El padrenuestro

En la ladera del Monte de los olivos hay una basílica que no destaca precisamente por su belleza. Pero en la que el corazón del visitante se siente conmovido. Muchas generaciones han pasado por ella. Millones de creyentes han abierto allí sus labios en oración. Aquí construyeron Constantino y Elena, según nos cuenta Eusebio, una grandiosa basílica de tres naves, atrio porticado y con un grandioso peristilo que miraba a Jerusalén. A su lado se levantó un cenobio en el que habitaron más de mil monjes en los primeros siglos del cristianismo. Destruida primero por los persas y reconstruida más tarde por los cruzados, guarda en sus cimientos, como una preciosa perla, una misteriosa gruta. En ella, según la tradición, habría Jesús enseñado a orar a sus discípulos. Allí habrían sonado por vez primera las sagradas palabras del padrenuestro.

En el vecino claustro unas dulces monjas carmelitas enseñan hoy al visitante la colección de lápidas de azulejo que trascriben la oración del Señor en cuarenta y tres idiomas. Son lápidas de mediano gusto y están llenas de errores. La castellana escribe «hoy» sin hache; «así» con dos eses; dice «dexes» en lugar de «dejes»; pone «tentación» con ese y escribe «regno» en lugar de «reino». Tal vez el copista decimonónico, no muy conocedor de nuestro idioma, tomó la oración de algún libro impreso en el siglo XVII.

Pero lo que conmueve al visitante es tocar en este claustro la ecumenicidad de esa oración que tantas veces pasa inadvertida por nuestros labios y que allí, de pronto, se siente como el más profundo contacto que los hombres han tenido jamás con Dios.

El guía que nos acompaña desarrolla muchos argumentos para probarnos que fue precisamente en este lugar donde Jesús la enseñó a sus discípulos. Nos habla de la antigüedad de la tradición que señala este sitio; nos dice que aquí encontró Niccoló de Poggibonsi, un peregrino italiano del medioevo, una antiquísima lápida con el texto del padrenuestro en memoria del lugar donde se pronunció.

Y el peregrino de hoy, mientras oye a su guía, comienza a darse cuenta de que no es importante saber si se pronunció aquí o allí. Lo único milagroso, exaltante y enorme es el hecho de que esas palabras se pronunciaran, de que ese tesoro fuese un día puesto en nuestras manos de hombres. Con ellas, como diría Peguy, se nos revelaba «el secreto mismo de Dios, el secreto mismo del juicio».

Desde aquel día las relaciones entre Dios y los hombres ya no serían las mismas. Algo giraba, algo definitivo y terrible. Se abría una puerta directamente sobre el mismo corazón de Dios, una puerta que ya no se cerraría nunca.

Dirá Peguy poniéndolo en la boca del Padre:

Bien sabía lo que hacía mi Hijo Jesús cuando puso entre los hombres y yo esas tres o cuatro palabras del padrenuestro como una barrera que mi cólera y mi justicia no franquearán jamás. Pero ¿cómo querrán que les juzgue yo ahora después de eso? «Padre nuestro que estás en los cielos». ¡Bien sabía mi Hijo Jesús lo que había que hacer para atar los brazos de mi justicia y desatar los de mi misericordia! Así que ya no tengo más remedio que juzgar a los hombres como juzga un padre a sus hijos. Y ¡ya se sabe cómo juzgan los padres!

Sí, algo definitivo y enorme ocurrió en el mundo aquel día en el que Jesús anunció a los hombres que Dios era su padre y les invitó a tratarle como tal. Hasta entonces los hombres se habían inventado dioses tan aburridos como ellos, serios y solemnes faraones, dioses que se encolerizaban cuando un hombre encendía una cerilla en sábado o cuando se olvidaba de hacer una genuflexión ante los altares, dioses a quienes había que engatusar con becerros bien cebados.

Y he aquí que, de pronto, Dios bajaba —¿o subía? a ser padre
del hombre, convertía la religiosidad en una historia de amor, se ponía «a nuestra altura». No tronaba desde la zarza ardiente, ni había que descalzarse en su presencia. Bastaba, simplemente, con descalzar el alma. Adorarle era sinónimo de amarle. El mejor de los inciensos era sencillamente comenzar a sentirse hijo suyo. Orar era como tender la mano, como entrar en una casa caliente. Era... como si hubiera nacido un «nuevo» Dios.

Aquel día, en verdad, giró la historia del mundo. Si los hombres no se dieron cuenta es sólo porque la ceguera parece ser la parte más ancha de nuestra naturaleza.

Una larga historia de oración

La oración no nació, en realidad, aquel día. En todas las páginas de la historia de las que tenemos memoria existe un hombre que se vuelve a Dios y conversa con él. El hombre primitivo vivía con los ojos levantados a lo alto. Los testimonios que tenemos de él nos le muestran más en diálogo —oración, sacrificios— con Dios que con sus mismos prójimos. Y el ambiente en que Jesús se movió, lo hemos visto ya en capítulos anteriores, era radicalmente un ambiente empapado de oración. El judío piadoso oraba casi tanto como vivía.

Pero ¡qué mundo más diferente el de la complicada, retórica, oración de sus contemporáneos y la deslumbradora sencillez de la oración de Jesús!

Tal vez, aunque se trate de un texto muy largo, valga la pena recoger aquí, para situar la novedad que Jesús aporta, la oración que cada día debía recitar el judío piadoso y que fue sin duda el alimento espiritual de Jesús y de todos cuantos por primera vez le oyeron su novísima plegaria.

Era la llamada de las Dieciocho bendiciones (Schemone Esre) que rezan aún hoy, con más añadidos, los hebreos religiosos. Jesús la recitó, sin duda, centenares y aún millares de veces. Dice así:

Bendito seas, Eterno. Dios nuestro y de nuestros padres, Dios grande, esforzado y terrible, Dios altísimo, que recompensas con tus mercedes y todo lo posees y recuerdas las gracias de los padres y aportarás con amor en tu nombre un redentor a los ojos de sus hijos. Bendito seas, Eterno, Rey que ayuda, libera y defiende, defensor de Abraham. Tú sirves siempre, Señor, revives a los muertos y eres grande en la liberación. Tú fomentas la vida con misericordia y resucitas a los muertos con gran piedad; tú sostienes a los caídos y curas a los enfermos y desatas a los encadenados y guardas fidelidad a los que duermen en el polvo. ¿Quién es dueño, como tú, de la fuerza y quién se te parece, Rey que matas y resucitas y haces crecer la liberación? Tú eres santo y santo es tu nombre y los santos te alabarán siempre y cada día. ¡Bendito seas, Eterno, Dios santo!

Tú gratificas al hombre con el conocimiento y enseñas al mortal la comprensión; que tu gracia nos dé el conocimiento y la comprensión y el discernimiento. Bendito seas, Eterno, que gratificas con el conocimiento. Haznos volver a la torá, y acércanos a tu servicio, Rey nuestro, y haznos volver el rostro hacia adelante con íntegro arrepentimiento. Bendito seas, Eterno, que tanto perdonas. Mira nuestra miseria y defiende nuestra causa y libéranos pronto, en favor de tu nombre, pues tú eres un redentor poderoso. Bendito seas, Redentor de Israel.

Cúranos, Eterno, y nos curaremos; libéranos y nos liberaremos, pues tú eres nuestra alabanza y haz que la completa curación arranque todas nuestras llagas, pues tú eres el Eterno, Rey sanador, fiel y compasivo. Bendice bondadoso sobre nosotros, Eterno, Dios nuestro, este año y sus productos de toda especie, y pon tu bendición sobre la faz de la tierra; sácianos con tu bondad y bendice nuestros años como años buenos. Bendícenos, Eterno, bendecidor de los años.

