10 Un niño «como los demás»

La vida de Cristo —hora es ya de que vayamos comprendiéndolo— es el reino de lo humanamente absurdo. ¿Qué redentor es éste que «malgasta» treinta de sus treinta y tres años cortando maderitas en un pueblo escondido del más olvidado rincón del mundo? Habrá que decir pronto esto: un Dios que baja a morir trágicamente tiene su poco o su algo de lógica. Una crucifixión es, en definitiva, un gesto heroico que parece empalmar con la grandiosidad que atribuimos a Dios. Tampoco desencaja del todo un Dios-hombre dedicado a «seducir» multitudes o a pronunciar las bienaventuranzas. Un Dios que expulsa a latigazos a los mercaderes parece un Dios «digno», lo mismo que el que supera los sudores de sangre del huerto y acepta, como un Hércules, el combate y la muerte. Sí, lo absurdo no es un Dios que acepta la tragedia de ser hombre: lo verdaderamente desconcertante es un Dios asumiendo la vulgaridad humana, la rutina, el cansancio, el ganarse mediocremente el pan. A no ser que... nos hayamos equivocado de Dios y el verdadero nada tenga que ver con nuestras historias.

Los treinta años de oscuridad no son, pues, un preludio, un prólogo, un tiempo en el que Cristo se prepara ¿cómo se iba a «preparar»?— para hacer milagros y «entrar en su vida verdadera». Son, por el contrario, el mayor de los milagros, la más honda de las predicaciones. En rigor tendríamos que decir que fueron estos treinta años la «vida verdadera» de Jesús y que los otros tres fueron, sencillamente, una explicación para que nosotros entendiéramos lo que, sin hechos exteriores, nunca hubiéramos sido capaces de vislumbrar. ¿O es que pronunciar las bienaventuranzas será más importante que haberlas vivido durante treinta años o hacer milagros será más digno de Dios que haber pasado, siendo Dios, la mayor parte de su vida sin hacerlos? Pasar sin detenerse junto a estos treinta años de oscuridad, sería cortar a la vida de Jesús sus raíces, comer el fruto ignorando la savia que lo ha alimentado y formado. El silencio es, sí, la más alta de las palabras. Tendremos que escucharlo.

Y comenzar por respetar que el silencio sea silencio. Difícil tarea, a la que los hombres no nos resignamos. De ahí nuestro esfuerzo por llenar de milagros este tiempo en que Cristo no quiso hacerlos. Ya a finales del siglo II comenzaron los escritores apócrifos este esfuerzo:

Yo, Tomás Israelita, he juzgado necesario dar a conocer a todos los hermanos procedentes de la gentilidad la infancia de nuestro Señor Jesucristo y cuantas maravillas realizó después de nacer en nuestra tierra. El principio es como sigue:

Este niño Jesús, que a la sazón tenía cinco años, se encontraba un día jugando en el cauce de un arroyo después de llover. Y recogiendo la corriente en pequeñas balsas, la volvía cristalina al instante y la dominaba con sola su palabra. Después hizo una masa blanda de barro y formó con ella doce pajaritos. Era a la sazón día de sábado y había otros muchachos jugando con él. Pero cierto hombre judío, viendo lo que acababa de hacer Jesús en día de fiesta, se fue corriendo hacia su padre José y se lo contó todo: «Mira, tu hijo está en el arroyo y tomando un poco de barro ha hecho doce pájaros, profanando con ello el sábado». Vino José al lugar y al verle, le riñó diciendo: «¿Por qué haces en sábado lo que no está permitido hacer?». Más Jesús batió sus palmas y se dirigió a las figurillas gritándoles: «¡Marchaos!». Y los pajarillos se marcharon todos gorjeando. Los judíos, al ver esto, se llenaron de admiración y fueron a contar a sus jefes lo que habían visto hacer a Jesús.

No está mal como cuento. Pero en contraste con todos los datos evangélicos (¿cómo se habrían maravillado años más tarde los nazaretanos de la predicación de este niño a quien tales prodigios hubieran visto hacer a los cinco años?) y en contraste, sobre todo, con la verdadera dignidad de Cristo y de Dios. Más absurdo es aún cuanto sigue en este llamado «Evangelio del Pseudotomás». Porque este niño que nos pinta el apócrifo —con tanta buena voluntad como ignorancia - no se limitará a vivificar pajarillos de barro, sino que, en la escena siguiente, castigará con la parálisis —aunque para curarle después– a un compañero que ha cometido el terrible delito de estropear las balsas de agua hechas en su juego; y hará morir a un niño que, jugando, chocará con él; y cegará a cuantos comenten esa muerte absurda. Al final, el niño que el apócrifo pinta devolverá la vida, la vista y el movimiento a todos los «castigados» pero, todo ello, después de haber dejado bien clarito que a él no se le tose. Un niño insoportable, en suma, mucho más digno de ser hijo de Moloch que del Dios verdadero. La imaginación y los afanes exaltatorios terminan siempre por producir esta jugada de denigrar a quien se trata de elevar.


Treinta años de silencio

Nada de eso existió, ni milagros, ni mucho menos, vengancitas. Sólo silencio, un largo mutismo de treinta años. Los evangelistas son aquí de una parquedad absoluta: sólo tres líneas genéricas y la narración de una pequeña anéctota ocurrida a los doce años.

