Capítulo 13

 

EL ENIGMA

 

«Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamarle. Y muy de madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, llegan al sepulcro. Se decían unas a otras: '¿Quién nos retirará la piedra del sepulcro?' Levantan la mirada y ven que la piedra estaba ya retirada; y eso que era muy grande. Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica blanca, y se asustaron. Pero él les dice: 'No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron. Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de vosotros a Galilea...' Ellas salieron huyendo del sepulcro, pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas, y no dijeron nada a nadie porque tenían miedo» (Mc. 16, 1-8).

La escena de la resurrección, punto central del relato de la pasión y auténtica clave del Nuevo Testamento, es descrita de este modo en el pasaje de Marcos que acabamos de cita.

¿Ocurrieron realmente estos hechos? ¿Se trata de hechos históricos realmente sucedidos? ¿O no es más que una ficción urdida por la Iglesia cristiana primitiva, tal vez con el fin de inculcar, por medio de símbolos, el imperecedero recuerdo de Cristo?

Probablemente, cuando uno entra en contacto por primera vez con los Evangelios, no puede leer este pasaje sin hacerse este tipo de preguntas. Y, una vez planteado el problema, se intentará contrastar el relato de Marcos con los restantes Evangelios, descubriendo inmediatamente una serie de contradicciones. Así por ejemplo, a pesar de lo que dice Marcos en el sentido de que las mujeres «no dijeron nada a nadie porque tenían miedo», cuando se lee a Lucas se advierte que las mujeres, «regresando del sepulcro, anunciaron todas estas cosas a los Once y a todos los demás... Pero todas estas palabras les parecían como desatinos y no las creían. Pedro se levantó y corrió al sepulcro. Se inclinó, pero sólo vio las vendas y se volvió a su casa, asombrado por lo sucedido» (Lc. 24, 9-12). Y el lector aún descubrirá otro testimonio de la resurrección, anterior al de Marcos, en una de las cartas de Pablo, donde se nos dice que Jesús, después de su muerte, se apareció a Cefas y, más tarde, a los Doce.

¿Es la resurrección un hecho histórico? ¿O es un episodio que simboliza la memoria imperecedera de Cristo? Para centrar correctamente el problema, debemos comenzar por examinar la personalidad de los discípulos, de quienes se afirma que fueron testigos presenciales de lo realmente acaecido.

Como ya he indicado más de una vez, uno de los más profundos misterios que suscita la lectura del Nuevo Testamento es el de cómo unos discípulos tan débiles y cobardes pudieron convertirse en apóstoles tan sumamente valientes. ¿Qué sucedió para que aquellos mismos cobardes que, en palabras de Marcos, «le abandonaron y huyeron» (Mc. 14, 50) cuando arrestaron a Jesús, pudieran más tarde salir «a predicar por todas partes» (Mc. 16, 20), y no sólo en Israel, sino en otros muchos y lejanos países? La pregunta es: ¿Cómo aquellos hombres fueron capaces de soportar todo tipo de persecuciones y hasta la misma muerte?

Además, el Nuevo Testamento afirma claramente (Mt 15, 16) que aquellos discípulos que acompañaban a Jesús en sus primeras andanzas no entendían precisamente con mucha claridad lo que el mismo Jesús les enseñaba. Y Marcos (10, 35-41) deja entender sin equívocos que algunos de ellos abrigaban desmesuradas ambiciones terrenas. El mismo Pedro no alcanzaba a comprender en absoluto la última tarea que Jesús tenía que realizar en este mundo (Mc 8, 33).

Este tipo de testimonios no deben de distar mucho de ser ciertos, porque resulta inconcebible que la primitiva Iglesia inventara deliberadamente semejantes episodios, que tanto desacreditaban a sus más preclaras figuras. Pero aún más convincente es la manera en que los cuatro Evangelios refieren cómo los discípulos abandonaron a su amado maestro cuando éste fue detenido.

En suma, los discípulos formaban un grupo de personas muy poco diferentes de nosotros. Al igual que a nosotros, también a ellos les gustaba escuchar hermosas historias, pero carecían de un convencimiento suficientemente firme, y su carácter era lo bastante egocéntrico como para sacrificar a su propio maestro a causa del miedo cerval que experimentaron en el momento decisivo. Eran seres humanos corrientes y vulgares que sólo brillaban por su vanidad y sus ambiciones mundanas.

Por decirlo de un modo benévolo, es absolutamente lógico que unos individuos tan cobardes no poseyeran unas convicciones demasiado sólidas. Por eso resulta tanto más extraño que, tras la muerte de Jesús, fueran capaces de despertar de su aturdimiento, restablecerse y comprender por primera vez la auténtica significación de Jesús. ¿Cómo pudieron lograr esa conversión interior que hizo que se transformaran de simples discípulos en apóstoles?

El Nuevo Testamento no explica el por qué y el cómo de este hecho. Se limita a constatar el enigma, y nada más. Tal vez con ello pretende dejarnos a nosotros la tarea de resolver el problema. Y en consecuencia, el resolverlo constituye el primer paso que hemos de dar antes de ponernos a considerar el tema mismo de la resurrección.

Pero hay aún otro problema. Supuesto que existieron diversas corrientes de pensamiento, según las distintas comunidades cristianas fundadas por aquellos discípulos que antaño habían sido tan cobardes, sigue en pie el hecho de que todas ellas aceptaban unánimemente la resurrección de Jesús y proclamaban a una su Divinidad y su condición de Cristo Salvador. Todo el mundo sabe hoy que el Nuevo Testamento fue redactado sobre la base de la teología que prevaleció en la primera Iglesia cristiana. Los modernos exegetas, tanto si emplean el método de la historia de las formas como si hacen uso del método de la historia de la redacción, se esfuerzan por discernir, dentro del contenido de los Evangelios, qué es lo que pertenece al Jesús histórico y qué otras cosas son propias del Jesús ficticio creado a partir de esa primera teología de la Iglesia cristiana. Naturalmente, sus esfuerzos han prestado un servicio sumamente meritorio, sólo que no han logrado dar con la clave del decisivo problema que nos ocupa.

Y el problema, como he insinuado, consiste en saber por qué toda la comunidad de los discípulos llegó a reconocer la naturaleza divina de Jesús. ¿Por qué un hombre como Jesús, que se había mostrado tan absurdo desde el punto de vista humano y que había tenido una muerte tan miserable, llegó a ser considerado como el Cristo Salvador por aquellos mismos discípulos que anteriormente le habían abandonado? ¿Por qué el maestro, que de hecho había echado por tierra todos los sueños y las esperanzas de sus discípulos, pudo, después de su muerte, ser adorado por aquellos mismos discípulos como el mesías del amor?

