Capítulo 7


Jesús, EL INEFICAZ

 

 

No sabemos cuánto tiempo duró este deambular semiignorado de Jesús y sus discípulos. Al parecer, atravesaron la parte meridional de Galilea, torcieron luego hacia Tiro y Sidón y regresaron por fin, una vez más, a la región cercana al lago; el Evangelio de Marcos sugiere además, aunque de un modo impreciso, que llegaron incluso hasta la parte septentrional de Transjordania. Como dice Stauffer refiriéndose a este viaje, no tuvo ninguna de las espectaculares connotaciones de sus anteriores andanzas, sino que «tuvo todo el aspecto de una auténtica huida». Fue un viaje en el que las multitudes ya no se agolpaban en torno a ellos; ya no les recibían con aclamaciones en las ciudades y aldeas. En ocasiones las lluvias del otoño les calaban hasta los huesos, y otras veces apenas encontraban un lugar en el que pasar la noche.

Fuese cual fuese la duración del viaje, la vida interior de Jesús había entrado en una etapa de lucha mucho más angustiosa que la que tuvo que soportar en el desierto de Judea. Nos es totalmente imposible comprender la naturaleza de su interno dolor. Su corazón estaba saturado de un misterio demasiado profundo como para ser desentrañado por la mente humana.

Lo único que podemos decir es que, durante aquellos difíciles días, la confianza de Jesús en el Dios del amor no vaciló en lo más mínimo. Es cierto que clamaba a Dios con gritos de angustia, pero esa misma angustia no hacía sino profundizar su fe. Evidentemente, Jesús seguía tratando de que Dios le ayudara a descubrir el modo más adecuado de dar fe ante la gente de su amorosa presencia, pero su propia sensación de confianza en El no sufrió ninguna merma.

Aquel sinnúmero de hombres y mujeres desdichados con quienes había tropezado en todos los lugares cercanos al lago, se encontraban allá adonde dirigiera su mirada, en aldeas sumidas en la miseria. Aquellas aldeas y sus habitantes constituían para él todo el universo. ¿Qué podía hacer él, pues, para convertirse en el compañero eterno de todas aquellas gentes infelices? Para poder revelarles el amor de Dios, tendría que arrancarles del triste mundo de desesperanza en que vivían. Jesús sabía que la pobreza y la enfermedad no son, en sí mismas, lo más difícil de soportar; lo peor es la soledad y la desesperación que producen.

Jesús no podía realizar todos los milagros que la gente le pedía. En las ciudades ribereñas del lago se había sentado a enjugar el sudor de un enfermo consumido por la fiebre y abandonado de todos, o había sostenido en silencio, durante toda una noche, la mano de una madre que había perdido a su hijo; pero no podía hacer milagros. Por eso las multitudes comenzaron a tildarle de «inútil», exigiéndole que se marchara de su región. Con todo, la mayor desgracia que Jesús descubrió en aquellas gentes afligidas era que no tenían a nadie que supiera amarles. En el centro de su infelicidad estaba el dolor, mezclado con la propia desesperanza y soledad, de la falta de amor. Y era precisamente amor lo que necesitaban, más que curaciones milagrosas. Jesús conocía el anhelo que los seres humanos sienten de tener una compañía firme y duradera. Aquellos seres necesitaban un compañero, una especie de madre capaz de compartir su terrible dolor y de llorar con ellos. Jesús creía que Dios, por su misma naturaleza, no respondía a la imagen de un padre severo, sino que era más parecido a una madre que participa de los sufrimientos de sus hijos y les acompaña en el llanto; y para poder testimoniar el amor que Dios sentía por aquellos hombres y mujeres sumidos en el infortunio, cada vez que Jesús se topaba con ellos junto al lago de Galilea, oraba para que, una vez llegados al Reino de Dios, pudieran ver las cosas tal como él las veía:

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. 

Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.

Pero ¿qué podía hacer él para convertirse en el compañero eterno de aquellos hombres y mujeres? Esta era una de las preguntas que Jesús no dejaba de hacerse durante aquellas tristes jornadas, mientras arrastraba sus pies a lo largo del camino en compañía de sus discípulos. Tal vez a partir de entonces comenzó a percibir paulatinamente cómo le llegaba en respuesta la voz del Dios amoroso.

