolor para que podamos alabar a quienes estamos ligados por el afecto: contamos con ellos, y esto de contar con ellos, que puede ser un insulto en el caso del amor erótico, aquí es hasta cierto punto razonable y adecuado, porque se aviene bien con la amable y sosegada naturaleza de este sentimiento. El afecto no sería afecto si se hablara de él repetidamente y a todo el mundo; mostrarlo en público es como exhibir los muebles de un hogar en una mudanza: están muy bien donde están, pero a la plena luz del día se ve lo raídos o chillones o ridículos que son. El afecto parece como si se colara o filtrara por nuestras vidas; vive en el ámbito de lo privado, de lo sencillo, sin ropajes: suaves pantuflas, viejos vestidos, viejos chistes, el golpeteo del rabo del perro contra el suelo de la cocina, el ruido de la máquina de coser, un muñeco olvidado en el jardín.

Pero debo rectificar de inmediato. Estoy hablando de afecto tal como es cuando se da fuera de los otros amores. A veces, sí, se da de ese modo, pero a veces no. Así como la ginebra no es únicamente para beber sola, sino que forma parte de muchos combinados, así el afecto, además de ser un amor en sí mismo, puede entrar a formar parte de otros amores, y colorearlos completamente, hasta llegar a ser como el ámbito en que ese amor se manifiesta cada día. Sin el afecto, los amores quizá no fueran muy bien. Hacerse amigo de alguien no es lo mismo que ser afectuoso con él; pero cuando nuestro amigo ha llegado a ser un viejo amigo, todo lo referente a él, que al principio no tenía que ver con la amistad, se vuelve familiar y se ama de un modo familiar.

En cuanto al amor erótico, no puedo imaginar nada más desagradable que sentirlo —salvo por breve tiempo— sin ese vestido casero del afecto; de otro modo no sería nada fácil: o demasiado angelical o demasiado animal, o una cosa después de la otra, nunca demasiado grande o demasiado pequeña para el hombre. Hay de hecho un encanto especial, tantoen la amistad como en el eros, en esos momentos en que el amor de apreciación descansa, por así decir, acurrucado y dormido, y únicamente una sosegada y cotidiana relación nos envuelve (libres, como en la soledad, aunque ninguno de los dos esté solo). No hay necesidad de hablar ni de hacer el amor; no hay necesidad de nada, excepto quizá de alimentar el fuego.

Esta mezcla y superposición de amores nos aparece muy clara por el hecho de que en la mayoría de los lugares y épocas los tres amores (el afecto, la amistad y el eros) han tenido en común, como una expresión suya, el beso. En la Inglaterra actual, la amistad ya no lo usa, pero sí lo hacen el afecto y el eros; pertenece tan plenamente a ambos que no podemos saber ahora cuál lo tomó del otro, o si es que hubo tal derivación. Lo que con seguridad podemos decir es que el beso del afecto es distinto del beso del eros. Sí; pero no todos los besos de los enamorados son besos de enamorados. De nuevo, ambos amores tienden —ante el desconcierto de mucha gente moderna— a usar una «lengua» y un «modo de hablar» infantiles. Y esto no es exclusivo de la especie humana.

El profesor Lorenz dice que cuando los cuervos están enamorados, sus llamadas «consisten principalmente en sonidos infantiles, reservados por los cuervos adultos para estas ocasiones» (King Solomon's Ring, p. 158). Nosotros y los pájaros tenemos la misma motivación. Las diferentes clases de ternura son todas ternura, y el lenguaje de la primera ternura que hemos conocido siempre revive para expresarse adecuadamente en su nuevo papel.

No hemos mencionado todavía uno de los más notables subproductos del afecto. Como he dicho, no es primordialmente un amor de apreciación, no es un amor que discrimine. Puede darse, aunque no sea fácil, entre las personas que menos podía esperarse. Aun con todo, curiosamente, este mismo hecho indica que en último término puede ser posible un aprecio que de otro modo no hubiera existido. Podemos decir, no sin razón, que hemos elegido a nuestros amigos y a la mujer que amamos por sus distintas cualidades —hermosura, franqueza, bondad, agudeza, inteligencia, o lo que sea—; pero tendrá que ser la clase especial de agudeza, el tipo especial de belleza, la clase especial de bondad que nos agrada, pues tenemos nuestros propios gustos respecto a estas y otras cualidades. He ahí por qué amigos y enamorados sienten que están «hechos el uno para el otro».

El especial mérito del afecto consiste en que puede unir a quienes más radicalmente —e incluso más cómicamente—no lo están: personas que si no hubiesen sido puestas por el Destino en el mismo sitio o ciudad no habrían tenido nada que ver la una con la otra. Si el afecto surge —por supuesto que a menudo no ocurre—, los ojos de esas personas comienzan a abrirse. Al simpatizar con el «viejo compañero», al principio solamente porque está ahí por casualidad; luego, muy pronto, porque descubro que, después de todo, en él «hay algo». En el momento en el que uno dice, sintiéndolo de verdad, que pese a no ser «mi tipo» es alguien muy bueno «a su modo», se da una especie de liberación.

Quizá no lo experimentamos así, puede ser que nos sintamos sólo tolerantes e indulgentes; pero en realidad hemos cruzado una frontera. Ese «a su modo» quiere decir que estamos saliendo de nuestro propio modo de ser, que estamos aprendiendo a valorar la bondad o la inteligencia en sí mismas, y no la bondad e inteligencia preparadas y servidas para gustar solamente a nuestro propio paladar.