En tiempos de Jesús hubo en Judea otra serie de profetas, cada cual con su propio grupo de seguidores. Aparte de la comunidad de Qumran que residía en el desierto de Judea y que seguía al «maestro de justicia», hubo otras muchas sociedades bautismales, además de aquel grupo que, a orillas del Jordán, se había congregado en torno a la figura de Juan el Bautista. Pero entre aquellos diversos grupos jamás surgió un líder al que se tratara de divinizar como se hizo con Jesús. Hay diversas razones políticas y sociales que, naturalmente, ayudan a explicar por qué aquellos diversos movimientos religiosos fueron desapareciendo uno tras otro; pero el hecho de que tales grupos no divinizaran a sus respectivos líderes no explica, en sí mismo, lo que sucedió en el caso de Jesús.

Consiguientemente, el segundo problema es por qué, de entre todos aquellos grupos que seguían a un individuo de características proféticas, únicamente logró sobrevivir la comunidad religiosa de los discípulos de Jesús. No resuelve nada el indicar que sólo la Iglesia de Jesús salió de los límites de Israel para difundir su doctrina entre las naciones «gentiles», en tanto que los demás grupos se encerraron obstinadamente dentro de los confines del mundo judío.

¿Cómo consiguieron aquellos cobardes discípulos una fe tan arraigada después de que Jesús hubo muerto? ¿Cómo es posible que un hombre tan ineficaz según los criterios del mundo, que había echado por tierra los sueños de sus discípulos, llegara después a ser divinizado por éstos? Son dos preguntas que siempre inquietarán a quienes lean el Nuevo Testamento, aunque los exegetas apenas si aluden a ellas, a pesar de todas sus teorías de historia de las formas e historia de la redacción. En otras palabras, dan la impresión de que son capaces de todo, menos de responder a estas preguntas fundamentales que hacen que el Nuevo Testamento sea lo que realmente es; o bien, a lo más que llegan es a ofrecer unas soluciones que no soportan el más mínimo análisis.

Citaré un ejemplo de este tipo de soluciones que me parecen tan inconsistentes. En Mc. 6, 14 leemos lo siguiente: «Como su fama se había extendido, el rey Herodes oyó lo que se decía: que Juan Bautista había resucitado, y por eso los poderes actuaban en él». Basándose en estas palabras, determinados críticos comenzaron a preguntarse si no habría que buscar el fundamento de la fe en la resurrección en el hecho de que, en aquellos tiempos, la gente creyera que la «resurrección» consistía en que los poderes de una persona fallecida actuasen en otra persona, porque de un modo intuitivo se identificaba la vida de una persona y otra.

Pero si la fe en la resurrección no fuera más que esto, ese mismo tipo de fe debería haberse dado en multitud de casos, desde el grupo de Juan el Bautista hasta los demás grupos proféticos. Podría haberse esperado que cada uno de aquellos líderes hubiera dejado a sus discípulos una serie de recuerdos vivos y conmovedores, y que no hubiera transmitido su influjo y sus últimas instrucciones más que a sus propios discípulos. Entonces, ¿por qué, de entre todos aquellos grupos religiosos, sólo en la comunidad de los discípulos de Jesús se produce la fe en la resurrección, la cual se convierte realmente en el punto central de su doctrina? Esta es la pregunta y el problema que sigue sin resolver.

Es verdad que la acción de abandonar a Jesús provocó en los discípulos (que habían salvado la vida) un profundo sentimiento de vergüenza, humillación y remordimiento. Con el paso del tiempo, algunos de ellos llegarían a superar sus escrúpulos, pero puede ser que en otros el remordimiento se hiciera cada vez más profundo. El insoluble problema de por qué aquel hombre tuvo que morir de un modo tan atroz debió de seguir atormentando sus conciencias durante mucho tiempo.

Pero lo que es imposible es que un cobarde se transforme en héroe únicamente a base de obsesionarse con remordimientos y con enigmas. Quien conozca de algún modo la naturaleza humana (en realidad podríamos decir que todo el mundo) ha de reconocer que el remordimiento y la sensación de vergüenza no ocasionan necesariamente una total transformación moral del carácter de una persona. Si no hubiera concurrido algún otro factor más decisivo, habría sido impensable que los discípulos se reunieran de nuevo, inflamados por la fe, y hubieran emprendido aquellas incursiones en los países de la gentilidad. Si no se hubieran sentido impulsados por algo más perentorio, aquellos discípulos, que tan mal habían entendido a su maestro, no habrían podido llegar a conocer tan profundamente la doctrina de dicho maestro. Si no hubiera mediado alguna experiencia realmente esencial, no habría sido posible que divinizaran a aquel Jesús que había defraudado sus propios sueños de grandeza.

Pero ¿existía en tiempos de Jesús y sus discípulos el concepto o la idea de resurrección? Y en tal caso, ¿qué es lo que realmente significaba dicho concepto?

Cuando leemos el Nuevo Testamento, nos topamos con determinadas escenas en las que, con suma cautela, Jesús habla a sus discípulos acerca de su muerte y su resurrección. Y en tales ocasiones los discípulos se muestran perplejos o incapaces de comprender las palabras del maestro. La observación detenida de esas escenas nos hace pensar que el concepto mismo de resurrección no había calado aún en la mentalidad del pueblo judío en general; que el término no tenía para ellos categoría de realidad.

Si examinamos con atención la historia de la religión judía, por supuesto que podemos constatar que la idea general de una resurrección personal sí que se da en el judaísmo de aquella época. En el libro escatológico de Esdras aparecen frases que indican que, cuando el mundo llegue a su fin, los malvados perecerán y los justos (los que han muerto firmes en la fe y en la esperanza del Mesías venidero) resurgirán de nuevo. En este oráculo se aúnan el fin del mundo, el juicio final y la resurrección de los justos.

A pesar de la exégesis que los doctores de la Ley hacían de este texto, en el sentido de una resurrección general, realmente no sabemos hasta qué punto esta doctrina fue algo vivo y real para el pueblo judío en general. Lo que sí sabemos con certeza es que la esperanza del Mesías y la restauración de Israel animaban el espíritu del pueblo, pero sólo podemos hacer conjeturas acerca de la profundidad con que dicho pueblo creía en la resurrección de los muertos.

En apoyo de mi tesis puedo aducir, por ejemplo, el pasaje del capítulo noveno de Marcos, donde aparece una serie de preguntas y respuestas entre Jesús y los discípulos. Jesús acababa de revelar en aquella ocasión cierto misterio a sus discípulos, e inmediatamente «les ordenó que a nadie contasen lo que habían visto hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos». Los discípulos, por su parte, «discutían entre sí qué era eso de resucitar de entre los muertos» (Mc. 9, 9-10).

A primera vista, este relato demuestra que los discípulos aún no creían en la resurrección de Jesús, y que la idea misma de resurrección les resultaba tan nebulosa y confusa que no sabían realmente qué hacer con ella. Tenemos derecho, por tanto, a considerar y tratar de explicar de algún modo su perplejidad y la discusión que provocaba entre ellos el significado de un término tan enigmático.

Entonces uno de los discípulos evocó la historia del profeta Elías. Elías había sido un personaje que, durante el reinado de Ajab, había luchado por salvaguardar la pureza del monoteísmo judaico frente a las religiones naturalistas procedentes de los países extranjeros de Canaán y Fenicia. En tiempos de Jesús, el pueblo consideraba a Elías como el modelo por excelencia de los profetas del Antiguo Testamento. Los discípulos, pues, le preguntaron a Jesús: «¿Por qué dicen los escribas que Elías debe venir primero (antes del fin del mundo)?» (Mc. 9, 1 l).

