Para María

SUMARIO

Unas palabras de introducción 479
María, fin secundario de toda nuestra vida interior
I. Vivir para María 481
II. Por qué vivir para María 486
Práctica de la glorificación de María
III. La práctica 490
IV. Por el reino de Nuestra Señora 494
Tesis de Montfort sobre el reino de Cristo y de María
V. El reino de Cristo por el reino de María 499
VI. El reino de Cristo en este mundo 509
VII. El reino de María 513
VIII. Lazo necesario entre el reino de Cristo
y el reino de María 519
IX. El reino de Cristo por María
y las profecías de San Luis María de Montfort 528
Realización actual de estas predicciones
X. Ha llegado la hora (1) 535
XI. Ha llegado la hora (2) 541
XII. La consagración mariana en nuestra época 546
Modalidades del apostolado mariano por el reino de María
XIII. Apostolado mariano 555
XIV. Apostolado mariano directo 560
XV. Apostolado mariano oculto 568
XVI. Trabajo, oración, sufrimiento 573
XVII. El sacrificio supremo 578
XIX. Ofrecimiento de sí para el reino de Jesús por María 582

 

Unas palabras de introducción

            Con confianza presentamos al público piadoso y serio este quinto volumen de la Serie Immaculata, lanzada durante el Año Mariano 1953-1954.

            Con confianza…

            No a causa del valor intrínseco y objetivo de este trabajo, sino a causa del interés de la materia tratada en estas páginas. La vida mariana, tal como la propone San Luis María de Montfort, atrae incontestablemente cada vez más a las almas, especialmente a aquellas que sienten una vocación especial en este campo. La materia tratada en este quinto pequeño volumen es particularmente atractiva, y asimismo importante para completar en nuestra vida el lugar que le corresponde a la inseparable Socia de Cristo en los designios y obras de Dios.

            Con confianza…

            Porque esta Mediadora incomparable de todas las gracias quiso impregnar de luz, de fortaleza y de unción al menos algunas de las páginas de los volúmenes precedentes, y eso nos hace esperar y augurar humildemente los mismos beneficios para las páginas siguientes.

            Con confianza…

            Porque, desde muchas partes nos han alentado en nuestro trabajo por medio de testimonios reconfortantes: un eminente mariólogo de Roma, consultor de congregaciones romanas; el redactor jefe de una de nuestras grandes revistas mariológicas; un profesor jubilado de universidad, domiciliado en Budapest, que espera la victoria de la Patrona de Hungría; un joven sacerdote indígena, que lucha en Vietnam por el triunfo de la causa de Dios; al igual que muchas almas sencillas, a menudo gente del pueblo, que se esfuerzan por releer estos artículos tres y cuatro veces para comprenderlos mejor…

            ¡Sea bendita nuestra divina Madre mil veces por ello, y dígnese aceptar ahora, en su infinita bondad, este humilde regalo «jubi­lar» que le ofrecemos durante el año preparatorio al gran jubileo de Lourdes, para el 40º aniversario de sus apariciones en Fátima y para el cercano 25º aniversario de sus apariciones en Beauraing y en Banneux!

Lovaina, Convento de María Mediadora,
a 25 de marzo de 1957.


 

I
Vivir para María

            Debemos abordar ahora el estudio de un aspecto nuevo y especial de la vida mariana: vivir para la Santísima Virgen. San Luis María de Montfort hizo con todas las manifestaciones más hermosas e importantes de la piedad mariana un todo sólidamente construido, con partes íntimamente trabadas entre sí. Hemos estudiado ya sucesivamente la mayoría de estas partes.

            El fundamento práctico de una vida mariana ideal consiste en la Consagración total y definitiva a la Santísima Virgen, tal como Montfort la expone. Esta vida mariana ha de componerse de una dependencia habitual y de una obediencia total para con Nuestra Señora, de una confianza absoluta que nos haga recurrir a Ella en toda dificultad, de la imitación fiel de sus virtudes, y de una unión habitual con Ella en todas nuestras acciones. Todas estas formas de la vida mariana han sido expuestas precedentemente.

            Este rápido vistazo de conjunto nos hace constatar de nuevo qué rica y completa es la devoción mariana, tal como la propone nuestro Padre de Montfort; cómo correspondemos así a todos los aspectos de la misión de la Santísima Virgen hacia nosotros; cómo marializamos con ella todas las formas principales de la vida cristiana, y cómo en todas nuestras relaciones con Dios reconocemos prácticamente a la Madre de Jesús una Mediación, adaptada a estas distintas relaciones.

            Llegamos ahora a la exposición del último gran aspecto de la vida mariana: vivir y obrar para María.

            También para este trabajo imploramos humildemente, por la intercesión de nuestro Padre de Montfort, la bendición materna de la Llena de gracia.

 

Aspecto importante

 

            La finalidad es un aspecto importantísimo de nuestra vida moral. Los filósofos y los teólogos lo han constatado: de todas las causas que influyen en nuestras acciones, la causa final o meta que perseguimos es la más importante. Y es que ella pone en movimiento todas las demás energías, y les impone su dirección. Por el fin perseguimos y sobre todo damos valor a nuestros actos, que aunque en sí mismos puedan ya ser dignos de alabanza o de reprensión, reciben de modo principal su valor, tanto para el bien como para el mal, del fin hacia el cual los orientamos. Quien roba para cometer un pecado de impureza es más impúdico que ladrón, y quien vive pobremente para poder hacer buenas obras practica más la caridad que la pobreza.

            Por eso no hay que extrañarse de que los autores de la vida espiritual hayan concedido una importancia tan grande a este punto, recomendando con tanta insistencia lo que llaman la pureza de intención, y volviendo sin cesar sobre esto, que todas nuestras acciones han de estar orientadas hacia Dios como hacia nuestro fin último y supremo, y que todas ellas, tanto exteriores como interiores, deben ser realizadas únicamente para mayor gloria de Dios. Por otra parte, este precepto nos ha sido inculcado repetidas veces por el Espíritu Santo mismo: «Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» [1].

 

Marializado por Montfort

 

            En la edificación de su sistema de espiritualidad mariana, Mont­fort no descuidó este importante punto de vista de la vida cristiana. Mientras que la mayor parte de los devotos de la Santísima Virgen, incluso los mayores y más conocidos, dejan este aspecto en la sombra y no lo mencionan, el gran Apóstol de María reconoce a la Virgen la parte que le corresponde en el orden de la finalidad, y nos pide también que hagamos todas nuestras acciones para María, para su provecho y gloria, y que por consiguiente la tomemos como fin subordinado de toda nuestra vida.

            En el «Tratado de la Verdadera Devoción» escribe: «En fin, es menester realizar todas las acciones para María. Pues, como uno se ha entregado totalmente a su servicio, es justo que se haga todo para Ella, como un criado, un siervo y un esclavo; no que se la tome por el fin último de nuestros servicios, que es Jesucristo solo, sino por el fin próximo, el centro misterioso y el medio fácil para ir a El» [2]. Y en «El Secreto de María» podemos leer: «Es menester hacer todas las propias acciones para María, es decir, que siendo esclavo de esta augusta Princesa, es menester que no se trabaje más que para Ella, para su provecho y para su gloria como fin próximo, y para la gloria de Dios como fin último. En todo lo que se hace, hay que renunciar al amor propio, que se toma casi siempre por fin de manera imperceptible, y repetir frecuentemente desde el fondo del corazón: ¡Soberana querida, por amor vuestro voy aquí o allá, hago esto o aquello, sufro esta pena o esta injuria!» [3].

 

El hombre conoce y determina su fin

 

            Todos sabemos lo que quiere decir hacer una cosa por un fin determinado. A diferencia de los seres inferiores, somos, como hombres, conscientes del fin que perseguimos en nuestras acciones. Tenemos incluso el poder de determinar el fin que vamos a alcanzar por nuestros actos. Un animal obra por puro instinto, come porque tiene hambre y se siente atraído por la comida, sin ser consciente del fin que persigue por esta acción, a saber, la conservación y el desarrollo de su vida. El hombre, también en esto, es muy superior a la bestia. No sólo es consciente del fin inmediato y más remoto a que apunta por sus actos, sino que también puede determinar y cambiar libremente la orientación de sus actos. Un hombre puede comer por gula, únicamente por el placer inherente a esta acción. Pero también puede hacerlo explícitamente para mantener su vida, reparar sus fuerzas y estar así en condiciones de cumplir bien su deber de cada día. Esta misma acción puede realizarla por un fin superior: por amor a Dios, a fin de ser capaz de trabajar para gloria de Dios y salvación de las almas, o sencillamente para glorificar a Dios y servirlo por medio de esta misma acción. Desde este punto de vista, es perfectamente normal que se nos pida hacer todas nuestras acciones para gloria y provecho de la Santísima Virgen. También es conforme a la línea de nuestra naturaleza humana que, en el orden de la finalidad, demos a nuestras acciones una orientación determinada.

 

Dios, fin último; María, fin subordinado

 

            También debemos recordar que en una misma acción podemos perseguir varios fines a la vez, y que incluso podemos hacerlo sin disminuir la intensidad de nuestra tendencia a cada uno de estos fines, cuando están subordinados entre sí y uno de ellos puede ser considerado como medio para alcanzar el otro a modo de fin. Nuestro Padre de Montfort sugiere aquí la comparación muy justa de un viaje. Por ejemplo, quiero ir en bicicleta, en auto o a pie desde Lovaina hasta Bruselas; el camino de Bruselas pasa por Kortenberg. En este caso, es cierto que en la primera parte del viaje podré decir con verdad que voy a Kortenberg, aunque mi viaje apunte más bien a Bruselas, término de mi desplazamiento, que a Kortenberg, que sólo es una pausa intermedia para llegar a la capital.

            San Luis María de Montfort nos pide que realicemos nuestras acciones a la vez para gloria de Dios y de su divina Madre; para Ella como fin inmediato y subordinado, y para Jesús y Dios como fin último y supremo.

            El obrar para María como fin inmediato y secundario no me impide de ningún modo desear la mayor gloria de Dios y tender a ella por mi acción. En efecto, yo apunto a la glorificación y a las intenciones de la Santísima Virgen únicamente porque pueden favorecer y realizar la glorificación de Dios.

            Podemos ir más lejos. Con nuestro Padre debemos mantenernos persuadidos de que el mejor medio, el más perfecto, el único en cierto sentido, de procurar la mayor gloria de Dios, es precisamente vivir y obrar para Nuestra Señora, por sus intenciones y para su provecho. Pues la Santísima Virgen sabe siempre cómo puede realizarse y obtenerse esta mayor gloria de Dios.

            Nosotros, en nuestras oraciones, formulamos intenciones particulares. Las ofrecemos para lograr esta curación, esta conversión, esta gracia. Incluso cuando sabemos elevarnos por encima del círculo de nuestros intereses personales y de nuestro entorno, cuando formulamos intenciones «['1] apostólicas» y por lo tanto ciertamente buenas, no estamos nunca seguros de que estas intenciones sean de hecho las mejores, las más urgentes, las más eficaces para promover el reino y la gloria de Dios.

            Nuestra Señora, al contrario, conoce todo lo que sucede en el reino de Dios. Ella sabe dónde nuestras oraciones y sacrificios serán más útiles, dónde una decena del Rosario, o un simple Avemaría, o la menor buena acción, producirá los frutos más ricos para la salvación y santificación de las almas, y por ende para el reino y la gloria de Dios. Si le dejamos entera libertad de disponer de nuestros bienes espirituales, y si rezamos, trabajamos, sufrimos y vivimos fielmente por sus intenciones, podremos mantenernos tranquilamente seguros de que Ella sacará de nuestra pobre vida absolutamente todo lo que ella puede producir para gloria de Dios, para mayor gloria de Dios, fin último de la creación y de todas las obras divinas.


 

II
Por qué vivir para María

            En el capítulo precedente hemos visto que San Luis María de Montfort también introduce a Nuestra Señora en el orden de la finalidad de nuestra vida, y nos pide que lo hagamos todo para Ella como fin próximo y para gloria de Dios como fin supremo. Nada nos impide perseguir a la vez este doble fin. Vivir para la glorificación de la Santísima Virgen y por sus intenciones nos hará conseguir perfectísimamente la mayor gloria de Dios.

            A ciertas personas este aspecto de la vida mariana podrá parecerles insólito e injustificado. Por eso vamos a contestar a la siguiente pregunta: ¿Por qué motivos puedo o debo, en cierta medida, tomar a María como fin subordinado de mi vida, y realizar todas mis acciones por Ella?

 

Nuestro amor por Ella

 

            Ante todo, vivir, trabajar, rezar, sufrir, luchar y morir por Nuestra Señora es algo totalmente normal cuando se la ama con un amor grande; y todos nosotros queremos tender al amor más puro y elevado hacia la Santísima Virgen María.

            Ahora bien el amor, además de la unión con el ser amado, ¿no siente la necesidad imperiosa, como sueño acariciado incesantemente, de hacerlo todo por aquel o por aquella que es objeto de este afecto? Cierto es que para el amor humano ordinario este sueño es en gran parte irrealizable y quimérico. ¿Qué provecho puede encontrar un hombre, en el plano natural, en que otra persona oriente hacia él toda su actividad exterior e interior, salvo esta, que dicho trabajo satisfaga las necesidades de sus seres queridos? Pero es evidente que, a pesar de eso, la necesidad de vivir por el ser amado es uno de los instintos más profundos y asimismo más elevados del amor. Y lo que parcialmente no es más que un sueño irrealizable para el amor humano, se convierte en una pura y preciosa realidad en nuestro amor por Dios y por la Santísima Virgen. Ya es en sí mismo una glorificación para Ella, que en todas mis acciones la tenga ante mis ojos como fin subordinado de mi vida. Añádase a esto que cada acción hecha en estado de gracia, o incluso solamente bajo el impulso de la gracia actual, aumenta realmente la gloria de Nuestra Señora y enriquece el gozo accidental de su alma. Pues esta acción es hecha bajo el influjo de la gracia, que después de Dios y de Jesús viene siempre de María. Toda buena acción es un gozo para la Madre de Jesús y la Madre de las almas; todo acto virtuoso es un fruto de su Corredención, un efecto de su Mediación de gracia; significa una victoria, por pequeña que sea, de la Adversaria personal de Satán, y forma parte en definitiva de su triunfo final y total contra el gran Enemigo de Dios y de las almas. Por eso, de ningún modo es poco razonable tomar como intención «el provecho y la gloria» de María, como lo aconseja Montfort: pues este fin es realmente logrado y realizado.

 

Los derechos de la Santísima Virgen

 

            Además, nos parece incontestable que la Santísima Virgen tiene algunos derechos que hacer valer aquí, y que por más de un motivo es altamente conveniente realizar nuestras acciones por su honor y por su gloria.

            Se es fin del mismo modo que se es principio. Lo que fabricamos y producimos es nuestro y para nosotros. Un obrero puede disponer a su gusto, por derecho natural, del fruto de su trabajo. Dios es el fin último y supremo de todo ser y de toda operación, porque es también su primer Principio y su Causa suprema. Ahora bien, la Santísima Virgen es principio y causa, ciertamente subordinada pero real, de todo lo que hacemos en estado de gracia, y asimismo de todo lo que realizamos bajo la inspiración y con la ayuda de la gracia, porque Ella es la Mediadora y Distribuidora de todas las gracias. Por lo tanto, es justo que todas nuestras acciones sobrenaturales —y es sobrenatural todo lo que hacemos en estado de gracia, y también en cierto sentido todo lo que hacemos al menos bajo el impulso de la gracia actual— sean destinadas y realizadas para su glorificación.

            En un texto célebre San Pablo establece el siguiente orden de pertenencia, y por lo tanto de finalidad: «Todo es vuestro; y vosotros, de Cristo; y Cristo, de Dios» [4]. Es indudable que podemos intercalar aquí el nombre de la Santísima Virgen, que en cuanto nueva Eva es inseparable de su Hijo y Esposo divino, y completar así esta gran fórmula: «Todo es vuestro y para vosotros; y vosotros, de Cris­to y de María, y para Ellos también; y Cristo y María, de Dios y para Dios». Con muchos teólogos y santos podemos creer que todo el universo y todos los seres espirituales y materiales, provistos o no de razón, fueron creados y son mantenidos en la existencia para gloria de Cristo, pero también para gloria de María; que, por lo tanto, la Santísima Virgen es, después de Cristo, el fin de toda la creación, hombres y ángeles incluidos. Conviene que aceptemos, respetemos y realicemos prácticamente, en cuanto de nosotros depende, este orden establecido por Dios, y que por consiguiente empleemos toda nuestra vida y realicemos todas nuestras acciones para gloria de Dios como fin último, y para glorificación de María como fin secundario y medio perfectísimo de contribuir al honor supremo de Dios.

 

El deber del esclavo de amor

 

            En tercer lugar, esta vida para María, como muy justamente lo hace observar nuestro Padre, se impone como un deber a quienes se han entregado totalmente a Ella por la santa esclavitud de amor. El esclavo, incluso el que se ha establecido voluntariamente en esta condición, pertenece a su dueño con todo lo que tiene y todo lo que es. Todos los frutos de esta vida y de su actividad pertenecen, de derecho, al dueño de quien es propiedad. Sus acciones deben estar orientadas al beneficio de su amo, y tender a su provecho. De este modo nosotros nos hemos consagrado totalmente, como esclavos de amor, a nuestra Madre amadísima. Notemos solamente que nuestra pertenencia a María es mucho más entera y radical que la de un esclavo ordinario respecto de su señor o de su señora. Nos hemos entregado a Ella con todo lo que somos y todo lo que poseemos, nuestro cuerpo y nuestra alma, nuestros bienes de naturaleza y de gracia, en el tiempo y para la eternidad. Inútilmente buscaríamos en el orden humano un ejemplo de semejante pertenencia, pues el esclavo pertenecía a su señor sólo en cuanto al cuerpo, en el orden puramente natural y como máximo hasta la muerte. Por lo tanto, si somos de la Santísima Virgen de manera tan profunda, universal y duradera, es muy justo que todas nuestras acciones, todas las manifestaciones de nuestra actividad espiritual y corporal, natural y sobrenatural, estén orientadas hacia Ella, sean realizadas y ofrecidas para su honor y gloria, para su provecho y beneficio. Y así es muy normal que San Luis María de Montfort consigne en su Acto de Consagración esta práctica y esta conclusión: «Protesto que en adelante quiero, como verdadero esclavo vuestro, procurar vuestro honor y obedeceros en todas las cosas». El producto de un campo pertenece a su poseedor, y los frutos del árbol pertenecen de derecho a su propietario.

            Así, pues, nuestro Padre de Montfort saca muy legítimamente esta conclusión de nuestra santa esclavitud para con la Madre de Dios. San Pablo ya lo había dicho mucho antes que él, refiriéndose a su esclavitud respecto de Cristo. Razona así: «¿Busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿O es que intento agradar a los hombres? Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo» [5]. Si hacemos nuestras acciones para los hombres, o para el hombre que somos nosotros mismos; en otras palabras, si en nuestras acciones nos buscamos a nosotros mismos o a otras creaturas, no seremos los dignos esclavos de Jesús y de María. Nuestros actos sólo deben perseguir su honor y su provecho. Esta es la esclavitud de amor bien comprendida.

            Para nosotros será una excelente práctica, examinar a menudo nuestra conciencia, como San Pablo, y preguntarnos en el curso de nuestras acciones si estamos intentando agradar con ellas a Dios y a su dulce Madre, o a los hombres y a nosotros mismos; y, si es preciso, corregir y rectificar valientemente nuestras intenciones.


 

III
La práctica

            Después de algunas consideraciones generales, entre otras sobre la importancia del punto de vista de la finalidad en nuestra vida espiritual, hemos hablado hasta ahora de los motivos que deben hacernos aceptable, deseable y casi obligatoria la vida «para María». Llegamos ahora a la exposición de la práctica en sí misma. Querríamos desarrollar un tanto los consejos de San Luis María de Montfort sobre este tema.

            Hay dos modos de vivir y de obrar por la Santísima Virgen: ante todo, hacerlo todo sencillamente por amor a Ella, para su provecho y su gloria; y luego, orientar toda la vida a la glorificación de Nuestra Señora por las almas, a su reino en el mundo, y por lo tanto obrar más bien con un espíritu apostólico. Por el momento trataremos de la vida para María enfocada del primer modo.

 

Lo que debemos evitar

 

            El primer consejo de nuestro Padre de Montfort es negativo. No por eso es menos importante. «Esta alma debe renunciar, en todo lo que hace, a su amor propio, que se toma casi siempre como fin de manera imperceptible» [6].

            Tenemos, pues, ante todo, esta observación severa —¡pero qué justa por desgracia!— de un gran conocedor de las almas: que, si no tenemos cuidado y no reaccionamos constantemente, nos tomamos casi siempre a nosotros mismos, de manera desordenada, como fin de nuestras acciones. Desgraciadamente mucha gente no se da cuenta de ello. Incluso muchas «personas piadosas» viven en la ilusión a este respecto. Pero un examen de conciencia serio y habitual, especialmente sobre el móvil secreto y último de nuestros actos, nos llevará a la triste comprobación de que la sensualidad, el amor de nuestras comodidades, la vanidad, el orgullo, el deseo de agradar, etc., es lo que nos hace obrar muy a menudo, y lo que, como un gusano escondido, roe nuestras mejores acciones y las arruina totalmente o casi. Por eso, debemos estar convencidos desde el comienzo de que se impone aquí una extrema vigilancia, si no queremos echar a perder una gran parte de nuestras acciones y de nuestra vida.

            En este consejo se incluye también, evidentemente, que debemos saber renunciar al deseo de agradar a otras creaturas. En efecto, cuando tomamos a una creatura cualquiera como fin de nuestras acciones, no hacemos más que tratar de satisfacernos a nosotros mismos; pues en estas creaturas buscamos, en definitiva, nuestra propia satisfacción sensible o espiritual.

            Después de habernos convencido del gran peligro en que nos encontramos de realizar nuestras acciones casi imperceptiblemente por amor propio, por búsqueda de nosotros mismos, debemos ejercernos en sustraernos a estas preocupaciones miserables. No hagamos ninguna acción única o principalmente para satisfacer nuestros sentidos, por ejemplo en el comer o en el beber. Tampoco renunciemos jamás a ninguna acción por el solo motivo de que molesta y crucifica nuestros sentidos, como sería, por ejemplo, la visita de los pobres y de los enfermos. No hablemos ni obremos para ser vistos y alabados por los hombres, para recoger sus aprobaciones y alabanzas. No trabajemos para ganar dinero, al menos no sin referir este fin poco noble a un fin superior, como por ejemplo el mantenimiento de nuestra familia según las miras de Dios. En la oración no busquemos nuestra propia satisfacción, ni siquiera por medio de las consolaciones espirituales. No nos aventuremos en el laberinto de los mil senderos, en que nuestro amor propio quiere meternos. Tampoco es exigir demasiado, desde el punto de vista cristiano en general, pedir que antes de cada acción más importante renunciemos a toda intención menos noble, a la búsqueda inconsiderada de nosotros mismos, bajo cualquier forma que se pueda presentar. Este consejo de San Luis María de Montfort es, por lo tanto, de gran importancia.

            Esto es lo que en espiritualidad se llama «pureza de intención». Ella exige que, incluso cuando nuestra intención predominante sea buena y recta, no nos dejemos influenciar por todo un tropel de intenciones secundarias poco loables. Podemos comulgar principalmente por amor a Jesús, para agradar a la Santísima Virgen y alimentar espiritualmente nuestra alma, pero a la vez también un poco para ser vistos y estimados por los hombres, o por tal o cual persona en particular. Podemos ir a la mesa teniendo como intención principal la gloria de Dios, pero también un poco para satisfacer nuestra gula. Nuestra divina Madre deberá despertar aquí nuestra atención y ayudarnos a renunciar a todo fin poco noble que podríamos estar persiguiendo en nuestras acciones, incluso en un orden secundario, para llevarnos poco a poco a una pureza de intención total y perfecta en todas nuestras acciones.

 

Lo que debemos hacer

 

            Esta práctica, considerada bajo su aspecto positivo y más elevado, es muy sencilla y a la vez muy hermosa y atractiva. Nuestro Padre no podría habérnosla propuesto de manera más clara y simple: «[Esta alma debe]… repetir frecuentemente desde el fondo del corazón: ¡Amada Soberana, por amor vuestro voy aquí o allá, hago esto o aquello, sufro esta pena o esta injuria!» [7].

            La campana, o tu despertador, o un toque fuerte a la puerta de tu habitación, te saca de un profundo sueño: «¡Mi buena Madre, por Ti, por Jesús y por Ti ofrezco este primer sacrificio!», e inmediatamente te pones de pie.

            Por Ella y bajo su mirada materna le darás luego a tu cuerpo los primeros cuidados.

            «Por Ti, divina Madre, asisto al Sacrificio de Jesús, al que me asocio contigo y por Ti, y en el que, unido a Jesús y a Ti, puedo ser víctima espiritual, ofrecida e inmolada para mayor gloria de Dios».

            «Por Ti voy a la mesa, comienzo mis quehaceres, realizo mi jornada de trabajo, ofrezco cada hora y cada minuto de esta jornada; de vez en cuando renovaré esta intención, sobre todo cuando tenga que cambiar de ocupación».

            «También por Ti, buena Madre, me entrego a esta hora de descanso, a este pequeño trabajo de recreación, a esta lectura atractiva, a estos momentos de agradable conversación».

            Y cuando tengas que sobrellevar contratiempos, sufrir tedio o fatiga, soportar caracteres difíciles, aceptar humillaciones, reconocer un fracaso, preséntale todo eso a María, deposítalo en el incensario de oro de su Corazón Inmaculado, para que todo eso suba hacia el Señor como un sacrificio de agradable olor.

            De este modo cada una de tus acciones, incluso las más mínimas y humildes, y realmente cada instante de tu vida, será como un canto de amor y alabanza que, captado y reforzado por el altavoz precioso del Corazón de tu Madre, subirá como melodía encantadora hasta el trono de Dios.

            Así hemos de vivir, así nos hemos de esforzar por vivir sin cesar, al menos habitualmente, y renovar a menudo esta preciosa intención. Hagámoslo especialmente, como ya hemos dicho, cuando se nos ofrezca la cruz, cuando se nos presente una dificultad, cuando la tentación, tal vez dura y tenaz, nos asalte, cuando se nos pida un sacrificio y tengamos que practicar la renuncia exigida por Jesús y tan difícil para nosotros. Todo eso quedará suavizado, facilitado y transfigurado por esta práctica.

            Nuestro Padre de Montfort no ha sido el único, ciertamente, en aconsejar y en practicar esto. Cuando el joven Gabriel de la Dolorosa tenía que vencerse, y le costaba hacerlo, se decía a sí mismo: «¿Có­mo? ¿Dices que amas a la Madona y no serás capaz de hacer este sacrificio por amor a Ella?». Y así siempre lograba la victoria deseada.

            En la vida del santo Cura de Ars, que también era esclavo de la Santísima Virgen, se cuenta un pequeño episodio típico del mismo género. Tenía quince o dieciséis años y trabajaba aún en la granja paterna. Tenía que layar el viñedo para eliminar las malas hierbas. Al parecer era un trabajo penoso. Para estimularse a ello, Juan María colocaba una estatuilla de la Santísima Virgen a unos veinte metros delante suyo. Para llegar más pronto junto a la imagen de su Madre, a la que tanto amaba, trabajaba entonces con redoblado ardor.

            De un modo u otro hagamos lo que hicieron los santos. Empleemos también estas piadosas estratagemas, recurramos a nuestro amor filial por María, a fin de superar nuestra debilidad. La experiencia demuestra que esta práctica encierra una grandísima energía para hacer el bien.


