Capítulo 4


PRIMAVERA EN GALILEA

 


En este punto desearía interrumpir por un momento el orden cronológico de mi relato, con objeto de decir unas palabras acerca de la perspectiva que he adoptado a la hora de escribir esta vida de Jesús.

Por lo general, la gente sabe que el Nuevo Testamento, tal como ha llegado hasta nosotros, no se atiene siempre únicamente a los «hechos reales» al presentar la trayectoria vital de Jesús. Esto lo admiten tanto los protestantes como los católicos. Por ejemplo, si se leen y comparan los Evangelios Sinópticos de Mateo, Marcos y Lucas, junto con el de Juan, se encontrarán narraciones idénticas de los hechos de Jesús presentadas en diferente orden cronológico. (Ya hemos observado, por ejemplo, cómo los Sinópticos sitúan el incidente de la expulsión de los vendedores del Templo de Jerusalén poco antes de la muerte de Jesús, mientras que Juan relata el mismo acontecimiento en el contexto del primer período de la vida pública de Jesús). Distintos exegetas proponen diversas teorías para explicar estas discrepancias, pero ninguna de tales teorías es incontrovertible. El problema que plantea la disposición de esos elementos discrepantes en una biografía unitaria de Jesús dependerá, por lo tanto, de la imagen que de Jesús pueda tener la persona que toma en sus manos la Biblia.

A partir de la investigación realizada por el exegeta alemán Rudolf Bultmann, sabemos que en el Nuevo Testamento se han ido entretejiendo determinados pasajes que tuvieron su origen en el kerigma (confesión de la fe) de la Iglesia Cristiana primitiva. También sabemos que, después de la muerte de Jesús, los autores neotestamentarios compusieron los diversos relatos de la vida de Jesús, cada uno en su propio estilo, tras haber recogido una serie de testimonios acerca de Jesús referidos por testigos presenciales, junto con tradiciones locales y narraciones populares de las diversas partes del país, y que gran parte de todo esto lo incorporaron en sus relatos, junto con la auténtica y perfectamente accesible fuente histórica que es conocida con el nombre de «los dichos de Jesús». Consiguientemente, las diversas vidas de Jesús que nos presenta el Nuevo Testamento, aunque ciertamente reflejan una verdad suficientemente consistente, por lo que atañe a diversos aspectos de hechos concretos no fueron escritas necesariamente con el moderno espíritu de exactitud informativa. Muchos exegetas señalan que algunos pasajes que el Nuevo Testamento presenta como si fueran las auténticas palabras pronunciadas por Jesús, de hecho no son sino el kerigma de la Iglesia Cristiana primitiva; y hay otros que afirman que ciertas acciones de Jesús, que se presentan como realmente acaecidas en determinada ciudad o aldea, en realidad no son sino simples leyendas transmitidas por la tradición en dicha ciudad o aldea. En su esfuerzo por separar la realidad de la ficción, Bultmann concluye con la desesperanzada afirmación de que «la imagen del Jesús histórico que ofrece el Nuevo Testamento se nos hace cada vez más inasequible».

Desde este punto de vista, ¿existe todavía alguna posibilidad de que podamos escribir una biografía exacta de Jesús? Quienquiera que piense que es realmente imposible escribir una vida objetiva de Jesús, basada exclusivamente en los datos que actualmente poseemos, seguramente coincidirá con el modo de pensar de estos biblistas.

Pero, mirando las cosas fríamente, deberíamos preguntarnos si es posible en absoluto realizar una biografía exacta, no sólo de Jesús, sino de cualquier otra persona. El biógrafo comienza por recoger todo el material posible acerca de la vida de una determinada persona, pero resulta que la mayor parte de ese material está compuesta de impresiones de otras personas acerca de la personalidad del sujeto en cuestión; y, como estas impresiones personales dependen de diversos y subjetivos puntos de vista, lo único que puede esperar el biógrafo es acercarse al sujeto a través del prisma de terceras personas. Lo mismo ocurre con el caso de Jesús. Evidentemente, no podemos reconstruir la vida de Jesús con absoluta precisión. Ni siquiera podemos consignar sus acciones en el mismo orden en que se produjeron. Sin embargo, ¿a qué se debe el que, cuando leemos el Nuevo Testamento, tenemos la sensación de percibir una viva imagen de Jesús y de las personas que le rodeaban? Pues se debe a que la imagen de Jesús que nos transmite el Nuevo Testamento constituye un «verdadero retrato», aunque no se trate del Jesús de los hechos detallados.