La respuesta de Jesús es digna de toda consideración: «Elías ha venido ya y han hecho con él cuanto han querido» (Mc. 9, 13).

No cabe la menor duda de que, al responder, Jesús pensaba en Juan el Bautista, el cual había sido asesinado por el rey Herodes. Lo que Jesús decía era que la segunda venida de Elías ya había sucedido en la persona de Juan.

En tal caso, ¿significa el concepto de resurrección que reconocemos en un personaje extraordinario la reencarnación de otro gran personaje de una época anterior? Parece ser que este modo de pensar era bastante normal entre los antiguos judíos porque, después de que el verdadero Elías desapareció de la faz de la tierra, al ver al profeta Elíseo el pueblo decía: «El espíritu de Elías reposa sobre Eliseo» (2 Re. 2, 15).

Ya hemos visto anteriormente cómo en el Evangelio de Marcos se dice que, después de que Herodes asesinara a Juan el Bautista, el rey vivía obsesionado por la idea de que Jesús pudiera ser la reencarnación de Juan: «Pues el nombre de Jesús se había hecho célebre... Pero al enterarse Herodes, dijo: 'Aquel Juan a quien yo decapité, ese ha resucitado...'» (Mc. 6, 14-16).

La resurrección así entendida, en el sentido de la segunda venida de una persona ya fallecida, tenía un fuerte arraigo en la imaginación de los judíos de aquella época y, consiguientemente, también en la de los discípulos.

Por eso cuando, después de la muerte de Jesús, los discípulos afirmaban que Jesús había resucitado, ¿empleaban la palabra «resurrección» en el sentido que acabamos de describir? ¿Acaso cuando los discípulos decían que Jesús había resucitado de entre los muertos querían dar a entender que, del mismo modo que Elías había retornado a la vida al ser heredados su espíritu y su misión por Juan el Bautista, también en ellos mismos habían cobrado nueva vida el espíritu y la fe de Jesús?

A primera vista, esta interpretación parece plausible y hasta razonable. Sin embargo, aun aceptándola, no se resuelve aún el enigma de la resurrección de Jesús.

Ya lo he preguntado repetidas veces: ¿Cómo es posible que aquellos insolentes discípulos, que no habían entendido el modo de pensar y de sentir de su maestro mientras vivió, llegaran a transformarse de tal manera? ¿Cómo se explica el que aquellos cobardes, que habían sido capaces de abandonar a Jesús en el último momento, pudieran adquirir aquella fe y aquella enorme autoridad moral después de la muerte del maestro?

Para responder a estos «cómos» y a estos «porqués», no basta con apelar al amplio concepto de resurrección que hemos expuesto. Nadie discute el hecho de que los discípulos heredaron el espíritu y la fe de Jesús. Pero queda en pie otro problema: ¿Por qué y cómo unos hombres que carecían casi por completo de aquellos valores pudieron heredarlos de Jesús de la noche a la mañana? Mientras no lo sepamos, no podremos resolver el enigma de la resurrección de Jesús de entre los muertos.

Ante todo parece evidente, a partir de la lectura del Nuevo Testamento, que a raíz de la muerte de Jesús los discípulos no pensaron jamás que ellos pudieran estar en pie de igualdad con Jesús. En otras palabras, ni en sueños se les pudo ocurrir considerarse a sí mismos como salvadores (Cristos) o mesías. Y precisamente por esto, después de la muerte de Jesús pudieron llegar a la conclusión de que el mismo Jesús era igual a Dios en cuanto a su naturaleza.

Me parece que un modo de resolver el enigma consiste en suponer que muy poco tiempo después de la muerte de Jesús tuvo lugar algún acontecimiento lo suficientemente electrizante como para que los corazones de los discípulos sufrieran una auténtica conmoción.

Evidentemente, ya es algo realmente conmocionante el afirmar la resurrección como un hecho histórico, exactamente del mismo modo que lo refiere el Nuevo Testamento. Pero, al mismo tiempo, todavía podemos abrigar algunas dudas acerca de si no habría sucedido alguna otra cosa en la vida de Jesús que pudiera justificar cualquier otra interpretación de su retorno a la vida.

Pero antes de adentrarnos en este tenia necesitamos precisar con mayor profundidad cuál era la idea y el sentimiento de los discípulos con relación a la muerte de Jesús.

¿Acaso la actitud de los discípulos con respecto a la muerte de Jesús puede resumirse hablando de una reacción de postración nerviosa, confusión, remordimiento, o desesperación?

En primer lugar, los discípulos jamás pudieron suponer que Jesús fuera a tener un final tan espantoso y lamentable. En el Evangelio se dice que Jesús les habló en diversas ocasiones acerca de su triste destino; y suponiendo que Jesús les hablara realmente de este modo, una de dos: o los discípulos no le creyeron, o no le comprendieron. Si los discípulos le hubieran comprendido, habrían tenido más cuidado a la hora de andar por Jerusalén en compañía del maestro y, por otra parte, no se habrían sentido tan sorprendidos por la traición de Judas.

El relato de la pasión refleja con absoluta claridad la sorpresa de los discípulos, por la forma en que huyeron cuando se dieron de cara con la realidad. Y a continuación debieron de plantearse otro problema. ¿Por qué Dios no libraba a Jesús? ¿Por qué guardaba silencio, a pesar del sufrimiento del maestro? ¿Por qué cerraba sus ojos ante una muerte tan atroz?

Por supuesto que las más antiguas tradiciones del judaísmo sustentaban la idea de que Dios únicamente enviaba profetas a Israel para ser rechazados, más aún, para ser perseguidos y asesinados. Es posible que los discípulos recordaran todo esto mucho tiempo después, pero en aquellos momentos de consternación, o no se les ocurrió esta idea, o no fueron capaces de relacionarla con Jesús.

Su abatimiento queda perfectamente escenificado en el episodio de los peregrinos de Emaús. Puesto que Jesús había demostrado su inutilidad práctica, muchos de sus discípulos le habían abandonado durante el camino, y hasta sus propios parientes le censuraron el que no contribuyera al mantenimiento de la familia; mientras tanto, en las aldeas y ciudades donde la gente le había manifestado su adhesión y le había escuchado con todo interés, acabaron por rechazarle y expulsarle.

Si unos cuantos de sus discípulos siguieron a su lado, fue porque en su interior se sentían cautivados por Jesús, a pesar de su absoluta incapacidad para los asuntos prácticos y materiales de la vida; pero también porque, indudablemente, abrigaban algún resto de esperanza de que, antes o después, se decidiría a demostrar su verdadero poder.

Pero la muerte de Jesús acabó incluso con ese pequeño resto de esperanza. Y la desolación que les produjo el constatar la esencial debilidad y falta de poder de Jesús terminó por aniquilar sus ánimos.