 

IV
Por el reino de Nuestra Señora

            En los capítulos precedentes sobre la vida «para María» hemos constatado que San Luis María de Montfort, por medio de ella, reconoce a la Santísima Virgen el lugar que le corresponde en el orden tan importante de la finalidad. Decíamos que podemos hacerlo de dos modos: ante todo —y este aspecto ya lo hemos expuesto— realizando sencillamente las acciones para honra y gloria de la Santísima Virgen como fin próximo —siendo Dios nuestro fin superior y último—, por sus intenciones, por amor a Ella, para agradarla, etc.

            Pero hay otro modo de vivir para la Santísima Virgen, tal vez más elevado y atractivo aún, y es realizar las acciones con un espíritu apostólico, por el reino de la Santísima Virgen [8], a fin de llegar así al reino de Cristo y al reino de Dios; pues, también en este orden, la Santísima Virgen está subordinada a Cristo y totalmente orientada a El. La aspiración de nuestro Padre de Montfort no tardará en convertirse en una de las súplicas clásicas de la piedad cristiana:

Ut adveniat regnum tuum, adveniat regnum Mariæ!
¡Para que venga a nosotros tu reino, venga el reino de María!

            El consejo y la palabra de Montfort sobre este punto es claro y límpido. Totalmente en concordancia con el punto de vista inicial que él adopta en dos de sus obras marianas [9], a lo que había escrito sobre el «para María» en «El Secreto de María», y que retoma en su «Tra­tado de la Verdadera Devoción», añade en este último el aspecto del apostolado, el pensamiento del reino de la Santísima Virgen. En el fondo no hay tanta diferencia entre los dos aspectos, puesto que el reino de Cristo, en definitiva, se logra por la santificación de las almas. Pero el punto de vista del reino de Cristo, directamente mencionado, y que se debe alcanzar por el reino de su divina Madre, es en sí mismo más hermoso, más elevado, más rico, más desinteresado.

            El texto «apostólico» de Montfort sobre la vida «para María» es el siguiente: «Es menester realizar todas las acciones para María. Pues, como uno se ha entregado totalmente a su servicio, es justo que se haga todo para Ella, como un criado, un siervo y un esclavo; no que se la tome por el fin último de nuestros servicios, que es Jesucristo solo, sino por el fin próximo, el centro misterioso y el medio fácil para ir a El. Tal como un buen siervo y esclavo, no se debe permanecer ocioso; sino que es preciso, apoyados en su protección, emprender y realizar grandes cosas para esta augusta Soberana. Es menester defender sus privilegios cuando se los disputa; es necesario sostener su gloria cuando se la ataca; es preciso atraer a todo el mundo, si fuera posible, a su servicio y a esta verdadera y sólida devoción; es menester hablar y clamar contra los que abusan de su devoción para ultrajar a su Hijo, y al mismo tiempo establecer esta verdadera devoción; no debe pretenderse de Ella, como recompensa de los pequeños servicios, sino el honor de pertenecer a una tan amable Princesa, y la dicha de estar unido por Ella a Jesús, su Hijo, con vínculo indisoluble, en el tiempo y en la eternidad.

¡Gloria a Jesús en María!
Gloria a María en Jesús!
¡Gloria a Dios solo!»
[10].

            Pero ¿por qué «emprender y realizar grandes cosas para esta augusta Soberana»? ¿Por qué tratar de «atraer a todo el mundo a esta verdadera y sólida devoción»? Aquí también nos hacen falta sólidas convicciones para decidirnos a adoptar esta forma preciosa de devoción mariana. Sin duda, la estima y el amor que tenemos a nuestra divina Madre podrían bastar para decidirnos a este apostolado mariano. Pero hay mucho más que eso. Para comprenderlo, debemos convencernos de la importancia, sí, de la necesidad de este «regnum Mariæ», de este reino de María de que tan a menudo habla Montfort. A esta convicción querríamos llevar a nuestros lectores. De este modo habríamos contribuido a que nuestro Padre realice la misión principal que Dios le asignó para el mundo entero. Estamos persuadidos, y los hechos confirman sin cesar esta persuasión, de que Montfort es ante todo en la Iglesia de Dios, sin excluir a otros, el profeta y el apóstol del reino de María, y por medio de él, del reino de Cristo.

            Por eso, en los artículos siguientes, comenzaremos por exponer las afirmaciones de nuestro Padre de Montfort sobre este reino de la Santísima Virgen en sí mismo y en sus relaciones con el reino de Cristo, afirmaciones que en su mayor parte son profecías. Luego nos esforzaremos por demostrar la verdad de estas afirmaciones y la probabilidad de la realización de estas profecías, que por otra parte ya se han cumplido parcialmente. Finalmente determinaremos la actitud que debemos tomar como consecuencia de estas consideraciones. Entonces estaremos sin duda firmemente decididos a vivir por el reino de María del modo más perfecto y completo.

 

El deber del apostolado

 

            Todos podrán darse cuenta de que adoptamos así una de las actitudes más características de la vida cristiana en nuestra época: la orientación apostólica, la necesidad y el deber del apostolado. Esto está hoy en el aire. Vivimos en la época de la Acción Católica, que es esencialmente un movimiento de apostolado. Queda claro que el espíritu apostólico constituye una parte integrante de la vida cristiana, y existió siempre en la Iglesia, incluso entre los seglares. Pero la novedad hoy es la integración oficial en la vida de la Iglesia, bajo la acción inmediata de la Jerarquía, de estos esfuerzos de apostolado y de conquista por parte del laicado. Es una de las «cosas nuevas» que en el momento oportuno, al lado de las «cosas antiguas», el Padre de familia sabe sacar de su tesoro.

            El apostolado seglar organizado es una verdadera necesidad para la Iglesia de hoy; pues en el estado actual de las cosas, el clero sería incapaz por sí solo de mantener las posiciones de la Iglesia en el mundo, y aún más de conquistar nuevas. Los Papas y los Obispos no dejan de decirlo en nuestros días: ¡el apostolado es un deber para todos los cristianos! Debemos convencernos a fondo de esta verdad, para que, después de haber comprendido ciertas verdades importantísimas en este campo, nos decidamos también a practicar generosamente el apostolado mariano.

La caridad hace del apostolado un deber

 

            Amamos a Dios sobre todas las cosas, con toda nuestra alma, con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas. Ahora bien, amar es «velle bonum», desear y querer el bien para el ser amado. Por eso querríamos engrandecer y enriquecer a Dios, hacerlo más dichoso. Afortunadamente eso es imposible, puesto que El, en Sí mismo, ya es infinitamente bueno, rico, grande y dichoso. Sólo podemos aumentar su «gloria exterior», esto es, hacerlo conocer, amar, honrar y servir mejor por otros seres… Hacia esta meta han de tender todos nuestros esfuerzos, y esto es, a toda evidencia, hacer apostolado.

            Con toda nuestra alma amamos también a Cristo, el Hombre-Dios. Como Dios es infinito en toda perfección; como Hombre está lleno de verdad y de gracia, y es perfectamente dichoso. Pero tiene derecho, también como Hombre, a ser conocido y glorificado. A causa de sus humillaciones y de su obediencia hasta la muerte, se le ha dado un Nombre, dice San Pablo, que está por encima de todo otro nombre; y a este Nombre toda rodilla debe doblarse en el cielo, y asimismo en la tierra y hasta en los infiernos. Todo nuestro apostolado lleno de amor debe contribuir a realizar este programa divino.

            Además de esto, hemos de acordarnos que El vino para traer la luz, la verdad, la paz y la vida a las almas, y así glorificar a su Padre. Para eso vivió, y para eso quiso morir. Ahora bien, los hombres permanecen fuera de la influencia de Jesús por millones. Son casi innumerables quienes lo ignoran, quienes por consiguiente no lo aman y no se sirven de su vida llena de trabajos y sufrimientos, y viven por eso en las tinieblas y en el pecado, y son así desdichados en este mundo y se pierden por la eternidad. La obra de Cristo está inacabada, parece incluso un fracaso. Por lo tanto, nuestro amor por el Hombre-Dios debe decidirnos a darlo todo, a sacrificarlo todo por medio del apostolado, para suplir así a lo que en cierto sentido falta a la vida y pasión de Cristo.

            Amamos a la Santísima Virgen con gran amor. Por consiguiente, debemos desear con toda nuestra alma que le sea atribuido todo lo que importa y conviene atribuirle. Y la obra de Jesús es la suya. Ella comparte, como nueva Eva, toda la obra redentora de Jesús. Los triunfos de Jesús son triunfo de Ella, los fracasos de Jesús son también fracaso de María. Las almas también son suyas, las almas que Ella redimió con Jesús, las almas de que Ella es realmente Madre. Y así, nuestro amor por Ella no podría sufrir que, si tenemos la oportunidad de conjurar esta desgracia, las almas se vean privadas de la vida divina, o no alcancen en esta vida el grado a que estaban llamadas. También por amor a la Santísima Virgen, queremos ser apóstoles.

            Y el amor del prójimo, este amor que Cristo nos impone con asombrosa insistencia, nos hace del apostolado un deber. Esta caridad exige de nosotros que asistamos efectivamente al prójimo; debemos vestir a los desnudos, socorrer a los enfermos, alimentar a los hambrientos, dar de beber a los que tienen sed… Multitudes de hombres sufren de todo eso, mucho más en el plano espiritual que en el plano material. Por eso es para nosotros un deber elemental que, dondequiera nos sea posible, ayudemos espiritualmente a los ciegos a ver, a los sordos a oír; que tratemos de curar a los enfermos, de saciar a quienes tienen hambre y sed, de purificar a los leprosos y resucitar a quienes duermen el sueño de la muerte. Todo eso, en cierta medida, lo podemos: y por lo tanto lo debemos hacer.

            Lo repetimos una vez más: por todos estos motivos, el apostolado es para nosotros un deber. Y a cada uno de nosotros se aplica en cierto sentido la palabra de San Pablo: «Væ mihi nisi evangelizavero!: ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» [11].

            Todo esto lo haremos de manera excelente por y con María. Vivir en la santa esclavitud de María ya es una buenísima manera de ejercer el apostolado. Pues de este modo le damos todo a la Santísima Virgen, para que Ella disponga libremente de todos los valores comunicables de nuestras acciones para la conversión, santificación y felicidad de nuestro prójimo.

            Todo esto lo haremos de manera más perfecta aún, si nuestra vida entera se impregna de este pensamiento del apostolado, si entregamos nuestros humildes tesoros a Nuestra Señora con una intención apostólica explícita, y si de todos los modos posibles intentamos conducir las almas a Nuestra Señora, a fin de darlas por Ella infaliblemente a Cristo; si, en otras palabras, nos esforzamos por establecer el reino de María en las almas, para edificar en ellas el reino glorioso de Cristo.


 

V
El reino de Cristo por el reino de María

La tesis

 

            Hay una convicción que, en estos últimos años, se difundió rápidamente por el mundo y se arraigó profundamente en las almas: y es que vivimos «la hora de María», «la era de María», «el siglo de María». El mismo Sumo Pontífice lo constató más de una vez, entre otras en las primeras líneas de la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus: «Para Nos es un gran consuelo ver… la piedad a la Virgen María, Madre de Dios, en pleno florecimiento y crecer cada día más, y ofrecer casi en todas partes presagios de una vida mejor y más santa». La Consagración del mundo al Corazón Inmaculado de María, la definición dogmática de la gloriosa Asunción de Nuestra Señora, los estudios casi obstinados de los Mariólogos para elucidar cada vez más «el misterio de María», el movimiento de vida mariana intensa inspirado sobre todo en la doctrina de San Luis María de Montfort, recientemente canonizado, la «Gran Vuelta», el viaje triunfal de Nuestra Señora de Fátima a través del mundo, la Peregrinatio Mariæ que se organiza en todas partes con gran entusiasmo y con resultados humanamente inexplicables, el Año Mariano que acabamos de vivir para celebrar el centenario de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción, el establecimiento en el mundo entero de la fiesta de la Realeza universal de María, los acontecimientos de Siracusa: estas son algunas de las manifestaciones de este reino de María, que Montfort anunciaba hace más de doscientos años.

            Todo esto pone a la orden del día, como una actualidad candente, la tesis del gran Apóstol de María sobre el reino de Cristo por el reino de su santa Madre. Creemos que es de utilidad general para el mundo cristiano que sean conocidas un poco más. En ninguna parte, que sepamos, se ha estudiado de cerca estas tesis. Querríamos nosotros hacerlo en este trabajo, porque podría ser decisivo para hacernos practicar el apostolado mariano, que es una segunda forma de la vida «para María», que estamos tratando por el momento: primeramente exponerlas y resaltar su significado y su alcance, y luego examinar los fundamentos en que reposa su credibilidad. La autoridad de Montfort como santo y como teólogo debería bastar, sin duda, para hacernos aceptar razonablemente sus doctrinas. Pero pensamos que nos será extremadamente útil y convincente confrontar su tesis con la doctrina mariana de la Iglesia y de los teólogos, y establecer otros fundamentos que parecen conferir a estas afirmaciones, no sólo una seria verosimilitud, sino también, a lo que parece, una verdadera cer­teza moral.

            ¡Dígnese la Madre de la Sabiduría y la Distribuidora de todas las gracias concedernos sus luces abundantes para este estudio!

            La tesis de San Luis María de Montfort, medio dogmática y medio profética, se subdivide en varias proposiciones, que vamos a formular y exponer sucesivamente.

 

Primera Proposición

 

            El reino de Cristo vendrá.

            «Si, pues, como es cierto, el conocimiento y el reino de Jesucristo llegan al mundo…» [12], escribe Montfort en una solemne declaración que concluye su admirable Introducción al «Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen». Es cierto que lo dice con pocas palabras; pero esta afirmación, dado el énfasis con que la profiere, es perfectamente clara y decisiva. En «El Secreto de María» se lee también: «¿No se podrá decir también que por María ha de venir Dios una segunda vez, como toda la Iglesia lo espera, para reinar en todas partes…?». Y un poco más lejos: «Se debe creer que hacia el fin de los tiempos… Dios suscitará grandes hombres para destruir el pecado [en el mundo] y establecer en él el reino de Jesucristo, su Hijo, sobre el del reino corrompido» [13].

            Lo que será este reino de Cristo, Montfort lo deja suponer más que describirlo. Son alusiones a cosas que él considera como conocidas. En todo caso, se trata de una aceptación extraordinaria de la rea­leza de Cristo en el mundo, pues no deja de hablar de que entonces de­ben realizarse «maravillas de gracia»: «Para entonces acaecerán cosas maravillosas en estos bajos lugares… He aquí grandes hombres que vendrán, pero que María hará por orden del Altísimo, para extender su imperio sobre los impíos, idólatras y mahometanos» [14].

            En su «Oración Abrasada» esta afirmación queda fuertemente confirmada bajo una forma interrogativa: «¿No es preciso que vuestra voluntad se haga en la tierra como en el cielo, y que venga vues­tro reino? ¿No habéis mostrado de antemano a algunos de vuestros amigos una futura renovación de vuestra Iglesia? ¿No deben los judíos convertirse a la verdad? ¿No es eso lo que la Iglesia espera? ¿No os claman justicia todos los santos del cielo: “Vin­dica”? ¿No os dicen todos los justos de la tierra: “Amen, veni Domine”?» [15].

            En otro texto no menos notable de la misma Oración sigue diciendo: «¿Cuándo vendrá este diluvio de fuego del puro amor, que debéis encender sobre toda la tierra de una manera tan dulce y tan vehemente, que todas las naciones, los turcos, los idólatras, los judíos mismos arderán en él y se convertirán?».

            Según las leyes de una buena hermenéutica, hay que interpretar estos textos a la luz del primer texto citado, en que Montfort, del modo más neto y formal, afirma su convicción de que ciertamente vendrá el reino de Cristo.

 

Segunda Proposición

 

            El reino de Cristo sólo vendrá por el reino de María.

            Según Montfort, es una ley que Dios mismo se ha impuesto: «Por la Santísima Virgen Jesucristo ha venido al mundo, y también por Ella debe reinar en él»: estas palabras resuenan como un oráculo impresionante que sube desde los abismos de la eternidad. Con ellas el santo misionero abre su Introducción al «Tratado de la Verdadera Devoción» [16].

            Y esta Introducción, después de la exposición entusiasta de las glorias de María y de sus grandezas poco conocidas, concluye con las siguientes palabras, que son tal vez las más notables que jamás haya escrito Montfort: «Si, pues, como es cierto, el conocimiento y el reino de Jesucristo llegan al mundo, ello no será sino continuación necesaria del conocimiento y del reino de la Santísima Virgen, que lo dio a luz la primera vez y lo hará resplandecer la segunda» [17].

            Esta tesis es múltiple y se subdivide en varias proposiciones.

            1º El reino de Cristo vendrá, vendrá ciertamente, como hemos visto, pero vendrá de hecho como una consecuencia del reino de su divina Madre.

            2º Este reino de Jesucristo es una consecuencia infalible y necesaria del reino de María. Si la dominación de la Santísima Virgen se establece, se realizará también la dominación de su Hijo.

            3º Este reino de Cristo vendrá solamente como consecuencia del reino mariano. Si el reino de María no se realiza, Jesucristo tampoco triunfará. Nuestro santo autor afirma esta exclusión de manera aún más explícita: «La divina María ha sido desconocida hasta aquí, y esta es una de las razones por las que Jesucristo no es conocido como debe serlo» [18].

            En el pensamiento de San Luis María el reino de Nuestra Señora es, por lo tanto, una condición indispensable para el reino de Nues­tro Señor, y un medio infalible para asegurarlo. Lo cual no quiere decir que la dominación reconocida de la Santísima Virgen sea la única condición requerida para el reino de Cristo; Montfort di­ce claramente que es «una de las razones por las que Jesucristo no es conocido». Pero si este postulado se realiza, las demás circunstancias se darán también, pues el reino de Cristo es una consecuencia necesaria del reino de su santísima e indisoluble Socia. Y la explicación de todo es­to, sin lugar a dudas, es la siguiente: que cuando se conceda a la Mediadora de las gracias todo lo que le corresponde, a causa de la adap­tación íntegra de nuestra parte al plan de Dios sobre este punto, se concederán más abundantemente a la humanidad gracias de toda clase, y así se elevará rápidamente el glorioso edificio del reino de Dios.

            En muchos otros lugares del «Tratado de la Verdadera Devoción» [19] Montfort repite que el reino de Nuestra Señora tiene por fin y por consecuencia establecer el reino de su Hijo. Estos textos vendrán más tarde. Hemos juzgado inútil citarlos aquí, para no sobrecargar la exposición de esta proposición.

Tercera Proposición

 

            Este reino de María vendrá.

            San Luis María de Montfort no afirma solamente que el reino de María es una condición necesaria y un medio infalible para establecer el reino de Cristo, sino que con total seguridad anuncia este reino: vendrá sin dudarlo, y «más pronto de lo que uno piensa».

            Esta afirmación es tanto más admirable cuanto que se remonta al comienzo del siglo XVIII. Quienquiera esté un poco al corriente de la situación religiosa de Francia en esta época, reconocerá al punto que nadie, únicamente con datos humanos, podría haber predicho un florecimiento del culto mariano desconocido hasta entonces. El Jansenismo ejercía en esta época una grandísima influencia, lo cual le valió a Montfort, dicho sea de paso, vejaciones incesantes y verdaderas persecuciones. Bajo la conducta de la Santísima Virgen el santo había sabido preservarse totalmente de las doctrinas de la peligrosa secta, que atacaba violentamente, entre otros, el uso frecuente de los Sacramentos y una devoción mariana más profunda.

            El pensamiento de Montfort sobre un siglo mariano futuro no deja ninguna duda. Varios textos, incluso tomados separadamente, dan neto testimonio de ello. Sin embargo, esta convicción se hace aún más evidente cuando se estudian estos textos en su conjunto.

            «María casi no ha aparecido en el primer advenimiento de Jesucristo… Pero, en el segundo advenimiento de Jesucristo, María debe ser conocida y revelada mediante el Espíritu Santo, a fin de hacer por Ella conocer, amar y servir a Jesucristo».

            «Dios quiere, pues, revelar y descubrir a María, la obra maes­tra de sus manos, en estos últimos tiempos».

            «Dios quiere que su santa Madre sea al presente más conocida, más amada, más honrada que nunca».

            «Más que nunca me siento animado a creer y a esperar todo lo que tengo profundamente grabado en el corazón, y que pido a Dios desde hace muchos años, a saber: que tarde o temprano la Santísima Virgen tendrá más hijos, servidores y esclavos de amor que nunca, y que por este medio Jesucristo, mi querido Dueño, reinará en los corazones más que nunca» [20].

            Y describe con términos encantadores este dichoso tiempo del reino de María: «¡Ah!, ¿cuándo vendrá este tiempo feliz…, en que la divina María será establecida Dueña y Soberana en los corazones, para someterlos plenamente al imperio de su grande y único Jesús? ¿Cuándo será que las almas respirarán a María, tanto como los cuerpos respiran el aire? Para entonces acaecerán cosas maravillosas en estos bajos lugares en los que, encontrando el Espíritu Santo a su querida Esposa como reproducida en las almas, sobrevendrá a ellas abundantemente, y las llenará de sus dones, y particularmente del don de su sabiduría, para obrar maravillas de gracia. Mi querido hermano, ¿cuándo vendrá este tiempo feliz y ese siglo de María, en el que muchas almas elegidas y obtenidas por María del Altísimo, sumergiéndose ellas mismas en el abismo de su interior, llegarán a ser copias vivientes de María, para amar y glorificar a Jesucristo?» [21].

            Aparentemente Montfort no duda de la venida de «este tiempo feliz», sino que solamente se pregunta cuándo será, y aspira ardientemente a este siglo bendito de Nuestra Señora. Considerando el conjunto de los textos citados, no cabe la menor duda al respecto.

 

Cuarta Proposición

 

            Este reino de María se establecerá por la práctica de la Devoción mariana perfecta.

            Esta proposición, en definitiva, se deriva de la precedente y podríamos adoptarla a priori. En efecto, en la precedente se trata de un gran reino de María, de un siglo de María, en que Ella será más conocida, amada y honrada que nunca. Ahora bien, hay que reconocer que la vida mariana, tal como la propone San Luis María de Montfort, es la fórmula más pura, rica, elevada y comprehensiva de la vida mariana. Por eso, difícilmente se podría hablar de siglo de María, de reino de María, mientras esta forma más excelente del culto mariano no sea conocida y practicada más que por un pequeño número de cristianos.

            Montfort, por su parte, afirma del modo más formal: «Dios quiere que su santa Madre sea al presente más conocida, más amada, más honrada que nunca, lo que sucederá, sin duda, si los predestinados entran, con la luz y gracia del Espíritu Santo, en la práctica interior y perfecta que yo les descubriré en lo que sigue… Se consagrarán enteramente a su servicio como sus súbditos y esclavos de amor…, y se entregarán a Ella con cuerpo y alma, sin reparto, para ser igualmente de Jesucristo» [22].

            En otra parte afirma la cosa aún más formalmente. Después de describir en magníficos términos ese tiempo feliz del reino de María en un texto ya citado, concluye netamente: «Este tiempo vendrá sólo cuando se conozca y se practique la devoción que enseño» [23].

            Estos textos, además, se verán confirmados por los que ilustran la proposición siguiente.

 

Quinta Proposición

 

            Este reino de María será en gran parte realizado por «los apóstoles de los últimos tiempos», los cuales, por la perfecta Devoción a la Santísima Virgen, realizarán su misión grandiosa.

            Tranquilos: no vamos a adoptar ni defender la tesis de los Adventistas. No tenemos ni siquiera la intención de atraer especialmente la atención de los lectores sobre esta cuestión de los últimos tiempos [24]. ¡Es tan difícil establecer que en nuestra época se realizan las señales evangélicas de estos tiempos tan graves y peligrosos! Señalemos solamente como de paso que los tres predecesores de Su Santidad Pío XII en la Sede de Pedro parecieron indicar que estos tiempos ya han llegado. Comoquiera que sea, recogemos aquí las indicaciones de Montfort sobre el tema únicamente para realzar el papel que el santo misionero atribuye a María y a su devoción más perfecta, en estos tiempos de turbaciones y de terribles combates, que deben llevar a la victoria de Cristo.

            1º Montfort sitúa en los últimos tiempos la difusión de su perfecta Devoción mariana, y por lo tanto del reino de María. «Todos los ricos del pueblo [los mayores santos] suplicarán vuestro rostro de siglo en siglo, y particularmente al fin del mundo… He dicho que esto sucederá particularmente al fin del mundo, y pronto, porque el Altísimo con su santa Madre deben formarse grandes santos que sobrepujarán tanto en santidad a la mayoría de los otros santos, cuanto los cedros del Líbano sobrepujan a los pequeños arbustos».

            «Dios quiere, pues, revelar y descubrir a María, la obra maes­tra de sus manos, en estos últimos tiempos».

            «María debe resplandecer, más que nunca, en misericordia, en fuerza y en gracia en estos últimos tiempos: en misericordia, para volver a traer y recibir amorosamente a los pobres pecadores y descarriados que se convertirán y volverán a la Iglesia Católica; en fuerza contra los enemigos de Dios, los idólatras, cismáticos, mahometanos, judíos e impíos endurecidos, que se revolverán terriblemente para seducir y hacer caer, con promesas y amenazas, a todos aquellos que les sean contrarios; y, en fin, Ella debe resplandecer en gracia, para animar y sostener a los valientes soldados y fieles servidores de Jesucristo que combatirán por sus intereses» [25].

            2º Montfort hace suya la convicción que la Iglesia tiene desde hace siglos, a saber, que en estos tiempos se levantarán santos extraordinarios, apóstoles irresistibles, que conducirán y ganarán la gran batalla por Cristo. Describe a estos «apóstoles de los últimos tiempos» en páginas de una elevadísima inspiración, que no podemos reproducir aquí [26]. El gran apóstol y profeta del reino de María cumple también aquí una misión especialísima. Determina de manera muy precisa cuáles serán los lazos de estas grandes almas con la Santísima Virgen María.

            • María será la que suscitará y formará a estos grandes hombres por orden del Altísimo; Ella los iluminará, los sostendrá, los alentará y los fortalecerá por la abundancia de las gracias divinas que Ella les comunicará [27].

            • Por su parte, estas almas serán «singularmente devotas de la Santísima Virgen», serán los «servidores, esclavos e hijos de María». Su grandísima Devoción mariana es descrita hasta en sus detalles: «Ellos verán claramente, tanto como lo permite la fe, a esta hermosa Estrella del mar, y llegarán a buen puerto, a pesar de las tempestades y de los piratas, siguiendo su guía; conocerán las grandezas de esta Soberana, y se consagrarán enteramente a su servicio como sus súbditos y esclavos de amor; experimentarán sus dulzuras y sus bondades maternales, y la amarán tiernamente como hijos suyos bienamados; conocerán las misericordias de que está llena, y la necesidad en que están de su auxilio, y recurrirán a Ella en todas las cosas como a su querida Abogada y Mediadora ante Jesucristo; sabrán que Ella es el medio más seguro, más fácil, más corto y más perfecto para ir a Jesucristo, y se entregarán a Ella con cuerpo y alma, sin reparto, para ser igualmente de Jesucristo» [28].

            • Serán también los apóstoles de Nuestra Señora y difundirán con ardor su perfecta Devoción: «Con una mano [estas almas] combatirán…; y con la otra mano edificarán el templo del verdadero Salomón y la mística Ciudad de Dios, es decir, la Santísima Virgen María… Llevarán a todo el mundo, por sus palabras y por sus ejemplos, a su verdadera devoción, lo que les atraerá muchos enemigos, pero también muchas victorias y gloria para Dios solo» [29].