Este silencio es, en verdad, intrigante. Y no creo que la explicación sea la que es común entre los científicos. Robert Aron lo comenta situándolo en la tradición judía:

El pensamiento judío auténtico, el de la Biblia y el del Talmud, que se prolonga en tiempo de Jesús, está poco interesado por los hechos cuando éstos no presentan una importancia espiritual o religiosa. La vida de un hombre, aun eminente, aun trascendente, no le interesa sino en los momentos en que manifiesta la voluntad de Dios. Así hace la Biblia con Moisés: da muchos detalles sobre su nacimiento y el hecho inicial de su predestinación. Después una serie de años oscuros cortados solamente por un episodio aislado, hasta el momento en que su destino se confunde estrechamente con el del pueblo elegido por Dios: sólo entonces su biografía abunda en acontecimientos precisos.

La misma idea sostiene el historiador israelita Klausner:

De lo que había pasado antes de su encuentro con el Bautista, ni los judíos, ni Jesús mismo se inquietaron. En efecto ¿qué tenía que ver la vida privada de un hombre, en su hogar, en su familia, en su ciudad, con la historia, que para los judíos, como también para los primeros cristianos, tenía interés únicamente religioso y no servia sino para mostrar la intervención de Dios en el destino de la humanidad'?

Me temo que un análisis más profundo no puede limitarse a estos planteamientos. Ello sería tanto como aceptar que Dios sólo actúa en lo extraordinario; como reconocer que la voluntad divina sólo se manifestó en los últimos años de Cristo; que el hecho de que Dios viviera treinta años entre nosotros siendo y pareciendo un hombre corriente nada nos dice sobre la intervención de Dios en el destino de la humanidad. Los evangelistas no eran tan malos teólogos como para pensar estas cosas. ¿No será más sencillo y, sobre todo, más verdadero, decir que los evangelistas nada contaron de estos años porque en ellos nada extraordinario pasó, o, más exactamente, porque estos años fueron tan extraordinarios que nada fuera de lo normal ocurrió? ¿No habrá que pensar que en ese tiempo se realizó la gran revelación —la de que Dios nos amaba, hasta el punto de hacerse uno de nosotros con una vida idéntica a la nuestra— y que todo lo demás fue ya explicación y añadidura?

Pienso que el hombre del siglo XX debe detenerse más que ningún otro en estos años: está surgiendo entre nosotros la imagen del Cristo-astro, del Cristo-rebelde, del Cristo-luchador, del Cristo-supermán. Y puede que todo provenga de nuestro pánico a aceptar ese otro rostro del Cristo-vulgar o —si parece estridente— del Cristo-cotidiano.

Recientemente hemos vivido una historia parecida: Juan XXIII apareció en la Iglesia como un astro de luz. Las intuiciones geniales de sus últimos años iluminaron el mundo y engendraron el concilio. Pronto nos precipitamos a imaginar un Juan XXIII supermán, ultramoderno, un coloso que abría al mundo de la fe las puertas del siglo XXI. Y eso era verdad, pero no toda. Un día conocimos su diario, sus cartas familiares. En ellas se hablaba de un seminarista como tantos, atado a sus pequeñas costumbres y rutinas, preocupado por el número de jaculatorias que había dicho y maniático casi de la obediencia. Y nos precipitamos a olvidar esas raíces que no parecían congeniar con el papa-supermán que estábamos inventándonos.

Algo así ocurre hoy con el Cristo-cotidiano: nos encantan sus frutos, nos aterran sus raíces. Tal vez porque la imagen del muchacho treinta años «sumiso» no cuadra bien con nuestro famoso «rebelde». Quizá porque nos agrada encontrar un modelo relumbrante para nuestros sueños de brillo y nos ilusiona menos un modelo para nuestra cotidiana vulgaridad de hombres. Pero el camino hacia la verdad no puede ser el de engañarnos a nosotros mismos. Ea, tengamos el coraje de acercarnos hacia el Cristo verdadero, el que --como nosotros-- consumió la mayor parte de su vida en grandes pequeñeces.


Las fuentes para conocer una infancia

¿Qué fuentes tenemos para conocer esa infancia? Sólo tres, pero mucho más fecundas de cuanto suele suponerse. La primera es el conocimiento de la vida cotidiana de la época. Si sabemos que nada extraordinario vivió Cristo en su infancia y, al mismo tiempo, sabemos con toda precisión cómo vivía un niño galileo de la época, podemos estar muy cerca de su verdadera infancia sin acudir a la imaginación. La segunda fuente no es menos importante: si estudiamos las ideas, las actitudes, las expresiones del adulto Jesús, lograremos, con sólo buscar las raíces, excavar grandes territorios de su infancia. De sobra es conocida esa enorme verdad que Vigny logró resumir en una sola frase: Una gran obra es un pensamiento infantil realizado en la edad madura.

Los únicos adultos verdaderamente vivos son aquellos que logran llegar a la madurez sin dejar morir al niño que fueron. ¡Y Cristo estuvo ciertamente bien vivo! O dicho con la famosa frase de Dostoyevski el que logra acumular muchos recuerdos en la infancia, ese está salvado para siempre. Por eso, si toda infancia es sagrada, ninguna más sagrada, más alta, más ancha que ésta.

Tenemos aún una tercera fuente, que no hemos de olvidar: la naturaleza de este niño, radicalmente hombre, radicalmente transcendente. Por eso cada puerta que abramos será para encontrar al fondo una nueva puerta. Veremos a este niño como en una galería de espejos, sin terminar de saber nunca cuál de las imágenes es la verdadera. Conoceremos sus gestos y sus obras, pero nunca lo que hay detrás de sus ojos. Sólo desde la reverencia y el amor podremos comprender algo. (Por lo demás ¿no es esto lo que ocurre en todo verdadero conocimiento humano?).