Sin embargo, ¿por qué algunos de ellos, a pesar de su consternación y su desencanto, siguieron fieles a Jesús después de su muerte? Algunos de los discípulos, como los peregrinos de Emaús, emprendieron el regreso a sus respectivos hogares, pero ¿por qué algunos de ellos se quedaron en Jerusalén?

¿Oyeron tal vez en su interior una voz que les conminara a quedarse quietos? Una vez muerto Jesús, ¿qué fue lo que movió a los discípulos a permanecer donde estaban durante las treinta y tantas horas que transcurrieron hasta la resurrección?

En nuestro análisis del relato de la pasión hemos seguido paso a paso el proceso y la ejecución de Jesús tal como los describe el Nuevo Testamento, pero ¿no será que el secreto de los discípulos esté oculto en algún lugar de ese relato de la pasión, aun cuando no hayan sido explicitados sus detalles?

Tal vez dicho secreto pueda formularse del siguiente modo: ¿Cómo es posible que durante el proceso de Jesús aquellos discípulos íntimos se las arreglaran para quedarse en los alrededores de Jerusalén sin ser molestados? Desde el punto de vista del Sanedrín, eran lo que hoy llamaríamos «compañeros de viaje» de Jesús, secuaces de un reo declarado. Se les podrá llamar discípulos, pero en la medida en que simpatizaban con las ideas de Jesús, a los ojos del Sanedrín no eran más que herejes y rebeldes. Más aún, sus rostros eran perfectamente conocidos, porque habían sido vistos en compañía de Jesús mientras éste anduvo por la ciudad de Jerusalén predicando su doctrina. El reconocimiento de Pedro y las preguntas que le hicieron aquellas mujeres en la mansión de Caifás no hacen sino corroborar este hecho.

Jurídicamente hablando, también ellos podían haber sido detenidos, especialmente cuando, en Getsemaní, uno de ellos (probablemente Pedro) había llegado a herir a uno de los miembros de la guardia del Templo.

Resulta sumamente sospechoso que estos mismos discípulos hayan podido andar por los alrededores de Jerusalén (tal vez en Betania) durante esas treinta y tantas horas que siguieron al juicio y a la muerte de Jesús, tanto más cuanto que, habiendo sido condenado y ejecutado Jesús por el delito de subversión contra Roma, todos sus compañeros deberían haber sido estrechamente vigilados, no sólo por el Sanedrín, sino también por el gobernador de Judea. Es cierto que la mayor parte de los discípulos se habían puesto en camino hacia sus respectivos lugares de procedencia, pero aun así resulta extraño que hasta hoy ningún escriturista se haya preguntado siquiera cómo es posible que algunos de ellos permanecieran ocultos y cómo, además, unos discípulos tan significados como Pedro y Juan pudieran acudir libremente hasta el sepulcro de Jesús (Jn. 20, 3).

Pero aún hay más: Cuando leemos los Evangelios, no descubrimos en el relato del proceso y la ejecución de Jesús nada que nos indique que los sacerdotes del Sanedrín manifestaran el menor interés por aquellos discípulos, o hicieran el menor movimiento por dar con ellos.

¿Acaso pensaban que era suficiente con haber arrestado a Jesús, y que los demás no eran dignos de consideración? Puede ser; pero resulta muy extraño, de todos modos, que no consideraran importante la captura de los discípulos, uno de los cuales se había atrevido a herir a un miembro de la guardia del Templo, que era directamente controlada por el Sanedrín.

Tanto en el relato de la pasión como en el de la resurrección hay una serie de puntos que no pueden dejar de producir cierta confusión al lector atento. ¿No estará incluida la explicación de tales puntos en dichos relatos? ¿O es que tal vez se ha deslizado en el texto, en forma simbólica, una respuesta que por eso mismo resulta difícil de encontrar? En el caso concreto de los primeros discípulos de Jesús, ¿acaso existían ciertos recuerdos tan dolorosos y humillantes para ellos, que hicieron lo posible para que no llegaran a conocimiento de otras personas? ¿O es que hablaron de ellos tan recatadamente que sólo pudieron ser reflejados en los Evangelios de un modo simbólico e inescrutable? Esto es algo que me intriga de veras.

No podemos hacernos ilusiones de llegar a una respuesta concluyente, desde el momento en que no poseemos otros datos históricos. Desearía, por tanto, que el lector fuera consciente de que lo que voy a decir no deja de ser una atrevida hipótesis.

Así es como yo veo lo sucedido: El secreto está simbólicamente revelado en el episodio de las negaciones de Pedro en el patio de la mansión de Caifás, así como en el episodio de Barrabás, el delincuente político que salvó su vida a cambio de la de Jesús.

El primero de ambos episodios aparece en los tres Evangelios Sinópticos y en el Evangelio de Juan. Pero los cuatro Evangelios discrepan en ciertos detalles concretos; los Sinópticos refieren que Pedro se introdujo él solo en la mansión de Caifás; el Evangelio de Juan, por su parte, afirma que Pedro entró en compañía de otro discípulo, el cual conocía personalmente al Sumo Sacerdote y rogó a la portera que le permitiera entrar en la casa con Pedro. Pero únicamente Pedro fue acusado por aquella mujer y por otras personas presentes de pertenecer al grupo de Jesús, mientras que al otro discípulo no se le dijo nada.

Otra diferencia consiste en que el Evangelio más antiguo, el de Marcos, coincide con el de Mateo en emplear un lenguaje más duro que los Evangelios de Lucas y de Juan al hablar de las negaciones de Pedro. Mateo y Marcos afirman que Pedro «se puso a echar imprecaciones y a jurar» (Mt. 26, 74; Mc. 14, 7 1) que no sabía nada de Jesús; Lucas y Juan, por su parte, no lo expresan con tanta dureza. Evidentemente, en comparación con el Evangelio de Marcos, los de Lucas y Juan (que son más tardíos) han escogido sus palabras con más cuidado, a fin de salvaguardar la posición y la dignidad de Pedro, cabeza visible de la primera Iglesia cristiana. Pero lo que es indiscutible es que Pedro negó vehementemente conocer a Jesús.

Ahora bien, esta escena ¿se refiere únicamente a Pedro como individuo? El episodio está descrito con un lenguaje tan vívido que nadie se atrevería a negar que sucedió realmente, aunque yo personalmente no puedo creer que fuera Pedro el único protagonista. Es muy posible que Pedro acudiera solo al palacio del Sumo Sacerdote Caifás, pero lo hacía en representación de todos los demás discípulos; y después de leer en el Evangelio de Juan, es perfectamente verosímil suponer que Pedro no eligiera libremente a su acompañante, sino porque creyera necesario hacer uso de los buenos oficios de «otro discípulo, conocido del Sumo Sacerdote» (Jn. 18, 16), para poder negociar un acuerdo con Caifás. (Esto parece evidente por el hecho de que el «otro discípulo» en ningún momento fue importunado en la mansión del Sumo Sacerdote, como si no tuviera ningún tipo de relación con Jesús).