Que no haya esperanza para los calumniadores; que toda maldad se pierda en un instante, que todos tus enemigos sean suprimidos; desarraiga y quebranta y destruye y somete, pronto y en nuestros días, a la realeza del mal. Bendito seas, Eterno, que quebrantas a los enemigos y sometes a los malvados. Que tus piedades se muevan sobre los justos y sobre los piadosos y sobre los ancianos de la casa de Israel, tu pueblo, y sobre lo que queda de sus escribas y sobre los prosélitos de equidad y sobre nosotros todos, Eterno, Dios nuestro y de nuestros padres, quienes pusieron su confianza desde siempre en tu nombre y en verdad, y pon con ellos para siempre nuestra parte, a fin de que no seamos avergonzados, pues tuvimos confianza en ti. Bendito seas, Eterno, apoyo y confianza de los justos.

Escucha nuestra voz, Eterno, Dios nuestro, ten caridad y piedad de nosotros y recibe nuestra plegaria con piedad y voluntad, pues tú eres el Eterno, que oyes las plegarias y las súplicas; y no nos hagas volver con las manos vacías delante de tu faz, Rey nuestro, pues escuchas con piedad las plegarias de tu pueblo, Israel. Bendito seas, Eterno, Dios nuestro y de nuestros padres, desde siempre y por la eternidad; que eres creador de nuestra vida y escudo de nuestra liberación, de generaciones en generaciones. Gracias te damos y referiremos tu alabanza, por nuestras vidas, puestas entre tus manos, y por nuestras almas, en ti depositadas, y por tus milagros que cada día son con nosotros, y por tus hazañas y tus beneficios, que haces tú en todo tiempo, por la mañana y por la tarde, a mediodía y por la noche.

No carece esta oración de belleza. Y la imagen de Dios que encierra es infinitamente más limpia que la que nos trasmiten muchas de las oraciones de los paganos o de las demás religiones contemporáneas. Yahvé es alguien próximo a quien reza esa oración, es un Dios único, salvador y redentor, un Dios justo y misericordioso con su pueblo elegido. Pero ¡qué lejanos estamos aún de la ternura, de la sencillez, de la trasparencia filial del padrenuestro! Las Dieciocho bendiciones son doce veces más largas que la oración dominical en su versión más amplia, pero dicen muchísimo menos que ella. En la oración judía hay no poco de retórica, exclusivismos, afanes de venganza contra los enemigos. Todo un mundo de impureza que desaparecerá en la palabra de Jesús. Si quienes la escucharon por primera vez tenían el alma despierta tuvieron que darse cuenta de que aquello nada tenía que ver con cuantas oraciones conocían, un nuevo universo espiritual se abría ante sus ojos.

Las dos versiones

Si nos acercamos a los textos evangélicos no nos es fácil saber cuándo y cómo pronunció por primera vez Jesús el padrenuestro. Mateo coloca la oración dentro del sermón de la montaña. Jesús acaba de decir a sus apóstoles que no sean como los fariseos, que no se preocupen más de las apariencias que del corazón. Les ha dicho también que no usen la palabrería de los paganos y aun la de los mismos judíos contemporáneos suyos. Y es entonces cuando, sin que los apóstoles pidan nada, les enseña él espontáneamente cómo deben orar.

Lucas coloca, en cambio, la escena poco después de la estancia de Jesús en Betania, en casa de Marta y María. Nada dice del lugar. Dice sólo que «estaba en cierto lugar orando...» ¿Puede pensarse que este lugar fuese el Monte de los olivos donde Jesús se retiraba con frecuencia a orar y que está en el camino entre Betania y Jerusalén? Así lo ha interpretado la tradición, que coloca esta plegaria de Jesús cerca de la Ciudad Santa y en el último año de la vida de Cristo.

Pero ¿es verosímil que Jesús no enseñase antes a orar a sus discípulos? La oración era algo muy fundamental para él, parte importantísima en el aprendizaje espiritual de los apóstoles. ¿Podríamos pensar, entonces, que tal vez Jesús repitió varias veces esta oración para que sus apóstoles la aprendieran bien, y que Mateo y Lucas la sitúan en dos de estos distintos momentos? No parece improbable.

La dificultad crece si tenemos en cuenta que ambos evangelistas trasmiten también dos versiones distintas de la oración del Señor. Idénticas en su sustancia, la versión de Mateo es más larga y elaborada, más adornada y rotunda en sus frases. La de Lucas es más seca, restallante y concisa.

¿Es que Jesús pronunció de manera parcialmente distinta su oración en ambas ocasiones? ¿Y en caso de que las variantes se deban a diferencias en la trasmisión ¿cuál sería el texto primitivo? ¿Sería el de Lucas al que luego los cristianos, a la hora de trasmitírselo de unos a otros, habrían añadido leves perífrasis? O, por el contrario ¿el original más antiguo sería el de Mateo, recortado después, por olvidos en la tradición que recoge Lucas? Las tres hipótesis tienen razones a favor y razones en contra y los científicos se dividen en su respuesta. Dos hechos hay solamente ciertos: que las diferencias entre uno y otro texto son en realidad muy pequeñas y accidentales, y que en la práctica de la oración de la Iglesia se impuso enseguida y permanece hasta hoy el texto de Mateo, tal vez, precisamente, por ser más rotundo y estar más adornado. Científicamente es dificil llegar más allá en nuestras averiguaciones.

La oración peligrosa

Sí sabemos, sin embargo, la enorme importancia que esta oración tuvo en la Iglesia primitiva y el respeto de que la rodearon los primeros cristianos. Era, en primer lugar, oración que no se entregaba ni enseñaba a todos. Rezarla constituía un privilegio que sólo se otorgaba a los ya bautizados. Era lo último que se enseñaba a los catecúmenos, en la misma víspera de su bautismo. Era como la máxima y más preciada joya de la fe.

Y aun los cristianos bautizados reservaban el rezo de esta oración para el momento más alto de la misa. Y la hacían preceder de fórmulas que señalaban su respeto. En la liturgia oriental de Crisóstomo se dice como introducción al padrenuestro: Dígnate, oh Señor, concedernos que gozosos y sin temeridad, nos atrevamos a invocarle a ti, Dios celestial, como a Padre, y que digamos: padrenuestro... En la liturgia romana aún hoy el sacerdote precede la oración con la frase: nos atrevemos a decir, reconociendo la enorme audacia que hay en su contenido.

No ocurre así con el creyente de hoy. El padrenuestro es la primera oración que aprendemos de niños y hemos terminado por no saber ni lo que supone, ni lo que encierra. J. M. Cabodevilla ha escrito con certero realismo:

Digo: «Dios es mi padre» y es como si dijera: «París es la capital de Francia». Lo digo con el mismo tono de voz, con la misma rutina con que se enuncian las verdades escolares, con la misma irresponsabilidad, con la misma convicción. Digo: «Dios es mi padre» y no experimento emoción alguna. Ni ternura, ni agradecimiento, ni alegría, ni orgullo. Y, bien mirado, habría razón sobrada para morir, en ese momento, de ternura, de agradecimiento, de alegría, y también de terror, de orgullo, y también de vergüenza.

Sucede con el padrenuestro como con la casa donde nacimos: que de tanto verla no la hemos visto nunca. Es parte de nuestra retina, de nuestra sangre. Ya no nos dice nada. Como una moneda que, de tan usada, ha perdido completamente su relieve. El rostro que representaba es ya una superficie lisa imposible de adivinar.

Así es como «la oración peligrosa» de los primeros cristianos se ha convertido en la oración rutinaria de los últimos. Tendríamos hoy que reconquistarla como quien descubre un continente o conquista en guerra una montaña. Tendríamos que volver a sentirnos como aquellos apóstoles que un día feliz oyeron de los labios de Jesús esas 58 palabras que son, en frase de Tertuliano, resumen de todo el evangelio.

La oración de la liberación integral

Antes aún de comenzar el análisis del contenido de cada palabra, debemos detenernos en dos miradas sobre su conjunto.