«Los perros y los gatos deberían criarse siempre juntos», decía alguien. «Eso les ensancha mucho la mente». Y el afecto ensancha la nuestra; de entre todos los amores naturales ése es el más católico, el menos afectado, el más abierto. Las personas con quienes a uno le toca vivir en familia, en el colegio, a la hora del rancho, en un barco, en la comunidad religiosa son, desde ese punto de vista, un círculo más amplio que el de los amigos, por numerosos que sean, y a quienes uno ha elegido. El hecho de tener muchos amigos no prueba que yo tenga una honda apreciación de la especie humana; sería lo mismo que decir —para probar la amplitud de mis gustos literarios— que soy capaz de disfrutar con todos los libros que tengo en mi biblioteca. En ambos casos, la respuesta es la misma: «Usted eligió esos libros, usted eligió esos amigos. Es lógico que le agraden».

La verdadera amplitud de gustos a la hora de leer se muestra cuando una persona puede encontrar libros acordes con sus necesidades entre los que ofrece una librería de viejo. La verdadera amplitud de gustos respecto a los hombres se muestra igualmente en que encontremos algo digno de aprecio en el muestrario humano con que uno tiene que encontrarse cada día. Según mi experiencia, el afecto es lo que crea este gusto, y nos enseña primero a saber observar a las personas que «están ahí», luego a soportarlas, después a sonreírles, luego a que nos sean gratas, y al fin a apreciarlas. ¿Que están hechas para nosotros? ¡Gracias a Dios, no! No son más que ellas mismas, más raras de lo que uno hubiera creído, y mucho más valiosas de lo que suponíamos.

Y ahora nos acercamos al punto peligroso. El afecto, ya lo dije, no se da importancia. La caridad —decía San Pablo—no es engreída. El afecto puede amar lo que no es atractivo: Dios y sus santos aman lo que no es amable. El afecto «no espera demasiado», hace la vista gorda ante los errores ajenos, se rehace fácilmente después de una pelea, como la caridad sufre pacientemente, y es bondadoso y perdona. El afecto nos descubre el bien que podríamos no haber visto o que, sin él, podríamos no haber apreciado. Lo mismo hace la santa humildad.

Pero si nos detuviéramos sólo en estas semejanzas, podríamos llegar a creer que este afecto no es simplemente uno de los amores naturales sino el Amor en sí mismo, obrando en nuestros corazones humanos y cumpliendo su ley. ¿Tendrían razón entonces los novelistas ingleses de la época victoriana: es el amor de este tipo suficiente? ¿Son «los afectos caseros», cuando están en su mejor momento y en su desarrollo más pleno, lo mismo que la vida cristiana? La respuesta a estas preguntas, lo sé con seguridad, es decididamente No.

No digo solamente que esos novelistas escribieron a veces como si nunca hubieran conocido ese texto evangélico sobre el «odiar» a la esposa y a la madre y aun la propia vida —aunque, por supuesto, sea así—, sino que la enemistad entre los amores naturales y el amor de Dios es algo que un cristiano procura no olvidar. Dios es el gran Rival, el objeto último de los celos humanos; esa Belleza, terrible como la de una Gorgona, que en cualquier momento me puede robar —al menos a mí me parece un robo— el corazón de mi esposa, de mi marido o de mi hija. La amargura de una cierta incredulidad que se disfraza, en quienes la sienten, de anticlericalismo, de rechazo de la «superstición», se debe en realidad a esto. Pero no estoy pensando ahora en esa rivalidad: trataremos de ella en un capítulo posterior; por el momento nuestra tarea está «más pegada a la tierra».

¿Cuántos «hogares felices» de ésos existen? Peor incluso: los que son desgraciados, ¿lo son por falta de afecto? Yo creo que no. Puede estar presente y ser causa de desdicha, pues casi todas las características de este amor son ambivalentes, pueden actuar tanto para bien como para mal. Por sí mismo, dejándolo sencillamente que siga su natural inclinación, este amor puede ensombrecer y hasta degradar la vida humana. Los ridiculizadores y los enemigos del sentimiento no han dicho toda la verdad sobre él, pero todo lo que han dicho es verdad.

Un síntoma de eso es, quizá, la repugnancia por esas almibaradas canciones y esos poemas dulzones con que el arte popular expresa el afecto. Son repugnantes debido a su falsedad. Lo que ofrecen es una especie de receta para lograr la felicidad (e incluso la bondad), pero, en realidad, de lo que hablan es de una suerte puramente casual. No hay ni la más mínima sugerencia de que se deba hacer algo, basta con dejar que el afecto caiga sobre nosotros como una ducha caliente, y todo, se da por supuesto, irá bien.

El afecto, lo hemos visto, incluye tanto el amor-necesidad como el amor-dádiva. Empezaré con la necesidad: nuestra ansia del afecto de los demás.

Existe una razón muy clara por la que esta ansia, entre todas las ansias del amor, se convierte fácilmente en el amor menos razonable. Dije que casi todo el mundo puede ser objeto de afecto. Sí, y casi todo el mundo espera serlo. El egregio señor Pontifex, en The way of all flesh, se siente ofendido al comprobar que su hijo no le ama: no es natural que un hijo no quiera a su propio padre. No se le ocurre preguntarse si desde el primer día en que el niño pudo empezar a almacenar recuerdos ha dicho o hecho algo que inspire amor. Igualmente, al comienzo de El Rey Lear, el héroe aparece como un anciano muy poco amable, devorado por una insaciable hambre de afecto. Recurro a ejemplos literarios porque usted, lector, y yo no vivimos en el mismo sitio; si así fuera, no habría inconveniente en sustituirlos por ejemplos de la vida real, desgraciadamente, porque estas cosas pasan todos los días. Y podemos darnos cuenta del porqué. Todos sabemos que debemos hacer algo, si no para merecer el afecto, al menos para atraer el amor erótico o el amor de amistad; pero a menudo el afecto se considera como algo preparado y entregado gratuitamente por la naturaleza, que «nos lo incluye», «nos lo coloca», «nos lo trae a casa». Tenemos derecho a esperarlo así, decimos, y si los demás no nos lo dan son unos «desnaturalizados».