¿Podemos conformarnos, pues, con pensar que las personas que interrogaron a Pedro fueran únicamente las criadas y los guardias? Pienso que es perfectamente legítimo interpretar Lc 22, 55 («Pedro se sentó con ellos») en el sentido de que en ese «ellos» se incluye también a los sacerdotes que estaban juzgando a Jesús. En otras palabras, también Pedro, como representante de los demás discípulos, fue sometido a juicio por el Sanedrín, junto con Jesús; y, una vez en presencia de los sumos sacerdotes y del Sanedrín, Pedro negó a Jesús imprecando y jurando.

Y como Pedro consintió en negar a Jesús bajo juramento, y en términos tan enérgicos, pudo llegarse a un entendimiento entre el Sanedrín y el grupo de los discípulos (a instancias, también en este caso, del mediador que menciona el Evangelio de Juan). En consecuencia, los discípulos ya no serían sometidos a ningún interrogatorio por supuestos actos delictivos, quedando libres, además, de futuras acusaciones. De este modo Jesús se convertía en el cordero expiatorio sobre el que cargaron las culpas de todos sus compañeros.

«Y el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor... Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente» (Lc. 22, 61-62).

Probablemente no fue Pedro el único en llorar y lamentarse. Su llanto simboliza el atormentado estado de ánimo de todos los discípulos que se habían quedado en Betania esperando conocer el resultado de las negociaciones entre Pedro y el Sanedrín. Se habían librado del arresto y habían salvado el pellejo a costa de abandonar a Jesús y renegar de él. En una sola línea, por tanto, expresa la Biblia el inconsolable e indescriptible dolor y el sentimiento de vergüenza y desprecio de sí mismos que experimentaron los discípulos.

Pero este pacto entre los discípulos y el Sanedrín queda también reflejado simbólicamente en el episodio del perdón concedido a Barrabás. El nombre de Barrabás aparece de improviso en pleno relato de la pasión. Pero no se dice nada de sus antecedentes.

Barrabás era un individuo que «había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinatos (Lc 23, 19). Esta descripción que hace Lucas es todo lo que tenemos, aunque coincide con lo que dice Mateo de que se trata de «un preso famoso, llamado Barrabás» (Mt 27, 16) y lo que explica Marcos casi con las mismas palabras que Lucas: «Había uno, llamado Barrabás, que estaba encarcelado con aquellos sediciosos que en el motín habían cometido un asesinatos (Mc. 15, 6). Por su parte, Juan se limita a hacer constar que «Barrabás era un bandido» (Jn. 18, 40). Eso es todo.

Naturalmente, es un hecho cierto (como ya vimos antes) que un delincuente político llamado Barrabás -en aquellos tiempos a los delincuentes políticos solía calificárseles de «bandidos» o «salteadores»- estaba en prisión, y que el Sanedrín estaba empeñado en cambiar al tal Barrabás por Jesús; necesitaban sepultar a Jesús en el olvido como un delincuente político, y no tener que matarle en calidad de hereje y reformador religioso.

Sin embargo, en el episodio de Barrabás creemos poder descubrir una representación simbólica de lo que en realidad sucedió con los discípulos. Jesús fue clavado en la cruz en sustitución de Barrabás, y esta relación entre ambos personajes refleja la relación existente entre Jesús y sus discípulos. Podemos ver cómo en el clamor de la plebe, «¡A ése, no; a Barrabás!», hay un claro paralelismo simbólico con la promesa del Sanedrín de perdonar a los discípulos si se conseguía eliminar a Jesús.

Así es como yo, a título puramente personal, reconstruyo los hechos. Y si mi teoría es correcta, entonces Jesús fue ajusticiado a cambio de las vidas de sus discípulos; Jesús se convirtió en el cordero sacrificial que, con su muerte, hizo posible que ellos siguieran viviendo.

Los discípulos, por tanto, salvaron su vida gracias a un pacto deshonroso. Pero al mediodía siguiente, cuando Jesús avanzaba arrastrándose por las estrechas y caldeadas calles de Jerusalén hacia el lugar de la ejecución, portando la pesada cruz en medio de las burlas y los insultos de la plebe, en el peso de aquella cruz reconocieron los discípulos la enormidad de su traición. Con indescriptible vergüenza cayeron en la cuenta de que habían sido sus infames negociaciones las que hacían posible que Jesús caminara hacia la muerte. El que Jesús tuviera que morir para salvarles no fue para los discípulos un simple punto de meditación espiritual, sino un hecho palpable. Y a partir de aquel momento los discípulos comenzaron a ver en Jesús a alguien que cargaba con el peso de sus propios pecados.

En el espacio de aquellas treinta y tantas horas que siguieron hasta la resurrección, los discípulos tuvieron que rumiar y tragarse la humillación, la vergüenza, el desprecio de sí mismos, las falsas autojustificaciones (¿Qué otra cosa podíamos hacer?) y todos los sentimientos que los cobardes y los débiles han de experimentar para poder sobrevivir.

Unos individuos en tal situación no tenían más que dos alternativas. Una: rechazar totalmente a Jesús, repudiarle, seguir el comportamiento de un vulgar traidor que, después de delatar a su amigo, trata de abrirse un nuevo camino en la vida. La otra posibilidad consistía en pedir perdón a Jesús. Durante aquellas interminables horas, no supieron qué opción tomar.

No podían decidir, como tampoco podían permanecer indiferentes ante aquel Jesús clavado en la cruz sobre el Gólgota.

Seguramente pensaban que Jesús les odiaba, que en su agonía pensaba en ellos con enojo. No puede esperarse de un héroe que sea capaz de perdonar a quien le traiciona.

Debido a la agitación que reinaba en Jerusalén, los discípulos no tuvieron arrestos para dejarse ver abiertamente en la ciudad. En consecuencia, lo más probable es que no asistieran al proceso de Jesús, ni presenciaran el paso del maestro por las calles de Jerusalén con la cruz a cuestas, ni su patético final en el Gólgota. Pero, como es lógico, todos estos acontecimientos eran el tema del día en Jerusalén, por lo que debieron de enterarse con todo detalle del curso de los mismos.

Seguramente imaginaban que Jesús sentía rencor contra ellos, porque no sólo le habían abandonado, sino que el modo en que renegaron de él demostraba que no eran mejores que Judas, que le había vendido.

Una tras otra fueron llegando las noticias. Se enteraron de cómo Jesús había sido llevado desde la residencia de Caifás hasta el Pretorio de Pilato y de allí al palacio de Herodes, arrastrado de un tribunal a otro hasta que, finalmente, Pilato cedió a las exigencias del Sanedrín y le condenó a morir en la cruz. Después supieron cómo Jesús había cargado con el madero y cómo cayó varias veces por tierra en su penoso camino hacia el Gólgota.

Pero lo que más temían en aquellos momentos era que el maestro les maldijera airado desde la cruz, que exigiera de Dios la venganza contra aquellos discípulos que le habían abandonado y traicionado.

¿Qué diría Jesús desde la cruz? Los discípulos, atenazados por el terror y el remordimiento, presentían sus palabras.