            • Todo esto ya es admirable. Pero más admirable es su afirmación de que por medio de la perfecta Devoción a María realizarán estos grandes hombres todas estas maravillas de gracia.

            Acabamos de ver que la difusión de la Devoción excelentísima a María les hará lograr «muchas victorias y gloria para Dios solo». En otro lugar Montfort afirma que «con la humildad de su talón, en unión con María, aplastarán la cabeza del diablo y harán triunfar a Jesucristo» [30]. En la «Oración Abrasada» Montfort afirma igualmente que los santos misioneros que él pide, «por medio de una verdadera devoción a María, aplastarán en dondequiera que vayan, la cabeza de la antigua Serpiente».

            Está claro que Montfort considera a estos grandes apóstoles como el «talón de la Mujer», por el que Ella vencerá y aplastará a Satán, para hacer triunfar a Cristo.

            Y el pensamiento total de Montfort se encuentra en un texto sintético de «El Secreto de María» para el que pedimos toda la atención del lector: «Como por María vino Dios al mundo la primera vez en la humillación y en el anonadamiento, ¿no se podrá decir también que por María vendrá Dios una segunda vez, como lo espera toda la Iglesia, para reinar en todas partes y para juzgar a los vivos y a los muertos? ¿Quién puede saber cómo y cuándo sucederá esto? Pero bien que Dios, cuyos pensamientos son más encumbrados que los nuestros tanto como los cielos lo son sobre la tierra, vendrá en el tiempo y del modo más inesperado de los hombres, incluso los más sabios y versados en la Escritura Sagrada, que es muy oscura sobre este punto. Se debe creer también que hacia el fin de los tiem­pos, y tal vez más pronto de lo que se piensa, Dios suscitará grandes hombres, llenos del Espíritu Santo y del espíritu de María, por los que esta divina Soberana hará grandes maravillas en el mundo, para destruir el pecado en él y establecer el reino de Jesucristo, su Hijo, sobre el del mundo corrompido; y estos santos personajes lo lograrán por medio de esta devoción a la Santísima Virgen, que no hago más que esbozar y disminuir por mis debilidades» [31].

            Ciertamente que nadie se atreverá a poner en duda la inmensa importancia de estas afirmaciones de San Luis María de Montfort. Está en juego, en definitiva, lo único necesario, está en juego todo: el reino de Cristo, el reino de Dios. Este reino vendrá, vendrá indudablemente. Será una consecuencia necesaria del reino de María, que también vendrá, a su vez, por medio de la más amplia difusión de la perfecta Devoción a la Santísima Virgen, con la cual se identifica. Esta será asimismo el arma de los grandes apóstoles que, al fin de los tiempos, llevarán a cabo la lucha decisiva y conseguirán un glorioso triunfo para Cristo. Así, pues, el reino de Dios sobre la tierra depende del reino de María y de la Devoción mariana íntegra practicada por el mundo cristiano. Tesis audaz, se podrá decir; en todo caso, afirmación de primerísima importancia. Si Montfort tiene razón, nunca se hará lo suficiente para apresurar e intensificar este reino de María, y para practicar y difundir la Devoción mariana perfecta, que responda enteramente al plan de Dios.

            Ya lo hemos dicho: la persona de Montfort, su santidad heroica, sus conocimientos teológicos profundos, los milagros que realizó y que continúa realizando, su glorificación suprema por la Iglesia: todo esto bastaría para aceptar su tesis sin mayor demostración.

            Sin embargo, creemos que se puede probar lo bien fundado de sus afirmaciones, hasta llegar a la certeza moral, por una serie de argumentos. Con la ayuda de Dios y el auxilio de su santa Madre trataremos de establecerlos someramente.


 

VI
El reino de Cristo en este mundo

            En nuestros últimos capítulos hemos hecho una exposición completa de las ideas de San Luis María sobre el reino de Cristo por el reino de María. Vamos a probar ahora, en cuanto se pueda, la verdad de estas afirmaciones.

            Sin embargo, no es nuestra intención presentar una argumentación completa sobre cada una de las proposiciones que acabamos de recordar, particularmente por lo que se refiere al reino de Cristo en este mundo. Se trata de una cuestión extremadamente complicada, pues es uno de los aspectos de la famosa Parusía, sobre la que no se acabará nunca de discutir. Vamos a extraer de esta cuestión lo que nos parece indiscutible. Además, no se trata aquí de una cuestión específicamente montfortana, de un problema planteado sola o principalmente por nuestro santo autor mariano. Finalmente, hagamos observar también que, aun suponiendo que no tuviésemos certeza de un brillante triunfo universal de Cristo, eso no debería impedirnos tender con todas nuestras fuerzas hacia este reino de Dios por su Cristo y por María. ¡Para pelear con valentía, un valiente soldado no pide la certeza de la victoria!

            En las líneas que siguen hacemos abstracción de las circunstancias de tiempo, de duración, etc. del reino de Cristo. Lo que debemos admitir como cierto, a lo que parece, juntamente con San Luis María, es que habrá en la tierra un gran triunfo de la Iglesia, un reino glorioso y universal de Cristo, sin que por eso este triunfo y este reino deban englobar individualmente a todos los hombres. Por lo que se refiere a todo lo demás decimos con Montfort: «¿Cuándo y cómo sucederá esto? Sólo Dios lo sabe: a nosotros nos toca callar, rezar, suspirar y esperar».

«

            Es cierto que otros santos, además de Montfort, vivieron con este deseo y esta espera. No mencionamos más que a San Juan Eudes y a Santa Margarita María. Esta última afirmaba que el divino Corazón de Jesús no cesaba de decirle: «Reinaré, reinaré a pesar de mis enemigos».

            En nuestra época este pensamiento de un gran reino de Cristo en preparación se impuso a nuestra atención. Estaba inscrito en la divisa de Pío XI. La fiesta de Cristo Rey tiene por fundamento esta esperanza. De esta expectativa nació también la Acción Católica, como ejército mundial que, bajo la conducta del Papa, de los Obispos y del clero, debe realizar esta dominación de Cristo Rey.

            Sin ninguna duda la Revelación se encuentra a la base de estas esperanzas. Numerosos textos del Antiguo Testamento, especialmen­te en los Salmos, anunciaron y cantaron este reino universal de Dios:

            «Todos los reyes se postrarán ante El, todas las naciones le servirán» [32].

            «Vendrán todas las naciones a postrarse ante Ti, Señor, y a dar gloria a tu nombre; pues Tú eres grande y obras maravillas, y sólo tú eres Dios» [33].

            «Se recordarán y volverán a Yahvéh todos los confines de la tierra, ante El se postrarán todas las familias de las gentes. Que es de Yahvéh el imperio, y El domina sobre las naciones» [34].

            La doctrina del reino de Dios vuelve sin cesar a los labios de Jesús. Es preciso que este reino se extienda y sea predicado en todas las naciones. Es también el objeto de su oración. Y el fundamento más sólido, al parecer, de esta convicción de un reino resplandeciente de Dios en el mundo es la oración de Cristo, la que por El, por su divina Madre y por toda la Iglesia fue y es dirigida a Dios millares de veces. Es absolutamente imposible que esta oración no sea oída: «Padre nuestro, que estás en los cielos: santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo»: ¡triple fórmula para pedir en definitiva una sola cosa, lo único necesario!

            En un tema de tanta importancia aspiramos a la certeza. Se podría objetar que en muchos textos del Antiguo Testamento e incluso del Nuevo parece tratarse del triunfo de Cristo y del reino de Dios en el cielo después del juicio final. Afortunadamente, tenemos en el Nuevo Testamento un gran número de textos que predicen con toda evidencia un triunfo magnífico y un reino de Cristo de cierta duración en la tierra. A la luz de estos textos, y dada la unidad de la Escritura, que no constituye en definitiva más que una sola Biblia, esto es, un solo Libro, nos está permitido interpretar en este sentido los pasajes menos claros del Antiguo Testamento. Así, por ejemplo, tenemos el famoso texto de San Pablo a los Romanos: «No quiero que ignoréis, hermanos, este misterio…: el endurecimiento parcial que sobrevino a Israel durará hasta que entre la totalidad de los gentiles. Y así todo Israel será salvo» [35]. Lo que quiere decir que todas las naciones paganas reconocerán a Cristo y que también el conjunto de Israel adherirá a su doctrina. Salta a la vista que esto es, con otros términos, el anuncio de una dominación universal de Cristo.

            El Apocalipsis es un libro profético y misterioso, y es muy difícil aplicar sus diversas partes a acontecimientos determinados. Pero o las palabras no tienen ningún sentido, o hay que admitir que textos como los que siguen se refieren a gloriosos triunfos de la Iglesia, y por lo tanto al reino de Dios y a la dominación de Cristo.

            «El séptimo Angel tocó la trompeta, y entonces sonaron en el cielo fuertes voces que decían: “Ha llegado el reinado sobre el mundo de nuestro Señor y de su Cristo; y reinará por los siglos de los siglos”». Y los veinticuatro Ancianos entonan entonces el cántico: «Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, Aquel que es y que era, porque te has revestido de tu inmenso poder para establecer tu reinado» [36].

            Después de la victoria de la Mujer sobre el Dragón, resuena un nuevo cántico: «Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo» [37].

            El triunfo de la Iglesia y el reino del Señor en tiempos que precedan a la consumación de todas las cosas en este mundo desencadena como una tempestad de aclamaciones: «¡Aleluya! Porque ha establecido su reinado el Señor, nuestro Dios Todopoderoso. Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria» [38].

            La visión bien conocida del Dragón encadenado y del Abismo cerrado por una duración simbólica de mil años, no tiene otro significado que el de una gran victoria de la Iglesia y de Cristo, antes de un tiempo muy breve de una última lucha terrible, que será ganada igualmente por Cristo y por su Iglesia: «Luego vi a un Angel que bajaba del cielo y tenía en su mano la llave del Abismo y una gran cadena. Dominó al Dragón, la Serpiente antigua —que es el Diablo y Satanás— y lo encadenó por mil años. Lo arrojó al Abismo, lo encerró y puso encima los sellos, para que no seduzca más a las naciones hasta que se cumplan los mil años. Después tiene que ser soltado por poco tiempo» [39].

            A pesar de todas las divergencias de interpretación de los Libros Santos, en particular del Apocalipsis, parece que del conjunto de estos textos se desprende la neta seguridad de un gran triunfo y de un reino universal de Cristo en este mundo. Por lo tanto, Montfort no edificó sobre la arena su afirmación de que «es cierto [que] el conocimiento y el reino de Jesucristo llegan a este mundo» [40].

            Vivimos en una época de luchas formidables, de esfuerzos casi desesperados de la Iglesia para ganar esta batalla mundial para Dios y para su Cristo.

            Que el Aleluya del Apocalipsis resuene anticipadamente en nuestros corazones y alegre nuestras vidas. La victoria es segura. Un último testigo, el sublime San Pablo, lo proclama: «Es preciso que El reine, hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies» [41]. Cris­to vencerá a todos sus enemigos sin excepción, y los vencerá antes que a la muer­te (por la resurrección), que será el último enemigo vencido por El [42].


 

VII
El reino de María

            La doctrina del reino de Cristo en este mundo y los argumentos que lo apoyan son de dominio común. No era preciso, pues, que lo expusiéramos y demostrásemos ampliamente. Pero llegados ahora al pensamiento central de Montfort en esta materia, debemos presentar más detenidamente las pruebas de la objetividad de su tesis: la conexión estrecha, libremente querida por Dios, entre el reino de María y el de su Hijo adorable. Nadie, que sepamos, afirmó tan netamente como Montfort, no sólo ya la dependencia real, aunque oculta, de este reino respecto de la intervención de María, sino también la conexión entre el conocimiento y reino de María y el conocimiento y reino de Cristo. Y es que esta dependencia es tan real como la Mediación universal de María en relación a toda gracia; ya que el establecimien­to del reino de Dios es una gracia, o mejor dicho una poderosa confluencia de gracias, y en definitiva la gracia más preciosa que pueda concederse al mundo.

            Montfort habla aquí, al menos en parte, como profeta: su admirable doctrina mariana —y sus previsiones sobre el futuro del reino de Dios por María forman incontestablemente parte de ella— la aprendió por revelación: «He aquí un secreto que el Altísimo me enseñó, y que no he podido encontrar en ningún libro antiguo ni moderno» [43].

            Pero unas revelaciones particulares, por muy seriamente que parezcan establecidas, no pueden ser el fundamento principal de nuestras actitudes sobrenaturales. Todo lo que es objeto de revelaciones privadas, incluso y sobre todo lo que parece salir de los límites de la doctrina comúnmente admitida y de las prácticas ascéticas generalmente aceptadas, debe ser confrontado con el dogma católico y la práctica de la Iglesia. Una proposición, nueva en apariencia, sólo puede ser aceptada si se manifiesta conforme a esta doctrina; igualmente, sólo se impone a nuestro asentimiento si parece derivarse naturalmente de ella.

            Ahora bien, estamos persuadidos de que la doctrina de Montfort sobre el reino de María, y la conexión estrecha y necesaria de este reino con el de su Hijo, no sólo no está en contradicción con la doctrina cristiana generalmente admitida, sino que al contrario se adapta a ella perfectamente; es más, se deriva de ella, si no con plena certeza, sí al menos con una grandísima verosimilitud.

            La doctrina de Montfort a este respecto es nueva en cierto sentido. Es una de estas «novedades» que el Padre de familia, al lado de las cosas antiguas, saca de vez en cuando de su tesoro. Es un ejemplo, al lado de otros que se confirman en nuestros días, de esta «evolución del dogma» sanamente comprendida, y que no es más que la comprensión más neta y completa que la Iglesia va teniendo, bajo la acción del Espíritu de Dios, de las verdades contenidas en germen desde siempre en el tesoro de la Revelación, y acompañada consiguientemente por una adaptación práctica más completa a una verdad más claramente comprendida.

            La conformidad de la doctrina de Montfort con las verdades enseñadas comúnmente en la Iglesia debe manifestarse, ante todo, por lo que se refiere al reino de María considerado en sí mismo; y luego en su necesaria conexión con el reino de Cristo.

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            Uno de los argumentos de San Luis María de Montfort en favor del reino de María es el siguiente:

            María es la obra maestra de Dios después de la santa Humanidad de Jesús, una obra maestra de su Sabiduría, de su Amor y de su Omnipotencia. Dios quiere que esta obra maestra sea conocida y que por ella los hombres le tributen gloria y acción de gracias, no sólo más tarde en el cielo, sino ya aquí en la tierra. Por eso, Dios ha querido en estos últimos tiempos revelar y descubrir a María, que anteriormente no había sido conocida suficientemente.

            El punto débil de esta argumentación, para cierto número de cristianos y también de sacerdotes, estaría en la afirmación de que María no es suficientemente conocida, amada y honrada. Temerían más bien que no haya exceso en la materia.

            Esta objeción prueba precisamente, por parte de quienes la formulan, un conocimiento imperfecto del «misterio de María», que tiene como consecuencia que juzguen ampliamente suficiente la parte que corrientemente se concede a la Madre de Jesús en la vida cristiana.

            A Montfort, por su parte, le parecía en su tiempo «que la divina María ha sido desconocida hasta aquí», lo que evidentemente debe entenderse de un conocimiento insuficiente. El Padre Faber, hablando —es cierto— de su época y de su país, constataba que la devoción a la Santísima Virgen era débil, raquítica y pobre; que particularmente su ignorancia de la teología le quitaba toda vida y dignidad. Y atribuía a «esta sombra indigna y miserable, a la que nos atrevemos aún a dar el nombre de devoción a la Santísima Virgen», todas las miserias, todas las tinieblas, todos los males y todas las omisiones de que hablaba.

            Sin ninguna duda tenemos que reconocer que en estos últimos tiempos han habido progresos inmensos en materia de mariología, co­mo veremos detalladamente más lejos. Pero si examinamos las cosas desde más cerca, ¡cuántas lagunas quedan aún por colmar, para que la Santísima Virgen —sin hablar de los mil quinientos millones de no cristianos— ocupe íntegramente en el conocimiento teórico y en la vida práctica de nuestros cristianos el lugar que le corresponde según el plan divino! Sólo entonces se podrá hablar del «reino de María».

            No hace mucho tiempo nos encontramos, en la diócesis del difunto Cardenal Mercier, con cristianos practicantes y además muy instruidos, que nos miraron con extrañeza cuando les hablamos de la Mediación universal de María. ¿Cuántos fieles tienen una noción exacta de la Corredención? ¿Cuántos cristianos se dan perfectamente cuenta de que la Maternidad espiritual de Nuestra Señora es una Maternidad real, verdadera, y no una maternidad en sentido metafórico? ¿Qué se sabe, incluso en los medios teológicos, de la realeza de María, o al menos del modo concreto como se ejerce? Hemos tenido que dar a menudo, delante de auditorios de sacerdotes, una síntesis del misterio de María y de las consecuencias que comporta lógicamente; y muchas veces hemos escuchado esta reflexión: «Para nosotros es una revelación».

            Cuando se estudia atentamente el plan de Dios, cuando se está obligado a comprobar que en este plan María está presente siempre y en todas partes, que Dios la ha querido y colocado junto a Cristo en todas las fases de su obra salvífica, en la Encarnación, en la Redención, en la Santificación de las almas, y eso no sólo en sus grandes líneas, sino también en los más mínimos detalles de esta obra —por ejemplo en la distribución actual de toda gracia—, uno siente que, a pesar de todos los progresos realizados, aún estamos lejos del ideal en este punto, lejos del «reino de María», que reclama que por principio introduzcamos a María en todas las manifestaciones y en todos los aspectos de la vida cristiana.

            Bajo la conducta suprema del Espíritu de Dios, bajo la dirección e influencia del Papa y de los Obispos, por el trabajo encarnizado de los teólogos y sabios, por todo esto sostenido con la aportación de inmensas energías de oraciones y sacrificios, el misterio de María, poco a poco, debe ser plenamente destacado, y este conocimiento debe ser llevado al pueblo cristiano por los sacerdotes y por los apóstoles seglares. Y cuando el mundo cristiano, por la gracia de Dios y bajo la conducta de la Iglesia, haya adaptado plenamente su vida espiritual a este conocimiento bendito, entonces se podrá decir: «Perve­nit in vos regnum Mariæ: ha llegado a vosotros el reino de María».

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            Otra consideración, a nuestro parecer, encuentra aquí su lugar.

            La Iglesia es un organismo vivo, y por consiguiente un organismo que crece y se desarrolla, con un crecimiento que debe notarse, no sólo de manera extensiva con la conquista para su doctrina y su vida de masas humanas cada vez más numerosas, sino también por una vida y actividad cada vez más rica, plena e intensa en su propio seno. Hay progreso en las obras de Dios. Sus empresas para la santificación de las almas, y por lo tanto para su propia glorificación, se producen según una línea ascendente. En la economía de la salvación, tal como la vemos desarrollarse, hay algo que, con conmovido agradecimiento, nos haría decir a Dios como el maestresala de las bodas de Caná: «Tú has guardado el buen vino hasta ahora». Parece que lo que la revelación cristiana contiene de más hermoso, elevado y precioso, debe ser mejor comprendido y vivido a medida que progresan los tiempos. ¿No es este el caso de la vida de la gracia, de la santa Misa, de la doctrina del Cuerpo místico, de la inhabitación de Dios en nuestra alma, y asimismo de los misterios del amor de Dios a nuestras almas por la devoción al Sagrado Corazón de Jesús?

            Ahora bien, ¿no es una de las invenciones más sublimes y preciosas de la Providencia paterna de Dios hacia nosotros —¡habría podido ser de otro modo!— que también la Mujer tenga su parte en la redención y santificación de las almas, que por su influencia se obtenga un perfeccionamiento accidental de las obras de Dios, al que Billot llama tan justamente el «melius esse Redemptionis», una mejor realización de la Redención, y por consiguiente una mejor realización de la santificación y de toda la obra de salvación, una mejora maravillosa de esta difícil empresa, un brillo precioso de que se verá revestida, un atractivo especial de que estará impregnada, la nota feme­nina y materna, tan dulce y atractiva, de que se verá marcada toda la economía de salvación, del mismo modo que el orden de la caída lleva tan claramente la marca de Eva y de sus hijas?

            ¿No parece aceptable y conforme a la línea de la Providencia divina, que en este elemento tan dulce, atractivo, lenitivo y encantador del cristianismo, se deje sentir un crescendo poderoso querido por Dios, sobre todo en tiempos de persecuciones y de pruebas; que entonces, para suavizar los sufrimientos y las penalidades, la Mujer ideal, la Madre bondadosísima, sea puesta de relieve más que nunca, y que más que nunca María sea conocida, amada, honrada y servida; lo que, en otras palabras, significa el reino de Nuestra Señora?

«

            Todas estas consideraciones no carecen de fundamento. Se dirá tal vez que son sólo argumentos de conveniencia. Tal vez. Pero, una vez más, no hay que subestimar el valor de este tipo de argumentos en el mundo sobrenatural. Nosotros mismos hacemos ordinariamente, a no ser que estemos retorcidos, lo que nos parece ser conveniente. ¿Que deberemos decir entonces de Aquel que es la Santidad infinita, la misma Bondad y el mismo Amor?

            En todo caso, hay que admitir que los argumentos expuestos hasta aquí nos hacen aceptable el «regnum Mariæ». En las siguientes consideraciones nos parece ver un verdadero argumento, que confiere a esta tesis, si no la certeza, al menos sí una seria posibilidad.

            María es para Cristo, el nuevo Adán, una nueva Eva: esto es, «adiuto­rium simile sibi», una ayuda semejante a El. Este es uno de los principios fundamentales de la Mariología, tal vez el más rico de todos, pero en todo caso un principio aceptado por todo el mundo y fuertemente resaltado en estos últimos años. María, semejante a Cristo por su plenitud de gracia y sus incomparables virtudes, y asimismo por la incomparable grandeza de su Maternidad divina, debe ser su Colaboradora universal en todas sus obras y en todos sus misterios. Los teólogos concluyen de este principio que —en su modo subordinado de nueva Eva, pero realmente— Ella debe compartir con Cristo todo lo que El puede, hace o posee. Y así, porque El es Redentor, Mediador y Rey, María ha de ser Corredentora, Mediadora y Reina. Es una exigencia de esta asociación indisoluble que Dios ha querido entre Cristo y Ella. Este razonamiento no se encuentra sólo en los Mariólogos, sino muy frecuentemente también en las Encíclicas papales, e incluso muy recientemente en la Constitución apostólica sobre la Asunción, Munificentissimus Deus, y en la Encíclica sobre la realeza de María, Ad cæli Reginam.

            Ahora bien, hemos visto que Cristo reinará en la tierra, sobre los hombres viadores, y no solamente sobre los bienaventurados del cielo. Por eso podemos concluir: tampoco en esto será separada María de su Hijo y Esposo espiritual, y por eso compartirá con El el amor, la sumisión y los homenajes de los individuos y de las naciones: ¡juntamente con Cristo, María reinará en el mundo!

            Este razonamiento se hace más apremiante aún, cuando se recuerda que María compartió la vida oculta, pobre y sufriente de Jesús; Ella tuvo parte en su Pasión y en su muerte. Con El, Ella fue la «Ancilla Domini», la Esclava del Señor, y como tal se hizo obediente con El hasta la muerte de cruz de su Hijo, que le fue más dolorosa que si Ella misma hubiese tenido que sufrir esos tormentos…

            Y si, a causa de esto, le ha sido dado a Cristo un Nombre que está por encima de todo nombre, de suerte que toda rodilla debe doblarse ante El en el cielo, en la tierra y hasta en los infiernos, ¿podre­mos pensar que, al comenzar para El esta glorificación, se rompa de repente la «asociación» de María con El, de modo que Ella quede relegada en el silencio, en el olvido…? ¡Mil veces no! ¡Sentimos enseguida que es algo imposible! [44].

            María está siempre y en todas partes junto a Jesús: ¡sí, en la pobreza, en el anonadamiento y en el sufrimiento, y también en el triunfo y en la gloria, sentándose a su derecha en la eterna gloria del Padre, pero colocada asimismo como Reina junto al Rey inmortal, para recibir los homenajes, el amor, el agradecimiento y la sumisión de la humanidad sobre la tierra! ¡El reino de María ha de llegar, porque la dominación de Cristo es segura!

            «Dios quiere revelar y descubrir a María», dice el Padre de Montfort, «porque Ella se ocultó en este mundo y se puso más aba­jo que el polvo por su profunda humildad» [45]. Así se cumple una vez más la ley formulada por Jesús: «Quien se humilla será ensalzado».


 

VIII
Lazo necesario entre el reino de Cristo
y el reino de María

            Hemos constatado hasta aquí la certeza del reino de Jesús, y probado, al menos con gran verosimilitud, que llegará igualmente el reino de Nuestra Señora. Ahora hemos de controlar, a la luz de la teología, las afirmaciones de Montfort sobre el lazo necesario que él establece entre el reino de María y el de su Hijo.

            A nadie se le escapa la importancia de esta cuestión, tanto desde el punto de vista cristiano en general como desde el punto de vista específicamente montfortano. En definitiva, es el punto central de la doctrina y de la práctica montfortana. A causa de esta conexión, que le parecía fuera de toda duda, San Luis María se convirtió en el infatigable apóstol de María por la palabra y por los escritos. ¿Acaso no llama a su Tratado «una preparación al reino de Jesucristo»? Y toda su actividad mariana se encuentra orientada finalmente a la dominación de Jesucristo, como no deja de repetirlo.

 

Unidad del plan divino

 

            Dios es adorablemente Uno en su Esencia, y por lo tanto adorablemente simple y consecuente en sus obras. Maravillosa es la armonía, la coordinación y la interdependencia de ser y de operaciones que El hace reinar en el orden de la naturaleza. Mucho más maravillosa aún es la armoniosa unificación, que encontramos por todas partes, en sus obras de gracia. Por ejemplo, ¿no podemos reducir toda la economía de la salvación a la unión de la humanidad con Dios en Cristo, esto es, primero la unión personal con la Humanidad santa de Jesús, y luego la unión de gracia de toda la humanidad con El en el Cuerpo místico de Cristo? Y ¿quién no se admira de que la «diviniza­ción» del hombre por la gracia se opere por los mismos órganos que la «humanización» de Dios, especialmente por lo que se refiere al papel de la Santísima Virgen?

            ¡Qué verosímil es desde entonces que Jesús, que vino al mundo por María, tenga también que reinar por Ella en el mundo!

            ¡Qué verosímil es que la Santísima Virgen, que cumplió en su primera venida un papel tan decisivo y múltiple de mérito, de oración, de consentimiento y de cooperación física, tenga que cumplir, en lo que llamamos su segunda venida para reinar sobre los hombres, un papel importante, aunque sea de manera distinta!

            ¡Qué natural parece que donde la salvación de los hombres comenzó por María, sea también completada por su influencia!

            El paralelismo sublime de las obras de Dios, ¿no reclama que Aquella que nos dio al Redentor, al dulce Salvador de Belén, nos traiga también al Triunfador invencible, que debe pisotear a todos sus enemigos y reinar sobre la humanidad en la caridad?

            Sentimos espiritualmente que María sigue siendo el Camino real, puro y espléndidamente preparado, por el que Cristo vino a no­sotros, sigue viniendo y vendrá siempre en todas sus venidas y en todos sus advenimientos.

            María es siempre y en todas partes la dulce y radiante Aurora, que precede, anuncia e introduce al deslumbrador Sol de justicia…

            Sabemos que todo esto son argumentos de conveniencia… Pero el alma cristiana tiene la intuición de que a todo esto hay que concederle gran importancia, hasta el punto de persuadirse de que ha debido hacerse más o menos así, y que, por decirlo así, no podía ser de otro modo. ¿No es acaso un gran teólogo el que, aunque fuese para otro punto de doctrina, se atrevió a razonar así: «Potuit, decuit, ergo fecit…: Era posible, era conveniente, luego Dios lo hizo»? [46].