Esta presunción es, sin duda, una distorsión de la realidad. Es cierto que mucho viene «incluido»: somos de la especie mamífera, el instinto nos proporciona por lo menos un cierto grado, a veces bastante alto, de amor maternal; somos de una especie sociable, y el círculo familiar proporciona un ambiente en el que, si todo marcha bien, el afecto surge y crece con fuerza, sin exigir de nosotros unas cualidades brillantes; tanto es así que si se nos da afecto no suele ser necesariamente por nuestros méritos: podemos conseguirlo con muy poco esfuerzo.

Desde una confusa percepción de la verdad (muchos son amados con afecto independientemente de sus méritos), el señor Pontifex saca una absurda conclusión: «Por tanto yo, que no lo merezco, tengo derecho a él». Es como si —en un plano mucho más elevado— argumentáramos que dado que ningún hombre tiene por sus méritos derecho a la gracia de Dios, yo, al no tener mérito, tengo derecho a ella.

En ninguno de esos casos es cuestión de derechos. Lo que tenemos no es «un derecho a esperar», sino una «razonable expectativa» de ser amados por nuestros familiares si nosotros y ellos somos, más o menos, gente normal; pero puede que no lo seamos, puede que seamos insoportables. Si lo somos, «la naturaleza» obrará en contra nuestra, porque las mismas condiciones de familiaridad que hacen posible el afecto, también, y no menos naturalmente, hacen posible un especial disgusto incurable, una especie de aversión tan «de siempre», constante, cotidiana, a veces casi inconsciente, como la correspondiente forma de amor.

Sigfrido, en la ópera, no podía recordar el momento en que se le hicieron aborrecibles el arrastrar de los pies, el refunfuñar y el constante ajetreo de su padrastro enano. Nunca advertimos esta clase de odio en su inicio, sucede lo mismo que con el afecto: estuvo siempre ahí. Observemos que «viejo» es un término tanto peyorativo como cariñoso: «sus viejas tretas», «su viejo estilo», «la vieja historia de siempre».

Sería absurdo decir que Lear carece de afecto; en la medida en que el afecto es amor-necesidad, casi enloquece por eso. Al menos, si no amara a sus hijas no desearía tan desesperadamente su amor. El padre o el niño que menos amor inspiran pueden estar poseídos de ese tipo de amor voraz, aunque redunda en su propia desgracia y en la de los demás. La situación se vuelve insoportable. Las personas que son de suyo difíciles de amar, su continua exigencia de ser amadas, como si fuera un derecho, su manifiesta conciencia de ser objeto de un trato injusto, sus reproches, sea con estridentes gritos o con quejas solamente implícitas en cada mirada o en cada gesto de resentida autocompasión, provocan en nosotros un sentimiento de culpa —ésa es su intención— por una falta que no podíamos evitar y que no podemos dejar de cometer.

Esas personas sellan así la verdadera fuente en la que desean beber. Si en algún momento propicio surge en nosotros cualquier brizna de afecto por ellas, su exigencia creciente nos paraliza de nuevo. Y, por supuesto, esas personas desean siempre las mismas pruebas de nuestro amor: tenemos que estar a su lado, escucharles, compartir sus quejas contra alguna determinada persona... «Si mi hijo me quisiera de veras, se daría cuenta de lo egoísta que es su padre», «Si mi hermano me quisiera, tomaría partido por mí y contra nuestra hermana», «Si usted me quisiera, no permitiría que me trataran así».

Y, mientras tanto, siguen estando lejos del verdadero camino. «Si quieres ser amado, sé amable», dijo Ovidio. Ese viejo y simpático bribón sólo quería decir: «Si quieres atraer a las chicas, tienes que ser atractivo»; pero su consejo tiene una aplicación más amplia. El amante de su generación era más listo que el señor Pontifex y que el Rey Lear.

Lo verdaderamente asombroso no es que estas insaciables exigencias de los que menos amor inspiran resulten vanas a veces, sino que sean con tanta frecuencia atendidas. Uno puede ver cómo a una mujer en su adolescencia, en su juventud y en los largos años de madurez, hasta que llega casi a la vejez, se la atiende, se la obedece, se la mima, y quizá lo que se está haciendo es mantener a un vampiro materno para el que todo cariño y obediencia son pocos. El sacrificio —siempre hay dos puntos de vista sobre eso— puede ser hermoso; pero no lo es cuando esa vieja lo exige.

El carácter de «incluido» o inmerecido del afecto arrastra a una interpretación terriblemente equivocada, que se hace con tanta facilidad como falta de coherencia.

