Capítulo 3

 

LOS PELIGROSOS COMIENZOS

 

Mientras tanto, en Jerusalén, el «establishment» del judaísmo tenía buenas razones para no cerrar los ojos ante las extraordinarias actividades que estaban desarrollándose en el desierto de Judea. Cuando los saduceos y los fariseos, los sacerdotes y escribas, se percataron de que el movimiento bautismal de Juan estaba ganándose al pueblo, se sintieron aterrorizados y llegaron a la conclusión de que no podía ignorarse por más tiempo su importancia. Lo que más temían era la posibilidad amenazante de que estallara en Judea una peligrosa rebelión anti-romana. Si se produjera un levantamiento sedicioso, entonces el gobernador de Judea, Pilato, lo reprimiría inmediatamente, pero al mismo tiempo, y con objeto de determinar las responsabilidades, podría perfectamente revocar los derechos que le habían sido concedidos al Sanedrín judío, derechos que Roma había reconocido exclusivamente en favor de los fariseos y los saduceos. Y esto, más que ninguna otra cosa, era precisamente lo que les alarmaba.

Sus temores no carecían de fundamento. El sentimiento anti-romano se identificaba con el espíritu judío de independencia, pero es que, además, ese sentimiento casaba muy fácilmente con el fervor religioso de las masas agrupadas en torno a Juan el Bautista. Aunque pienso tratar más adelante este punto, conviene anticipar que, entre las personas que se unían al grupo de Juan, había un cierto número de fanáticos pertenecientes al partido de los Zelotes, facción que se había originado en Galilea y que, en el caso de que se produjera algún trastorno, podría hacer que el movimiento del Bautista degenerara en una rebelión popular contra Roma. (Hay algunos biblistas para quienes la secta de Juan era una organización de carácter cuasi-militar cuyo objetivo consistía en la lucha contra Roma, aunque yo, personalmente, no lo afirmaría con tanta seguridad).

El «establishment» no tardó en constituir una comisión encargada de investigar a Juan, el cual se hallaba por entonces desempeñando su ministerio en Betania, al otro lado del Jordán; y allí fue donde por primera vez entraron en contacto con él. Sus preguntas trataban de descubrir si Juan el Bautista no estaría arrogándose una representatividad que no le correspondía. Si Juan se presentaba como el Mesías, entonces convocarían con urgencia una reunión del Sanedrín para llamarle al orden.

Frente a esta inquisición, el Bautista insistió hábilmente en que él no era el Mesías. El Evangelio de Juan recoge lo esencial de esta investigación en la que los inquisidores le preguntan sin disimulos con qué autoridad se dedica a bautizar a la gente y qué es lo que le califica para desempeñar semejante tarea. Pero Juan no dejaba de decir que él no era más que un precursor del Mesías, con lo que acabó evitando el verse envuelto en serios problemas.

El informe que los investigadores presentaron, de vuelta en Jerusalén, para conocimiento del Sumo Sacerdote, incluía el nombre de Jesús. Para entonces, Jesús había atraído ya la atención de todos cuantos rodeaban a Juan, porque, evidentemente, era el discípulo preferido del Bautista. En consecuencia, desde aquel momento los saduceos y el Sanedrín ampliaron el campo de sus pesquisas y decidieron no perder de vista los movimientos de Jesús.

Mientras tanto, las masas que se agolpaban en torno a Juan el Bautista incluían a un cierto número de galileos procedentes de la misma comarca de Jesús. Eran creyentes incondicionales en el judaísmo y resueltos hasta la terquedad. Plenamente conscientes de su propia identidad étnica, sus ideas políticas se hallaban profundamente impregnadas del odio a Roma. Algunos de estos galileos estaban incluso afiliados al grupo de los Zelotes, el cual (como hemos dicho) era una organización de extremistas radicales de la resistencia nacionalista judía frente a Roma. Durante varias generaciones, Galilea se había señalado por sus frecuentes disturbios anti-romanos y, a raíz de la muerte del rey Herodes el Grande, los galileos habían planeado una revuelta contra Sabino, el entonces gobernador de Judea. Y en el año 6 d.C., un galileo llamado Judas había organizado una banda terrorista que provocó una rebelión contra el legado romano de Siria, cuando éste fue enviado a hacer una inspección oficial de los recursos de Judea. El nombre de «Zelotes» se refiere al partido que tuvo su origen en este movimiento de resistencia encabezado por Judas el Galileo.