La casa

Esta es la casa. Una pequeña edificación de ladrillos y barro --sólo los ricos las tenían de piedra— adosada a la montaña, cuadrada y blanca como un dado. Cruzada la puerta de tablones verticales sujetos, por detrás, por otros tablones horizontales-- entramos en su única habitación. La casa palestina es más dormitorio que morada. Cruzado el umbral, estamos en el recinto que sirve de establo al borriquillo o a las posibles cabras propiedad de la familia. A la izquierda, dos peldaños nos conducen a la zona que se usa como dormitorio. Está elevada unos cuarenta centímetros del suelo. En el bajo está el horno que calentará la superficie de tierra apisonada —cubierta por una capa de cal o de creta— sobre la que en la noche se extenderán las esteras de esparto sobre las que se duerme. No hay mobiliario alguno. No vemos cama alguna. En un empotrado de la pared están guardadas las esteras, las mantas —si la familia es rica— o, simplemente, esa sábana común bajo la que dormirán todos los miembros de la familia juntos, añadiéndole, si hace frío, el manto que cada uno ha usado durante el día.

En un rincón está el hornillo de barro. Es panzudo y en su parte baja tiene varias aberturas para meter la leña. Sobre él sc colocarán para hacer la comida esas ollas de barro que ahora vemos colgadas de un clavo en la pared. Junto a ellas, medio empotradas, están las tinajas en que se guarda el trigo, el aceite, los higos secos. En el alfeizar de la ventana —diminuta, más tronera que ventana— las artesas de madera que servirán para amasar la harina. Una cortina de saco cubre el ventanuco. La casa queda, por ello, casi completamente a oscuras cuando se cierra la gran puerta, única iluminación y ventilación de la vivienda. Junto a ella arde —a veces de día y siempre de noche— una lamparita de aceite (esta es la que encenderá la mujer que ha perdido una moneda y la que. en tanta oscuridad. precisarán las vírgenes que esperaban al esposo).

El techo es seguramente de madera. Esas vigas eran caras por entonces, pero no debían de faltar en la casa de un carpintero. Sobre ellas, la terraza que va a morir en la roca de la montaña y limita con las de los vecinos (cuando Cristo hable de pregonar la buena noticia por las terrazas, sabe que estas limitan las unas con las otras y que son, en Palestina, el mejor camino de comunicación). El suelo de la azotea es de débil barro apelmazado. Por eso hay en la casa un rulo de piedra para apisonarlo de nuevo cada vez que llueve. Débil protección —fácil de quebrar, como nos mostrará la escena del paralítico al que descuelgan del techo para que lo cure Jesús— que no impide las pertinaces goteras. El libro de los Proverbios (27, 15) nos explicará que defenderse del agua que atraviesa la techumbre es tan difícil como acallar a «la mujer rencillosa y gruñona».

Esta es la casa. Pero en realidad sólo se usa para dormir. La vida se hace en la terraza o, más comúnmente, en el patio delantero. En Galilea hace buen tiempo la mayor parte del año y se vive, por tanto, al aire libre. Las excavaciones en muchas ciudades de la época nos han mostrado que la mayor parte de estas casas se abren sobre un patinillo en el que coinciden generalmente varias viviendas. El galileo de tiempos de Jesús puede decir, en justicia, que vive «con derecho a patio». En él se trabaja —allí debió de tener José toda su carpintería—, allí se guisa y se prepara el pan, entre el piar de las gallinas y los gritos y carreras de los niños. En este corral hay con frecuencia árboles frutales, casi siempre alguna higuera. En uno de sus rincones puede haber un horno, que sirve para todas las familias que colindan. Y tal vez algún sombrajo para protegerse del sol.

Allí vivió la casi totalidad de su vida la familia de Jesús. Habrá que empezar a desechar esa idea de la «sagrada soledad» en que se encontraban. José trabaja en su madera al lado de su vecino el talabartero o el curtidor. María hila y guisa junto a sus convecinas. El niño vive en mezcla continua con la patulea de los críos de las casas próximas. Este patio es la habitación común que todos comparten y no hay que imaginarse un clima místico en el que las vecinas de María fueran santa Catalina y santa Eduvigis. En torno a ellos giran la murmuración y la envidia, el trapicheo y los líos de faldas, justamente igual que en cualquier piso de vecindad de hoy.


Los padres

En esta casa vive la familia que es como tantas otras. Netamente patriarcal, en ella el padre lo es todo. La casa palestina no es la «casa de la familia» sino la «casa del padre» que es, a la vez, padre, amo y señor. El tiene todos los derechos: decidir, dar órdenes, castigar... El es el único responsable de los bienes domésticos, el que decide la herencia de los hijos y el matrimonio de las hijas. Es, a la vez, el sacerdote, el maestro, el jefe indiscutido e indiscutible.

Junto a él, la esposa sólo existe en cuanto madre; sólo en cuanto engendradora es respetada y bendecida. Como mujer, simplemente no existe, no cuenta. El culto en la sinagoga no puede celebrarse si no asisten, al menos, diez varones. Poco importa el número de mujeres que haya. Ni a ellas, ni a los niños, se les contará al numerar las multitudes en las páginas evangélicas.

Nacer hembra en Palestina era una desgracia. El rabí Juda ben hay escribe:

Tres glorificaciones es preciso hacer a diario: ¡Alabado seas Señor, porque no me hiciste pagano! ¡Alabado seas porque no me hiciste mujer! ¡Alabado seas porque no me hiciste inculto!