Se oye hablar mucho de la grosería de las nuevas generaciones. Yo soy una persona mayor y podría esperarse que tomara partido por los viejos, pero en realidad me han impresionado mucho más los malos modales de los padres hacia sus hijos que los de éstos hacia sus padres. ¿Quién no ha estado en la incómoda situación de invitado a una mesa familiar donde el padre o la madre han tratado a su hijo ya mayor con una descortesía que, si se dirigiera a cualquier otro joven, habría supuesto sencillamente terminar con ellos toda relación? Las afirmaciones dogmáticas sobre temas que los jóvenes entienden y los mayores no, las crueles interrupciones, el contradecirles de plano, hacer burla de cosas que los jóvenes toman en serio —a veces sobre religión—, insultantes alusiones a amigos suyos..., todo eso proporciona una fácil respuesta a la pregunta: «¿Por qué están siempre fuera? ¿Por qué les gusta más cualquier casa que su propio hogar?» ¿Quién no prefiere la educación a la barbarie?

Si uno preguntara a una de esas personas insoportables —no todas, evidentemente, son padres de familia— por qué se comporta de ese modo en casa, podría contestar: «Oh, no fastidie, uno llega a casa dispuesto a relajarse. Un tío normal no está siempre en su mejor momento. Además, si un hombre no puede ser él mismo en su propia casa, ¿entonces dónde? Por supuesto que no queremos andarnos con fórmulas de urbanidad en casa. Somos una familia feliz. Podemos decirnos "cualquier cosa" y nadie se enfada; todos nos comprendemos».

Todo esto, de nuevo, está muy cerca de la verdad, pero fatalmente equivocado. El afecto es cuestión de ropa cómoda y distensión, de no andar con rigideces, de libertades que serían de mala educación si nos las tomáramos ante extraños. Pero la ropa cómoda es una cosa, y llevar la misma camisa hasta que huele mal es otra muy distinta. Hay ropa apropiada para una fiesta al aire libre, pero la que se usa para estar en casa también debe ser apropiada, cada una de manera distinta. De igual forma, existe una diferencia entre la cortesía que se exige en público y la cortesía doméstica. El principio básico para ambas es el mismo: «Que nadie se dé a sí mismo ningún tipo de preferencia». Pero mientras más pública sea la ocasión, más «reglada» o formalizada estará nuestra obediencia a ese principio. Existen normas de buenos modales. Mientras más familiar es la ocasión, menor es la formalidad; pero no por eso ha de ser menor la necesidad de educación.

En cambio, el mejor afecto pone en práctica una cortesía que es incomparablemente más sutil, más fina y profunda que la mera cortesía en público. En público se sigue un código de comportamiento. En casa, uno debe vivir en la realidad lo que ese código representa, o, si no, se vivirá el triunfo arrollador del que sea más egoísta. Hay que negarse sinceramente a sí mismo todo tipo de preferencias; en una fiesta basta con disimular esa preferencia que uno puede darse. De ahí el antiguo proverbio: «Ven a vivir conmigo y me conocerás». El comportamiento de un hombre en familia revela, sobre todo, el verdadero valor de (¡frase significativamente odiosa!) su comportamiento «en sociedad» o en una fiesta. Quienes olvidan sus modales cuando llegan a casa, después del baile o de la reunión social, es que allí tampoco viven una verdadera cortesía; sólo remedan a los que la viven.

«Podemos decirnos "cualquier cosa".» La verdad que está detrás de esto es que el mejor afecto puede decir lo que el mejor afecto quiere decir, sin tener presentes las normas de educación que rigen en público; porque el mejor afecto no desea herir ni humillar ni dominar. Puedes dirigirte a la esposa de tu corazón llamándole «¡Cochina!» cuando inadvertidamente está bebiendo de tu cocktail además del suyo; se puede cortar la historieta que nuestro padre está contando ya demasiadas veces; podemos meternos con los demás y burlarnos y hacerles bromas; se puede decir: «¡Callaos, quiero leer!» Se puede decir «cualquier cosa» en el tono adecuado y en el momento oportuno, tono y momento que han sido buscados para no herir, y de hecho no hieren. Cuanto mejor es el afecto más acierta con el tono y el momento adecuados (cada amor tiene su «arte de amar»).

Pero ese tipo grosero que al llegar a casa exige la libertad de poder decir «cualquier cosa» está pensando en algo muy distinto. Al poseer un tipo de afecto muy imperfecto, o quizá ninguno en ese momento, se apropia de las hermosas libertades a las que sólo el afecto más pleno tiene derecho o sabe cómo usarlas. Ese las usa con mala fe, siguiendo el dictado del resentimiento, o de modo cruel y obedeciendo a su propio egoísmo; en el mejor de los casos las usa de un modo estúpido, por carecer del arte adecuado. Y es posible que durante todo el tiempo tenga buena conciencia, porque sabe que el afecto se toma esas libertades; por lo tanto, concluye él, al hacerlo así, está siendo afectuoso. Si alguien se ofende, él dirá que la culpa es del otro, que no sabe querer. Se siente herido, ha sido mal interpretado.

En esas ocasiones a veces se venga «levantando la cola» y adoptando una actitud buscadamente «educada», con la que implícitamente quiere decir: «¡Ah!, ¿de modo que no estamos en familia? ¿Así que tenemos que comportarnos como simples conocidos? Muy bien; yo esperaba que... Pero no importa, se hará como tú digas». Esto ilustra bastante bien la diferencia entre cortesía en familia y cortesía formal. Lo que es adecuado para una puede ser, justamente, lo que infringe la otra: una actitud despreocupada y desenvuelta alser presentado a una persona eminente es tener malos modales; poner en práctica en casa ceremoniosas fórmulas de cortesía («actitudes públicas en lugares privados») es, y lo será siempre, una forma de tener malos modales.