Los galileos (incluidos los Zelotes) que se unieron al grupo del Bautista buscaban desesperadamente, además, un líder originario de su propia región. Por eso, nada más lógico que el que centrasen su atención en Jesús, apenas éste regresé de su retiro en el desierto.

El Evangelio de Juan, con su encantador estilo, nos refiere cómo dos de aquellos galileos que se hallaban en el desierto de Judea, junto a las riberas del Jordán, se acercaron directamente a Jesús y le escogieron como maestro:

Al día siguiente, se encontraba de nuevo allí Juan (el Bautista) con dos de sus discípulos. Fijándose en Jesús que pasaba, dice Juan: «He ahí el Cordero de Dios». Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús. Jesús se vuelve, y al ver que le seguían les dice: «¿Qué queréis? ... Ellos fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día ... (Y habiendo encontrado a otro galileo) le dijeron: «Hemos encontrado al Mesías» (que, en hebreo, quiere decir Cristo). Jn. 1, 35 ss.

Es, como se ve, un atractivo relato de cómo se le unieron a Jesús sus primeros discípulos, pero no debemos quedarnos en la superficie de dicho relato, porque las palabras del texto esconden una nota trágica. Y es que para mí resulta trágico el modo en que los discípulos se equivocaron en su apreciación de la persona de Jesús.

De hecho, aquellos primeros discípulos de Jesús lo que andaban buscando era un hombre que asumiera el liderazgo de su movimiento anti-romano; o, cuando menos, buscaban a alguien capaz de llevar a cabo la reforma de la religión judía, que estaba corrompida en virtud de sus compromisos con Roma. Al proclamar. «Hemos encontrado al Mesías», estaban proyectando sobre Jesús sus propios sueños limitados y unilaterales, sin entender en absoluto el espíritu que animaba a Jesús. Pero no sólo los primeros discípulos, sino también los que se le unieron posteriormente, adolecían de la misma falta de visión. No deberíamos olvidar que fue precisamente entonces cuando se plantó la semilla de la tragedia de Judas, que acabaría traicionando a Jesús.

Es difícil llegar a entender exactamente por qué Jesús permitió que se mantuviera este equívoco cuando aceptó a aquellos galileos como discípulos. Tal vez en su interior admitía aquellas aspiraciones tal como se presentaban, pensando que más tarde podría armonizarlas con sus propios proyectos. En otras palabras, quizá Jesús descubriera algún valor positivo en aquellos hombres, a pesar de la falta de comprensión que demostraban.

En cualquier caso, así fue como sus paisanos de Galilea comenzaron a formar un grupo en torno a Jesús. Y así fue cómo la presencia de Jesús comenzó a llamar la atención entre los seguidores de Juan. Y, naturalmente, nada de esto escapaba a la observación de la comisión investigadora que había sido enviada desde Jerusalén.

Había llegado, para Jesús y su grupo de galileos, el momento de abandonar el desierto de Judea. Para entonces, Jesús ya era plenamente consciente de lo que necesitaban aquellos hombres que habitaban el desierto, tanto por lo que se refiere a los seguidores del Bautista como a los Esenios. En su interior iba cobrando cuerpo una imagen de Dios muy diferente de la de ellos. Por otra parte, Jesús logré entender que no sería prudente permanecer mucho tiempo en un lugar en el que los dirigentes judíos estaban comenzando a observarle con recelo. De modo que, en compañía de sus primeros discípulos, abandonó el desierto de Judea siguiendo el mismo camino que, a lo largo del río Jordán, le había llevado hasta allá, y anduvo unos noventa kilómetros hacia el norte, hasta un lugar en el que giraron hacia la izquierda para regresar a su comarca natal de Galilea.

Con excepción del Evangelio de Juan, el Nuevo Testamento habla muy poco de las andanzas de Jesús durante la primera parte de su ministerio, una época que se prolonga hasta el momento del arresto y encarcelamiento de Juan el Bautista. Además, hay algunas discrepancias en la cronología de sus actividades, como es el conocido caso del alboroto que se produjo en los alrededores del templo cuando Jesús expulsó a los vendedores, incidente que el Evangelio de Juan sitúa en los mismos comienzos del ministerio de Jesús, mientras que el Evangelio de Marcos, escrito con anterioridad, presenta el mismo acontecimiento poco antes de la muerte de Jesús.