En la vida religiosa se las mira con desprecio. De Hillel procede el dicho: Muchas mujeres, mucha magia. Al rabí Eliecer se atribuye la máxima: Quien enseña a su hija la torá (la Iey) le enseña necedades. Y aquella otra: Mejor fuera que pereciera entre las llamas la torá antes de que les fuera entregada a las mujeres. Libros rabínicos las presentan como ligeras de cascos e incapaces de recibir instrucción y afirman que a ellas les son asignadas nueve décimas partes de la charlatanería del mundo. No hables mucho con la mujer ordena el rabí José ben Yohanán y añade que a la hora de la muerte se pedirá cuentas al varón por cada conversación innecesaria tenida con .su mujer.

Consecuencia de esta mentalidad es que no existían en la vida pública. Su testimonio no era válido en los juicios, no se las permitía servir en las comidas de varones, no podían saludar por la calle, pasaban de hecho la mayor parte de su vida en casa y aun aquí —fuera de los ambientes rurales- estaban siempre con una toca que les cubría el rostro. Yo era una pura virgen y jamás había traspasado el umbral de la casa de mi padre dice una muchacha en el libro de los Macabeos. Y una famosa mujer, Kimhit, que había tenido siete hijos, todos ellos sumos sacerdotes, llegaba a afirmar —aludiendo a su velo perpetuo—: Jamás vieron mis trenzas las vigas de mi casa.

El mismo lenguaje reflejaba este clima segregador: palabras tan fundamentales como «santo», «justo» o «piadoso» no tenían femenino.


Los niños

Tampoco los niños eran muy valorados en Israel. Nacer varón era una fortuna, pero sólo comenzaba a disfrutarse con la adolescencia. Antes, un niño era simple «propiedad» de su padre, que podía obrar con él a su antojo. Sólo en algún texto rabínico tardío encontramos frases de valoración de la infancia (como aquel que afirma que el mundo se mantiene sólo por el aliento de los niños) pues el pensamiento del tiempo de Jesús valoraba sólo al niño por el adulto que llegaría a ser. El rabí Dosa ben Arquinos llegó a escribir que cuatro cosas alejaban al hombre de la realidad y le sacaban del mundo: el sueño de la mañana, el vino de mediodía, el entretenerse en lugares donde se reúne el vulgo y el charlar con los niños.

¿Se respiraba este clima discriminatorio en la casa de José? Todo hace pensar que con muchos atenuantes. Jesús hablaba a sus padres con respeto, pero con una cierta distancia. Por otro lado, ya adulto no cumplirá precisamente ese mandato de no hablar con los niños. E incorporará a las mujeres a su comunidad, viéndolas como personas completas ante Dios. Mandará incluso a los adultos que se hagan como niños si quieren alcanzar el reino de Dios.


El trabajo

¿Cómo se vivía en la casa de José? Podernos estar seguros de que el trabajo llenaba la mayor parte de la jornada. No sabemos si José trabajaría siempre a domicilio. Lo más probable es que la tarea fuera muy variada y todo hace pensar que el pequeño Jesús acompañaría con frecuencia a su padre, ayudándole en lo que pudiera. Es un hecho que Jesús, de mayor, habla como un experto en muchas labores. Habla de la siembra y de la labranza como alguien que lo conociera por experiencia directa y personal entiende de granos y de semillas, conoce los tiempos precisos para hacer la siembra y la recolección, distingue las calidades de la tierra y cómo debe ser cuidada para que produzca. Lo mismo podemos decir del pastoreo. ¿Sería muy atrevido asegurar que ocasionalmente practicó estos oficios junto a su padre, además de la carpintería?

Pero si el padre trabajaba no lo hacía menos la mujer. No era precisamente descansada la vida de una campesina nazaretana. El día comenzaba con la fabricación personal del pan para la familia. Cada mañana María tomaba unos puñados de trigo de la tinaja que tenía empotrada en la pared. Salía —probablemente el niño a su lado— al patio y lo molía personalmente. Los molinos eran rústicos: dos simples piedras, la más pequeña de las cuales giraba sobre la inferior. El sonido de la molienda era tradicional en la mañana de las aldeas de Galilea. Amasaba luego la harina —Jesús, más tarde sabría exactamente qué proporción de levadura hay que mezclar a cada medida— y la dejaba fermentar. Preparaba, mientras tanto, el horno. Cargaba la leña, la encendía con el fuego de la lamparilla que ardió durante la noche —se dejaba encendida, porque no era fácil sacar chispas del pedernal— y ponía sobre ella las tabletas de pan — unas tortas muy finas y un tanto insípidas— necesarias para la jornada. Era «el pan de cada día» de que hablaría más tarde Jesús.

Había, además, que acarrear el agua. Bajaba María con sus cántaros a la fuente, como las demás mujeres, mientras los niños correteaban entre ellas, expuestos siempre a hacer perder el equilibrio a las aguadoras. Luego, al regreso, un cántaro sobre la cabeza sostenido con un rodete de trapo y probablemente otro en cada mano, la cuesta se hacía empinada y sudorosa.


Las comidas

Las comidas no eran complicadas. Se comía dos veces al día: una más suave a mediodía y otra más fuerte a la puesta del sol. Casi nadie desayunaba. Sólo los ricos tomaban algún cocimiento de hierbas. El alimento principal era el pan. Lo había de muchas clases. El de la gente común era el de cebada que, en las ciudades, podía comprarse en cualquier esquina por poco precio, si bien aún era más barato el de mijo y lentejas que comían sólo los pordioseros. El de trigo era, en cambio, lujo de ricos. Solía comerse caliente y, con frecuencia, untado en aceite. Y nunca se cortaba: se partía con las manos como Jesús haría siempre.

El resto de la comida era principalmente vegetariano: calabaza, alubias, cebolla, ajo, pepinos, pimientos, lentejas, puerros y guisantes eran lo más frecuente en la mayoría de las mesas.

