Capítulo 10

 

LA NOCHE DEL ARRESTO

 

Por fin había llegado el momento. Era jueves.

Juan no coincide con los Sinópticos a la hora de determinar qué día del mes de Nisán era exactamente. (En nuestro calendario, el mes de Nisán comprendería desde mediados de marzo hasta mediados de abril). Los Sinópticos dan a entender que aquel jueves era el 14 de Nisán, mientras que Juan piensa que fue el 13; pero no tenemos por qué escoger entre los diversos argumentos que aducen unos u otros estudiosos del asunto. El dato no tiene realmente mayor trascendencia para la esencia del relato.

El primer acontecimiento de aquel día que relatan los Evangelios es la famosa Última Cena, la comida de despedida que celebraron Jesús y sus discípulos, una escena que han pintado infinitas veces Leonardo da Vinci y otros artistas cristianos.

Probablemente era uno de esos espléndidos días propios de esa época del año en aquella parte del mundo. Pero, al igual que sucedía siempre en aquella fecha, la ciudad estaba envuelta en una auténtica nube de polvo, producida por el ir y venir de los miles de peregrinos. Los vendedores ambulantes recorrían las estrechas y serpeantes callejuelas ofreciendo a los transeúntes sus mercancías: el pan ácimo de la Pascua, las hierbas amargas y las palomas. Las ovejas y los asnos acompañaban a sus amos en medio de la agitada masa humana. En determinados puntos estratégicos de aquel laberinto de calles se hallaban apostados los soldados romanos en prevención de posibles disturbios, como nos informa Flavio Josefo. El gobernador de Judea, Poncio Pilato, estaba presente en la ciudad, recién llegado de la ciudad de Cesarea, en la costa mediterránea, con objeto de seguir de cerca la celebración de la Pascua. Pilato había oído hablar de Jesús, pero aquel nombre apenas había provocado en él el menor interés. Lo que le preocupaba era el reciente curso de los acontecimientos producidos en Roma, donde Sejano, el «padrino» político a quien Pilato debía su propia posición, había caído en desgracia ante el emperador.

También se hallaba presente en la Ciudad Santa Herodes Antipas, el reyezuelo de Galilea, que vivía en el lugar que hoy se conoce como palacio de Herodes, a escasa distancia de la Torre Antonia, lugar de residencia de Pilato (según André Parrot). Ambos mandatarios mantenían una tremenda rivalidad que hacía que uno y otro estuvieran siempre al acecho de cualquier traspiés político del rival del que poder sacar partido. También Herodes Antipas estaba al tanto de las andanzas de Jesús, y de hecho había sentido bastante curiosidad cuando, tiempo atrás, llegó a sus oídos el rumor de que Jesús era un Juan Bautista redivivo. Pero, para entonces, su curiosidad ya se había esfumado.

Las fiestas duraban ocho días, comenzando la víspera del día grande de la Pascua, es decir, el 14 de Nisán. Durante la mañana del día 14, toda familia judía se deshacía del pan de uso diario que pudiera haber en la casa, y durante la subsiguiente semana sólo se comían las frágiles y alargadas piezas del pan sin levadura llamadas «mazzoth». A media tarde se daba muerte al cordero sacrificial. Normalmente era el cabeza de familia, o el representante de un grupo, el que llevaba el cordero al Templo, en cuyo patio se le daba muerte. La sangre del cordero era recogida y entregada a los sacerdotes, los cuales, a su vez, la derramaban sobre el altar del sacrificio.

Después la carne del cordero se llevaba a casa, para servirla en el banquete de Pascua. Hemos de suponer que la comida en la que Jesús participó, y que conocemos como la Última Cena, sería precisamente ese banquete pascual.

¿Subió Jesús aquel jueves al Templo, tal como había hecho todos los días anteriores? Y si subió, ¿qué fue lo que ocurrió allí? No lo sabemos con certeza. De lo que sí podemos estar seguros es de que, durante todo aquel jueves, la zona del templo estaría abarrotada de una ingente multitud de hombres que acudían a sacrificar sus corderos. La amplia explanada del Templo se vería atronada con la barahúnda de los balidos de los corderos que, desde todas las direcciones, se mezclaban con las monótonas voces de los hombres que recitaban sus plegarias.

¿Dirigió Jesús algún mensaje a la multitud, tal como había hecho los tres días anteriores? Parece probable que fuera el jueves, o tal vez el día antes, cuando, señalando el Templo, dijo: «¿Veis estas grandiosas construcciones? No quedará piedra sobre piedra que no sea derruida» (Mc. 13, 2). «Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré» (Jn. 2, 19).

Estas palabras de Jesús serían interpretadas como una blasfemia contra el Templo cuando, al día siguiente, fueran repetidas como testimonio contra él durante el proceso.