Al volver a Galilea, Jesús no se dirigió inmediatamente a su ciudad de Nazaret, sino que, antes de regresar a casa de su madre, permaneció algún tiempo en las cercanías del lago de Galilea con objeto de reunir un mayor número de discípulos. No hay nada en la Biblia que nos indique cómo fue recibido Jesús por aquellos parientes suyos que tanto se habían disgustado cuando partió para el desierto de Judea. La conocida narración del hijo pródigo, en el Evangelio de Lucas, podría reflejar muy bien, por analogía, el hecho de que sus primos, al igual que el hermano mayor de la parábola, no fueron capaces de superar su resentimiento contra Jesús cuando éste regresé; en contraste con la actitud de María, su madre, la cual «corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Lc. 15, 20). Deduzco esta impresión del hecho de que Jesús asistiera, en compañía de su madre, a la boda de unos amigos de Caná, y aún más del hecho de que, llevando también consigo a su madre, abandonara Nazaret y se estableciera con ella en Cafarnaún, junto al lago de Galilea (Jn. 2, 12; Mt. 4, 13).

El episodio de las bodas de Caná, referido en el Evangelio de Juan, es un delicioso relato que produce el efecto de una brisa primaveral, en contraste con otros acontecimientos del Nuevo Testamento de un carácter más triste. Entre los discípulos que Jesús había reclutado de los seguidores de Juan el Bautista, había un hombre de Caná, llamado Natanael, y es posible que la boda que relata el Evangelio fuera la de uno de sus parientes.

La tradición oral identifica Caná de Galilea con una sencilla aldea existente hoy a unos diez kilómetros de Nazaret. El lugar está circundado por una serie de pequeñas colinas rojizas cubiertas de olivares, y mientras se pasea por las callejuelas envueltas en la densa sombra que proyectan los árboles incluso en pleno día, se puede escuchar el constante cloquear de las gallinas, procedente de las casas que se alinean a lo largo de dichas calles. Probablemente era primavera cuando Jesús acudió allá para la boda, y tanto los campos como las arboledas estarían plagados de flores. Los habitantes de la aldea sabían hacer los honores al vino, y probablemente darían tumbos en medio de un gran regocijo; y también Jesús debió de compartir sus risas entre trago y trago. En Lc. 7, 34, los enemigos de Jesús dicen a sus espaldas: «Ahí tenéis a un comilón y un borracho». Pero, aun admitiendo que no puede tomarse al pie de la letra este tipo de habladurías -ya que, según Stauffer, los judíos solían dedicar estos epítetos a cualquier persona que no fuera de su agrado-, sin embargo, el relato de las bodas de Caná nos permite pensar que a Jesús no le disgustaba en absoluto el mezclarse socialmente con otras personas.

No es puramente accidental que el Evangelio de Juan incluya en los mismos comienzos de la vida pública de Jesús este episodio de interés humano de las bodas de Caná, impregnado de un ambiente festivo y primaveral. Hay una clara intención de establecer un contraste con el invierno de austeridades transcurrido en la tremenda desolación de Judea. El relato pone de relieve cómo Jesús había superado las estrecheces del desierto y la imagen de un Dios malhumorado que propugnaban los miembros de las sectas que en dicho desierto habitaban. Jesús disfrutó plenamente la fiesta de bodas de los jóvenes novios, y merece la pena que nos detengamos en comparar su sonriente rostro (independientemente de los efectos de la bebida) con el semblante de Juan el Bautista, el hombre vestido con una piel de camello ceñida con una correa de cuero, que no dejaba de inculcar a la gente la idea de la ira de Dios. El relato nos desvela la radiante joie de vivre de un Jesús que ya había dejado atrás el desierto y la comunidad religiosa de Juan. Hunter da en el clavo cuando pregunta: «¿En qué se diferencia el mensaje profético de Jesús del de Juan?», y él mismo responde-. «En que la predicación de Juan se veía abrumada por la pesada carga de la antigua amenaza de una destrucción total, mientras que la predicación de Jesús era un canto de alegría». Parafraseando un versículo del Evangelio de Marcos, podríamos decir que el rostro de los discípulos de Juan el Bautista personificaba la sobriedad misma, mientras que los discípulos de Jesús daban la impresión de ser invitados a un banquete de bodas (Mc. 2, 18 ).