La primera para repetir que esa idea del padrenuestro como resumen de todo el evangelio no es una frase retórica. Efectivamente en sus pocas palabras se ofrece toda una síntesis de las correctas relaciones entre Dios y el hombre y de cuál es, consiguientemente, la liberación integral que Jesús nos promete.

Así lo subraya Leonardo Boff:

En la oración del Señor encontramos prácticamente la correcta relación entre Dios y el hombre, el cielo y la tierra, lo religioso y lo político, manteniendo la unidad del único proceso. La primera parte dice respecto a la causa de Dios: el Padre, la santificación de su nombre, su reinado, su voluntad santa. La segunda parte concierne a la causa del hombre: el pan necesario, el perdón indispensable, la tentación siempre presente y el mal continuamente amenazador. Entrambas partes constituyen la misma y única oración de Jesús. Dios no se interesa sólo de lo que es suyo —el nombre, el reinado, la voluntad divina— sino que se preocupa también por lo que es del hombre —el pan, el perdón, la tentación, el mal—. E igualmente el hombre: no sólo se apega a lo que le importa —el pan, el perdón, la tentación, el mal—, sino que se abre también a lo concerniente al Padre: la santificación de su nombre, la llegada de su reinado, la realización de su voluntad.

Así es como el padrenuestro no separa lo que Dios ha unido: la causa de Dios y la causa del hombre son, después de la encarnación, una única causa. Separarlas es mutilar a las dos. Olvidar a Dios por los problemas de la tierra, es ofender a Dios y quitar su último sentido a los problemas de esa misma tierra por la que decimos preocuparnos. Y creer que adoramos a Dios, dejando de lado el combate cotidiano de este mundo, sería adorar a otro ídolo que poco tiene que ver con el Dios verdadero, y conseguir, de paso, que algunos se olviden de ese

Dios auténtico a quien nuestra falsa piedad convertiría en alienador y antimundano.

Por eso decimos que el padrenuestro es la oración de la liberación «integral»: porque en él se resume perfectamente esa «doble» apuesta de todo creyente.

Un segundo dato que quisiéramos subrayar es que el padrenuestro es la prueba del nueve de que la oración no es una fuga, una coartada para huir del combate del mundo. Al contrario: es una plegaria de un realismo total, que resume el dramatismo de la condición humana y, al mismo tiempo, abre las puertas a la esperanza y la alegría en que culminará todo combate auténtico del creyente. Volvamos a dar la palabra a Leonardo Boff:

La realidad implicada en el padrenuestro no se presenta color de rosa, sino extremadamente conflictiva. En ella chocan el reinado de Dios y el reinado de Satanás. El Padre está cercano (nuestro) pero también lejano (en los cielos). En la boca de los hombres hay blasfemias, y por eso es preciso santificar el nombre de Dios. En el mundo impera toda suerte de maldades que exasperan el ansia de la venida del reinado de Dios que es de justicia, de amor y de paz. La voluntad de Dios es desobedecida, e importa realizarla en nuestras obras. Pedimos el pan necesario porque muchos, por el contrario, no lo tienen. Imploramos que Dios nos perdone todas las interrupciones de la fraternidad porque, si no, somos incapaces de perdonar a quien nos ha ofendido.

Suplicamos fuerzas contra las tentaciones, pues, de otro modo, caeremos miserablemente. Gritamos que nos libre del mal, porque, de lo contrario, apostatamos definitivamente. Y, sin embargo, a pesar de esta densa conflictividad, la oración del Señor está transida de un aura de confianza alegre y de sereno abandono, porque todo ese contenido conflictivo —integralmente— se vuelve encuentro con el Padre.

Ni fuga, pues, ni vaselina. La oración cristiana planta su tienda de campaña en el mismo centro del combate humano. Y es profundamente significativo pensar que Jesús, a la hora de ofrecernos el último y más profundo resumen de su pensamiento, no lo haya hecho en un tratado teórico, en un sermón intelectual, sino en una oración.

Ante un mundo que sufre, son muchos los que no encuentran otra respuesta que la blasfemia contra el Dios que lo hizo. Otros apuestan por teorías filosóficas o económicas con las que esperan cambiarlo. Los más, se entregan a una pasiva resignación unida a un hedonismo dispuesto a gozar avaramente de las pocas alegrías que parecen quedarnos. La respuesta de Jesús es la oración unida a la lucha cotidiana.

Valdrá la pena acercarnos a su respuesta, palabra por palabra.

Padre

Y el primer asombro está ya en la primera palabra. El mayor asombro. ¿Es acaso normal que el hombre se vuelva a Dios —el todopoderoso, el creador de los mundos— llamándole sencillamente «padre»?

Padre, sin más. Es esta una de esas palabras totales que se empequeñecen si se les añade un adjetivo. Decir «padre bondadoso» es mucho menos que decir sencillamente «padre». Decir «padre amante» es usar un pleonasmo estéril y retórico. El que es padre lo es del todo y con todas las consecuencias.

Es más: «el que es padre es padre ante todo, y el que ha sido una vez padre ya no podrá ser nunca más que padre» como escribió Peguy. No se puede ser «un poco padre», como no se puede ser «muy padre». Se es o no se es, sin añadidos.

Porque aquí no se dice que Dios nos ame «como un padre», o que actúe «paternalmente» con nosotros. Se dice rotundamente que es en verdad nuestro padre.

Tampoco se dice que Dios sea para nosotros «como nuestros padres», que, en su amor, se parezca a los padres humanos. Más bien habría que decir que son los padres humanos los que participan de su paternidad, los que se parecen a él en eso de ser padres.

Dios es incluso, para nosotros, padre antes que Dios. El primer mandamiento de la ley no dice: «Adorarás al Señor tu Dios», sino «Amarás al Señor tu Dios». El señorío va detrás del amor, detrás de la paternidad.

Y no sólo es padre porque nos hizo, porque nos creó. Decimos que el carpintero es autor de la mesa que hace, pero no es su padre. El artista se atreve a llamar «hijas» a las obras que crea. Pero él sabe que no es padre de sus estatuas, de sus cuadros, ni de sus poemas. La paternidad es una participación aún más total de la misma vida por el padre y el hijo.

Y nos confundimos si creemos que la paternidad de Dios sea menor porque se nos llame «hijos adoptivos» de Dios. Esta frase, que quiere simplemente señalar la distinción entre nuestra filiación y la del Unigénito, puede prestarse a confusiones. Entre los hombres, un padre adoptivo no es padre verdadero del adoptado; éste no participa verdaderamente de su vida, aun cuando participe de su amor. La adopción divina es una auténtica entrega de la misma vida de Dios. Mirad—dice san Juan— qué amor singular nos ha concedido el Padre: que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos (1 Jn 3, 1).

Ante esta idea de llamar «padre» a Dios los santos saltaban de gozo. Nosotros nos hemos acostumbrado. Pero —como escribe Schürmann— esta forma de dirigirse a Dios no es tan evidente como alguien podría suponer. Hacía falta que Jesús nos diera su permiso y nos alentara para invocar a Dios con esta palabra «padre», tan íntima y familiar. Podríamos, incluso, decir que ésta fue la gran revelación que nos hizo Jesús.

No porque él fuera el primero en usarla, sino porque la usó en un modo y una forma que jamás nadie había empleado. En realidad ya en el antiguo Oriente, y desde el segundo y aun tercer milenio antes de Cristo, los hombres hablaban de la paternidad de Dios. En oraciones sumerias anteriores a Moisés y los profetas encontramos la invocación de «padre» a Dios. En el Himno de Ur a Sin, divinidad de la luna, se habla de él como de un «padre magnifico y misericordioso, en cuya mano está la vida de la nación entera». Y en catorce pasajes del antiguo testamento oímos denominar a Dios como padre y al pueblo de Israel como hijo suyo.