Aunque no lo digan expresamente los Evangelios, podemos imaginar fácilmente que aquel jueves las masas de peregrinos que habían llegado a la ciudad no perderían de vista a Jesús, especialmente a medida que se acercaba la gran fiesta. Durante los tres días anteriores habían estado aguardando el momento en que Jesús decidiera ponerse a la altura de las circunstancias. Los estrepitosos balidos de los corderos que eran sacrificados en el Templo, y el incesante ajetreo de las personas que durante la tarde llenaban los atrios del Templo de tal modo que no cabía ni una persona más..., todo aquel delirante maremágnum habría de excitar con toda seguridad sus esperanzas mesiánicas. Cualquier movimiento, cualquier acción de Jesús concitaba indudablemente la curiosidad y el interés de la gente.

Y a su manera, también el Sanedrín estaba preparado para reaccionar ante cualquier contingencia.

Debemos, pues, contemplar la cena de aquel jueves dentro del contexto en que hemos visto que transcurrió el día. De este modo, la Última Cena resulta ser algo más que una reunión de un grupo de amigos que se juntan para cenar tranquilamente. Quien haya presenciado alguna vez un seder judío sabrá que el sagrado convite es bastante más que un banquete normal. No se trata de una cena familiar como cualquier otra. En el seder, el cabeza de familia parte el pan sin levadura; luego, tras una plegaria litúrgica, explica a su familia el profundo significado de la fiesta. Recuerda los innumerables sufrimientos que sus antepasados tuvieron que soportar en su errante marcha. A continuación, mientras hace pasar en círculo la copa de vino, reza para que todos ellos se vean libres de las humillaciones que han constituido su propio destino, al igual que el de sus antepasados.

Una lectura superficial de los relatos evangélicos podría darnos la impresión de que la Ultima Cena fue una tranquila reunión privada de Jesús y sus discípulos. Pero ¿fue realmente así? Los mismos Evangelios nos refieren cómo pocos días antes, en la ciudad de Jericó, la muchedumbre se agolpaba junto a la casa donde se hallaba Jesús, tratando de entrar allá donde no cabía ni un alfiler. No tenemos motivos, por tanto, para pensar que aquel jueves los exaltados peregrinos hubieran perdido todo interés por saber dónde estaría Jesús celebrando la Cena de Pascua.

Todos los Evangelios Sinópticos informan de que la Ultima Cena tuvo lugar en cierta casa que Jesús había mandado reservar para tal ocasión. Dicha casa, ubicada en algún lugar de Jerusalén, pertenecería a un amigo de Jesús que, después de haber hecho los preparativos necesarios, estaría esperando para recibirle. Podemos suponer que Jesús y sus discípulos se dirigirían a la casa seguidos de una multitud, la cual no dejaría de instar al mismo Jesús a que aprovechase la circunstancia de verse rodeado y apoyado por tanta gente, para erigirse en su caudillo. Podemos imaginar también cómo las aclamaciones y gritos de esperanza enardecerían a los mismos discípulos, que se sentirían arrastrados de un modo cada vez más intenso por aquel torbellino de entusiasmo.

Por todo ello, no puedo resignarme a aceptar el ambiente o la composición escénica que de la Última Cena han solido reflejar en sus cuadros los grandes artistas occidentales. Pero no sólo ellos, sino también la mayor parte de los cristianos del mundo, influenciados por el Evangelio de Juan, se imaginan al grupo en torno a una tranquila mesa que preside Jesús, sentado en el centro, con Pedro a su derecha y Juan a su izquierda; junto a éste, Judas lscariote, y luego los demás discípulos, hasta llegar a los doce.

En la actualidad, el turista que visita Jerusalén es conducido a un antiguo edificio llamado Casa de la Ultima Cena. Dicho edificio, adornado con estrellas y leones en bajorrelieve, se halla cerca de un mausoleo que lleva el nombre de Tumba de David. En el interior de la casa se conserva un cenáculo que coincide, punto por punto, con la imagen tradicional que ha creado la imaginación popular. Pero, a fuer de sinceros, tanto la casa como el cenáculo son un engaño en el que han caído generaciones de artistas, que jamás llegaron a reflejar la verdadera atmósfera de la Ultima Cena tal como fue en realidad. Personalmente, creo más probable que la Ultima Cena tuviera lugar en medio de un ambiente más ruidoso y menos íntimo, porque en torno a la casa se agolparía una multitud de personas, algunas de las cuales, las más audaces, se colarían hasta el mismo cenáculo para escuchar, junto a los discípulos, las palabras de Jesús.

Pero no es éste el punto más importante. Si unimos la idea de «comida» y la idea de «multitud», recordaremos por asociación un acontecimiento distinto y anterior a éste. La escena de la Ultima Cena está indisolublemente unida a aquella otra escena junto al lago de Galilea (también cercana a la Pascua), en que Jesús dio de comer a la multitud que se apiñaba para escucharle. Ya hemos visto cómo, en aquella ocasión, lo realmente central fue la negativa de Jesús a satisfacer las esperanzas mesiánicas que en él había depositado la multitud congregada en la montaña. El Sermón del Monte evidenciaba con toda nitidez que el Dios del amor que Jesús predicaba no tenía nada que ver con la imagen de un mesías temporal y chauvinista. La consecuencia de aquel episodio fue la decepción de las masas, que comenzaron a apartarse de Jesús hasta llegar al extremo de hacerle abandonar la región.