            Repasa pausadamente el misterio de María en su conjunto… Considera cómo en el pensamiento de Dios, en el plan de Dios, en la predestinación de Dios, Ella no está separada de Cristo; cómo Ella se encuentra unida a su prehistoria en las figuras y profecías del Antiguo Testamento [47], en su historia en este mundo, en su Encarnación y en su infancia, en su vida pública, en su muerte, en su resurrección y en su ascensión a su Padre… Acuérdate cómo, por su cooperación libremente pedida y libremente consentida, todas las obras de gracia, la Encarnación, la Redención, se cumplieron por Ella; cómo todas las operaciones que son consecuencia de la Encarnación y de la Redención se siguen cumpliendo por Ella a título de Mediadora de todas las gracias; y cómo Dios le hace ejercer aquí una actividad multiforme… Desde entonces, salta a la vista que también para la consumación provisoria de todas estas obras sin excepción, le concede a la Santísima Virgen una influencia importante y múltiple, y que, de más de un modo, Ella ayuda a realizar el reino de Dios; que Ella lo realiza por la acción subjetiva de la gracia, que a Ella está reservada; y que también su glorificación y el irresistible atractivo que Ella ejerce sobre la humanidad como Mujer y como Reina, conduce infaliblemente a la elevación de su Hijo sobre el trono del corazón de los hombres, y a su reino de caridad en el mundo…

            Así se puede seguir una sola y misma línea en toda la obra maravillosa de Dios; así la divina sinfonía de la historia humana queda construida sobre un mismo tema en dos fragmentos, tema que encontraremos sin cesar en esta composición maravillosa, retomada en todos los tonos, desarrollada en todos los ritmos, para culminar finalmente en un coro grandioso, deslumbrador…

            Quien reflexiona y reza, se dará cuenta de que la tesis del reino de Cristo por el reino de María se adapta maravillosamente a todo lo que sabemos sobre la economía divina de la salvación, y es un postulado muy neto y exigente del corazón cristiano, del alma cristiana, del sentido cristiano… [48].

 

La ley de la recirculación

 

            Presentamos ahora un argumento teológico, al que pensamos que nadie podrá negarle un serio valor.

            El plan de Satán, muy logrado, fue el siguiente: perder al hombre por la mujer, y por ellos a todo el género humano. El papel de la mujer es de introducción, de preparación, y más tarde de cooperación; el papel del hombre, por su parte, es decisivo y de terminación.

            Dios sigue a Satán, por decirlo así, en el terreno elegido por él, y lo bate con sus propias armas. Puesto que en el orden de la caída todo comenzó por la mujer, María se encontrará al principio del orden de la restauración y de la salvación. Todo comienza por Ella. Ella aparece la primera en este mundo, Ella es la primera en triunfar contra el demonio por su Concepción Inmaculada, aunque lo haga «in vir­tute Christi», en virtud de los méritos previstos del Hombre-Dios. María nos da a Cristo, y esto después de su coloquio con el Angel, que es el equivalente encantador de las tratativas fatales de Eva con el ángel de las tinieblas. Todo, pues, comienza por María, pero se consuma y se termina por y en Cristo. María no podía salvarnos; la vida y la muerte de Jesús eran indispensables para ello, y en esta vida y muerte salvadoras Ella tuvo su parte subordinada, pero real. Y en la aplicación a los hombres de los frutos del Sacrificio de Jesús, al que Ella participó, Ella es la Colaboradora de Cristo, el Canal por el que los torrentes de gracias del Corazón de Jesús llegan hasta nosotros, convirtiéndose así realmente en la «Madre de todos los vivientes».

            Este es el plan de Dios en el orden de la gracia y de la vida, como respuesta a la infernal astucia de Satán.

            Pero démonos cuenta de esto: la salvación y santificación de los hombres, incluso su bienaventuranza, no es ni puede ser un fin último para Dios. Son fines subordinados, y medios para asegurar su gloria y su reino. Pues, en definitiva, Cristo no es para nosotros, sino nosotros para Cristo: «Todo es vuestro; y vosotros de Cristo» [49]. Sin lugar a dudas, la glorificación de Dios y de su Cristo es de suyo más importante que la salvación de todos los hombres, considerada como tal. La gloria de Dios y el reino de Cristo, que son en el fondo la misma cosa, es un fin superior a la salvación, a la santificación e incluso a la bienaventuranza eterna de los hombres. Y si miramos estas cosas más de cerca, la salvación y santificación de las almas se identifica con el reino de Dios y la dominación de Cristo, considerados desde un ángulo especial, pues el reino de Dios consiste en resumen en dar a Dios y a Cristo lo que les corresponde, y en esto estriba la justicia y perfección de los hombres.

            Así, pues, tenemos dos datos: por una parte sabemos que en la obra de la caída, y por lo tanto también en el orden de la restauración o de la salvación, todo comienza por la mujer y se termina por el hombre; y, por otra parte, tenemos la certeza moral del reino de Cristo, nuevo Adán, y de María, nueva Eva.

            ¿No se impone entonces la conclusión: por lo tanto, el reino de Cristo debe llegar por el reino de María, como la caída de Adán llegó por la caída de Eva, y como la restauración de la humanidad es la obra de Cristo consecuentemente a la operación de María? ¿Y podría ser de otro modo? De no ser así, ¿no habría un hiato en el encadenamiento de las obras divinas, un error en la realización de los planes del divino Arquitecto, una ruptura repentina en la admirable y sublime lógica de la economía de la salvación, una excepción injustificada a las leyes que Dios mismo se fijó y a las que, por otra parte, se ha mantenido escrupulosamente fiel?

            No, el reino de Cristo, al establecerse en toda su extensión y en su pleno esplendor, no será y no podrá ser más que una consecuencia de la dominación de María reconocida casi universalmente. También en esto el papel de la Mujer será un papel de preparación y de introducción al triunfo del Hombre. «A Jesús por María» no ha de aplicarse solamente en la historia individual de las almas, sino que también debe realizarse en el plano mundial y en la historia de toda la humanidad y del reino de Dios. ¡A la realeza universal de Cristo por el triunfo de María, por una devoción intensificada y perfecta a Nuestra Señora! El reino de María, cuyos felices comienzos y gloriosos progresos contemplamos, es la Aurora infinitamente consoladora que anuncia infaliblemente los esplendores del Astro real y divino… Y estaríamos tentados de cantar desde ahora un Magnificat de júbilo por lo que ya podemos ver que ha de realizarse en el futuro.

 

Triunfadora de todas las batallas de Dios [50]

 

            He aquí otra consideración de orden dogmático, que nos parece de gran valor y de considerable fuerza probadora. La dominación mundial de Cristo en la caridad y su reino en el mundo serán una victoria, un triunfo espléndido, obtenido a costa de luchas terribles y a través de espantosas persecuciones. Es la doctrina cristiana, netamen­te manifestada en la Escritura y especialmente en el Evangelio, en las Epístolas apostólicas y más particularmente aún en el Apocalipsis. Hacia el fin de los tiempos todas las fuerzas de ambas partes se comprometerán en la lucha, de modo semejante a como se movilizan todos los recursos combativos de los ejércitos para la batalla final de una guerra. Satán se servirá de su experiencia secular en este plano, y «sa­biendo que le queda poco tiempo», producirá su obra maestra de orgullo, de malicia, de odio y de poder, el Anticristo y sus satélites, para intentar aprovechar su oportunidad suprema en una lucha mundial, que para su vergüenza y confusión, como ya sabemos, será su derrota aplastante y un triunfo glorioso y definitivo para Cristo y su Iglesia.

            Ahora bien, María deberá tener parte en esta lucha y jugar en ella un papel decisivo, y por consiguiente manifestarse de manera totalmente especial, lo que equivale a su reino en esta tierra. Ella logrará esta victoria espléndida para Cristo, que se oculta por decirlo así detrás de Ella, como la Serpiente, en el caso de Adán, se había ocultado detrás de Eva. O, si se quiere, Cristo conseguirá en Ella y por Ella este triunfo que inaugura su reino, y realmente se identifica con él. Y como todo entonces será llevado a su apogeo, el furor de los ataques de Satán, el despliegue del poder invencible de Cristo, y por consiguiente también la parte especial de María en la lucha y en el triunfo, es evidente que María será «más conocida, amada y honrada que nunca», lo que equivale al reino de María. «María debe resplandecer más que nunca en misericordia, en fuerza y en gracia en estos últimos tiempos…: en fuerza contra los enemigos de Dios…, que se revolverán terriblemente para seducir y hacer caer, con promesas y amenazas, a todos aquellos que les sean contrarios…; en gracia, para animar y sostener a los valientes soldados y fieles servidores de Jesucristo, que combatirán por sus intereses» [51].

            Todo esto puede deducirse de la doctrina católica conocida.

            La Iglesia ve en María a la Adversaria personal de Satán, que debe triunfar contra él por y para Cristo. Por eso instituyó fiestas para conmemorar acontecimientos que prueban la influencia decisiva de la Santísima Virgen en las grandes luchas por el reino de Dios: la fiesta del santo Rosario, la del santo Nombre de María, la de Nuestra Señora Auxilio de los Cristianos… Expresa y canta su convicción y su alegre agradecimiento en este punto con textos que nunca podrían meditarse lo suficiente: «El Señor ha derramado sobre ti bendiciones, comunicándote su poder: pues por medio de Ti ha aniquilado a nuestros enemigos» [52]. Afirmación aún más fuerte y universal: «¡Tú sola has destruido todas las herejías en el mundo entero!». Fuertísima afirmación, en efecto: Tú, sola, todas las herejías, en el mundo entero… Se diría que la Iglesia teme no expresar su pensamiento con suficiente claridad, ni con bastante fuerza. Es evidente que aquí hay que ver, implícitamente expresada, una ordenación divina. Siempre será así. Cada victoria, individual o colectiva, lograda contra Satán por un pobre pecador o por un santo religioso, por la Iglesia entera o por una u otra nación cristiana, será siempre obra de Ella, después de Cristo y de Dios [53].

            Los Papas no se cansaron de repetir casi hasta la saciedad, sobre todo en las horas de angustia, que sólo María puede darnos la victoria. No es este el lugar para citar dichos textos. Son realmente legión. Desde Pío IX hasta Pío XII, todos los Papas insistieron en esto, y Pío XII no fue ciertamente el que menos.

            Y también por eso, quien sigue atentamente la historia de la Igle­sia, verá desarrollarse la devoción mariana al mismo tiempo y en la misma proporción que los ataques de Satán contra la humanidad, cada vez más peligrosos y llenos de odio.

            Así, en el siglo XIX, frente a la violencia creciente del infierno, que pone en acción entre otros a la francmasonería, el naturalismo, el racionalismo, el socialismo, el laicismo, el modernismo, el espíritu revolucionario, etc., vemos también cómo María sube cada vez más alto en el horizonte de la Iglesia: ¡María bella como la luna, radiante como el sol, pero también María terrible como todo un ejército en orden de batalla!

 

En nuestros días

 

            En nuestro tiempo se puede decir que la lucha alcanzó su paroxismo. Satán movilizó contra la Iglesia el nacional-socialismo, que, de haber triunfado, hubiese tratado de aniquilar el cristianismo, y que, según Pío XII, fue la amenaza más grave que hasta entonces hubiera pesado sobre la Iglesia de Dios. Y ahora que el nazismo está vencido, y que una de las cabezas del Dragón ha sido abatida, se levanta otra, aún más peligrosa y más terrible: el comunismo impío.

            Pero hemos de constatar que al paroxismo del odio contra Dios corresponde un desarrollo inaudito del reino de María. Más tarde daremos una descripción más detallada de este crecimiento maravilloso de la piedad mariana. Será la contraprueba de las afirmaciones y de las profecías de Montfort. Piénsese solamente en el movimiento mundial de consagración a la Santísima Virgen, coronado por la consagración oficial del género humano al Corazón Inmaculado de María por Pío XII; en la «santa locura» [54] desencadenada en el mundo por el viaje triunfal de las imágenes de Nuestra Señora; en los congresos marianos grandiosos, en la reciente definición dogmática de la Asunción, en la institución de la fiesta de la Realeza de María, etc.

            Según todas las apariencias, la historia de la Iglesia proseguirá en esta misma línea. Vamos hacia luchas, Pío XII nos lo advirtió repetidas veces, que superarán todo lo que el pasado vio de más terrible. Vamos hacia tiempos en los que se exigirá simplemente el heroísmo para ser fiel. ¡Es la hora de la Mujer! Entonces Ella se medirá con toda su fuerza con su adversario secular. ¡Frente a lo que será el esfuerzo supremo del odio, de la astucia, del orgullo y del poder del demonio, Ella pondrá en acción la obra maestra de su amor, de su humildad, de su santidad y de su fortaleza incomparables, realizada por Ella en el alma de sus hijos, de sus servidores, de sus apóstoles!

            Y queda claro que Ella no llevará esta lucha de incógnito. No es la costumbre de Dios. La devoción mariana, la vida mariana, el reino mariano, seguirán creciendo, intensificándose y extendiéndose. Será manifiesto, una vez más, que Ella debe vencer a todos los enemigos de Dios y aniquilar todas sus empresas, incluso las más temibles, las más peligrosas, las más satánicas… Y así llegará el triunfo. El mundo ha sido consagrado a María. Su gloriosa Asunción ha sido definida. Su realeza ha sido colocada en primer plano. Su Mediación, después de algunas escaramuzas que llegan a su fin, será plenamente resaltada y definida un día, sin lugar a dudas. De todo esto las almas sacarán las conclusiones prácticas que se imponen, y adaptarán cada vez más su vida al misterio de María, ahondado y profundizado como nunca. La consagración mariana será puesta cada vez más en el centro de la vida cristiana y vivida con más inteligencia y fidelidad; pues, para tener parte en el triunfo de la Mujer, es evidente que se requiere estarle íntimamente unido… El talón es el miembro más fuerte del cuerpo humano, a condición de estarle íntimamente unido. Y, para triunfar, debemos ser «el talón de la Mujer».

            Todos debemos comprender que esto es el reino de María, por el que se asegura el triunfo final, que significa la dominación universal de Cristo.

            ¡Así, «al fin, el Corazón Inmaculado de María triunfará»: y este triunfo será el reino de Cristo Rey!


 

IX
El reino de Cristo por María y las profecías de San Luis María de Montfort

            En nuestras consideraciones precedentes respecto de la tesis de San Luis María sobre el reino de Cristo por el reino de su santísima Madre, nos hemos colocado en el terreno doctrinal. Pensamos haber demostrado que sus afirmaciones concuerdan perfectamente con el dogma cristiano y son incluso la conclusión lógica que, si no con cer­teza, sí al menos con verosimilitud, podemos sacar de varias verdades de la doctrina mariana comúnmente admitidas.

            Es también indudable que las proposiciones de Montfort en este punto son también predicciones. ¿Son profecías verdaderas y verídicas, que merecen nuestra adhesión como tales? ¿Se puede o se tiene que decir: Montfort lo predijo, luego se realizará? Estimamos que así es. Tenemos, a lo que parece, la certeza moral de que las predicciones de Montfort en este punto deben cumplirse. Y llegamos a lo que dejábamos entrever más arriba: una actitud fundada y razonada a propósito de la tesis del gran Apóstol de María sobre el reino de Cristo por el reino de Nuestra Señora.

            En el sentido estricto de la palabra, una profecía es el conocimiento sobrenatural y la predicción infalible de acontecimientos futuros, que no podrían conocerse naturalmente. Una profecía sólo puede venir de Dios, pues sólo El conoce el futuro, especialmente en los casos en que está en juego la libertad humana. En efecto, estos acontecimientos no existen aún en sí mismos, ni tampoco de modo cierto en sus causas, puesto que pueden producirse o no producirse. Por eso, sólo existen en la presciencia y predestinación de Dios, que es el único que puede conocerlos por Sí mismo y comunicar su conocimiento a quien le plazca.

            ¿Podemos saber con certeza moral o al menos con verosimilitud, si alguien es profeta y habla bajo inspiración y con la luz de Dios?

            Evidentemente, se impone aquí una gran circunspección. El demonio es el «simio de Dios», y la imaginación o incluso, por desgracia, el prejuicio de engañar al prójimo, pueden jugar un gran papel, como lo comprobamos muy a menudo.

            La santidad del «profeta» es, según el parecer de todos, un índice serio, aunque no infalible, de la objetividad de lo que anuncia en nombre de Dios. Y es que la santidad excluye el designio de querer engañar a sabiendas. Y el error involuntario, incapaz de distinguir las alucinaciones de una imaginación enfermiza y las invenciones del espíritu de la tinieblas, de las inspiraciones del Espíritu de Dios, se encuentra en ellos mucho más raramente.

            Los milagros, realizados expresamente para confirmar la verdad de una profecía, son una prueba apodíctica de ella, y fuera de este caso, algunos milagros realizados constituirán una fuerte presunción en favor de ella.

            Finalmente, las verdaderas profecías ya realizadas son indudablemente un argumento muy serio en favor del origen divino de otras predicciones sobre el mismo tema, y pueden en ciertos casos dar una verdadera certeza moral.

            Apliquemos estos principios, brevemente recordados, a nuestro Padre de Montfort.

 

Montfort, incontestablemente profeta

 

            Es un santo, reconocido como tal por la Iglesia, y, como lo hemos oído repetir cientos de veces en boca de sacerdotes religiosos y de religiosos de toda orden y de todo color, un gran santo —Pío XII se confesaba deslumbrado por el brillo de su santidad—, y sin duda uno de esos «grandes santos, que sobrepujarán tanto en santidad a la mayoría de los otros santos, cuanto los cedros del Líbano sobrepujan a los pequeños arbustos» [55]. Eso es para nosotros, por lo tanto, un primer motivo de confianza y una garantía de objetividad.

            Montfort hizo milagros, o más justamente, Dios los hizo por su oración y por su intermedio. Hizo milagros después de su muerte, oficialmente reconocidos por la Iglesia, y sigue realizándolos, en cuanto nosotros podamos juzgar de ello. Hizo muchísimos durante su vida: curaciones instantáneas, multiplicación durante meses enteros del alimento necesario para centenares de obreros de su Calvario, etc. Para él las puertas de las iglesias se abrían por sí solas, las campanas se ponían a tocar, pasaba a través de las puertas de prisión cerradas con cerrojo… No queremos decir que estos hechos demuestren infaliblemente la verdad de sus predicciones, pero son también una preciosa indicación en su favor.

            Además, en su vida, hay un gran número de profecías realizadas, a veces a algunos años de distancia, otras veces a la de cientos de años. En su primer viaje al salir del seminario, amenaza con los castigos divinos a unos desdichados que, a pesar de sus reproches, no abren la boca sino para decir blasfemias y cosas sucias. Después de un cierto tiempo uno de ellos muere en estado de ebriedad bestial, y los otros dos son heridos gravemente en una riña entre ellos.

            Luego de un largo trabajo parcialmente infructuoso en la ciudad de Rennes, en la que había pasado los años de su juventud, le deja este triste adiós:

                          Adiós, Rennes, Rennes, Rennes,
                          Deploro tu destino;
                          Te anuncio mil penas,
                          Perecerás al fin,
                          Si no rompes las cadenas,
                          Que esconces en tu seno.

            Seis años más tarde un inmenso incendio, que duró más de diez días, redujo a cenizas la mayor parte de la ciudad. Y la población se decía: «¡Es el cumplimiento de la profecía del Padre de Montfort!».

            La teología hace observar que una profecía es tanto más notable cuanto más netamente se determinan por adelantado sus circunstancias. He aquí, pues, un hecho muy notable desde este punto de vista. En una misión, predicada en Saint-Christophe-du-Ligneron, en la diócesis de Luçon, convirtió a un cierto Tangaran, culpable de graves injusticias que exigían restitución, y que su autor prometió realizar. Cuando más tarde el misionero se presenta para arreglar el asunto en detalle, Tangaran, por influencia de su mujer, ha cambiado de parecer y se niega a restituir. El santo varón lo amenaza con los castigos de Dios: «Estáis apegados a los bienes de la tierra y despreciáis los bienes del cielo. Vuestros hijos no tendrán buen futuro y morirán sin descendencia. Vosotros mismos caeréis en la miseria y no dejaréis después de vosotros ni siquiera con qué pagar vuestro entierro». La mujer le replica en son de burla: «De todos modos dejaremos de lado treinta soles para hacer sonar las campanas en nuestra sepultura». «Y yo os digo —contesta el santo— que en vuestro entierro las campanas no tañerán». Todo esto se realizó al pie de la letra. Y por lo que se refiere al último punto, Tangaran y su mujer acabaron en la pobreza y no dejaron más que deudas. Murieron los dos un Jueves San­to, la mujer en 1730 y el marido en 1738: por lo tanto, 18 y 26 años más tarde. ¡Los dos fueron enterrados en Viernes Santo, el único día del año en que no pueden tañer las campanas!

            Podríamos proseguir la serie. Sin embargo, no es este el lugar. Señalemos aún tan sólo la profecía del «Jardín de las Cuatro figuras», un parque de mala fama de Poitiers para el que anuncia la fundación de un hospital de enfermos incurables, mantenido por religiosas, lo cual se realizará 42 años más tarde; la predicción sobre su Calvario de Pontchâteau, destruido por orden de la autoridad civil, y magníficamente restaurado más tarde; el desarrollo prodigioso de su congregación femenina, las Hijas de la Sabiduría; su notable profecía al Padre Mulot, a quien predijo una restauración completa de su salud si consentía en entregarse con él a la obra de las misiones, etc.

 

La gran profecía

 

            Pero hay más aún, y esto es realmente decisivo para nosotros. Júzguelo el lector. Se trata de una profecía muy circunstanciada sobre la suerte del mismísimo libro en que se encuentran sus predicciones a propósito del reino de Cristo por María. Creemos que se trata de uno de los textos más notables que podamos encontrar en los escritos de los santos. Presentamos aquí este texto, con su contexto inmediato.

            «Más que nunca me siento animado a creer y a esperar todo lo que tengo profundamente grabado en el corazón, y que pido a Dios desde hace muchos años, a saber: que tarde o temprano la Santísima Virgen tendrá más hijos, servidores y esclavos de amor que nunca, y que por este medio Jesucristo, mi querido Dueño, reinará en los corazones más que nunca.

            Preveo muchas bestias convulsas que vienen furiosas para desgarrar con sus dientes diabólicos este pequeño escrito y a aquel de quien el Espíritu Santo se ha servido para escribirlo, o por lo menos para envolverlo en las tinieblas y el silencio de un cofre, a fin de que no aparezca; atacarán y perseguirán aún a aquellos y a aquellas que lo lean y lo lleven a la práctica. Pero ¿qué importa? ¡Al contrario, tanto mejor! ¡Esta perspectiva me anima y me hace esperar un gran éxito, es decir, un gran escuadrón de bravos y valientes soldados de Jesús y de María, de uno y otro sexo, para combatir al mundo, al diablo y a la naturaleza corrompida, en los peligrosos tiempos que van a llegar más que nunca!

            Qui legit, intelligat. Qui potest capere, capiat» [56].

            Querer analizar todos los detalles de este texto y mostrar su realización nos llevaría demasiado lejos y nos haría salir del marco de este estudio. Nos limitamos a señalar los «desgarramientos» a los que el autor de la profecía estuvo ampliamente sometido; los ataques y persecuciones de que son blanco quienes leen este libro y tratan de poner en práctica sus enseñanzas, y con mayor razón quienes se convierten en sus apóstoles y promotores; el gran escuadrón de bravos y valientes soldados de Jesús en María, de quien se reclama justamente la Legión de María, a condición de no hacerlo de manera exclusiva. Atraemos más especialmente la atención del lector sobre algunas particularidades típicas de este texto. San Luis María habla de «bes­tias convulsas que vienen furiosas para desgarrar con sus dientes diabólicos este pequeño escrito…». Es evidente que se trata de los demonios. Lo cual no significa que las potestades infernales deban realizar este «desgarramiento» de manera inmediata y sin intermediarios. Satán puede servirse de instrumentos, de hombres mal intencionados, o incluso de personas sin intenciones perversas. Querríamos subrayar más especialmente tres afirmaciones de este texto, imprevisibles de suyo, y mostrar su realización pasmosa, recordando que una profecía tiene siempre algo de imprecisión, y que las diversas partes parecen casi siempre enredadas una con otra.

            1º El libro debía ser desgarrado. Ahora bien, que nuestro querido Tratado lo haya sido es algo cierto, sin que sepamos ni cuándo, ni cómo, ni quién lo hizo. En el manuscrito, tal como lo conocemos, le faltan más de 80 páginas. Pero, cosa aún más importante, el estudio del texto demuestra la ausencia de toda una primera parte, de la que no queda ninguna huella [57]. Al fin del volumen faltan también algunas paginas, entre otras el texto de la Consagración, distinto tal vez del que usamos hoy en día. Por lo tanto, esta primera parte de la predicción se realizó.

            2º «O por lo menos para envolverlo en las tinieblas y el silencio de un cofre, a fin de que no aparezca». Esta segunda afirmación tuvo una realización tal vez más impresionante. El «Tratado» fue escrito hacia el fin de la vida de su autor, probablemente en 1712. ¡Y sólo fue encontrado en 1842, realmente «en las tinieblas y el silencio de un cofre», por un Padre de la Compañía de María de la Casa Madre de Saint-Laurent-sur-Sèvre, que, buscando material para un sermón mariano, después de consultar algunos libros de la biblioteca, empezó a hurgar en un cofre que contenía toda clase de papelotes, entre los que la Providencia le hizo encontrar el precioso manuscrito!

            3º Por lo que se refiere al «éxito» de que se trata aquí, dejando de lado lo que se describe explícitamente, creemos poder interpretar también la profecía en el sentido de que el libro mismo se ha difundido en una amplia escala. Ha conocido 63 ediciones francesas, de las que algunas, y las más importantes, fueron editadas en Canadá. Además fue traducido a más de 20 lenguas. Sólo en Bélgica y Holanda se sucedieron, en sólo treinta años, unas 15 ediciones con una tirada total de 150.000 ejemplares. Sin lugar a dudas es por el momento el libro mariano más leído y meditado, y el que, según el parecer de teólogos reputados, merece ocupar en el campo mariano el lugar que ocupa la «Imitación de Cristo» en la espiritualidad general.

            El cumplimiento evidente de esta profecía, que tiene la misma virtud probadora que un milagro, es una prueba de que el autor no se equivocaba cuando afirmaba que el Espíritu Santo se había servido de él para escribir este libro, de modo que llegamos por una doble vía a la conclusión de que sin lugar a dudas se realizarán las profecías de Montfort sobre el reino de Cristo por el reino de María: en primer lugar porque, como acabamos de decirlo, la realización de esta profecía prueba que el libro que la contiene ha sido escrito bajo la inspiración del Espíritu de Dios, y esto es lo que explica, por otra parte, la unción tan especial de que está impregnado; y en segundo lugar porque el cumplimiento de la predicción sobre la suerte del libro nos da la certeza moral de que las demás profecías que contiene sobre el reino de Dios por María, y que son aún mucho más importantes, se realizarán a su tiempo.

            Ahora bien, nuestra argumentación doctrinal en este punto, como todo lo que acabamos de ver sobre el incontestable espíritu profético de Montfort, se encuentra formalmente confirmado por lo que la Iglesia ha vivido desde hace cien años y vive aún por el momento: la historia contemporánea e innumerables otros hechos le dan razón al Apóstol y Profeta del reino de María. Ante estos acontecimientos nos vienen a la mente y a los labios las palabras de Cristo: «Venit hora, et nunc est: Ha llegado la hora, y ya estamos en ella».