En Tristram Shandy hay un delicioso ejemplo de lo que son verdaderos buenos modales en familia: en un momento particularmente inoportuno, el tío Toby se ha estado explayando sobre lo que son las fortificaciones, su tema favorito. «Mi padre», al ser llevado otra vez más allá de lo soportable, le interrumpe violentamente. Entonces ve la cara de su hermano, la cara de Toby, que en absoluto parece dispuesto a responderle de la misma manera —nunca se le hubiera ocurrido—, herido por el desprecio a ese noble arte de las fortificaciones. Viene la petición de excusas, y luego la reconciliación total. Tío Toby, para demostrar cómo lo ha olvidado todo, para mostrar que no se siente herido, reanuda su explicación sobre las fortificaciones.

Pero aún no hemos tocado el tema de los celos. Supongo que ahora nadie cree que los celos estén exclusivamente referidos al amor erótico. Si alguien lo cree, el comportamiento de niños, empleados animales domésticos debería enseguida sacarles del error. Toda clase de amor, casi toda clase de relación está expuesta a los celos. Los celos del afecto están estrechamente ligados a la confianza con lo viejo y lo familiar. Lo mismo sucede con la falta de importancia, total o relativa, para el afecto de lo que yo denomino amor de apreciación. No deseamos que «los viejos rostros familiares» se vuelvan más vivos o más hermosos, que los viejos hábitos cambien, aunque sea para mejor, que las viejas bromas e intereses sean reemplazados por atrayentes novedades. Todo cambio es una traición al afecto.

Un hermano y una hermana, o dos hermanos —porque el sexo aquí no interviene—, crecen hasta cierta edad compartiéndolo todo. Leyeron los mismos tebeos, treparon a los mismos árboles; juntos fueron piratas o astronautas, comenzaron y abandonaron al mismo tiempo la colección de sellos. De pronto sucedió algo terrible. Uno de ellos se adelanta: descubre la poesía o las ciencias o la música seria o quizá pasa por una conversión religiosa. Su vida se llena con este nuevo interés, que el otro no puede compartir: se queda atrás. Dudo que la infidelidad de una mujer o de un marido produzca una sensación más terrible de abandono o de celos más fuertes que los que puede provocar a veces esta situación. No son aún los celos por los nuevos amigos, que pronto hará el «desertor»; pero eso vendrá. Al principio son celos por la cosa en sí: por esa ciencia, por esa música, por Dios (llamado en este contexto «religión», «todo eso de la religión»). Probablemente, los celos se manifiesten con un intento de ridiculizar ese nuevo interés del amigo: es «una solemne tontería», despreciablemente infantil (o, más bien, despreciablemente adulta); o bien se dice que el «desertor» no está de verdad interesado en eso, lo está haciendo sólo por alardear, por ostentación, todo es pura afectación. Pronto le esconderá los libros, los muestrarios científicos aparecerán destruidos, desconectará violentamente las emisiones de radio de música clásica... Y es que el afecto es el más instintivo, y en este sentido el más animal, de los amores: sus celos son, proporcionadamente, feroces: gruñen y enseñan los dientes como un perro al que se le ha arrebatado su comida. ¿Por qué no habría de ser así? Algo o alguien ha arrebatado al niño que estoy describiendo su alimento de toda una vida, su segundo yo; su mundo está en ruinas.

Pero no sólo los niños reaccionan así. Pocas cosas en la pacífica vida corriente de un país civilizado se acercan más a lo perverso que el rencor con que toda una familia no creyente mira al único miembro de ella que se ha hecho cristiano, o la manera cómo toda una familia de bajo nivel cultural mira al único hijo que da muestras de convertirse en un intelectual. No se trata, como yo antes pensaba, del odio espontáneo, y en cierto modo desinteresado, de la oscuridad hacia la luz. Una familia observante en la que uno de sus miembros se ha vuelto ateo, no siempre se comportará mucho mejor: es la reacción ante la deserción, ante el robo, pues algo o alguien nos ha robado a «nuestro» hijo o hija. El que era uno de los nuestros se ha convertido en uno de ellos, de los otros. ¿Quién tenía derecho a hacer una cosa así? El es «nuestro». Una vez que el cambio ha comenzado, ¡quién sabe dónde pueden ir a parar las cosas! (¡Y pensar que éramos tan felices, y estábamos tan tranquilos sin hacer daño a nadie...!)

A veces se sienten unos curiosos celos dobles, por así decir, o más bien dos celos incompatibles que pugnan uno contra otro en el ánimo del que los sufre. Por un lado, «todo esto es un disparate, un condenado y petulante disparate, una hipócrita farsa». Pero, por otro lado, «suponiendo —no puede ser, no debe ser—, pero suponiendo que esto tuviera algún sentido... Suponiendo que, en realidad, hubiera algo valioso en la literatura o en el cristianismo... ¿Y si "el desertor" hubiera entrado realmente en un nuevo mundo, que el resto de nosotros ni sospecha? Pero si fuera así, ¡qué injusticia! ¿Por qué él? ¿Por qué no nosotros?» «¡Qué chiquilla descarada! ¡Qué muchacho más atrevido! ¿Cómo se le pueden ocurrir cosas que a sus padres no se les ocurren?»

Y dado que esto resulta absolutamente increíble y difícil de admitir, los celos vuelven a la «hipótesis» anterior de que «todo es un disparate».