También el pescado era abundante. El lago de Genezaret era fecundo en peces y en los pueblecillos de las orillas había fábricas rudimentarias de salazón y escabechado. Pero con mayor frecuencia se comía asado sobre las brasas con un cierto sabor a humo.

La carne sólo llegaba a las mesas de la gente humilde en los días de fiesta y especialmente en la pascua. La preferida era la de vacuno, la de oveja y cabrito, aun cuando no faltaran las aves. No era infrecuente el asado del animal entero espetado sobre las llamas o colocado en una fosa, como suelen hacer aún hoy los samaritanos cuando llega la pascua.

Los judíos eran especialmente amigos de los dulces. Su tierra sería definida como «la que mana leche y miel» porque la miel era el plato preferido. Se decía que «daba brillo a los ojos» y se la consideraba un buen digestivo.

La fruta era abundante en Palestina y concretamente en Galilea. Flavio Josefo lo describía con estas palabras:

La tierra que rodea el lago de Genezaret es admirable por su hermosura y fecundidad. No hay plantas que la naturaleza no le permita alimentar. El aire es tan templado que favorece a toda clase de fruta. Se ven nogales en gran cantidad, árboles que soportan climas muy filos; y otros que necesitan de mayor calor, como las palmeras: los que requieren una temperatura templada y suave, como la higuera y el olivo: todos encuentran lo que desean y parece que todas las estaciones rivalicen en favor a esta tierra feliz, porque no sólo produce esta gran cantidad de frutos excelentes, sino que, además, los conserva durante tanto tiempo que es posible comer uvas e higos durante seis meses y otros frutos durante todo el año.

La fruta no faltaba nunca, pues, en una casa palestina y especialmente los higos y las nueces. No conocían en cambio la naranja y el plátano que hoy son característicos del estado de Israel.

Entre las bebidas era abundante la leche –que era lo primero que se ofrecía a un huésped—, los zumos de frutas, la mezcla de leche y miel y, como refrescante, al agua con un poco de vinagre (la misma que el legionario romano tendería a Cristo en la cruz).

Era abundante el vino. Había en la antigua Palestina muchos viñedos y su fruto se usaba para todo: como medicina (el buen samaritano unge las heridas del asaltado con vino y aceite), como parte de las comidas, como alimento mezclado con huevos.

Las comidas se hacían sentados en el suelo en cuclillas o levemente inclinados sobre el codo izquierdo. Un plato común servia para todos. que tomaban de él y en él mojaban. Todo se comía con los dedos. La misma carne se desgarraba con las manos y se comía a pequeños trocitos.


Los vestidos

Preparar la comida era una buena parte del trabajo femenino. Pero no la única. Estaba también la preparación y el cuidado de los vestidos de los suyos. Por el país circulaban buhoneros ofreciendo todo tipo de telas, pero era orgullo de la esposa prepararlas ella misma. En el himno bíblico a la mujer hacendosa se elogia a aquella cuyos dedos toman el huso y cuya mano empuña la rueca (Prov 31, 19). En Judea se trabajaba especialmente la lana, en Galilea era el lino el preferido. Con frecuencia las túnicas y mantos se tejían enteros, sin cortar. Una de estas túnicas hecha quizá por María es la que se sortean los soldados porque, al ser de una sola pieza, no la quieren repartir.

María hace, pues, los vestidos de su esposo y su hijo. Los cose ante los ojos del pequeño que, más tarde, hablará con acierto de qué tipo de remiendo hay que poner en una tela vieja para que no se haga mayor el roto. Hablará también de dónde se guardan los vestidos y cómo se defienden del entonces peligroso enemigo que era la polilla.

Y aún no concluye la jornada de la esposa. A la tarde tendrá que ir a recoger leña. Salían en grupos las mujeres a recoger rastrojos, zarzas, estiércol seco y, sobre todo, esos cardos que son tan abundantes en Nazaret y que serán tan fundamentales para encender el fuego. Volvían después con enormes haces cargados sobre la cabeza, desnudos los pies y sucios los vestidos.

Se trabajaba, sí. En la casa de Nazaret no había servidores. El niño va sabiendo que hay que ganarse el pan con el sudor de su frente; ve las manos de sus padres como de trabajadores; ve también cómo las suyas, ya desde pequeño, van encalleciendo.


El estudio y
los juegos

No faltaban, como es lógico, ni el estudio ni los juegos. La educación era obligatoria en Palestina. Todos los pueblos, aun los más pequeños, tenían su escuela, unida generalmente a la sinagoga, y los niños tenían obligación de asistir a ella desde los seis años. Los fariseos enseñaban que era contrario a la ley vivir en un pueblo que no tuviera escuela.

La enseñanza era centralmente religiosa. Los pequeños estudiaban la Biblia, la historia patria, los mandamientos de la ley. Pero tampoco se olvidaban las matemáticas --reducidas a las cuatro operaciones fundamentales-- y las lenguas. El arameo era la lengua materna de Jesús, pero en la escuela el estudio se centraba en el hebreo, la lengua de la Biblia, diferente del arameo como puedan hoy diferenciarse el español y el italiano. No es imposible, incluso, que Jesús supiera algo de griego, pues se hablaba mucho en su comarca y en esta lengua tuvo que entenderse con Pilato y con el centurión (nunca vemos en el evangelio aparecer la figura del intérprete y los romanos nunca se rebajaban a aprender las lenguas orientales).

El aprendizaje era puramente memorístico. Los estudiantes estaban siempre en pie mientras recibían su lección, salvo que el maestro les llevase —en los días de calor— a tener la clase en el campo.