 

X
Ha llegado la hora (1)

            En este estudio sobre «el reino de Cristo por el reino de María» hemos expuesto e intentado probar la gran tesis de San Luis María de Montfort sobre el tema: el reino de Cristo vendrá sin lugar a dudas. Vendrá, y sólo llegará por el reino de María. Este reino de identifica con la difusión de la Devoción mariana excelente que propone San Luis María. Hemos tratado de demostrar estas proposiciones del gran Apóstol de María ante todo por medio de consideraciones doctrinales, y luego por el hecho —ya que estas proposiciones tienen un sesgo profético— de que Montfort poseía indudablemente el espíritu de profecía. Esta última afirmación se confirma con fuerza por la realización evidente de las predicciones hechas por nuestro Padre en una época en que nada hacía prever un desarrollo magnífico del culto de María. Las páginas que siguen dan algunos detalles sobre esta marcha ascendente del conocimiento y de la piedad mariana en la Iglesia en nuestro tiempo, «el siglo de María».

            No pretendemos hacer la historia completa y detallada de la expansión e intensificación del culto mariano en estos últimos tiempos. Para ello no bastaría un volumen entero. Querríamos más bien ofrecer a nuestros lectores un panorama a vuelo de pájaro de este reino, una mirada de conjunto, como una de esas imágenes tan netas y completas de un paisaje determinado que debemos a nuestros aviadores. No será tampoco un estudio histórico-crítico: tres cuartos de página de notas para diez líneas de texto… Pero creemos poder afirmar que todas nuestras informaciones han sido seriamente controladas.

            Este estudio es infinitamente consolador y alentador para todos los que se entregan al apostolado mariano. Somos de nuestro tiempo. El viento de Dios sopla en nuestras velas.

«

            No se puede estudiar la historia contemporánea de la Iglesia sin convencerse de que el progreso en el conocimiento de la doctrina mariana y la ascensión constante de la glorificación de María son una de las características más sobresalientes de esta historia, tal vez su característica principal.

            Nos inclinamos a hacer remontar a 1830, a las apariciones de la Santísima Virgen a Santa Catalina Labouré, la primera aurora del siglo de oro de Nuestra Señora. Estas apariciones ejercieron en el mundo, desde el punto de vista mariano, una influencia profunda que está lejos de haberse agotado. La «Medalla milagrosa» renovó en millones de almas la confianza en la intervención poderosa y misericordiosa de María. La confianza, es cierto, no es la cumbre más elevada de la devoción mariana, pero es una de sus manifestaciones más importantes, que dispone y prepara para aspectos más desinteresados de esta vida mariana.

            Y lo que siempre nos impresionó de estas apariciones es que son sintéticas, por decirlo así, y dan el resumen de todo lo que las disposiciones divinas, en materia de doctrina mariana, debían realzar en los decenios siguientes. Así, por ejemplo, hablan de la Inmaculada Concepción por la oración cuyo rezo pide la Santísima Virgen: «¡Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos!». La realeza de Nuestra Señora sobre el mundo y sobre las almas, que de modo práctico será reconocida por la consagración, y de modo solemne y oficial por la institución de la fiesta de esta Realeza, está claramente indicada en la visión de la Virgen sosteniendo el globo terráqueo en sus manos. La Mediación universal de las gracias se manifiesta por la riqueza de los rayos que, de sus manos extendidas, se difunden sobre el mundo. La devoción al Corazón de María, e incluso la asociación estrecha e indisoluble de Jesús y de María, sobre los que hoy se concentra tan fuertemente la atención del pensamiento cristiano, son indicados por la reproducción de los Sagrados Corazones de Jesús y de María en el reverso de la Medalla milagrosa.

            En 1836 se sitúa el aviso tan conocido del cielo al Padre Desgenettes en París: «Consagra tu parroquia al Corazón Inmaculado de María», como consecuencia de lo cual no sólo la parroquia de Nuestra Señora de las Victorias sufre en poco tiempo una transformación maravillosa, sino que además se produce un movimiento mundial de piedad mariana por la erección de la Cofradía del Corazón Inmaculado de María para la conversión de los pecadores, que aún hoy cuenta con más de 20.000.000 de afiliados, y por la que se han logrado innumerables curaciones de almas.

            En 1842 tiene lugar un acontecimiento de importancia mínima en apariencia, pero en realidad de inmensa trascendencia para la Iglesia de Dios: en Saint-Laurent-sur-Sèvre un Padre Montfortano descubre el manuscrito del «Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen», de San Luis María de Montfort. Este pequeño libro, que se difundirá en el mundo entero, influenciará ya directa ya indirectamente el desarrollo de la Mariología. Llevará a millones de almas a la Consagración total de sí mismas a la Reina de los corazones, y a una devoción mariana más profunda, que abarque e impregne toda su vida. Justamente cien años más tarde este librito habrá contribuido en gran parte a crear en la Iglesia la atmósfera deseada y esperada por los Papas para proceder a la Consagración del mundo al Corazón Inmaculado de María.

            En 1846 tiene lugar la aparición de La Salette, que a pesar de no influenciar la vida de la Iglesia en el mismo grado que Lourdes o Fátima, debe ser considerada como un acontecimiento mariano importante, cuyo significado e influencia parecen revivir hoy, después de más de cien años.

            En 1854 le toca el turno a la definición de la Inmaculada Concepción. Después de haberse realizado, nos parece muy natural que se haya producido en 1854. ¿Nos hemos preguntado alguna vez por qué no uno o varios siglos antes? La divina Providencia habría podido muy bien hacer madurar esta verdad en una época anterior. Pero debía ser colocada al comienzo del siglo de María, debía ser como un poderoso toque de clarín, cuyas resonancias se prolongaran durante los años siguientes; debía ser como un maremoto que inundase el mundo con las olas benditas del conocimiento y del amor marianos. Cuando se piensa en el movimiento de estudios y oraciones que precede a semejante definición —y en nuestra época estamos bien colocados para juzgarlo—, en las festividades y solemnidades que suscita por el mundo, uno puede darse cuenta, y el historiador está ahí para confirmarlo, de lo que esta definición ha sido para la vida de la Iglesia. Fue la colocación del fundamento, sobre el que los Papas, Obispos y sabios cristianos debían edificar el monumento de la Mariología. Y no sería difícil presentar testimonios numerosos y autorizados para demostrar que no fueron unos simples fuegos artificiales, sino un acontecimiento con influencias profundas, cuyos efectos se harían sentir durante décadas, y cuyos frutos saboreamos aún hoy.

            En 1854 la Iglesia proclamó a María Inmaculada en su Concepción. La augusta Reina del cielo no podía dejar sin respuesta semejante acontecimiento, y el 25 de marzo de 1858 se le aparece a Bernardita, en la Gruta de Lourdes, para decirle: «Yo soy la Inmaculada Concepción», y para responder con un beneficio mundial al homenaje del mundo entero.

            No es nuestro intento describir con detalle lo que es Lourdes. Lourdes es un milagro permanente, la confirmación palpable de nuestra fe en un tiempo de escepticismo y naturalismo, la curación corporal y espiritual de miles de desgraciados, la renovación cotidiana de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y de su paso bienhechor por los pueblos y aldeas de Palestina… Lourdes es todo esto, y mucho más que esto; el Obispo de Nuestra Señora, Monseñor Théas, lo decía recientemente: Lourdes es la dulce presencia sentida y experimentada de María. No se puede describir o explicar esto. El hecho es innegable. Todos o casi todos los que han estado allí pueden atestiguarlo. Para comprenderlo es menester haberse sentido repentinamente, a los pies de la Gruta bendita, bajo la influencia de lo sobrenatural y realmente de una Presencia invisible… Millares y millares de almas lo han experimentado, y lo siguen experimentando cada día. Lourdes es la capital del reino de María, un rincón del Paraíso transportado sobre la tierra…

            Después de las apariciones de Lourdes y la proclamación dogmática de 1854 no habrá en el campo mariano, durante décadas enteras, otros grandes acontecimientos exteriores que tengamos que señalar especialmente. El mundo cristiano pudo vivir durante largos años con el rico alimento mariano que acababa de serle servido. Otras grandes cosas, como por ejemplo la Consagración del mundo a la Santísima Virgen, se preparaban. Con todo, los tiempos no estaban aún maduros para esto. Sin embargo, muy pronto las piedras milenarias, cada una de las cuales señala una etapa hacia el desarrollo pleno del reino de María, empezarán a multiplicarse a lo largo del camino de la historia.

            El Papa mariano León XIII sucedió en 1878 al Papa mariano Pío IX. En 1883 aparece la primera encíclica sobre el Rosario. Entre 1883 y 1898 seguirán apareciendo, cosa casi increíble, nueve encíclicas marianas y gran cantidad de otros documentos marianos de manos de León XIII, que beatificará a Luis María de Montfort y afirmará más de una vez haber sacado en parte su estima y amor del Rosario del contacto con este gran Apóstol de María. El mes de octubre se convierte en el mes del santo Rosario y el equivalente del amable mes de María, lo cual significa claramente un progreso considerable en este terreno dentro de la vida de la Iglesia. Más importantes aún fueron los progresos de la Mariología, consecuencia inmediata de las enseñanzas pontificias. Como lo hizo observar el añorado Profesor Bit­tremieux en su utilísima obra Doctrina Mariana Leonis XIII, toda la Mariología quedó realzada, y especialmente, en un sentido muy progresista, la misión que la Santísima Virgen cumple en relación con la humanidad: asociación íntima de principio con Cristo en toda la economía de la salvación, su Corredención, su Mediación, tanto en la adquisición como en la aplicación de las gracias, etc.

            Todos los Papas siguientes marcharán por este camino, y el «más que nunca» de Montfort se realizará dentro de esta esfera, la más elevada.

            También San Pío X —tal vez no se lo ha notado lo suficiente— era un Papa mariano. Dio su plena aprobación y manifestó su mayor estima a la vida mariana tal como la expone Montfort. Desde el punto de vista mariano, el apogeo de su Pontificado se encuentra en la riquísima Encíclica Ad diem illum, escrita en 1904 con motivo del quincuagésimo aniversario de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción. Para componerla, el Pontífice quiso repasar la obra maestra de Montfort y se inspiró ampliamente de ella, como lo recordó más de una vez y lo demuestra fácilmente el estudio comparado de los dos documentos.

            Benito XV, a su vez, soñaba con realizar algún acto mariano esplendoroso: la Consagración del mundo a María, la definición de la Mediación… La muerte le impidió realizar este designio. Sin embargo, ejerció una notable influencia en el desarrollo de la doctrina y piedad marianas por sus Cartas apostólicas (entre otras, Inter Sodalitia, en la que encontramos un texto decisivo sobre la Corredención en sentido estricto), por sus instantes exhortaciones a dirigirse a María como Reina de la Paz, como Mediadora de todas las gracias y co­mo el Camino más corto y seguro para ir a Jesús. Conservamos con gratitud su precioso testimonio sobre el Tratado, tantas veces citado en esta obra, al que adjudica «el mayor peso y la mayor suavidad», con el deseo de «que encuentre una difusión aún mucho más amplia, como excelente medio de promover el reino de Dios».

            Pío XI era personalmente tan mariano que, durante treinta años, en el Cenáculo de Milán, dio cada tarde de mayo una conferencia llena de doctrina y piedad; que, incluso siendo Papa, se negaba a tomar su descanso antes de haber acabado su Rosario completo. De él tenemos dos Encíclicas marianas, una sobre la Maternidad divina y espiritual de María con motivo de los mil quinientos años del Concilio de Efeso, y otra sobre el Rosario, como adiós al mundo cristiano, casi en vísperas de su muerte.

            Superfluo será hacer notar que Su Santidad Pío XII, gloriosamente reinante, no se quedó atrás de ninguno de sus Predecesores en materia de mariología. Al contrario, estamos persuadidos de que los ha superado a todos. En el transcurso de este opúsculo tendremos ocasión de exponer más en detalle el papel magnífico que Su Santidad Pío XII cumple en la realización de las profecías de Montfort sobre «el siglo y el reino de María».


 

XI
Ha llegado la hora (2)

Progresos de la Mariología

 

            Es muy notable que las profecías de Montfort anuncien que María debe ser «más conocida», y por consiguiente «más amada y más honrada»; habla «del conocimiento y del reino de la Santísima Virgen». Es decir, a la base de una devoción verdadera e intensa debe haber un conocimiento exacto, sólido y profundo de la doctrina mariana: «Nihil volitum nisi præcognitum: No se ama lo que no se conoce previamente». Y, gracias a Dios, una de las características de nuestra época es la de haber alcanzado una penetración más adelantada e íntima de lo que llamamos comúnmente «el misterio de María». A este progreso contribuyó poderosamente el magisterio doctrinal de la Iglesia, ejercido por el Papa y los Obispos, directamente por la exposición de la doctrina mariana, e indirectamente por el apoyo enérgico dado al estudio de los Mariólogos.

            También en el campo mariológico vale incontestablemente el «más que nunca». En ninguna época se ha concedido tan amplio lugar a los estudios marianos en nuestras Universidades y Seminarios. Jamás se escribió tanto sobre Mariología como desde hace cincuenta años. En este espacio de tiempo apareció una decena de tratados completos sobre el tema. Innumerables son los libros, artículos y folletos que abordan algún punto particular de la ciencia mariana. Cosa desconocida no hace tanto tiempo, se multiplican los Congresos Marianos nacionales e internacionales, que estimulan a la vez la ciencia y la piedad marianas. En unos diez países se han constituido Sociedades de Estudios Marianos, sobre el modelo de las «Mariale Dagen» de Tongerlo (Bélgica), que los pusieron en marcha. Bélgica, jun­ta­mente con Holanda, jugó en este campo un papel de primer plano. Los pequeños países pueden ser grandes en ciertos campos. Pocas naciones reunieron en la misma época tantos Mariólogos de fama como los Países Bajos hace veinte años. En este tiempo vivían y trabajaban en la más bella de las emulaciones Bittremieux, Lebon, Van Crombrugghe, Merkelbach, Janssens, Druwé, Derckx, Friethoff y otros… ¡Linda falange!

            De este modo se consiguieron importantes resultados en el campo de la Mariología. El principio de María, nueva Eva, ha sido pues­to más en claro y utilizado para un gran número de consecuencias que se imponen. La misión que la Santísima Virgen cumple con Cris­to como Mediadora de la humanidad ha sido analizada cuidadosamente y expuesta más completamente. En muchos puntos se ha logra­do la casi unanimidad entre los teólogos, y en muchos otros, aún un poco discutidos, podremos ver el mismo resultado en un futuro próxi­mo. ¿Queremos darnos cuenta de los progresos realizados sobre un punto particular? Cuando, hace unos cincuenta años, hacíamos nues­tros estudios de teología, la Mediación de las gracias de la Santísima Virgen recibía la nota de «pia et probabilis opinio», opinión piadosa y probable. Hoy esta verdad es considerada por la mayor parte de los teólogos como cierta y definible.

 

La piedad mariana

 

            El ascenso de la piedad mariana caminó a la par que el desarrollo de la Mariología. En este punto sobre todo no se espere de nosotros una exposición detallada y completa, que requeriría volúmenes.

            Nuestro Padre de Montfort afirma haber leído casi todos los libros existentes en su tiempo que trataban de la Santísima Virgen. Para quien sepa varias lenguas, la cosa sería sin duda imposible en el día de hoy. La literatura de devoción mariana, y asimismo la de teología mariana, es sumamente amplia, y al lado de libros y de folletitos bastante mediocres a pesar de la buena intención de sus autores, contamos también con obras de gran valor que, basadas sólidamente en la sana doctrina mariana, son aptas para alimentar y desarrollar enormemente la piedad mariana. Hay que notar que casi todos los autores contemporáneos, que como Bernadot, Plus y otros, tienen gran reputación como escritores de obras de ascética general, han querido ofrecer también un trabajo en el campo mariano. Más notable aún es el hecho de que en nuestros días aparecen pocas obras de espiritualidad en que no se dediquen uno o varios capítulos a exponer los lazos del tema tratado con la doctrina y la vida marianas. Asimismo, en todos los países del mundo prospera de manera excepcional la prensa mariana periódica, con toda clase de revistas. Damos como ejemplo de ello nuestra modesta revista popular «Mediadora y Reina» y su equivalente flamenca, que tiene en este momento una tirada de 230.000 ejemplares. ¡Hace veinte años no habríamos podido soñar con una cifra semejante!

            Señalemos, sobre todo en ciertos países, la magnífica expansión de las «uniones marianas», tan preconizadas por el Santo Padre. Y si en otros países parece haber un retroceso en este terreno, este fenómeno se debe a una baja de todo lo que no es obligatorio, y sobre todo a la existencia de otras asociaciones, particularmente de Acción Católica, hacia las que la juventud se siente más atraída.

            A este propósito hay que observar los esfuerzos serios de la Acción Católica por adaptarse a la corriente mariana actual. A veces hubieron grandes lagunas en este punto. Pero en los últimos años se comprueba mucha comprensión a este respecto y esfuerzos muy loables para colmar estas lagunas. Con la Legión de María tenemos un hermoso intento para ir a lo más perfecto en este campo. La Legión nació de la perfecta Devoción de Montfort, y en ella se arraiga profundamente. Sin duda es por eso que este cuerpo selecto de apostolado puede alegrarse de los resultados maravillosos que ha logrado en todas las partes del mundo.

            «María conocida, amada y honrada más que nunca»… En este terreno se están produciendo realmente en nuestros días algunos acontecimientos cuyo equivalente buscaríamos vanamente en toda la historia de la Iglesia. Tal es el caso, por ejemplo, de la «Virgo Peregrinans», la Virgen Peregrina. En Francia —¡siempre Francia!— hemos tenido en Francia la «Gran Vuelta», que algunos consideraban como una experiencia típicamente francesa, imposible de hacer en otras partes. Pero ahora también Nuestra Señora de Fátima se ha puesto en marcha, con igual o mayor éxito, y ha recorrido muchos países y continentes, incluso Inglaterra, Canadá, los Estados Unidos, Africa, Oceanía, etc. Esta «peregrinatio Mariæ» se extendió luego a Italia, donde las Vírgenes locales lograron los mismos triunfos. En Holanda es la Stella Maris la que pone a la gente en delirio; en Bélgica es la Virgen de los Pobres la que fascina a las masas y las mantiene apiñadas alrededor de Ella sin cesar, día y noche. En Alemania se organizaron también estas «visitas» de Nuestra Señora de Fátima con gran éxito. Cuando se consideran las explosiones de fe, amor, piedad y arrepentimiento que provoca el paso de una simple imagen de María; cuando se oye a los misioneros afirmar que el paso de Nuestra Señora en una parroquia por algunos días, a veces por algunas horas, opera tantas maravillas que la misión más lograda, nos es necesario admitir que estamos en presencia de una forma nueva, querida por Dios, de la piedad mariana; de una invención del Amor infinito y del amor materno de María para atraer las almas y volverlas a llevar y dar a Cristo.

            Una característica más de la devoción mariana en nuestra época: se comprende cada vez más que el culto mariano forma parte integrante del mismo cristianismo, y no es una superfluidad más o menos facultativa, sino que toda la vida de los cristianos debe ser también mariana; se cae en la cuenta de que se puede y se debe hablar de «vida mariana» y no sólo de «devoción» a María. La expresión ya ha quedado definitivamente consagrada, y el mismo Santo Padre se ha servido de ella. Realmente ha llegado el tiempo en que, según la predicción de Montfort, las almas respiran a María tanto como los cuerpos respiran el aire. ¡Las almas se pierden realmente en Ella, para convertirse en copias vivas de Jesucristo!

 

Los «santos» de hoy

 

            Montfort había prometido también que en este siglo mariano habrían santos que se distinguirían por un amor y una piedad marianas excepcionales. En efecto, los santos son los más dóciles en seguir las inspiraciones de lo alto, y Dios es incontestablemente el Autor principal del movimiento mariano que estamos describiendo. Hablamos de bienaventurados y de santos canonizados, pero también de esas almas que la vox populi designa como candidatos a una glorificación futura. Ahora bien, nos parece incontestable que la mayoría de los «santos» de hoy se distinguen de sus precursores en los caminos de la santidad por una vida mariana más intensa. Piénsese, por ejemplo, en el santo Cura de Ars, Santa Teresita del Niño Jesús, San José Benito Cottolengo, Santa Bernardita, Santa Catalina Labouré, Don Bosco, San Gabriel de la Dolorosa, Teófano Venard, San Pío X… ¡Qué almas tan marianas fueron Matt Talbot, el Padre Bellanger, el Padre Kolbe, y en nuestros países el Padre Valentin, los Hermanos Mutien-Marie, el Padre Poppe: estos últimos eran todos esclavos de María según el método de Montfort, aunque por uno u otro motivo no se haya resaltado esta condición como fuese debido!

 

Apariciones

 

            En contacto con el crecimiento de la devoción mariana casi en todas las formas señaladas hasta aquí, se encuentran las apariciones de Nuestra Señora de Fátima desde mayo a octubre de 1917. Este es sin lugar a dudas uno de los acontecimientos marianos más importantes que se hayan producido en la Iglesia. Y el hecho de que el Santo Padre haya querido realizar las ceremonias de la clausura oficial del Año Santo en este lugar bendito, fuera de Roma, disipa totalmente las dudas que algunos pensaban poder tener sobre las opiniones de Pío XII a propósito de estas apariciones. Serán casi desconocidas fuera de las fronteras de Portugal hasta 1940; luego, bajo la presión de los terribles acontecimientos de entonces, la noticia se difundirá realmente como una «sacudida religiosa» por el mundo, especialmente por los países ocupados. Es probable que ninguna manifestación de Nuestra Señora haya ejercido en tan poco tiempo una influencia tan grande en la vida de los cristianos. Podemos asignar a esto varios motivos, especialmente el hecho de que estas apariciones estaban en armonía evidente con muchas corrientes religiosas y necesidades espirituales de nuestra época. Entre otras estaba el hecho de que, por primera vez desde 1836, se pedía la Consagración al Corazón Inmaculado de María.

            Es imposible no señalar aquí otra manifestación extraordinaria de la bondad y del poder de María, que confirma de nuevo el hecho de que nuestra época sea efectivamente «el siglo de María». Desde el 29 de agosto al 1 de septiembre de 1953 en Siracura, Sicilia, una estatuilla del Corazón Inmaculado de María derramó abundantes lágrimas casi sin interrupción. Cosa inaudita: el prodigio pudo ser observado por millares de personas, fue controlado por las autoridades civiles, por médicos, químicos, etc. Cosa igualmente inaudita: ante la evidencia del hecho, el episcopado de Sicilia, que tenía a su cabeza a Su Excelencia el Cardenal Rufini, reconoció oficialmente el carácter milagroso del hecho tres meses después de los acontecimientos, el 12 de diciembre, tan sólo algunos días antes de la apertura del Año Mariano. No hace falta decir que estas lágrimas de la Santísima Virgen deben hacernos recapacitar, y en todo caso son un testimonio nuevo y trágico de la solicitud preocupada y del amor incomparable de nuestra divina Madre por nuestro pobre mundo.


 

XII
La consagración mariana en nuestra época

            Todos los arroyos y afluentes de conocimiento y de devoción mariana de que acabamos de hablar se lanzan en el río real de la Consagración a María, Consagración que, bien comprendida, es sin contradicho el punto culminante de todo lo que se puede dar a Nuestra Señora; una cumbre, un punto de llegada, que debe ser a su vez un punto de partida para la práctica de todas las formas de la vida mariana, que están virtualmente contenidas en ella.

            El 31 de octubre de 1942, en el transcurso de una alocución radiofónica dirigida al pueblo portugués reunido en la Cova da Iria para celebrar el 25º aniversario de las apariciones de Nuestra Señora de Fátima, Pío XII consagró oficialmente la Iglesia y el género humano a la Santísima Virgen, a su Corazón Inmaculado. Y para que no se pudiese dudar del carácter oficial de este acto, el Santo Padre lo renovó solemnemente durante una ceremonia religiosa en la basílica Vaticana el 8 de diciembre del mismo año.

            En diferentes lugares se ha escrito la historia de esta Consagración. Quienes lo han hecho fueron los primeros en estar convencidos de no ser completos. Tal vez ni siquiera fueron siempre exactos. Si aquí, como es debido, queremos poner el acento no tanto en la devoción al Corazón purísimo de María, sino más bien en la Consagración, que final y principalmente se hace a la persona de la Santísima Virgen —que es lo que el mismo Santo Padre subraya por dos veces en su Acto de Consagración—, se deberá reconocer que San Luis María de Montfort, por sus escritos, fue no sólo el profeta, sino también el gran promotor del movimiento de consagración mariana. Bajo la influencia de San Luis María esta consagración ha tomado su verdadera forma y se ha establecido en el centro de la vida mariana y por ende cristiana, y no puede ya ser considerada como una manifestación muy secundaria de la piedad. Nada ni nadie contribuyó tanto como la doctrina de Montfort a crear la atmósfera favorable reclamada por los mismos Papas para proceder a la Consagración del mundo a Nuestra Señora. Cuando se estudian los diferentes movimientos que prepararon la Consagración del género humano a María por medio de la consagración individual, familiar, etc., encontramos siempre o casi siempre la influencia de Montfort a través de sus notables escritos.

            Pues, sin hablar de la organización de peticiones en favor de esta consagración, hubo en diversos países, entre otros en Francia, en Suiza, en Italia, en América del Sur y en otras partes, movimientos de consagración personal y colectiva a la Santísima Virgen. Y es aún una de las glorias de nuestros países que en varias diócesis de Holanda y Bélgica esta consagración haya sido realizada por la casi unanimidad de los fieles, de las familias, de las parroquias, de las ciudades y de las agrupaciones de toda clase, después de una preparación intensiva, doctrinal y suplicante, de seis meses por lo menos. Era prevenir los deseos de la Santa Sede.

 

Los actos del Santo Padre

 

            Como sucede de ordinario, estas diversas corrientes fueron captadas por el Vaticano y, con una impetuosidad creciente, relanzadas sobre el mundo. La Consagración del mundo a María, al Corazón Inmaculado de María, es uno de los mayores acontecimientos de la historia mariana de la Iglesia y de toda su historia simplemente, un gesto de la mayor importancia para la realización del reino de Nuestra Señora. Y el cielo respondió, y de manera impresionante, a este homenaje mariano: inmediatamente después de esta fecha comenzó el desmoronamiento del poder del nazismo, que debía consumarse diecisiete meses más tarde por la liberación completa y definitiva del mundo entero de esta humillante y paganizadora tiranía.

 

El reino de Cristo por el reino de María

 

            El Santo Padre sabía que con este acto no estaba todo hecho, por muy importante que fuese. Nos parece poder decir que Pío XII comparte en sustancia las ideas de que tratamos aquí, y quiere obrar consecuentemente. El Papa de la Santísima Virgen parece estar convencido del vínculo estrecho y de la conexión necesaria querida por Dios, entre el reino de Nuestra Señora y el de su divino Hijo. En la fórmula de Consagración del mundo podemos leer: «De igual modo que al Corazón de vuestro amado Jesús fueron consagrados la Iglesia y todo el género humano…, así igualmente Nosotros también Nos consagramos perpetuamente a Vos, a vuestro Corazón Inmaculado, ¡oh Madre nuestra, Reina del mundo!, para que vuestro amor y vuestro patrocinio apresuren el triunfo del reino de Dios».