La Ultima Cena es una repetición de lo acaecido cuando el Sermón del Monte. En ambas ocasiones los acontecimientos siguen líneas paralelas. Quisiera llamar la atención acerca del modo en que el relato evangélico de la Ultima Cena recrea las circunstancias de aquel otro acontecimiento ocurrido un año antes junto al lago de Galilea.

La escuela de la historia de las formas, siguiendo a Bultmann, niega el carácter histórico de la Ultima Cena, pues supone que se trata de una creación literaria que tiene su origen en tradiciones litúrgicas cristianas, o en la iglesia helenizada sometida al influjo de Pablo. Bornkamn llega a afirmar que «basándonos en el texto bíblico, no podemos saber con exactitud cómo se desarrolló la Ultima Cena, porque el texto que hoy poseemos refleja la celebración eucarística y otras prácticas litúrgicas de la Iglesia posterior». Pero, por otra parte, estos estudiosos no hacen el menor comentario acerca del estado de excitación general en que se encontraban los peregrinos, ni del estado de ánimo, apasionado y lleno de susceptibilidades, que embargaba a las masas aquella noche.

Por mi parte, pienso que la Ultima Cena es un acontecimiento histórico, aunque no estoy de acuerdo con la idea tradicional de que únicamente se hallaran presentes Jesús y los Doce, reunidos casi en secreto y en un ambiente de solemnidad y recogimiento. Prefiero imaginar una escena dramática, erizada de enfrentamientos entre Jesús y los peregrinos, y entre Jesús y los discípulos.

Como ya indiqué antes, en los pocos días transcurridos desde su llegada a Jerusalén, Jesús había resuelto en su interior que era llegado el momento de romper definitivamente con la masa de peregrinos y demás gente que se aferraba a su figura. Ciertamente él era el Mesías del amor, pero no tenía el más mínimo deseo de ser el mesías político que el pueblo esperaba. Había intentado con todas sus fuerzas que le aceptaran como el compañero eterno de todos los hombres, pero jamás se le pasó por la mente la idea de ser el caudillo terreno ansiado por las masas. Por eso pensó que había llegado el momento de romper con la multitud, de romper con todos los que le apoyaban por razones equivocadas. La cena sería su último contacto; éste era el motivo principal de la Ultima Cena.

Los Evangelios desarrollan este «motivo» con cuatro variaciones. La primera es el pasaje en que Jesús instituye el misterio de la Eucaristía mediante la distribución del pan y el vino entre los comensales, afirmando que se trata de su cuerpo y su sangre; la segunda es cuando Jesús repite el anuncio de su pasión y muerte; la tercera es lo concerniente a la apostasía de Judas; la cuarta es la predicción de las negaciones de Pedro.

El misterio de la Eucaristía arroja una nueva luz sobre el clima que se respiraba en la cena. Jesús y los doce discípulos están sentados en torno a la mesa, mientras otros muchos se sientan en el suelo, lo más cerca posible de ellos. La multitud que rodea la casa observa y espera. Todos sus sueños dorados se centran en Jesús, por lo que no pierden de vista el más mínimo de sus gestos. Al dar comienzo a las plegarias de la Pascua, la multitud se deja arrebatar por una ola de entusiasmo (al igual que aquella otra multitud en el monte, junto al lago de Galilea), y prorrumpe en aclamaciones. «¡Jesús, Hijo de David!», «¡Mesías, Mesías!».

Lucas es el único evangelista que refiere en términos inequívocos cómo el ambiente de excitación se adueñó también de los mismos discípulos: «Entre ellos hubo también un altercado sobre cuál de ellos debía ser considerado el mayor» (Le. 22, 24). Dado que compartían la misma esperanza del pueblo de que Jesús había de ser un mesías temporal, comenzaron a discutir entre sí acerca de cuál de ellos, en el prometedor alborear del triunfo final, se llevaría la mayor parte del botín después de Jesús.

Jesús les reprende y, al hacerlo, da rienda suelta a sus sentimientos. Y lo que dice, que no es nuevo para los discípulos, sí lo es para la multitud: «Y les dijo: 'Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios'-» (Le. 22, 15-16). Como ya había hecho en la montaña de Galilea, Jesús no hace otra cosa sino afirmar la existencia del amor de Dios y del Dios del amor. A este respecto señala Juan que Jesús pretendía mostrar la plenitud de su amor: «los amó hasta el extremo» (Jn. 13, 1). Al instituir el sacramento de la Eucaristía, Jesús demuestra su irresistible deseo de seguir siendo, para siempre y por encima de la muerte, el compañero y amigo inseparable de todos y cada uno de los seres humanos.