Pero más que un estudio intelectual se enseña a Jesús un oficio. Nuestra división entre trabajo intelectual y manual no existía tan neta en la tierra y tiempos de Jesús. Mucho menos nuestro concepto de proletarios en lucha con los intelectuales. El trabajo manual es sagrado para los judíos. Aquel que gana su vida con su trabajo es más grande que el que se encierra ociosamente en la piedad, enseñaban los rabinos. Y precisaban aún más: El artesano en su trabajo no debe levantarse ante el más grande doctor.

El trabajo manual era, así, tarea de todos y no de una clase. Era normal que lo realizaran los sacerdotes y escribas. Procúrate un oficio al lado del estudio, dice el comentario rabínico al Eclesiastés. Y el Talmud llega a afirmar que más grande es aquel que se hace útil por el trabajo que aquel que conoce a Dios. Y no habla de oficios elevados. Afirma que el más bello trabajo es el de la tierra; aunque sea menos ganancioso, debe ser preferido a cualquier otro.

Siendo, pues, un trabajador no inicia Jesús un camino inédito. El famoso Hillel fue leñador; el Rabí Yehudi, panadero; Yohanan, zapatero; y en los Hechos de los apóstoles veremos a Pablo como experto en fabricación de tiendas de campaña.

José enseñó su oficio a su hijo como una simple obligación de padre. El Talmud lo decía: Del mismo modo que se está obligado a alimentar a sus hijos, se está obligado a enseñarles una profesión manual, porque quien no lo hace es como si hiciera de su hijo un bandido. El ser un obrero no es para Jesús una opción de clase, es un simple adaptarse a las costumbres de su pueblo y el cumplimiento de una obligación religiosa.

Y, junto al trabajo, el juego. El pequeño galileo de quien estamos hablando era radicalmente un niño y como tal obraría. Tendría, sí, una infancia más breve que la que tiene el occidental de hoy, pues el trabajo prematuro y la juventud en que los muchachos de entonces se casaban, aceleraba la llegada de la madurez. Pero, en sus primeros años, sus juegos serían los de siempre. En esto sí es útil lo que nos cuentan los apócrifos, sólo con que despojemos de milagros los juegos que describen. Los niños jugaban con el barro, hacían travesuras, saltaban sobre las terrazas, se caían de ellas a veces, correteaban entre sus madres cuando éstas iban a coger leña o a llenar sus cántaros a la fuente. Eran felices como los chiquillos de todos los siglos. No jugaban a fabricar cruces simbólicas; harían, en todo caso, carros, espadas o muñecos. Y hablarían de lo que iban a hacer cuando fueran mayores: tal vez entre sus sueños de muchachos estaría el Mesías, ese Salvador que iba a venir de un momento a otro y a cuyas órdenes se apuntarían para salvar a su pueblo.


La vida religiosa

No, no es una idea piadosa pensar que el Mesías figuraría entre sus sueños. Porque no habremos descrito la verdad de la vida nazaretana de aquel tiempo si olvidamos su dimensión religiosa, infinitamente más central de cuanto hoy podamos suponer.

Albert Schweitzer ha señalado con acierto cómo cada siglo ha ido inventándose «su» Cristo, cómo todas las biografias de Jesús han proyectado sobre su figura las ideas de sus autores o del contorno social en que eran escritas. Nuestro siglo tiende hoy a pintar un Cristo secularizado; gusta de acentuar todas las cosas en las que Jesús rompió con la tradición judía, aquéllas en las que fue más allá de toda religión. Pero olvidar todas las otras en las que Jesús vivió en plenitud el clima de su tiempo sería un modo de engañarnos y de conocer el Cristo que nos apetece y no el que realmente existió. Acentuar las zonas seculares de Jesús olvidando sus centrales raíces religiosas, ignorando la espiritualidad absolutamente sacralizada en que estuvo sumergido, sería tal vez un camino muy «moderno», pero no muy verdadero. Tiempo tendremos en estas páginas para conocer todas las cosas en que Jesús se «despega» de su tiempo. Pero deberemos antes conocer con exactitud ese ambiente en que nace y se educa.

Es un mundo total y radicalmente sacral. En la Palestina en que Jesús vivió, lo profano y lo religioso se equilibran y se permean mutuamente. No se distingue vida y oración, no hay tiempos de vivir y tiempos de orar; la vida es oración y la oración es vida. Lo religioso invade todos los conceptos hasta la matemática y la geografía y toda historia es historia sagrada. Palestina, por ejemplo, no tiene unos límites geográficos: la tierra de Israel son todas aquellas ciudades en las que de hecho se da culto a Yahvé. Los rabinos de aquel tiempo saben perfectamente que en su país hay sólo seis lagos, pero dicen que hay siete porque éste es el número perfecto. Creen —con un convencimiento absoluto que los ríos «cumplen» el sábado, haciendo correr ese día más lentamente sus aguas. La misma tierra debe participar en el ritmo sacerdotal del mundo y descansar un año de cada siete, aunque ello suponga renunciar a las cosechas de doce meses. Israel se siente y vive como «un reino sacerdotal y una nación santa». Hay en el pueblo de entonces quienes no cumplen los preceptos de la ley, pero esa es la ración de pecado que nunca alterará la verdadera marcha religiosa del mundo.

Imaginarse, por ello, el Nazaret en que vivió Jesús como un seminario, no es una piadosa imaginación, sino una realidad. Y pensar que en una casa piadosa como la de Jesús que, además, como familia de David se sentía llamada a un especial servicio de Dios se vivía en un clima que hoy llamaríamos obsesivamente religioso y sacral, no es ninguna exageración.