Hoy día seguimos concediendo un especial valor a las últimas palabras que pronuncia un moribundo. Pero aún mayor importancia se les concedía en la antigua Judea, donde era costumbre que los ajusticiados agonizantes se dirigieran a los que presenciaban su muerte. ¿Qué diría Jesús? Ellos seguían esperando. Por fin, al atardecer de aquel mismo día, cuando llegaron a sus oídos las últimas palabras pronunciadas por Jesús, constataron que excedían todo lo que pudieran haber imaginado:

«Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).

«¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» (Mc. 15, 34).

«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46).

Tres gritos desde la cruz; tres gritos que provocaron en los discípulos un impacto demoledor.

Pero Jesús no había dicho una sola palabra de reproche contra ellos. Tampoco había rogado que la cólera de Dios descargara sobre ellos. En lugar de pedir su castigo, había rogado a Dios que los salvara.

Para los discípulos, aquello era inconcebible. Sin embargo, Jesús había dicho realmente lo inconcebible. En medio del angustioso tormento de la cruz y de la paulatina pérdida de conciencia, Jesús había seguido esforzándose desesperadamente por amar a quienes le habían abandonado y traicionado. Los discípulos aprendían una nueva lección sobre el asombroso modo de ser de Jesús.

Pero eso no era todo. A punto ya de expirar, Jesús había musitado las palabras de David en el Salmo 22 y, un poco después, las del Salmo 31, realizando un acto de absoluta confianza en Dios, a pesar de que Dios seguía guardando silencio ante los sufrimientos y la muerte de Jesús. Decididamente, las palabras «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» no eran un grito de desesperación. Eran, sencillamente, el comienzo de una plegaria confiada, en íntima relación con aquellas otras palabras: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Y como los discípulos conocían al dedillo las palabras de aquellos salmos, pudieron entender lo que había sucedido en el interior de Jesús.

Nunca habían conocido a un hombre semejante. En aquellos tiempos hubo multitud de profetas, pero ninguno de ellos capaz de exhalar su último aliento con tales palabras en sus labios. Ni siquiera los antiguos profetas habían manifestado semejante amor y semejante confianza en Dios.

En realidad, los discípulos estaban asombrados y conmovidos de un modo que no puede expresarse con palabras. Alguien exclamó lleno de admiración: «Verdaderamente, éste era Hijo de Dios» (Mt. 27, 54); pero estas palabras debieron también de surgir de labios de los discípulos.

Había llegado para ellos el momento de empezar a entender y valorar todo lo que Jesús había dicho en vida. Era como si el profundo significado de sus enseñanzas y sus parábolas hubiera estado envuelto en una densa niebla que les había impedido entender al maestro mientras anduvieron con él por las ciudades y aldeas del lago de Galilea. Sólo ahora caían en la cuenta de que, poco a poco, habían de ir comprendiendo qué era lo que Jesús había querido transmitirles con sus discursos y sus enigmáticas narraciones. Bastaban aquellas tres frases pronunciadas en la cruz para hacerles ver lo que Jesús había estado intentando decirles desde el comienzo.

Al mismo tiempo, los discípulos se percataron de cómo habían malinterpretado la misión de Jesús. Le habían considerado como un ser débil e inútil en este mundo de realidades prácticas y tangibles, como un individuo incapaz de realizar señales y prodigios, como un maestro ineficaz que a la postre había sido rechazado por las multitudes y abandonado por la mayor parte de sus discípulos. Ahora, aunque todavía de un modo muy confuso, comprendieron que Jesús era en realidad un ser mucho más sublime e imperecedero que los milagros y que todo el éxito alcanzable en este mundo.

Ya sin la menor sombra de duda, evocaron el capítulo 53 del libro de Isaías:

No tenía apariencia ni presencia;
le vimos y no tenía aspecto que pudiésemos estimar.

Despreciable y desecho de hombres,
varón de dolores y sabedor de dolencias.

Como uno ante quien se oculta el rostro,
despreciable, y no le tuvimos en cuenta.

¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba
y nuestros dolores los que soportaba!...
(ls. 53, 2-4)

Hasta entonces, los discípulos jamás se habían detenido a considerar lo que podía haber detrás de la imagen poética del «siervo doliente» del Libro de Isaías que sus antepasados solían recitar. Para ellos, al igual que para los demás judíos, el «Mesías» no podía ser sino una persona revestida de esplendor, poder y majestad que había de librar a Israel del control opresor de los «gentiles» y restaurar la gloria de la nación. Pero ahora, en virtud de la trágica muerte del Jesús «ineficaz», del Jesús «débil» -y precisamente porque su muerte había sido tan horriblemente miserable-, el grito de amor surgido de los labios de Jesús en plena agonía hizo que en lo más profundo de los discípulos se verificara una transformación radical de su escala de valores.

¿Era esto lo que Jesús quería decir? ¿Era lo que había estado intentando hacerles ver? ¿Era lo que Jesús se había esforzado por transmitir durante su breve vida terrena? ¿Sólo esto y nada más que esto? Los discípulos comenzaban ahora a comprender. La conciencia culpable de haber hecho un sucio pacto que les había llevado a negar a Jesús ante los sacerdotes del Sanedrín reunidos en la mansión de Caifás, el sentimiento de vergüenza y la búsqueda hipócrita y desesperada de cualquier excusa con la que tranquilizar su conciencia, dejaron paso a una sincera y desconsolada lamentación por lo que habían hecho con su maestro. Y todos ellos se unieron a Pedro en su llanto amargo.

Rememoraban ahora el rostro y la figura de Jesús cuando aún estaba vivo: sus ojos hundidos, la tristeza que irradiaba su mirada, la pura y delicada luz que iluminaba su sonrisa... Un hombre que no había podido realizar nada notable, un hombre carente de todo poder en este mundo visible... Una figura delicada... y no mucho más. Pero había en él algo especial: jamás pudo decirse que hubiera abandonado a una persona sumida en el dolor y necesitada de ayuda. Cuando las mujeres lloraban, él se quedaba junto a ellas. Cuando los viejos estaban solos, él se sentaba tranquilamente a su lado. No había en ello nada de especial o milagroso, pero de sus ojos cansados y hundidos fluía a torrentes un amor mucho más profundo que el mayor de los milagros. Y jamás salió de sus labios una palabra de resentimiento contra los que le abandonaban o le traicionaban. Sucediera lo que sucediera, Jesús era siempre el «varón de dolores» que no dejaba de rezar por ellos.

Esta fue la vida de Jesús. Simple y diáfana como un carácter chino trazado a pincel sobre la blanca superficie de un papel inmaculado. Tan simple y tan diáfana que nadie fue capaz de entenderla, y mucho menos de imitarla.

Probablemente no hay en todo el Nuevo Testamento un pasaje que exprese el estado de ánimo de los discípulos mejor que el famoso episodio de los peregrinos de Emaús:

Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre si sobre todo lo que había pasado. Mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran. El les dijo: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais andando?» Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?»