La tarde iba oscureciendo y se iba haciendo la noche. La multitud no había entendido una palabra de la doctrina de amor de Jesús. Lo único que había quedado claro era que Jesús se había negado a colmar sus expectativas. Aquella gente experimentó la misma desilusión y el mismo desencanto que había experimentado un año antes la multitud congregada junto al lago de Galilea. Y como sus esperanzas habían sido tan grandes, su desencanto se transformó en odio. Tal como ellos lo veían, Jesús, enfrentado una vez más con la realidad, volvía a ser aquel sujeto inútil, débil y fracasado.

Tal vez entonces Judas se atreviera a hablar en nombre de la multitud para reprender a Jesús: «Maestro, tú dices que Dios es amor. Pero ¿dónde se halla el amor de Dios en medio de la triste realidad de esta vida? ¿Acaso Dios guarda silencio ante nuestros infortunios? Lo único que conocemos de él es su ira. Maestro, tú dices que no hay nada más valioso que el amor. Pero los hombres anhelan algo más. Los hombres exigen acción, y la exigen ahora mismo. Es muy propio de la naturaleza humana el desear algo práctico».

No resulta fácil desentrañar la psicología de Judas. Sabía de antemano que su intervención no lograría cambiar en lo más mínimo la decisión de Jesús. Pero habló para atormentarse a sí mismo, para castigarse a sí mismo por haber seguido a Jesús hasta entonces. (Los Evangelios refieren previamente cómo Jesús había dicho que uno de los Doce le había de traicionar; después viene la escena en que Jesús da a entender que el traidor es Judas. Sin embargo, se cree que todo esto constituye una interpelación basada en el Salmo 41. A pesar de lo cual, yo creo que Judas y la multitud debieron realmente de discutir con Jesús).

La respuesta de Jesús es escueta: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto» (Jn. 13, 27).

Sus palabras no estaban cargadas de odio contra Judas. Sabía de sobra lo que Judas estaba sufriendo. Jesús pretendía ser el compañero de todas las almas atormentadas, de toda persona que padeciera algún dolor, y Judas no era la excepción. Pero fue Judas quien no supo captar este profundo anhelo de Jesús. Y al oír las palabras del maestro, se levantó de su asiento en un arranque de cólera. Detrás de él salieron otros personajes que hasta ese momento habían estado en el cenáculo. Por tanto, no fue Judas el único que se marchó bramando, porque todos ellos salieron ofendidos mientras expresaban su desencanto, sus esperanzas frustradas y su indignación.

Judas no es sino el prototipo de los que abandonaron el cenáculo, mientras que Pedro lo es de quienes permanecieron en él.

Entre la multitud había, lógicamente, espías del Sanedrín que corrieron inmediatamente al palacio del Sumo Sacerdote para informar a éste del giro que habían dado los acontecimientos. Caifás debió de brincar de alegría al enterarse de lo sucedido, porque únicamente el apoyo que Jesús había encontrado entre los peregrinos y entre la población local habían disuadido a Caifás y al Sanedrín de intentar el arresto de Jesús. Pero, ahora que la turba había abandonado a Jesús, ya no le importaba a Caifás si el tal Jesús era o no era un agitador político que pudiera representar una amenaza. El mayor peligro para Caifás lo constituía ahora la posibilidad de que los peregrinos, enardecidos por el incidente de Barrabás, iniciaran un amotinamiento anti-romano durante la Pascua. Pero, dado que la animosidad de las turbas se dirigía ahora contra Jesús, Caifás comprendió inmediatamente que era el momento de aprovechar la situación, y, en consecuencia, convocó otra asamblea del Sanedrín.

No tardó mucho la multitud en congregarse ante el palacio del Sumo Sacerdote. De entre ella se destacó la figura de Judas, el cual entró en el palacio y, en presencia de los miembros del Sanedrín, prometió testificar contra las afirmaciones extremistas de Jesús; más aún, se ofreció a colaborar en su captura. Después aceptó la recompensa que se le ofrecía por sus servicios (Mt. 26, 14-15).

Hay dos pasajes en los Evangelios que arrojan cierta luz sobre la psicología de Judas. En primer lugar, cuando Judas rompe definitivamente con Jesús y sale del cenáculo, el Evangelio de Juan dice: «Era de noche» (Jn. 13, 30). Pero esa «noche» se refiere a algo más que a la oscuridad física de las horas nocturnas. Simboliza también la total soledad de Judas en ese su tenebroso estado de ánimo de autopunición en que se veía metido como en un pozo sin fondo. Rodeado de la multitud que acudía con él al palacio de Caifás, Judas debió de experimentar, sin embargo, el deseo de gritar que no tenía nada que ver con dicha multitud. La turba era unánime en sus injurias a Jesús, pero Judas la despreciaba. Más aún, se despreciaba a sí mismo.