Pero esta invocación toma un carácter completamente distinto en el nuevo testamento. Aparte de multiplicarse el número de veces que se usa esta palabra (sólo en los evangelios son 170) nos encontramos con que, en las oraciones de Jesús y en el comienzo del padrenuestro, se usa un vocablo que jamás se había dirigido a Dios: Abba.

Ya hemos comentado en otro lugar de esta obra el especialísimo sentido de esta locución. Abba era el nombre que el niño pequeñito dirigía a su padre. El Talmud escribe: Cuando un niño prueba el gusto del cereal (es decir: cuando lo destetan) aprende a decir abba e imma (papá y mamá). Abba e imma son, pues, las primeras palabras que elniño balbucea. Nadie antes de Jesús se había atrevido a dirigir a Dios una palabra de uso tan íntimo y familiar. Jesús en cambio, en su vida, usa siempre esa palabra y ésa es la que coloca al comienzo de la oración que pone en nuestros labios: con ella nos introduce en una familiaridad con Dios que jamás nadie había sospechado. Es la total confianza. Dios no es para nosotros sólo un «padre» más o menos metafórico, es lo que el «papá» para el bebé que aprende a balbucear. ¿No es acaso esto un giro decisivo en la historia de las relaciones del hombre con Dios?

¿Hacia un mundo de huérfanos?

Pero, antes de proseguir, no podemos esquivar una pregunta: ¿No es hoy especialmente dificil rezar el padrenuestro? ¿No es acaso cierto que —como afirmaba el famoso libro de Mitscherlich— estamos en camino hacia una sociedad sin padre?

Si el lector me permite citar una experiencia personal, recordaré que yo he sido durante quince años capellán de un colegio de huérfanas de periodistas y, por ello, en su casi totalidad de huérfanas de padre. Y, dado que mi espiritualidad personal se ha centrado siempre en el concepto de paternidad de Dios, me encontraba con tremenda frecuencia con una gran dificultad para hablar de Dios a aquellas niñas: cada vez que les hablaba del Dios-Padre que nos ama, alguna pequeña llenaba sus ojos de lágrimas. Ellas vivían el concepto de paternidad como ausencia, como vacío, como dolor inexplicable.

Por otro lado, en una civilización en la que tantos muchachos se escapan de sus casas, porque conciben la paternidad como opresión y la verdadera vida como liberación de esa paternidad, para ellos opresora, ¿cómo pedir a esos jóvenes que recen con serena confianza y alegría a un super-padre-Dios?

Seríamos ingenuos olvidando que la vieja sociedad patriarcal está en quiebra. Y que los grandes ataques a la religión en nuestro siglo se han centrado, precisamente, en la idea de que Dios es, simplemente, la suplencia del «miedo a la libertad» (Nietzsche) o del «deseo de protección» (Freud). ¿Es, como este último afirmaba, la religión una «neurosis infantil colectiva y Dios una proyección compensadora del sentimiento de desamparo infantil»? ¿Es la religión, como piensa Marx, el refugio en un padre lejano e inexistente, para huir del choque con los mucho más reales hermanos que nos rodean? ¿No será, entonces, el padrenuestro el símbolo de esa religión evasiva, la apuesta por una cultura, por una sociedad superada en un mundo más libre?

Es bueno —creo— plantearnos los problemas así, sin rodeos, porque, efectivamente, puede darse una, forma patológica de vivir la fe en Dios como evasión del sufrimiento de este mundo y como búsqueda insaciada de consuelo (Boff).

Por ello, será muy importante aclarar que en el padrenuestro hablamos de la paternidad tal y como la vivió Cristo respecto a su Padre. Y la vivió, en primer lugar, como un hombre maduro. Con la confianza de los niños, pero también con la decisión de los adultos. Y la vivió como un hombre libre. En Jesús, jamás la unión con su Padre es una dependencia alienadora. No le disminuye, le multiplica; le engrandece; le da sus verdaderas dimensiones como Dios y como hombre completo. Y es precisamente esta unión con la paternidad la que le abre hacia sus hermanos. Está ligado a los hombres, porque se sabe unido a Dios. Desunirse de Dios no sólo no le permitiría una mayor entrega a la lucha humana, sino que quitaría a ésta todo su verdadero sentido.

Una advertencia más. Tampoco esta idea de paternidad es un tributo a la masculinidad de la civilización que vivió Jesús. Al llamar Padre a Dios no estamos divinizando al sexo masculino y olvidando o minusvalorando la feminidad. Lo esencial de la paternidad de Dios no es la masculinidad, sino el amor. Un amor que los propios libros sagrados definen con frecuencia como maternal: Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo (Is 66, 13). ¿Puede acaso una madre olvidarse de su mamoncillo, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaría (Is 49, 14). Por eso no exageraba el papa Juan Pablo 1 cuando afirmaba tajantemente que Dios es Padre y, todavía más, madre.

Así es como los ojos del cristiano, al rezar el padrenuestro, no miran hacia civilizaciones pasadas. Interpretan las mejores aspiraciones de nuestra cultura. No imponen un padre opresor o un machismo grotesco. Pero sí vuelven a dar sentido a tanto huérfano que confundió su libertad con un mundo de egoísmo sin amor.

Nuestro

Si es cierto –como decíamos-- que cualquier adjetivo calificativo añadido al sustantivo «padre», lo rebaja más que concretarlo o subrayarlo, no ocurre lo mismo con el pronombre «nuestro». Esta es, en realidad, la única palabra que añadida al concepto de paternidad la amplía y engrandece.

En la oración de Jesús ese pronombre es absolutamente sustancial. Algunas lenguas como el francés o el inglés (Notre Pére, Our Father) lo ponen incluso delante de la palabra Padre. Ciertamente, una oración que empezase por «Padre mío» ni sería cristiana, ni se referiría al Dios verdadero.

Porque, en este caso, el plural es superior y anterior al singular. No es que Dios sea Padre nuestro, de todos, porque antes es padre de cada uno de nosotros. Al contrario: es padre mío porque, antes, es padre de todos. No se entra en la comunidad humana porque se sea, antes, hijo de Dios; sino que se es hijo de Dios porque se ha entrado en la comunidad humana. Dios es, forzosamente, lo contrario del egoísmo, del exclusivismo, del individualismo.

José María Cabodevilla en su bellísimo libro comentario a laoración de Jesús— lo ha formulado con frases que parecerán exageradas a algunos, pero que son perfectas teológica y evangélicamente:

El camino que lleva al Padre pasa antes por los hermanos. Más o menos explícitamente, el único acceso para llegar a Dios es a través del hombre. Cualquier atajo que el alma invente para ir en derechura al Padre, está condenado al descarrío. Cuando la religión quiso acotar asépticamente su campo y se limitó a ofrecer sacrificios al Altísimo, eludiendo todo menester temporal, olvidada de las viudas y los huérfanos, entonces fue precisamente cuando pervirtió sus fines: en vez de religar a los hombres con Dios, abrió el mayor foso entre Dios y los hombres. ¿Quién puede pretender llegar hasta Dios por las inciertas rutas del aire? «En medio de vosotros está Aquel que no conocéis». La proximidad o lejanía de Dios se mide por la proximidad o lejanía en que cada uno se sitúa respecto de sus hermanos.

Amor al hombre y amor a Dios son, pues, —contra lo que temía Marx dos amores que no pueden contraponerse, que no pueden separarse. Son dos hermanos gemelos, tan unidos y próximos como la palabra «padre» del pronombre «nuestro».

¿Pero hasta dónde abarca ese «nuestro»? ¿Sólo al círculo de los bautizados? En cierto lenguaje oficial así podría decirse. Y la Iglesia así lo reconocía al no permitir siquiera rezar el padrenuestro a los no bautizados. «¿Cómo podría ser hijo e invocar a su padre —decía san Agustín quien no ha nacido? Por eso llamamos a esta plegaria la «oración de los fieles».