En esta situación, los padres se encuentran en una postura más cómoda que la de los hermanos y hermanas. Su pasado es desconocido por los hijos. Cualquiera que sea el nuevo mundo del desertor, siempre podrán decir que ellos pasaron por lo mismo y salieron ilesos. «Es una fase» dicen, «ya se le pasará». Nada es más satisfactorio que poder decir eso. Es algo que no puede comprobarse y ser refutado, ya que se trata de una afirmación de futuro. Duele, a pesar de que, dicho con ese tono de indulgencia, parece difícil que pueda doler. Es más, los mayores pueden llegar a creer de veras lo que dicen, y lo mejor es que puede resultar al final que tenían razón. Y si no, no será culpa suya.

«Hijo, hijo, tus locas extravagancias acabarán destrozando el corazón de tu madre.» Esta queja, eminentemente victoriana, puede haber sido a menudo sincera. El afecto se sentía amargamente herido cuando un miembro de la familia se salía del ethos doméstico para caer en algo peor: el juego, la bebida, o el tener relaciones con una chica de revista. Por desgracia es casi igualmente posible destrozar el corazón de una madre al elevarse por encima del ethos del hogar. El tenaz conservadurismo del afecto actúa en ambos sentidos. Puede ser la reacción doméstica, propia de ese tipo de educación suicida para la nación, que frena al niño dotado porque los mediocres e incapaces podrían sentirse «heridos» si a ese niño se le hiciera pasar, de manera antidemocrática, a una clase más avanzada que la de ellos.

Estas perversiones del afecto están sobre todo relacionadas con el afecto como amor-necesidad. Pero, también, el afecto como amor-dádiva tiene sus perversiones.

Pienso en la señora Atareada, que falleció hace unos meses. Es realmente asombroso ver cómo su familia se ha recuperado del golpe. Ha desaparecido la expresión adusta del rostro de su marido, y ya empieza a reír. El hijo menor, a quien siempre consideré como una criaturita amargada e irritable, se ha vuelto casi humano. El mayor, que apenas paraba en casa, salvo cuando estaba en cama, ahora se pasa el día sin salir y hasta ha comenzado a reorganizar el jardín. La hija, a quien siempre se la consideró «delicada de salud» (aunque nunca supe exactamente cuál era su mal), está ahora recibiendo clases de equitación, que antes le estaban prohibidas, y baila toda la noche, y juega largos partidos de tenis. Hasta el perro, al que nunca dejaban salir sin correa, es actualmente un conocido miembro del club de las farolas de su barrio.

La señora Atareada decía siempre que ella vivía para su familia, y no era falso. Todos en el vecindario lo sabían. «Ella vive para su familia» —decían— «¡Qué esposa, qué madre!» Ella hacía todo el lavado; lo hacía mal, eso es cierto, y estaban en situación de poder mandar toda la ropa a la lavandería, y con frecuencia le decían que lo hiciera; pero ella se mantenía en sus trece. Siempre había algo caliente a la hora de comer para quien estuviera en casa; y por la noche siempre, incluso en pleno verano. Le suplicaban que no les preparara nada, protestaban y hasta casi lloraban porque, sinceramente, en verano preferían la cena fría. Daba igual: ella vivía para su familia. Siempre se quedaba levantada para «esperar» al que llegara tarde por la noche, a las dos o a las tres de la mañana, eso no importaba; el rezagado encontraría siempre el frágil, pálido y preocupado rostro esperándole, como una silenciosa acusación. Lo cual llevaba consigo que, teniendo un mínimo de decencia, no se podía salir muy seguido.

Además siempre estaba haciendo algo; era, según ella (yo no soy juez), una excelente modista aficionada, y una gran experta en hacer punto. Y, por supuesto, a menos de ser un desalmado, había que ponerse las cosas que te hacía. (El Párroco me ha contado que, desde su muerte, las aportaciones de sólo esta familia en «cosas para vender» sobrepasan las de todos los demás feligreses juntos.) ¡Y qué decir de sus desvelos por la salud de los demás! Ella sola sobrellevaba la carga de la «delicada» salud de esa hija. Al Doctor —un viejo amigo, no lo hacía a través de la Seguridad Social— nunca se le permitió discutir esta cuestión con su paciente: después de un brevísimo examen, era llevado por la madre a otra habitación, porque la niña no debía preocuparse ni responsabilizarse de su propia salud. Sólo debía recibir atenciones, cariño, mimos, cuidados especiales, horribles jarabes reconstituyentes y desayuno en la cama.

La señora Atareada, como ella misma decía a menudo, «se consumía toda entera por su familia». No podían detenerla. Y ellos tampoco podían —siendo personas decentes como eran— sentarse tranquilos a contemplar lo que hacía; tenían que ayudar: realmente, siempre tenían que estar ayudando, es decir, tenían que ayudarla a hacer cosas para ellos, cosas que ellos no querían.

En cuanto al querido perro, era para ella, según decía, «como uno de los niños». En realidad, como ella lo entendía, era igual que ellos; pero como el perro no tenía escrúpulos, se las arreglaba mejor que ellos, y a pesar de que era controlado por el veterinario, sometido a dieta, y estrechamente vigilado, se las ingeniaba para acercarse hasta el cubo de la basura o bien donde el perro del vecino.

Dice el Párroco que la señora Atareada está ahora descansando. Esperemos que así sea. Lo que es seguro es que su familia sí lo está.