A pesar de tratarse de un período de tan sólo dos años, sin embargo, durante ese breve espacio la situación de Jesús sufrió una notable transformación. A raíz de los acontecimientos ocasionados por el encarcelamiento de Juan el Bautista, aquel hombre que no había sido más que un oscuro carpintero de la ciudad de Nazaret se convirtió de pronto en objeto de una general atención por parte de los judíos que le rodeaban; atención que adoptaba dos modalidades: la de una gran esperanza y la de una enorme sospecha.

La esperanza correspondía al grupo de los discípulos y a las clases populares de Galilea, que habían prestado su caluroso apoyo a Juan el Bautista. Algunos de ellos pensaban que Jesús era el sucesor de Juan, y fueron muchos los que alimentaron el insensato sueño de que Jesús, además de reformador de la religión judía, habría de ser también el líder que arrojaría a los Gentiles del país ocupado de Judá. Una prueba de ello la constituyen las palabras pronunciadas por uno de los discípulos para expresar su profundo desencanto tras la muerte de Jesús: «Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel ... » (Lc. 24, 2 l).

Por el contrario, la sospecha anidaba en la mirada de los saduceos y fariseos que tenían a su cargo el Templo de Jerusalén, y en la de los miembros del Sanedrín. Todos ellos llegaron a ver en Jesús una amenaza, alguien que poco a poco podía llegar a ser su ruina. Jesús se presentaba ante sus ojos como un insidioso reformador por cuenta propia de la religión judía, como un agitador que podía acabar soliviantando a las masas.

Por su parte, Jesús era terriblemente consciente de ambas formas de mirarle. En su corazón se clavaban las miradas de odio de ciertos dirigentes judíos, y las miradas de incomprensión con que le veían los discípulos y los galileos que se agolpaban en torno a él. Ni unos ni otros entendían su verdadero propósito. Nadie tenía ojos para ver que su auténtico objetivo consistía en dar testimonio del amor de Dios.

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.

En aquellas palabras de Jesús, verdaderas estrellas fulgurantes en un cielo sombrío, resplandecía la imagen del Dios del amor. Y sin embargo, a juzgar por lo que había visto mientras vivió en Nazaret, los pobres seguían en su miseria, y los que lloraban no recibían ningún consuelo. Las estrellas que había contemplado en el desierto de Judea eran frías como el hielo; el Mar Muerto, en el que no se movía criatura viviente alguna, y las montañas que lo circundaban, no hablaban sino de un Dios propenso a la ira, capaz únicamente de juzgar y de castigar. Esta imagen de un Dios-padre excesivamente severo había prevalecido a través de todo el Antiguo Testamento. Juan el Bautista y su grupo habían heredado dicha imagen, y mientras Jesús estuvo con ellos no tardó en percibir qué era de lo que adolecía semejante imagen de Dios.

Es muy fácil hablar del «amor de Dios» y del «Dios del amor», pero resulta que los seres humanos, que se ven atrapados en la cruel realidad de la vida, lo que perciben es el glacial silencio de Dios, más que el amor de ese mismo Dios. Cuando se juzga a partir de esa despiadada realidad, es más fácil pensar en un Dios de la ira y la retribución que creer en el Dios del amor. Consiguientemente, y a pesar de que en ocasiones el Antiguo Testamento habla del amor de Dios, la imagen de Dios que prevaleció en el pueblo fue una imagen de temor. ¿Cómo puede el pueblo captar el amor de Dios cuando resulta que los pobres de espíritu y los que lloran, de hecho no reciben ningún tipo de compensación?