Mas también es cierto que la Iglesia es más ancha que sus límites. Y el mismo san Agustín escribía:

Únicamente el amor es lo que distingue a los hijos de Dios de los hijos del diablo. Ya pueden signarse todos con la señal de la cruz; ya pueden responder todos amén; ya pueden cantar todos el alleluya; ya pueden bautizarse todos. En definitiva, sólo por la caridad se disciernen los hijos de Dios de los hijos del diablo. Los que tienen caridad han nacido de Dios; los que no tienen caridad no han nacido de él.

Son, pues, hijos de Dios todos los que le aceptan por Padre; son hermanos nuestros todos los que de algún modo participan de ese amor.

Más aún: Dios es Padre incluso de los que no le aman. Lo que constituye como padre a un hombre no es el amor con que él es amado, sino el amor con que él ama. Todos los hombres son amados, todos tienen en el alma esa semilla, presta a fructificar, de la filiación divina.

Podríamos, por tanto, hablar de tres círculos concéntricos. Una primera filiación en semilla de aquellos que no conocen a Dios, pero ya están siendo amados por él. Una segunda de aquellos que aman a Dios aunque aún no hayan llegado al evangelio. Y la filiación plena de quienes, por su incorporación a Cristo, participan en plenitud de la vida de Dios. Sí, una enorme familia de hermanos que se hace viva y consciente cada vez que rezamos esas dulcísimas palabras que abren la oración de Jesús.

 

Que estás en los cielos

Y, de pronto, gira la página. Si nos acaban de decir que Dios es padre, que está próximo a nosotros, que es de nuestra casa, ¿por qué ahora lo sitúan en los lejanos cielos? Se diría que, como se ha escrito, el Dios del padrenuestro con una mano nos atrae y con la otra nos mantiene a distancia.

Pero en realidad no se trata de distancia, sino de profundidad, no de lejanía, sino de trascendencia. La oración de Jesús empieza por decirnos que Dios está próximo, pero no es manoseable. El Dios Padre no deja por eso de ser eterno, trascendente, infinito, creador, omnipotente.

Este doble juego de proximidad y lejanía, de amor y asombro admirado es muy típico de los evangelios. También Jesús era próximo y lejano para sus apóstoles. O, mejor que lejano: hondo, alto, inabarcable.

Esta es la idea que el padrenuestro explica hablándonos de los cielos. No es que Dios esté allí. Los cielos son sólo una metáfora ingenua para definir que Dios es grande, ancho, abierto, estable, fecundo, inmutable, alto, inmenso, dominador de todo. Una metáfora ingenua, repetiré, como todas las que pretendan hablar de Dios. No hay palabra humana que le aprese y le defina. Tenía razón el P. Malebranche cuando, en su primera clase de teología, decía a sus discípulos: Si al hablaros de Dios, entendéis algo, esto quiere decir que me he equivocado. Un Dios de quien se puede hablar no es el verdadero. El Altísimo —como formula Cabodevilla— sólo puede ser comprendido como incomprensible.

Por eso decimos que está en los cielos, porque nunca le podremos abarcar, porque nunca le terminaremos de encontrar. Está en todas partes, pero no terminamos de verle en ninguna. Tienen razón los salmos cuando dicen: Si subo a los cielos, allí estás tú. Si bajo a los infiernos, allí te encuentro. Si tomo las alas de la aurora, si voy a parar a los confines del mar, también allí tu mano me coge, tu diestra me sorprende (Sal 139, 8-10). Pero también tiene razón el Libro de Job cuando afirma: Si voy hacia el oriente, no está allí; si hacia el occidente, no lo encuentro. Cuando lo busco al norte, no aparece, y tampoco le veo si vuelvo al mediodía (Job 23, 8-9).

Es así: paternal y lejano, cuidadoso de nosotros cada hora, y ausente no pocas veces de nuestros ojos; interior a nosotros e invisible; concediéndonos constantemente su cariño y obligándonos a seguirle buscando cada día. El Dios del padrenuestro es el papá querido a quien nunca terminamos de encontrar.

Santificado sea tu nombre

Ya hemos comentado en varias ocasiones la importancia que el nombre de las personas tiene para los judíos. El nombre es la definición de una persona, conocer su nombre es poseer la llave de su alma, injuriar o elogiar su nombre es pisotear o engrandecer su corazón.

Por eso los judíos hambreaban conocer el nombre de Dios. El Génesis clama: Dame, te lo suplico, a conocer tu nombre (32, 30). Pero Dios parecía resistirse a entregar su nombre. Los judíos le llamaban entonces por aproximaciones: El que está en los cielos; aquel a quien nadie ha visto; aquel cuyo nombre es santo; el Dios de Israel; el Dios de los ejércitos... Cuando le ponen nombres más concretos le llaman Adonai, que significa simplemente «Señor»; El, que significa «fuerte, poderoso»; Elohim, que es un plural de intensidad de esa misma fuerza y poder; Shadai, que quiere decir «omnipotente»; o Eliom, que equivale a «altísimo»... En todos los casos son simples calificativos, no verdaderos nombres propios, como era corriente en las religiones de los pueblos circundantes.

Y un día, por fin, Dios se da a sí mismo un nombre: Yahvé. Este es para siempre mi nombre (Ex 3, 15). Pero, en realidad, tampoco éste es un verdadero nombre. La versión tradicional lo interpreta: Yo soy el que soy. La más moderna traduce: «Yo soy el que seré». En ambas versiones queda clara la voluntad expresa de Dios de no revelar su nombre. La traducción más moderna señala más la vida de Dios; la más clásica acentúa su inmutabilidad. Unidas, expresan que Dios es y vive. Pero no van mucho más allá. En realidad tienen razón los musulmanes cuando afirman que sólo el centésimo nombre de Dios es el verdadero. Los primeros noventa y nueve que conocemos y usamos nosotros sólo son aproximaciones. Pero el centésimo no lo conoce más que el propio Dios, porque él es inexpresable.

Y tiene razón Dios para ocultar su nombre: ¡ha sido tantas veces mal usado, usado en vano, puesto al servicio de las causas más innobles! ¡Para tantos hombres es sólo una muletilla, cuando no una blasfemia! O una disculpa para justificar la propia pereza a la hora de mejorar el mundo; o una respuesta cómoda para lo que no se entiende; o un nombre ilustre con el que se tapa una sucia maniobra.

Por eso es necesario que el nombre de Dios sea purificado. Es un nombre que deberíamos usar poco y con amor y temblor. Como aquel poeta que sólo alguna vez tocaba la campana gorda del nombre de Dios (J. M. Valverde).

Pero no basta purificarlo. El padrenuestro pide que ese nombre sea «santificado». ¿Y quién podrá santificar lo que es la misma santidad? El hombre puede, cuando más, no profanarlo. Y unirse a la obra con que Cristo santificó el nombre de su Padre. Sólo él lo hizo, en rigor, porque sólo él podía hacerlo. El hombre puede unirse a esa obra derribando sus ídolos, borrando de su corazón los becerros de oro, quitando de los labios y del alma todas esas falsas visiones de Dios de las que tanto usamos y abusamos.

Venga a nosotros tu reino

En el padrenuestro hay, en todas sus frases, un extraño balanceo, todo es y no es. Dios es padre, pero está en los cielos. El hombre pide a Dios que sea santificado lo que es santo. Ahora ruega que venga un Reino que está viniendo, que vendrá aunque el hombre no lo pida. Dios quiere que el hombre se incorpore, aunque sólo sea en deseo, a todas las tareas... que le son imposibles precisamente porque son obra de Dios.

En realidad creemos buscar a Dios y encontrarle, pero es él quien viene a nosotros; y nunca le encontraríamos si él no nos hubiera previamente encontrado. El hombre cree subir hasta Dios con su oración. Pero en rigor lo único que hace es describir en ella que Dios ha bajado hasta él.