Un universo sacralizado

Un estudio objetivo de la vida pública de Cristo nos muestra que Jesús no es que haga actos o gestos religiosos, es que no sale jamás del mundo de lo religioso; no es que «ore», es que vive orando. Y con una vivencia de la oración que es típica y totalmente la que vivía el pueblo en que nació y se formó. Robert Aron escribe con exactitud:

Lo que caracteriza la oración judía de aquel tiempo es que ella no pide nada para nadie en particular, sino que, al contrario, aporta a Dios el sostén de la comunicad humana considerada en su conjunto. Lo que un hombre puede hacer, en el límite de sus medios, cuando ora es aumentar, por así decirlo, la «carga» religiosa o el potencial religioso total del universo. El orante puede, con su súplica incesante aunque limitada, santificar la totalidad del universo. La oración judía consiste en reforzar la acción de Dios sobre el mundo y no, como en nuestra oración posterior, en dirigir esa acción hacia las necesidades humanas. No pide intervenciones milagrosas al margen de las leyes naturales: le bastan los milagros permanentes de la vida y del universo. El judío acepta la naturaleza como es, pero, junto a esta aceptación cósmica de la naturaleza, él cumple el acto que es propio del hombre y que consiste en acentuar el carácter sagrado del universo y embeberlo de lo divino.

Por eso la oración del judío —y la encontraremos en el Jesús adulto— es «bendición» mucho antes que «petición». En los evangelios Jesús bendice constantemente y para todo. Y al hacerlo quiere recordar el papel central que Dios tiene en toda vida y en toda cosa. Su espiritualidad se irá progresivamente diferenciando en muchos puntos de la espiritualidad judía de su tiempo, pero hay un punto en el que ambas espiritualidades, la judía y la cristiana, coinciden absolutamente: en el hecho esencial de la omnipresencia del espíritu. En este clima que hemos llamado sacerdotal o seminarístico, vivió Jesús toda su infancia.

Un estudio objetivo de la vida de la Palestina del tiempo de Jesús nos presenta –con asombro por nuestra parte— este clima religioso que nosotros juzgaríamos obsesivo. El judío de tiempos de Jesús llenaba materialmente su día de bendiciones, no podía respirar sin bendecir. Había una para decirla apenas se abrían los ojos, una segunda para el gesto de estirarse, una tercera para el momento de ponerse en pie, una cuarta para el primer paso que se daba, varias para cada uno de los vestidos que se ponían, otra para ponerse las sandalias, una para cubrirse la cabeza, otra más para el momento de lavarse. No faltaba —hoy nos haría reír— una oración para el momento de hacer las necesidades corporales, llena del más absoluto realismo. Cuando el judío se sentaba a comer tenía plegarias para antes de la comida, para bendecir el pan, el vino, los cereales, la fruta, para después de concluida la comida. El judío bendecía a Dios cuando olía un perfume, tenía una oración para cuando recibía una buena noticia, para cuando encontraba a un amigo a quien hacía tiempo no había visto y una diferente para cuando el amigo se curaba de una enfermedad. Conocemos hoy todas esas plegarias y son bellísimas. ¿Se recitaban de hecho? Sí, ciertamente en las familias piadosas y podemos estar ciertos que este ritmo realmente sacerdotal se percibía en la casa de Jesús. Se haría sin hipertrofias farisaicas, pero ciertamente se vivía.


La sinagoga

Tampoco seríamos objetivos si ignorásemos la parte que tuvo la sinagoga en la vida infantil de Jesús. Acostumbrados como estamos a saber que Jesús «superó» la sinagoga, nos olvidamos demasiado fácilmente de que el evangelio multiplica las citas de presencia de Jesús en ellas y de participación activa en el culto. La frase Jesús recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas (Mt 4, 23), la encontramos con ligeras variantes al menos nueve veces en los distintos evangelios. Y, cuando (como en Lucas 4, 16) se nos describe más minuciosamente esta presencia de Jesús en una sinagoga, vemos que cumple con la más absoluta exactitud todo cuanto en ellas solía practicarse. Podemos tener la certeza más absoluta de que la de Nazaret —cuyas ruinas se conocen aún hoy— fue uno de los centros vitales de la infancia de Jesús, de que en ella aprendió la Escritura que conocía tan bien como su nombre, de que en ella practicó junto a sus padres con absoluta exactitud todos cuantos actos cultuales se celebraban.


El sábado

También la vida pública nos mostrará la superación que Jesús hace de cuanto el espíritu farisaico había añadido a la idea del sábado, pero volveríamos a equivocarnos si olvidásemos que este día jugó en toda su infancia un papel decisivo y que lo vivió, junto a sus padres, con una exactitud ejemplar, tanto en el culto como en los ritos de las comidas. San Pedro, que fue comensal habitual de Jesús durante años, dirá en los Hechos de los apóstoles (1, 14) que él no ha comido jamás nada impuro. Es evidente que en la mesa de Jesús —aunque supiera que es el corazón quien hace impuras las cosas— se practicaba, sin embargo, con fidelidad lo prescrito, como signo de fidelidad a la voluntad de Dios.

Vivía, sin duda, Jesús en toda su infancia la religiosidad del sábado y en muchos de sus actos de culto participó, como todos, en la función de lector de la Escritura, dentro de la mentalidad judía en la que toda la comunidad tenía funciones sacerdotales, turnándose los hombres del pueblo en las tareas de presidir la oración.

El niño iría descubriendo progresivamente lo incompleto de aquel culto, percibiría la insatisfacción que dejaba en las almas más puras que aspiraban a una visión más plena y paternal de Dios. Pero sabría también que aquella oración era lo más alto que había en el mundo y que a través de ella se entraba en contacto con el Dios verdadero. De aquellas esperanzas vivían todos cuantos esperaban la manifestación de Dios; de esa religiosidad se habían alimentado los mejores campeones del espíritu y todos los profetas que anunciaron la venida del Esperado. El, que no había venido a destruir, sino a completar, llevaría a la plenitud lo que los mejores de su pueblo vivían.