Pero hay otra razón por la que el Evangelio de Juan relata las bodas de Caná como un episodio significativo de la etapa inicial del ministerio de Jesús. Y la razón radica en el gesto simbólico de Jesús de «cambiar el agua en vino» durante el transcurso del banquete. Esta acción de Jesús, que el Evangelio describe como un milagro, en realidad nos permite intuir la relación existente entre Jesús y los discípulos. Los discípulos, reclutados de entre los seguidores de Juan, seguían creyendo que Jesús había de restaurar la pureza perdida de la religión judía, y que sería su jefe en la lucha contra la opresión romana; pero por parte de Jesús, este episodio acontecido durante las bodas sugiere que lo que él pretendía era hacer que el sueño tan excesivamente humano de los discípulos (el «agua») fuera ascendiendo gradualmente hasta el sublime nivel del propio mundo de Jesús (el «vino»).

Tras la estancia en Caná, Jesús cambió su residencia de Nazaret a Cafarnaún. Aunque los Sinópticos no dicen nada al respecto, el Evangelio de Juan refiere que, poco después de este traslado, Jesús hizo una rápida visita a Judea y Jerusalén. Según el relato, parece ser que Jesús siguió el método de Juan el Bautista de administrar el rito del bautismo. Sin embargo, lo cierto es que esta forma de proceder no era idea de Jesús cuanto de sus discípulos, que de ese modo no hacían más que proseguir con la práctica habitual en el grupo de Juan el Bautista. Con todo, Jesús siguió prestando su apoyo a Juan el Bautista al adoptar la normal actitud de éste sin ningún tipo de pretensiones, toda vez que aún no se hallaba decidido a revelar en público la especial índole de su propio carácter.

Entonces ocurrió. Sin previo aviso, el rey Herodes Antipas dio un golpe de efecto, mandando encarcelar a Juan el Bautista. Según Lc. 3, 19 ss., Juan fue arrestado por haber acusado abiertamente al rey de estar unido incestuosamente con Herodías, la mujer de su hermanastro Herodes Filipo 11 (4 a.C.-34 d.C.). La pareja había establecido relaciones durante una estancia de Herodes Antipas en Roma. Y, dado que la misma Herodías era hija de otro hermano de Herodes Antipas, ambos estaban emparentados además, desde el punto de vista legal, como tío y sobrina. Por otra parte, al estar casado con una hija de Aretas IV, rey de los árabes Nabateos, Antipas repudió a su esposa legítima con el fin de acceder a la nueva unión libre de vínculos legales. Sin embargo, independientemente de la acusación de Juan el Bautista, Herodes albergaba otro problema en lo más profundo de su corazón. En realidad, la acusación de Juan no hizo más que dar al rey un pretexto evidente para encarcelarlo. Flavio Josefo, historiador de la época, ha definido con toda claridad el asunto que verdaderamente inquietaba al rey Herodes Antipas:

Herodes temía que el influjo que Juan ejercía sobre la gente sencilla pudiera desembocar en la rebelión. Era del dominio público que el pueblo seguiría a Juan en cualquier acción que el mismo Juan quisiera proponerle. El rey consideró que lo más prudente era suprimir a Juan antes de que los temores se convirtieran en realidad, en lugar de esperar pasivamente la rebelión que, con toda seguridad, podía provocar, para no tener después que lamentarse por haber permitido el verse envuelto en dificultades. Por tanto, fue en virtud de los temores de Herodes por lo que Juan fue encarcelado en la fortaleza de Maqueronte, donde posteriormente fue ajusticiado. (Antigüedades Judaicas).