Naturalmente que Jesús se daba perfecta cuenta de esta incongruencia. Por descontado que en su corazón ardía la fe en el amor de Dios; pero esa fe no le impedía ignorar las contradicciones en lo más mínimo, porque, de hecho, el tema preponderante a lo largo de toda su vida lo constituyó el modo de poder demostrar la existencia del amor de Dios y hacer posible que los demás llegaran a conocerlo. Y éste es precisamente el tema que, a partir de ahora, nos guiará en nuestra exposición de la vida de Jesús. ¿De qué modo se esforzó Jesús por demostrar la existencia del amor de Dios, algo tan difícil de creer para la gente que vive en el mundo material? Justamente esta pregunta nos proporciona la urdimbre sobre la que vamos a tejer los hilos que forman nuestra Vida de Jesús.

«Después que Juan fue preso, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: 'El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva».

Con estas palabras describe el versículo catorce del capítulo primero del Evangelio de Marcos los primeros pasos de Jesús en Galilea. Y la etapa que comienzo en ese instante recibe en la Iglesia el nombre de «vida pública de Jesús».

Y pública fue su vida, pero ¡qué diferencia entre la proclamación hecha por Jesús y la realizada por Juan el Bautista ... !

Juan exclamaba: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, dignos frutos de conversión... Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto, será cortado y arrojado al fuego». (Lc. 3, 7-9).

En realidad, ambos proclamaban lo mismo, pero en Juan sonaba como una terrorífica amenaza. Era el grito del desierto. Para aquellos que, ante tal amenaza, dejaran de producir buenos frutos, no había más salida que el juicio, la ira y la venganza de Dios. Serían «cortados y arrojados al fuego».

Pero la proclamación de Jesús es el Evangelio. Por su misma etimología, la palabra «evangelio» denota una realidad gozosa. La proclamación de Jesús no encerraba palabras de amenaza que hicieran temblar a sus oyentes; en contraste con la proclamación de Juan, Jesús no hacía alusión a nada parecido a la ira de Dios o a su venganza. Su misma exhortación «¡Arrepentíos!» -expresión idéntica a la empleada por Juan- puede ciertamente interpretarse en el sentido de: «¡No os extraviéis!»

Cuando se comparan ambos modos de proclamación, no puede uno por menos de percibir cómo, al fin, una nueva luz viene a iluminar aquella otra visión más oscura del mundo veterotestamentario. Se tiene inevitablemente la impresión de que finaliza una larguísima noche y comienzo a despuntar el primer rayo de una nueva aurora. O, si se prefiere emplear otra imagen, todo el que haya visitado Israel puede evocar el escenario que se extiende a lo largo de la ribera del lago de Galilea y recordar cuán profundamente contrasta con la desolación del desierto de Judea.

La ribera del lago de Galilea fue precisamente el lugar en que Jesús realizó su proclamación. ¡Qué tremenda diferencia con la orilla del Mar Muerto y el vecino desierto de Judea, en el que no crece un solo árbol ni la más pequeña brizna de hierba ... ! Los ribereños del lago de Galilea puede que fueran enormemente pobres, pero la comarca era fértil y el paisaje innegablemente hermoso, con aquellas suaves colinas en las que crece abundante pasto para los numerosos rebaños de ovejas, y con sus bosques de altísimos eucaliptos que reflejan su imagen en la superficie del lago, mientras la brisa agita sus copas; los crisantemos amarillos y las rojas anémonas salpican de color las extensas praderas; y allá a lo lejos, lago adentro, se bambolean las barcas de los pescadores. La sociedad humana era digna de lástima, pero el escenario es indudablemente apacible y hermoso.

Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré (Mt 11, 28).

Al leer estas palabras de Jesús que aparecen en el Evangelio de Mateo, podemos imaginárnoslo con sus brazos extendidos, de pie en la orilla del lago. La fresca brisa procedente del agua lleva la voz de su llamada a todas las ciudades y aldeas, oprimidas y sumidas en la miseria, que rodean el lago. Del sombrío interior de sus casas van saliendo, unos tras otros, viejos y ancianas, tullidos y ciegos, que han escuchado su voz: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré».