El segundo pasaje revelador es aquel en que Judas acepta de Caifás la mísera recompensa de treinta monedas de plata. Judas era dolorosamente consciente de que aquella cantidad era un auténtico insulto a la vida y a la obra de Jesús. Apenas servía para pagar una lágrima de gorrión y, sin embargo, Judas sabía que estaba vendiendo su alma por ese precio. Tomó, pues, la insignificante suma que con gesto de desprecio le entregaba el Sumo Sacerdote, con absoluta conciencia de que era un precio totalmente acorde con su innoble acción. Casi podemos percibir el rictus de repugnancia que asomó al rostro de Judas, y la rabia con que se apoderó del dinero. La mordacidad con que el Evangelio relata el episodio permite hacerse una viva idea del tormento, el odio de sí y la soledad que debió de padecer Judas.

Seguramente pensaría que al día siguiente Jesús sería rechazado, escarnecido y escupido por el pueblo. Pero también debió de pensar que hasta el final de los tiempos, él mismo, Judas, el traidor, sería igualmente rechazado, escarnecido e insultado por toda la humanidad. No sabemos hasta qué punto fue capaz Judas en aquellos momentos de percibir la extraña analogía existente entre el traidor y el traicionado. Pero lo cierto es que quien se cruza con Jesús en su vida ya no puede olvidarlo jamás.

Volvamos de nuevo al sitio donde tiene lugar la Ultima Cena.

Una vez que la decepcionada multitud se hubo marchado tras de Judas, los que se quedaron allí debieron de quedar sumidos en un atónito silencio. Fue Pedro el único que no pudo contenerse y exclamó: «¡Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte» (Lc. 22, 33).

Una triste sonrisa asomó en los hundidos ojos de Jesús, mientras meneaba su cabeza conmiserativamente. La protesta de Pedro no le consolaba de su soledad, porque sabía que no sólo Pedro, sino los restantes discípulos habían de renegar de él, al igual que había hecho Judas.

«Te digo, Pedro: No cantará hoy el gallo antes que hayas negado tres veces que me conoces. (No digas más). Pero yo he rogado por ti... para que, cuando hayas vuelto, confirmes a tus hermanos» (Lc. 22, 32-34).

A Jesús le preocupaba la posibilidad de que, después de su muerte, la vida de los once se viera amenazada no sólo por el Sanedrín, sino por los peregrinos de Pascua, cuya decepción podía transformarse en odio desenfrenado. «El que tenga bolsa, que la tome, y lo mismo la alforja; y el que no tenga, que venda su manto y compre una espada»' (Lc 22, 36).

De estas palabras han sacado algunos exegetas determinadas conclusiones acerca de una posible rebelión armada por parte de Jesús y sus discípulos. Esta interpretación es absolutamente descabellada; lo único que puede deducirse es que Jesús sentía verdadera preocupación por las posibles dificultades que podían tener sus discípulos aquella misma noche, una vez que a él le hubieran detenido.

Así fue como, muy poco antes de la fiesta de la Pascua, el grupo de seguidores de Jesús quedó dividido en dos. Sin embargo, tengo la impresión de que esta división entraba dentro de las previsiones de Jesús. Aun antes de que se produjeran los acontecimientos, Jesús sabía perfectamente que Judas y la facción rebelde serían inmediatamente sobornados por el Sanedrín y, en consecuencia, era del todo consciente del destino que le aguardaba.

Una vez que Judas y la turba se hubieron adentrado en la noche, abandonando a Jesús durante la Ultima Cena, el maestro se afanó en reforzar los lazos entre él y los que con él se habían quedado, por más que seguía pensando que su muerte era una condición necesaria para la eficacia de tales lazos. Fue precisamente entonces cuando Pedro exclamó: «¡Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte!»

Pero Jesús conocía la traición humana. En las ciudades y aldeas del lago de Galilea le había seguido toda clase de gente en un primer momento; pero más tarde esas mismas personas le habían apedreado e incluso habían intentado arrojarle por un precipicio en una colina cercana a Nazaret. Más de una vez había tenido que experimentar cómo los enfermos y tullidos cuyo dolor había tratado de compartir, una vez libres de sus sufrimientos, se habían alejado de él y le habían olvidado. Ahora se habían marchado Judas y los demás, pero Jesús tenía el presentimiento de que incluso el escaso número de discípulos que se habían arriesgado a permanecer en el cenáculo habrían de desertar pocas horas más tarde, en cuanto se desencadenara la tragedia.