            El 13 de mayo de 1946 el Santo Padre dirige una larga y magnífica alocución a los 600.000 peregrinos que asisten a la coronación de Nuestra Señora de Fátima. Entre otras cosas les dice: «Al coronar la estatua de Nuestra Señora… os habéis alistado como Cruzados para la conquista o la reconquista de su reino, que es el reino de Dios. Esto quiere decir que os obligáis a penar para que Ella sea amada, venerada, servida alrededor vuestro en la familia, en la sociedad, en el mundo».

            En una carta autógrafa, dirigida a toda la familia de la «Gran Vuelta», y fechada del 2 de julio de 1948, el Papa escribía: «Lo hemos dicho y Nos gusta repetirlo: en la noche oscura que pesa sobre el mundo, vemos despuntar una aurora, anunciadora infalible del Sol de verdad, de justicia y de amor. En efecto, en esta generación herida e inquieta, este impulso para «volver» a las fuentes de agua viva, que brotan abundantemente de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, no es la menor señal de esperanza y de consuelo. Por eso Nos os felicitamos por tomar a pecho esta salvífica devoción mariana, por propagarla alrededor vuestro, por hacer de ella la palanca de vuestro apostolado. Nos queremos ver en ello la prenda y la garantía de la conversión de los pecadores, de la perseverancia y del progreso de los fieles, del restablecimiento de una verdadera paz en todas las naciones, entre ellas y con Dios». Esto es, evidentemente, el reino de Dios asegurado por el reino de María. La expresión no está, es cierto; en otras ocasiones el Soberano Pontífice la utiliza.

            A los peregrinos portugueses, venidos a Roma el 2 de junio de 1951 para la inauguración de la iglesia jubilar de San Eugenio, y dentro de este templo, de la capilla de Nuestra Señora de Fátima, el Vicario de Cristo dice al día siguiente de esta ceremonia: «Implorad sin cesar para el mundo la intervención milagrosa de la Reina del mundo, a fin de que la esperanza de una paz verdadera se realice lo más rápidamente posible, y que el triunfo del Corazón Inmaculado de María haga llegar el triunfo del Corazón de Jesús en el reino de Dios».

            Y, para terminar, una palabra que no puede ser más oficial, y que manifiesta la misma convicción y la misma esperanza, en las pri­meras líneas de la Constitución apostólica Munificentissimus Deus, que define la Asunción de la Santísima Virgen: «Es para Nos un gran consuelo ver manifestaciones públicas y vivas de la fe católica, y contemplar cómo la piedad a la Virgen María, Madre de Dios, está en pleno auge en todas partes, crece cada día más, y ofrece casi en todas partes los presagios de una vida mejor y más santa».

 

La consagración a la Santísima Virgen

 

            Por lo que mira a la consagración a la Santísima Virgen, que es como la médula espinal del reino de María en las almas y en la sociedad, el Santo Padre no nos ha dado sólo el ejemplo, ni se ha limitado a recomendar su práctica y su difusión en sus Alocuciones y Cartas, sino que además —y ello nos dispensa de toda otra cita— lo ha hecho del modo más solemne y oficial en su Encíclica Auspicia quæ­dam, del 1 de mayo de 1948. Después de haber recordado muy explícitamente el gran Acto de la Consagración del mundo, el Santo Padre prosigue: «Deseamos que, según lo permita la oportunidad, se haga esta consagración, tanto en las diócesis como en las parroquias y familias, y confiamos en que esta consagración, pública y privada, será fuente de abundantes beneficios y favores celestiales».

            El Vicario de Jesucristo en la tierra desea, pues, la consagración de cada cristiano a la Santísima Virgen y, además, la consagración colectiva de los principales organismos de que se forma parte. Y espera de este acto las más ricas bendiciones del cielo.

            Es cierto que hay consagración y consagración. Es evidente que una fórmula rezada de prisa, sin preparación ni convicción, no es capaz de producir los efectos esperados. Pío XII, en las alocuciones célebres, determinó la naturaleza y las cualidades de una consagración bien comprendida. Lo hizo del modo más claro y completo en su discurso a los dirigentes y participantes de la «Gran Vuelta» el 2 de noviembre de 1946, en el que recordaba y retomaba enseñanzas análogas dadas a los Congregacionistas de la Santísima Virgen el 21 de enero de 1945:

            «Sed fieles a Aquella que os ha guiado hasta aquí. Haciendo eco a nuestro llamado al mundo, lo habéis hecho escuchar alrededor vuestro; habéis recorrido toda Francia para hacerlo resonar, y habéis invitado a todos los cristianos a renovar personalmente, cada cual en su propio nombre, la consagración al Corazón Inmaculado de María, pronunciada en nombre de todos por sus Pastores. Habéis recogido ya diez millones de adhesiones individuales, resultado que nos causa un gran gozo y despierta en nosotros una gran esperanza. Pero la condición indispensable para la perseverancia en esta consagración es entender su verdadero sentido, captar todo su alcance, y asumir lealmente todas sus obligaciones. Volvemos a recordar aquí lo que Nos decíamos sobre este tema en un aniversario muy querido a Nuestro corazón: La consagración a la Madre de Dios… es un don total de sí, para toda la vida y para toda la eternidad; no un don de pura forma o de puro sentimiento, sino un don efectivo, realizado en la intensidad de la vida cristiana y mariana».

            Ciertamente que podríamos citar muchos otros actos y mil otros textos para mostrar en Pío XII al alma profundamente mariana, al Papa mariano por excelencia. Pero no señalaremos más que dos acontecimientos de importancia en la historia de la Iglesia. El primero es la definición dogmática de la Asunción de la Santísima Virgen, el 1 de noviembre de 1950, acto que, según el Cardenal Van Roey, imprime oficialmente a nuestra época el sello del siglo de María. Tal vez no se ha reconocido en todas partes a este gesto toda la atención que merecía: lo consideramos como uno de los acontecimientos más importantes de la historia del reino de Nuestra Señora y, de manera general, de la historia de la Iglesia.

 

El Año Mariano

 

            El Santo Padre Pío XII no se cansa de «emprender y realizar grandes cosas por esta augusta Soberana». Es indudable que, en el orden de los actos oficiales de la Santa Sede, Pío XII no podía realizar actos más importantes que la Consagración de la Iglesia y del mundo a la Santísima Virgen y la definición dogmática de su Asunción gloriosa. Sin embargo, tenemos que señalar aún un acontecimiento mariano, debido a la iniciativa del Santo Padre, cuyas consecuencias para el conocimiento y el amor de la Santísima Virgen son realmente incalculables. Del 8 de diciembre de 1953 al 8 de diciembre de 1954 se celebró, por la primera vez en la historia de la Iglesia, un «Año Mariano», esto es, un año entero en que el pensamiento y la vida cristiana estarían centrados de manera muy especial en la Santísima Virgen. Eso fue sin duda la manifestación más impresionante de este «siglo de María» anunciado y preparado por Montfort. En el mundo entero los pensadores cristianos, en innumerables libros, en las sesiones de congresos marianos organizados en muchos países, en los periódicos cristianos, se volcaron sobre el misterio de María para profundizarlo aún más. Se requerirían volúmenes enteros para describir las manifestaciones marianas entusiastas y ardientes organizadas en todos los continentes. Se calcula en ocho millones el número de peregrinos venidos a Roma en este Año Mariano, cuando el Año Santo no había traído más que cuatro millones, a pesar de una organización muy estudiada. La jerarquía católica en el mundo entero celebró las glorias de María. Y nuestro glorioso y venerado Papa Pío XII, que había abierto este año de preparación al centenario de la definición de la Inmaculada Concepción por la Encíclica Fulgens Corona, lo clausuró por otra Encíclica, que será célebre en los fastos de la historia religiosa. La ceremonia de clausura del Año Mariano concluyó con un homenaje grandioso a la Realeza de María, cuyos fundamentos y ejercicio expone la Encíclica Ad cœli Reginam. Los teólogos habrán observado especialmente uno de los fundamentos doctrinales asignados por el Santo Padre a la soberanía de María: su intervención de orden subordinado junto a Cristo en la redención de la humanidad. «No os pertenecéis —decía San Pablo a los cristianos—, pues habéis sido comprados a un elevado precio» [58]. El Apóstol de las naciones predica así la pertenencia a Cristo. Pío XII utiliza este mismo texto aplicándolo a la Santísima Virgen. Tenemos ahí un fundamento sólido para la soberanía de María, y asimismo para nuestra pertenencia total a Ella, que practicamos de manera ideal por la santa y noble esclavitud de amor.

            Lo que acabamos de escribir sobre las palabras y actos del Santo Padre nos sugiere una reflexión, que es tal vez una respuesta a una objeción tácita de ciertos lectores. Montfort anuncia el reino de Cristo por el de María, y este por el conocimiento y la práctica más general de la «verdadera y sólida devoción que él enseña». Incluso aceptando la conexión necesaria que existe entre el triunfo de Cristo y el de su divina Madre, se guardará tal vez cierto escepticismo respecto de esta última afirmación (proposiciones y 5ª). Las citas que acabamos de hacer disipan por mismas estas dudas. Lo que el San­to Padre pide es equivalentemente lo mismo que aconseja San Luis María de Mont­fort: una consagración bien comprendida, hecha después de una larga y seria preparación y no de pura forma y precipitadamente, una consagración realizada en una vida cristiana y mariana fervorosa. La definición dada por el Santo Padre es idéntica a la de Montfort, con la sola diferencia de que el Papa no exige explícitamente la entrega a la Santísima Virgen del derecho de disponer del valor comunicable de nuestra vida, aunque está incluido implícitamente. Y si este abandono forma parte integrante del acto central de la vida mariana tal como la describe el Apóstol de María, no habría que exagerar la importancia de esta parte de nuestra oblación que, evidentemente, es menor que la donación de nuestro mismo ser y de nuestras facultades, y que hace que nuestros actos deliberados queden marcados con el sello de nuestra pertenencia a Nuestra Señora. Nos parece que si el mundo cristiano en su conjunto siguiese los consejos e indicaciones del Sumo Pontífice, no estaríamos lejos del reino de la Santísima Virgen tal como Montfort lo anuncia y describe.

 

Una objeción que es una confirmación

 

            A veces se nos ha hecho también la siguiente objeción: «Usted nos presenta nuestra época como el siglo de María. ¿No es más bien la era del Sagrado Corazón, de Cristo Rey, de la Eucaristía, del Cuerpo místico, etc.?».

            La objeción, como fácilmente se comprenderá, no es tal, sino más bien un argumento, un confirmatur de lo que acabamos de recordar. Los hechos, en cierta medida, dan razón a San Luis María: el reino de Cristo por el reino de María.

            ¡Ah, ciertamente, este reino tan deseado de nuestro Cristo adora­do está lejos de haber llegado en su plenitud! No podemos cerrar los ojos ante toda clase de síntomas inquietantes: la caridad enfriada de un gran número, el bajón espantoso de la moralidad en muchos medios, la descristianización lenta pero progresiva de varios países. El catolicismo, y sobre todo el cristianismo en general, sufrió pérdidas gravísimas por la acción del comunismo y del socialismo nacional.

            Pero frente a este triste balance hay indicios sumamente alentadores. La Iglesia ha recibido gracias insignes. Desde hace cincuenta años han nacido y se han desarrollado movimientos sumamente prometedores, que parecen anunciar y garantizar el triunfo de Cristo Rey. En 1900 el género humano fue solemnemente consagrado al divino Corazón de Jesús. El Pontificado de Pío XI transcurrió totalmente bajo el signo del reino de Cristo, y la fiesta de Cristo Rey es su fruto duradero y su memorial imperecedero. Son también gracias excepcionales para la Iglesia, que contienen ya un reino parcial de Cristo: una larga serie de grandes y santos Papas, un episcopado admirable y un clero tan excelente en su conjunto, que probablemente buscaríamos en vano otro semejante en los siglos precedentes. Tenemos además: el movimiento litúrgico, cuyo mérito principal es habernos hecho descubrir de nuevo el santo Sacrificio de la Misa; el movimiento eucarístico con la Comunión precoz de los niños y la Comunión frecuente de los adultos, que ha tenido como consecuencia un gran florecimiento de la vida interior incluso entre los seglares; el movimiento de Acción Católica, cuya influencia ya ha sido considerable y cuyos esfuerzos futuros podrían ser decisivos; el movimiento de Entronización del Sagrado Corazón, que ha introducido oficialmente a Cristo como Rey de amor en decenas de millones de hogares; el movimiento maravilloso de evangelización del mundo, el más poderoso que la Iglesia haya conocido desde el tiempo de los Apóstoles, y que tiene como particularidad contemporánea la introducción en masa del clero indígena, que podrá ejercer una influencia decisiva para la conversión de las naciones paganas. Y la comprensión más profunda del misterio de la Iglesia, del Cuerpo místico de Cristo, ¿no es una consecuencia de este reino del María, que es la Madre, el tipo y como la personificación de la Iglesia?

            Es muy notable lo siguiente: ante todo, que todos o casi todos estos acontecimientos tuvieron lugar, y todos estos movimientos nacieron, después de que el reino de Nuestra Señora se hubiera establecido parcialmente desde comienzos del siglo XX; y luego, que todos los que han creado y propagado estos movimientos se hicieron notar casi siempre por una devoción excepcional a la Santísima Virgen, y la mayoría de entre ellos eran esclavos de María según la fórmula de Montfort: los Papas León XIII, San Pío X y Pío XI, los Cardenales Mercier y Van Rossum, el Padre Mateo, el Padre Lintelo, el Padre Poppe, y cuántos otros. Esta observación, ¿no nos recuerda la afirmación de Montfort de que «por medio de esta verdadera y sólida devoción… estos santos personajes lo lograrán todo»? Parece, pues, que la historia misma nos demuestra que tanto las comunidades como los individuos han de ser conducidos a Cristo por María: «Per Mariam ad Iesum».

 

Conclusión

 

            De todo lo que acabamos de decir creemos poder concluir que todo hombre verdaderamente cristiano, que sin prevención y seriamente reflexiona en la doctrina y en los hechos que acabamos de recordar, adoptará con certeza moral la afirmación fundamental de la espiritualidad de San Luis María de Montfort: El reino de Cristo vendrá; llegará por el reino de María; esto es, llegará cuando el mundo cristiano haya reconocido teórica y prácticamente a María todo lo que le corresponde según el plan de Dios. Y esto lo haremos de modo perfecto siguiendo las enseñanzas del gran Apóstol de María, San Luis María de Montfort.


 

XIII
Apostolado mariano

            En nuestras consideraciones precedentes nos hemos convencido de que el reino de Cristo vendrá por el reino de María, por la práctica generalizada de una devoción mariana íntegra. Con esta convicción nos es fácil decidirnos a contribuir con todos nuestros esfuerzos a este reino mariano, condición indispensable y medio, no único pero sí infalible, para realizar el reino de Dios. Por este motivo Montfort nos pide el apostolado mariano en términos convincentes: «Como un buen siervo y esclavo, no de debe permanecer ocioso; sino que es preciso, apoyados en su protección, emprender y realizar grandes cosas para esta augusta Soberana. Es menester defender sus privilegios cuando se los disputa; es necesario sostener su gloria cuando se la ataca; es preciso atraer a todo el mundo, si fuera posible, a su servicio y a esta verdadera y sólida devoción; es menester hablar y clamar contra los que abusan de su devoción para ultrajar a su Hijo, y al mismo tiempo establecer esta verdadera devoción» [59].

            Pío XII se atrevía a imponer esta obligación, por decirlo así, a los 600.000 peregrinos que asistían, el 13 de mayo de 1946, a la coronación de Nuestra Señora de Fátima, y la habían reconocido y aclamado así como su Reina: «Al coronar la estatua de Nuestra Señora os habéis comprometido, no sólo a creer en su realeza, sino también a depender lealmente de su autoridad, a responder filial y continuamente a su amor. Habéis hecho más que eso: os habéis alistado como Cruzados para la conquista o la reconquista de su reino, que es el reino de Dios. Esto quiere decir que os obligáis a esforzaros para que Ella sea amada, venerada, servida alrededor vuestro en la familia, en la sociedad, en el mundo».

            Hemos demostrado precedentemente que en este campo pueden y deben hacerse progresos importantes, tanto en profundidad como en extensión. Cuando se piensa que en el orden sobrenatural nada se hace sin Ella, ni una definición dogmática, ni una furtiva oración jaculatoria, nada de importancia ni nada mínimo por el reino de Dios, uno se da cuenta de que aún falta mucho por hacer para adaptarnos plenamente a los designios de Dios en este punto. Caminamos hacia la Tierra prometida, es cierto. Pero estamos aún lejos de haberla alcanzada. Es tarea de los sacerdotes y de todas las almas apostólicas encaminar el pueblo cristiano hacia esta Tierra de maravillas [60].

            Podemos y debemos practicar el apostolado mariano de muchas maneras: por el apostolado de acción, empujando las almas a la devoción mariana bajo todas sus formas, sin excluir la más elevada; y por un apostolado oculto, subterráneo, de que trataremos más tarde.

            Asimismo, podemos ser apóstoles de acción en el campo mariano de dos maneras, «in recto» e «in obliquo», diría la Escolástica: ya sea tomando como fin inmediato de nuestros esfuerzos apostólicos el desarrollo de la piedad mariana en nuestros semejantes, ya sea —sin hacer de ella el objeto directo e inmediato de nuestros esfuerzos— propagando la doctrina y la devoción mariana más bien como de paso, esto es, impregnando con ella nuestro trabajo apostólico general, o si se quiere, haciendo apostolado con un espíritu mariano.

            Quien reflexiona debe admitir el siguiente principio: que, dada la misión de María en toda la economía sobrenatural, nuestra actividad apostólica debe estar enteramente impregnada del pensamiento y de la influencia de María.

            Debemos dirigirnos a Ella para obtener las gracias apostólicas, pues toda gracia nos viene por Ella después de Dios. No quiere esto decir que sea necesario hacerlo siempre de modo expreso y explícito. Hemos de aplicar aquí lo que Montfort escribe de nuestros esfuerzos de santificación personal: «Persuadíos, pues, de que cuanto más miréis a María en vuestras oraciones, contemplaciones, acciones y sufrimientos, si no con vista distinta y advertida, por lo menos con una general e imperceptible, más perfectamente encontraréis a Jesucristo, que siempre está con María, grande, poderoso, operante e incomprensible» [61].

            Esto vale también para toda nuestra actividad apostólica. Hemos de penetrarnos a fondo de nuestra dependencia total para con Ella en toda empresa sobrenatural, reconocer prácticamente esta dependencia, de un modo u otro, y de vez en cuando recordarnos de la necesidad que tenemos de su socorro, y volvernos hacia Ella. Asimismo, hay que hacer que las almas sean conscientes de esta dependencia, introduciendo a la Santísima Virgen, de una manera u otra, en nuestra actividad apostólica. Fuera de esto, para producir frutos de salvación y de santidad en las almas, bastará que nos mantengamos en la convicción habitual de nuestra dependencia de Nuestra Señora.

            Una vez más, reconocer prácticamente el papel decisivo de la Santísima Virgen en nuestra vida apostólica puede hacerse de más de un modo. Podemos hacerlo más bien subjetivamente, invocando a Nuestra Señora o renovando la consagración a Ella antes o después de cada empresa apostólica. O bien instalando, por ejemplo, una imagen de la Santísima Virgen en la sala del patronato, o insertando un lema mariano en el encabezado de un trabajo escrito, o invocándola con los oyentes o alumnos antes de una predicación o lección de catecismo. Muy hermosa costumbre, un poco desaparecida hoy, era la de rezar un Avemaría después del exordio de un sermón; el Padre Poppe estaba muy bien inspirado al recordar o invocar a la Mediadora de todas las gracias al comienzo de cada alocución.

            Otra manera de dar a la Santísima Virgen el lugar a que tiene derecho en nuestros trabajos apostólicos es evocar su pensamiento o su recuerdo a propósito del tema de que se está tratando. La mayor parte del tiempo eso podrá hacerse sin la menor búsqueda o apariencia de afectación. Uno queda sorprendido a veces de ver a sacerdotes, teóricamente muy favorables a la orientación mariana actual, no aprovechar las ocasiones más naturales de traer su recuerdo o su mención en una predicación, un artículo, una lección de religión. Si predicamos sobre la Santísima Trinidad, no hace falta decir que señalaremos los vínculos excepcionales de María con cada una de las tres Personas divinas. Si hablamos de la grandeza y del poder divinos, encontraremos la ocasión de subrayar la infinita dignidad de la Maternidad divina. Cuanto tratamos del cielo, recordaremos a nuestro auditorio que María es la Puerta del cielo abierta para todos: «Quæ pervia cæli Porta manes»… ¿Hablamos de la vida de la gracia? Es casi imposible no mostrar a Aquella que la ha recibido en su plenitud, y que es su Canal y su universal Mediadora. ¿Queremos conducir al arrepentimiento y a la contrición a todo un público, o a una sola alma? Una de las razones de nuestro pesar serán los dolores de la Santísima Virgen, de que nuestros pecados fueron causa. ¿Exhortamos a la humildad, a la pureza, a la caridad, al espíritu de oración, al recogimiento? No será difícil señalar, aunque sea rápidamente y como de paso, a la Santísima Virgen como perfecto modelo de estas virtudes.

            Ciertamente que no es exagerado pedir a todos los que lo han comprendido, que «marialicen» de un modo u otro toda obra de apostolado de alguna importancia que se les solicita realizar: un libro, un artículo que escriben, una predicación que hacen, una reunión que presiden, una lección de religión que dan… ¿Será pedir demasiado que jamás ninguno de nuestros penitentes deje el confesionario sin que le hayamos deslizado al oído y en el alma, a título de aliento, el nombre de su Madre? Hagámoslo, pues, una vez más, con sencillez y franqueza, sin ostentación. Si lo hacemos por convicción sincera y con amor filial recto y simple, la cosa parecerá totalmente normal, y nadie quedará ofuscado por eso, ¡al contrario!

            Estemos seguros de que la respuesta del cielo a lo que es por parte nuestra, en definitiva, un esfuerzo de adaptación al plan de Dios, será una efusión abundantísima de gracias. San Francisco Javier decía que los pueblos siempre habían resultado refractarios al Evangelio hasta que no les mostraba, juntamente con la Cruz de Jesús, a su dulcísima y amabilísima Madre. El Cardenal Griffin declaraba hace poco que para volver a llevar a Cristo a Inglaterra, era preciso volver a entregar este país a María. Y no habrá un solo sacerdote que en ciertas ocasiones no haya experimentado, como nos ha pasado a nosotros tantas veces, esta maravillosa intervención materna de María en las almas.

            Nos parecería faltar a nuestro deber si no señaláramos en esta ocasión una organización contemporánea que es la prueba viva y palpable de lo que acabamos de recordar: la Legión de María, a base de fuerte doctrina mariana, que después de algunas décadas de existencia, se ha difundido por todas partes en el mundo. Fabulosos y casi increíbles son los resultados logrados, tanto en los países civilizados como en los países de misión. Es cierto que sus miembros ejercen una actividad admirable y practican una dedicación sin límites. Pero es incontestable que —como ellos son los primeros en proclamarlo— los frutos excelentes de su apostolado se deben en su mayor parte al hecho de que en su acción apostólica se sienten y se muestran totalmente dependientes de María. ¿No será esto una indicación para la Acción Católica en general? Es cierto también que en muchos países hay esfuerzos muy loables en este sentido. Estos esfuerzos hay que continuarlos, extenderlos e intensificarlos, para que la Acción Católica responda completamente a las esperanzas que los Sumos Pontífices tienen puestas en ella. Piénsese, por ejemplo, que como tema de estudio, ninguno fuera de Dios, de Cristo o de la Eucaristía merece tanta atención y esfuerzos como el de María.

            Grabemos todos en nuestra memoria y en nuestro corazón, como consejo implícito, la preciosa felicitación que Pío XII dirigía a los hombres de la «Gran Vuelta»: «Nos os felicitamos por tomar a pecho esta salvífica devoción mariana, por propagarla alrededor vuestro, por hacer de ella la palanca de vuestro apostolado. Nos queremos ver en ello la prenda y la garantía de la conversión de los pecadores, de la perseverancia y del progreso de los fieles, del restablecimiento de una verdadera paz en todas las naciones, entre ellas y con Dios». La «salvífica devoción mariana» de que se trata aquí, como lo demuestra el contexto, tiene como núcleo la consagración mariana; por eso, las palabras del Santo Padre son un precioso aliento a difundir la doctrina y la práctica de esta donación.


 

XIV
Apostolado mariano directo

            En todas nuestras empresas apostólicas debemos dar a la Santísima Virgen el lugar que le corresponde según el plan divino. También debemos hacer acto de apostolado mariano directo a su debido tiempo, y esforzarnos para que Nuestra Señora sea más conocida, amada y honrada.

            Nosotros, sacerdotes, predicadores, hemos de saber aprovechar las ocasiones que se presentan por sí solas: fiestas de la Santísima Virgen, mes de mayo y mes del Rosario, octavas y novenas existentes en honor de Nuestra Señora, etc. Muchos predicadores tienen que hacer aquí su mea culpa. Con motivo de predicaciones supuestamente marianas hablan de todo, menos de su tema. Sacan demasiado a menudo sus clichés habituales, sin hacer siquiera un pequeño esfuerzo por adaptarlos al tema mariano.

            En estas circunstancias hay que predicar a María, lo cual no impide evidentemente las aplicaciones prác­ticas que se presentan por sí mismas, puesto que la vida mariana no es en definitiva más que la vida cristiana vivida bajo la dirección, según el modelo y con el concurso de la Madre de Dios y en unión con Ella. Pero estas consecuencias prácticas deben ser sacadas de consideraciones marianas, tratadas en función de los privilegios y virtudes de la Santísima Virgen. Y quien no se sintiese capaz de hacerlo, no debería aceptar predicaciones de esta clase.

            Y no se diga que la predicación mariana está pasada de moda, que no atrae a los fieles, y que se tendrá que predicar delante de bancos o asientos vacíos. Esto sucede, es verdad, cuando la predicación mariana, como es muy frecuente por desgracia, está vacía de ideas y no se inspira más que en un vago sentimentalismo, sin fundamento sólido. En algunas diócesis de Holanda y Bélgica se predicaron, hace unos veinte años, cientos de octavas estrictamente marianas sobre un tema común para preparar la consagración mariana de las parroquias. Pues bien: estas predicaciones fueron seguidas con pasión, hasta el punto de llenar las iglesias dos y tres veces por día.

            Prediquemos a María en las ocasiones que se presenten por sí solas. Cuando estas ocasiones faltan, creémoslas. Es deseo del Santo Padre que en todas partes se haga la consagración individual a la Santísima Virgen, y asimismo la consagración colectiva y social de las familias, de las parroquias, y por qué no, de nuestros institutos, de todas nuestras organizaciones, de nuestras ciudades, de nuestras comunas, de nuestras provincias. Es también deseable que esta consagración se renueve cada año. Se la ha de entender en su verdadero sentido, y comprender con todo su alcance, con todas sus consecuencias y obligaciones. Las poblaciones deben ser adoctrinadas y formadas sobre este punto. ¡Cuántas ocasiones de practicar una buena predicación mariana, seria y fructuosa!

            Como hemos dicho, la predicación mariana, sin excluir sus consecuencias prácticas, ha de ser dogmática. Pero no por eso se ha de convertir en una exposición de seca dialéctica, sino que debe ser rica de doctrina y de enseñanzas. Hemos de predicar la Mariología de la manera más adaptada a nuestro auditorio. La predicación mariana no atrae, y aburre a veces a los fieles, porque muchos predicadores, como ellos mismos lo confiesan, dicen todo lo que hay que decir en una sola pieza de elocuencia, pero en la cual hay tantos lugares comunes machacados, tanto sentimentalismo superficial, que forzosamente los oyentes un poco instruidos han de cansarse de ella rápidamente.