Es fácil de ver cómo la inclinación a vivir esta situación es, por decirlo así, congénita en el instinto maternal. Se trata, como hemos visto, del amor-dádiva, pero de un amor-dádiva que necesita dar; por tanto, necesita que lo necesiten. Pero la decisión misma de dar es poner a quien recibe en una situación tal que ya no necesite lo que le damos: alimentamos a los niños para que pronto sean capaces de alimentarse a sí mismos; les enseñamos para que pronto dejen de necesitar nuestras enseñanzas. Así pues, a este amor-dádiva le está encomendada una dura tarea: tiene que trabajar hacia su propia abdicación; tenemos que aspirar a no ser imprescindibles. El momento en que podamos decir «Ya no me necesitan» debería ser nuestra recompensa; pero el instinto, simplemente por su propia naturaleza, no es capaz de cumplir esa norma. El instinto desea el bien de su objeto, pero no solamente eso, sino también el bien que él mismo puede dar. Tiene que aparecer un amor mucho más elevado —un amor que desee el bien del objeto como tal, cualquiera que sea la fuente de donde provenga el bien— y ayudar o dominar alinstinto antes de que pueda abdicar; y muchas veces lo hace, por supuesto. Pero cuando eso no ocurre, la voraz necesidad de que a uno le necesiten se saciará, ya sea manteniendo como necesitados a sus objetos o inventando para ellos necesidades imaginarias; lo hará despiadadamente en cuanto que piensa (en cierto sentido con razón) que es un amor-dádiva y que, por lo tanto, se considera a sí mismo «generoso».

No solamente las madres pueden actuar así. Todos los demás afectos que necesitan que se les necesite —ya sea como consecuencia del instinto de progenitores, o porque se trate de tareas semejantes— pueden caer en el mismo hoyo; el afecto del protector por su protégé es uno de ellos. En la novela de Jane Austen, Emma trata de que Harriet Smith tenga una vida feliz, pero sólo la clase de vida feliz que Emma ha planeado para ella. Mi profesión —la de profesor universitario— es en este sentido muy peligrosa: por poco buenos que seamos, siempre tenemos que estar trabajando con la vista puesta en el momento en que nuestros alumnos estén preparados para convertirse en nuestros críticos y rivales. Deberíamos sentirnos felices cuando llega ese momento, como el maestro de esgrima se alegra cuando su alumno puede ya «tocarle» y desarmarle. Y muchos lo están; pero no todos.

Tengo edad suficiente para poder recordar el triste caso del Dr. Quartz. No había universidad que pudiera enorgullecerse de tener un profesor más eficaz y de mayor dedicación a su tarea: se daba por entero a sus alumnos, causaba una impresión imborrable en casi todos ellos. Era objeto de una merecida admiración. Como es lógico, agradecidos, le seguían visitando después de terminada la relación de tutoría; iban a su casa por las tardes y mantenían interesantes discusiones; pero lo curioso es que esas reuniones no duraban; tarde o temprano —podía ser al cabo de unos meses o incluso de algunas semanas— llegaba la hora fatal en que los alumnos llamaban a su puerta y se les decía que el Profesor tenía un compromiso, y a partir de ese momento siempre tendría un compromiso: quedaban borrados para siempre de su vida. Y eso se debía a que en la última reunión ellos se habían «rebelado»: habían afirmado su independencia, discrepado del maestro y mantenido su propia opinión, quizá no sin éxito. No podía, el Dr. Quartz no podía soportar tener que enfrentarse a esa misma independencia que él se había esmerado en formar, y que era su deber, en la medida de lo posible, despertar en ellos. Wotan se había afanado en crear al Sigfrido libre; pero al encontrarse ante el Sigfrido libre se enfureció. El Dr. Quartz era un hombre desgraciado.

Esa terrible necesidad de que le necesiten a uno, encuentra a menudo un escape mimando a un animal. Que a alguien «le gusten los animales» no significa mucho hasta saber de qué manera le gustan. Porque hay dos maneras: por un lado, el animal doméstico más perfecto es, por así decir, un «puente» entre nosotros y el resto de la naturaleza. Todos percibimos a veces, un tanto dolorosamente, nuestro aislamiento humano del mundo subhumano: la atrofia del instinto que nuestra inteligencia impone, nuestra excesiva autoconciencia, las innumerables complicaciones de nuestra situación, la incapacidad de vivir en el presente. ¡Si pudiéramos echar todo eso a un lado! No debemos y, además, no podemos convertirnos en bestias; pero podemos estar «con» una bestia. Ese estar es lo bastante personal como para poder dar a la palabra «con» un significado verdadero; sin embargo el animal sigue siendo muy principalmente un pequeño conjunto inconsciente de impulsos biológicos, con tres patas en el mundo de la naturaleza y una en el nuestro. Es un vínculo, un embajador. ¿Quién no desearía, como Bosanquet ha dicho, «tener un representante en la corte de Pan»? El hombre con perro cierra una brecha en el universo.

Pero, claro, los animales son con frecuencia utilizados de una manera peor. Si usted necesita que le necesiten, y en su familia, muy justamente, declinan necesitarle a usted, un animal es obviamente el sucedáneo. Puede usted tenerle toda su vida necesitado de usted. Puede mantenerle en la infancia permanentemente, reducirlo a una perpetua invalidez, separarlo de todo lo que un auténtico animal desea y, en compensación, crearle la necesidad de pequeños caprichos que sólo usted puede ofrecerle. La infortunada criatura se convierte así en algo muy útil para el resto de la familia: hace de sumidero o desagüe, está usted demasiado ocupado estropeando la vida de un perro para poder estropeársela a ellos. Los perros sirven mejor a este propósito que los gatos. Y un mono, según me han dicho, es lo mejor; además tiene una mayor semejanza con los humanos. A decir verdad, todo esto supone una muy mala suerte para el animal; pero es probable que no se dé cuenta del daño que usted le ha hecho, mejor dicho, usted nunca sabrá si se dio cuenta. El más oprimido ser humano, si se le lleva demasiado lejos, puede estallar y soltar una terrible verdad; pero los animales no pueden hablar.