A lo largo de la costa se alzaban pueblos de pescadores como Cafarnaún, Magdala y Betsaida. Más al interior, situadas al abrigo de las colinas cercanas al lago, había otros pueblos como Corozaín. Eran localidades demasiado pequeñas como para merecer el nombre de ciudad, y muchos de sus habitantes vivían de lo que pescaban en el lago. Actualmente, la mayor parte de aquellas antiguas aldeas yace sepultada bajo tierra y, en cualquier caso, sus restos no pueden identificarse con certeza. Magdala duerme ahora bajo un bosque de eucaliptos que se alza sobre un prado cubierto de hierba y flores silvestres. En el lugar que ocupaba Cafarnaún (aunque existen dos hipótesis sobre su ubicación) no quedan más que las ruinas de una sinagoga, erigida después de la muerte de Jesús, y de unas cuantas casas que debieron de pertenecer a los antiguos habitantes. Corozaín, por último, la ciudad encaramada sobre las colinas que nunca quiso escuchar a Jesús, duerme ahora el sueño de la muerte sin nada que revele su existencia, a excepción de los fragmentos de piedras ennegrecidas esparcidos aquí y allá.

Jesús iba de una a otra de aquellas aldeas de pescadores. Y aunque no poseemos más pruebas que las que nos proporciona el Nuevo Testamento, es digno de resaltar el hecho de que, al parecer, únicamente evitó poner el pie en Tiberíades, la mayor de las ciudades del lago, construida por el rey Herodes Antipas.

Por pequeñas que fueran las aldeas, en cada una de ellas había una edificación dedicada al culto judío y que recibía el nombre de sinagoga. Las sinagogas eran, después del Templo de Jerusalén, los principales lugares en que los judíos practicantes cumplían sus obligaciones referentes a su culto. En el interior, a la entrada de una estancia y en medio de columnas, y cuyas paredes estaban decoradas con mosaicos, se hallaban unas tinajas para las rituales abluciones de purificación.

La sinagoga se orientaba siempre en dirección a Jerusalén, las sinagogas galileas del tiempo de Jesús miraban invariablemente hacia el sur. Las sinagogas estaban abiertas durante la mañana y la tarde del sábado y otras fiestas religiosas; y una vez congregado el pueblo, comenzaba el servicio de culto con una oración llamada Shemá («¡Escucha, Israel!»), seguida de la lectura de algunos pasajes de la Toráh; el servicio concluía con el Amén, pronunciado por el anciano que presidía la asamblea.

Jesús aprovechaba estos servicios cúlticos de la sinagoga para dirigirse a los habitantes de las aldeas. Si la sinagoga se hallaba cerrada, entonces se dirigía a los grupos de gente que quisieran reunirse en una ladera próxima al lago, o en un prado cualquiera. Sus más atentos oyentes eran los pescadores y sus familias, que vivían en torno al lago, y no los sacerdotes o los doctores de la Ley. Debido a su anterior pertenencia a la clase trabajadora, Jesús estaba íntimamente familiarizado con el estilo de vida del pueblo; sus discursos eran fácilmente comprensibles, y solía comenzar con algún sencillo relato extraído de la vida diaria. Sus parábolas, jamás carentes de un sentido de realismo, conseguían suscitar gestos de asentimiento por parte de todos, porque todas ellas recordaban el sudor de la vida cotidiana.

No sabemos a ciencia cierta si durante aquel primer período Jesús iba solo o acompañado de sus discípulos. Estos tenían sus propio trabajo cerca del lago y, consiguientemente, lo más loable es que, sólo cuando estaban libres, le acompañaran para trasladarlo en sus barcas de un lugar a otro de la costa. En las demás ocasiones, lo más seguro es que Jesús recorriera en solitario los caminos del país, esmaltados con el brillante colorido de las flores silvestres de la región del lago, en sus visitas a las aldeas vecinas. En contraste con los profetas de la antigüedad, no predicaba la ira y el castigo de Dios. Tan sólo les hablaba de la cercanía y de la presencia del Reino de Dios, del Dios del amor. En sus contactos con los sacerdotes y los escribas, jamás se enzarzaba con ellos o con sus familias en inútiles discusiones sobre temas religiosos. El, por su parte, era absolutamente libre en el cumplimiento de la ley judaica, pero si una de las aplicaciones de dicha ley entraba en colisión con el amor, tenía el valor suficiente para permitirse las excepciones que hiciera falta.