            Hay que predicar la doctrina mariana de una manera adaptada a todo público, a niños y adultos, a universitarios y simples obreros, a sacerdotes y religiosos. «María ha sido desconocida hasta ahora», constataba el Padre de Montfort. ¡Qué cierto sigue siendo en muchos casos y en múltiples puntos! ¡Qué riquezas de doctrina se encuentran en la Maternidad divina, la Corredención, la Mediación de todas las gracias, la Maternidad espiritual, la Realeza de Nuestra Señora! ¡Y qué enseñanzas sublimes nos dan los misterios del Rosario, los misterios de la vida terrena de María! Hay en todo esto una gran abundancia de temas, que bien presentados pueden ser comprendidos y gustados perfectamente por el público cristiano.

            Pero debe quedar claro que el conocimiento mariano debe ser orientado al amor, como decía Bossuet. Debemos presentar a los fieles una devoción mariana integral. Generalmente se suele desarrollar dos de sus aspectos verdaderos y sólidos: el de la confianza y el de la imitación. Pero limitarse a eso sería incompleto. En la vida mariana hay aún otros aspectos riquísimos, verdaderos mundos: la vida de unión, como tal, con la Santísima Virgen, y la vida de dependencia para con nuestra Madre y Soberana, que es el único aspecto de la vida mariana de Jesús de que se haga mención en el Evangelio; asimismo, la vida para María, esto es, María introducida por principio en el orden de la finalidad, y que es en definitiva el aspecto más importante de todos en el orden práctico.

            Otro aspecto también muy importante de la devoción mariana integral es su lado negativo, si se lo quiere llamar así. A veces no se insiste demasiado en ello. San Luis María, en algunas páginas muy ricas y notables, resalta a la perfección el papel decisivo que la Santísima Virgen cumple en la lucha contra Satán y su imperio, y asimismo las actitudes que nosotros, hijos de María, hemos de tener para con el Maldito, y para con sus obras y empresas. Este aspecto bien expuesto reforzaría considerablemente la actualidad de la devoción mariana y el interés de la predicación sobre este tema, y atraería más fácilmente a los hombres a las predicaciones y conferencias marianas. Los hombres deben ser, aquí como en todas partes, los primeros. Estando aún más expuestos que las mujeres a los asaltos del demonio, les será sumamente beneficioso oír hablar de la doctrina mariana bajo este ángulo, oírse recordar que María, como lo repite el Papa, es la «Triunfadora de todas las batallas de Dios», siempre y en todas partes donde se entablen estas batallas, tanto en la arena íntima de cada alma como en el campo de batalla del mundo.

 

La consagración mariana

 

            Hay que predicar y difundir la devoción mariana íntegra, incluyendo en esta predicación la cumbre y perfección de esta vida en María. Y esta cumbre es la consagración a Nuestra Señora. La consagración es la forma más rica y sintética de la devoción a María, la forma que, bien comprendida, engloba todo lo que debemos ser y hacer para nuestra divina Madre. Desde el 31 de octubre de 1942 la consagración mariana ha dejado de ser un acto de devoción mariana individual y facultativo. Desde entonces pasó a ser una forma oficial de nuestra devoción mariana, asumida definitivamente en la vida mis­ma de la Iglesia. Lo es sobre todo desde que el Papa, en su Encíclica Auspicia quædam, expresó el deseo de que la hagan todos los cristianos, y ya hemos recordado cómo el Sumo Pontífice explicó este acto y determinó las condiciones requeridas para que produzca todos sus efectos.

            Todo esto es rica materia de predicación mariana incesante, entrañable, y sobre todo beneficiosa.

Objeciones

 

            Sería deseable que desaparezca para siempre la leyenda: «Eso no es para todo el mundo, sino sólo para las almas de élite. Esta práctica se susurra solamente al oído y en el secreto del confesionario, con la recomendación: No lo digas a nadie». Es posible que al comienzo de su ministerio apostólico, cuando escribió su «Carta sobre la santa esclavitud de la Santísima Virgen», Montfort haya sido de este parecer, aunque sus palabras admiten otras explicaciones. En todo caso, si tal hubiese sido su punto de vista, lo modificó más tarde, como lo demuestran tanto el texto citado más arriba como su modo personal de obrar, puesto que predicaba la santa esclavitud ante el gran público, y por este medio y por el Rosario, según el testimonio de su compañero el Padre Des Bastières, convirtió a muchos grandes pecadores.

            Y que no se diga: «Es demasiado elevado, demasiado perfecto, muy por encima de la capacidad de los cristianos ordinarios».

            El Evangelio, ¿es, sí o no, para todo el mundo, aunque haya en él gran cantidad de cosas que la gran masa de los cristianos no comprende para nada o muy poco? Hay una manera elemental de vivir el Evangelio, el cristianismo, y ya es algo muy bueno. Pero también hay un modo más perfecto de conformarse a él, y eso en miles de grados distintos. «Qui potest capere capiat», decía Jesús, y Montfort con El: ¡Que cada cual lo entienda como pueda!

            Hay también una manera elemental de comprender y practicar la santa esclavitud de amor mariano. Todo cristiano puede comprender qué quiere decir darse enteramente y para siempre a Nuestra Señora y dejar que Ella disponga de nuestras oraciones e indulgencias. Según el Tratado, esta es toda la esencia de la perfecta devoción. Y quien realiza este acto, aunque sólo sea con un conocimiento elemental, que juzgamos suficiente para actos mucho más graves —la confesión, la santa Misa y la sagrada Comunión, por ejemplo—, realiza un acto importante con consecuencias graves y consoladoras, como lo explica Montfort. No es de ningún modo necesario, aunque sí deseable cuando se puede, que los cristianos capten con todos sus matices la distinción entre valor meritorio, no comunicable, y los valores satisfactorio e impetratorio de nuestras acciones, que se pueden transmitir a otros; de modo parecido a como no es necesario para comulgar haber profundizado las explicaciones teológicas sobre la transustanciación, las modalidades de la presencia de Jesús en la Eucaristía, etc. Se podrán dar estas explicaciones, sobre todo en presencia de un público más cultivado, pero se puede ser perfecto esclavo de María sin comprenderlas del todo.

            Se podrá objetar aún: «El acto de consagración no es aquí lo principal, sino vivir en este espíritu…». ¡De acuerdo! Pero obsérvese bien que Montfort describe esta vida bajo dos formas diferentes: las prácticas interiores, destinadas a las almas que Dios llama a una elevada perfección, y la forma más sencilla de los cinco deberes que los predestinados deben cumplir para con la Santísima Virgen, su Madre. Ahora bien, ¿qué hay de más accesible, en teoría y en práctica, que estas actitudes de hijo para con la Madre de Jesús y nuestra? Se puede ser perfecto esclavo de María sin comprender el cómo de la vida «en María», y aun sin sentirse llevado a «dejar obrar a María en nosotros».

            Notemos, por otra parte, que a veces uno se equivoca sobre la perspicacia de las almas simples, e incluso de los niños, en estos temas sobrenaturales. En nuestra vida hemos tenido ejemplos impresionantes.

            Recordemos también lo que ya hemos dicho, que la diferencia entre la consagración tal como la recomienda el Santo Padre y tal como la presenta Montfort no es tan grande. No querríamos hacer decir al Sumo Pontífice lo que sus palabras no contienen. Pero Mont­fort, en resumidas cuentas, no hace más que explicar la totalidad de la donación, tal como la recomienda el Santo Padre.

            Nosotros, después de décadas de experiencia con toda clase de auditorios, sacamos la conclusión de que los cristianos ordinarios pueden comprender perfectamente la consagración mariana, cuando se les explica bien, para hacerla después de una preparación conveniente y adaptada al medio; y que también pueden vivirla con gran provecho para su alma y para el reino de Dios, sobre todo cuando quieren servirse de ciertos medios puestos a su disposición, como lecturas, reuniones, etc.

            Al tratar del apostolado mariano de acción hemos hablado de predicación. Esto vale para los sacerdotes, pero también puede aplicarse en cierta medida a los esfuerzos de apostolado mariano ejercido por los seglares. Con mayor razón todo esto vale para el apostolado ejercido con la pluma. Que quienes son diestros con la pluma se esfuercen por conquistar el mundo y las almas para Cristo por la unión con María, y esto por medio de libros, de folletos, de revistas, de artículos. Este apostolado de la prensa se ejerce mucho en la actualidad, incluso por seglares. Muy bien. Pero no nos imaginemos entonces que la doctrina mariana deba ser servida con cuentagotas. Nuestras revistas religiosas son a veces de una insignificancia desesperante, y no dispensan el alimento mariano sino en dosis mínimas, diluido totalmente en medio de historietas y de pamplinas que apartan totalmente la atención de los lectores del contenido serio de estas publicaciones, y obran por otra parte de manera deletérea sobre el gusto y la formación de nuestro público cristiano. Debemos servir a nuestros lectores un alimento sólido y sustancial especialmente en el ámbito mariano, sin tener necesidad de recurrir a folletines novelescos y a ilustraciones gritonas para llevar la revista a cifras impresionantes de abonados.

 

Otros medios de apostolado

 

            El apostolado de acción puede ejercerse, incluso por los seglares, de muchas otras maneras fuera de la predicación oral o escrita.

            Ante todo tenemos el ejemplo. Para eso no es necesario posar, ser afectado. Pero quien viva de la vida mariana sencilla y valientemente, la irradiará alrededor de sí. Hemos conocido varios ejemplos de esta influencia decisiva en el tema, por ejemplo el de una postulan­te —¡una pos­tulante!… que no es gran cosa en una comunidad…— que ejercía en una congregación una acción tan profunda como una superiora; o el de una religiosa en la que se comprobaba una fuerza secreta: ¡su vida mariana, que ella dio a conocer por orden de sus superiores, con la consecuencia de que todo el monasterio quedó contagiado de ella!

            Y ¿quién no tiene la oportunidad, en una conversación o en una carta, de deslizar una alusión sobre la Santísima Virgen, sobre la vida mariana, sin ser por eso «sermoneador» y molesto?

            También es un apostolado mariano del mayor valor difundir lecturas marianas, las obras de los santos sobre este tema, muy particularmente las de Montfort, tan cautivadoras; difundir las revistas marianas serias, sólidas y realmente nutritivas.

 

Cualidades requeridas

 

            Y que nadie se deje detener por nada ni por nadie, excepto por los Superiores, evidentemente. Pero cuando la Autoridad está con nosotros, ¡adelante a través de todo! como San Pablo, «opportune, importune», a pesar y por encima de todos los obstáculos. Que nadie se deje desarmar ni por burlas, ni por oposiciones y molestias, ni por los fracasos aparentes o reales. El apostolado mariano de quien se lo ha dado todo a María siempre sale bien: si no es aquí, será allí; si no es ahora, será dentro de veinte o cien años… ¡Piénsese en el ejemplo de San Luis María de Montfort, cuya influencia en la Iglesia no deja de crecer desde hace doscientos cincuenta años! María da a sus servidores, dice Montfort, «una fe valiente, que los hace emprender y llevar a término, sin vacilar, grandes cosas por Dios y por la salvación de las almas…; una fe firme e inquebrantable como una roca, que los hace permanecer firmes y constantes en medio de las borrascas y de las tormentas» [62]. No nos apoyemos en nuestro saber y en nuestros talentos, sino en la protección de María. No descuidemos ningún medio, ni siquiera el más moderno. Pero no sea eso el motivo de nuestra confianza; contemos con la Virgen poderosa y fiel. Y que también aquí nuestro apostolado se inspire fielmente, a través de todas las variaciones de la táctica y de la técnica, del espíritu evangélico, que es invariablemente el mismo: un espíritu de humildad, de gran sencillez, de pobreza y de renuncia; pues fuera de eso no seríamos más que címbalos que retiñen, que podrán tal vez divertir, admirar o incluso cautivar a los hombres, pero que no harán ningún bien serio y duradero en las almas.

            Y que nuestra actividad apostólica mariana sea también constante y perseverante. Montfort nos advierte que raramente encontró almas que hayan perseverado en la práctica interior de su maravilloso secreto mariano [63]. Esto es también muy cierto en el ámbito de la actividad apostólica en la materia. ¡Debemos «aguantar» un año, diez años, cincuenta años, toda nuestra vida, hasta el fin, hasta el agotamiento total de nuestras fuerzas! Estamos persuadidos de que, incluso con talentos muy modestos, pero fielmente utilizados, se llega siempre a grandes resultados.

            Realizaremos grandes cosas por donde menos pudimos esperarlo. Una pequeña sirvienta, después de un retiro mariano, presenta un manual de oraciones según este espíritu a un convento de Ursulinas. Le aceptan el libro «por la buena obra». Pero una religiosa se prenda de él. Se gana así a toda la comunidad, la cual quiere ser apóstol a su vez y siembra la buena semilla mariana alrededor suyo, hasta la misma Indonesia, y emprende una campaña de propaganda en todos los seminarios de Roma… ¡Es la historia de la semilla, la historia del grano de mostaza que se convierte en un gran árbol!

            ¡Si el Padre Gravis no hubiese insistido una segunda vez al Padre Poppe para que hiciese una segunda lectura, más «rezada» esta vez, del «Tratado de la Verdadera Devoción», el santo sacerdote flamenco tal vez no hubiese descubierto jamás lo que fue todo el secreto de su santidad, la vida mariana integral, y no lo hubiese comunicado tampoco a millares y a decenas de millares de sacerdotes, religiosos, seminaristas y niños!

            A causa de nuestro celo y de nuestro amor, Dios nos concederá hacer algo grande, de una forma u otra, para el reino de Nuestra Señora, y por lo tanto para su propia gloria.

            En todo caso, hay una manera al alcance de todos nosotros, de hacer grandes cosas para la dominación de amor de Jesús por María.

            Vamos a exponerla.


 

XV
Apostolado mariano oculto

            Según el consejo de Montfort, queremos «emprender y realizar grandes cosas» por María, nuestra augusta Soberana y nuestra Madre amadísima.

            Pero ¿qué sacerdote, qué religioso, y con mayor razón qué cristiano en el mundo se creerá capaz de realizar grandes cosas, en el sentido absoluto y pleno de la palabra, por medio de su actividad apostólica mariana? El sacerdote más celoso, el misionero más ardiente, el apóstol seglar más fervoroso, deberá contentarse la mayoría de las veces en su vida con llegar a lo sumo a algunos millares de personas para conducirlas a Dios por María. Y ¿qué es eso en comparación con los dos mil quinientos millones de hombres que pueblan actualmente nuestra tierra, y que se encuentran llamados todos a glorificar a Dios?

            Y sin embargo sería preciso que ahora, ya, enseguida, se hagan grandes cosas en el mundo.

 

El imperio de Cristo amenazado

 

            El peligro es grande en el reino de Dios. El cáncer de la descristianización ataca a todos los pueblos y prolonga y agrava sin cesar sus desastres. Hay pueblos cristianos en que este proceso comenzó más tarde, y en que el punto de partida del mal estaba situado más alto: pero el mal es general y roe las naciones más cristianas y generosas… ¡Es espantoso constatar la diferencia de porcentaje de «no practicantes» en muchos países entre 1910 y 1950!

            Nuestros misioneros conquistan cada año, es cierto, millones de neófitos para la Iglesia de Dios. Pero, al lado de esto, ¿cuántas pérdidas ha sufrido el cristianismo, por millones y por decenas de millones, especialmente en los países controlados por el comunismo?

            Lo sentimos todos: ¡hay que hacer algo! Hay que detener la ola de ateísmo que crece, amenazando con arrastrarlo todo. Y hay que hacerlo rápido. Si no, se perderán demasiadas almas. Si no, podría ser demasiado tarde: el mal se infiltraría demasiado profundamente en la sociedad para poder ser curado con la más dolorosa de las operaciones, una nueva guerra mundial o una catástrofe semejante… Cristo debe reinar: «Oportet Illum regnare!». Debe hacerlo a cualquier precio. ¡Y este reino es tan limitado! ¡Y este reino parcial está aun en peligro! ¿Qué hacer? ¿Cómo salvar al mundo y establecer y extender, por el reino de María, el reino glorioso de Jesús?

 

¿Un remedio decisivo?

 

            Creemos que el remedio infalible y decisivo para detener la marea roja y rechazarla, para conquistar efectivamente el mundo para el reino de Cristo por el reino de María, sería el siguiente: que millares y millones de sacerdotes, de religiosos, de buenos cristianos en el mundo, ofrezcan su vida por este ideal. Se trataría de una liga mundial que, con o sin organización exterior, vinculase a todas las agrupaciones cristianas con un fin limitado y determinado, para hacer de ellas un ejército único e inmenso de almas, que avanzase irresistiblemente a la conquista de lo único que importa en definitiva: ¡el reino de Dios!

            Esta liga mundial con organización exterior es sin duda una utopía. Esta exteriorización tampoco es indispensable. En todo caso, podemos difundir este espíritu apostólico a escala mundial, alrededor nuestro. También podemos, y para cada uno de nosotros es lo principal, realizar el acto espléndido de la consagración a María, vivir fielmente de él, y contribuir de este modo a este movimiento de «re­sistencia», que acabará por poder más que el tirano que esclaviza y brutaliza el mundo de las almas.

            Entiéndasenos bien. Con esto no queremos difundir a vasta escala lo que se llama «acto o voto de víctima», por el que alguien se ofrece, en definitiva, al sufrimiento. No es nuestra intención. Nos parece que este acto no debe hacerse sin inspiración neta de la gracia, después de un noviciado conveniente del sufrimiento, y bajo el estricto control de un prudente y sabio director de conciencia, y estas condiciones se cumplirán muy raramente. Lo que pedimos aquí es que cada uno de nosotros ofrezca para el reino de Cristo por el reino de su dulce Madre su vida tal como Dios se la destina, con todo lo que ella le presenta, las penas y las alegrías, el trabajo y la oración, las distracciones y el descanso, con sus horas exaltadoras y la marcha cotidiana de las propias ocupaciones a menudo banales; en resumen, toda la vida.

Acto de elevado valor

 

            Comiéncese, pues, haciendo este acto de ofrenda de toda la propia vida para el reino de Cristo por María, conscientemente, deliberadamente, después de un retiro, de una recolección, en un día de fiesta de Nuestra Señora o en otro día importante. Que cada cual componga una fórmula, o deje sencillamente hablar a su corazón. Quienes deseen una fórmula ya hecha, podrán encontrarla al fin de este volumen. Este acto significa, por lo tanto, que de ahora en adelante se adopta el reino de Cristo por María como ideal dominante, como único ideal, de toda la propia vida.

            No hace falta decir que este acto debe ser pensado, enérgicamente querido e insistente, y no realizado a la ligera, en un impulso pasajero de sensibilidad, sino que ha de ser realmente la ofrenda de toda nuestra vida por este fin sublime. Luego se proseguirá la propia vida, si ya es buena, como antes; se cumplirán los mismos ejercicios de piedad, se entregará uno a las mismas ocupaciones, aun las más humildes. Pero todo eso quedará interiormente orientado hacia un magnífico ideal.

            Queda claro también que este acto no perjudica en nada a la consagración total del esclavo voluntario de amor. Se trata, en definitiva, de esta misma consagración, o al menos de una parte de esta donación, pero hecha con una intención determinada que, como todas las demás, quedará sometida en última instancia a la aprobación de Cristo y de María, aprobación de que no podemos dudar de ningún modo en este caso.

            Este acto se realiza por un triple fin superpuesto y coordinado: la gloria o el reino de Dios, el reino de Cristo, y el reino de su santa Madre. Según los atractivos y disposiciones, permanentes o transitorias, de cada cual, se podrá poner más fuertemente el acento en uno u otro de estos fines, coordinados entre sí. Se podrá pensar más formalmente en el reino de Dios o en el reino de Cristo, a condición de recordar habitualmente que no se realiza más que en el reino de Nuestra Señora. Pero no hay ningún inconveniente en que ciertas almas piensen más explícitamente en el triunfo de Nuestra Señora, puesto que este es el medio indispensable e infalible para ir al reino de Dios. Incluso es de esperar que muchos de nuestros lectores, esclarecidos en la materia, lo hagan. Pocos hombres relativamente han comprendido esta conexión necesaria. Sólo de estos puede esperarse que el ideal mariano encuentre en su alma suficiente resonancia.

Almas de deseo

 

            Por lo tanto, hay que suspirar por la realización de nuestro magnífico ideal con grandes ardores de deseo. Esta debe ser la aspiración más ardiente y realmente el voto único de nuestro corazón y de nuestra vida. ¿Acaso el reino de Dios no es, en definitiva, el «unum necessarium», lo único necesario, puesto que tal es el fin que Dios mismo persigue en todas sus obras de gracia y de naturaleza? ¿Acaso un alma que ha comprendido el plan de Dios y ha ordenado en sí misma la caridad, puede desear otra cosa en última instancia? Sí, claro, su propia salvación y santidad personales, pero que ella deseará como una porción del reino de Dios en nosotros, en este mundo y en el otro. Y todos los bienes espirituales y temporales que se pueden desear para sí mismo o para otros, todo lo que uno puede pedir por su familia, sus amigos, su patria, su congregación religiosa, su parroquia, su diócesis, por la misma Iglesia de Dios y por el mundo, ¿no es una parte o un medio de este reino de Dios que ha de establecerse por María? Fuera de esta relación nada ha de tener para nosotros sino muy poco valor.

 

Toda la vida por este ideal

 

            Como para la misma consagración, el pensamiento del ideal al que hemos dedicado toda nuestra vida debe impregnar y perfumar toda nuestra existencia.

            ¡En la vida de cada hombre, incluso en la de un sacerdote o religioso, hay tantas horas que, aun desde el punto de vista simplemente humano, pueden parecer perdidas! ¿Cuánto tiempo nos vemos obligados a consagrar diariamente al cuidado y mantenimiento de nuestro cuerpo? Comer, beber, dormir y todos los demás cuidados corporales, para un ser espiritual como el hombre, son poco elevados y un tanto humillantes. También precisamos de distracciones, de descanso, cosas en sí mismas que no tienen nada o poco que ver con aspiraciones superiores. San Pablo sentía vivamente todo esto y sufría por las exigencias de lo que llamaba «este cuerpo de muerte». Pero con un gesto decidido y sublime sobrenaturalizó todo esto, y nos pide que también nosotros hagamos lo mismo, como lo manifiesta su conocidísima recomendación: «Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios». Apoderémonos ávidamente de esta palabra. Repitamos este gesto que nos libera y ennoblece, y orientemos hacia la gloria de Dios, por el reino de su Madre y nuestra, todas estas acciones ordinarias: ¡beber, comer, dormir, fumar, recrearse, el juego, el deporte, absolutamente todo!


 

XVI
Trabajo, oración, sufrimiento

El trabajo

 

            Más preciosas son en nuestra vida las horas de trabajo. En este último tiempo se ha glorificado el trabajo, y con razón. Aunque nos haya sido impuesto como una pena, porque ordinariamente nos cuesta, de suyo es hermoso, noble y elevado. Nos hace participar en cierto modo al poder productor y creador de Dios. Y en el estado de justicia original hubiese sido uno de nuestros mejores gozos. También hoy puede serlo, y lo es de hecho para muchos hombres. Pero, como consecuencia del pecado, a menudo el trabajo se nos hace prácticamente monótono, molesto, fatigoso, gastador, a veces aplastante y frecuentemente estéril… Hablamos aquí del trabajo de todo tipo, el manual, el intelectual, y el que pide el esfuerzo combinado de cuerpo y espíritu. Pues bien: desde ahora en adelante, hagamos todo nuestro trabajo por el lema: ¡Para el triunfo de Cristo por el reino de María! La madre de familia ofrezca por este ideal la dedicación incesante en el hogar; el obrero, su duro trabajo en la fábrica, y el minero, en su túnel oscuro; el campesino, el trabajo sano pero penoso de su tierra o de su establo; el empleado de oficina, su trabajo fastidioso; el jefe de empresa, su trabajo de administración y de dirección de asuntos; el profesor, su labor de enseñanza, de redacción de artículos y de corrección de exámenes… ¡Ah, si todos los cristianos adoptasen estas nobles intenciones para su trabajo de toda naturaleza, realizado en cualquier condición! ¡Cuánto provecho sacaría de ello nuestro ideal, y cómo nosotros mismos ganaríamos en generosidad y en exactitud para cumplir los quehaceres que Dios y la autoridad nos han asignado en esta tierra!

 

La oración

 

            Por encima del trabajo está la oración: «Ora et labora!».

            Nadie duda de la excelencia intrínseca de la oración, después de lo que Cristo nos enseñó sobre ella de palabra y de ejemplo. Es evidentemente muy poderosa y decisiva para realizar el ideal a que aspiramos. En este punto más que en otros, se aplica la promesa infalible de Jesús: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá» [64]; pues el reino de Dios es la primera cosa que Cristo nos enseñó a pedir: «Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro, que estás en los cielos: santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo» [65]. Sólo después vienen nuestros intereses temporales.

            Así es, pues, como debemos rezar. El Padrenuestro no es sólo una fórmula invariable que debamos repetir únicamente en nuestras oraciones; sino que, al mismo tiempo, es el tipo único y universal sobre el que debe modelarse toda oración. Por consiguiente, en nuestras oraciones, siempre y en todas partes, hemos de pedir primero y por encima de todo el reino de Dios. Bendecir el nombre del Señor y hacer su voluntad son otras fórmulas para designar la misma realidad.

            Ahora bien, ¿quién se atreverá a afirmar, si echa un vistazo sobre su vida íntima, que reza así y que el reino de Dios es habitualmente la intención predominante de su oración? Detallamos al infinito las últimas peticiones del Padrenuestro, en lo que se refiere sobre todo a nuestro pan de cada día y a la liberación de todo mal. Pero apenas pensamos, o muy poco, en la intención principal, a la que Cristo reserva tres de las siete peticiones. Desde entonces, ¿hay que extrañarse de que el reino de Dios en la tierra se marchite, que falten tantos y tantos obreros en la mies del Señor, si nos descuidamos de pedir este reino y nos olvidamos de la recomendación del Señor: «Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» [66]? ¡Si todos nosotros, sacerdotes, religiosos y buenos cristianos, hubiésemos cum­plido nuestro deber en este ámbito, la situación del mundo desde el punto de vista misionero, apostólico y cristiano hubiese sido tal vez muy distinta!

            En todo caso, de ahora en adelante —nunca es demasiado tarde para empezar— demos una orientación nueva a todas nuestras oraciones, cuyo tema dominante sea fielmente la aspiración conmovedora de Montfort:

Ut adveniat regnum tuum, adveniat regnum Mariæ!
¡Para que venga a nosotros tu reino, venga el reino de María!

            Pidamos esto en todas nuestra oraciones: Oficio, Rosario, meditación, santa Misa, sagrada Comunión… Jesús nos lo ha prometido: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» [67]. No nos preocupemos principalmente de nuestros intereses personales, sobre todo materiales. «Ocúpate de mis intereses —decía Jesús a Santa Margarita María—, y Yo me ocuparé de los tuyos». Claro está que no hace falta formular siempre expresamente esta intención, sobre todo cuando se trata de oraciones más cortas. Pero ha de ser su tema principal, sobre el que se construya la armonía de todas nuestras oraciones. Y cuando formulemos intenciones, sea esta la primera y, en cierto sentido, la única, en el sentido de no pedir nada que no esté en conformidad y en relación con esta gran intención. Cada uno de nosotros encontrará, según sus gustos y atractivos, algunos pequeños medios prácticos para mantener este precioso espíritu apostólico. Por ejemplo, podemos añadir la aspiración del Padre de Montfort a las oraciones de la mañana y de la noche, a las oraciones de las comidas, y asimismo intercalarla entre las decenas del Rosario. ¿Tenemos necesidad de alguna diversidad en esta práctica? Podemos componer entonces una lista de intenciones que se refieran al reino de la Santísima Virgen para cada día de la semana o del mes [68].