Pero aún había de acecharle otro peligro inesperado a lo largo de aquel penoso peregrinar. Según el Evangelio de Marcos, los miembros del grupo de espías se unieron a los secuaces de Herodes Antipas en un complot destinado a acabar con la vida de Jesús. Intuyendo el peligro que corría personalmente, Jesús se vio obligado a ausentarse de los dominios de Herodes con sus discípulos. Él mismo dijo tranquilamente a los fariseos: «Conviene que hoy y mañana y pasado siga adelante, porque no cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén» (Lc. 13, 33).

«Conviene que hoy y mañana y pasado siga adelante ... » Tal vez fuera el gran Día de la Reparación del año 30 cuando Jesús y su grupo se encaminaron hacia la región montañosa cercana a Cesarea de Filipo, la ciudad construida por el rey Herodes Filipo en honor del emperador romano Augusto. Completamente circundada de elevadas colinas y junto a las fuentes del río Jordán, la ciudad había llevado anteriormente el nombre de Baalgad (Jos. ll, 17), y también el de Baal-Hermón (Je. 3, 3), porque desde lo alto de las colinas podía verse la nevada cumbre del Monte Hermón.

Llegado a esta montañosa región con sus discípulos, abatido por el desvanecimiento de sus esperanzas, Jesús habló en privado con ellos por primera vez acerca del destino que les aguardaba. Les habló de su decisión de elegirles como sucesores suyos. El Evangelio de Marcos lo refiere con estas palabras:

Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó a los Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar (Mc. 3, 13-14).

Por lo general, los comentadores bíblicos se han atenido a una tradición que determina el momento de la elección de los doce al comienzo de su predicación junto al lago de Galilea. En mi opinión, dicha elección tuvo lugar en la zona montañosa de Cesarea de Filipo, el lugar adonde arribó el grupo al final de la dolorosa y vacilante peregrinación que siguió a la expulsión de Jesús de la región del lago y al rechazo que tuvo que soportar en su ciudad natal de Nazaret. Es más lógico imaginar que Jesús confiara por primera vez su secreto a aquel puñado de hombres, y les urgiera a agruparse mediante un especial vínculo de unión, únicamente después de que dichos hombres hubieran decidido permanecer junto a él a pesar de la deserción de tantos otros. Podemos considerar que su peregrinar fue una especie de proceso de depuración, una oportunidad de poner a prueba la ligazón existente entre los discípulos y Jesús; y que sólo tras el definitivo abandono de los que tenían que marchar, abrigó Jesús algunas esperanzas en los que habían sido capaces de permanecer con él. En mi opinión, el pasaje de Mc 3, 13-19 debe ponerse en relación directa con Mc 8, 27. Del mismo modo, Mt 10, 1-4 habría que verlo en conexión con Mt 16, 13; y Lc 6, 12-16, con Lc 9, 18.

Las colinas en torno a Cesarea de Filipo ofrecen una panorámica general de la ciudad, abajo en el valle. No muy lejos de la ciudad existe un manantial del que nace un arroyo que se precipita en forma de cascada. Ese punto señala la cabecera del río Jordán, cuya corriente comienza allí su serpenteante recorrido hasta desembocar en el lago de Galilea (desde donde Jesús y sus discípulos habían iniciado su propio peregrinar); después el río vuelve a salir del lago y se adentra en el desierto de Judea. Como bien sabían los discípulos fue en este río donde Jesús recibió el bautismo de manos de Juan.

Tal vez recordando aquel lejano día, les dijo Jesús: «Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla ... !» (Lc 12, 50).

Los discípulos no entendieron las enigmáticas palabras de Jesús de que «tenía que ser bautizado». Únicamente podían mirarle fijamente y descubrir en Jesús un rostro aún más abatido que el de ellos, y una mirada aún más triste.

«He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido ... !» (Lc 12, 49).

Los discípulos aún no se percataban de que, por primera vez, su maestro estaba confiándoles su muerte próxima. Aún no entendían que todo el objeto de la vida de Jesús consistía en afirmar la presencia del amor de Dios en el mundo real, en incendiar de amor este mundo.