Sería muy aconsejable que los que dicen «cuanto más conozco a los hombres más quiero a los perros» —los que en los animales encuentran un «consuelo» frente a las exigencias de la relación humana— examinaran sus verdaderas razones para decirlo.

Espero que no se me interprete mal. Si este capítulo induce a alguien a pensar que la falta de «afecto natural» supone una depravación extrema, habré fracasado. Tampoco pongo en duda por el momento que el afecto es la causa, en nueve casos sobre diez, de toda la felicidad sólida y duradera que hay en nuestra vida natural. Por lo tanto, sentiré una cierta simpatía por aquellos que comenten estas últimas páginas diciendo algo así como «Por supuesto, por supuesto. Estas cosas suceden en la realidad. La gente egoísta y neurótica puede retorcer cualquier cosa, hasta el amor, y convertirlo en una especie de sufrimiento o de explotación. ¿Pero para qué poner el acento en casos límite? Algo de sentido común, un poco de tira y afloja, impiden que esto suceda entre personas normales». Aunque me parece que este comentario necesita a su vez otro comentario.

Primeramente, en cuanto a lo de «neurótico». No me parece que lleguemos a ver las cosas con mayor claridad por calificar todos esos estados dañinos para el afecto como patológicos. Sin duda hay elementos patológicos que hacen anormalmente difícil, y aun imposible para ciertas personas, resistir la tentación de caer en esos estados. Hay que llevar a estas personas al médico sea como sea. Pero pienso que todo el que sea sincero consigo mismo admitirá que esa tentación también la ha sentido. Sentir eso no es una enfermedad; y si lo es, el nombre de esa enfermedad es ser hombre caído. Entre la gente normal el hecho de ceder a ellas —¿y quién no ha cedido alguna vez?— no es una enfermedad sino un pecado. La dirección espiritual nos ayudará aquí más que el tratamiento médico. La medicina actúa con el fin de restablecer la estructura «natural» o la función «normal»; pero la codicia, el egoísmo, el autoengaño y la autocompasión no son antinaturales ni anormales en el mismo sentido en que lo son el estigmatismo o un riñón flotante. Porque ¿quién, ¡en nombre del Cielo!, podría calificar de natural o normal a la persona que no tuviera ninguna de esas deficiencias? Será «natural» si se quiere, pero en un sentido muy distinto: será archinatural, es decir, será una persona sin pecado original. Hemos visto sólo a un Hombre así, y Él no responde en absoluto a la descripción que puede hacer el psicólogo del ciudadano integrado, equilibrado, adaptado, felizmente casado y con empleo. Uno no puede, realmente, estar muy «adaptado» a su mundo si se le dice que «tiene demonio» y termina clavado desnudo en un madero.

Pero, en segundo lugar, ese comentario admite justamente, en lo mismo que dice, lo que yo estoy intentando decir. El afecto produce felicidad si hay, y solamente si hay, sentido común, el dar y recibir mutuos —ese tira y afloja—, y «honestidad»; en otras palabras: sólo si se añade algo más que el mero afecto, algo distinto del afecto, pues el sentimiento solo no es suficiente. Se necesita «sentido común», es decir, razón; se necesita «tira y afloja», esto es, se necesita justicia que continuamente estimule al afecto cuando éste decae, y en cambio lo restrinja cuando olvida o va contra el «arte» de amar; se necesita «honestidad», y no hay por qué ocultar que esto significa bondad, paciencia, abnegación, humildad, y la intervención continua de una clase de amor mucho más alta, amor que el afecto en sí mismo considerado nunca podrá llegar a ser. Aquí está toda la cuestión: si tratamos de vivir sólo de afecto, el afecto «nos hará daño».

Me parece que rara vez reconocemos ese daño. ¿Podía la señora Atareada estar realmente tan ajena a las innumerables frustraciones y aflicciones que infligía a su familia? Es difícil de creer. Ella sabía, ¡claro que lo sabía!, que echaba a perder toda la alegría de una velada fuera de casa cuando, al volver, uno la encontraba ahí sin hacer nada, acusadoramente, «en pie, esperándole». Seguía actuando así porque, si dejaba de hacerlo, se tendría que enfrentar al hecho que estaba decidida a no ver: habría sabido que no era necesaria. Ese es el primer motivo. Luego, además, la misma laboriosidad de su vida acallaba sus secretas dudas respecto a la calidad de su amor. Mientras más le ardieran los pies y le doliera la espalda de tanto trabajar, mejor, porque esas molestias le susurraban al oído: «¡Cuánto debes quererles por hacer todo eso!» Este es el segundo motivo; pero me parece que hay algo más profundo: la falta de reconocimiento de los demás, esas terribles e hirientes palabras —cualquier cosa puede herir a la señora Atareada— con que ellos le rogaban que mandara a lavar la ropa fuera, le servían de motivo para sentirse maltratada y, por tanto, para estar constantemente ofendida, y para poder saborear los placeres del resentimiento. Si alguien dice que no conoce esos placeres o es un mentiroso o un santo. Es cierto que esos placeres sólo se dan en quienes odian; pero es que un amor como el de la señora Atareada contiene una buena cantidad de odio. Lo mismo sucede con el amor erótico, del que el poeta romano dice «Yo amo y odio»; e incluso otros tipos de amor admiten esa misma mezcla, pues si se hace del afecto el amor absoluto de la vida humana, la semilla del odio germinará; el amor, al haberse convertido en dios, se vuelve un demonio.