            Y si buscásemos una fórmula más extensa de oración en este sentido, no podríamos recomendar lo suficiente la «Oración abrasada» de San Luis María de Montfort, que ya hemos citado, y de la que el Padre Faber decía que, después de las Epístolas de los Apóstoles, sería difícil redactar un texto con acentos tan inflamados. A este texto remitía dicho Padre a quienes les costaba conservar el primer ardor del celo apostólico en medio de sus numerosas pruebas. Tal vez no rezaremos a menudo esta oración de un solo tirón, pues consta de unas diez páginas; pero la podremos meditar, y rezar de vez en cuando algunos fragmentos.

 

Almas de sacrificio

 

            ¿Hay una forma más eficaz aún de lo que llamaríamos el apostolado subterráneo? Aparentemente sí: la del sacrificio y sufrimiento.

            Jesús había trabajado, rezado, predicado, hecho milagros sin número, y la mies de almas recogida hasta entonces fue muy pobre. Las masas, el día del Viernes Santo, se volverán incluso contra El y pedirán su muerte. Los discípulos no han comprendido casi nada de lo que les ha enseñado. Los jefes del pueblo judío y casi toda la clase dirigente están contra El. Jesús morirá clavado en una cruz, rodeado de enemigos que lo insultan, con un pequeño grupo de mujeres que lloran por El, más bien por compasión humana que por otro motivo, y un solo discípulo, que había vuelto a El después de una huida vergonzosa, aparentemente traído por Aquella que fue la única en comprenderlo y en serle perfectamente fiel hasta el fin.

            Pero una vez realizado su espantoso sacrificio todo cambia. El lo había predicho: «Cuando Yo sea levando de la tierra, todo lo atraeré hacia Mí» [69]. Y después de Pentecostés, bajo la influencia de su pasión dolorosa y de su muerte, comenzará y proseguirá su obra de conquista. Los apóstoles se acordarán entonces del dicho citado, y de este otro aun más notable, que enuncia una ley fundamental del cristianismo: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» [70].

            A nosotros nos cuesta reconocer esta verdad, incluso en teoría; pero nos cuesta aún más aceptarla prácticamente en principio, y sobre todo aplicarla sin cesar en nuestra vida. Pero por mucho que nos cueste, tratemos de elevarnos por la caridad hasta esta altura. El amor suaviza todas las cosas. El amor de Cristo y de su santa Madre será más fuerte que nuestro triste amor propio y nuestro miserable egoísmo. Así, pues, por caridad adoptemos, una vez por todas, esta ineluctable ley, y apliquémosla en nuestra vida.

            Por el ideal de nuestra vida, el reino de Jesús por el reino de su Madre, aceptemos toda cruz y todo sufrimiento, practiquemos toda renuncia y toda abnegación, soportemos todo lo que es penoso, molesto o irritante, y hagamos todos los sacrificios que reclama de nosotros el deber de cada instante y las circunstancias del momento. Por nuestro ideal aceptemos toda inmolación pasiva, impuesta por la voluntad y la Providencia de Dios, y asimismo toda inmolación activa que nos reclame la ley o el deseo de Dios.

            Por este ideal ofrezcamos toda privación corporal, todo sufrimiento físico, la pobreza, las incomodidades, la enfermedad; aún más lo que hace sufrir al espíritu, el corazón, el alma: ingratitudes, desprecios, malentendidos, aridez, abandono…

            Aceptemos por esta intención la prueba más leve, un dolor de dientes, un dolor de cabeza, una palabra dura, un gesto indelicado, y ordenemos a ello la más leve victoria que podamos lograr sobre nues­tra propia sensualidad, nuestro amor propio, nuestra dejadez, para cumplir nuestro deber y practicar las virtudes cristianas. Pero acojamos también con este mismo fin las cruces más pesadas, una separación desgarradora, una enfermedad cruel, el deslizamiento hacia las miserias y la inconsciencia propias de la vejez. Y que nuestro ideal se mantenga ante nuestros ojos, fascinante, en los días y en las horas en que la fidelidad a la vida de Cristo en nosotros, a pesar de las tentaciones y luchas, reclame de nosotros una valentía heroica.

            Nos parece que debemos atribuir una importancia especial a la humildad y a las humillaciones. Eso es tal vez lo más difícil de todo. La palabra del Precursor es realmente espléndida: «Es preciso que El crezca y que yo disminuya» [71]. Juan ha comprendido que Cristo crecerá en la estima y en el amor de los hombres en la misma medida en que él acepte desaparecer; y por eso el amigo del Esposo se retira con toda simplicidad cuando el Esposo aparece… Para exaltar a Jesús y a María, para elevarlos al trono, para dejarlos dominar y reinar, nosotros hemos de ocultarnos, desaparecer, y aceptar no ser apreciados ni amados por nuestros semejantes. El reino de Jesús y de María llegará cuando muchas almas acepten con toda sencillez, sin ostentación, ser pisoteadas por los hombres. Montfort es una magnífica demostración de ello.

            Mortifiquémonos por nuestro querido ideal cuando la renuncia nos sea obligatoria o casi. Ofrezcamos a este fin la incesante abnegación que reclama de nosotros nuestro estado de vida y la virtud cristiana, en la que invariablemente hay siempre un elemento de muerte a sí mismo. Pero sepamos imponernos también con esta intención algunos sacrificios voluntarios, renunciando a pequeñas satisfacciones legítimas, mortificando nuestra curiosidad, moderando nuestros deseos de descanso, e imponiéndonos tal vez, a ejemplo de los santos, penitencias más rudas…


 

XVII
El sacrificio supremo

            De todo lo que hemos pedido por el reino de Cristo, lo más precioso de entrada será el ofrecimiento de nuestra última enfermedad, de nuestra agonía, de nuestra muerte. En este punto hay una grave laguna incluso en la mayoría de las almas que desean vivir santamente. Un sacerdote, una religiosa, un seglar fervoroso que muere con la única preocupación de hacer una buena y santa muerte, no ha comprendido e imitado completamente a Cristo, Modelo supremo. Jesús murió por la salvación de sus hermanos. Murió por su ideal: la glorificación suprema y el reino de su Padre. Nosotros, que somos los miembros de Cristo, y tal vez los miembros privilegiados de su Cuerpo místico, hemos de esforzarnos por subir a estas alturas. Todos los dolores, todas las angustias, todas las tinieblas, todos los terrores, todas las impotencias, todo el espantoso sufrimiento, toda la lucha terrible de estos últimos instantes, hemos de ofrecerlos «per adventum ipsius et regnum eius» [72]: por el advenimiento de Cristo como Rey y por el reino de su Madre amadísima. Y para que no le falte a nuestra vida esta coronación suprema, puesto que la muerte viene como un ladrón en la noche y tal vez nos sorprenda, hemos de aceptar cada día en la santa Misa nuestra hora suprema, con todas las circunstancias que la precedan y acompañen.

            De este modo hemos de disponer nuestra vida, y ofrecer por esta intención sublime toda nuestra existencia de trabajo, de oración y de sufrimiento. Hemos de intentar también formar a los demás en este sentido. Hay ciertamente muchas almas banales, que serán insensibles a esta orientación de la vida. Pero los buenos cristianos, al contrario, se dejarán conducir a ello fácilmente. En las horas de sufrimiento y de prueba serán sensibles al valor espléndido que queda vinculado así a su vida. Hemos comprobado más de una vez cómo cristianos simples en el mundo, en su lecho de agonía, aceptaban con agradecimiento este ideal supremo, y cuánto los ayudaba esta aceptación a santificar y suavizar considerablemente la lucha suprema y los últimos sufrimientos.

Vida santa y hermosa

 

            Muy hermosa, rica y elevada es la vida totalmente impregnada de este santo «idealismo». Además, ¿quién podrá dudar de la santidad objetiva de una existencia colocada enteramente bajo el signo de esta aspiración incesante a la gloria de Dios por el reino de María? ¿Aca­so no es el ejercicio continuo del amor más puro y desinteresado, en el que reside esencialmente la perfección? ¿Hay algún medio más eficaz para escapar a este miserable amor propio, a este egoísmo deprimente, que se desliza imperceptiblemente en todas nuestras acciones? ¿No es esta una receta maravillosa contra un mal del que sufren tantas almas, sobre todo en los claustros: estar incesantemente ocupadas de sí? ¿No es «tener — sobre un punto tan esencial— los sentimientos de Cristo Jesús» [73] y de su santa Madre, cuya vida y muerte estuvieron orientadas únicamente, no a su progreso o gloria personales, sino a la glorificación suprema de Dios por la salvación y santificación de las almas?

            Y sin embargo, incluso desde el punto de vista de mi santificación personal, ¡qué fuerza maravillosa se desprenderá de este pensamiento elevado, mantenido habitualmente y con fidelidad! Haré mi trabajo con más cuidado, con más ardor, con más perfección, porque sé que, al margen del salario humano y de mi mérito personal, con él estoy sirviendo poderosamente al ideal más sublime. Mi oración se fundirá así con la oración universal de Jesús y de María y de todos los santos, y el pensamiento exaltador de la conquista del mundo para Dios por María facilitará la atención, estimulará el fervor y empujará el alma a esta santa violencia de suplicación, a la que el mismo Cielo no sabe resistir. Además, encontraremos en esta consideración un alien­to increíble y una fuerza insospechable para practicar lo que hay de más difícil en la vida de perfección, la abnegación universal y la aceptación valiente de la cruz y del sufrimiento.

 

Maravilloso poder de conquista

 

            Nos parece que nadie dudará tampoco del poder irresistible de este apostolado oculto, subterráneo. Todas las fuerzas alabadas, despertadas y movilizadas por Jesús se dan cita en esta vida para alcanzar el querido ideal soñado: la humildad, la renuncia, el sufrimiento, la oración. Hemos recordado la promesa de fecundidad que Cristo vincula, bajo la figura del grano, al ocultamiento y a la muerte. El prometió escuchar toda oración: ¿podría desde entonces resistir a una oración que sube de un alma de buena voluntad día y noche sin parar, durante meses y años enteros, una oración que sólo apunta a su propio triunfo y a la glorificación de su Madre? El Señor prometió repetidas veces —«o admirabile commercium!»— hacer la voluntad de quienes cumplan la suya. Por lo tanto, si nosotros nos sometemos fielmente a esta Voluntad, ¿cómo podrá El resistir al voto incesante, a la aspiración de voluntad ardiente y de cada instante, de que venga su reino por el de su Perfecta, su Inmaculada y su Unica?

            Y ¿quién de nosotros que haya realizado a cierta escala el apostolado activo, ha dejado de experimentar sensiblemente los efectos de este apostolado humilde y oculto? ¿Quién no ha notado en ciertos
días que su palabra, oral o escrita, entraba más profundamente en las almas y tomaba resonancias inusuales? ¡Tan a menudo el Señor, en nuestros trabajos, nos ha hecho conocer al «precursor», al alma sencilla y oculta que, por medio de años de oración y de sacrificio, había asegurado los frutos más ricos al apostolado que debía venir! ¡Tan a menudo el Maestro nos ha hecho palpar la verdad de estas palabras: «Yo os he enviado a segar donde vosotros no os habéis fatigado; otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de su fatiga»
[74]! Repitá­moslo: no podemos dudar de la fecundidad de este apostolado, cuando recordamos que por medio de él Jesús se aseguró sus más hermosos triunfos y que María, que es la Reina de los Apóstoles, no ejerció casi ningún otro tipo de apostolado, y sin embargo por él conquistó para el Padre, juntamente con Cristo, el mundo entero de las almas.

 

Una revolución mundial

 

            Jesús llamaba tristemente a su enemigo de siempre «el Príncipe de este mundo», pero asegurando que un día «será echado fuera». Bendita revolución será la que derribe de su trono al infame usurpador, que se apoderó parcialmente de lo que, después de Dios, no pertenece más que a Jesús y a María.

            Ahora bien, todas las revoluciones se preparan por medio de sociedades secretas y combinaciones ocultas. Y a veces uno se extraña de que una revolución, que no parecía tener ninguna probabilidad de éxito, se desarrolle, se extienda, y acabe por arrastrarlo todo con ella. ¡Se impone la revolución mundial que debe destruir el imperio de Satán, para edificar sobre las ruinas de este imperio el reino de amor de Cristo y de su Madre, Rey y Reina legítimos del mundo y de los hombres! ¡Seamos nosotros las fuerzas latentes del deseo, de la oración y del sacrificio que deben preparar y asegurar el éxito de esta revolución pacífica y bienhechora!

            Como hemos dicho, la vida de las almas que adoptan y sirven este espléndido ideal es hermosa, preciosa, noble y elevada. También es feliz y consolada, pues viven en la esperanza, o mejor dicho, en la certeza de que se realizará lo que persiguen con sus deseos ardientes y esfuerzos perseverantes; y Dios no les negará la alegría dulcísima de ver parcialmente realizado, ya en la tierra, lo que desearon fiel y ardientemente.

            A condición de que, con esta vida, no dejen de seguir tendiendo a su sublime Ideal…

            La pequeña Teresa prometía pasar su cielo haciendo bien en la tierra. Nosotros esperamos emplear el nuestro haciendo triunfar y reinar a Jesús y a María en este mundo. Por nuestras oraciones, que serán entonces mucho más poderosas, por la oblación de nuestros modestos méritos, unidos a los méritos inconmensurables de Jesús y de su santísima Madre, seguiremos trabajando con Ella y por Ella hasta el último día, hasta la consumación de los tiempos:

            hasta que la última joya viva haya sido engastada en su corona;

            hasta que la última oveja perdida suya sea conducida a sus pies;

            hasta que el último grano de trigo sea recogido en su seno;

            hasta que se cuente y se complete el número de la «descenden­cia de la Mujer»;

            de quienes, contemplando, admirando, amando y glorificando a la Elegida de Dios, a la Bendita de Dios, a la Privilegiada de Dios,

            contemplen, amen, posean, alaben, canten y adoren en una explosión de jubilación

            a su Hijo único, Rey inmortal de todos los siglos y mundos,

Jesucristo,

            a quien sea todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.


 

XIX
Ofrecimiento de sí mismo
para el reino de Jesús por María

            Corazón amable y adorable de Jesús, Rey de amor y Rey de gloria, que has estado siempre y totalmente entregado a las cosas de tu Padre; que no has buscado tu gloria, sino la del Padre que te envió; que has dedicado tu vida a una obra única, que dominaba y contenía todas las demás, la glorificación del Padre y el reino de Dios; que has pedido este reino y nos has enseñado a buscarlo y a pedirlo; que has deseado ardientemente ser bautizado con un bautismo de sangre para realizar tu ideal divino; quiero entrar en las más ocultas profundidades de tu Corazón y de tu vida, y asociarme a tu misión divina, teniendo la humilde pero firme confianza de que te dignarás aceptarme, siendo como soy nada y pecado, porque eres la misericordia infinita.

            Oh Jesús, mi deseo, mi aspiración, mi esperanza y mi único ideal es que reines en las almas como Soberano incontestado, que tu rei­no se apodere de ellas hasta en sus más intimas profundidades, y que reines pronto, oh divino Maestro. «Adveniat regnum tuum! Amen, veni, Domine, et noli tardare: ¡Ven a reinar, Señor, y no tardes!».

            Me acuerdo, Maestro adorado, que no has querido venir a este mundo más que dependiendo de tu Madre de muchas maneras… Ella te fue indisolublemente asociada por el Padre en el anuncio, la preparación, la realización y las consecuencias de tu venida. Ella es para ti, celestial Adán, una Eva amante y fiel en todos tus trabajos, en todos tus misterios, sobre todo en los más dolorosos. Por eso creo firmemente que sólo por Ella concluirás lo que por Ella comenzaste; que no triunfarás sino con Ella y por Ella, y que con Ella y por Ella Tú reinarás. A tu reino universal y plenario, oh Rey de amor, has puesto una condición indispensable e infalible: ¡el reino de tu santísima Madre! Y has puesto en mi corazón, al igual que en el de tus grandes preferidos, Juan, Margarita María, Montfort y tantos otros, una gran inclinación hacia esta divina Madre. ¡Me has entregado a Ella como su hijo y esclavo de amor!

            ¿Qué esperas, pues, de mí, Maestro, sino que mi alma y toda mi vida pase en este grito suplicante?:

Ut adveniat regnum tuum,
adveniat regnum Mariæ!
¡Para que venga a nosotros tu reino, Jesús,
haz llegar el reino de tu Madre!

            Reina gloriosa y Madre amadísima, Jesús mismo es quien me entrega a Ti: «Ecce venio!: ¡Aquí me tienes!». Aquí tienes a tu esclavo, que desea ardientemente ser tu apóstol silencioso y oculto. Me entrego y me consagro enteramente y para siempre a tu reino ardientemente deseado. Tu reino, Reina mía, será el gran pensamiento de mi vida, la pasión de mi corazón; será mi sueño, mi dicha y mi tormento, la vida de mi vida, el alma de mi alma. Será el ideal único, hacia el que convergirán todas las energías de mi ser.

            Para tu reino bendito, amadísima Soberana, te entrego todos los instantes de mi vida, tanto los más humildes como los más solemnes, los más tristes como los más consolados. Te doy todas las horas de trabajo y todas mis horas de oración, aún más preciosas; te ofrezco todas mis horas de sacrificios y sufrimientos, sobre todo los más temidos y sombríos, y las horas de humillación y de abandono, de disgusto y de tristeza, mis dolencias y mi última enfermedad, mi lucha suprema y mi muerte.

            ¡Ojalá que en todo instante, Soberana mía, como un grano de trigo, caiga yo en tierra y muera para darte una rica mies de gloria y una rica mies de almas!

            ¡Ojalá que sepa disminuirme y desaparecer cada vez más para que Tú crezcas, Reina mía, en las almas, y a fin de que Tú sola glorifiques a Jesús!

            ¡Levántate, pues, oh María, y apresúrate a reinar! ¡Apresúrate, Reina, a reinar en todos los corazones, para someterlos plenamente al imperio de amor de tu grande y único Jesús! Amén.

 

Otra fórmula, más corta, que se podrá decir cada día

 

            Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre mía, Reina gloriosa del mundo y Reina de mi corazón, me doy y me entrego enteramente a Ti, no sólo como tu esclavo, sino también para ser el apóstol oculto de tu reino.

            Te ofrezco especialmente este día, cada uno de sus instantes, tanto los más insignificantes como los más importantes; te ofrezco mis trabajos, mis oraciones y mis sacrificios, mis dolores, mis humillaciones, todo este día en fin. Te ofrezco de nuevo la jornada entera de mi vida, sobre todo su atardecer con sus tinieblas y terrores, mi última enfermedad, mi agonía y mi muerte, por tu reino y especialmente por tu reino en…

            Por cada mirada y cada palabra, por cada paso y cada suspiro, por cada latido de mi corazón y cada aspiración de mi voluntad, quiero repetir sin cesar:

¡Levántate, oh María, y apresúrate a reinar!
¡Ven, y serás coronada!

Ut adveniat regnum tuum,
adveniat regnum Mariæ!
Amen

 


 


                [1] I Cor. 10 31.

                [2] Verdadera Devoción, nº 265.

                [3] Secreto de María, nº 49.

                [4] I Cor. 3 22-23.

                [5] Gal. 1 10.

                [6] Secreto de María, nº 49.

                [7] Secreto de María, nº 49.

                [8] Si se nos pide una definición del «reino de María», diríamos que este reino habrá llegado cuando, en su conjunto, la humanidad reconozca teórica y prácticamente a la Santísima Virgen todo lo que le corresponde según el plan de Dios.

                [9] En «El Secreto de María», larga carta escrita a una religiosa en los primeros años de su carrera apostólica, parte del punto de vista de la santificación del alma, que sólo puede obtenerse por una gracia abundante, y para ello por la Santísima Virgen, Mediadora de la gracia, y por una grandísima devoción hacia Ella. En el «Tratado de la Verdadera Devoción» su campo de visión se amplió notablemente. Apunta directamente al reino de Jesucristo que, según su convicción, sólo puede lograrse por el reino de María, o por la práctica universalizada de una perfectísima devoción a la Santísima Virgen. Lograr esto es el fin de su libro, al que él mismo llama «preparación al reino de Jesucristo» (nº 227). De este libro se perdió una primera parte, que trataba sin duda del espíritu del mundo que debemos desterrar, y del conocimiento y desprecio de sí mismo, condiciones requeridas para alcanzar el conocimiento y amor de la Santísima Virgen y de Jesús mismo.

                [10] Verdadera Devoción, nº 265.

                [11] I Cor. 9 16.

                [12] Verdadera Devoción, nº 13.

                [13] Secreto de María, nn. 58-59.

                [14] Verdadera Devoción, nn. 217 y 59.

                [15] Esta «Oración Abrasada», así llamada según una expresión del Padre Faber, es la introducción suplicante de la regla de los Misioneros de la Compañía de María. Henri Brémond la consideraba como una obra maestra. Es el equivalente «rezado» de la descripción de los grandes apóstoles de la Santísima Virgen, tal como se encuentra en el «Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen». Se puede encontrar esta oración en el Libro de Oro, Secretariado de María Mediadora, pp. 728-745. También ha sido editada separadamente.

                [16] Verdadera Devoción, nº 1.

                [17] Verdadera Devoción, nº 13.

                [18] Ib.

                [19] Entre otros los nn. 48, 113 y 217.

                [20] Verdadera Devoción, nn. 49, 50, 55 y 113.

                [21] Verdadera Devoción, nº 217.

                [22] Verdadera Devoción, nº 55.

                [23] Verdadera Devoción, nº 217.

                [24] Sin embargo, debemos señalar un fenómeno actual un tanto sorprendente. Y es que en muchos lugares, incluso teológicos, se vuelve sin cesar a la idea del «retorno del Señor», a la parte escatológica de la doctrina cristiana.

                [25] Verdadera Devoción, nn. 46, 47 y 50.

                [26] Verdadera Devoción, nn. 47-48 y 54-59. Léanse también las páginas magníficas de la «Oración Abrasada», Libro de Oro, pp. 745-751.

                [27] Verdadera Devoción, nn. 47, 48, 50, 59.

                [28] Verdadera Devoción, nº 55.

                [29] Verdadera Devoción, nº 48.

                [30] Verdadera Devoción, nº 54.

                [31] Secreto de María, nn. 58-59. Se puede observar que el tono de San Luis María de Montfort en el «Tratado» es más decidido que en «El Secreto de María». Este último es una obra de su juventud sacerdotal, mientras que el «Tratado» lo escribió hacia el fin de su vida: su pensamiento maduró y se consolidó.

                [32] Sal. 71 11.

                [33] Sal. 85 9-10.

                [34] Sal. 21 28-29.

                [35] Rom. 11 25-26.

                [36] Apoc. 11 15-17.

                [37] Apoc. 12 10.

                [38] Apoc. 19 6.

                [39] Apoc. 20 1-3.

                [40] Verdadera Devoción, nº 13.

                [41] I Cor. 15 25.

                [42] I Cor. 15 26.

                [43] Secreto de María, nº 1.

                [44] Quienes hayan leído atentamente la Encíclica Ad cæli Reginam del 8 de septiembre de 1954 habrán quedado asombrados por el hecho de que Pío XII subraye fuertemente la doctrina de la íntima e universal asociación de María con Cristo a título de nueva Eva, y desarrolle ampliamente, como segundo fundamento de la realeza de María, su función de Corredentora.

                [45] Verdadera Devoción, nº 50.

                [46] Uno de los argumentos aducidos por Su Santidad Pío XII en favor del dogma de la Asunción no tiene, en el fondo, más base que esta.

                [47] San Pío X tiene textos muy notables sobre este tema en su Encíclica Ad diem illum.

                [48] San Luis María de Montfort, cuyo pensamiento exponemos y comentamos aquí, formula del siguiente modo la ley que Dios se impuso, y de la que la tesis del reino de Cristo por el de su santísima Madre no es más que una aplicación: «Digo… que, supuestas las cosas como son, habiendo querido Dios comenzar y terminar sus más grandes obras por la Santísima Virgen desde que la formó, es de creer que no cambiará de conducta en los siglos de los siglos, pues es Dios y no cambia en sus sentimientos ni en su conducta» (Verdadera Devoción, nº 15). Estos textos son como el eco de las palabras bien conocidas de Bossuet: «Desde el momento en que Dios quiso darnos una vez a Jesucristo por la Santísima Virgen, este orden ya no cambia, pues los dones de Dios son sin arrepentimiento. Es y siempre será cierto que, habiendo recibido por la caridad de María el principio universal de la gracia, hemos de seguir recibiendo por intermedio de Ella sus diversas aplicaciones en todos los distintos estados que componen la vida cristiana. Como su caridad materna contribuyó tanto a nuestra salvación en el misterio de la Encarnación, que es el principio universal de la gracia, seguirá contribuyendo eternamente en todas las demás operaciones que no son más que sus consecuencias» (Sermón para la Concepción de la Santísima Virgen).

                [49] I Cor. 3 23.

                [50] Esta fórmula espléndida, y tan cierta, es de Pío XII.

                [51] Verdadera Devoción, nº 50.

                [52] Jud. 13 22.

                [53] En este orden de cosas no podríamos extrañarnos de que el nuevo oficio de la Asunción subraye fuertemente este papel combativo de Nuestra Señora, sobre todo en la Epístola, con el texto íntegro de la victoria de Judit contra Holofernes.

                [54] Pío XII.

                [55] Verdadera Devoción, nº 47.

                [56] Verdadera Devoción, nn. 113-114.

                [57] El santo Autor envía al lector a enseñanzas sobre el espíritu del mundo y a prácticas en este mismo sentido «que hemos indicado en la primera parte», y que no encontramos en ningún sitio (nn. 227 y 256). Un poco después habla de las letanías del Espíritu Santo y de una oración, «señaladas en la primera parte de esta obra» (nº 228). Estas oraciones no se encuentran en ninguna parte en el manuscrito tal como hoy en día lo poseemos. Por lo tanto, «la primera parte» desapareció. Montfort parece haber concebido su obra como una «preparación al reino de Jesucristo». Era tal vez el título mismo de su obra. En todo caso, esta obra comprendía un estudio sobre el espíritu del mundo y el modo de combatirlo. Se sabe que los ejercicios por los que conduce al alma a la consagración perfecta a Jesucristo por María comprenden dos semanas consagradas a vaciarse del espíritu del mundo, una semana que apunta al conocimiento de sí mismo, y dos otras consagradas respectivamente al conocimiento de la Santísima Virgen y al de Jesucristo.

                [58] I Cor. 6 19-20.

                [59] Verdadera Devoción, nº 265.

                [60] Las consideraciones que siguen pueden ser útiles a todos nuestros lectores. Lo serán ante todo a los sacerdotes, que se cuentan en gran número entre nuestros lectores. Pero, por lo demás, todas las almas que, por uno u otro título, se dedican a la enseñanza religiosa y a las obras de apostolado, sacarán grandísimo provecho en penetrarse de ellas.

                [61] Verdadera Devoción, nº 165.

                [62] Verdadera Devoción, nº 214.

                [63] Secreto de María, nº 44.

                [64] Mt. 7 7.

                [65] Mt. 6 9.

                [66] Mt. 9 38.

                [67] Mt. 6 33.

                [68] Nosotros lo hemos hecho en un pequeño libro: Adveniat regnum Mariæ (Secretariado de María Mediadora, Lovaina).

                [69] Jn. 12 32.

                [70] Jn. 12 24.

                [71] Jn. 3 30.

                [72] II Tim. 4 1.

                [73] Fil. 2 5.

                [74] Jn. 4 38.


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