En torno al lago, donde la naturaleza era tan hermosa y la gente tan desdichada, las aldeas estaban llenas de enfermos y tullidos abandonados por sus vecinos y hasta por sus propias familias. Había otras personas, como los recaudadores de impuestos y las prostitutas, que llevaban el estigma de la condena de los sacerdotes. La lectura del Nuevo Testamento ofrece la imagen de un Jesús que manifiesta su amorosa predilección y su cercanía a aquellos hombres y mujeres que eran víctimas del olvido y el desprecio de sus semejantes. En aquellos mismos pueblos del lago había enfermos de malaria a los que la gente sana despreciaba por considerarles poseídos por un espíritu maligno, y a los que, sin embargo, Jesús atendía en sus necesidades. Los leprosos, a los que estaba prohibido acercarse a cualquier lugar habitado, eran considerados por la Ley como seres impuros y objeto del castigo de Dios (Lev. 13, 14), a pesar de lo cual, e ignorando este aspecto de la Ley, Jesús se esforzaba por ayudarlos. Llegó incluso a admitir en el grupo de sus discípulos más íntimos a uno de aquellos recaudadores de impuestos que eran objeto de la irrisión general. Y no volvió su rostro ante las prostitutas, despreciadas por todo el mundo.

Los Evangelios están llenos de episodios referidos al contacto de Jesús con estas almas abandonadas. Dichos episodios son de dos clases: aquellos en los que Jesús sana sus enfermedades mediante un milagro (las llamadas «narraciones de milagros»), y aquellos otros en los que, más que realizar un milagro, lo que hace Jesús es simplemente compartir el sufrimiento de aquellos seres tan dignos de compasión (las llamadas «narraciones de consuelo»). ¿Por qué razón, entonces, las narraciones de consuelo encierran una mayor sensación de realidad que las narraciones de milagros? ¿Por qué aquéllas resultan mucho más eficaces a la hora de transmitir una imagen viva de Jesús y acercarnos más a las circunstancias del episodio?

Veamos, por ejemplo, el siguiente pasaje, tomado del capítulo séptimo de Lucas y que comienza en el versículo 36:

Un fariseo le rogó que comiera con él y, entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa. Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, tomó un frasco de alabastro con perfumes, y poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume.

Al leer este pasaje podemos cerrar los ojos y reconstruir con la imaginación las circunstancias del episodio que no han sido explícitamente reflejadas en el texto.

Tal vez la prostituta del relato fuera una joven pobre de la aldea de Magdala o de cualquier otro lugar parecido. Para poder sobrevivir se habría visto obligada a entregarse al primer hombre que se hubiera cruzado en su camino, el cual, a cambio de haberse divertido jugando con aquella mujer mientras ella yacía inmóvil junto a él, con sus inexpresivos ojos fijos en la oscuridad, le habría dado alguna cantidad de dinero con una sonrisa de desprecio.

¿A quién había oído ella hablar de Jesús? ¿Cómo se le ocurrió la idea de acudir a él? Tal vez una noche hubiera llegado a sus oídos la fama de Jesús de labios de algún hombre que hubiera alquilado sus servicios. Quizá incluso hubiera visto a Jesús desde lejos, mientras éste se hallaba sentado, cansado y silencioso, a la orilla del lago. Con toda seguridad, ella no sabía demasiado acerca de la clase de persona que era Jesús. Tan sólo del porte y el aspecto exterior de Jesús habría intuido ella su indecible actitud interior de bondad. Tenemos aquí, pues, el caso de una mujer, acostumbrada a su propia miseria y al desprecio de los demás, que fue capaz de reconocer instintivamente a esa clase de personas que poseen una auténtica bondad de corazón.

Como la casa a la que Jesús había sido invitado a comer pertenecía a un fariseo, cuando la mujer trató de entrar es probable que los sirvientes intentaran impedírselo. Para los fariseos, ella no era más que una miserable puta a la que ellos mismos no se dignaban ni dirigir la palabra. En el mundo del Antiguo Testamento esta clase de mujeres había sido objeto de las más acaloradas denuncias por parte de los profetas. Por consiguiente, ella debió de conseguir librarse de los sirvientes, entrar en el comedor y dirigirse directamente hacia Jesús en medio de las atónitas miradas del resto de los comensales.