Con todo, únicamente su muerte podía salvar de su debilidad a los discípulos. Reconocía que seguirían siendo débiles hasta que él hubiera muerto, pero se lo jugaba todo a una carta, en la esperanza de que su propia muerte reforzaría el vínculo de solidaridad que le unía a ellos. Cuando, durante la Ultima Cena, Jesús distribuyó el pan y el vino pronunciando unas palabras que establecían una conexión entre dichos elementos y su propio cuerpo y sangre, comprendemos que lo que está haciendo es alentar esa unión que dependía de que él muriera. El relato no es la simple transcripción de una tradición litúrgica, como algunos creen. Hemos de considerar lo que en aquel momento bullía en su corazón: el deseo de inspirar a sus discípulos, sellando con ellos ese vínculo de unión fundado en su muerte. Si no se tiene esto en cuenta, entonces sí podría pensarse que se trata de una interpelación originada en la Iglesia helenizada y sometida al influjo de Pablo. La Ultima Cena fue para Jesús el momento de la ratificación de sus discípulos, a la vez que la celebración de la unión íntima establecida con los que permanecieron a su lado.

Acabada la cena, Jesús y sus amigos salieron de la ciudad y se dirigieron al Monte de los Olivos, fuera ya de las murallas. Todavía hoy puede verse en Jerusalén una antigua escalera excavada en el atrio de una iglesia. Se dice que es lo único que queda del antiguo palacio de Caifás. Los escalones están hoy casi totalmente desgastados, pero por ellos debieron de pasar Jesús y sus discípulos en su descenso hacia el pie del Monte de los Olivos, donde había una zona reservada para enterramientos, y otra cubierta de olivos. Dentro de esta última se alzaba un molino destinado a la extracción del aceite, de donde proviene el nombre de Getsemaní.

Justamente enfrente de Getsemaní se podían divisar el Templo y las murallas de la ciudad. Era de noche. Esparcidos por todo el monte, los miles de peregrinos que habían acudido a celebrar la Pascua dormían profundamente. La oscura silueta de las enormes murallas y la imponente masa del Templo se alzaban amenazantes en medio del silencio, bajo un cielo tachonado de estrellas. Una vez en el olivar, cada uno de los discípulos se buscó un lugar adecuado donde pasar la noche. No les quitaba el sueño lo que el grupo de Judas pudiera estar tramando después de haberse separado de ellos. Sólo Jesús parecía presentir que la decepción podía inducirles a actuar contra él, Alejándose de los soñolientos e inconscientes discípulos, se puso a reflexionar con tristeza en su propia soledad, luchando contra el miedo que le inspiraba la rigurosa prueba que muy pronto había de afrontar.

Llevaba ya varios meses dispuesto a morir, pero la muerte que ahora se avecinaba era tremendamente amarga. Puesto que era el amor lo que le hacía desear la muerte, estaba seguro de que ésta le sobrevendría de un modo terriblemente amargo y espantoso. Es fácil morir por los que nos aman. Pero resultaba tremendamente desgarrador ofrecer la vida por una gente que no correspondía al propio amor, por una gente que no comprendía nada. Es fácil morir de un modo heroico y glorioso, pero es sumamente difícil ir a la muerte en medio de la incomprensión, las burlas y los salivazos. Jesús sabía que su muerte sería más miserable y abyecta que la de un perro.

El Evangelio de Lucas refiere con estas palabras su grito de angustia: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz (de dolor); pero no se haga mi voluntad, sino la tuya... Y sumido en angustia, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra» (Lc. 22, 42-44).

Por su parte, los discípulos estaban totalmente rendidos. ¿Quizá el desasosiego de Jesús resultaba demasiado para ellos?

El caso es que en seguida se quedaron profundamente dormidos bajo los árboles. Y por más que lo intento, yo no logro comprender cómo pudieron dormirse. ¿Acaso no eran conscientes de la gravedad de la situación, y de que Caifás había de apresurarse a detener a Jesús? ¿O es que se confiaron ante la perspectiva de pasar la noche en aquel tranquilo lugar del Monte de los Olivos, en vez de pasarla en casa de Simón, como habían hecho los días anteriores?

No muy lejos de allí, Caifás, tras convocar al Sanedrín en sesión extraordinaria, informó a los miembros del Consejo de que la opinión pública se había vuelto contra Jesús, el cual ya no gozaba del apoyo popular y, consiguientemente, ya no había peligro de que los peregrinos se amotinaran en el caso de que se arrestara a Jesús. Era el momento de que el interés de la chusma dejara de centrarse en el Nazareno y pasara a fijarse en la liberación del activista anti-romano Barrabás.

En consecuencia, ¿por qué no proponer al gobernador de Judea que soltase a Barrabás a cambio de Jesús? ¿Por qué no aprovechar la ocasión de conservar la ley y el orden en toda Judea, reforzando de paso el poder del Sanedrín, cuando el precio no era más que la vida de un solo hombre, Jesús? Caifás ya se lo había insinuado anteriormente al Consejo. Ahora sometía la idea a votación. Había que llevar a cabo el arresto y el juicio de una forma rápida y decidida, porque la Ley judía prohibía todo tipo de acciones legales una vez comenzada formalmente la semana de fiestas de la Pascua.