¿Por qué eligió Jesús estas veladas expresiones para revelar a sus discípulos su pasión y muerte? ¿No actuaba, tal vez, como una madre que hubiera contraído alguna enfermedad incurable y decidiera dar a entender a sus hijos la inminencia de su muerte, pero con palabras que no produzcan en ellos alarma?

Más tarde se lo diría abierta y claramente: «El Hijo del hombre se va, como está escrito de él» (Mt. 26, 24).

Finalmente los discípulos intuyeron, por la forma de hablar del maestro, que su destino era precisamente el que los profetas habían anunciado. ¿Los profetas? ¿Qué profetas? Los Evangelios no lo dicen, pero sin duda los discípulos le pedirían que identificaran al profeta en cuestión, y probablemente los labios de Jesús pronunciarían el nombre de lsaías, y les pediría que recordaran el Canto del Siervo de Yahvéh:

Despreciable y desecho de los hombres,
varón de dolores y sabedor de dolencias,

Como uno ante quien se oculta el rostro,
despreciable, y no lo tuvimos en cuenta.

¡Y con todo, eran nuestras dolencias las que él llevaba,
y nuestros dolores los que soportaba!

Nosotros le tuvimos por azotado,
herido de Dios y humillado.

El ha sido herido por nuestras rebeldías,
molido por nuestras culpas.

El soportó el castigo que nos trae la paz,
y con sus cardenales hemos sido curados.

Todos nosotros como ovejas erramos,
cada uno marchó por su camino,
Y Yahvéh descargó sobre él
la culpa de todos nosotros.

Fue oprimido, y él se humilló
y no abrió la boca.

Como un cordero al degüello era llevado,
y como oveja que ante los que la trasquilan está muda,
tampoco él abrió la boca.

Tras arresto y juicio fue arrebatado,
y de su causa, ¿quién se preocupa?

Fue arrancado de la tierra de los vivos;
por nuestras rebeldías fue entregado a la muerte.
Y se puso su sepultura entre los malvados
y con los ricos su tumba,

Por más que no hizo atropello
ni hubo engaño en su boca.
                                             
(Isaías 53, 3-9)

Los discípulos no podían sondear las verdaderas intenciones de Jesús. El Canto del Siervo de Yahvéh tenía algo de siniestro y aterrador. Aún menos estaban dispuestos a aceptar que hubiera de ser su propio maestro el que debiera afrontar el desdichado destino del siervo sufriente. Pero era el mismo Jesús quien predecía su propia derrota, más que su victoria. ¿Por qué debía Jesús soportar semejante pasión?, se preguntaban. ¿Qué sentido podía tener? ¿Por qué habría Dios de abandonarlo? Los discípulos no podían comprender.

Tal vez, en su desesperación, le hicieran directamente estas preguntas a Jesús. Pero no tenemos modo de saber si les respondió, o si permaneció en silencio. Lo que sí sabemos es que ellos se quedaron sin resolver el confuso problema. Porque si hubieran sido capaces de captar todo el significado de las palabras de Jesús, no habrían tenido motivos para sumirse en aquel estado de consternación que más tarde habrían de manifestar, cuando la muerte anonadó a su maestro de aquel modo tan terrible.

Los discípulos, por tanto, no pudieron acoger este primer intento de Jesús por confiárselas sino con inquietud y asombro.

Es cierto que hay en el Nuevo Testamento determinados pasajes, basados en la fe de la primitiva Iglesia, que dan la impresión de que los discípulos eran, de hecho. capaces de comprender; pero tanto el Evangelio de Mateo como el de Marcos no pueden por menos de confesar la conmoción, el desasosiego y la consternación que se apoderó de ellos.

«Tomándole aparte Pedro, se puso a reprenderle diciendo: '¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!'» (Mt 16, 22).

«Entonces, Pedro, tomándole aparte, se puso a reprenderle» (Mc 8, 32).