La mujer no dijo una palabra. En silencio, se quedó mirando fijamente a Jesús. Y en seguida comenzaron a fluir las lágrimas que durante tanto tiempo había contenido en sus ojos. Sólo las lágrimas podían expresar el dolor que la embargaba. «Con sus lágrimas le mojaba los pies». Esta concisa expresión basta para hacernos comprender la lamentable miseria y desdicha que experimentaba en aquellos momentos.

Aquellas lágrimas le dijeron a Jesús absolutamente todo. Comprendió lo que significaba para aquella mujer el haber sido objeto público de desprecio durante casi toda su vida, y cómo había tenido que comerse su propio dolor en medio de la más amarga soledad. Aquellas lágrimas bastaban. Dios se gozaba con su regreso: Tus lágrimas son más que suficientes. No llores más. Yo sé perfectamente lo desdichada que has sido.

Jesús respondió con delicadeza. Las palabras que serenamente salieron de sus labios son de las más bellas de toda la Biblia:

«Quedan perdonados sus muchos pecados, porque muestra mucho amor». A quien ama mucho se le perdona mucho.

Una «narración de consuelo» como ésta nos cautiva mucho más intensamente que las numerosas «narraciones de milagros» referidas a Jesús. Las palabras empleadas por el evangelista -«con sus lágrimas le mojaba los pies»- reflejan la inmensa tristeza de la mujer, y las dulces palabras de perdón que pronuncia Jesús -«quedan perdonados sus muchos pecados, porque muestra mucho amor»- poseen una resonancia que no puede por menos de conmover nuestros sentimientos.

Citemos otro ejemplo de «narración de consuelo». Tanto Mateo como Marcos y Lucas refieren su propia versión de lo que aconteció con una mujer que padecía un flujo crónico de sangre. Leamos la versión de Marcos:

Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor, habiendo oído lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto ... Jesús preguntó: «¿Quién me ha tocado?» (Mc. 5, 25 ss.).

Este episodio también ocurrió en una aldea del lago de Galilea. Aquella mujer, que se había mezclado discretamente entre la muchedumbre que se agolpaba por ver de cerca a Jesús, había sufrido durante tanto tiempo su incurable hemorragia, que el acto de tocar con sus temblorosos dedos el manto de Jesús equivalía al gesto desesperado de una persona que se estuviera ahogando y se asiera a un pequeño trozo de madera. Al mero roce de aquellos tímidos dedos, Jesús percibió todo el peso del dolor y la desesperación de aquella mujer que apelaba a su último recurso.

Volviéndose hacia sus discípulos, preguntó: «¿Quién me ha tocado?»

Ellos, sonriendo irónicamente, le respondieron: «Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: '¿Quién me ha tocado?' ¿Cómo quieres que no te empujen?»

«No; estáis equivocados», repuso Jesús sacudiendo la cabeza. «Alguien me ha tocado el manto».

Fue entonces cuando, entre todos los rostros que le observaban absortos, descubrió la mirada asustada que asomaba en el rostro de una mujer.

La narración prosigue relatando el modo milagroso en que Jesús curó la enfermedad de aquella mujer, pero, al menos para mí, el aspecto más conmovedor es la forma en que Jesús percibió todo el desgarrador dolor de aquella mujer al simple contacto de sus trémulos dedos con el manto de Jesús. Esto es mucho más conmovedor que la subsiguiente curación milagrosa de su enfermedad. El dedo de la mujer avanza furtivamente por entre las demás personas y, apenas entra en contacto con el manto, Jesús se vuelve e intuye su sufrimiento. Nos basta ese tembloroso dedo para, a partir de él, completar el cuadro del rostro atemorizado de la mujer y la compasiva mirada de Jesús.