Por supuesto que al Bautista nunca se le había pasado por la mente la idea de una rebelión armada. Pero, aparte de lo que pudiera pensar el líder religioso, de hecho hay situaciones en las que el pueblo, una vez que ha establecido claramente quién es su líder, se ve arrastrado en la dirección más impensada con todo el empuje de una avalancha. Y del mismo modo que la figura de Jesús fue mal interpretada por sus discípulos, que veían en él a un caudillo nacionalista anti-romano, tampoco resulta extraño imaginar que gran parte de la gente sencilla pudiera pensar algo parecido acerca de Juan el Bautista. Resulta, además, que en aquellos mismos momentos, el año 30 de la era cristiana, Sejano, valido de la corte del emperador Tiberio, había iniciado una serie de acciones destinadas a poner en práctica lo que él creía que constituía la solución definitiva de Roma al problema judío. Pilato, gobernador de Judea, gozaba del favor de Sejano, y el rey Herodes Antipas era razonablemente sensible a la dificultad de la situación. Siendo, como era, temeroso de Roma, lógicamente tenía que ser también sumamente cauto en sus relaciones con Pilato y procurar verse libre de la más mínima sospecha de deslealtad. Nada más natural, por tanto, que el hecho de que le molestara la presencia de Juan el Bautista y de sus violentos secuaces galileos.

Lo que no dice Flavio Josefo, en tantas páginas como escribió, es quién sacaba más provecho de la difícil situación y de la incómoda postura de Herodes; me refiero a los dirigentes religiosos de Jerusalén. El «establishment» religioso había sido incapaz de hallar un pretexto legal para llevar a Juan ante los tribunales, a pesar de los informes presentados por la comisión investigadora que había sido enviada a interrogar al profeta; pero hay motivos para pensar que, de hecho, el Sanedrín alcanzó sus objetivos gracias a la acción emprendida por Herodes. El interés de ambas partes por su propia conservación explica perfectamente la coincidencia de miras entre el Sanedrín y Herodes Antipas.

Sería absurdo pensar que la fatal suerte de Juan el Bautista no suscitara una inquietud general que, naturalmente, tuvo que afectar a su discípulo favorito, Jesús. Esto explicaría por qué los Evangelios apenas dicen nada acerca de la evolución de Jesús durante sus primeros tiempos de actividad. Por otra parte, es posible que la difícil situación tenga algo que ver con el hecho de que Jesús, después de haberse trasladado con su madre a su nuevo hogar de Cafarnaún, junto al lago de Galilea, procediera a estar moviéndose constantemente de un lugar a otro, dentro de la parte septentrional de Judea.

¿Dónde se enteró Jesús de la noticia del arresto de Juan? Según Stauffer, Jesús se hallaba en Jerusalén, adonde había acudido para dar culto en el Templo y celebrar la fiesta de los Tabernáculos en el otoño del año 30. Dicha fiesta, que duraba toda una semana, había sido instituida para celebrar la memoria de los años de vida nómada que los antepasados habían pasado en el desierto, y para celebrar igualmente la cosecha de otoño.

Las ideas de Stauffer suelen ser un tanto arriesgadas, pero en este caso concreto no debemos desdeñar lo que dice acerca del modo en que los sacerdotes, los saduceos y los fariseos interrogaron a Jesús durante su estancia en Jerusalén, y cómo la vida de Jesús corría auténtico peligro (Jn. 5, 1 S). Para entonces los sacerdotes del «establishment» ya disponían de ciertos datos inquietantes acerca de Jesús, basados en los informes suministrados por su propia comisión investigadora.

El Sábado de aquella semana de fiestas, día consagrado al descanso, se hallaba Jesús dedicado, junto con sus discípulos, al cuidado de los enfermos que se congregaban junto a la Piscina de Betsaida, cerca de la Puerta de las Ovejas enclavada en las murallas de Jerusalén. Allí se reunían ciegos, paralíticos y tullidos porque, según una vieja leyenda, el primero que entrara en el agua después de que ésta fuera agitada bajo los efectos de una corriente intermitente, quedaría curado. Para los sacerdotes, especialmente para los sacerdotes fariseos, constituía un auténtico sacrilegio el cuidar a los enfermos ignorando el Sábado, día en que la Ley de la Toráh prohibía todo tipo de trabajo.