Así sucede con el reino de Dios. Está viniendo a nosotros. Cuando un hombre pide que ese Reino venga, es que ese Reino ya se ha realizado en él. O se realiza en ese preciso momento en que se pide su venida y precisamente porque, al pedirla, el hombre hace sitio para que el Dios que ya venía pueda entrar en él. Porque —en frase de Cabodevilla— Dios se nos entrega en tanto en cuanto le hacemos sitio, nos ama en la medida en que le permitimos que nos ame.

En este juego del hombre que hace sitio y Dios que ama se va realizando ese reino de Dios que viene. Que al mismo tiempo está aquí y está viniendo. Porque también en esto Jesús parecía jugar un doble juego. Decía por un lado: mi Reino está dentro de vosotros, en medio de vosotros. Y afirmaba que su reino no era de este mundo. En unas parábolas describía un Reino cuya semilla había comenzado ya a germinar, y en otras lo presentaba como un gran banquete que sólo se celebrará cuando terminen de llegar todos los invitados.

En realidad el reino de Dios era Cristo en persona. En él estaba ya la totalidad del Reino y el paso de los tiempos lo único que añadiría será el reflejo de Cristo en cada alma. El número de espejos que recogen la luz del sol no aumenta la luz de éste. Pero Cristo es un sol vivo que, siendo pleno en sí, encuentra su plenitud de amor iluminando a muchos, a todos. Así es como el Reino que ya ha llegado, tiene aún que llegar a cada uno de nosotros, «en» cada uno de nosotros.

Hágase tu voluntad

Esta es la más arriesgada, la más dificil de las peticiones del padrenuestro. En rigor nada desea tanto el hombre como que se haga su propia voluntad y nada teme tanto como que alguien le imponga la suya. Por eso muchos de los que rezan el padrenuestro se abstendrían muy bien de rezarlo si pensaran realmente lo que piden con él.

Porque para muchos —para casi todos, para todos menos los santos la oración es una especie de lazo con el que queremos atraer a Dios hacia nosotros; que él nos sirva, en lugar de servirle nosotros a él. Pero orar verdaderamente no es un truco o un mimo a Dios para que nos conceda lo que deseamos, sino un esfuerzo para conseguir asimilarnos a lo que él desea.

Como expresa una oración litúrgica: Para que nos concedas lo que deseamos haz que deseemos lo que a ti te agrada concedernos. Pero nada hay más dificil que eso. En rigor una oración así sólo puede rezarse en el Huerto de los olivos: Señor, que no se haga mi voluntad, sino la tuya. Por eso se ha escrito con justicia que si al decir «hágase tu voluntad» Dios nos cogiera la palabra tal vez no volveríamos a repetirlo.

Una oración peligrosa, sí. Pero no tan peligrosa como creemos. Cabodevilla ha comentado que los hombres tenemos la costumbre de atribuir a la voluntad de Dios las desgracias que nos ocurren: Dios lo ha querido así, decimos. En cambio nadie atribuye a Dios el que las cosas vayan bien, nos parece o cosa natural o mérito nuestro. ¡Por lo visto sería voluntad de Dios el que todo nos marchase mal!

Tal vez por eso pensamos que pedirle a Dios que se haga su voluntad es como ponernos en lo peor. En realidad, lo que pedimos es que se haga la voluntad de quien es padre, de quien nos ama más que nosotros a nosotros mismos. Por eso al hombre le irá mucho mejor cuando se haga la voluntad de Dios que cuando Dios concediera los tontos caprichos que el hombre solicita. La voluntad de Dios es la felicidad; nuestros deseos sólo son calderilla.

El pan de cada día

Y he aquí que, de pronto, la oración parece girar: estamos hablando del reino de Dios, de su voluntad soberana y... surge una vulgaridad: alguien pidiendo pan. Se diría una salida de tono, la jaimitada de un niño que grita que tiene hambre en medio del sermón de un obispo. San Agustín decía: Nada pidáis a Dios más que Dios mismo. Y sale el hombre pidiendo algo tan vulgar como comida.

A muchos teólogos les ha escandalizado tanto este viraje en la oración de Jesús que han corrido a buscarle interpretaciones místicas a la frase: Jesús estaría aludiendo el pan del alma, a la vida celestial, a la eucaristía, a la salvación...

Y, sin embargo, la oración del Señor habla simplemente de pan, sin metáforas, sin sentidos místicos. Jesús sabía que no sólo de pan vive el hombre. Sabía también que no vive sólo de palabra de Dios. El pan y la palabra eran, para él, dos necesidades profundas, ninguna de ellas vergonzosa, las dos imprescindibles para una vida verdadera.

No se puede, en cristiano, separar el pan de la palabra. Desde que Cristo se hizo hombre los intereses de la tierra son intereses del cielo. Y viceversa. Vivimos en un mundo demasiado dividido entre quienes prometen la gracia y quienes prometen el pan. Pero el Dios de los cristianos no es «separatista». Le interesa salvar a sus hijos y alimentarlos. Fue un solo y único Dios quien construyó el cuerpo y quien infundió el alma. Y, cuando estuvo entre los hombres, se preocupó de predicar y de dar pan a las multitudes hambrientas que buscaban su predicación.

Pedirle pan a Dios es, además, reconocer que es él quien nos lo da, que sólo él puede, en realidad, dárnoslo. Es reconocer que somos pobres y que todo lo necesitamos de su mano.

Santo Tomás decía que toda petición es el preludio de la adoración. Sólo se pide a quien tiene aquello que necesitamos. Sólo se pide desde la certeza de que él tiene lo que nosotros no tenemos. Es decir: sólo se pide desde la humildad y hacia la grandeza.

Sólo se pide, además, desde la esperanza. No se tiende la mano hacia el avaro, sino hacia el generoso. Sólo se pide cuando se ama y cuando uno se sabe amado. Y pedir sólo el pan para hoy, es tener la esperanza de que mañana lo volveremos a pedir y la certeza de que también mañana volverán a dárnoslo.

Este pan que pedimos es también «pan nuestro». Al «padre nuestro» es imposible, absurdo, pedirle el «pan mío». Todo es plural en esta oración. Plural el Padre, plural el pan pedido, plural la tentación que nos acecha, plurales las deudas contraídas, plural el mal de que esperamos ser librados. Quien reza esta oración sabe que no está solo. Que ni siquiera está solo él con su Padre. Quien reza esta oración sabe que la vida es una aventura que se vive en común con muchos otros hermanos y que sólo puede ser vivida y superada todos juntos. Los egoístas no encontrarán en esta oración ni un solo rincón en el que refugiarse.

Es, además, una oración exclusiva para gente pequeña, para niños. Se comienza llamando a Dios «padre» y se prosigue, lógicamente, pidiendo pan y protección. Un «adulto» sólo puede rezarla regresando a ser niño. Un «adulto» pediría automóviles o acciones de bolsa. Sólo un crío se atreve a ir comiendo un mendrugo de pan por la calle.

Sólo pan para hoy. Esta es oración de pobres, de gentes que se atreven a vivir al día, de hombres que no piden a Dios la riqueza, sino sólo la seguridad de que seguirá ayudándoles cada día, de creyentes que han tomado al pie de la letra el precepto de Jesús: No os inquietéis pensando qué comeréis o qué beberéis. Vuestro Padre sabe que necesitáis bebida y alimento. Oración de cristianos en suma: porque hace falta la fe de cada día para seguir pidiendo sencillamente el pan de cada día.

Perdónanos nuestras deudas

Decididamente, toda la vida del hombre entra en juego en esta oración tan breve. El que la reza se ha reconocido hambriento y necesitado en la petición anterior. Ahora va a reconocerse insolvente, incapaz de pagar a Dios las deudas por él contraídas.

¿A qué deudas se refiere esta oración? El evangelio de Mateo, que es el que usa la palabra «deuda», la emplea en su sentido arameo netamente religioso, como sinónimo de «pecado», de «ofensa a Dios», de «obligación» para con él. Lucas, que escribe para gentiles, emplea directamente la palabra «pecados».