Toda infancia es misteriosa

En este clima humano y espiritual pasó su infancia, siendo un chiquillo más de Nazaret, un niño bueno de Nazaret. ¿Sólo eso? Era más, mucho más, ciertamente. Pero ¿se notaba en algo?

Esta es la más ardua y difícil de las preguntas. Toda infancia es misteriosa, pero la de Jesús debió de serlo mucho más. Y no hará falta inventar milagros. La profundidad de los seres es ya de suyo más desconcertante que la alteración de las leyes de la naturaleza. ¿Qué peso externo tenía su realidad de Hijo de Dios? ¿Cómo influía en este niño la responsabilidad, sin duda creciente, de su misión?

Todos los genios destinados a una gran tarea, han sido desconcertantes en sus años infantiles, sin que haya que recurrir a hechos extraordinarios. Los padres de la Iglesia —temerosos quizá de que se olvidase la plena transcendencia que existía ya en aquel niño— han tendido a presentárnoslo como un adulto prematuro. San Agustín escribe que la ignorancia del hombre en la cuna no alcanzó a este niño, en quien el Verbo se había hecho carne para habitar entre nosotros; y yo no admitiré que Cristo niño haya pasado por esta flaqueza de espíritu que en los otros niños vemos. Pero --sin entrar ahora en el arduo problema de la ciencia divina y humana en Cristo-- lo que es claro es que, si aceptamos la verdadera y no simbólica encarnación de Cristo, tenemos que asumir todas las consecuencias de esta total humanidad. No puede haber encarnación señala Christian Duquoc si el Hijo no entra en toda la densidad de la condición humana.

Parte de esta «densidad de la condición humana» que aceptó en todo menos en el pecado es el hecho de ser un niño, no un adulto disfrazado de niño. Una piedad ingenua y no muy teológica nos lleva a ver como «indigno» este «eclipse» de Dios en la realidad débil de un chiquillo que ciertamente no es, ni en pureza, ni tampoco en profundidad, inferior a la sabiduría adulta. En verdad que privar de su infancia —¡de una infancia verdadera!— a quien mandó que nos hiciéramos niños, sería robarle a Jesús algo muy grande. Es en ella donde se realiza por primera y única vez la plenitud del espíritu infantil que han predicado Francisco de Asís y Teresa de Lisieux. Es más: Jesús ha sido el único ser humano que ha logrado permanecer niño durante todos los segundos de su vida, el único «pertinaz en la infancia», el único ser —junto con María— nunca violado. ¡Permaneced.fieles a la infancia! ¡No os hagáis nunca personas mayores! gritaba Bernanos a los adolescentes, ¿y nosotros robaríamos a Cristo este altísimo tesoro, sabiendo como sabemos que el mundo sólo se sostiene por la dulce complicidad de los niños, los santos y los poetas?

Sí, sí, era un niño, fue un niño, totalmente niño. Lo que no quiere decir que el misterio no gravitara sobre él y que este misterio no desconcertara a cuantos le rodeaban. Que, incluso, nadie le entendiera. A los doce años le veremos dominado ya, dirigido por una vocación misteriosa. Y encontraremos que sus padres no «comprenden» (Lc 2, 50) las palabras con que el muchacho descubre su misterio.

Sería, sí, ese niño raro que desconcierta a quienes le rodean, no porque haga algo distinto de los demás, sino porque todo cuanto los demás hacen lo vive él de un modo distinto, con una extraña profundidad.

Un poeta español lo ha expresado con cuatro versos inquietantes:

Cuando con los otros niños
de Belén, jugabas tú
¿sabías o no sabías
que eras el Niño Jesús?

Nunca encontrará respuesta esta pregunta de Manuel Fernández Sanz. Jamás sabremos cómo ni cuándo en la conciencia humana de Cristo brotó el conocimiento pleno de su personalidad y su misión, aquel sentirse llevado por una vocación más alta que la humana.

Lo que sí sabemos es que la suya fue la más difícil de todas las infancias. Su alma, su terrible ser, desbordaba de la pequeñez de su cuerpo humano y de la creciente inteligencia del hombre que era. Otro poeta --ellos siempre tratan de llegar al misterio, pero saben que nunca lo alcanzarán-- ha tratado de definir esa casi tragedia:

Siendo Dios era dificil,
casi imposible jugar;
las canicas en su mano
tenían sabor a sal.

Sobre su espalda infantil
cargaba la eternidad;
demasiado peso para
poder reir y cantar.
Por eso a veces sentía,
viendo a los otros jugar,
la nostalgia de no ser
sólo un niño y nada más.

Sí, esto lo sabemos: era plenamente niño, pero era también mucho más. Lo que conocemos de su carácter de mayor nos hace ver en él al niño integrado en la plenitud de la vida, pero, al mismo tiempo, amigo de la soledad, sabiéndose distinto y percibiendo que cuantos le rodeaban le amaban y le temían al mismo tiempo, como nos inquieta acercarnos a un pozo demasiado hondo.

«Un niño raro» dirían en Nazaret. Y tendría que vivir esa soledad que viven todos los pequeños, pero multiplicada; esa terrible soledad de los que saben que su tarea es más importante que su vida. No jugaría con cruces, pero una cruz misteriosa se abría ya paso en su alma de chiquillo, una cruz que le hacía amar tan terriblemente que casi envenenaba la limpia alegría de jugar.