Pues bien, con este pretexto se aprestaron a urdir la puesta en escena de un proceso contra Jesús. Su objetivo no era otro que el de aprovechar la magnífica oportunidad que les brindaba el arresto de Juan el Bautista para detener también a su discípulo favorito. Hay un pasaje en el tercer capítulo del Evangelio de Juan (vv. 17-47) que refleja el tenor de sus preguntas y las respuestas de Jesús en aquella ocasión. A pesar de todo, no lograron dar con ningún cargo concreto por el que poder acusarle, y los sacerdotes que detentaban el poder no tuvieron más remedio que dejarle en libertad.

Juan el Bautista no tuvo tanta suerte. Había caído en la trampa que le había tendido Herodes Antipas mientras se hallaba bautizando en Ainón, cerca de Salim. Se le arrestó y fue encarcelado en la fortaleza de Maqueronte, situada en los confines de los dominios del rey. Por desgracia, en ninguna de las ocasiones en que he visitado los diversos lugares bíblicos, he tenido la oportunidad de acercarme hasta allá, pero Daniel-Rops hace de aquel lugar la siguiente descripción:

Maqueronte no es en la actualidad más que un montón de ruinas en la meseta de Moab que se extiende hacia el Este, en dirección al Desierto, pero que, hacia el Oeste, desciende en vertical sobre el profundísimo cañón del Mar Muerto. Antiguamente existió allí una ciudad que era, prácticamente, paso obligado para las caravanas; pero no se conserva nada de ella, a excepción de los restos de una antigua calzada, las ruinas de unas cuantas casas y los cimientos de un templo dedicado al Sol. Sin embargo, sobre la escarpada cima de una colina próxima todavía se pueden contemplar los vestigios de la fortaleza en la que el Precursor acabó sus días... Los cimientos de la muralla circundante también son aún visibles, y en el centro hay un profundo pozo, una cisterna y dos torretas, en una de las cuales pueden verse aún los agujeros practicados en la sillería que albergaban las argollas a las que estaban encadenados los prisioneros.

La muerte de Juan el Bautista debió, sin duda, de entristecer profundamente a Jesús, y ciertamente le hizo intuir de qué modo habría de proceder en adelante. De esta serie de acontecimientos dedujo Jesús cómo es posible que, una vez que un líder pone en movimiento a las masas, éstas pueden después arrollarlo y moverse en una dirección contraria a la que él pretendía. Desde aquel momento comienza a advertirse una cierta y prudente preocupación en el trato de Jesús con sus discípulos; y lo más probable es que se propusiera conscientemente evitar, en la medida de lo posible, un destino semejante al de Juan el Bautista.

Tras su peligrosa estancia en Jerusalén para la fiesta de los Tabernáculos, Jesús decidió regresar a Galilea pasando por Samaría, para evitar la ruta acostumbrada que, partiendo de Jerusalén, atravesaba Jericó para seguir después a lo largo del río Jordán. Se me ocurren dos razones para ello: Por una parte, es cierto que los samaritanos albergaban sentimientos hostiles contra los judíos, en lo que eran claramente correspondidos por éstos, que consideraban a los samaritanos como herejes y, por tanto, más despreciables aún que los mismos paganos. De hecho, los judíos solían decir que «el agua de Samaría está más sucia que las lavazas de los cerdos». Sin embargo, Jesús pudo haber pensado que Samaría era, para él y su grupo, una solución más segura que la ruta habitual, donde podían ser perseguidos como amigos de Juan el Bautista.

Pero hay otra razón. Lo que movió a Jesús a regresar a casa por Samaría era algo más que el deseo de evitar el fuerte calor veraniego del valle del Jordán o la idea de su seguridad personal. Lo que pretendía, más bien, era lo que después haría a lo largo de su vida: al escoger aquella ruta, Jesús deseaba demostrar a sus discípulos la excelsa caridad que le impulsaba a sentir predilección por los desheredados del mundo, por las almas de todos los seres despreciados y rechazados. Este viaje era un aspecto más de su característica oposición a los poderosos de Jerusalén, tan rigurosos con la observancia del Sábado y otros detalles semejantes de la Ley, pero a la vez tan insensibles a la caridad.

El camino que atravesaba Samaría, desde Bethel a Engannim, pasando por Siquem, era una ruta que evitaban los judíos, por la sencilla razón de que los samaritanos, a su vez, odiaban realmente a los judíos y, consiguientemente, existía siempre el peligro de un deseo de venganza.