Emaús sigue siendo una pequeña aldea circundada de rocosas e inhóspitas colinas, a menos de una hora de camino de Jerusalén. A la débil luz del anochecer del tercer día desde la muerte de Jesús (es decir, dos días completos más tarde), dos discípulos regresaban a esta aldea cuando, de improviso, alguien les alcanzó en el camino. Parecían tan desconsolados que no pudo evitar preguntarles cuál era la causa de su tristeza. Los dos discípulos le contaron cómo Jesús había sido asesinado en Jerusalén. Todavía no habían caído en la cuenta de que su ocasional acompañante era el mismo Jesús.

Lo que aparece con toda claridad en este emocionante relato de aquel hermoso anochecer es la imagen de Jesús como compañero. Estoy seguro de que, antes de que los discípulos se percataran de lo que había sucedido, ya había nacido en ellos la viva sensación de que Jesús, a pesar de haber muerto, seguía estando muy cerca de ellos. No se trataba de un acto de meditación abstracta, sino de una realidad tangible y en absoluto metafórico. Jesús no estaba muerto. Más aún, llegaron a tener la sensación de que Jesús les estaba hablando realmente. (Lc. 24, 13-18)

El responder a la cobarde traición de los discípulos sin odio ni rencor, sino al contrario, con amor, era algo que excedía las posibilidades de una naturaleza puramente humana. Al menos hasta entonces, ellos jamás habían visto que un ser humano actuase de ese modo. Pero no sólo en sus vidas, sino que en toda la historia de Israel no había existido nunca, ni siquiera entre los profetas y los reyes, una persona semejante. El asombro dejó absolutamente anonadados a los discípulos. Y entonces comenzaron a sentir que Jesús aún podía seguir al lado de ellos. Su estado de ánimo era como el de un niño que ha perdido a su madre y que, a pesar de ello, aún puede sentir junto a él su cálida presencia.

El Nuevo Testamento no explicita de este modo la psicología de los discípulos en aquellos momentos, pero sí que permite vislumbrarla entre líneas. Incluso yo, que no soy más que un simple novelista oriental, puedo percibirlo.

Pero tan sólo con esto seguimos sin poder comprender en absoluto el impacto causado en los discípulos por la resurrección. Y la razón de ello estriba en que el acontecimiento designado con el nombre de «resurrección» jamás será concebible por quien no sea creyente; porque, si falta la fe, la resurrección no será más que una quimera o una alucinación sencillamente absurda, intrínsecamente imposible. Ni siquiera los historiadores del Nuevo Testamento son capaces de presentar una sola prueba concluyente y, en cuanto puros historiadores, a lo más que pueden llegar es a afirmar con Bultmann que: «Jesús resucitó de entre los muertos en virtud de la fe (de los discípulos)». Pero volvemos nuevamente a estar sumidos en el dilema.

El estado psicológico de arrepentimiento de los discípulos, unido a su profundo apego emotivo a Jesús por haberles perdonado, no hasta por sí solo para explicar de un modo satisfactorio cómo pudieron después superar todas las tribulaciones que les acarreó su entrega de por vida a la difusión del Evangelio. Pero incluso en ese estado de ánimo, unos seres tan cobardes como los discípulos no podían ser capaces de mantener indefinidamente tan elevada tensión emocional. Lo más normal es que el paso del tiempo tienda a diluir nuestros primeros entusiasmos, haciéndonos olvidar los propósitos iniciales. Resulta más real suponer que lo que ejerció un control tan determinante en sus vidas no fue simplemente el estado emocional ocasionado por la muerte de Jesús, la sorpresa que les produjo y la consiguiente adhesión a su persona.

No podemos dejar de pensar, por consiguiente, que realmente tuvo que producirse algún acontecimiento decisivo, de una naturaleza tan absolutamente diferente que no se puede describir con la palabra ni con la pluma. De lo contrario, los discípulos, en el mejor de los casos, habrían seguido pensando en aquel Jesús «ineficaz» como un hombre de sublimes virtudes morales, una persona entregada al amor, pero no habrían llegado a divinizarlo, como realmente hicieron, llamándole el Cristo y el Hijo de Dios. Otros profetas y líderes religiosos carismáticos habían sido venerados por sus seguidores aun después de muertos, pero ninguno de ellos fue jamás divinizado a la manera de Jesús. Los fieles de la Comunidad de Qumran, sometidos a una tremenda persecución religiosa por parte de las autoridades judías de Jerusalén, siempre creyeron que su gran maestro, el «maestro de justicia», regresaría de entre los muertos, pero ello no les llevó a divinizarlo.

Y la comunidad religiosa de Juan, especialmente sus más íntimos discípulos, nunca dejaron de venerar al Bautista tras ser asesinado por Herodes Antipas, pero no creían en sus resurrección personal. Más bien, lo que sucedió fue que algunos de ellos descubrieron en Jesús el temple y el carácter de Juan el Bautista.

Así pues, ¿por qué sólo Jesús llegó a ser adorado como Dios por la Iglesia cristiana primitiva? Ciertamente, como afirman la mayoría de los biblistas actuales, es un hecho que Jesús fue proclamado Dios en el kerigma (la primera proclamación de la fe cristiana) predicado por los discípulos; pero no es éste el verdadero problema. La cuestión es: ¿llegaron a creer los discípulos que Jesús era el Hijo de Dios?'

El primer testimonio escrito de la resurrección no aparece en los Evangelios, sino en una carta de San Pablo; pero esto, en si mismo, no constituye un motivo suficiente para decir que el relato evangélico sea menos de fiar objetivamente que las palabras de Pablo. Resulta casi abrumadora la extraordinaria confianza que muestran los Evangelios y las Cartas de Pablo en la resurrección de Jesús. No pone tanto énfasis el relato evangélico a la hora de hablar de otros milagros realizados por Jesús a lo largo de su vida. Los autores del Nuevo Testamento se limitaron a recoger los relatos de milagros atribuidos a Jesús, relatos originados en diferentes lugares y que fueron entreverados en el texto de los Evangelios. Pero nada de esto ocurre con el relato de la resurrección. Marcos, el primero de los evangelistas, describe con extraordinario realismo el acontecimiento, y los otros autores neotestamentarios proceden invariablemente en el mismo sentido.

«Ahora bien, si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos?... Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, y vana también vuestra fe, y somos convictos de falsos testigos de Dios, porque hemos atestiguado que resucitó a Cristo ... » (1 Cor. 15, 12-15).

Esta absoluta confianza, esta inconmovible certeza es lo que realmente nos deja pasmados. ¿De dónde procede su confianza y su certeza? ¿Y si el acontecimiento tuviera más de ficticio que de real?

Los que no fuimos testigos presenciales de la resurrección de Jesús nos hacemos todas estas preguntas. ¿Qué sucedió para que los discípulos transformaran de aquel modo su actitud? ¿Por qué se empeñaron en insistir en la realidad de algo tan absurdo como la resurrección, una idea de la que se reía la gente en aquellos tiempos? Es fácil acusar a los discípulos de vendedores de visiones místicas, o de ser víctimas de una hipnosis colectiva, sólo que no tenemos la más pequeña prueba que corrobore esta acusación. El enigma sigue pesando implacablemente sobre nuestro espíritu.