El que las «narraciones de consuelo» parezcan más reales que las «narraciones de milagros», ¿se explica tal vez por el hecho de que los milagros de Jesús sólo se pusieron por escrito después de que las múltiples tradiciones orales acerca de Jesús hubieran sido recopiladas en una tarea que llegó hasta las aldeas más remotas de Galilea, mientras que las demás narraciones se basaban en relatos de testigos presenciales que aún se conservaban frescos en el recuerdo de los mismos discípulos y que, por consiguiente, se pusieron por escrito sin necesidad de añadir detalles ficticios?

Sin duda que los discípulos debieron de ser testigos de muchas escenas en las que Jesús estableció contacto con las desdichadas gentes de los pueblos de Galilea. En tales momentos, los discípulos tuvieron ocasión de ver la mirada de la mujer con el flujo de sangre, o las miradas de los leprosos y las prostitutas; y en cada caso quedarían impresionados por la forma en que todas aquellas infortunadas personas fijaban su angustiosa mirada en Jesús. Tampoco podrían olvidar jamás la mirada de simpatía que Jesús dirigía a aquellos seres. Lo que hicieron después los discípulos fue, sencillamente, referir sus profundas impresiones a los evangelistas, los cuales, a su vez, pudieron redactar por escrito esas mismas impresiones sin mayores elaboraciones por su parte.

Lo que, sin duda, más nos atrae de esas «narraciones de consuelo» es la forma en que nos describen a Jesús empleando su tiempo en atender las aflicciones de aquellos hombres y mujeres a quienes nadie prestaba atención. En cada pueblo de Galilea, Jesús se sentaría de forma que quedara a la altura de los leprosos y los tullidos que se arrastraban hacia él desde sus lúgubres covachas; y no ocultaría su simpatía por las prostitutas y los recaudadores de impuestos que eran francamente despreciados por los demás. Las aldeas del lago eran pequeñas y miserables, pero constituían el mundo de Jesús, el cual sentía cómo las penalidades de todos los seres del mundo iban yendo a parar, una a una, sobre sus propios hombros, comenzando a producirle un dolor semejante al de la pesada cruz que un día se vería obligado a arrastrar por las calles de Jerusalén. Repito que es ese realismo de las «narraciones de consuelo» el que explica el modo tan vivo que tenemos de percibir la clase de persona que era Jesús.

Pero, al mismo tiempo, Jesús también era plenamente consciente de algo más, a saber, la inutilidad del amor en un mundo de valores materiales. Jesús amaba a los seres infelices, pero también sabía que, en cuanto percibieran la inutilidad del amor, se volverían contra él. A fin de cuentas, la dura realidad nos enseña que lo que buscan los seres humanos son resultados prácticos y tangibles. Después de todo, los enfermos le pedían ser curados, los paralíticos poder andar, y los ciegos ser capaces de ver: todos ellos buscaban beneficios palpables. Pero resulta que el amor es una realidad que, en este mundo visible, no guarda relación directa con los beneficios sensibles. Aquí precisamente comienza la pasión de Jesús. Con un tono de indudable tristeza se quejaba en una ocasión: «Si no veis señales y prodigios, no creéis» (Jn. 4, 48).

Este sufrimiento de Jesús se encuentra en el trasfondo de cada una de las «narraciones de milagros» que aparecen en el Nuevo Testamento. Mucho más importante que el problema convencional de si Jesús verdaderamente realizó o dejó de realizar milagros, es el hecho de que las narraciones de milagros, en cuanto tales narraciones, nos permiten apreciar el triste resultado de que la gente buscaba a Jesús no por el don de su amor, sino únicamente por las señales y prodigios que era capaz de realizar. Curiosamente, Lc 4, 28 nos demuestra cómo la gente se enfurecía cuando no se veían cumplidas sus esperanzas. Este concreto pasaje, que no ocupa más de una línea impresa, nos da una importante clave para la lectura de las «narraciones de milagros».

Sin embargo, la situación era distinta en los primeros tiempos de la actividad de Jesús. A todo lo largo de la ribera del lago, la gente le recibía como «El que había de venir». Y había varias razones para recibirle de este modo.