Y, sin embargo, es bueno que se use la palabra «deudas» porque lo que pedimos a Dios es no sólo que nos perdone nuestros pecados, sino también nuestra falta de respuesta a todos sus dones. Debemos a Dios la vida, el tiempo, el alma, el sol. Le debemos el habernos amado tanto. El haberse hecho hombre por nosotros. Efectivamente: todo en nosotros es deuda como todo es don en Dios.

Pero es el pecado la mayor de nuestras deudas. Dice san Agustín:

¿Existe un hombre vivo que no haya contraído deudas para con Dios, en su espíritu o en su carne? ¿Quién se atrevería a presentarse plácidamente delante de su infinita santidad, arguyéndole de su inocencia? Quizá me preguntéis: —Pero ¿también vosotros, santos obispos, también vosotros sois deudores? —También nosotros, también nosotros le somos deudores. —¡Cómo! ¿Vos también? Monseñor, no os hagáis esa injuria. —Yo no me hago ninguna injuria. Digo sólo la verdad. Todos, todos nosotros somos deudores. San Juan nos lo confirma: Si dijéramos que vivimos en comunión con él y andamos en tinieblas, mentiríamos y no obraríamos según verdad.

Mas sucede que el hombre prefiere olvidarse del pecado. Y el hombre moderno sobre todo. Era justo Pío XII al señalar que el mayor pecado de hoy era haber perdido el sentido del pecado. Toda una cadena de explicaciones psicológicas sustituyen a ese concepto que decimos envejecido. El mal pasa a ser un «complejo», y el pecado una obsesión que debería ser atendida por la psiquiatría o eliminada por la frivolidad.

Escribe el cardenal Grente:

Nuestros antepasados sucumbían a las mismas tentaciones que nosotros, pero experimentaban por ellas un mayor pesar íntimo. Algunos no retrocedían ante severas reparaciones. Recordad cómo fundaban abadías, dotaban hospitales, y, después de haber sido poderosos, ricos y adulados, se enclaustraban hasta la muerte, para poder obtener con mayor seguridad el perdón divino.

Hoy, en cambio, se diría que pecado y arrepentimiento fueran cosas pasadas de moda. Algunos —como los fariseos se sienten capaces de atontar a Dios a base de incienso y ceremonias. Otros —sin percibir que, con ello, insultan a su dignidad de hombres y a su libertad— confunden el pecado con una inevitable secreción del alma, por la que Dios no debería enfadarse demasiado.

Pero el que reza el padrenuestro sigue creyendo que el pecado es una herida que hay que restañar y una cuenta que hay que saldar. No convierte el pecado en una tragedia paralizante, pero no ignora que, con él, se abre una zanja entre el pecador y Dios. Zanja, por lo demás, tan fácil de salvar como rezar sencillamente esas pocas palabras que piden perdón. En todo caso la longitud del brazo del Padre a quien se invoca es mucho mayor que la zanja que puede separarle del hombre.

Así como nosotros perdonamos

Tal vez sea ésta la frase más desconcertante del padrenuestro, la que no deberíamos pronunciar sin temblar: pobre del hombre si Dios sólo le perdonase como él perdona. Y, sin embargo, Dios ha querido unir su perdón a los nuestros. No es que él perdone «porque» nosotros perdonamos; tampoco que él perdone «como» nosotros lo hacemos. El hombre no puede ser un modelo para Dios. Es, simplemente, que Dios quiere que entre él y los que le aman se constituya una comunidad de perdonadores de la que quede excluido el que no se decida a perdonar a los demás.

Tampoco es hoy el perdón fruta de moda. A muchos les parece una cobardía, una debilidad. Ya Volney afirmaba que el perdón de las injurias, lejos de ser una virtud, llega a ser una inmoralidad y un vicio. Y muchos cristianos, que no se atreven a ser tan brutalmente sinceros, dicen realmente lo mismo cuando aseguran que ellos perdonan, pero no olvidan.

El rencor es uno de los nuevos reinos de nuestro mundo, convertido en una teoría de trincheras. Ahí están las hostilidades de pueblos y de clases sociales que, cada cierto número de años, engendran el monstruo de las guerras. Ahí están las luchas políticas armadas del insulto y la zancadilla. Ahí pululan los odios familiares, trasmitidos hereditariamente de generación en generación. Con razón se ha dicho que todas nuestras vidas estarían en peligro si los ojos de los hombres fueran un par de pistolas.

Cristo conoció ya esta vívora negra en el corazón de los hombres. La padeció en su carne, la experimentó en sus mismos discípulos. Haz bajar fuego del cielo, le decían al pasar ante las ciudades inhospitalarias. Y él tenía que reprenderles: No sabéis de qué espíritu sois (Le 9, 55). Por eso unía tercamente el perdón de Dios al perdón de los suyos.

Alguien ha recordado que en los billetes italianos hay escrita una frase que dice: La ley castiga a los falsificadores de moneda. Con lo que el falsificador se ve obligado a copiar en su billete falso esa frase que le condena. Sin ella, su billete falso mostraría muy claramente que lo es.

Algo así quiso que ocurriera en el padrenuestro: para entrar en la comunidad del perdón hay que rubricar que se está perdonando. Porque el único pecado que Dios no perdona es el de quien se niega a perdonar.

No nos dejes caer en tentación

Si la primera parte del padrenuestro se construyó bajo el signo de la luz —el Reino que viene, el nombre de Dios que es santificado, su voluntad que es cumplida esta segunda parte parece tener los pies bien puestos en la tierra. Tenemos hambre, dice la primera petición. Somos pecadores, recuerda la segunda. La tentación nos rodea, recuerda esta otra.

Jesús no fue en su vida ningún optimista fanático. El mundo no era color de rosa para él. Sabía y decía que el hombre vive en claro peligro de perderse. Velad y orad para que no entréis en tentación (Mc 14, 38), gritaba a sus apóstoles. Y repetidas veces pintaba a los suyos un horizonte de guerras, calamidades, persecuciones para los elegidos. Serán zarandeados por el mal; surgirán falsos mesías y profetas (Mt 7, 15; 24, 26); muchos de los escogidos naufragarán.

Sabe también que la tentación no es objetivamente mala. Es, puede ser, incluso, un signo de la predilección de Dios. Así aparece en numerosas páginas de la Biblia. El Señor os tienta para saber si le amáis, se lee en el Deuteronomio (13, 4) El oro se prueba en el fuego y los hombres gratos a Dios en el crisol de la tribulación escribe el Eclesiástico (2, 5) Como tú eras grato a Dios —dice el ángel a Tobías— convino que la tribulación probase tu fidelidad (Tob 12, 13). El que no ha sido probado -completa el Eclesiástico— sabe muy poco (34, 10).

Todos los grandes personajes bíblicos pasaron por las manos de la tentación: Abrahán fue nombrado padre de todos los hombres cuando aceptó sacrificar al que había engendrado. Job consiguió el premio después de pasar por todo tipo de pruebas. Moisés sucumbió en la tentación de desconfianza al golpear por dos veces la roca. Los apóstoles fueron «cribados» por Satanás. Cristo mismo estuvo en sus manos.

También está en las manos de la tentación el cristiano de hoy. Y debería alegrarse. Porque —como ha escrito Michelet— un mundo en donde todo rodase sobre resbaladizos raíles resultaría empequeñecido. Toda alma llegaría en él a ablandarse y a ser ya incapaz de todo ímpetu.

Mas si la tentación puede multiplicar el alma, puede también encadenarla en la caída. Jesús sabe que muchos perecen en ella, todos los que se fían de sus propias fuerzas. Por eso el padrenuestro se vuelve a quien tiene todo poder, al «más poderoso» que puede encadenar e inutilizar al «poderoso».

Mas líbranos del mal

Porque el mal existe. El padrenuestro, que se abrió con la palabra más tierna, se cierra con la más inquietante. Especialmente si la traducimos literalmente y leemos: líbranos del Malo, de Satanás.