Pero la parábola evangélica del Buen Samaritano (Lc. 10, 30 ss.) y el episodio de los samaritanos leprosos (Lc. 17, 1 1 ss.) demuestran que en Jesús no había huellas de ese inveterado sentimiento judío.

Después de una caminata de cincuenta kilómetros, Jesús y sus discípulos llegaron un mediodía a la ciudad de Siquem. Actualmente, Siquem es una remota aldea en la que lo único digno de mención es la perspectiva frontal del desolado Monte Garizim. Mientras los discípulos iban en busca de algo que comer, Jesús se dirigió a una mujer, a la que pidió que le diera de beber.

«Créenle, mujer», le dijo Jesús. «(Aunque vosotros adoráis aquí, en el Monte Garizim), llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre.»

Evidentemente, estas palabras equivalían a una declaración que habría sido considerada blasfema por los que detentaban el poder en el Templo Santo de Jerusalén. Sin embargo, constituyen la primera proclamación, por parte de Jesús, de que poseemos algo más sagrado, más sublime y más profundo que el mismo Templo: poseemos al Dios del amor.

Lo que aquí llama especialmente la atención es que Jesús aproveche la momentánea ausencia de sus discípulos para confiarse a aquella mujer samaritana despreciada por los judíos y que, además, llevaba una vida de pobreza y de infamia. Sus palabras no eran para ser oídas por los discípulos. Jesús era consciente de que aún no había sido superada la distancia que le separaba de ellos. Por eso reveló su interioridad a aquella mujer samaritana despreciada por los judíos, y no a sus discípulos.

Jesús se detuvo dos días en el territorio de Samaría. Pero durante ese tiempo, ¿acaso Jesús fue consciente de que habría de llegar un día en que los samaritanos, a quienes había tratado tan afablemente, le darían la espalda y se negarían a hospedarle por una noche (Lc. 9, 51 ss.)?

Sea como fuere, a excepción del breve relato que aparece en el Evangelio de Juan acerca de este primer período, los demás Evangelios apenas dicen nada al respecto. ¿Por qué razón? Pienso que los evangelistas, en el momento de redactar sus escritos, estaban muy preocupados por las relaciones entre la incipiente Iglesia Cristiana y el mundo romano. El Evangelio de Marcos, considerado como el más antiguo, debió de ser redactado entre los años 65 y 75, poco después de que Roma, en un supremo esfuerzo, hubiera logrado sofocar una rebelión judía que había durado cuatro años y, en consecuencia, el resentimiento romano contra los judíos era más fuerte que nunca. Podría haber sucedido perfectamente que el evangelista Marcos hubiera decidido, en la medida de lo posible, omitir de su relato de la vida de Jesús cualesquiera hechos relacionados con el movimiento nacionalista, especialmente la conexión que pudiera haber entre los cristianos y el partido de los Zelotes, causantes estos últimos de la revuelta judía; y todo ello con el propósito de evitar una acción de Roma destinada a suprimir a la Iglesia naciente. Estas mismas consideraciones pueden haber sido el motivo que impulsó a todos los evangelistas a tratar de minimizar el movimiento de Juan el Bautista y a omitir en absoluto toda mención de los Esenios.

Pero hoy no podemos permitirnos ignorar el contexto en el que comenzó la actividad de Jesús, y que relaciona a éste con las actividades del Bautista y con el movimiento de los ultra-nacionalistas. Pero, cuanto más difusos al respecto tienden a ser los evangelistas, tanto más importante parece ser ese trasfondo para el lector actual.

La deplorable muerte de Juan el Bautista dejó una profunda señal en el corazón de Jesús. Desde entonces, los discípulos comenzaron a ver en Jesús a un segundo Bautista. Lo que expresaban sus ojos al ver a Jesús era lo mismo que habían expresado cuando veían a Juan. Por otra parte, el trágico final de Juan el Bautista produjo en los líderes religiosos de Jerusalén una sensación de victoria; pero tal sensación sólo sería momentánea, porque los atávicos sentimientos del pueblo sencillo, especialmente de los galileos, conservaban el mismo calor que el rescoldo bajo las cenizas.