Sin pérdida de tiempo, el Sumo Sacerdote dio orden de que un destacamento de la guardia del Templo acudiera a Getsemaní, al pie del Monte de los Olivos. Por supuesto que había sido Judas quien le había informado de que era allí donde se encontraban Jesús y sus amigos. Algunos de los que habían seguido a Judas se unieron al Pelotón. Los soldados iban armados de porras y espadas, y en sus manos portaban antorchas cuando, dejando atrás las murallas de la ciudad, iniciaron el descenso hacia el valle en dirección a Getsemaní.

Mientras tanto, y apartado «como de un tiro de piedra» (Lc. 22, 41) de sus dormidos discípulos, Jesús seguía luchando encarnizadamente con el miedo a la muerte. Si quería ser el compañero eterno de los hombres, si quería demostrar la realidad del Dios del amor, no tenía más remedio que afrontar la más horrenda de las muertes. Tenía que padecer toda la miseria y el dolor que pueden padecer los hombres y mujeres; de lo contrario, no podría compartir realmente la miseria y el dolor de la humanidad, ni podría tampoco ponerse ante nosotros para decirnos: «Miradme: yo estoy a vuestro lado. He sufrido como vosotros. Comprendo vuestra tristeza porque también yo la he padecido».

Jesús temía a la muerte hasta el punto de que «su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra». Deseaba decir a sus discípulos: «Por favor, despertad (y de hecho despertó en una ocasión a Pedro, pero éste volvió a dormirse en seguida). Al fin divisó, sobre el fondo de las murallas de la ciudad, la hilera de antorchas que avanzaba hacia él. Y en ese momento repitió su plegaria: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya».

De entre «la turba» (Mc 14, 43) que invade el olivar se destaca la figura de Judas Iscariote.

«Rabbí, shalom.» La paz contigo, maestro.

Judas puso sus manos sobre los hombros de Jesús y le besó. Era la forma normal de saludo entre los judíos, pero en esta ocasión era también una señal que esperaban los soldados para echar mano a Jesús.

Debido, sin duda, a que la escena del arresto de Jesús quedó indeleblemente grabada en la memoria de los discípulos que la presenciaron, el Evangelio de Marcos, basado fundamentalmente en esa memoria, refiere la escena con un realismo extraordinario. Uno de los discípulos (según el Evangelio de Juan, se trata de Pedro) sacó una espada y logró cortar de un tajo la oreja de uno de los guardias del Templo, pero Jesús alzó su voz e hizo que Pedro se detuviera en su acción. Presas del pánico, los discípulos salieron corriendo del huerto; y el más joven de ellos, que no llevaba encima más que una sábana, dejó caer ésta y escapó completamente desnudo.

Jesús se dirigió a los soldados de la guardia del Templo: «Todos los días estaba junto a vosotros enseñando en el Templo, y no me detuvisteis».

Jesús sabía cuál era la situación. Sabía que el Sanedrín, que no le había molestado los días anteriores, se había decidido a prenderle aquella noche porque necesitaba a alguien a quien poder cambiar por Barrabás. Pero, al mismo tiempo, las circunstancias que rodeaban su detención le indicaban bien a las claras que, independientemente de los cargos que pudieran aducir en su contra, ya había sido condenado de antemano. A partir de aquel momento ya no podía tener fe alguna en la equidad del proceso legal que iba a iniciarse contra él, ni podía tampoco pensar en la posibilidad de escapar a la pena capital.

Un grupo de hombres con antorchas encendidas formó un cordón en torno a Jesús y se inicio el regreso hacia las tenebrosas murallas de la ciudad que se alzaban desafiantes sobre el cielo estrellado.

La detención se había realizado con toda presteza. Nadie había salido en ayuda de Jesús cuando fue rodeado por sus apresores. Los peregrinos siguieron dormidos dentro de sus tiendas, sin percatarse, al menos en apariencia, de que hubiera ocurrido algo en Getsemaní. Pero, aun suponiendo que se hubieran dado cuenta, jamás se les habría ocurrido mover un dedo por ayudar a aquel hombre ojeroso y demacrado que había defraudado sus esperanzas.

Los mismos discípulos, después de haber huido atropelladamente del olivar, seguían aún dominados por el pánico. Estaban sorprendidos de que Jesús no hubiera opuesto la menor resistencia y se hubiera dejado prender dócilmente. Pero lo que más les preocupaba era la peligrosa situación en que ellos mismos se encontraban ahora. El pánico les impedía discurrir la forma de escapar del apuro. Estaban seguros de que a la mañana siguiente el Sanedrín daría orden de detenerlos como cómplices de Jesús. Y esto era lo que les aterrorizaba.

Si tenemos en cuenta este pavor que sintieron los discípulos a raíz del arresto de Jesús, entenderemos perfectamente el auténtico trasfondo del famoso episodio de las negaciones de Pedro en el palacio del Sumo Sacerdote; un episodio en el que hay algo más que los hechos que relata el Evangelio.