Pero esta reacción no fue únicamente la de Pedro. La misma respuesta emotiva manifestaron todos los discípulos que se hallaban presentes cuando Jesús hizo aquella declaración. En mi opinión, los nombres de los discípulos que aparecen en el Nuevo Testamento no hay que entenderlos siempre referidos exclusivamente a los individuos que son nombrados concretamente, porque en algunas ocasiones esos nombres concretos y personales parecen representar a todo el grupo de los discípulos, o a un cierto número de ellos (léase, por ejemplo, el relato de la traición de Pedro); y esta forma de emplear los nombres resulta particularmente evidente en los casos de Pedro y Judas. En los pasajes a que nos estamos refiriendo ahora, se puede afirmar con toda tranquilidad que los sentimientos atribuidos a Pedro son los sentimientos de todos los discípulos. Hay un versículo en el Evangelio de Mateo que evidencia con toda claridad que todos ellos compartían el sentir de Pedro: « ... Y (los discípulos) se entristecieron mucho» (Mt 17, 23). Naturalmente, podemos imaginar que, en el contexto de esta situación, Jesús diría a sus discípulos bastante más cosas para ayudarles a comprender.

«... que tampoco el Hijo del Hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45).

«Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).

Podemos suponer que también en esta ocasión pronunció Jesús palabras como éstas, con objeto de hacer comprensible la decisión que les había anunciado. Cuando Jesús emplea las palabras «por muchos» o «por sus amigos», seguramente no se refería a las personas satisfechas de sí mismas, como muchos de los sacerdotes y doctores de la Ley que vivían en Tiberíades, sino más bien a los hombres y mujeres pobres de la región del lago de Galilea que se arrastraban hasta él desde sus miserables viviendas. Pensaba en los grupos de leprosos expulsados de las ciudades y forzados a sobrevivir en alguna inhóspita torrentera; pensaba en tantos y tantos seres que había conocido: madres afligidas por la muerte de sus hijos, ancianos faltos de vista, hombres que no podían caminar, niños que se debatían entre la vida y la muerte. El estaba allí, compartiendo con ellos su sufrimiento, llevando con ellos su carga, convirtiéndose en su compañero eterno. Por eso deseaba tomar sobre sí todos sus dolores y ser inmolado como el cordero sacrificial de la Pascua. No hay amor más grande que dar la propia vida por los amigos: por la humanidad. Y aunque este sacrificio pueda parecer debilidad a los ojos de algunos, sigue siendo el más sublime testimonio de la existencia de Dios.

El Evangelio de Marcos, como hemos dicho, relata el deseo de Jesús de que sus discípulos se separen de él y vayan en misión a predicar. «Subió al monte... e instituyó a los Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 13-14).

Lucas añade que, inmediatamente antes de dar este paso, Jesús había pasado todo un día en oración. Es muy probable que esa jornada de oración supusiera para Jesús un angustioso combate interior, semejante a la agonía del huerto de Getsemaní, donde su plegaria se transformaría en un angustioso sudor de sangre. Pero, al igual que entonces, sintió que su deseo se conformaba con la voluntad de Dios; y su deseo consistía en asumir el dolor de toda la humanidad, a fin de convertirse en el compañero eterno de todos los hombres.

En aquellas colinas de la región de Cesarea de Filipo tomó Jesús la decisión de separarse durante algún tiempo de sus discípulos. El objeto de dicha separación era que los discípulos estuvieran preparados para recoger, después de su muerte, la herencia de su propia inspiración. Se trataba de adiestrarles no sólo para la obra misionera, sino también para que fueran capaces de soportar las dificultades que habrían de presentárseles tras la muerte de Jesús.

Les dio, además, las siguientes instrucciones para el viaje: 1) Viajar de dos en dos (Eccl.4,9-10); 2) no llevar provisiones, ni equipaje, ni dinero, sino un simple bastón, un par de sandalias y una sola túnica (Mateo dice que ni siquiera han de llevar sandalias ni bastón, y para Lucas no hacen falta las sandalias; pero yo he preferido seguir el relato de Marcos); 3) anunciar a la gente que «el Reino de los cielos está cerca»; 4) aceptar la hospitalidad de quien la ofrezca gustoso, pero no tratar de forzar a nadie a que se muestre hospitalario.

«Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os maltraten. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica... Tratad a los demás como quisierais que ellos os trataran... No juzguéis... No busquéis recompensa... Perdonad... Sed generosos ... »

Yo no sé cómo recibirían los discípulos aquellas normas prácticas que el maestro les daba para el viaje; pero sí sabemos que fue por entonces cuando Jesús les enseñó que, para orar, deberían hacerlo del siguiente modo:

Padre nuestro que estás en los cielos,
santificado sea tu nombre,
venga tu Reino;
hágase tu voluntad
así en la tierra como en el ciclo.
El pan nuestro de cada día dánosle hoy;
y perdónanos nuestras deudas,
así como nosotros perdonamos a nuestros deudores;
y no nos dejes caer en tentación,
mas líbranos del Mal.
(Mt. 6, 9-13)

Como dije antes, me resulta imposible estar de acuerdo con Schweitzer y otros exegetas, para quienes el viaje apostólico en misión tuvo lugar en la época de ministerio de Jesús junto al lago de Galilea. Tampoco creo que Jesús esperara que sus discípulos regresaran coronados por el éxito de su misión evangelizadora. Jesús sabía que la actitud de los discípulos apenas había cambiado desde los tiempos en que habían tratado de alejar al «mendigo ciego» y hacer que dejara de llamar a gritos a Jesús (Mc 10, 48), o cuando intentaron impedir que los niños se le acercaran (Mc 10, 13). En realidad, el verdadero interés de Jesús era doble: Por una parte, consideraba que la separación y el viaje de los discípulos eran necesarios al objeto de que su fe fuera realmente sólida el día en que, por fin, se les abrieran los ojos; lo cual sucedería después de la muerte del maestro. Por otra parte, deseaba que también la gente de fuera de Galilea supiera que su muerte inminente significaba la venida del «Reino de Dios», un universo de amor basado en la presencia del amigo y compañero de toda la humanidad. Jesús, por consiguiente, sólo concibió la idea de enviar a sus discípulos en misión después de haber percibido que su propia muerte estaba próxima.

He mencionado el nombre de Schweitzer, y me gustaría añadir que este celebérrimo biblista concedía una gran importancia al pasaje de Cesarea de Filipo en que Jesús declara por primera vez que él es el Mesías:

Salió Jesús con sus discípulos hacia los pueblos de Cesarea de Filipo, y por el camino hizo esta pregunta a sus discípulos ... : «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Pedro le contestó: «Tú eres el Cristo». Y les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de él. (Mc 8, 27-30)

Insisto en lo que ya he repetido muchas veces: Hasta entonces, Jesús no había dicho una palabra acerca de sí mismo. La palabra «Cristo» es una traducción literal de «Mesías», pero Jesús había rechazado con toda claridad el que se le aplicara este título, especialmente en aquella ocasión en que las gentes de la región del lago de Galilea habían pretendido nombrarle el «Mesías», es decir, el caudillo de su movimiento nacionalista.

Cuando, por primera vez, plantea en Cesarea de Filipo la pregunta acerca de su propia identidad, y Pedro responde diciendo que él es «el Cristo (Mesías)», ¿cómo hemos de interpretar el hecho de que, al menos aparentemente, Jesús no rechazara el título?

Muchos exegetas actuales consideran que toda esta escena de declaración mesiánica no es sino un ejemplo de la creatividad narrativa que manifiesta la fe de la primitiva Iglesia. Bornkamm, por ejemplo, dice que «Todo este relato es producto de la confesión de fe y de los ideales de la Iglesia que nació poco tiempo después. No se trata de un acontecimiento histórico que tuviera lugar realmente. El pasaje puede perfectamente ser un importantísimo testimonio histórico de la idea que se tenía de la vida de Jesús desde el ventajoso punto de vista de la cruz y la resurrección».

Pero, ni Bornkamm ni nosotros mismos podemos aducir la menor prueba en apoyo de esta hipótesis negativa. Aun cuando nos atrevamos a admitir que Jesús no movió la cabeza en señal de desacuerdo con las palabras de Pedro: «Tú eres el Cristo», sigue en pie el hecho incontestable de que existía una diferencia sustancial entre lo que Pedro y Jesús entendían por «Mesías». Pedro pensaba en un «mesías» líder del movimiento nacionalista, un mesías que habría de echar del país de Judá al invasor extranjero; mientras que Jesús pensaba en el Mesías del amor que había de ser el compañero eterno de toda la humanidad en todo tiempo y lugar. Yo pienso que tiene razón Zahrnt cuando, en su libro En busca del Jesús histórico, afirma: «Jesús nunca hizo de su propia gloria el fin de su enseñanza religiosa. Jesús nunca reclamó para sí ningún título honorífico, ni pretendió que su propia personalidad fuera el centro de su predicación».