El pueblo aún no se había recobrado del impacto producido por el encarcelamiento de Juan Bautista. La voz profética de Juan clamando en el desierto había ejercido su influjo en muchos corazones, en los que había impreso la esperanza de que el mismo Juan era el hombre que había de librar a Israel de la opresión de Roma.

Pero sus esperanzas se hundieron cuando sobrevino la repentina catástrofe del profeta. ¿Acaso se había retirado Dios, una vez más, a su reino de silencio? Los judíos de Galilea, fervorosos y fieles observantes de su religión, tenían motivos para sentirse descorazonados y apesadumbrados al oír la triste noticia, porque en aquellos precisos momentos el gobierno imperial de Roma estaba iniciando una política aún más opresora de cara a los judíos. Esa nueva política había sido ideada por un hombre llamado Sejano, inspirador político de la corte del emperador, y que en la primavera de aquel mismo año había cursado al gobernador Pilato la orden de que hiciera grabar el emblema del emperador de Roma en todas las nuevas acuñaciones monetarias. Además, Sejano había rescindido el derecho del Sanedrín a ejecutar sentencias de muerte, y los sacerdotes y los escribas de Jerusalén se veían impotentes para hacer otra cosa que no fuera someterse a las nuevas medidas de opresión. La tormenta de protestas aún no había estallado, pero la atmósfera comenzaba a agitarse. El pueblo esperaba que alguien asumiera los objetivos de Juan el Bautista. Y en ese mismo momento hacía Jesús su aparición a orillas del lago.

Al principio, el número de los que escuchaban a Jesús era probablemente demasiado reducido para llamar la atención, pero en breve las multitudes fueron haciéndose cada vez más numerosas.

Un sencillo análisis revela que estas multitudes estaban formadas por los discípulos propiamente tales y, además, por la gente sencilla que compartía los sentimientos de los discípulos, por los marginados, las mujeres, niños y ancianos afligidos por la pobreza, y finalmente los enfermos.

No poseemos estadísticas fiables acerca de la población que vivía junto al lago. Según Flavio Josefo, «había en la región 240 ciudades y aldeas, con un mínimo de 15.000 personas en la más pequeña de las ciudades», pero estas cifras constituyen una evidente exageración para todo el que haya visitado Galilea.

Mientras los habitantes de Galilea rumiaban su negra frustración por el arresto del Bautista, comenzó a difundirse la voz de que Jesús había sido el discípulo modélico de la comunidad de Juan, y la gente no tardó en pensar en él como en el sucesor del Bautista (Lc. 9, 7; Mt. 16, 13).

Fueron pasando los días, y las multitudes comenzaban a apiñarse en torno a la frágil figura de Jesús. En palabras del Nuevo Testamento, «Bien pronto su fama se extendió por todas partes, por toda la región de Galilea» (Mc. 1, 28). «Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio» (Mc. 2, 2), e incluso se dice que no tenía tiempo ni para comer.

Poco a poco, Jesús se iba convirtiendo en el objeto de todos sus sueños. Y aunque la gente alimentara diferentes sueños con respecto a él, de hecho era el único hombre que podía ser su líder, porque era de la misma clase de hombres que Juan, Elías, o cualquiera de los antiguos profetas. En los sueños de los ultra-nacionalistas, Jesús sería el único capaz de acabar echando a los romanos de Palestina, el hombre que tenía en su mano la posibilidad de devolver a los judíos su orgullo. Los Zelotes veían en él al posible caudillo de una resistencia armada. Estaban, por último, las mujeres, los viejos y los enfermos, para quienes Jesús era un santo que realizaba «actos de poder» y curaba sus enfermedades.

En medio de todo este torbellino de malentendidos y conceptos erróneos emprendió Jesús su ministerio. Abrumado por las muchedumbres que le rodeaban, lo que más le entristecía era comprobar cómo la gente malinterpretaba sus verdaderos propósitos. En su mente no había otro objetivo que manifestar al Dios del amor que trasciende este mundo material. Por el momento, los únicos obstáculos que tenía que salvar los constituían las súplicas y las miradas de frenética expectación que le dirigían las masas de hombres y mujeres que se apiñaban en su entorno. Y a pesar de hallarse rodeado de sus discípulos, se encontraba solo.