El Evangelio de Marcos (el más antiguo, como hemos dicho) concluye en el versículo 8 del capítulo 16 afirmando sencillamente que el cuerpo de Jesús había desaparecido del sepulcro como por arte de magia. Marcos no dice más, pero tampoco menos. Poco antes ha explicado cómo en las primeras horas del día segundo después de la muerte de Jesús, tres mujeres se dirigieron al sepulcro para embalsamar los restos de Jesús con perfumes. Estaba amaneciendo. Al llegar comprobaron que la enorme piedra que cerraba la entrada al sepulcro había sido retirada. El cadáver había desaparecido y, en el interior, había un joven sentado tranquilamente. «Ellas salieron huyendo del sepulcro, pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas, y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo».

Estas palabras constituyen el final del Evangelio de Marcos; los exegetas están de acuerdo en que lo que sigue al versículo 8 es un apéndice añadido por algún otro. La reciente y laboriosa investigación realizada por Campenhausen ha confirmado la autenticidad histórica de la tumba vacía; pero, aun sin dicha investigación, ya la Biblia refiere espléndidamente cómo entre los judíos de entonces se corrió el rumor de que los discípulos habían robado el cadáver (Mt 28, 13-15); y no nos resulta difícil sintonizar con María Magdalena, que sospechó que el guardián del cementerio podría haberlo hecho desaparecer, como leemos en el Evangelio de Juan (20, 15).

En cualquier caso, debemos centrar nuestra atención en esa última línea del Evangelio de Marcos que cierra toda la narración de un modo tan sorprendente. Este final del más antiguo de los Evangelios nos permite entender que los discípulos, ocultos aún en las cercanías de Jerusalén, ante el incidente de la tumba vacía experimentaron una conmoción semejante a la que tuvieron que experimentar las mujeres. A los discípulos les había afectado emocionalmente la muerte de Jesús, pero el nuevo curso de los acontecimientos les hacía enfrentarse a un mundo totalmente diferente.

Aun admitiendo, como pura hipótesis, que el incidente de la tumba vacía fuera ficticio, si pasamos después a considerar las cuestiones que hemos planteado, nos vemos obligados a creer que lo que impresionó a los discípulos fue algún otro acontecimiento extraordinario de distinto tipo, aunque igualmente electrizante. Al menos la lógica nos mueve a concluir que, fuese lo que fuese lo ocurrido, fue suficiente para que en la mente de los discípulos el Jesús débil e «impotente» se transformara en un Jesús «todopoderoso». E inmediatamente nos vemos forzados a suponer que ese acontecimiento, fuese cual fuese su naturaleza, fue también suficiente para persuadir a los discípulos de que la resurrección de Jesús era un hecho.

El carpintero que había crecido en aquella apartada región de la pequeña nación palestina, había sido durante su breve existencia una especie de maestro espiritual al que, en definitivas cuentas, ni siquiera sus propios discípulos llegaron a entender. Sólo después de su muerte pudieron intuir la clase de persona que había sido en realidad. En mi opinión, es fácil observar aquí una analogía entre la incapacidad de los discípulos para entender a Jesús mientras vivió y nuestra propia incapacidad para comprender todo el misterio de la vida humana. Porque Jesús representa a toda la humanidad. Además, así como nosotros, mientras vivimos en este mundo, no podemos comprender los designios de Dios, del mismo modo Jesús resultaba enigmático e insondable para sus discípulos. Toda su vida estuvo marcada por la sencillez de quien vive únicamente para el amor, y precisamente por ello aparecía como un hombre ineficaz a los ojos de sus discípulos. Fue preciso que muriera para que los discípulos pudieran alzar el enigmático velo y ver lo que se hallaba oculto bajo aquella debilidad.

Al llegar al final de esta obra, muchos lectores se preguntarán inquietos por qué he omitido (aunque de mala gana) muchas escenas y pasajes del Evangelio conocidos para todo el mundo. No he mencionado, por ejemplo, el nacimiento de Jesús en Belén, ni he hablado sobre la fecha de dicho nacimiento.

En realidad se duda si Jesús nació o no nació en Belén. El más antiguo de los Evangelios, el de Marcos, no dice nada al respecto-, sólo Mateo y Lucas lo relatan. Pero son muchos los expertos que piensan que los relatos de la Natividad en Belén, que aparecen en los Evangelios de Mateo y Lucas, no son más que composiciones basadas en las palabras de Miqueas en el Antiguo Testamento:

Mas tú, Belén-Efratá,
aunque eres la menor entre las familias de Judá,
de ti me ha de salir
aquel que ha de dominar en Israel. (Miq. 5, 1)

En opinión de algunos, Belén constituía para los evangelistas el lugar en que había de nacer el Mesías prometido, y por eso escribieron que Jesús había nacido allí.

De todas formas, y como ya he repetido una y otra vez, mi postura sigue siendo la de distinguir entre «hecho» y «verdad» en la Biblia. En este caso concreto, el nacimiento en Belén podría no ser un hecho, pero para mí es una verdad. ¿Por qué digo que es verdad? Porque en el dilatado curso de la historia humana ha habido innumerables corazones que han suspirado por la pequeña aldea de Belén. Porque en su interior no han dejado de venerar a Belén como el lugar más puro e inocente en toda esta tierra de Dios. Porque en la Nochebuena infinitos niños han pensado en Belén, y el recuerdo ha quedado grabado en sus corazones para el resto de sus vidas. Y así como la humanidad entera ha ansiado que Belén fuera una realidad, también los autores del Nuevo Testamento sintieron la misma necesidad. Tal vez para ellos el nacimiento de Jesús en Belén no fuera un hecho, pero para sus espíritus era una auténtica verdad. Por nuestra parte, cuando leemos el Nuevo Testamento no podemos resignarnos a negar lo que muchos comentaristas modernos han negado: que lo que tal vez no sea un hecho histórico pueda ser, sin embargo, verdad para nuestro espíritu. Lo humano no puede limitarse únicamente a los hechos tangibles. Lo importante en toda mi postura es que, aunque no haya incluido en este libro el relato de Belén, sí reconozco la verdad de Belén, ya que forma parte integrante de ese mundo de verdad por el que han suspirado las almas de todos los seres humanos.

No necesito decir que ni por un momento he pensado que esta visión a vista de pájaro de la vida de Jesús haya abarcado la totalidad del mismo Jesús. Cada uno de nosotros se imagina a Jesús según el modo en que se refleja en nuestra vida. Pero siempre habrá algo impenetrablemente misterioso, y siempre habrá un cierto enigma en la forma de reflejarse la vida de este hombre en nuestra propia vida individual. Pienso ahora que en lo que me resta de vida me gustaría volver a escribir mi vida de Jesús, y escribirla desde la propia experiencia que he de seguir acumulando a lo largo de mis años. Pero aun entonces, cuando crea haber terminado, pienso que aún no me habré liberado del deseo y la necesidad de volver a tomar la pluma para intentar una nueva «vida de Jesús».