Jesús, ya lo hemos dicho en el capítulo de la tentación de Jesús y volveremos a decirlo, cree rotundamente en la existencia y el poder de Satanás. Desde el principio, y aun antes de su actuación pública, Jesús se enfrenta con Satanás como su verdadero enemigo. Y no se trata de puras metáforas. Nadie ha visto tanto como Jesús la peligrosidad de

Satanás, porque nadie sabe tantas cosas de Satanás y su obra como Jesús. El sabe que Satanás será vencido, le ha visto caer del cielo como un rayo (Lc 10, 18); pero sabe también que sigue dando vueltas en torno a nosotros como león rugiente buscando a quien devorar.

Por eso señala su arriesgada presencia en el padrenuestro. La oración se balancea desde ese «Padre» inicial, hasta ese «malo» final como una tremenda apuesta. Apuesta entre dos paternidades. Jesús no sólo anuncia que Dios es Padre de quienes le aman. Habla también de una paternidad diabólica: Vosotros —dice a los fariseos— sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre (Jn 8, 44). Así como la salvación hace al hombre participar verdaderamente de la vida de Dios, así también con el pecado nos comunica Satanás algo de su propia vida, de su propia muerte.

El hombre tiene que apostar entre esas dos paternidades. Y el que reza se vuelve humildemente a Dios para que le libre de esa segunda oscura paternidad de Satanás.

Porque el hombre —¡ay!— puede apostar por el mal. Entre el amor y el egoísmo, puede elegir el egoísmo. Entre la compañía y la soledad, puede optar por la soledad. Entre el amor y el odio, puede preferir el odio. Entre la paz y la guerra, puede quedarse con la guerra. Entre el cielo y el infierno, puede encaminarse al infierno.

Sí, digámoslo: también podríamos traducir ese «líbranos del mal» por un líbranos del infierno, siempre que no se entienda que es Dios quien empuja a los hombres hacia él. Sólo quien elige la paternidad de Satán desemboca en ella. La condenación es preferir estar lejos de la paternidad de Dios. Condenarse es caer en el mal y elegir permanecer en él. El cielo —escribe Evely— se recibe. El infierno se lo fabrica uno mismo, entregándose a la desesperación.

Es de este mal del que le pedimos a Dios que nos ayude a librarnos. En realidad se lo habíamos pedido ya en la primera parte del padrenuestro, porque el infierno es literalmente el lugar donde no se experimenta la paternidad de Dios; el lugar donde no tiene sentido la palabra «nuestro», porque no hay otra cosa que egoísmo y soledad; el lugar donde no se cumple la voluntad de Dios ni es santificado su nombre; donde se realiza lo contrario, exactamente lo contrario del reino de Dios.

De esa negrura pedimos al Padre que nos libre, porque esa negrura es la esclavitud. En el prefacio que el Misal Gelasiano antepone al padrenuestro, se lee una frase misteriosa y profundísima: Padre es la voz de la libertad. Sí, el hijo pródigo era libre mientras permaneció en casa de su padre, se hizo esclavo cuando huyó de ella en busca de la libertad. Ya no eres esclavo, sino hijo, dice con absoluta precisión san Pablo (Gál 4, 7). El que es hijo es libre, el que renuncia a la filiación se esclaviza. El que es padre, libra. El fruto de esa liberación es el cielo, es decir: el disfrute pleno de la paternidad; es decir: la libertad.

Bajo el signo de la confianza

Así se cierra la oración de Jesús. La tradición cristiana aún le ha añadido una pequeña coletilla, el «amén» que resume la confianza de quien la reza: así es, así va a ser, así será. A lo largo de unas pocas palabras, el hombre ha visto transcurrir todos los grandes problemas de su destino: el reino de Dios que viene, y la presencia del mal que nos amenaza; el pan por el que tenemos que luchar cada día, y el nombre de Dios que tenemos que descubrir aunque sabemos que es indescifrable; el milagro de que Dios sea nuestro Padre, y el riesgo de la tentación que puede arrebatarnos. Ahora ya sólo falta decir que sí a todo, como quien posa el hombro sobre la almohada de la paternidad de Dios que abrió la oración.

El hombre sabe que todo acaba bien para quien ama. Dios lo sabe también. El poeta Peguy no se equivocaba, por eso, al poner en los labios de Dios estas palabras:

Dichoso el que duerme en su cama bajo la protección de estas tres o cuatro palabras
que van delante de toda oración como las manos del que reza van delante de su rostro
y que me vencen a mí, el invencible,
que avanzan como una gran proa que abriese camino
a un pobre navío
y que rompen el oleaje de mi cólera.
Luego, cuando la proa entera ha pasado, ya pasa todo el navío
y toda una flota entera, tranquilamente.

 

Por Cristo nuestro Señor

Oración dominical, así ha llamado siempre la Iglesia al padrenuestro, oración del Señor. Y no sólo porque Jesús se la enseñara a sus discípulos, sino porque también toda ella habla de él. Lo mismo que dijimos que las bienaventuranzas eran una especie de autorretrato de Jesús, podemos ver ahora, en esta oración, un resumen de lo que eran la oración y la vida entera de Jesús.

Escribe Cabodevilla:

De arriba abajo el Pater entero señala a Cristo, rezuma a Cristo. No habla de él, por supuesto; no lo cita, porque es precisamente él quien habla a lo largo de toda la plegaria. Son sus efectos y deseos los que ahí se expresan.

El nos enseñó que Dios era nuestro Padre, nuestro papá querido. El vivió como nadie esta paternidad y esta filiación. El nos transfirió esa vida del Padre y nos nombró herederos de esa herencia.

El descubrió que esa paternidad era de todos, que nadie podía acaparar a Dios sin destruir su verdadera esencia. Nos enseñó hasta qué punto, hasta qué profundísima raíz éramos hermanos. El borró los conceptos de «tuyo» y de «mío» y los sustituyó, ya para siempre, por la participación de todos en lo que es «nuestro».

El, venido desde la orilla de Dios, nos enseñó qué lejos y qué cerca estaban los cielos y la tierra. El hermanó lo fugitivo y lo infinito. El firmó el acta de defunción de los pequeños dioses, que sólo eran de la tierra, y acercó a los hombres al Dios eterno de los cielos.

El dedicó su vida a santificar el nombre de Dios; nos enseñó su verdadero nombre. Sólo él lo conocía. Ahora lo sabemos nosotros porque él quiso revelárnoslo.

Con él vino el reino de Dios. El era el reino de Dios. El nos enseñó cómo también nosotros formaríamos parte de ese Reino, y cómo ese Reino no estaría completo hasta su segunda y definitiva venida.

Su vida no fue otra cosa que el cumplimiento de la voluntad de Dios. Realizarla era su alimento; anunciarla era su mensaje; cumplirla, en el cielo y en la tierra, no será otra cosa que vivirla como él la vivió.

El es nuestro pan. Suyo es el que sustenta nuestro cuerpo y él es quien alimenta nuestras almas. El banquete definitivo será él. Hoy el pan eucarístico de su cuerpo es ya un anuncio y un comienzo de ese otro pan de la eternidad que no se acabará nunca.

Por su redención se perdonan nuestras deudas. El era el Cordero que quitaba los pecados del mundo, su sangre derramada fue el gran rescate. El fue el perdonador, el verdadero reconciliador.

El —que quiso ser tentado— nos enseñó a vencer la tentación. El es nuestra fuerza. No se limitó a darnos consejos ni lecciones. Fue por delante.

Y él es nuestro escudo contra el Maligno. Nos libró de sus manos; recortó su poder; puso en las nuestras las armas con que derrotarle. El era el libertador de todo mal.

Por eso esta oración sólo puede rezarse porque él nos la enseñó y en nombre suyo. Por Cristo, con Cristo, en Cristo, como dice la liturgia. Así lo rezaron los primeros cristianos. Así lo han seguido rezando las generaciones. Así resonará mientras el mundo sea mundo.