Más adelante trataré de describir la escena con mayor detalle, pero digamos por el momento que, una vez que los discípulos volvieron a agruparse para estudiar la situación, escogieron a Pedro para representarles y, sirviéndose de alguna persona que conociera al Sumo Sacerdote, el mismo Pedro acudió al palacio de Caifás para interceder en favor del grupo. Por supuesto que esta reconstrucción del episodio es una pura hipótesis personal. Pero, a juzgar por su estado de ánimo y su posterior libertad de movimientos, es evidente que los discípulos no sufrieron el menor acoso por parte del Sanedrín. Lo cual nos permite suponer que ambas partes habrían llegado a algún tipo de acuerdo.

Así pues, Pedro y los demás no sólo abandonaron a Jesús. Por decirlo con franqueza, fueron tan traidores como Judas. Los discípulos negaron a Jesús ante Caifás, Sumo Sacerdote y presidente del Sanedrín, y prometieron no volver a tener la más mínima relación con él. A cambio de esa negación y esa promesa evitaron ser detenidos. Al menos es así como yo lo veo.

Los discípulos eran individuos de poco carácter y, precisamente por ello, una vez cerrado el trato, su sentimiento de humillación y sus remordimientos les llevaron indefectiblemente a derramar lágrimas de auténtica histeria. El episodio de Pedro en el palacio de Caifás negando conocer a Jesús, y su posterior llanto de amargura, simboliza el remordimiento experimentado por todo el grupo de discípulos. (El relato más vívido de las negaciones de Pedro es el que ofrece el más antiguo de los Evangelios, el de Marcos. Los restantes Evangelios, escritos con posterioridad. tenían que destacar en mayor medida la dignidad de Pedro cómo cabeza de la Iglesia y, en consecuencia, anduvieron con más cautela a la hora de relatar el episodio).

¡Discípulos necios y pusilánimes! ¡Discípulos ruines y cobardes como nosotros mismos! Y sin embargo, al cabo de muy poco tiempo, aquellos mismos discípulos se convirtieron en un grupo de hombres fuertes que no retrocedieron ni siquiera ante el martirio. ¿Cómo pudo ser esto? La respuesta constituye uno de los temas centrales del Nuevo Testamento.

Por su parte, Judas lscariote había regresado al palacio de Caifás en compañía de los guardias del Templo que mantenían a Jesús bajo custodia. Y allí asistió al proceso de Jesús, probablemente como testigo. El Evangelio de Mateo nos dice que cuando Jesús fue condenado a muerte, Judas trató de devolver las treinta monedas de plata, diciendo: «He pecado entregando a la muerte a un inocente». Si esto ocurrió realmente, ¿acaso Judas había pensado que Jesús no sería condenado a muerte? ¿O tal vez se había comprometido a conducir a la guardia del Templo a Getsemaní con la condición de que no corriera peligro la vida de Jesús, y ahora estaba horrorizado al constatar cómo le había engañado Caifás? Algo de esto pudo suceder.

A Judas, en realidad, no le interesaba ya el dinero. Cuando vio cómo todo el mundo descargaba sus golpes sobre la figura de su querido Jesús, cuando vio cómo éste vertía su sangre, se quedó atónito ante el rumbo que habían tomado los acontecimientos; en su interior se desató una tormenta de sentimientos encontrados: a un tiempo se odiaba a sí mismo y trataba de disculparse, odiaba a Jesús y no podía dejar de amarlo.

Una vez pronunciada la sentencia de muerte contra Jesús, Judas decidió que también él debía morir. En aquellos momentos Jesús estaba siendo insultado y condenado por la chusma, pero él había de ser condenado para siempre por toda la raza humana. Lo que Jesús estaba sufriendo entonces habría de sufrirlo Judas perennemente. Esta extraña analogía no podía pasarle inadvertida. Y ciertamente entonces llegó Judas a comprender el significado de la vida de Jesús. A pesar de lo que los Evangelios digan de él, lo cierto es que Judas creyó en Jesús en aquellos instantes.

Trató de devolver el dinero a Caifás, pero éste lo rechazó fría y terminantemente. Después de arrojar al suelo las treinta monedas de plata que anteriormente había tomado con avidez en sus manos, abandonó el palacio del Sumo Sacerdote y, alejándose de las murallas de la ciudad, se ahorcó. Más adelante, refiriéndose a Judas, diría Pedro que «cayó de cabeza, se reventó por medio y se derramaron todas sus entrañas» (Hch. 1, 18). Es una imagen ciertamente macabra del triste final de Judas. Pero ¿podemos suponer que incluso Judas fue salvado por los méritos de Jesús? Yo prefiero creer que sí. Y no por otra razón sino porque, cuando Judas cayó en la cuenta del paralelismo existente entre él y el maestro, creyó en Jesús. Y Jesús, por su parte, comprendió el sufrimiento de Judas. Y con su propia muerte derramó su amor incluso sobre el hombre que le había traicionado.